¿Se podría aceptar la idea de que los criterios que nos sirven para pensar que alguien ha superado suficientemente los avatares de la adolescencia son los mismos que los que nos permiten pensar, después de Freud, que los dos criterios principales de la existencia, amar y trabajar, permiten concluir que un tratamiento psicoanalítico se ha desarrollado de forma satisfactoria?
Plantear así el problema nos lleva a articular los criterios de realidad externa, la relación con el otro hecha de deseo y de miedo y el trabajo realizado de investimiento y de renuncia, con los de realidad interna, el tipo de relación objetal, la sublimación, la fuerza del Yo, etc., a los que nuestro trabajo psicoterapéutico nos permite acceder.
Esta articulación entre realidad externa y realidad interna afecta a cada terapeuta sean cuales sean las edades de la vida con las que trabaja pero particularmente cuando se trata de la adolescencia. Recordemos a este respecto el concepto de espacio psíquico ampliado que puso de relieve Philippe Jeammet: “precisemos que cuando hablamos de los objetos de la realidad externa, somos conscientes de que se trata del investimiento de las representaciones que el adolescente hace de estos objetos externos. En último término, se trata siempre, de hecho, del objeto interno, pero el paso por el objeto de la realidad externa,soporte de las proyecciones de las representaciones, introduce una nueva posibilidad dinámica, ya que la realidad de la respuesta del objeto a las proyecciones de las que es portador puede, en cierta medida, corregir estas proyecciones. De cualquier manera, la actitud del objeto no es nunca neutra ni indiferente, aunque no sea más que por el hecho de que aparentando aceptar las proyecciones, les confi ere un plus de realidad”: Si partimos de este postulado articulador de la realidad externa e interna, las realidades sociológicas contemporáneas, las actitudes parentales, la manera de criar a los niños, nos interpelan en tanto que terapeutas.
Hoy quisiera centrarme en el peso que tienen actualmente las realidades externas en los objetivos del tratamiento con los adolescentes con problemas.
Amar y trabajar. Qué significan realmente estos objetivos cuando sabemos que a lo largo de estos cinco últimos decenios el paso de la adolescencia a la edad adulta se ha ido prolongando y que los criterios más significativos y claros de tal paso se han ido difuminando progresivamente. Nos encontramos lejos de los famosos ritos de paso que marcaban las ceremonias de iniciación que le permitían pasar al adolescente al estatus de adulto, más o menos rápidamente y en edades diferentes, dependiendo de las culturas, aunque siempre de forma identificable por el cuerpo social en su conjunto. Hoy en día, precisar desde el punto de vista sociológico la edad del final de la adolescencia resulta muy aleatorio.
Nuestros “Tanguys”(1) contemporáneos, muy probablemente menos encuadrados socialmente que sus predecesores, más allá de sus aparentes reivindicaciones de libertad y de autonomía, no parecen tener excesiva prisa por terminar su adolescencia.
¿Acaso la adolescencia no acaba de terminar hoy en día?
En una sociedad que exige una fl exibilidad constante, el adolescente corre el riesgo de convertirse en un estado permanente. Un psicoanalista francés, Tony Anatrella, ha propuesto en 2000 un nuevo punto de referencia: “la adultescencia”.
Partamos de hechos concretos. ¿Acaso para los escolares y los alumnos de instituto, el final de la adolescencia se produce actualmente, como en el pasado, al entrar en la facultad?
No parece muy evidente. Hay muchos trabajos que muestran una gran prevalencia de dificultades psicopatológicas durante el primer año de estudios superiores, paso para muchos de un marco familiar protector a una autonomía mayor reclamada o impuesta.
¿Acaso el fi nal de la adolescencia se produciría hoy, como en el pasado, al entrar en la vida activa de jóvenes trabajadores? También en este caso, para muchos de los jóvenes de hoy, esta entrada en la vida activa de jóvenes trabajadores resulta muy inestable, debido a los contratos temporales.
Parece haber un acuerdo general a la hora de reconocer que en nuestras sociedades contemporáneas, ni la entrada en la vida profesional ni el inicio de la vida en pareja, amar y trabajar, marcan un punto de referencia sociológico simple y claro.
Un estudio realizado sobre los 80 millones de jóvenes europeos entre 15 y 29 años de edad muestra que o tratan de retrasarlo o ven que se les impide el paso del período de formación a la vida activa; en 1987, el 50% de los jóvenes de 18 años trabajaba o buscaba un empleo. En 1995 no era más que el 41% el que se encontraba en esta situación. Otro ejemplo de este alargamiento lo encontramos en la edad media de los casamientos, que ha envejecido notablemente: en 1995 era de 32 años para los hombres y de 29,6 para las mujeres; quince años antes, 28,4 y 26,1 respectivamente. Actualmente el inicio de la vida de pareja es más bien representativo de la complejidad de las referencias e incluso de la difuminación de la entrada en la vida adulta, es decir, del fi nal de la adolescencia.
Según Michel Delage, actualmente hay múltiples maneras de implicarse en la vida de pareja: “…junto a celibatos prolongados o, a la inversa, parejas precozmente establecidas… observamos la existencia de un conjunto de formas intermedias de vida en pareja que hacen difícil incluso su propia definición…
Tenemos el caso de adolescentes con un amiguito o amiguita que desde fuera parecen vivir una relación de pareja… o las parejas juveniles, instaladas en un modo de vida de tipo asociativo y por tanto reversible… las parejas que conviven en casa de los padres de uno de ellos en régimen de dependencia, al menos material, de la generación anterior”. Siguiendo al autor, se trata de parejas “semi-independientes” (3). ¿Pero acaso son estas fórmulas de convivencia en pareja, intermedias, no institucionalizadas, las que sirven actualmente de período de moratoria entre la niñez y la edad adulta, moratoria que se alarga mucho más que en generaciones anteriores?
¿Tiene esto algo que ver con el aumento de la inestabilidad de las parejas parentales?
¿Qué hay por tanto del fi nal de la adolescencia? Estos cambios sociológicos afectan tanto al cerebro como a la vida emocional y a la relación consigo mismo y con los demás, tanto en los comportamientos más aparentes como en la personalidad profunda.
¿En qué afecta todo esto al profesional de la clínica, sobre todo en lo que se refiere al fi nal de la adolescencia? Pienso que tener en cuenta estas realidades externas permite por un lado, dependiendo de los casos, relativizar dificultades cuya excesiva dramatización puede resultar perjudicial y por otro, a la inversa, evitar el menosprecio de síntomas a tomar absolutamente en serio.
EL CEREBRO.
Clásicamente, el fin de la adolescencia marca el fi nal del desarrollo cerebral, y de forma más general, de todo el cuerpo, fisiológico y físico. Una de las posibles explicaciones de los efectos diferentes de los antidepresivos en los adolescentes y en los adultos deprimidos, cabe encontrarla en el hecho de que los sistemas de los neuromediadores, particularmente el sistema serotoninérgico, no habrían alcanzado todavía la madurez. Pero en este tema se ha producido recientemente un giro brusco que ha venido a poner en duda este dogma: las neuronas y las sinapsis no están definitivamente instaladas al final de la adolescencia, de forma que la neuroplasticidad cerebral se prolongaría durante todo el resto de la vida. Incluso ni el propio cerebro acaba por terminar sus procesos de cambio.
LA VIDA EMOCIONAL Y LA RELACIÓN CONSIGO MISMO Y CON LOS DEMÁS.
Los criterios de madurez de la vida emocional y de la relación consigo mismo y con los demás están sujetos evidentemente a discusión. William C. Menninger (5), nombre de la famosa clínica psiquiátrica de orientación psicoanalítica americana de Topeka, había propuesto siete criterios de madurez emocional, que correspondían según él al acceso al estatus de adulto en este ámbito:
• La capacidad de hacer frente a la realidad de forma constructiva.
• La capacidad de hacer frente a los cambios.
• Una capacidad de distanciamiento y un control suficiente de los síntomas producidos por tensiones momentáneas o por la ansiedad.
• La capacidad de experimentar tanta o más satisfacción dando que recibiendo.
• La capacidad de establecer relaciones estables y consistentes con los demás teniendo en cuenta la satisfacción y la necesidad de ayuda de cada uno.
• La capacidad de sublimar, es decir, de dirigir la energía pulsional agresiva hacia actividades constructivas y creativas.
• La capacidad de amar.
Es evidente que pueden darse estos criterios sobre todo cuando están presentes en un adulto con “éxito”. ¿Pero qué adulto actualmente, aun siendo padre, puede pensar que cumple todas estas condiciones? Es evidente que el logro de estos criterios representa uno de los mayores envites del proceso de la adolescencia, bien porque no están presentes, o bien porque están en proceso de construcción durante este período de la existencia.
Hay quienes comparan la adolescencia con una crisis de identidad haciendo coincidir el fi nal de la adolescencia con la resolución de la misma. Esta crisis de identidad, bajo diferentes maneras, concluye con la formación de una identidad variable dependiendo de los individuos, pero con una característica general que E. Erikson defi ne como capacidad de distancia, es decir, la capacidad para delimitar un territorio de intimidad propio, pero también de solidaridad con el otro. Durante esta crisis: “la identidad hay que buscarla. La identidad no la ofrece la sociedad ni aparece como un fenómeno madurativo como si del vello púbico se tratara. Hay que lograrla a costa de muchos esfuerzos individuales. Se trata de un tarea difícil, ya que, durante la adolescencia el pasado está a punto de desvanecerse con la pérdida de los anclajes familiares y tradicionales, el presente se caracteriza por los cambios sociales y el futuro se hace menos previsible”.
A estas difi cultades contemporáneas ya señaladas por Erikson, hay que añadir la tesis de P. Blos (1). Para este autor, la construcción del Ideal del Yo es heredera del proceso de la adolescencia, al igual que el Superyó es heredero del complejo de Edipo. El Ideal del Yo encuentra sus raíces evidentemente en el narcisismo primario, pero Peter Blos distingue entre la idealización de sí mismo propia del niño y el Ideal del Yo. En consecuencia, el fi nal (feliz) de la adolescencia estaría marcado por la adquisición de esta instancia intrapsíquica, el Ideal del Yo. También es verdad que nos encontramos cada vez más con “adolescentes retardados” o con “eternos adolescentes” para quienes la búsqueda constante de una idealización de sí mismos es más fuerte que la de un verdadero Ideal del Yo, confrontándose con la diferencia entre lo que son y lo que quisieran ser, verdadero motor de la vida del joven adulto.
LOS TRASTORNOS PSICOPATOLÓGICOS Y PSIQUIÁTRICOS.
Las clasificaciones internacionales distinguen entre los trastornos de la infancia y la adolescencia y los del adulto. Introducen sin embargo unas zonas de paso o de continuidad mostrando así que en el ámbito de la patología, el final de la adolescencia no supone, tampoco en este ámbito, un punto de referencia claro y que una frontera excesivamente radical resultaría por lo menos artificial. Los estudios longitudinales son poco frecuentes dada su dificultad y no contribuyen mucho a aclarar la cuestión. Hablar, por ejemplo, de episodio depresivo mayor en la adolescencia, cuando no en la infancia, es algo que está ya admitido por todo el mundo. Por el contrario, reservar el trastorno de hiperactividad con déficit de atención a la infancia o a la adolescencia es un error. Actualmente, a pesar de una serie de características propias, este trastorno es perfectamente identificable en el adulto. Por el contrario, no poder hablar de trastorno de la personalidad en la adolescencia, aun limitándose a los criterios descriptivos de las clasificaciones internacionales, es un tema sujeto a discusión.
A este respecto, el tema del funcionamiento límite nos interpela de forma especial. Hay un acuerdo general a la hora de constatar el aumento actual de las patologías narcisistaslímites. El adolescente contemporáneo por su parte, dado su funcionamiento psíquico, nos recuerda en no pocos aspectos a las “organizaciones límites” de la personalidad. Asimismo, podemos observar adolescentes con un estado límite parecido al de los adultos. No nos sentimos cómodos en la clínica ni en determinados momentos especiales de nuestros tratamientos analíticos de una amplia población adolescente de la que nos ocupamos, cuando nos encontramos con procesos de adolescencia paralizados o llenos de obstáculos o ante organizaciones límites bien estructuradas.
Admitiendo este hecho, hoy en día somos mucho más conscientes de la importancia que debemos prestar a estos jóvenes, sea cual sea el desarrollo de su tratamiento, apoyándonos en la experiencia con las personalidades límites, no solo atendiendo al proceso en curso sino al encuadre y a la manera de convertirlo en algo suficientemente fl exible pero sin permitir demasiado que sea atacado cuando no destruido. La falta de referencias y de encuadre de la que parecen adolecer muchas de las familias actuales nos lleva a trabajar a menudo como terapeutas en torno a estos aspectos relacionados con las referencias y el encuadre.
En nuestros días, el período de la adolescencia es probablemente más largo que en el pasado, justifi cando tal vez el proverbio africano: “eres más hijo de tu tiempo que hijo de tu padre”. Este desarrollo irreversible, radical que significa la adolescencia ha sido siempre fuente de una formidable potencialidad pero también de una verdadera dificultad para aquellos que la atraviesan como actores principales, interlocutores o testigos. Para los actores, es decir, para los propios adolescentes, el final de esta turbulenta, en todos los sentidos del término, etapa de la vida significa un alivio y una conquista, una fuente de recuerdos eternos, particularmente los de “las primeras veces”, pero también un motivo de lamento o incluso para algunos una dificultad para crecer hasta el punto de querer buscar más tarde vueltas atrás en algunos aspectos de la vida, amorosos, lúdicos o de aventura. Démosles tiempo a los adolescentes para hacerse adultos y dejemos a los adultos que siguen siendo adolescentes en algunos aspectos, es decir descuidados y llenos de esperanza. “Sentirse siempre esperar y sentirse feliz permite vivir más”. No lo dice un psicoanalista sino el profesor de neurología D. Snowdon de la universidad de Kentucky.
(1) N. del T.: Tanguy. En 2001 se estrenó una película titulada Tanguy. Trata de un joven de 28 años que vive con sus padres y no parece tener ganas de abandonar las comodidades del hogar. La película describe tan fi elmente el fenómeno sociológico que, hoy en día, el idioma francés ha adoptado la palabra tanguy para describir a estos jóvenes.
* Ponencia presentada en el XXII Congreso Nacional de SEPYPNA que bajo el titulo “Nuevas formas de crianza: Su infl uencia en la psicopatología y la psicoterapia de niños y adolescentes” tuvo lugar en Bilbao del 22 al 24 de octubre de 2009. Reconocido como actividad de interés científico-sanitario por la Consejería de Sanidad y Consumo del Gobierno Vasco.
Traducida por Xabier Tapia Lizeaga. Psicólogo Clínico. Asociación Altxa. Servicio de atención temprana. CSM Julián de Ajuriaguerra. Asociación Haurrentzat.
** Psiquiatra. Psicoanalista. Miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Paris. Centre Philippe Paumelle, 11 rue Albert Bavet, 75013 Paris. E-mail: alain.braconnier@asm13.org
CUADERNOS DE PSIQUIATRÍA Y PSICOTERAPIA DEL NIÑO Y DEL ADOLESCENTE, 2010; 49, 39-47
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