jueves, 24 de mayo de 2012

Los trastornos del comportamiento en el sistema de protección a la infancia y adolescencia: la conducta de los menores y el papel de los profesionales Los trastornos del comportamiento en el sistema de protección a la infancia y adolescencia: la conducta de los menores y el papel de los profesionales. *


Resumen
Objetivo. Los trastornos del comportamiento constituyen un problema importante dentro del sistema de protección a la infancia y adolescencia. Nuestros objetivos eran: a) conocer sus cifras de prevalencia en los recursos residenciales de Extremadura, y b) explorar la actitud y necesidades de los profesionales.

Método: 

Se realizaron dos estudios complementarios: A) Evaluación de los 193 menores entre 10 y 20 años (M=14,23; DT=2,42) ingresados en recursos residenciales del sistema de protección en Extremadura a través de un instrumento de despistaje elaborado ad hoc a partir del DSM-IV, cumplimentado por el educador de referencia de cada menor, y que proporcionaba tres puntuaciones (Conducta Negativista-desafiante, Conducta Disocial, y Puntuación Total); B) Evaluación de las actitudes y necesidades de 135 profesionales de esos recursos residenciales mediante un autoinforme con escala likert 1-5, donde se cuestionaba acerca de su bienestar profesional, sus demandas y dificultades, y la vivencia de situaciones violentas.

Resultados: 

En relación a los menores obtuvimos puntuaciones en Conducta negativista-desafiante (M=2,06; DT=2,38), Conducta disocial (M=1,35; DT=2,14) y una Puntuación total (M=3,42; DT=4,06). Se cumplían criterios próximos a los del DSM-IV para el Trastorno negativista desafiante en el 24,7 % de los sujetos, y del Trastorno disocial en el 20,6 %. No existía relación entre conducta antinormativa y edad. Una mayor duración de la estancia se asociaba a menores conductas negativistas (r= -0,150; sig. 0,044). Los varones obtenían puntuaciones más altas en conducta disocial (t=2,492; sig. 0,014). Las conductas más frecuentes eran las negativistas, y las menos frecuentes las disociales. Respecto a los profesionales, las puntuaciones en satisfacción laboral obtenían medianas de 4 y 5, con descripciones del trabajo como una tarea difícil que sienten como un reto. Cuentan con recursos para enfrentarse a situaciones difíciles, pero demandan cambios en las condiciones laborales, el desarrollo de proyectos educativos, la provisión de apoyo psicológico a menores y educadores, y formación. Cuanta mayor antigüedad en el puesto, se manifiesta más descontento y se demanda más reconocimiento salarial y profesional, además de apoyo psicológico. Pocas veces habían sufrido agresiones sobre uno mismo o las posesiones (Mediana=1), o violencia psicológica (Mediana=3). En las agresiones entre adolescentes, la actitud menos habitual del profesional es limitarse a castigar (Mediana=1), y la más frecuente es tratar de desarrollar alternativas a la conducta violenta, ayudar al agresor a ponerse en el lugar de la víctima, y trabajar individualmente con ambos (Medianas=4).

Conclusiones: Dentro del sistema de protección a la infancia existe un grupo importante de menores que presentan conductas problemáticas, pero la mayor parte de los residentes muestra un comportamiento de ajuste a las normas. Los educadores manifiestan satisfacción y compromiso con su labor profesional, aunque demanden cambios en aspectos organizativos y profesionales. Identificamos un proceso de queme profesional progresivo, que no impide la permanencia de un pequeño grupo de profesionales motivados a lo largo de los años.

Palabras clave: Trastorno del comportamiento, Sistema de Protección, Centro de Acogida. Educadores.
Los trastornos del comportamiento en el sistema de protección a la infancia y adolescencia: la conducta de los menores y el papel de los profesionales.

1. INTRODUCCIÓN

Además del encuadre tradicional en el que los padres acuden a consulta con su hijo debido a los problemas de comportamiento de éste, los trastornos de conducta pueden necesitar un abordaje especial dentro de otros contextos. Uno de ellos es el conformado por los recursos residenciales de los sistemas de protección a la infancia y adolescencia. Configurados como espacios donde confluye una población de alto riesgo (Romero, Luego, Gómez-Fraguela, Sobral y Villar, 2005), y en los que las dinámicas institucionales pueden tener un importante peso (positivo y negativo) sobre el desarrollo del menor, el interés de su estudio es tanto teórico, como clínico y asistencial. Partiendo de la necesidad de profundizar en el estudio de esta población, la Dirección General de Infancia y Familia creó un grupo de estudio de Trastornos del Comportamiento. El objetivo de esta comunicación es presentar el trabajo de campo realizado por dicho equipo.

Definimos los trastornos del comportamiento como el mantenimiento por parte de un niño o adolescente de un patrón de comportamiento antisocial que vulnera los derechos de los demás. Su presencia implica un importante deterioro en el desarrollo personal y social del menor y en el bienestar del entorno que le rodea (familia, escuela, comunidad…). Como dato ilustrativo de su alta prevalencia, podemos señalar la cifra de 4-8 % de menores ofrecida por el Proyecto Esperi (Pinto, 2004).

Los sistemas de protección a la infancia y adolescencia disponen de recursos residenciales como alternativas al entorno familiar cuando éste no existe o es considerado inadecuado. En Extremadura hay aproximadamente 420 chicos/as viviendo en recursos residenciales, dentro de una red compuesta por 8 centros de acogida, 16 pisos tutelados, 5 pisos semiautónomos y 2 pisos autónomos. Los centros de acogida constituyen centros de ciertas dimensiones y que tienen titularidad pública. En cambio, los pisos constituyen unidades reducidas de convivencia que son gestionadas por asociaciones. Considerando el conjunto de recursos, y con algunas oscilaciones según el momento temporal de que se trate, las personas que conforman los equipos educativos constituyen un grupo de aproximadamente 200 profesionales; se distribuyen en dos grandes categorías laborales: educadores y técnicos de educación infantil. No obstante, a lo largo de este trabajo quedarán agrupados bajo el rótulo general de “educadores”.

Entre los cambios que se perciben en el perfil de población en los recursos residenciales del sistema de protección se haya el aumento de los trastornos psíquicos y de los problemas de conducta (Fernández del Valle y Fuertes Zurita, 2005; Instituto Madrileño del Menor y la Familia, 2002). La presencia de estos últimos tiene importantes implicaciones para los menores que los presentan, sus compañeros y los profesionales que trabajan con ellos.

El trabajo con esta población de menores conlleva serias dificultades, no sólo en cuanto a recursos técnicos sino también en lo relativo a la implicación emocional del profesional. El carácter altamente estresante del trabajo con niños y adolescentes con conductas negativistas y desafiantes puede desembocar en situaciones de burnout; y a su vez, el desgaste profesional y el consiguiente deterioro en sus intervenciones, se traducirá en dificultades de los menores. En efecto, éstos pudieran verse expuestos a la repetición de experiencias de abandono y de deprivación (afectiva y de contención).

A pesar de la constatación de este cambio, existen pocos datos estadísticos acerca de la prevalencia de los trastornos del comportamiento dentro del sistema de protección, y escasa información acerca de las actitudes de los profesionales que los abordan. Uno de los pocos trabajos en este sentido es el de Díaz-Aguado, Martínez y Martín (2002), con 266 adolescentes de 15-18 años y 230 profesionales, y que se desarrolló en un grupo heterogéneo de 30 centros (13 abiertos, 13 abiertos con medidas judiciales, y 4 cerrados). A través de este tipo de trabajo se puede obtener información necesaria para conocer nuestra realidad asistencial, planificar acertadamente la oferta de nuevos recursos, y apoyar de forma efectiva a los profesionales que los abordan. El objetivo de nuestra investigación ha sido precisamente el determinar con exactitud las dimensiones reales de los trastornos del comportamiento en los recursos del sistema de protección de nuestra Comunidad, y conocer las actitudes y necesidades de los profesionales ante ellos.

2. MATERIAL Y MÉTODO

2.1. Sujetos

En el estudio de prevalencia de los trastornos del comportamiento, la muestra coincide casi totalmente con la población a estudiar, que es el conjunto de menores ingresados en centros residenciales en una determinada franja de edad (10-20 años). Los únicos sujetos de la población que no fueron incluidos en la muestra eran aquellos que no llevaban al menos dos meses en el recurso residencial.

La muestra estaba compuesta por un total de 193 sujetos, de los que el 53,4 % eran varones y el 46,6 % mujeres. La edad media era de 14,23 con una desviación típica de 2,42. El 72,6 % residía en Centros de Acogida de Menores (un total de siete centros de gestión directa), y el resto en Pisos de Acogida (unidades pequeñas de convivencia, gestionadas por un total de cinco asociaciones). Respecto al tiempo de estancia en dicho recurso, se cubría un rango de entre 2 y 132 meses, con una media de 35,04 y una desviación típica de 31,84. En cuanto a la medida de protección aplicada, el 30,6 % se encontraba en régimen de guarda, el 65 % habían sido tutelados, y el 4,4 % restante se trataba de inmigrantes en situación “irregular”.

En la parte del estudio centrada en los profesionales, la muestra está compuesta por 135 profesionales (70 % educadores y 30 % técnicos de educación infantil), que desempeñan su labor en un total de 7 Centros de Acogida (CAM) y 4 Pisos de Acogida; el 77 % de ellos trabaja en un CAM. La antigüedad en el puesto de trabajo cubre un rango de 4-432 meses, con una media de 93,93 y una desviación típica de 90,41.

2.2. Material

Para evaluar la prevalencia de trastornos del comportamiento, nos pareció muy importante utilizar una prueba con las características de un instrumento de despistaje (screening), de modo que se pudiese aplicar de forma rápida y que fuese accesible para cualquier profesional. Optamos por la elaboración de una prueba ad hoc, en forma de cuestionario de comprobación (check-list) y basado en el DSM-IV, dado que éste aporta un listado muy representativo de comportamientos problemáticos que un cuidador puede detectar con facilidad. Este instrumento, el Listado de Manifestaciones Conductuales (LMC), recoge las ocho conductas del trastorno negativista desafiante (para los últimos cinco meses), y catorce de los quince ítems del trastorno disocial (para los últimos doce meses); el ítem del DSM-IV que no fue recogido en el LMC era el referente a manifestar crueldad con los animales, al ser éste un comportamiento difícil de detectar por parte del cuidador. El formato de respuesta para cada ítem era SÍ-NO, y se obtenían tres puntuaciones mediante la suma de los ítems correspondientes (Conducta negativista-desafiante, Conducta disocial, Puntuación total). Por tanto, la puntuación máxima en las tres escalas era de 8, 14 y 22 puntos, respectivamente.

Para valorar las actitudes y necesidades de los profesionales que asumen responsabilidades educativas en los recursos residenciales, se utilizó un cuestionario creado por Díaz-Aguado, Martínez y Martín (2002). No obstante, se introdujeron algunas pequeñas modificaciones para obtener mayor información en algunos de los bloques de cuestiones (por ejemplo, se incluyeron más modalidades formativas que puedan demandar los profesionales). El primer bloque de preguntas del cuestionario se refieren a la satisfacción con las condiciones del recurso, el proyecto educativo, y las necesidades formativas. El segundo conjunto de ítems cuestiona acerca de situaciones relacionadas con la violencia o agresión que se hayan vivido personalmente o de las que se haya tenido noticias, así como de interacciones en las que los adolescentes fuesen víctimas. Otro bloque hace referencia a la conducta de los educadores en situaciones de violencia protagonizadas por los adolescentes. El último grupo está formado por preguntas sobre medidas preventivas llevadas a cabo por el centro en relación a la violencia, y la valoración de su eficacia.

2.3. Procedimiento

El primer paso del estudio consistió en realizar sesiones informativas con todos los recursos residenciales de la Comunidad; en ellas se hacía una presentación de la investigación y se transmitían las instrucciones en relación a su participación.

En cuanto a los menores, en los centros o pisos de acogida el educador de referencia de cada menor cumplimentaba el LMC, señalando las conductas problemáticas que había detectado; para cada recurso residencial se designó a un psicólogo que debía participar en dicha cumplimentación como asesor.

Respecto a los profesionales, aquellos que deseaban participar cumplimentaban anónimamente el cuestionario donde se recogían sus experiencias, vivencias y necesidades acerca de las conductas problemáticas de los menores, tal como quedaban recogidas en el instrumento de evaluación.

3. RESULTADOS

3.1. Prevalencia de trastornos del comportamiento

Con el objeto de conocer las dimensiones de las conductas problemáticas de los menores, analizamos las puntuaciones en el LMC (Conducta negativista-desafiante, Conducta disocial, Puntuación total). Las puntuaciones totales en dicho cuestionario, con una muestra de 194 sujetos, fueron las que aparecen en la tabla 1.

No obstante, la distribución de las puntuaciones no es homogénea, produciéndose una importante concentración de sujetos en los valores más bajos del cuestionario. Visualmente es fácil de percibir en el gráfico con las frecuencias de sujetos en cada valor del total en el LMC (Figura 1).

A título orientativo, decidimos utilizar como criterios de referencia los utilizados por el DSM-IV para el Trastorno negativista desafiante, y para el Trastorno disocial. Respecto al primero, se exige la presencia de cuatro o más síntomas; en nuestra muestra, esto ocurre en el 24,7 % de los sujetos. En cuanto al trastorno disocial se precisa la existencia de tres o más síntomas, lo que ocurre en el 20,6 % de nuestra muestra.

Consideramos necesario comprobar si las puntuaciones en las subescalas del LMC estaban relacionadas con las variables sociodemográficas o residenciales del estudio: Edad, Tiempo en el Recurso Residencial, Sexo (Masculino versus Femenino), y Tipo de Recurso Residencial (Centro versus Piso de Acogida). Por ello, establecimos comparaciones para cada una de ellas; las variables criterio fueron en todos los casos (y por este orden en nuestra presentación) las tres siguientes: Conducta Negativista-desafiante, Conducta Disocial, y Puntuación Total en el LMC. Con las variable Edad y Tiempo en el Recurso Residencial, se utilizó la correlación de Pearson y con el resto de las variables se hicieron comparaciones utilizando la “t” de Student.

Respecto a la variable Edad, no se encontró ninguna correlación estadísticamente significativa con las variables criterio; en efecto, las significaciones fueron de 0,725, 0,173 y 0,599.

En cuanto a la variable Tiempo en el Recurso Residencial, aparecen correlaciones estadísticamente significativas en Conducta Negativista-desafiante (r= -0,150; sig. 0,044) y en Puntuación Total (r= -0,164; sig. 0,027). Es decir, se advierte una ligera tendencia en el sentido de que una mayor duración de la estancia en el recurso residencial implique menos conductas negativistas.

Como dato complementario debemos señalar que no aparecen correlaciones estadísticamente significativas entre la edad y la duración de la estancia en el recurso residencial.

Los resultados en el resto de las variables criterio fueron los que aparecen en las tablas 2 (Sexo) y 3 (Recurso residencial):
El análisis de estos resultados nos muestra que las diferencias entre los sexos aparecen en la conducta disocial, donde los varones obtienen puntuaciones significativamente más altas. Obviamente, esta diferencia tiene su efecto en los valores totales del LMC.
Por los resultados de esta tabla podemos apreciar que no existen diferencias en los niveles de conducta negativista o disocial en función del recurso residencial en que viva el menor (Centro o Piso).

Una vez analizadas las puntuaciones totales de los ítems del cuestionario, consideramos de interés un estudio descriptivo de las conductas negativistas y disociales que lo configuran. Estimamos especialmente valioso comprobar qué conductas problemáticas son las más y menos presentes en los recursos residenciales. Los cinco comportamientos más frecuentes fueron los recogidos por lo siguientes ítems:

“A menudo se encoleriza y tiene pataletas” (33 %).
“A menudo discute con adultos” (32,5 %).
“A menudo es susceptible o fácilmente molestado por otros” (30,4 %).
“A menudo acusa a otros de sus errores o mal comportamiento” (28,9 %).
“A menudo desafía activamente a los adultos o rehúsa cumplir sus demandas” (26,8 %).
En todos los casos se trata de conductas negativistas, no disociales.
Los cinco comportamientos con una menor frecuencia son los recogidos por los siguientes ítems:
“Ha provocado deliberadamente incendios con la intención de causar daños graves” (0,5 %).
“Ha forzado a alguien a una actividad sexual” (1,5 %).
“Ha robado enfrentándose a la víctima (2,6 %).
“A menudo permanece fuera de casa o del Centro de noche, a pesar de que está prohibido” (3,6 %).
“Se ha escapado de casa o del Centro durante la noche más de una vez” (4,7 %). En todos los casos se trata de conductas disociales, no negativistas.

3.2. Los profesionales

Para cada una de las variables evaluadas, se obtuvo la mediana como medida de tendencia central. Además, en aquellos ámbitos donde se preguntaba por cuestiones individuales del profesional, se realizó una comparación entre los sujetos en función de la antigüedad en el puesto de trabajo; para ello, se establecieron cinco franjas temporales (0-12, 13-36, 37-60, 61-120, y 121-432 meses), y se aplicó la prueba de Kruskal-Wallis. A continuación presentamos los bloques de variables tal como fueron analizadas; en las tablas sólo se indica la significación cuando ésta resultó estadísticamente significativa.

A. Grado de satisfacción con las condiciones del recurso residencial

En la tabla 4 aparecen los niveles de satisfacción de los profesionales en cada uno de los ámbitos evaluados, puntuados en una escala de 1 a 5. En general, la satisfacción es media o alta. Los niveles medios de satisfacción se dan en la relación con las familias de los menores, las condiciones económicas, el ambiente físico, las perspectivas de futuro y la posibilidad de compatibilizar esta ocupación con otras. Y es mayor en lo relativo a las relaciones con los compañeros, los adolescentes, los niños, la dirección del recurso y el proyecto educativo.

Respecto a las diferencias según la franja de antigüedad, en varios ítems se produce una progresiva pérdida de satisfacción cuando se pasa de los tres años desempeñando la labor; este descenso se pararía al llegar al grupo con diez años o más años de antigüedad; en efecto, en este último grupo se produce un ligero aumento de satisfacción respecto al grupo de 5-10 años de antigüedad. Más en concreto, esta evolución temporal se da en la relación con los adolescentes y los niños, las condiciones económicas y las perspectivas de futuro.

B. Significado de trabajar en el recurso residencial

Cuando los profesionales valoran en una escala de 1 a 5 qué significa para ellos el desempeño de su actividad profesional, se obtienen los resultados que aparecen en la tabla 5. Las puntuaciones generales tienden a ofrecer una buena imagen de la labor que se realiza. En efecto, aparecen medianas de 4 al describir su labor como un reto por el que merece la pena esforzarse, o como una oportunidad de desarrollar la ocupación elegida, de autorrealización personal o de desempeñar una función social importante. En cambio, aparecen medianas de 2 al describir su trabajo como una tarea imposible o como un lugar estresante en el que continuamente se fracasa.

Las diferencias según las franjas de antigüedad muestran en todos los casos un empeoramiento en el compromiso con la labor (descripciones del trabajo como oportunidad de satisfacción personal, como una tarea imposible en la que no se ven resultado o como un lugar estresante en el que continuamente se fracasa); la visión más optimista es siempre de los trabajadores en su primer año, empeora ligeramente al pasar a la segunda franja (segundo y tercer años), sigue empeorando en la tercera franja (hasta el décimo año) y se produje una ligera mejoría para los sujetos con más de diez años de antigüedad laboral.

C. Recursos en el funcionamiento del Equipo

Al considerar cuán disponibles (en una escala de 1 a 5) están algunos recursos útiles para enfrentarse a situaciones difíciles, se obtienen los resultados que aparecen en la tabla 6. En gran medida se dispone de proyectos educativos y de la posibilidad de encontrar el apoyo del grupo (medianas de 4 y 5).

D. Creencias acerca de las necesidades para mejorar la calidad de la educación

Cuando se preguntó a los profesionales en torno a lo que consideraban necesario para la mejora en la calidad de la educación proporcionada a los menores (en una escala de 1 a 5), respondían que juzgaban conveniente la introducción de cambios en numerosos ámbitos del funcionamiento del recurso: las condiciones laborales (estabilidad, salario, reconocimiento, formación), los medios de trabajo (el entorno físico, recursos materiales, número de profesionales), el desarrollo de proyectos educativos, o la provisión de apoyo psicológico a menores y educadores (tabla 7). Aquél en el que se demandaba un cambio de forma más señalada (mediana de 5) es en proveer apoyo psicológico a los menores. En el resto de los ámbitos se obtenían medianas de 4.

Respecto a la variable “antigüedad”, aparecían diferencias en los tres ítems más referidos a las necesidades de los propios trabajadores; en efecto, el paso de los años implica un deseo de mayor reconocimiento salarial y profesional, y de un mayor apoyo psicológico; como en ítems anteriores, se advierte un ligero descenso para los profesionales con más de diez años de antigüedad. En cambio, para los factores más referidos al funcionamiento global del centro, no aparecían diferencias según el tiempo trabajado.

E. Necesidades de formación

Los profesionales reclaman formación en las nueve áreas que se propusieron como posibilidades (tabla 8). En efecto, las medianas eran de 4 y 5 (este último valor aparecía al demandar formación sobre cómo enseñar a los adolescentes a rechazar la violencia, cómo prevenir conductas auto-destructivas o de riesgo, y sobre educación emocional y prosocial). Respecto a las diferencias por antigüedad, sólo aparecen diferencias en cuanto a la demanda de formación sobre la adolescencia en general, cómo enseñar a los adolescentes a rechazar la violencia, de qué forma desarrollar una disciplina no autoritaria, la educación emocional y la educación prosocial. Resulta llamativo que sean sistemáticamente los más novatos quienes consideren menos necesaria la formación.

F. Modalidades formativas

Al preguntar a los profesionales sobre la modalidad formativa que les satisfaría y en la que participarían, usando una escala de 1 a 5, los resultados fueron los que aparecen en la tabla 9. En general, existe disposición a recibir formación en formatos muy diversos, obteniéndose medianas de 4 en las nueve modalidades. Además, apreciamos que no existen diferencias en relación a la antigüedad en el puesto de trabajo.

G. Agresiones sufridas por los profesionales

Entrando más directamente en el ámbito de las conductas disruptivas presentadas por los menores, se preguntó a los profesionales en qué medida (en una escala de 1 a 5) habían sido víctimas de agresiones en el último año, o habían sido testigos de las que sufrían sus compañeros. Los resultados aparecen en la tabla 10. Se advierte que las experiencias de agresión sufridas por uno mismo no son habituales, obteniéndose medianas de 1 en relación a las agresiones recibidas por el profesional o por sus posesiones; las agresiones psicológicas (insultos, humillaciones, etc.) son más habituales, con una mediana de 3. Al cuestionar acerca de experiencias en que se es espectador de agresiones, las medianas son mayores (3 para agresiones psicológicas o a las posesiones de compañeros, y 2 para violencia física). No aparecen diferencias según la antigüedad en el puesto de trabajo.

H. Actitud de los adultos ante agresiones entre adolescentes

Cuando se pidió a los profesionales que valoraran qué actitud y conducta muestran los adultos del recurso residencial cuando los adolescentes se pelean entre sí, los resultados fueron los que aparecen en la tabla 11 (con valoraciones de 1 a 5 para cada respuesta). A la hora de intervenir en agresiones entre adolescentes, la actitud menos habitual es la de limitarse a poner un castigo (mediana de 1). Tampoco es habitual no saber impedir esas agresiones, aunque esto ocurre algunas veces (mediana de 2). Las acciones más habituales (mediana de 4) son tratar de desarrollar alternativas a la conducta violenta, ayudar al agresor a ponerse en el lugar de la víctima, y trabajar individualmente con ambos. Aplicar sanciones en un contexto democrático es una medida que a veces se adopta (mediana de 3).

I. Acciones para prevenir la violencia de los adolescentes

Cuando se cuestionó a los profesionales por las actividades que se habían realizado en su recurso residencial para prevenir la violencia, se obtuvieron los porcentajes que aparecen en la tabla 12. Los resultados muestran que las acciones realizadas para prevenir la violencia entre adolescentes han sido el desarrollo en los menores de habilidades sociales y emocionales (88,4 %), la labor de grupo entre los adultos del centro para mejorar la eficacia conjunta (80,7 %) y el trabajo democrático sobre las normas de convivencia (80,7 %). Las menos utilizadas han sido formar a los educadores sobre los problemas de los adolescentes (30,4 %) y enseñar a los educadores cómo prevenir la violencia (27,9 %).

4. DISCUSIÓN

Nuestro estudio aporta dos bloques de resultados que consideramos complementarios; el primero de ellos supone un intento por conocer las dimensiones exactas de los trastornos del comportamiento en los recursos residenciales de nuestro sistema de protección; la segunda parte indaga acerca de las vivencias, necesidades, actitudes y planteamientos de los profesionales implicados.

4.1. Trastornos del comportamiento en los menores

Respecto a la primera parte del estudio, los resultados indican que la incidencia de conductas problemáticas en la población de los recursos residenciales del sistema de protección en Extremadura es algo mayor que la recogida en la población general. La necesidad de contar con unas cifras con las que establecer comparaciones nos llevó a utilizar, de forma meramente orientativa, los ítems del LMC como criterios diagnósticos del DSM-IV. De esta forma encontramos que los criterios del DSM-IV (American Psychiatric Association, 1995) para el trastorno negativista desafiante se cumplen en el 24,7 % de los sujetos, y los del trastorno disocial en el 20,6 %. En este sentido, podemos tomar como elementos de comparación los datos de prevalencia ofrecidos por el DMS-IV para los trastornos negativista desafiante (2-16 %) y disocial (6-16 % para varones, 2-9 % para mujeres). También podemos considerar la cifra del 8 % de la población infanto-juvenil, aportada por el Proyecto Esperi (Pinto, 2004), o del 5,83 % de conducta antisocial en el estudio de González, García y Tapia (2002) con escolares de entre 6 y 15 años.

Si nos remitimos a población en recursos del sistema de protección, una referencia especialmente interesante es la del trabajo de Díaz-Aguado, Martínez y Martín (2002); en su investigación, los educadores de centros residenciales (entre los que se incluían algunos de medidas judiciales) informaban de la presencia de conductas antisociales (robar, delitos en general, agredir a los compañeros, saltarse las normas de convivencia) en más del 30 % de los casos.

Para captar las implicaciones de estas cifras se hace necesario introducir algunas matizaciones:
Aunque inicialmente los valores obtenidos parecen altos, hay que destacar que la mitad de los sujetos presentaban uno o ningún indicador de conducta anti-normativa; y además, que los cinco comportamientos con mayor incidencia revisten poca gravedad (como tener pataletas o discutir con adultos), y que pueden considerarse en cierta medida como normativos. Es decir, un elevado grupo de menores muestran un comportamiento adaptado a las normas (por ejemplo, el 42,3 % de la muestra no presenta ninguna conducta negativista desafiante, y el 53,6 % ningún comportamiento disocial).

Si bien las conductas muy problemáticas son poco frecuentes, su presencia puede ayudar a explicar el clima de violencia que a veces es atribuido a los recursos residenciales. En efecto, considerando el colectivo de menores institucionalizados de nuestra Comunidad, encontramos que en el último año los educadores de referencia han identificado a cinco menores que han robado enfrentándose a la víctima, a tres que han forzado a alguien a una actividad sexual, y a uno que ha provocado un incendio con el deseo de hacer daño. No obstante, una limitación de nuestro estudio es que no recogió si esas conductas antisociales habían sido ejecutadas necesariamente después del ingreso del menor en el recurso residencial, o si más bien se habían producido anteriormente.

En el sistema de protección pueden estar presentes conductas muy problemáticas cuya gravedad implica una separación del menor respecto a un recurso residencial normalizado y la derivación a centros especializados; en estos se cuenta con una mayor capacidad de contención y con intervenciones específicas sobre los comportamientos seriamente disruptivos. Extremadura no cuenta con un centro especializado en trastornos del comportamiento, por lo que algunos menores con conductas especialmente graves son derivados a centros situados fuera de la Comunidad. Así, en los momentos de realizar esta investigación, había trece menores en un total de tres centros residenciales fuera de Extremadura. Por definición, en todos estos casos existen serios problemas de comportamiento.

No hay diferencias en niveles de conducta antinormativa en función de la edad o el carácter del recurso (centro de acogida versus unidad reducida de convivencia); en el caso de la duración de la estancia en el recurso residencial, las diferencias aparecen en conducta negativista (con un descenso) y no en la disocial. Por otro lado, sí existen diferencias significativas en función del sexo, de modo que los varones muestran más conductas disociales que las chicas, lo que no ocurre en relación a las conductas negativistas y desafiantes.

4.2. Las necesidades y actitudes de los profesionales

El segundo bloque de resultados de nuestra investigación se centra en los equipos educativos que trabajan con los menores en los recursos residenciales. Los datos obtenidos pueden ser divididos en tres grandes apartados:

Nivel de satisfacción con la actividad profesional 
Al estimar los niveles de satisfacción de los educadores con su labor profesional, aparece una valoración positiva de la actividad laboral. En efecto, la satisfacción de los educadores con los distintos aspectos de su trabajo es media o alta; entre otros ámbitos, el de las relaciones (con los niños, los adolescentes, los compañeros, la dirección, o con uno mismo) es de los mejor valorados. De forma complementaria, advertimos que el desempeño de la actividad profesional tiene un significado positivo para los trabajadores (calificada como una tarea difícil que consideran un reto y una oportunidad). Al plantearse cuán disponibles están algunos recursos útiles para enfrentarse a situaciones difíciles, se advierte que en gran medida se dispone de proyectos educativos y de la posibilidad de encontrar el apoyo del grupo. Por otro lado, esta imagen positiva no oculta la preocupación de muchos profesionales en torno a cuestiones salariales y de las implicaciones personales de su trabajo (perspectivas de futuro o posibilidad de compatibilizar la ocupación con otras actividades).

Estos datos son similares a los que aparecen en el estudio de Díaz-Aguado, Martínez y Martín (2002), donde la mayoría de los profesionales se manifestaban bastante satisfechos con las relaciones que establecían en el Centro, definiendo su trabajo como “un reto por el que merece la pena esforzarse”; además, decían encontrar el apoyo necesario para llevarlo a cabo, aunque consideraban muy conveniente incrementar su estabilidad y el reconocimiento que recibían. Finalmente, rechazaban de forma mayoritaria, aunque no unánimemente, una definición de su situación que reflejara indefensión (como “estar quemado”).

Los resultados obtenidos parecen contrastar con la impresión que se desprende de los contactos informales con los profesionales. En efecto, es habitual que éstos sitúen en un primer plano un discurso pesimista, centrado en la queja y que enfatiza la desilusión ante el trabajo que se realiza. En cambio, cuando se les ha cuestionado acerca de sus valoraciones en el marco de una investigación, lo que revelan es una tendencia al compromiso y la satisfacción. Evidentemente, existe la posibilidad de que los sujetos que han participado en la investigación hayan sido precisamente aquellos más motivados en su actividad profesional, y que esto haya introducido cierto sesgo en el estudio; no obstante, los resultados de esta investigación siguen teniendo un gran valor en cuanto que estamos considerando las manifestaciones de un grupo muy numeroso de los profesionales que atienden en el día a día a los menores.

Respecto a las diferencias entre los profesionales según el tiempo trabajado, parece evidente que hay una pérdida de satisfacción cuando se pasa de los tres años desempeñando la labor, y que este descenso se mantiene hasta que se entra en el grupo de diez años de antigüedad. Lo mismo ocurre en cuanto al significado de la actividad laboral, de modo que el compromiso con la labor empeora y se piensa más en el trabajo como una tarea imposible en la que no se ven resultados, como un lugar estresante en el que continuamente se fracasa, o donde no hay una oportunidad de satisfacción personal. Esta evolución estaría apuntando a la existencia de un proceso de burnout. Surge la duda de por qué los profesionales con más de diez años de antigüedad están algo más satisfechos que sus compañeros con algún tiempo menos. Es muy posible que aquellos profesionales con más de diez años de trabajo estén especialmente motivados por su labor, y que por ello no hayan aprovechado las oportunidades para solicitar un cambio de puesto a lo largo de todo ese tiempo.

Necesidades de los profesionales

Los altos niveles de satisfacción con la labor realizada no se basan en considerar como ideal el contexto de trabajo. En efecto, los profesionales consideran necesario introducir cambios en numerosos aspectos del recurso residencial, desde condiciones laborales (estabilidad, salario, reconocimiento, formación), hasta los medios de trabajo (el entorno físico, recursos materiales, número de profesionales), pasando por el desarrollo de proyectos educativos o la provisión de apoyo psicológico a menores y educadores. Este último dato es especialmente significativo:

La petición de apoyo psicológico para los menores es el ítem con mayor puntuación. Parece existir una conciencia de que algunas de las dificultades de los menores deben ser abordadas en un espacio psicológico, y no sólo educativo.
La petición de ayuda psicológica para los propios profesionales también ocupa un lugar importante; habría que indagar acerca de si se solicita un asesoramiento técnico o más bien una intervención psicológica sobre uno mismo; el hecho de que esta petición sea más frecuente conforme mayor es la antigüedad en el puesto de trabajo (con un ligero descenso para el tramo superior a los diez años), apunta a los procesos de burnout de los que hablábamos arriba. En este sentido, no debemos olvidar que estamos considerando un ámbito laboral de especial riesgo, tal como muestran algunos estudios realizados en este contexto. Por ejemplo, en la investigación de Ochoa de Alda, Antón y Carralero (2006) el 80 % de los trabajadores de acogimiento residencial puntuaba en escalas de burnout, encontrando además una relación entre su presencia y la vivencia de situaciones de violencia.

Respecto al tiempo trabajado, aparecen diferencias en los ítems más referidos a las necesidades de los propios trabajadores, de modo que el paso de los años implica un deseo de mayor reconocimiento salarial y profesional, y de un mayor apoyo psicológico, nuevamente con un ligero descenso para aquellos con más de diez años de antigüedad.
Entre las peticiones que realizan los profesionales, se incluye la formación. En efecto, la reclaman en relación a todas las áreas que se proponen como posibilidades (desde características generales sobre la adolescencia, hasta cuestiones más específicas en relación al manejo de las conductas problemáticas). Al preguntar a los profesionales sobre la modalidad formativa que les satisfaría y en la que participarían, existe disposición a recibir formación en formatos muy diversos, y estas peticiones son bastante similares en relación al tipo de recurso.

Respecto a las diferencias por antigüedad, resulta llamativo que sean sistemáticamente los más novatos quienes consideren menos necesaria la formación; esto pudiera deberse a que proceden de la reciente titulación universitaria de Educación Social, y que por ello se sientan satisfechos con su formación académica; no obstante, puede resultar peligroso que juzguen innecesario adquirir un mayor bagaje de conocimientos.

Conductas disruptivas 

Entrando más directamente en el ámbito de las conductas disruptivas, las experiencias de agresión sufridas por el propio profesional no son habituales, especialmente las de carácter físico. Ser espectador de agresiones es algo más frecuente. No aparecen diferencias según la antigüedad en el puesto de trabajo. Nuestros resultados son similares a los del estudio de Díaz-Aguado, Martínez y Martín (2002); en su investigación, y dentro del rango recogido por las frecuencias “algunas veces”, “a menudo” y “muchas veces”, obtenían los siguientes porcentajes: a) el 10 % de los profesionales había sufrido agresiones físicas; b) el 53 % había experimentado agresiones psicológicas; y c) el 10 % había sufrido violencia sobre sus posesiones. Estos tres porcentajes subían ligeramente cuando se trataba de ser espectador de esos sucesos.

La actitud de los profesionales ante las peleas entre adolescentes implica una evitación de la pasividad o de limitarse a poner un castigo; no obstante, esto ocurre en algunas ocasiones. Lo que se plantea como alternativa es sobre todo un trabajo individual con los implicados (búsqueda de alternativas, enseñar a ponerse en el lugar del otro…), mientras que acciones que impliquen al grupo (como aplicar sanciones en un contexto democrático) son menos utilizadas. Nuevamente nuestra investigación ofrece resultados similares a los del estudio de Díaz-Aguado, Martínez y Martín (2002); por ejemplo, usando la misma escala de 1 a 5, en dicho estudio la puntuación media en el ítem referente a no saber impedir la violencia era de 1,99, frente a la mediana de 2 en nuestra investigación.
Los recursos residenciales ponen en funcionamiento acciones dirigidas a prevenir la violencia entre adolescentes. Resulta llamativo que las menos utilizadas son las relativas a la formación de los profesionales (son los dos únicos ítems con un valor inferior al 50 %). El grueso de las actividades se centra en los propios menores (desarrollo de habilidades sociales y emocionales, trabajo psicológico individual…), aunque también se recoge alguna actividad del grupo de adultos, o de forma conjunta menores-profesionales (por ejemplo, trabajar democráticamente sobre las normas de convivencia).

5. CONCLUSIONES

Este estudio parte de cierta percepción subjetiva que se tiene al pensar en los recursos residenciales, concibiéndolos como lugares violentos, donde los profesionales se encuentran cansados y hastiados. El deseo de conocer las dimensiones exactas de las dificultades de los menores y de las actitudes y necesidades de los educadores, ha motivado este trabajo de investigación.

La primera conclusión de nuestro estudio es que dentro del sistema de protección a la infancia existe un grupo importante de menores que presentan conductas problemáticas. Pero al mismo tiempo, y en contra de cierta opinión social, un grupo muy numeroso de estos menores muestra un comportamiento de ajuste a las normas. La imagen social de los centros de acogida como lugares altamente conflictivos podría relacionarse con la existencia de dos subgrupos de menores: a) el pequeño grupo que aparece en nuestro estudio por presentar numerosas conductas negativistas y disociales, algunas de ellas de gravedad; y b) el de casos graves derivados a centros especializados.

Respecto a los profesionales que se encargan del cuidado diario de los menores, hemos encontrado unos niveles moderados o altos de satisfacción con la labor realizada. No obstante, algunas matizaciones pueden ayudar a enriquecer esta aportación:

Los profesionales demandan cambios muy numerosos en el funcionamiento de los recursos, solicitando la introducción de mejoras que les afectan en lo personal (incluyendo apoyo psicológico) y en lo organizacional. Además, y sin que deba considerarse como una queja, existe una petición generalizada de formación en ámbitos muy diversos.
Aunque en porcentajes reducidos, los profesionales están expuestos a situaciones de violencia, que sufren directamente o de las que son testigos; ante ellas, hacen uso de distintas estrategias para su manejo o prevención.

No hemos realizado un estudio longitudinal, pero los resultados por franjas de antigüedad laboral de los profesionales nos advierten sobre el proceso de burnout de muchos de ellos. Al mismo tiempo, nos señala la existencia de un grupo de profesionales muy veteranos que conservan la motivación por su labor.

Consideramos que este trabajo aporta una visión más exacta y comprehensiva de la realidad de nuestros recursos residenciales del sistema de protección a la infancia y adolescencia, tanto en lo referente a los menores como en lo relativo a los profesionales. Y que por ello, puede aportar conocimientos útiles para los profesionales en contacto con estas dos poblaciones (los menores y sus equipos educativos) y para los gestores que planifican los recursos que atienden a la infancia en desprotección.

* Galán Rodríguez, Antonio, Psicólogo.
* Bermúdez Monge, Modesto, Psicopedagogo.
* Gutiérrez Parejo, Guadalupe, Educadora.
* Ojea Grandes, Juan Pedro , Director del centro de acogida dependiente de la Dirección      General de Infancia y Familias.
* Marabel Martínez, Félix, Psicólogo.
Comunicación libre presentada en el XX Congreso Nacional de Sepypna que bajo el título “Entre el pensamiento y la acción: abordaje terapéutico de los trastornos de conducta en el niño y en adolescente” se desarrolló en Badajoz del 25 al 27 de octubre de 2007. Reconocido de interés científico-sanitario por la Consejería de Sanidad de la Junta de Extremadura. Badajoz.

martes, 22 de mayo de 2012

HISTORIA Y ANTECEDENTES DE LA REHABILITACIÓN EN LOS EEUU. Carlos Espinoza Jara.



El presente trabajo es un recorrido por el tratamiento conceptual y los resultados de  una gran investigación encargada por el Gobierno de los Estados Unidos a través del Ministerio de Justicia referida al tema de la violencia, pesquisa que culmina el 2001 con la publicación en cuatro tomos del informe “Justicia Penal Siglo XXI”, editado por el National Institut of Justice. U.S. Department of Justice. La reseña corresponde al artículo  de T Cullen y P Gendreau, Evaluación de la Rehabilitación Correccional: política, práctica y perspectiva, quienes examinan la trayectoria histórica y el presente de la rehabilitación en EEUU, especialmente   en lo concerniente al segmento infanto juvenil con conductas antisociales.

Es interesante observar el proceso que ha vivido Estados Unidos en el tema de la rehabilitación, en contraste con el caso chileno, en que recién comienza el tema a adquirir relieve. En este sentido, la lectura del texto debiera servir para iluminar el proceso chileno en esta materia, desde donde se vuelve necesario observar el concepto de rehabilitación, las causas que intervienen en el desarrollo de la conducta antisocial; las técnicas o metodologías de rehabilitación, y conforme a la experiencia las herramientas que efectivamente son de utilidad en logro de este propósito y aquellas que carecen de eficacia.

Los investigadores dividen su trabajo en siete partes, siendo su objetivo principal  evaluar el estado de la rehabilitación correccional al tenor de la experiencia efectivamente realizada: La pregunta que abre su preocupación es ¿logran las intervenciones correccionales reducir la reincidencia de los delincuentes?. Al efecto define la rehabilitación teniendo en cuenta tres consideraciones: (1) la intervención  no es un acontecimiento aleatorio o inconsciente, sino que es planificada o ejecutada intencionalmente;(2) la intervención busca producir un cambio en algún aspecto del infractor que, se supone, causa su conducta delictiva, tales como sus actitudes, procesos cognitivos, personalidad o salud mental, relaciones sociales con otros, habilidades educativas y laborales, y empleo; (3) la intervención busca que sea menos probable que el infractor infrinja las leyes en el futuro: esto es, reducir la reincidencia.

En realidad -señalan- “queremos determinar si las intervenciones que sean congruentes con esta definición  general de la rehabilitación funcionan y, de ser así, en qué grado y bajo qué condiciones”. Los autores centran  su atención en el abordaje de la rehabilitación en general, para concentrarse más adelante, apartados, 4, 5, 6 y 7 del texto en la rehabilitación.

lunes, 21 de mayo de 2012

¿Puedes llamar a un niño de 9 años psicópata?. Jennifer Kahn. Articulo del NYT.

Michael, un niño de 9 años de edad, cuya rabia se alternan con momentos periódicos de desprendimiento frío, con su madre, Anne.
Un día el verano pasado, Ana y su esposo, Miguel, llevaron a su hijo de 9 años de edad, Michael, a una escuela primaria en Florida para el primer día de lo que la familia decidió llamar "campamento de verano." Durante años, Ana y Miguel han esforzado por entender a su hijo mayor, un niño elegante, con las mejillas de alta cepilladas, ojos grandes y pelo rizado de color marrón claro, que hace estragos periódicamente se alternan con momentos de desprendimiento de frío. De ocho semanas de Michael programa era, en realidad, un estudio psicológico muy estructurado - menos de un campamento de verano de campo de último recurso.

Los problemas de Michael comenzó, según su madre, alrededor de 3 años de edad, poco después de su hermano Allan nació. En ese momento, dijo, Michael estaba orientado sólo actúa "como un niño", pero su comportamiento pronto escaló a rabietas durante las cuales se gritan y gritan desconsoladamente. No se trataba de ataques niño común y corriente. "No fue, 'Estoy cansado' o 'Me siento frustrado" - las cosas que los niños normales no ", recuerda Anne. "Su comportamiento era realmente hacia fuera allí. Y que iba a pasar horas y horas cada día, no importa lo que hicimos. "Desde hace varios años, Michael gritaba cada vez que sus padres le dijeron que se puso los zapatos o realizar otras tareas comunes, como la recuperación de uno de sus juguetes de la vida habitación. "Vas a alguna parte, permanecer en algún lugar - nada le partió", dijo Miguel. Estas furias se prolongó mucho más allá de niñez temprana. A las 8, Michael todavía se enfurece cuando Ana o Miguel trató de prepararlo para la escuela, golpeando la pared y patadas agujeros en la puerta. No se vigilan, se reduciría hasta los pantalones con unas tijeras o metódica tirar de su pelo. Él también rienda suelta a su ira golpeando el asiento del inodoro una y otra vez hasta que se rompió.

Cuando Ana y Miguel tomó primero a Michael a ver a un terapeuta, se le dio un diagnóstico de "síndrome del primogénito": actuando porque le molestaba a su nuevo hermano. Mientras tanto los padres reconoció que Michael era profundamente hostil al nuevo bebé, la rivalidad entre hermanos no parecen suficientes para explicar su comportamiento consistente extrema.

En el momento en que cumplió 5, Michael se había desarrollado una extraña habilidad para cambiar de cólera en toda regla a los momentos de pura racionalidad o el encanto calcula - una instalación que Ana describe como profundamente perturbador. "Uno nunca sabe cuando va a ver una emoción apropiada", dijo. Ella recordó un argumento, sobre una tarea, cuando Michael gritaba y lloraba mientras trataba de razonar con él. "Me dijo: 'Michael, recuerda la lluvia de ideas que hicimos ayer? Todo lo que tienes que hacer es tomar su pensamiento de eso y los convierten en frases, y ya está! "Él todavía está gritando sangriento asesinato, por lo que yo digo, 'Michael, pensé que una lluvia de ideas para que podamos evitar todo este drama en la actualidad. "Se paró en seco, en medio de los gritos, se volvió hacia mí y me dijo con una voz plana, de adultos, 'Bueno, no creo que a través de muy claramente a continuación, ¿verdad?'"

Ana y Miguel viven en una pequeña ciudad costera al sur de Miami, el tipo de lugar donde los niños en sus bicicletas en el buen mantenimiento cul-de-sacos. (Para proteger la privacidad de los sujetos, sólo nombres de pila o medio se han utilizado.) A la mañana me encontré con que estaba nublado y caliente. Sentado en un sofá en la habitación de la familia amplia sala de estar, Anne tomó un sorbo de Coca-Cola Zero, mientras que uno de sus dos hijos menores - Allan, 6, y Jake, 2 - jugó en la alfombra. Hasta el momento, dijo, ninguno de los muchachos más jóvenes exhiben problemas como el de Michael.

sábado, 19 de mayo de 2012

TEMPERAMENTO-PERSONALIDAD Y TRASTORNOS DE CONDUCTA. Joaquín Díaz Atienza

El temperamento hace referencia a una serie de características conductuales y emocionales individuales. Nos manifiesta el cómo los individuos reaccionan ante determinadas circunstancias. Suele tener una base genética, constitucional y correlatos biológicos identificables. Presenta una cierta estabilidad a lo largo del tiempo y contextual, auque al mismo tempo va a presentar una cierta flexibilidad necesaria para la adaptación. La mayoría de las investigaciones sobre el temperamento se han planteado los objetivos siguientes:
Evaluación de algunas características temperamentales y su asociación con los problemas de conducta en la infancia y la adolescencia. Establecer algunos clusters de temperamento y su asociación con determinados subtipos de trastornos de conducta. Establecer características temperamentales como prodrómicos de futuros problemas psicopatológicos.

PERFIL DE TEMPERAMENTO DE RIESGO.

Ha sido la investigación iniciada por Chess en Nueva  York  (New York Longitudinal Study ) el que estableció  el cluster que ha permitido establecer la relación entre temperamento, denominado difícil,  y psicopatología. Éste estaría definido por calidad negativa del humor, perseverancia débil, adaptabilidad pobre, distraibilidad fuerte, reacciones emocionales intensas, nivel elevado de actividad, retraimiento social. Maziade y cols (1990) realizó un estudio longitudinal con una muestra de 980 niños/as.
Presentaban un temperamento difícil 39 niños a los siete años. Se demostraron dos aspectos importantes: la primera fue que la asociación entre el temperamento difícil y problemas de conducta fue positiva a la edad de 12 y 16 años y la segunda que solo se presentaba esta asociación en aquellos casos en los que las pautas educativas parentales se caracterizaba por dejación del control conductual.
De otra parte, estas características temperamentales no son específicas de los problemas de conducta ya que también las encontramos en niños con TDAH y otros problemas emocionales. Por tanto, parece que lo que influye realmente es la interacción entre la personalidad de los padres, el apoyo social, y el tipo de funcionamiento intrafamiliar.

martes, 15 de mayo de 2012

LA ADOLESCENCIA HOY: ¿EL FIN DEL DESARROLLO?* Alain Braconnier**

¿Se podría aceptar la idea de que los criterios que nos  sirven para pensar que alguien ha superado suficientemente  los avatares de la adolescencia son los mismos que los que  nos permiten pensar, después de Freud, que los dos criterios  principales de la existencia, amar y trabajar, permiten concluir  que un tratamiento psicoanalítico se ha desarrollado de forma  satisfactoria?
Plantear así el problema nos lleva a articular los criterios de  realidad externa, la relación con el otro hecha de deseo y de  miedo y el trabajo realizado de investimiento y de renuncia,  con los de realidad interna, el tipo de relación objetal, la sublimación, la fuerza del Yo, etc., a los que nuestro trabajo psicoterapéutico nos permite acceder.
Esta articulación entre realidad externa y realidad interna afecta a cada terapeuta sean cuales sean las edades de la vida con las que trabaja pero particularmente cuando se trata de la adolescencia. Recordemos a este respecto el concepto de espacio psíquico ampliado que puso de relieve Philippe Jeammet: “precisemos que cuando hablamos de los objetos de la realidad externa, somos conscientes de que se trata del investimiento de las representaciones que el adolescente hace de estos objetos externos. En último término, se trata siempre, de hecho, del objeto interno, pero el paso por el objeto de la realidad externa,soporte de las proyecciones de las representaciones, introduce una nueva posibilidad dinámica, ya que la realidad de la respuesta del objeto a las proyecciones de las que es portador puede, en cierta medida, corregir estas proyecciones. De cualquier manera, la actitud del objeto no es nunca neutra ni indiferente, aunque no sea más que por el hecho de que aparentando aceptar las proyecciones, les confi ere un plus de realidad”: Si partimos de este postulado articulador de la realidad externa e interna, las realidades sociológicas contemporáneas, las actitudes parentales, la manera de criar a los niños, nos interpelan en tanto que terapeutas.

Hoy quisiera centrarme en el peso que tienen actualmente las realidades externas en los objetivos del tratamiento con los adolescentes con problemas.
Amar y trabajar. Qué significan realmente estos objetivos cuando sabemos que a lo largo de estos cinco últimos decenios el paso de la adolescencia a la edad adulta se ha ido prolongando y que los criterios más significativos y claros de tal paso se han ido difuminando progresivamente. Nos encontramos lejos de los famosos ritos de paso que marcaban las ceremonias de iniciación que le permitían pasar al adolescente al estatus de adulto, más o menos rápidamente y en edades diferentes, dependiendo de las culturas, aunque siempre de forma identificable por el cuerpo social en su conjunto. Hoy en día, precisar desde el punto de vista sociológico la edad del final de la adolescencia resulta muy aleatorio.
Nuestros “Tanguys”(1)  contemporáneos, muy probablemente  menos encuadrados socialmente que sus predecesores, más allá de sus aparentes reivindicaciones de libertad y de autonomía, no parecen tener excesiva prisa por terminar su adolescencia.
¿Acaso la adolescencia no acaba de terminar hoy en día?
En una sociedad que exige una fl exibilidad constante, el adolescente corre el riesgo de convertirse en un estado permanente. Un psicoanalista francés, Tony Anatrella, ha propuesto en 2000 un nuevo punto de referencia: “la adultescencia”.
Partamos de hechos concretos. ¿Acaso para los escolares y los alumnos de instituto, el final de la adolescencia se produce actualmente, como en el pasado, al entrar en la facultad?
No parece muy evidente. Hay muchos trabajos que muestran una gran prevalencia de dificultades psicopatológicas durante el primer año de estudios superiores, paso para muchos de un marco familiar protector a una autonomía mayor reclamada o impuesta.
¿Acaso el fi nal de la adolescencia se produciría hoy, como en el pasado, al entrar en la vida activa de jóvenes trabajadores? También en este caso, para muchos de los jóvenes de hoy, esta entrada en la vida activa de jóvenes trabajadores resulta muy inestable, debido a los contratos temporales.

jueves, 10 de mayo de 2012

TERAPÉUTICA INSTITUCIONAL EN EL ABORDAJE DE UN TRASTORNO GRAVE DE LA CONDUCTA* Daniel Cruz**, Sergio Herrera***

Los trastornos graves de la conducta en la adolescencia  son un cuadro cada vez más frecuente en los centros de salud  mental infanto-juvenil. Su abordaje debe afrontar tanto la aparatosidad y urgencia de la sintomatología como los trastornos  de personalidad subyacentes en muchos de estos cuadros. Son tratamientos difíciles que ponen a prueba la capacidad de  contención de los equipos. Una cuestión fundamental es poder  montar un dispositivo terapéutico que responda con efi cacia al  tipo de funcionamiento mental que presentan los pacientes. Se  ha de hacer frente a diferentes aspectos sintomáticos, que  incluyen cuestiones farmacológicas, psicoterapéuticas, familiares, pedagógicas y sociales. El trabajo interno del equipo de  salud mental y el trabajo en red comunitario son imprescindibles. Es frecuente usar diferentes modalidades terapéuticas y  a menudo se hace necesario el paso del paciente a través de  diversas instituciones, como ocurre con los ingresos hospitalarios.

El reto es poder incorporar estas transiciones al encuadre  terapéutico, tanto para garantizar la continuidad asistencial como para poder entender las manifestaciones subjetivas que se expresan de forma actuada. Algunas de estas refl exiones se nos plantearon a propósito del caso de una chica atendida en nuestro Centro de Salud Mental Infantil y Juvenil desde hace dos años y medio. Durante este tiempo requirió varios ingresos y ha pasado por diferentes modalidades terapéuticas. Acude por primera vez a nuestro centro con 12 años de edad, derivada por su pediatra, por presentar desde hacía 6 meses un cuadro depresivo con ideación autolítica, trastornos de la conducta alimentaria y quejas somáticas.

Nos llama la atención desde el primer momento la actitud de la madre, que nos pide si puede hablar a solas de lo que le pasa a su hija antes de que ésta pase, que tiende a hablar por la paciente, y que usa expresiones como “la separé de su padre, estamos solas” al informarnos de que los padres están separados. Aquí vemos ya algo que después se irá haciendo más evidente, una indiferenciación psíquica madre-hija que constituye una problemática clave en su relación. Así, la vivencia que la madre tiene de los trastornos de conducta de la hija es únicamente como desafío a su autoridad, sin mostrar mayor empatía. Esta indiferenciación también se refl eja en la forma como han sido vividos los conflictos familiares, y que nos encontramos ya en la primera entrevista.

domingo, 6 de mayo de 2012

TRASTORNOS DE CONDUCTA: ETIOLOGÍA (1): FACTORES GENÉTICOS. Joaquín Díaz Atienza

En los trastornos de conducta  como en cualquier patología multifactorial, el “determinismo” genético se enmarca en la noción de “vulnerabilidad genética”. Los factores genéticos se limitan a incrementar el riesgo de la ex presión fenotípica modificando la expresión clínica del trastorno. Hay que contemplarlos en interacción con otros factores etiológicos y no como una relación exclusiva de causa-efecto. Por tanto, conocer la etiología de los trastornos de conducta no es una tarea sencilla ni simple y hay que entroncarla con los factores ligados al desarrollo  – temperamentales –, ambientales y genéticos. Los estudios epidemiológicos nos han permitido conocer el peso que los factores genéticos y ambientales tienen en la presentación tanto del TDAH como de los trastornos de conducta (disociales ) y el trastorno negativista desafiante.
La investigación genética ha abierto grandes posibilidades en el conocimiento de los diferentes trastornos paidopsiquiátricos, construyendo un modelo de aproximación transcategorial que persigue conocer la naturaleza de la interacción medio – ambiente en la presentación de la psicopatología. Aún más, la genética molecular nos posibilita el conocimiento de las enzimas implicadas en la vulnerabilidad biológica. En este trabajo expondremos los resultados más recientes en el conocimiento de la vulnerabilidad genética siguiendo los estudios publicados sobre agregación familiar, de adopción, de gemelos y de genética molecular.

ESTUDIOS DE AGREGACIÓN FAMILIAR.

No existe ningún estudio que haya investigado los trastornos de conducta (TC) y/o el negativista  – desafiante (TND) de forma separada del TDAH. Por ello, estos estudios, por el contrario, son muy útiles para estudiar la co-agregación familiar de estos trastornos. Es decir ver si no hay ninguna relación etológica entre ellos (ninguna coagregación familiar), la existencia de factores etiológicos más o menos comunes (coagregación familiar aleatoria) o la existencia de factores etiológicos diferentes para cada trastorno (co-agregación familiar específica).
La frecuencia de  TC en familias con TDAH presenta un ligero aumento con relación a controles y, de hecho, este aumento se encuentra relacionado con la comorbilidad TCTDAH. Los familiares de primer grado de un niño con un TC-TDAH presentan un 25% más de TC que en los controles sanos (5%). Sin embargo es importante resaltar que los TC no se agregan al TDAH sino a la comorbilidad TC-TDAH. Biederman y cols. (1992) ya pusieron en evidencia el hecho de que los familiares aparentados a un niño con TCTDAH presentarán ellos mismo en un 39-56% un TC-TDAH frente al  7-12% que presentarán un TC no comórbido. Por tanto podríamos afirmar que es la forma comórbida la que se co-agrega a nivel familiar (Faraone y cols., 2000).
También se ha realzado algunos estudios sobre la comorbilidad TND-TDAH evidenciándose una mayor co-ocurrencia entre ambos trastornos. Sin embargo estoas investigaciones muestran una co-segregación entre ambos lo que viene a demostrar, como   en otras investigaciones, la existencia de un subtipo  familiar con una etiología diferente. Este hallazgo abre las puertas a la investigación de genes de vulnerabilidad, a pesar de que los estudios de agregación familiar, debido al diseño, son incapaces de diferenciar los factores familiares ligados al ambiente de los factores genéticos.

ESTUDIOS DE ADOPCIÓN.

Contrariamente a los estudios de agregación familiar, los estudios de adopción sí permiten diferenciar los factores ambientales de los genéticos. Se trata de estudios  correlacionales sobre medidas dimensionales entre niños adoptados con sus padres biológicos y adoptivos y entre hermanos biológicos y adoptados.
En lo que respecta al TDAH estos estudios indican una alta implicación genética en la varianza fenotípica. Los scores de heredabilidad genética están entre un 39 a un 74% (Sprich y cols., 2000).
En cuanto a los resultados sobre los trastornos de conducta son más heterogéneos. Esto se debe a problemas de tipo metodológico. Muchos de ellos utilizan el modelo padre-niño en donde la presencia de antecedentes de problemas de conducta en el padre biológico se recogen a través de los registros judiciales. Por tanto, se requiere la comisión de actos delictivos de suficiente envergadura como para haber sido penalizados.  Siguiendo este modelo de investigación se ha encontrado una vulnerabilidad genética del 59% frente al 19% de influencia puramente ambiental y del 22% a la interacción genética-ambiente (Cloninger y cols, 1982). Un modelo más adaptado consiste en comparar hermanos biológicos y adoptados. Quizás el estudio que menor sesgo produce es el realzado por Van der Valk y cols (1998) que compara a hermanos adoptados no emparentados biológicamente a hermanos viviendo en el núcleo familiar biológico. Esta investigación estima una heredabilidad del 55%.

jueves, 3 de mayo de 2012

VIOLENCIA Y SUBJETIVIDAD. Lic. Beatriz Janin. Argentina.

“Y, desgraciadamente,  el dolor crece en el mundo a cada rato,   crece a treinta minutos por segundo, paso a paso, y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces  y la condición del martirio, carnívora, voraz,   es el dolor, dos veces  y la función de la yerba purísima, el dolor dos veces  y el bien de ser, dolernos doblemente.”  
Cesar Vallejo. Los nueve monstruos

Hablar de la violencia en relación  a los niños nos lleva a pensar en un  amplio espectro de violencias : violencia social, violencia familiar, violencia  desatada a lo largo de la historia. 
Violación, sometimiento, tortura, abandono, hambre, son formas del  desconocimiento del otro, del avasallamiento de su subjetividad. 
Generalmente, cuando en una familia o en una sociedad reina la violencia,  los mayores damnificados son los niños y  los adolescentes, ya sea por la vía del  hambre (los niños pequeños son los que más sufren sus consecuencias), ya sea por la  vía del clima afectivo del contexto donde viven. La tolerancia de los adultos hacia el  funcionamiento infantil, frente a sus  movimientos y preguntas, disminuye cuando  están en estado de estrés o de desborde,  así como las posibilidades de conectarse  empáticamente con ellos, de jugar y contar cuentos también presenta mayores  dificultades.  Cuando hablo de violencia me refiero a provocar en el otro sensaciones  inelaborables, ruptura de límites.  
Quizás el paradigma de la violencia sean los campos de concentración, en  los que se intenta quebrar los soportes identificatorios de las personas.   Muchas veces, en las familias se hace ésto con un niño. Se lo fuerza a ser  otro, se desconocen sus posibilidades y su historia, se arrasa con sus pensamientos,  se usa su cuerpo como si fuera un objeto.
¿Qué puede llevar a algunos adultos a ejercer tanta violencia sobre un niño? 
Sabemos que hay una transmisión de violencia a través de las generaciones.  Pero ésto no es una cuestión lineal, de causa-efecto, sino que se da en un entramado  muy especial. 
Las familias violentas son generalmente familias muy cerradas, en las que  no hay un intercambio fluido con el resto del mundo. Transmisión de violencia en un  encierro asfixiante. Como dice R. Kaës, “Habrá huellas, al menos en síntomas que  continuarán ligando a las generaciones entre  sí, en un sufrimiento del cual les  seguirá siendo desconocida la apuesta que sostiene.”(1)
Lo que ocurre en ellas es que los vínculos se estancan, dejan de circular, para transformarse en algo quieto. Cada uno está aislado, absolutamente solo y a la vez no se puede separar de los otros. No hay espacios individuales y tampoco se comparte. Todo es indiferenciado y el contacto es a través del golpe o a través de funcionamientos muy primarios, como la respiración, la alimentación o el sueño. 
Cuando alguien ha sido maltratado, por la dificultad para distinguir  el psiquismo parental del propio, vive como rechazables aspectos de sí mismo, incluida la propia hostilidad hacia los que lo maltratan. Cuando los padres no se ubican como diferentes al niño, pueden querer matarlo como si fuera un pedazo de ellos que no les gusta. “O lo mato o me mato”, frase que escuchamos frecuentemente los analistas de niños y que remite a esa lógica  del “él o yo”, anulación del otro en tanto no-yo, externo amenazante. Otras veces, se supone que el hijo  viene a salvarlos. Y cuando esto, inevitablemente, fracasa, en algunas familias la ruptura de esa imagen resulta intolerable. 
Que el niño no cumpla con los ideales parentales puede ser vivido como terrorífico. También es frecuente que, cuando se tiene un hijo, el deseo sea el de tener un muñeco, no un bebé que llora, usa pañales, se despierta de noche y quiere comer a cada rato. Y entonces, cuando requiere atención y cuidados, se torna insoportable. Creo que todos hemos leído en los diarios situaciones en las que un bebé era arrojado por la ventana porque lloraba.  
El llanto de un bebé es muy angustiante porque hace revivir la propia inermidad, el desamparo inicial. Pienso  que un adulto tiene que poder tolerar su propio desvalimiento para poder contener a un bebé que llora y no entrar él en estado de desesperación, identificado con el bebé. Y si el adulto no fue contenido de niño, será mayor su dificultad para contener a otro; es decir, el desvalimiento queda como una herida abierta. 
Cuando los adultos están desbordados, ya sea por cuestiones internas como externas, ese llanto les resulta insoportable. Y pueden hacer cualquier cosa con tal de silenciarlo. Del mismo modo, después, intentarán eliminar toda exigencia del niño, todo lo que los perturbe. Y los niños son siempre perturbadores. 
Otras veces, cuando los adultos están  deprimidos, los niños tratan de sacudirlos, pero es frecuente que aquéllos sientan eso como golpes, como ataque y que respondan con violencia. 
Si los niños son molestos, irrumpen rompiendo la tranquilidad, la paz de los sepulcros, si  exigen conexión, es posible  que lo que se haga sea matar la vida, dormirla, acallarla, transformarla en una secuencia monótona, a través de maltratar a un niño. ¿Cuáles son los efectos de la violencia en la constitución de la subjetividad? 
Sabemos que hay golpes que dejan marcas y que horadan terrenos y que quiebran la trama que sostiene la vida. Me parece fundamental diferenciar entre las violencias estructurantes y aquellas que dejan un rastro innombrable,  las que no tienen ni tendrán palabras. Marcas que no aluden a lo reprimido sino a un desgarro del tejido representacional. Desgarro a suturar, a cicatrizar, armando redes.
    
Violencias estructurantes y desestructurantes:
Hay violencias de las que podemos decir que son estructurantes : 1) la  violencia primaria, de la que habla Piera Aulagnier, que se refiere al otorgamiento de sentido, inevitable intrusión humanizante (estructuración del mundo representacional); 2) la violencia identificatoria, en la identificación del otro como alguien, que posibilita verse a sí mismo (estructuración del yo); 3) la violencia de la amenaza de castración (o de la pérdida del amor), violencia estructurante por excelencia (estructuración del superyó e ideal del yo). Quizás no sea el más acertado el nombre de violencia para ésto, sino el de corte, límite o investidura particular. Lo que presupone es la vigencia de una legalidad y la apertura a la complejización. 
Pero hay otras violencias, que trabajan al servicio de la pulsión de muerte, que son desestructurantes, en tanto tienden a romper conexiones, no a delimitarlas o a posibilitarlas. Siguiendo el diccionario, violencia tiene que ver con una irrupción sin permiso, con un forzamiento. Agrego:  irrupción violenta sobre un otro que implica avasallamiento de las posibilidades del otro, que provoca dolor, o que deja a un niño a merced de sus propias necesidades, carente de toda satisfacción.