INTRODUCCIÓN.
La
primera parte de este trabajo(1) insistía en que la hiperactividad, desde una
perspectiva clínica, se inserta sobre diversos tipos de funcionamiento mental
que incluyen otros trastornos o dificultades psico(pato)lógicas, que
indispensablemente debemos tener en cuenta a la hora del diagnóstico y de las
opciones terapéuticas. En nuestra experiencia, una de las situaciones clínicas
que frecuentemente se acompaña de hiperactividad y déficit de atención, entre
otros síntomas, es el denominado trastorno límite de la personalidad.
Este
concepto, tras un largo período de desarrollo teóricoclínico que trataré de
recorrer, se ha ido abriendo camino en la práctica psiquiátrica, aunque todavía
está lejos de ser reconocido y aplicado de forma homogénea y generalizada, y de
ahí el interés de delimitarlo y definirlo. Trataré también de analizar las
razones por las que los trastornos de la personalidad del niño están teniendo
dificultades para consolidarse en tanto que diagnóstico “sólido”.
Convencido
de que la práctica clínica confirma la consistencia y la persistencia de este
tipo de funcionamiento mental y de sus características psicopatológicas
estructurales, trataré de abordar además su articulación con la hiperactividad
y las implicaciones terapéuticas que esta forma de comprensión conlleva.
EL
CONCEPTO DE PERSONALIDAD LÍMITE EN LA
PSIQUIATRÍA DEL ADULTO.
Ante
todo conviene aclarar la existencia de múltiples términos equivalentes, desde
la utilización directa del término inglés, “personalidad border-line”, hasta
otras traducciones diversas tales como personalidad “limítrofe” o “fronteriza”.
Otra variante es la expresión “trastorno límite de la personalidad” o
similares, que ya explicitan con la mención “trastorno” que se está aludiendo a
una personalidad que implica una psicopatología o al menos una “desviación”
respecto a personalidades “normales” o “mejor adaptadas”. Probablemente ya en
la denominación aparece la dificultad de delimitar si se trata de un problema
“categorial”, un tipo de personalidad específico y distinto de los demás, o
“dimensional”, mayor intensidad o prevalencia de ciertos mecanismos psíquicos o
rasgos de carácter presentes también en otros tipos de personalidad normal o
patológica.
De
todos modos los términos “límite” o “frontera” señalan varias diferenciaciones,
o superposiciones, posibles: entre normal y patológico, entre neurosis y psicosis,
o entre pasajero (evolutivo) y persistente (incluso irreversible). Cuestiones
cuyo interés es además de teórico también de orden clínico, pues recaerá sobre
todo en la elección de las opciones terapéuticas y en el pronóstico emitido.
En
cualquier caso, conviene precisar que el término que se ha consolidado no se
refiere a formas intermedias, “más o menos indefinidas”, sino a una verdadera
entidad psicopatológica, aunque también es cierto que su descripción suele ser
heterogéna por mezclar la semiología médica propia de la nosografía
psiquiátrica (síntomas integrados en un síndrome) con criterios psicoanalíticos
(funcionamiento mental y mecanismos psíquicos subyacentes). Como es sabido, los
sistemas actuales de clasificación diagnóstica (DSM-IV, CIE 10) están tratando
en sus sucesivas versiones de delimitar un lenguaje común, aunque por ahora los
resultados son insatisfactorios en lo referente a los trastornos de la
personalidad del adulto y casi inexistentes en lo que respecta a niños que, por
el contrario, sí han merecido más atención en la denominada Clasificación
Francesa (de los trastornos mentales de niños y adolescentes).
Desde
una perspectiva histórica, en la literatura psiquiátrica referida al adulto, y
a partir de la primera aparición del término “borderline” en la literatura
médica, (Hughes, en 1884 y en Estados Unidos, para designar los casos de
síntomas somáticos asociados a afecciones psiquiátricas), luego olvidado hasta
la segunda guerra mundial, una larga lista de términos ha sido utilizada para
describir, con unas similitudes clínicas constantes, una realidad clínica que
parecía escapar a su inclusión en las categorías diagnósticas clásicas. (CHAINE
y GUELFI, 1999).
Para
BERGERET es Eisenstein, en 1949, quien utiliza por primera vez el término
“border-lines” en su sentido actual, para designar la evidencia clínica de
cuadros que no encajaban ni en el “linaje psicótico” ni en el “linaje
neurótico”. (BERGERET, 2000). Contabiliza también hasta cuarenta términos
diagnósticos utilizados por la psiquiatría (del adulto) para repertoriar estos
cuadros, que tipifica según que aludan a las diferentes nociones de:
•
“Personalidad” patológica o “caracterial” (evitando con ello la noción de
“estructura” psicopatológica).
•
Posición “paraesquizofrénica” (cercana a
la esquizofrenia).
•
“Prepsicosis” (tanto referida a
estructuras psicóticas compensadas, como a organizaciones no psicóticas que
pueden eventualmente evolucionar hacia una verdadera psicosis).
Como
describí en la primera parte ya citada, haciendo una revisión histórica del
concepto de hiperactividad, desde el siglo XIX y a lo largo del XX se observan
dos líneas claramente diferenciadas. Una la constituida por la psiquiatría
franco-alemana, que tiende a describir entidades nosográficas “estructurales”
basadas en la comprensión de mecanismos psicopatológicos, y la otra, la de la
psiquiatría anglosajona, que prefiere el pragmatismo de la observación directa
de síntomas y su descripción semiológica. En ambas se desarrolla una
preocupación “moderna” por conceptualizar un problema clínico de extensión
progresiva, la existencia de trastornos de carácter y conducta y de
“personalidades patológicas” que no pueden ser incluidas en las categorías bien
conocidas de neurosis y psicosis.
En
la psiquiatría francesa y alemana son numerosos los autores que necesitaron
acuñar términos nuevos para designar cuadros clínicos atípicos que no encajaban
en la categoría de demencia precoz/esquizofrenia, descritas por Kraepelin y
Bleuler, que se mostraron reacios a la individualización de lo que para ellos
eran formas clínicas “atenuadas” o intermitentes” de la entidad que habían
descrito. Pero no pensaba así MAGNAN (1893), que describió los “delirios
curables” cuya evolución denotaba para él que se trataba de una enfermedad
diferente.
Asimismo
KAHLBAUM (entre 1885 y 1890), diferencia las “heboidofrenias” de las demencias
precoces, caracterizándolas por su propensión a la delincuencia y la
prevalencia de trastornos caracteriales que no se acompañan de deterioro
progresivo. KRETSCHMER (1921), describe un carácter patológico, la
“esquizoidia”, ligado al biotipo leptosomático predisponente a la
esquizofrenia, en el cual la inhibición asociada a la impulsividad conduce a la
inadaptación social, sin que se presente proceso disociativo alguno. También
MINKOWSKI (1924), en Francia, desarrolla este concepto y CLAUDE (1924) el de
las “esquizosis”, que sitúa entre psicosis y neurosis, y entre las que
individualiza la “esquizomanía”, caracterizada por la desadaptación a la realidad,
la impulsividad, las bizarrerías de comportamiento y el autismo (posteriormente
y aún en la actualidad el término de “esquizomanía” describe un cuadro clínico
con sintomatología mixta, –en parte esquizofrénica y en parte maníaca–,
incluible para ciertos autores dentro del espectro esquizofrénico e incluso
aceptada como forma clínica “mixta”, “afectiva” o “esquizomaníaca” de la
esquizofrenia).
CLAUDE
(1939) y luego EY (1955), desarrollan el concepto de “esquizoneurosis”, estados
caracterizados por la coexistencia de comportamientos neuróticos con
descompensaciones psicóticas en forma de “bouffées” delirantes o de episodios
discordantes (disociativos), que para Ey suponen “el final de un proceso que
entraña la dislocación brusca de un sistema neurótico hasta entonces bien
organizado”.
La
existencia de formas clínicas de transición, entre psicosis y neurosis, también
es reconocida por otros autores, que sin embargo, prefieren mantenerlas
vinculadas a una naturaleza de tipo esquizofrénico: “esquizofrenia ambulatoria”
de ZILLBOORG (1941), “esquizofrenia pseudoneurótica” de HOCH y POLATIN (1949),
“estados mixtos y transicionales esquizofrénicos” de PALEM (1958).
Todos
los autores citados describen, en síntesis, dos tipos de estados mixtos
“esquizoneuróticos”: los que conllevan la transición desde la disociación
“esquizofrénica” a una adaptación a la realidad “neurótica” y los que se
caracterizan por una “inestabilidad estable”, es decir permanente, que no
conllevaría un grado de disociación comparable a los anteriores.
La
ausencia de disociación es aún más clara en otros cuadros clínicos:
“psicópatas” y “mitómanos” de DUPRÉ, “personalidades psicopáticas” de
SCHNEIDER, “paranoia sensitiva” de KRETSCHMER, descripciones más semejantes aún
a las personalidades límite actualmente descritas.
Desde
una perspectiva psicoanalítica, es a partir de los años 40 y en los Estados
Unidos cuando el concepto de patología borderline resurge para distinguir
neurosis y psicosis. En particular por la constatación de la aparición en los
tratamientos de pacientes neuróticos, de formas de transferencia que, por
distorsionar la percepción de la realidad y dificultar extremadamente la
relación terapéutica, se asemejaban al funcionamiento psicótico. La necesidad
de detectar los elementos clínicos que permitían predecir el riesgo de una
“psicosis transferencial” y su manejo técnico, se convirtió en una prioridad
teórica y clínica.
STERN,
en 1936, consagra el término “borderline” describiendo las características de
estos pacientes: sentimiento difuso de inseguridad, hiperestesia afectiva,
desfallecimiento de la estima de sí mismos, todo ello atribuido a una carencia
narcisista fundamental.
Helene
DEUTSCH (1935,1942), describió bajo la denominación de personalidades “como si”
(“as if”) sujetos que, bajo apariencia de normalidad, presentan una falta de
autenticidad en sus relaciones, derivada de serias distorsiones en la
interiorización(2) de relaciones de objeto precoces. También WINNICOTT
desarrollaría posteriormente la descripición de las personalidades “falso self”
caracterizadas por una hiperadaptación a las exigencias externas, una falta de
sintonía con sus sentimientos íntimos y un “desconocimiento” de los aspectos
más auténticos de su propia personalidad.
EISENSTEIN
(1949, 1951) Y BICHOWSKY (1953), insistieron en el riesgo de descompensaciones
psicóticas transitorias, sobre todo cuando el tratamiento psicoanalítico se
realiza sin preparación previa.
Posteriormente
ciertos autores se preocuparon por distinguir las personalidades límite de las
psicosis, puesto que se describían bajo este concepto tanto pacientes con una
sintomatología psicótica que remitía rápidamente, como otros que de forma
estable se mantenían en un funcionamiento intermedio entre psicosis y neurosis.
WOLBERG
(1952) y FROSCH (1964) precisaron que presentaban, de forma estable, en sus
relaciones interpersonales mecanismos repetitivos de índole sadomasoquista,
semejantes a una relación padre-niño ambivalente, así como un predominio de
defensas más arcaicas que las utilizadas por pacientes neuróticos y,
contrariamente a los psicóticos, un criterio de realidad preservado. PARKIN
(1966), insistió en que no son sus síntomas lo característico, sino el estado
permanente de transición en el que los mecanismos neuróticos sirven de defensa
contra la desorganización psicótica.
Otros
autores trataron de definir las características del Yo del borderline para
postular que sólo una definición metapsicológica permite confirmar el
diagnóstico. KNIGHT (1953) insistió en la alteración de las funciones normales
del Yo: debilitación severa de los procesos secundarios de pensamiento, de la
integración, de la capacidad de elaborar proyectos realistas, de la adaptación
al entorno, del mantenimiento de relaciones objetales, y de las defensas contra
impulsos primitivos inconscientes.
SCHMIDEBERG
(1959) describe los estados límite como una organización “estable en su
inestabilidad”, “limítrofe de las neurosis, de las psicosis psicógenas y de la
psicopatía”, insistiendo en “el defecto de modulación emocional y de tolerancia
de la angustia y afectos depresivos, sus comportamientos excesivos y tendencias
a la acción destinados a luchar contra el vacío interior, su intolerancia a la
frustración y sus trastornos en la capacidad de realizar juicios razonables”.
MODEL (1963) propone la descripción del comportamiento del “puerco espín” para
ilustrar el estilo de relación anaclítica en la que coexisten la necesidad de
protegerse ante la angustia, que acompaña a cualquier acercamiento, y la
fragilidad identificatoria.
GRINKER,
WERBLE y DRYE (1968) tras un análisis multifactorial identifican cuatro
componentes fundamentales: agresividad, modo de relación anaclítica, trastorno
de la identidad y un tipo particular de depresión.
Múltiples
autores, sin atribuirle un carácter de factor exclusivo, insisten en el papel
etiopatogénico que juegan las carencias afectivas maternales. MASTERSON (1971)
centra su concepción del trastorno en la depresión de abandono y el repliegue
maternal ante las necesidades libidinales del niño en el estadio precoz de
“separación-individuación” (descrito por Margaret MAHLER). ERIKSON (1956),
GREENSON (1954, 1958), y JACOBSON (1964), continuando a autores como H. DEUTSCH
Y FAIRBAIRN, contribuyen a la comprensión de la configuración patológica y
caótica de las relaciones interiorizadas de objeto y de la utilización de
mecanismos de defensa específicos, y en particular de la escisión.
KOHUT
(1971, 1977, 1980), partiendo de su particular interés y experiencia con la
patología narcisista, describe la fundamental incapacidad de las personalidades
límites para regular su autoestima y su necesidad de confirmar una imagen
grandiosa de sí mismos, insistiendo también en el papel patógeno que en la
psicogénesis de ambos tipos de personalidad juegan las decepciones narcisistas
y las distorsiones en la estructuración de la personalidad derivadas de la
ausencia de empatía y de la inadecuación a las necesidades del niño por parte
de los padres.
O.
KERNBERG (1975, 1977, 1978), que no comparte esta visión etiopatogénica de
Kohut, insistirá en que las distorsiones relacionales precoces están
condicionadas por las características estructurales del Yo, e insiste en que
las considera patológicas ya en la infancia, tanto en el niño borderline como
en el narcisista. Sus contribuciones psicoanalíticas han supuesto una
aportación definitiva y universalmente aceptada para la comprensión de los
aspectos estructurales de la personalidad borderline y para una teoría general
y multidimensional de la organización de la personalidad. Como se detalla más
adelante, propone una triple perspectiva (descriptiva, estructural y
psicoanalítica), prestando particular atención a las características de las relaciones
objetales, externas e internas, que establecen.
En
Francia, desde los años 70, J. BERGERET viene desarrollando una teoría general,
y original, de la “organización límite de la personalidad”, que entiende como
una “tercera línea psicopatológica” (entre neurosis y psicosis), en la que a
partir del “tronco común del estado límite” describe una serie de formas
clínicas evolutivas, más o menos cercanas a las neurosis y las psicosis, junto
con “reorganizaciones de tipo caracterial o perverso”. Apoyándose en
aportaciones teóricas previas, Bergeret resalta el parentesco entre el
funcionamiento border-line y la
“relación de objeto pregenital” descrita en los años sesenta por M.
BOUVET y caracterizada por: predominio de pulsiones orales y anales; estrecha dependencia
del yo hacia sus objetos; violencia y desmesura de afectos y emociones; amor
posesivo y destructor; interferencia continua en el criterio de realidad de
deformaciones proyectivas; mantenimiento de un cierto criterio de realidad
“pseudo-objetiva” gracias a la utilización de defensas que mutilan al
funcionamiento psíquico.
También
A. GREEN ha desarrollado su particular comprensión de los fenómenos “arcaicos”
que caracterizan este tipo de funcionamiento psíquico.
D.
WIDLOCHER (1973), ha delimitado con particular precisión psicopatológica
la “organización límite”, prefiriendo
este término al de “estructura”. Ésta y otras aportaciones de autores
(DIATKINE, LANG, LEBOVICI, MISÈS) que han abordado la cuestión desde su
experiencia clínica con niños, reciben particular atención y espacio más
adelante.
DATOS
EPIDEMIOLÓGICOS.
Pese
a la multitud de trabajos existentes, la gran variedad de las referencias
teóricas en que se basan y la multiplicidad de las metodologías que utilizan,
hace que resulte muy difícil comparar sus resultados y conclusiones.
Su
prevalencia ha sido estimada entre el 0,2 y el 2 % de la población general y en
torno al 15 % de entre los consultantes de servicios psiquiátricos (WIDIGER y
FRANCES, 1989; CHAINE y GUELFI, 1999).
Muchos
estudios han resaltado su asociación con trastornos afectivos depresivos y con
una mayor incidencia de suicidios, así como de abuso de alcohol y sustancias
tóxicas (en el hombre) y de trastornos de la alimentación de tipo bulímico (en
la mujer). Es muy frecuente su asociación con otros rasgos patológicos de
personalidad, en particular de tipo antisocial.
Tanto
la asociación con trastornos depresivos como con rasgos antisociales, han sido
consideradas como factores pronósticos negativos en estudios a largo plazo, al
igual que el antecedente, más frecuente que en otros trastornos, de haber sido
víctimas en su infancia de violencia y maltrato parental o de abusos sexuales
(GRINKER, 1977; McGLASHAN, 1987; STONE, 1989,1993).
Numerosos
autores señalan la relación entre el trastorno límite de personalidad, la (su)
vulnerabilidad depresiva y los traumatismos precoces y la mayor frecuencia de
separaciones y pérdidas precoces, de fracasos conyugales en la pareja parental,
y de maltrato físico y sexual (SOLOFF y MILLWARD, 1983, ZANARINI y Cols.,
1993). Hay también datos evidentes acerca de la repercusión de la violencia
física y el abusom sexual, sobre todo en el marco familiar, sobre el
sentimiento difuso de identidad, la inseguridad básica y la incapacidad de
anticipar las intenciones del otro (ZANARINI y cols., 1979; HERMAN y cols.,
1989).
En
esta línea merecen particular atención los recientes trabajos de FONAGY y
TARGET (1997), en los que describen lo que denominan “función reflexiva”
(reflective function). Se trata de un proceso inconsciente que se genera en las
interacciones precoces entre niño y madre, cuando ésta desarrolla una función
especular “reflejando”,“reflexionando” (y reaccionando) con sus actitudes y
gestos (y con sus contenidos mentales y capacidad de contención) a las
propuestas del bebé. La madre puede servir así de modelo para la regulación
emocional y la interiorización de esta función es primordial para el
desarrolloafectivo del niño. Un vínculo caracterizado por la inseguridad o la
inadecuación en la madre, al impedir esta función, dificulta la interiorización
de la capacidad de regulación emocional del niño y marca su modo de apego, su
capacidad de reconocer tanto sus propios afectos como los de la persona con la
que se relaciona, y puede condicionar el “sentimiento de alienación profunda de
su self” que estos autores describen en los trastornos de la personalidad.
Cuando los vínculos precoces son muy desorganizados, el niño es incapaz de
predecir las reacciones de las personas que le cuidan, y tiene que hacer, para
comprenderlas, un sobreesfuerzo con gran desgaste y sufrimiento psíquico, que
repercute en la organización de su personalidad pudiendo distorsionar
severamente su capacidad de percibir y de expresar sus necesidades afectivas.
En
definitiva, a través del tratamiento de sujetos (adultos) con trastornos de la
personalidad, estos autores tratan de entender y teorizar, las características
de sus relaciones precoces y de los procesos de interiorización (y de
identificación) que han basado la organización precoz de su personalidad,
señalando en particular la confusión de los borderline a la hora de integrar y
estructurar mentalmente sus experiencias afectivas tempranas, caracterizadas
muy frecuentemente por ser muy traumáticas, y en consecuencia confusión también
al recordarlas, expresarlas y modularlas a la hora de experimentar nuevas
relaciones, simpre marcadas por una actitud de alerta temerosa.
EL
CUADRO CLÍNICO.
1)
La sintomatología típica
Aunque
puede aparecer cualquier sintomatología por variada que sea, existe un consenso
claro en cuanto a las manifestaciones más típicas.
La angustia permanente puede manifestarse tanto
en forma de malestar permanente e impreciso como en manifestaciones agudas e
intensas acompañadas de manifestaciones somáticas (“ataques de pánico”),
llegando hasta el estupor y la despersonalización. Más específicamente es su
carácter imprevisible, invasivo y difuso lo que, junto con la imposibilidad de
representarla mentalmente y de nombrarla y darle forma a través de la expresión
verbal, la hace incontrolable. No suele llegar habitualmente a la angustia
psicótica (de fragmentación, desmembramiento, explosión mental, etc.) porque
los límites del yo respecto al otro y al mundo externo, todavía se mantienen.
Tampoco se trata de una angustia neurótica, ligada a sentimientos de
incapacidad-fracaso (castración) y culpa, que es más facilmente expresable,
explicable y reconocible. Cuando es formulada lo es en forma de temor a la
pérdida de objeto y sentimientos de abandono, y a la pérdida de coherencia
mental. En consecuencia se vive una desesperada sensación de necesidad de ser
comprendido y atendido “absolutamente” e “inmediatamente”, lo que añade
urgencia y catastrofismo pasional a cualquier relación hipertrofiando su
importancia (y afectando también a la relación terapéutica en su intensidad
transferencial). En definitiva es una agustia, difusa y permanente, que supone
un desgaste y un fracaso de la economia psíquica, lo que explica su
mutiplicidad sintomática, que se intensifica y emerge intermitentemente en los
episodios más agudos. La sintomatología “neurótica” muestra que cierta
organización y mecanismos neuróticos, aunque flaquean, se mantienen.
En
las manifestaciones fóbicas predominan las referidas al cuerpo y a su
percepción (fobia a ser visto o a hablar, enrojecer en público) y se acompañan
de ideas autorreferenciales. Las manifestaciones obsesivas (fobia-rechazo a la
suciedad) pueden también adquirir matices persecutorios. Ambos tipos de fobias
se estructuran a veces en agorafobias masivas, que limitan sus posibilidades
sociales y pueden llegar a ser invalidantes. Los rituales obsesivos,
habitualmente justificados por racionalizaciones masivas y por ello
egosintónicos, suelen estar exentos de la sensación de asedio, y de lucha
activa contra ellos, así como de los mecanismos defensivos más propios del
obsesivo neurótico (anulación retroactiva, aislamiento, maniobras sustitutivas
de autopunición, etc.). Las manifestaciones histéricas suelen carecer de
componentes de erotización y fantasias de seducción y tienen más bien un
carácter agresivo y de manipulación desesperada (y desesperante). Cuando
aparecen síntomas de conversión a menudo son variopintos y mútiples con
componentes disociativos (episodios crepusculares, obnubilación y trastornos
del nivel de conciencia). Las manifestaciones hipocondríacas suelen
caracterizarse por la angustia subyacente ya descrita y por la exigencia,
desesperada y catastrófica, de atención (que a menudo se transforma en una
actitud manipuladora, atemorizante o amenazante).
Los
trastornos (tímicos) del humor son tan frecuentes que para los autores con una
perspectiva biológica, son la base etiológica e incluso la “verdadera entidad
nosológica” del cuadro clínico. Otros con distinta perspectiva, por ejemplo
BERGERET, también piensan que la prevalencia de la depresión es un elemento
estructural fundamental del cuadro clínico.
Aspectos
más específicos de la depresión “límite” son: la habitual ausencia de
enlentecimiento motor, la desadaptación severa derivada de su peculiar o
ausente criterio de realidad, y el predominio de sentimientos de irritación,
cólera, odio o rabia en lugar de la culpabilidad e inhibición típicas. Y desde
una perspectiva relacional, el sentimiento de desesperación y de impotencia
ante objetos inaccesibles o “inabordables”, que traducen su necesidad, búsqueda
–y decepción– de objetos idealizados. En consecuencia los actos heteroagresivos
o autoagresivos (suicidios por decepción-despecho-venganza) son más frecuentes
porque más frecuente es también la vivencia de hecatombe narcisista (“nadie me
atiende, me conoce, me quiere”) que acompaña a sus repetidas decepciones.
Los comportamientos impulsivos y descontrolados
suelen condicionar su inestabilidad relacional y socio-profesional. Los actos
autoagresivos (tentativas de suicidio y otros ataques a su propio cuerpo,
sobredosis de tóxicos diversos, borracheras patológicas y con conductas de
riesgo, actividades extremadamente peligrosas y/o accidentes repetitivos,
crisis bulímicas, ciertas promiscuidades sexuales de riesgo) y heteroagresivos
(agresiones físicas, accesos clásticos, robos “vengativos”, acusaciones y
difamaciones, etc.) condicionan frecuentemente su estilo relacional y de
“comunicación” afectiva.
Las
conductas de dependencia tóxica (alcoholismo y otras toxicomanías); –con la
ilusión de dominar así el displacer y la insatisfacción somato-afectiva,
gracias a una substancia, supuestamente controlable y disponible siempre–;
proporcionan una “prótesis exterior” (O. Kernberg) a su permanente
insatisfacción (narcisista) consigo mismos.
El
mismo motivo subyace en su frecuente recurso a relaciones de promiscuidad,
impulsivas y caóticas (tanto hetero como homosexuales), sin progresión ni
futuro alguno, y a menudo con incorporación de prácticas perversas
(sado-masoquismo y otras desviaciones pulsionales: micción, defecación).
Bergeret
ha insistido en relacionarlo con su estilo de relación “anaclítico”, caracterizado
por la espera pasiva de satisfacción absoluta y la manipulación agresiva del
otro, con imposibilidad de aceptar que se distancie o retrase en su
disponibilidad, que (idealizada) debe ser total. Esta relación reproduciría el
estilo de relación precoz narcisista-oral, que oscila entre el deseo-temor de
fusión y de huida, de dependencia y abandono, que no tiene salida por la
imposibilidad de satisfacer una necesidad afectiva insaciable. La desesperación
y los actos agresivos son la consecuencia inevitable de tal imposibilidad.
Esta
avidez afectiva, que acompaña y colorea la ansiedad de estos pacientes, es bien
conocida en los servicios de urgencia, en los que recibe adjetivos variados
(“manipuladora”, “absorbente” “insufrible”) cuando, con frecuencia, presentan
descompensaciones agudas.
El
ya citado paso al acto autoagresivo o suicida, que se acompaña de una intensa
demanda de comprensión y atención, es la más frecuente. Las crisis agudas de
angustia, a veces con episodios de confusión y despersonalización, las
experiencias paranoides sin alucinaciones (ideas de autoreferencia, sospechas y
temores amenazantes) y los pensamientos bizarros (pensamiento mágico,
percepciones telepáticas, vivencia de desdoblamiento, etc.) son frecuentes y
deben distinguirse por razones diagnósticas, terapéuticas y pronósticas de la
esquizofrenia. En particular es fácil, y suele ser frecuente, confundir los
fenómenos o síntomas mentales, ideativos, y los sensoriales, alucinatorios. Por
ejemplo, cuando alguién dice “oír” (en realidad, imaginar) una canción en la
que se le alude “se habla de mí, se refiere a mí” (autoreferencia ideativa) y
debe diferenciarse de: “me están hablando a mí” o “quieren hablar conmigol”
(alucinación auditiva).
A
veces la propia clínica ayuda al diagnóstico diferencial porque tanto la
remisión espontánea de la sintomatología, como su labilidad y polimorfismo, así
como un análisis psicodinámico de sus características relacionales y de su
demanda afectiva, y la reorganización rápida de su capacidad de relación y de
ajuste a la realidad, permiten descartar la psicosis.
2)
La organización psicopatológica (o la estructura metapsicológica)
Ciertas
simplificaciones que limitan la psicopatología de la personalidad a la
catalogación de conductas problemáticas y su explicación etiológica a una
visión reduccionista, que la hace depender directa y exclusivamente de los
rasgos temperamentales y a éstos, a su vez, de factores biológicos determinados
genéticamente, han facilitado una visión determinista de la personalidad, que
resultaría de componentes biológicos innatos (agresividad, irritabilidad,
intolerancia a la frustración, etc.) que se supone que serían inmodificables y
que, deslizándose ya hacia teorías más impregnadas de una ideología racista,
estarían vinculados a factores genéticos ligados a determinados colectivos
raciales.
Sin
embargo, los estudios clínicos realizados en las últimas décadas han
revalorizado la comprensión psicodinámica y sus perspectivas más amplias que
abren la complejidad de los factores determinantes del comportamiento,
vinculándolo no solo a lo biológico-temperamental sino también a las
interacciones precoces y a los procesos de interiorización (y de
identificación) vinculados a la biografía socio-familiar, y por tanto
relacional, que marca el desarrollo infantil.
Particular
interés y reconocimiento han recibido las teorías basadas en la comprensión y
análisis de las modalidades de “relaciones de objeto internalizadas”
(interiorizadas), cuyo máximo representante es O. Kernberg. Para este autor la
estructura específica de la personalidad borderline puede delimitarse, a partir
de la observación clínica, con parámetros metapsicológicos que describe muy
claramente, inspirándose en teorias objetales derivadas del pensamiento
kleiniano.
Una
primera dimensión psicodinámica fundamental es la fallida integración del Yo,
que se evidencia en múltiples manifestaciones, no específicas, de su debilidad:
escasa tolerancia a la ansiedad, falta de control pulsional, carencias en los
mecanismos de sublimación, fallos en la diferenciación self- objetos externos
con la correspondiente disolución de los límites del yo. En su conjunto
componen los que Kernberg ha denominado el
“síndrome de difusión de la identidad” (o “identidad difusa”) que
describe como: “la ausencia de un concepto integrado de sí mismo (del self) y
de un concepto integrado de los objetos en relación consigo mismo (con el
self)”. Aunque, como en el registro neurótico, las fronteras del Yo se
mantienen, al menos en ciertas áreas de funcionamiento, permitiendo cierta
diferenciación entre las imágenes de sí mismo y de los objetos, sin embargo
ésta puede fallar en las relaciones interpersonales cercanas, que pueden
entonces adquirir carácterísticas psicóticas. Las alteraciones profundas en la
internalización de las relaciones de objeto, y en su representación mental,
afectan también a la capacidad de abstracción y de adaptación a la realidad.
Así ocurre en la “psicosis de transferencia” frecuente en estos sujetos, o en
la realización de pruebas proyectivas cuando la emergencia de fantasías
arcaicas altera su capacidad de pensar y de adaptarse a la realidad externa.
Otra
característica es el predominio de mecanismos de defensa arcaicos (denominación
mejor que la de “psicóticos”, porque evita cierta confusión diagnóstica). A
diferencia de los mecanismos de sujetos neuróticos, organizados en torno a la
represión, los pacientes límite recurren, para protegerse frente a la invasión
pulsional, que activa una angustia de fragmentación tanto de su self (o sea de su
coherencia mental) como del objeto externo, a mecanismos basados en la
escisión. Gracias a ella separa, precaria y artificialmente, sus
representaciones internas idealizándolas (distorsión de la realidad) en buena y
malas y ligándolas a la pulsionalidad libidinal y agresiva. Así protege a su
frágil Yo de verse invadido por la angustia, fundamentalmente evitando la
confrontación con su propia ambivalencia y el sufrimiento depresivo, afectos
que amenazarían de destrucción su propia integridad y la de cualquier objeto
vinculado afectivamente (en una relación interpersonal). Este “desconocimiento”
de sus afectos, a veces reconocidos intelectualemente, pero imposibles de vivir
y ser expresados, implica mecanismos de negación que afectan tanto a elementos
intrapsíquicos (negativa a percibir como propios sus deseos, sentimientos o
pensamientos) como a la percepción e interiorización de las exigencias de la
realidad externa (dificultando así la diferenciación interno-externo y con ello
su integración en un super-Yo que quedará mal estructurado)
Conforme
ya describió Melanie Klein, cabe subrayar el carácter normal de estos
mecanismos “psicóticos” en los momentos precoces de constitución del psiquismo,
en los que el bebé, incapaz de integrarlos, necesita separar lo “malo” para
impedir que le invada y contamine, y así proteger; lo “bueno”. Esto conlleva
una percepción maniquea e inestable del mundo, que oscila entre lo “idílico” y
lo “catastrófico”, con intenso acompañamiento afectivo de amor y odio, en
función de los vaivenes pulsionales y de las insatisfacciones que conllevan. En
los momentos de intensa decepción relacional, la escisión opera una separación
entre el sentimiento idealizado de sí mismo (imagen regresiva idealizada y
grandiosa) y la desvalorización masiva del objeto (idealizado negativamente
como culpable de todo malestar y “merecedor” de odio y castigo), y el resultado
de esta operación es la facilitación de un paso al acto “justificado” por esta
particular percepción de los sucesos reales, muy distorsionada afectivamente
por la “ceguera pasional” con la que se viven estos fracasos de la satisfacción
(desesperadamente) esperada.
Aunque
el destino, inconsciente, de esta operación es evitar la angustia de
fragmentación, la precariedad de la escisión es tal, (porque la amenaza, por
ser interna, sigue persistiendo), que la inseguridad respecto a las garantías
del mundo externo y la angustia difusa se siguen manifestando e, imposibles de
ser controladas, mantiene al sujeto en la incertidumbre de su propia (in)coherencia,
y de su imposibilidad de mantener, como si pudieran ser inamovibles, tanto su
estabilidad y como la del mundo externo. Por eso necesita recurrir a mecanismos
de idealización primitiva, separando los objetos “buenos e ideales” de la
amenaza de contaminación y destrucción por parte de los “malos”.
Esta
nueva escisión, tambien ineficaz, porque nadie ni nada satisface
permanentemente, desencadena reacciones de rabia destructiva y de rechazo
masivo de reconocer la negación previa que permitía la idealización (“nunca he
pensado nada bueno de tal persona, siempre la he odiado, siempre he sabido que
no debía confiar en ella porque siempre me ha engañado”). La inestabilidad y
las rupturas catastróficas en el terreno relacional con la consecuencia.
Los
aspectos negativos, peligrosos, de sí mismo son, además de separados
(escindidos), expulsados al exterior y proyectados en otras personas, que se
convierten así en amenaza externa. Con esta
“identificacion proyectiva” se crea una nueva, y también frágil, ilusión,
que hace creer que es más fácil controlar y evitar la amenaza externa (cuando
en realidad está dentro del sujeto, y es imposible hacer desaparecer lo que es
parte íntima de su psiquismo).
La
necesidad, para sobrevivir, y la fantasía grandiosa de poder dominar y
controlar totalmente al objeto externo, necesita articularse en un sentimiento
de omnipotencia propia inseparable de la desvalorización, desprecio y rechazo
del objeto en cuanto se niega a la
gratificación, tanto si es explicitamente demandada como silenciosamente
esperada. Melanie Klein asoció genialmente idealización y envidia (“la envidia
destructiva ataca a lo más creativo”) al detectar que es el objeto idealizado
posesor de todo lo que gratifica quien, precisamente por ello, es víctima del deseo
de ser desposeído, de todo, robado y usurpado en su lugar por quien le desea
con avidez. En la misma línea, O. Kernberg ha insistido en la importancia
psicogenética, en la distorsión tanto en la percepción de la realidad como en
la representación de los objetos internos (internalización), de la agresividad
y destructividad oral, y de los sentimientos y actitudes de rabia hostil y
arrogancia que condicionan(3).
Ambos
autores han insistido también en que como resultante de ello se ve afectado el
criterio (de percepción) de la realidad. Aunque se diferencia de la disociación
psicótica, tanto la percepción de sí mismo como del otro, sobre todo en lo que
concierne a como se viven las relaciones más cercanas y significativas, sufre
severas distorsiones.
Lo
que la perspectiva de Kernberg (y otros autores psicoanalíticos) aporta a la
comprensión psicopatológica de la estructura de la personalidad límite (o si se
prefiere de sus características psicopatológicas prevalentes) puede resumirse
en los siguientes puntos:
1.
Labilidad del funcionamiento yoico (“yo débil”)
•
Desbordado por la intensidad, mal tolerada, de afectos y emociones.
•
Tendencias impulsivas descontroladas.
•
Carencia de recursos de canalización y sublimación.
•
Identidad inconsistente: “difusión de identidad”. Caracterizada por su
indefinición e inconstancia: “falso self”, pseudoidentidad, imitaciones
superficiales.
2.
Mecanismos de escisión – Oscilación estados afectivos
•
Alternancia idealización-omnipotencia-euforia y desvalorización-desprecio-depresión.
•
No diferenciación interno/externo y alteración del criterio de realidad.
•
Fallos integración y funcionamiento del superyo.
3
Relaciones de tipo anaclítico
•
Extremada dependencia y sensibilidad a la separación.
•
Intensos deseos de relación fusional y correlativos temores de intrusión e
influencia.
EL
DIAGNÓSTICO Y SUS DIFICULTADES
Pese
a la clara delimitación clínica descrita, el reconocimiento y clasificación
diagnóstica de la personalidad límite como entidad psiquiátrica diferenciada ha
transcurrido entre desacuerdos conceptuales que han dificultado la aceptación
de criterios diagnósticos unánimemente aceptados.
Una
primera divergencia se ha perfilado entre dos cuales son los rasgos o
mecanismos específicos y diferenciales.
Un
criterio, el categorial, pragmático y cuantitativo, trata de reconocer con
criterios y métodos estadísticos (análisis multifactorial) los comportamientos
específicos y diferenciales del trastorno y utiliza para ello cuestionarios o
entrevistas más o menos estructuradas para definir cuáles son los rasgos o mecanismos específicos y
diferenciales: “quién y qué es borderline y quién y qué no”.
Otro,
el dimensional, más centrado en la clinica relacional de inspiración
psicoanalítica y en el funcionamiento mental subyacente (comprensión del
significado afectivo de sus comportamientos y relaciones; su movilización en la
transferencia) trata de establecer qué rasgos, inespecíficos, son más marcados,
más intensos o más prevalentes en el borderline que en otras personalidades.
El
primero es más conforme al modelo médico de la entidad morbosa, pero topa entre
otras dificultades con la de separar la patología “propia y exclusiva” del
borderline de otras manifestaciones clínicas tambien presentes en otros
trastornos de la personalidad (narcisista y antisocial por ejemplo), y tambien
con la de su diferenciación de los trastornos afectivos e incluso de la
personalidad normal. El segundo se adapta mejor a la variedad de situaciones
clínicas con que se presenta la patología límite, pero exige la delimitación de
algunos criterios psicopatológicos más específicos y diferenciales. (O.
KERNBERG, basándose en la comprensión metapsicológica derivada de su práctica
psicoanalítica, propone una combinación de ambos modelos).
Una
segunda dificultad resulta de los diferentes criterios de elección de los
elementos clínicos más específicos a considerar para alcanzar un diagnóstico
diferencial. Los actos autoagresivos, la impulsividad, las relaciones caóticas
por su intensidad y discontinuidad, y la inestabilidad afectiva suelen ser los
criterios diferenciales considerados como más fiables, existiendo más
divergencias a la hora de sumar además otros, tales como sintomas psicóticos,
ideación autorreferencial o persecutoria, o signos disociativos.
Una
tercera divergencia, conceptual y clínica, viene dada por las diferentes
maneras de considerar los trastornos del humor, elemento etiológico prioritario
y causal de todo lo demás para unos y para otros, por el contrario,
consecuencia psicopatológica y evolutiva, derivada del desequilibrio e
inestabilidad en la organización de la personalidad.
Tan
diferentes modelos etiopatogénicos, –desde los más “biológico-temperamentales”
hasta los más “psico-sociales”–, condicionan inevitablemente múltiples puntos
de divergencia a la hora de definir las prioridades, tanto a nivel de
diagnóstico clínico como de las opciones terapéuticas.
Desde
la perspectiva categorial, diversos autores han delimitado sus criterios
diagnósticos. GRINKER (1968) distingue cuatro subtipos: el borderline “al
límIte de la psicosis”, caracterizado por conductas coléricas y negativas,
fallos en la percepción de sí mismo y de la realidad; el borderline “nuclear”,
con oscilaciones relacionales permanentes, pasos al acto de rabia o agresión,
depresión y trastorno de la identidad; el borderline “personalidad as if (como si)”, con comportamiento
adaptado, pobreza afectiva, falta de espontaneidad y defensas de tipo
repliegue-intelectualización; y el borderline “neurótico”, cercano a la
neurosis de carácter narcisista.
GUNDERSON
(1975 con SINGER; 1978 y 1987 con ZANARINI) delimita seis características
específicas: impulsividad, actos autoagresivos repetidos, afectos disfóricos
crónicos, distorsiones congnitivas transitorias, relaciones interpersonales intensas
e inestables, miedo crónico de ser abandonado.
Basándose
en ellas han creado una entrevista semi-estructurada (DIB- Diagnostic Interview
for Borderline) que explora los siguientes criterios clínicos: afectos crónicos
(depresión mayor; rabia; sentimientos de soledad, aburrimiento, vacío;
debilidad y desesperación; desvalorización del entorno); estilo cognitivo
(pensamientos bizarros y experiencias inhabituales; experiencias persecutorias
no alucinatorias; “cuasi” psicóticas); actos impulsivos (automutilación,
manipulaciones suicidas, abuso de tóxicos, desviación sexual); relaciones
interpersonales (conflictos de dependencia, intolerancia a la soledad;
relaciones tempestuosas; preocupaciones abandónicas y temor a ser englutido o
aniquilado; actitudes de desvalorización, de manipulación, y sádicas; problemas
contratransferenciales; actitudes de demanda y reivindicación; tendencia a la
regresión terapéutica).
PERRY
y KLERMAN (1978) también han propuesto una escala de evaluación (BPS-Borderline
Personality Scale) que propone un prototipo de la personalidad límite
(preocupación narcisista por sí mismo, falta de empatía, vulnerabilidad al
estrés y débil identidad), que desglosan en 81 variables agrupadas en cuatro
dimensiones: status mental (comportamiento agresivo e inadecuado; manipulador,
difícil de interrogar; afectos de cólera, soledad, anhedonia; intolerancia a la
ansiedad, despersonalización, desrealización; tendencia a deducciones
arbitrarias); antecedentes personales (episodios psicóticos breves durante
psicoterapìas u hospitalizaciones; comportamientos impulsivos, abusos de
tóxicos, bulimia, impulsos cleptómanos, tentativas suicidas; fracasos
socio-profesionales y afectivos; sexualidad perturbada); relaciones
interpersonales (explotación del otro, intolerancia a la soledad, relaciones
cercanas tempestuosas, dependencia); mecanismos de defensa (proyección de
inhibiciones e insatisfacciones con paso alacto, idealización primitiva).
También
pueden incluirse dentro de las propuestas categoriales las de las
clasificaciones DSM-IV y CIE-10.
Las
clasificaciones DSM hasta su versión III, se preocupaban sobre todo de
diferenciar el trastorno borderline del espectro esquizofrénico y de la
personalidad esquizotípica, delimitándolo conforme a tres aspectos: problemas
de identidad y relaciones interpersonales, trastornos del humor e impulsividad.
A
partir de la versión IV (1994), la DSM añadió modificaciones cercanas a las
proposiciones de Gunderson (inclusión de las perturbaciones cognitivas
transitorias ligadas al estrés, rebaja de la comorbilidad con depresión mayor,
redefinición de la perturbación de la identidad).
La
definición general que delimita recoge como fundamental una triple
inestabilidad (en la imagen de sí mismo –self–; en los afectos y estado de
ánimo; en la conducta y las relaciones interpersonales) con impulsividad
asociada, y la desglosa en cinco tipos de manifestaciones:
•
esfuerzos por evitar abandonos reales o imaginarios y patrón de relaciones
interpersonales inestables con alternancia de idealización y desvalorización;
•
perturbación-inestabilidad de la identidad;
•
impulsividad potencialmentes destructiva, gestos-amenazas suicidas y
automutilación;
•
inestabilidad afectiva y del estado de ánimo, sentimiento crónico de vacío,
cóleras intensas e inapropiadas;
•
ideas y actitudes paranoides, estados transitorios de disociación.
Sin
entrar en más detalles de esta conocida y utilizada clasificación, cabe señalar
en cambio que su habitual alergia a criterios intrapsíquicos y conceptos
metapsicológicos psicodinámicos, que le ha llevado por ejemplo a suprimir
términos como neurosis o psicosis, parece empezar a ser superada a la hora de
describir los trastornos de personalidad que parecen resistirse a una mera
descripción y catalogación de comportamientos. No resulta nada complicado
emparentar esta descripción con conceptos psicoanalíticos archiconocidos (como
ya han hecho diversos autores, y de forma más destacada Otto Kernberg). Así, el
concepto de “labilidad del yo” incluye rasgos clínicos como la intolerancia a
los afectos y sentimientos intensos, la incapacidad de controlar las pulsiones,
y de canalizarlas adecuadamente (sublimación) y, en consecuencia, de mantener
una identidad definida y estable. El recurso habitual a “mecanismos de defensa
arcaicos” con “predominio de la escisión, idealización y proyección” también se
corresponde con la tendencia sucesiva y oscilante entre la idealización y la
desvalorización y su correlato afectivo (la oscilación entre euforia -
megalomanía y desvalorización - vacío - depresión) y relacional (la
“vinculación anaclítica” y la exigencia “oral” que lleva a establecer
relaciones de dependencia total, “fusional”, alternantes con rupturas y
“abandonos” a veces de consecuencias trágicas).
La
CIE, clasificación de la OMS, ha ignorado la personalidad límite hasta su
versión CIE-10 (1992), en la que propone una “personalidad emocionalmente
lábil” con dos sub-tipos: “impulsiva” y “borderline”, caracterizada ésta por al
menos dos de las siguientes características: perturbaciones-inseguridad
respecto a su propia imagen, objetivos y opciones personales; tendencia a
relaciones intensas e inestables con crisis emocionales; esfuerzos desmesurados
por evitar ser abandonado; repetición de amenazas o gestos suicidas o
autoagresivos; sentimiento permanente de vacío. Desde la perspectiva dimensional
se han desarrollado, hasta ahora, menos instrumentos específicos para el
diagnóstico de la personalidad límite.
Los
intentos realizados con el MMPI (Minnesota Multiphasic Personality Inventory)
no han permitido delimitar un perfil típico específico del borderline, aunque
sí detectar características “sensibles” (elevación en escalas de depresión,
desviación psicopática, esquizofrenia, paranoia y psicastenia).
MILLON
(1986), en su MCMI (Millon Clinical Multiaxial Inventory) desarrolla unos
parámetros que permiten delimitar modalidades de disfunción global en cada tipo
de trastorno de la personalidad (comportamiento, relaciones interpersonales,
funciones cognitivas, humor, mecanismos de defensa, imagen del self,
representaciones internalizadas, organización intrapsíquica). Las
características del borderline son: humor lábil, brusquedades en el
comportamiento, inseguridad en la imagen de sí mismo, relaciones
interpersonales paradójicas, peculiaridades cognitivas, mecanismos regresivos,
internalizaciones contradictorias incompatibles, identidad difusa.
WIDIGER,
COSTA y McRAE (1990), proponen un modelo en cinco dimensiones (FFM-Five Factors
Model): neuroticismo, extroversión, responsabilidad (Conscientiousness),
simpatía (Agreableness), y apertura-curiosidad (Openness). Desde una
perspectiva intermediaria o mixta, que combina elementos tanto categoriales
como dimensionales, Otto KERNBERG ha propuesto cinco ejes que permiten
estructurar el diagnóstico: nivel de integración del yo (cuya manifestación
clínica específica del borderline es la identidad difusa); nivel de
organización del superyo (ligado a los mecanismos defensivos más o menos
arcaicos y al que concede una gran importancia pronóstica); gravedad de los
traumatismos y agresiones en la infancia y en particular del maltrato y abusos
físicos y sexuales padecidos en en el medio familiar; el eje dimensional
introversión-extroversión relacionado con factores temperamentales vinculados a
factores genéticos al igual que ocurre con la inestabilidad/disregulación entre
euforia y depresión.
La
relación y diferenciación entre temperamento, reacciones y actitudes
emocionales, y personalidad es una cuestión compleja que está lejos de ser un
problema resuelto. Una rápida simplificación, extendida en la actualidad, consiste
en establecer un determinismo innato e irreversible por el cual ciertas
características temperamentales presentes en el desarrollo muy temprano del
bebé se prolongarían y estabilizarían en rasgos definitivos de conducta que
continuarían estando presentes en la vida adulta. No es esta la opinión de
O.KERNBERG(4). Para él, los condicionantes temperamentales innatos, están
vinculados a factores biológicos genéticos, pero también abiertos y
modificables en función de la calidad, estructurante o desestructurante, de las
interacciones precoces reales y de la organización intrapsíquica (“relaciones
de objeto internalizadas”) a que dan lugar.
Prolongando
estos puntos de vista, Paulina F. KERNBERG (2000), como veremos más adelante,
ha insistido, desde su perspectiva de psiquiatra y psicoanalista de niños, en
la importancia de los componentes temperamentales en la organización de la
personalidad, y de su correlación con la organización de esquemas y funciones
neurobiológicas.
Para
finalizar esta perspectiva referida a los medios de diagnóstico hay que
mencionar que, además de las pruebas citadas de carácter ”cuantitativo”, se han
utilizado también otras de carácter “cualitativo”, como son los tests
proyectivos y en particular del test de Rorschach y del TAT. Quienes lo aplican
describen, en líneas generales, como característica la oscilación permanente
entre manifestaciones de proceso primario y secundario, con una mejor
tolerancia que los psicóticos respecto a la emergencia de fantasías
inquietantes. Los signos de mantenimiento de criterios de realidad se mantienen
pese a la presencia constante de índices de ansiedad, y de la emergencia de
temas relacionados con un trastorno profundo de la identidad y con un tinte
megalománico y de omnipotencia mágica, que también evidencian una cierta
distorsión perceptiva latente.
EL
CONCEPTO DE PERSONALIDAD LÍMITE EN PSIQUIATRÍA INFANTIL
Revisión
histórica del concepto
En
un artículo anterior(5) describí la historia paralela recorrida en la
literatura psiquiátrica por los conceptos de “inestabilidad”, predominante en
la psiquiatría francesa, y el de “hiperactividad” procedente de la anglosajona,
y hoy en día claramente predominante. En cuanto a la cuestión de si ambas están
vinculadas con la organización de la personalidad, las respuestas son también
paralelas, correspondiendo a estas dos tradiciones psiquiátricas que rara vez
han hecho intentos de convergencia entre los dos “paradigmas” que las
orientan.(6)
La
psiquiatría francesa hace una aproximación más “psicopatológica” que entiende
al niño en tanto que ser psicosocial y que hace referencia a un ideal de
adaptación en las interacciones niño-entorno familiar. Los instrumentos de
comprensión y de intervención preferidos y predominantes son los
“psicoterapéuticos” (con el niño y con la familia). La metodologia de
investigación “psicodinámica” trata de relacionar las manifestaciones
“objetivas” observadas (síntomas) con un conflicto “subjetivo” de la personalidad,
y da prioridad a la escucha de la “realidad psíquica” narrada por el sujeto.
La
anglosajona opta por una aproximación más “neuropediátrica”, interesada por la
organización fisiopatológica, y hace referencia a un ideal de maduración del
organismo libre de déficits neurofisiológicos. Los modelos de comprensión y las
opciones terapéuticas prevalentes son las “médicas” (farmacológicas y
“psicoeducativas”). Los métodos de investigación “psicofisiológica” buscan
demostrar, “con evidencia científica”, la existencia o no de una causa objetiva
utlizando el método estadístico y la comparación entre cohortes de “casos
puros” y de “no casos control”.
En
esta revisión me interesa, desde la perspectiva de este trabajo, seguir un
doble hilo conductor:
•
el parentesco y la diferenciación psicopatológica entre el funcionamiento
límite y el psicótico.
•
las relaciones entre inestabilidad motriz-hiperactividad y organización de la
personalidad.
En
la psiquiatría francesa, la noción de “prepsicosis o de estados prepsicóticos”
(S. LEBOVICI y R. DIATKINE, 1963; R. DIATKINE, 1969) apareció en la psiquiatría
infantil de orientación psicoanalítica para designar y delimitar clínicamente
la personalidad de niños que presentaban cierta vulnerabilidad psíquica que los
hacía susceptibles de descompensarse hacia una vertiente psicótica, y en
particular a partir de la pubertad, esquizofrénica. Estos autores fueron
pioneros en la descripción de funcionamientos próximos a la psicosis infantil,
caracterizados por una deficiente organización o una desorganización del
funcionamiento defensivo de tipo neurótico, que facilita la aparición ulterior
de una disociación psicótica. Las tres formas clínicas predominantes se
caracterizan por la excitación y la hiperactividad; por la inhibición; y por lo
que DIATKINE denominó personalidad
“niaise” (en castellano equivalente a “bobo” o “lelo”), descripción que
él mismo reconocía como equiparable a los que otros autores describieron bajo
la denominación de “falso self” (Winnicott). Seguramente la connotación
pronóstica, incierta pero probable, del término “prepsicosis”, aunque ha
contribuido a una mejor comprensión de la complejidad psicopatológica y de los
variados avatares evolutivos de la posicosis infantil, sin embargo ha ido
perdiendo vigencia a favor de una conceptualización más “estructural” de la
psicopatología límite.
Así
lo hace, desde una perspectiva también psicoanalítica pero diferente, WIDLOCHER
(1973), al describir el “núcleo prepsicótico”, para agrupar niños que
presentaban un núcleo perturbado en la organización de su personalidad y que se
caracterizaban por una serie de rasgos clínicos típicos. Su estructura
psicopatológica se caracteriza por:
•
una actividad fantasiosa sin elaboración secundaria, (en otros términos, los de
Freud, por la prevalencia del proceso primario), que condiciona serios
trastornos en sus capacidades de simbolización y por tanto del aprendizaje.
•
angustias de incoherencia del self, sentimientos de falta o amenaza en su
integración, ligados con la puesta en funcionamiento de mecanismos de defensa
arcaicos (concepto de gran semejanza clínica con el “Trastorno de Identidad
difusa” descrito por Kernberg(7).
•
una organización caótica del desarrollo pulsional con intensidad excesiva de
pulsiones agresivas.
En
su concepción englobadora y bajo el término de “Parapsicosis o Estados
parapsicóticos”, J.L. LANG (1978) agrupa diferentes “estados límite y atípicos”
a su juicio “todos ellos vinculados psicopatológica y estructuralmente con un
funcionamiento de naturaleza psicótica” que delimita muy claramente en cuanto a
sus características clínicas esenciales:
•
Naturaleza de la angustia (de aniquilamiento, destrucción, fusión o
desmembramiento) “borrada” a través de su exteriorización en actos, inaccesible
en casos de inhibición masiva, camuflada por mecanismos relativamente eficaces
como las defensas maníacas o la angustia de separación.
•
Ruptura de contacto o frágil equilibrio del criterio de realidad.
•
Infiltración constante de los procesos secundarios por los procesos primarios.
•
Expresión directa de las pulsiones sea en actos o a través de la producción de
fantasías que entrañan mecanismos defensivos muy masivos, rígidos y frágiles.
•
Mecanismos regresivos propios de niveles de organizaciones libidinales arcaicas
(repliegue narcisista, identificación proyectiva, defensas maníacas, escisión,
idealización mágica…).
•
Simbolización inaccesible, huida en un simbolismo mágico e irreal.
•
Predominio de relación objetal muy primitiva (narcisista, fusional, o dual, sin
triangulación), posiciones autoeróticas o anaclíticas.
La
cuestión clínica y teórica más específica de la correlación entre la
inestabilidad y un trastorno de la organización de la personalidad, tiene una
larga tradición en la psiquiatría francesa. Desde que DUPRÉ, en 1907,
describiera el “síndrome de debilidad motriz”, se han multiplicado las
descripciones que asocian:
•
turbulencia, excitación, agitación, inestabilidad (con o sin euforia maníaca)
•
debilidad motriz, torpeza e ineficiencia motora, dispraxias (con o sin afectación
del esquema corporal)
•
trastornos del carácter y “rasgos psicopáticos”
En
cuanto a estas alteraciones de la personalidad, AJURIAGUERRA (1971) describía
los niños inestables como ansiosos, hiperemotivos, con tendencia a la
impulsividad y al paso al acto agresivo y egosintónico (el niño no sufre de su
comportamiento, que exterioriza su conflicto interno, pero sí de sus
consecuencias) siendo el resultado de todo ello la inadaptación.
Otros
muchos autores han descrito “anomalías del carácter”. Además de la insistente
mención de esta tendencia a “exteriorizar los conflictos” en forma de
comportamiento agresivo y de “oposición manifiesta”(8) , también abundan las
referencias a la “labilidad en los intercambios relacionales” y a la
inestabilidad afectiva y en el estado de ánimo. También se ha prestado atención
a la organización de un “carácter antisocial” y a la valoración clínica de la
ausencia de sentimiento de culpa, a su diferenciación con la angustia asociada
a ciertos actos y, en definitiva, a la “distinción entre el carácter neurótico
o psicopático de los actos” (MAZET y HOUZEL, 1971; MICOUIN y BOUCRIS, 1988).
FLAVIGNY
(1988) describía como “síntomas clave” del niño psicopático: la tendencia a la
pasividad, el aburrimiento, y la ociosidad; la dependencia a personas del
entorno inmediato; la perturbación de la percepción del tiempo y la “necesidad
de satisfacción inmediata”; las “exigencias megalomaniacas” relacionadas con la
“vulnerabilidad a toda frustración”. Insistía también en el impacto de la adolescencia
sobre estas personalidades. La intensificación de la angustia y de los
mecanismos de defensa proyectivos, la imposibilidad de aceptar un plazo de
espera a la satisfacción, precipita la tendencia a los actos, y dificulta la
diferenciación entre “problemas del carácter” y la verdadera psicopatía, que
propone sea diagnosticada estudiando la personalidad y dejando de lado los
actos. Posteriormente también G. Diatkine ha propuesto una ampliación del
concepto de psicopatía, extendiéndolo desde el adolescente con tendencias
predominantes al acto agresivo hasta niños inestables con trastornos de
conducta caracterizados por su vertiente agresivo-destructiva hacia su entorno,
y resaltando el factor común presente en todos ellos: la tendencia a utilizar el
paso al acto agresivo como forma casi única de descargar todas sus tensiones
psíquicas (G. DIATKINE, 1983, C. BALIER y G. DIATKINE, 1995).
Flavigny
propuso también una “psicodinámica de la inestabilidad infantil” que se
evidencia a partir de un abordaje terapéutico prolongado con dos técnicas
realizadas complementaria e independientemente: psicoterapia individual del
niño y estudio de la dinámica familiar con entrevistas semi-dirigidas y
posteriormente consultas terapéuticas. Le llevan a la descripción de una
conflictividad interactuante entre padres y niño. Subraya la presencia del lado
maternal de una invasión y rechazo intenso de fantasías de muerte hacia el niño
varón, enmascaradas en una actitud de protección y de solicitación incestuosa,
que distorsiona el vínculo materno filial. Por parte del padre, la tendencia a
evitar su papel de “instancia parental” y a mantenerse a distancia del niño,
actitud favorecida por la actitud de descalificación materna. En cuanto al
niño, subraya:
•
la presencia de componentes depresivos y la carencia de objetos internos,
combatidas con mecanismos maníacos y con la tendencia a descargas
agresivo-destructivas (que explican la inestabilidad);
•
la incapacidad para afrontar y elaborar los conflictos edípicos, evitando
manifestar una agresividad, sobreinvestida, hacia el adulto (del mismo sexo);
•
constancia de una problemática para canalizar la excitación corporal hacia el
autoerotismo propio de la masturbación, con constante emergencia de la
excitación sexual y de una obscenidad manifiesta y la proyección sobre el
adulto de interdicciones hacia el placer masturbatorio.
Concluye
en la necesidad de elaborar y resolver la mutua problémática parento-filial
(solicitación incestuosa, agresividad reprimida subyacente, hiperprotección
cómplice) y la consecuente imposibilidad de interiorización de prohibiciones y
de modelos parentales de identificación que marca la organización de la
personalidad del niño –y que le hace
“ver al niño inestable como incluible en la disarmonías evolutivas y, la
mayoría de veces, con una estructura de la personalidad de tipo límite”–.
El
autor que en la psiquiatría infantil francesa más ha contribuido a desarrollar,
desde hace una treintena de años, el concepto de “Disarmonías evolutivas”
primero y su delimitación y depuración progresiva en el de “Personalidades (o patologías) límite” ha
sido Roger MISÈS (1981, 1990, 1994, 2000), que ha preferido mantener el plural
en ambos términos por el polimorfismo de sus características clínicas, por el
carácter múltiple de los factores etiopatogénicos implicados y por la variedad
de formas evolutivas a que dan lugar.
Para
Misès las patologías límite se perfilan con sus propias peculiaridades dentro
del marco más general de las disarmonias evolutivas. Las delimita como
perturbaciones complejas de instauración precoz, con una estabilidad en sus
mecanismos psicopatológicos, que, por sus potencialidades evolutivas, abiertas
y dependientes de sus (in)capacidades de investir relaciones y aprendizajes,
prefiere llamar “patologías” mejor que “estado” límite. Sus manifestaciones
clínicas se expresan por trastornos de la personalidad intrincados, e
indisociables, de alteraciones en el desarrollo de las funciones instrumentales
(lenguaje y motricidad sobre todo) y cognitivas (simbolización).
Desde
el punto de vista etiopatogénico se asocian de un lado a carencias afectivas,
sociales y educativas precoces, que distorsionan y dificultan los vínculos
afectivos, y consecuentemente la organización de los mecanismos psíquicos
básicos que permiten estructurar la personalidad, pero además a factores de
orden neurobiológico, claramente asociados en algunos casos a disfunciones
neurológicas evidentes y en otros a las dificultades en la integración de
interacciones estimuladoras y en su correlato neurofuncional biológico.
Desde
el punto de vista psicopatológico se sitúan en un amplio espectro, “en
mosaico”, en el que coexisten diversos grados no solo de manifestaciones
neuróticas y psicóticas, sino también psicopáticas, y en forma predominante
dificultades de tipo instrumental y cognitivo.
Pero,
para este autor, solo en el desarrollo de un abordaje terapéutico relacional
(integral y polivalente: incluyendo psicoterapia, reeducación instrumental,
abordaje psicopedagógico adaptado, y eventualmente ayuda medicamentosa;
ambulatorio o institucionalizado, según la severidad de los casos y los
recursos disponibles) y partiendo, para tratar de superarlas, de las
limitaciones y posibilidades reales del niño (relacionales, cognitivas e
instrumentales) como puede llegar a verse el despliegue de las verdaderas
características específicas de la patología límite, que permiten hablar de
rasgos psicopatológicos estructurales permanentes.
Desde
su perspectiva psicoanalítica, describe los fenómenos psicopatólogicos en una
comprensión estructural, buscando la conexión e interacción entre los
mecanismos mentales prevalentes, que subyacen permanentemente bajo los diversos
síntomas y conductas a que dan lugar, así como su expresión clínica en vías
evolutivas diversas y abiertas. Por tanto se aleja del ordenamiento sintomático
en entidades clínicas separadas y diagnósticos estables y cerrados, y critica el
concepto de “comorbilidad” como suma de enfermedades o trastornos específicos
sobreañadidos, considerando que la estructuración mental está en íntima
relación con la historia personal del niño y con las interacciones
estructurantes o fallidas con el entorno familiar y en particular con las
relaciones materno-filiales precoces. En consecuencia también postula que las
manifestaciones psicopatológicas sólo pueden, además de desplegarse,
modificarse en un contexto de relaciones terapéuticas favorables. Esta posición
aporta un relativo optimismo en cuanto a la posibilidad de favorecer cambios
estructurales a través de intervenciones terapéuticas, sobre todo si se
instauran tempranamente, y si pueden ofrecer un marco, imprescindible, de
relación continuada y estable.
Considera
fundamentales, para el diagnóstico clínico de la estructura psíquica, los
siguientes elementos psicopatológicos:
•
Fallos precoces en el apoyo y contención maternal.
•
Fracasos en el registro transicional.
•
Defectos en la elaboración de la posición depresiva.
•
Fracaso en la elaboración neurótica y vulnerabilidad a la pérdida objetal.
•
Fragilidad en la organización y equilibrio narcisista.
•
Trastornos del pensamiento y la simbolización.
•
Trastornos instrumentales y cognitivos.
Habiendo
resumido los aspectos fundamentales de la posición teórico-clínica de Misès,
los desarrollaré más ampliamente en la descripción clínica posterior,
coincidente en sus líneas generales con las de este autor, ilustrándola con
comentarios clínicos, extractados de nuestra experiencia en un centro de día,
que tratan de evidenciar la correspondencia entre estos conceptos
metapsicológicos y su manifestación clínica traducida en síntomas y conductas
observables.
Otro
autor que ha prestado particular atención a entender y a tratar, al niño
“inestable”, desde una perspectiva psicoanalítica de la terapia psicomotriz,
que él define como “más relacional que reeducativa”, es M. BERGER (1999), que
ha resumido y publicado sus propuestas en un libro reciente. Propone, entre otras
cosas, una clasificación de las inestabilidades “en función de la historia
familiar y relacional del niño”. Toma en consideración solo las que considera
“entidad clínica” (60 casos tratados intensivamente) que separa de las que
“solo son síntomas de otras dificultades psíquicas fácilmente identificables”
(psicosis, estados depresivos, ansiedad y sufrimiento psíquico reactivo,
problemática histérica, carencias educativas y ausencia de límites, abusos
sexuales, afectación neurológica y prematuridad grave, trastornos
obsesivo-compulsivos).
Las
que considera “entidad clínica” están vinculadas a: interacciones precoces muy
defectuosas; depresión materna; adiestramiento educativo forzado; madres
inestables; discontinuidad y probreza de investimiento maternal precoz;
asociada a trastornos instrumentales; y, finalmente, las de causa desconocida.
Sorprende
la aparente mezcla conceptual de aspectos sintomáticos, con diagnósticos
psiquiátricos y con factores (o hipótesis) de tipo etiopatogénico, y también la
ausencia de una referencia a una comprensión psicopatológica estructural,
aunque en su descripción clínica insiste en conceptos tales como “relación
entre pensamiento y movimiento”, “defecto en la relación primaria de objeto”,
“dificultad para estar solo”, “holding defectuoso”, “procedimientos
autocalmantes”, “fracaso en la construcción del espacio imaginario”,
“exteriorización de objetos internos”. Su opción, ecléctica, parece consistir
en recurrir a conceptos propios o ajenos que le ayudan a teorizar una amplia y
comprometida experiencia terapéutica, (en mi opinión lo más original y
enriquecedor del libro), aunque no trata de integrarlos en una concepción
estructurada (como ya había hecho Misès, a quien, dicho sea de paso, no cita, a
pesar de las múltiples coincidencias en los conceptos que ambos utilizan).
Otra
perspectiva original es la de J. BERGERET (1997) que –habiendo estudiado sobre
todo al border-line adulto, también se ha pronunciado en cuanto a la patología
límite del niño– prefiere hablar de “organización límite” y piensa que hay
“cierta ambigüedad” en los términos de “situaciones” o “patología” límite.
Incluso, aún reconociendo la dificultad de delimitación clínica del concepto,
critica su equiparación con las disarmonías evolutivas infantiles que le
parecen más frecuentes y a menudo más banales que las “verdaderas
organizaciones borderline”. Para él, esta organización se caracteriza:
•
Desde el punto de vista económico, por
las carencias narcisistas y el difícil acceso a relaciones triangulares. El
sujeto se mantiene en relaciones de tipo anaclítico, necesitando apoyarse en el
otro con desconfianza por el temor a verse abandonado. A diferencia del
psicótico su organización no se basa en angustias de destrucción,
fragmentación, y persecución.
•
Desde el punto de vista dinámico, se organiza en el desbordamiento y descontrol
de las pulsiones sexuales, que están invadidas por la violencia (que él
entiende como instinto de conservación destinado a protegerse del otro
amenazante y que diferencia de la agresividad resultante de una erotización de
la violencia, consistente en el placer de dañar al otro).
•
Desde el punto de vista tópico, predomina una organización afectiva de tipo
preedípico, caracterizada por la prevalencia de un Self y un Ideal del yo
narcisistas, que se imponen al primado de un Yo y Superyo más evolucionados.
•
Desde el punto de vista psicogenético, habría una fijación resultante de un
fallo en la elaboración depresiva, que Bergeret emparenta con el estadío anal y
su relación con la adquisición del dominio de la pulsionalidad violenta (primer
sub-estadío anal) y con la estructuración y confianza narcisista y fálica
(segundo sub-estadío anal), adquisiciones indispensables para una organización
narcisista básica sólida que permita abordar la problemática edípica y las
relaciones triangulares con garantías.
Otro
autor que, desde una perspectiva original que integra una comprensión teórica
kleiniana, ha aproximado también la estructura border-line con los aspectos
depresivos, a través de su concepto de
“organizaciones paradepresivas”, es PALACIO-ESPASA (1994). Para este
autor, el estado, trastorno o patología límite, se sitúa entre las
organizaciones paradepresivas y los funcionamientos psicóticos, y la
sintomatología que se puede considerar patognomónica es el grave trastorno de
la identidad junto con las fluctuaciones globales del funcionamiento mental, el
uso intermitente pero duradero de mecanismos de defensa primitivos (de tipo
psicótico), y los importantes trastornos de la simbolización y el pensamiento
(por la irrupción del funcionamiento psicótico-proceso primario). Subraya
también el polimorfismo sintomático de estos cuadros resultando particularmente
interesante su descripción, –desde su perspectiva evolutiva basada en
tratamientos intensivos tempranos y prolongados–, de diferentes formas clínicas
o líneas evolutivas.
Distingue
y observa:
•
En la edad preescolar, la disarmonia evolutiva (con retrasos no homogéneos en
la motricidad, lenguaje, desarrollo intelectual y capacidad de simbolización,
asociados a importantes trastornos previos del apego).
•
Entre los 4-6 años, predominan los cuadros de tipo hipomaníaco, con
hiperactividad, inestabilidad y euforia, acompañados de trastornos de la
simbolización, sobre todo en la expresión de fantasías agresivas y violentas, y
dificultades de atención y concentración, con crisis de rabia y explosividad.
•
A partir de los 6-7 años, estas formas hipomaníacas se complican con trastornos
de comportamiento y dificultares escolares y del aprendizaje. Progresivamente,
pueden quedar encubiertas por manifestaciones depresivas severas, inhibición
emocional y tendencia al aislamiento y despegamiento afectivo, en formas
clínicas “depresivo-esquizoides”, con trastornos del pensamiento y de
adaptación escolar y social sobreañadidas. Se observa también la superposición
de otros trastornos de la personalidad con diferentes matices de carácter:
“maníaconarcisista”, “depresivo-esquizoide”, “falso-self”, “paranoide”.
Desde
una perspectiva evolutiva y pronóstica, este autor subraya la movilidad de
estos cuadros que pueden ir hacia una organización “paradepresiva” o
“paraneurótica” en los casos más favorables, o “cuando la conflictiva depresiva
es más intensa, organizar una personalidad límite a largo plazo”. Aunque con su
polimorfismo clínico, estos cuadros, en función de sus rasgos de carácter más
prevalentes, se van configurando como “diferentes” tipos de personalidad
(“narcisista”, “esquizoide”, “paranoide”, etc.) con la consiguiente
problemática del diagnóstico diferencial de sus rasgos más estructurales. En
líneas generales las evoluciones más frecuentes se dirigen, en términos
psiquiátricos, hacia los trastornos afectivos (el 75 % de niños límite, citando
los resultados de WENING,1990) y los de ansiedad (50 %) siendo mucho menos
frecuentes, para estos y otros muchos autores, la evolución hacia la
esquizofrenia a partir de la adolescencia.
Desde
una perspectiva epidemiológica subraya la importante presencia de la patología
límite en la consulta habitual (13-15 % de los casos de consulta entre los 7-9
años, y 11- 13 % entre los 3-7 años) y también la frecuencia de la patología de
la personalidad en los padres y, en la madres, de la depresión y psicosis
post-partum (60 % y 10 % respectivamente).
De
la literatura americana y anglófona, amplísima en el terreno del adulto y mucho
más limitada en el del niño, retendremos en este trabajo sólo las ideas de
aquellos autores y trabajos que han desarrollado una atención específica al
tema. Desde una perspectiva psiquiátrica, centrada en la observación y
descripción de rasgos y comportamientos, con una actitud semejante a la que
recoge y transmite el sistema de clasificación DSM, merece la pena prestar
atención al concepto de “Multiplex
Developmental Disorder” (Trastorno Múltiple del desarrollo) desarrollado
conjuntamente por varios autores americanos, (TOWBIN, 1997; WOLKMAR, KLIN, COHEN, 1997), de cuya
influencia en la psiquiatría americana cabe suponer que incidirá en la
aceptación del término en futuras revisiones del sistema de clasificación DSM9.
Aunque
aparentemente este término no alude a un trastorno de la personalidad, sin
embargo el cuadro clínico que describen sus autores, y que resumo a
continuación, se corresponde y superpone con el descrito por Misès, tal y como
el propio Cohen reconoció, aceptando luego la redacción conjunta de un artículo
en el que con varios autores franceses estudiaban las semejanzas entre ambos
conceptos(10).
Los
autores americanos, con su terminología característica, describen en este
cuadro las siguientes alteraciones:
1.
Trastornos de la regulación de afectos:
•
Ansiedad generalizada, reacciones de pánico, miedos.
•
Desorganización del comportamiento.
•
Variabilidad y oscilaciones emocionales intensas.
•
Reacciones extrañas de ansiedad.
2.
Comportamiento social alterado:
•
Conductas de desinterés y evitación.
•
Alteración de las relaciones con compañeros.
•
Trastornos en las relaciones afectivas / Ambivalencia intensa.
•
Falta de empatía y expresión de afectos hacia el otro.
3.
Alteraciones cognitivas:
•
Irracionalidad e ideas ilógicas.
•
Irrupción de pensamiento mágico y neologismos.
•
Repeticiones y desconexiones del pensamiento.
•
Fallos en la diferenciación realidad-imaginación.
•
Reacciones de perplejidad y confusión.
•
Fantasías de omnipotencia y gandiosidad.
•
Hiperinvestimiento e identificación con personajes dotados de poderes
imaginarios excepcionales.
•
Identidad confusa (“Difusión de identidad”).
•
Inquietudes paranoides.
Desde
una perspectiva psicoanalítica, en una línea semejante a la de los trabajos de
Otto Kernberg con el border-line adulto, es Paulina F. KERNBERG quién más
atención ha dedicado, en la literatura anglófona, al tratamiento y comprensión
de los trastornos de conducta y de la personalidad del niño, y en particular a
la patología narcisista, borderline y antisocial (P.F. KERNBERG, 1991; P.F.
KERNBERG y cols, 2000).
Una
de las peculiaridades de su toma de posición es que ha insistido en que la
psiquiatría americana reconozca la existencia de trastornos psicopatológicos de
de la personalidad en el niño. Ha criticado la “ironía” de la respuesta
habitual de las compañías de seguros responsables del pago de prestaciones
sanitarias que, para negarlo sistemáticamente (“ese diagnóstico no esta
incluido en nuestro listado informatizado para pacientes de esa edad”), se apoyan
en que el DSM-IV no incluye ningún trastorno de la personalidad en la infancia
y adolescencia (por definición, para el DSM-IV, todos se inician “al principio
de la la edad adulta”, con una única matización respecto al trastorno de
personalidad antisocial, que comenzaría “desde los 15 años”). De hecho, al ser
el único sistema de diagnósticos “oficialmente reconocido”, funciona como lo
que en nuestro país denominaríamos un auténtico “catálogo de prestaciones”.
P.F.
Kernberg ha insistido en demostrar la evidencia clínica de que existen ciertos
trastornos específicos de la personalidad que, ya en la infancia, permiten
diferenciar a ciertos niños por sus rasgos, tanto de conducta y relación como
intrapsíquicos, y que además persisten y condicionan su desarrollo ulterior,
prolongándose a veces hasta la vida adulta, sobre todo en los casos no
abordados con recursos terapéuticos específicos, que necesariamente deben
incluir diferentes tipos de intervenciones psicoterapéuticas, tanto con niños
como con sus padres. Su comprensión de la psicopatología borderline se basa en
una visión del desarrollo desde la perspectiva de la interacción recíproca
entre las relaciones objetales y su repercusión en la organización del aparato
psíquico(11). Para ella hay una distorsión (y no una fijación) del desarrollo,
viéndose afectados los procesos de separación-individuación, y por ello la
consolidación del funcionamiento yoico (y la integración del superyo) y la
estabilidad de la identidad. En consecuencia, fracasan al utilizar estrategias
de afrontamiento –“coping”– inadaptadas (en otros términos: mecanismos
defensivos ineficaces), que afectan tanto a las relaciones familiares (en
particular a la interiorización de la imagen y función materna), como a las
relaciones con sus compañeros, y a sus capacidades cognitivas, motoras y
perceptivas.
También
ha señalado, muy agudamente en mi opinión; cómo la actitud y concepción del
terapeuta condiciona la elección del tipo de tratamiento y puede condicionar,
incluso, el pronóstico clínico. Para ella es porque tendrá consecuencias
clínicas, por lo que no da igual pensar que se trata de una fijación o de una
distorsión del desarrollo; ni tampoco pensar que se trata de una inestabilidad
pasajera o por el contrario estructural; o pensar que el borderline es un
psicótico.
Y
no es casual que introduzca estas cuestiones, aparentemente “conceptuales” al
iniciar el capítulo del tratamiento. Por ejemplo señala que si alguien ignora
que el niño borderline puede utilizar defensivamente su propia debilidad yoica
y cree que se trata de un defecto yoico irreversible, provoca con su
expectativa negativa “una profecía autocumplida… al hacer inalcanzable para el
niño la interacción terapéutica” (basta recordar aquí como ilustración clínica
las situaciones frecuentes en las que un niño recurre a “hacerse el tonto” o a
mostrarse incapaz para una tarea, por obvias razones relacionales tales como
evitar una situación de fracaso o hacerse ayudar regresivamente).
P.
Kernberg ha sintetizado las características técnicas y objetivos terapéuticos
de la psicoterapia psicoanalítica con estos pacientes en los siguientes puntos,
que a la vez le sirven de referencia esencial para comprender su
psicopatología:
•
esclarecimiento de límites y roles generacionales y sexuales;
•
neutralización de los mecanismos de escisión;
•
consolidación de la integración del Superyo;
•
consolidación de las relaciones con sus compañeros;
•
consolidación de la percepción objetiva de sus padres y de su capacidad
autocrítica;
•
resolución de conflictos pre-edípicos;
•
atenuación de la ansiedad catastrófica, de las tendencias a la somatización y
de la impulsividad.
Otro
punto en el que esta autora ha adoptado una posición diferente de la habitual
en la psiquiatría americana, es su comprensión del papel del temperamento en la
estructuración de la personalidad. En lugar de limitarlo a un determinismo
lineal directo, que une directamente lo biológico-genético a la expresión
conductual, y apoyándose en aportaciones de otros autores de orientación
psicoanalítica (STERN, 1985; AKHTAR y SAMUEL, 1996; FONAGY, 1997, 2002) que
complementa con las de otros autores que han investigado en los mecanismos
neurobiológicos cerebrales (DERRYBERRY y ROTHBART, 1997) describe la compleja
interdependencia entre características temperamentales del niño (expresión
emocional, características relacionales, sistema motivacional y de atención,
ritmos biológicos), con las reacciones y actitudes que condicionan en su
entorno relacional, y con el correlato de estas interacciones tanto en el
sustrato cerebral y en la organización de sus esquemas neurobiológicos, como en
la correspondiente y complementaria interiorización psicológica (capacidad
empática, estructuración del self y de la identidad básica, estrategias
defensivas adaptativas –“coping”–).
En
cuanto a su descripción y delimitación clínica de la personalidad borderline,
señala la evidente semejanza y continuidad entre sus manifestaciones en el
adulto y en el adolescente (muy próximas y fáciles de reconocer con la simple
aplicación de los criterios DSM-IV: inestabilidad permanente en las relaciones
interpersonales, en la imagen de sí mismo, y en los afectos junto con la
impulsividad) y que “solo se diferencian por las complicaciones secundarias
derivadas del transcurso vital (matrimonio, hijos, problemas de la
parentalidad, etc.)”.
En
cambio, se detiene más en las peculiaridades clínicas que presentan los niños
borderline, dado su polimorfismo sintomático (que sólo encaja en las
decripciones sintomáticas del eje I del DSM-IV, que no reconoce en su eje II
ningún trastorno de la personalidad del niño) “caracterizado por una
sintomatología múltiple y severa… que suele englobar múltiples sintomas
neuróticos y trastornos de conducta” que la autora ilustra con un caso que “con
criterios DSM-IV sumaría varios diagnósticos: ansiedad de separación, trastorno
del desarrollo y trastornos varios (“mixed”) de la personalidad”.
Desde
esta perspectiva, los criterios del eje I del DSM-IV obligarían a encajar la
patología borderline en otros diagnósticos. Cabe subrayar la posición de esta
autora, (coincidente con la nuestra): «…sospechamos (en numerosos casos) una
organización borderline de la personalidad en niños con déficit de
atención-hiperactividad y con trastornos de conducta de tipo antisocial. Y
también en casos diagnosticados de “ansiedad de separación”, “trastornos de
ansiedad”, “trastorno esquizoide”, “mutismo selectivo”, “trastornos de
identidad”, “trastornos disociativos” y “trastornos de la alimentación”…».
Esta
situación clínica le lleva a delimitar, tanto en la vertiente conductual como metapsicológica,
las características estructurales específicas del trastorno, coincidiendo en
sus puntos de vista, psicoanalíticos con mucho de lo que hemos visto en los
autores europeos antes citados. Antes de desplegar sus propios conceptos recoge
lo descrito por otros autores americanos, que apoyan esta misma perspectiva
(BEMPORAD y cols. 1982; AARKROG, 1981; KESTEMBAUM, 1983; LEICHTMAN y NATHAN,
1983; PINE, 1983; RINSLEY, 1980; VELA y cols., 1983) perfilando una
delimitación del niño borderline y de sus rasgos diferenciales con el
funcionamiento neurótico y psicótico.
Sus
características más tipicas, a partir de 28 variables establecidas por VERHULST
(1984), serían: ansiedad de
aniquilación, proceso primario de pensamiento, fluctuaciones del funcionamiento
yoico, trastornos de la identidad, defensas primitivas, episodios
micropsicóticos, funcionamiento ineficaz de superyo, peculiaridades del
funcionamiento motor, activa e intensa fantasmatización(12), discordancia entre
capacidades y funcionamiento, fluctuación relacional entre actitudes de
repliegue y de dependencia y apego.
Señala
también, siguiendo a BEMPORAD (1982), que el funcionamiento neurótico y
psicótico son más predecibles y menos fluctuantes que el borderline y en
consecuencia este diagnóstico exige con más frecuencia una observación clínica
más prolongada, pues “sólo en el transcurso de una psicoterapia se evidencia su
severa patología”. Esta apreciación, en la que coinciden muchos terapeutas con
experiencia plantea, a mi juicio, por lo menos tres cuestiones delicadas, con
las que cierro esta revisión. Una, metodológica (que afecta a la formación del
clínico). ¿Qué trastorno es éste que sólo se puede confirmar en ciertas
condiciones de observación? Sólo si ésta es suficientemente prolongada, y además
centrada en el establecimiento y comprensión de una relación terapéutica, se
desplegarán los mecanismos y conductas específicos de su psicopatología y,
además, hará falta una amplia experiencia clínica para saber observarlos y
diagnosticarlos.
Otra,
ética (que afecta al tipo de abordaje terapéutico y a la organización de
recursos sanitarios). ¿Cómo llegar a un diagnóstico certero sin comprometerse
inevitablemente, ya en las entrevistas necesarias para el diagnóstico, en una
relación terapéutica? ¿Y cómo salvar después el riesgo, yatrogénico, que una
interrupción prematura, –tras un inicio de relación terapéutica y una
movilización emocional y relacional intensas–, podría suponer en este tipo de
personalidades?
Y
una tercera, de serias repercusiones en la práctica clínica: la dificultad de
asumir responsabilidades terapéuticas que van a facilitar la eclosión de una
patología camuflada y “camaleónica” (de expresión variable en cada situación).
Lo que es una necesidad terapéutica, –evidenciar ciertos fenómenos patológicos
para que puedan ser elaborados, y la movilización emocional y de fantasías que
conlleva–, puede ser vivido por la familia como un empeoramiento yatrogénico:
“se pone peor cuando viene al tratamiento”… “cada vez que viene dice luego cosas
más preocupantes”…, “sale demasiado excitado y se contiene peor que antes” o al
revés… “antes parecía más animado y ahora más triste”. Todo ello exige
imprescindiblemente un acompañamiento terapéutico, o al menos un asesoramiento
paciente y sostenido, de los padres, con lo que se sobrecarga la dedicación
terapéutica, –ya de por sí absorbente, comprometida, y a menudo incómoda y poco
gratificante–, que estos niños necesitan.
DESCRIPCIÓN
CLÍNICA
.
Síntomatología
y motivos de consulta
Precozmente
(hasta los 3-4 años), suelen llegar inicialmente a las consultas pediátricas
por presentar trastornos funcionales diversos (alimentación, sueño, control de
esfínteres), y alteraciones propias de un desarrollo disarmónico o retrasado
(psicomotricidad, lenguaje, y cognición: sobre todo dificultades para la
expresión simbólica y la capacidad de concentrar y mantener la atención),
acompañadas con relativa fecuencia de manifestaciones somáticas inespecíficas
que denotan una vulnerabilidad
psicosomática (asma, alteraciones dermatológicas).
Posteriormente
(a partir de 4 a 6 años), y con frecuencia debido a sus dificultades de
adaptación escolar y en sus relaciones con compañeros, comienzan a aparecer en
los servicios específicos de salud mental, con motivo de sus trastornos de
conducta, sea en la linea del desbordamiento y de la
inestabilidad/hiperactividad, con episodios de euforia, rabia, explosividad, o
por el contrario en la línea de la inhibición y la tristeza con actitudes de
pasividad, repliegue y aislamiento.
Estas
manifestaciones sintomáticas hacen que vengan acompañados de informes previos,
o que lleven a diagnósticos posteriores, que mencionan la “hiperactividad” y el
“déficit de atención,” la “inmadurez afectiva” y la “intolerancia a la
frustración” o la “depresión”.
Las
preferencias y referencias teóricas de los clínicos suelen llevarles a dar
prioridad a ciertos diagnósticos. Entre los que prefieren los modelos más
“biológicos”, actualmente la hiperactividad y déficit de atención se lleva la
palma, aunque empieza a extenderse la inclusión del cuadro en la categoría de
“pródromos de un trastorno bipolar”. Cosa que suele conllevar una elección
terapéutica medicamentosa, que cabría esperar que no fuera la única acción
terapéutica propuesta (las consabidas anfetaminas y últimamente las sales de
litio y otros “estabilizadores”… ¡administrados a niños de corta edad, en pro
de la prevención de una eventual PMD ulterior!).
La
aparición, en general algo más tardía (a partir de los 7-8 años), de síntomas
“neuróticos” (obsesiones y conductas ritualizadas, temores fóbicos, tendencias
conversivas y su utilización regresiva e histriónica), puede llevar a los
clínicos más sensibles a modelos “psicodinámicos” a priorizar como opción
terapéutica la psicoterapia individual, que además de ser una opción que
implica un compromiso y un coste a largo plazo, también puede, pero no debiera,
dejar de lado aspectos imprescindibles como el abordaje de los trastornos
instrumentales y cognitivos o la dinámica y participación familiar (en las dificultades
del niño y en su capacidad de superarlas).
La
aparición, relativamente frecuente, de una situación de “fobia escolar grave”,
con absentismo prolongado y con la connivencia de la familia que, tras un largo
período de resignación más o menos inactiva, suele declararse incapaz de
solucionar las cosas, ilustra bien la complejidad psicopatológica de estos
cuadros y de su eventual resolución. La actitud de pasividad desafiante
(“nosotros no podemos, así que a ver qué saben hacer ustedes”) suele encubrir sentimientos
de fracaso y desvalorización vinculados a serias carencias personales y a
problemáticas psicológicas importantes y cronificadas que afectan tanto al niño
como a los restantes miembros de la familia, limitando sus recursos afectivos y
sus capacidades racionales e impidiéndoles buscar salida a sus conflictos
repetitivos (y además patógenos) (13).
En
cuanto a la trayectoria asistencial que estas manifestaciones sintomáticas
condicionan, lo típico es que se multipliquen los contactos médicos (pediátricos,
salud mental, otros especialistas) pero también escolares (orientaciones
pedagógicas, ayudas psicoeducativas y reeducacionales) y con menor frecuencia
sociales (ayudas familiares, carencias o psicopatología familiar). A la larga y
en un contexto de múltiples “diagnósticos” e intervenciones se va consolidando,
tanto en el niño como en su familia, una sensación de “problema indefinido” que
no se resuelve pese a la insistencia ineficaz de diversos profesionales (aunque
no suele mencionarse la habitual discontinuidad con que la familia responde a
las medidas propuestas ni las razones por las que habitualmente son más o menos
rechazadas o dejadas de lado). Los profesionales implicados también suelen
tener la sensación de problema de larga y desfavorable evolución, que
habitualmente se pone en relación con la inadecuación, insuficiencia o la
descoordinación de recursos y con la escasa implicación de la familia en las
medidas propuestas.
El
caractér “poliédrico” o “multiproblemático” de estas situaciones (problemas
psico-pato-lógicos, limitaciones escolares y cognitivas, carencias “sociales”)
exige mantener una difícil coordinación entre profesionales de diferentes
ámbitos, que no siempre están de acuerdo en cuanto a sus responsabilidades y
posibilidades de intervención respectivas, contribuyendo con ello a la
“dispersión” general de la situación.
Peculiaridades
clínicas y dificultad del diagnóstico.
Todo
ello puede prolongar y acentuar las peculiaridades clínicas de este cuadro
clínico, específicamente caracterizado por su polimorfismo y por su permanente
inestabilidad (que no es lo mismo que decir que sea “indefinido” e
“inconsistente” o, forzando un poco las cosas, “inexistente”). Además es bien
cierto que la heterogeneidad en las diferentes agrupaciones de sus síntomas
(que además están presentes en otros cuadros diagnósticos), su variación con la
edad en el mismo sujeto y su diversidad evolutiva tampoco ayudan a emitir un
diagnóstico unívoco.
Hay
que añadir también que su vulnerabilidad a las pérdidas objetales hace que, en
función de las peripecias biográficas que afectan a sus relaciones
significativas (en la familia, con amigos, con profesionales de la enseñanza o
clínicos), pueden tener efectos estructurantes o desestructurantes que
modifican el funcionamiento psíquico y su expresión sintomática.
También
el frecuente acompañamiento de un entorno familiar hiperadaptado con una
actitud protectora y minimizadora de las dificultades del niño (casi
siempre basada en una inconsciente fusión parento-filial, por necesidades
narcisistas e idealizaciones mutuas, y una confusión-aglutinación, por
imposibilidad de soportar separaciones y diferencias) hace que la
sintomatología, ya de por sí dispersa, queda además así camuflada y da lugar a
formas clínicas “menores” o paucisintomáticas latentes, o al menos inalcanzables
para nuestros dispositivos de salud mental, hasta la pubertad. Misès insiste,
con razón, en una de las variantes de esta evolución clínica –que aunque las
vemos de cuando en cuando, son difíciles de olvidar–, la explosión, “sin
antecedentes”, de descompensaciones psicóticas brutales en la adolescencia, que
como consecuencia de la imposibilidad de asumir los cambios que ésta impone,
afecta a los niños límite, que previamente se ocultaban bajo la apariencia,
organizada en un “falso self”, de sumisión y adaptación a un entorno familiar
hiperprotector. Tampoco es de extrañar, que con estas peculiaridades clínicas,
se produzca la superposición de diagnósticos con otrasentidades clínicas.
El
propio Misès menciona que la patología límite tiene aspectos comunes con
manifestaciones depresivas y psicosomáticas, trastornos graves de la conducta y
cuadros de abandonismo y además es una estructura psiquica englobadora de otros
diagnósticos: patologías narcisistas y anaclíticas, personalidades “falso self”
y “esquizoides”, disarmonías evolutivas graves, ciertas “pre-psicosis” o
“para-psicosis”.
Bergeret
ha señalado (en el adulto) el parentesco de la patología border-line con
ciertas patologías del carácter y comportamientos perversos, con ciertas
depresiones y enfermedades psicosomáticas, y con la “neurosis de abandono” de
G. Guex, y también (en el niño) con la “depresión anaclítica” de Spitz y con la
evolución de los niños “simbióticos” descrita por M. Mahler.
También,
como ya se ha señalado, Palacio-Espasa ha mostrado especial interés por aclarar
la relación entre el funcionamiento límite y la conflictiva depresiva y a
desarrollar su concepto de conflicto y funcionamiento “paradepresivo”.
Comprensión
estructural versus clasificación diagnóstica.
La
cuestión de las comorbilidades: ¿es posible una convergencia de las
perspectivas psicoanalítica y cognitivista?
Todas
estas matizaciones clínicas pueden parecer una complicación para quien trata de
tener diagnósticos netos y claros que delimitan, sin discusión y sin necesidad
de prolongadas observaciones clínicas, un conjunto de síntomas que constituyen
una entidad gnosológica diferenciada. Es la apuesta por la homogeneidad
diagnóstica propiciada por las sucesivas versiones de la DSM.
Como
resultado de ello, la psiquiatría americana predominante en la actualidad,
plasmada en la propuestas diagnósticas del DSM-IV, no considera el concepto de
patología “borderline”, ni el diagnóstico de tal personalidad, en el niño. En
cambio a través de su concepto de “comorbilidad”, que permite diagnósticos
sintomáticos múltiples, está multiplicando la descripción de casos, que
engloban varias de las superposiciones diagnósticas citadas. De esta manera, lo
que se individualiza y separa, por razón de necesidades conceptuales que buscan
la homogeneidad y separabilidad de los diagnósticos, vuelve a aparecer reunido
e intrincado en la tozudez de los hechos clínicos, que parecen dar la razón a
quienes sostienen la complejidad e intrincación de los fenómenos
psicopatológicos.
Especialmente
interesante es que el cuestionamiento a los limites excesivamente estrechos del
DSM-IV, desde los propios autores americanos que defienden su utilización, se
esté basando precisamente en su confrontación con la complejidad clínica de los
trastornos en los que la hiperactividad y los trastornos de atención empiezan
ya a ser vistos como un “síndrome” o un “espectro” que engloba trastornos
diferentes y que exige un análisis diagnóstico complejo y respuestas
terapéuticas diversas. Esta situación empieza a cuestionar radicalmente la
versión simplista que la veía como una entidad propia, con etiología y
tratamiento unívocos y que estaba y sigue siendo importada como “de evidencia
científica”.
Resulta
fascinante, desde una perspectiva psicopatológica estructural, la lectura de
algunas de las publicaciones recientes de la literatura americana, y en
particular de una reciente recopilación de trabajos de selectos y expertos
clínicos sobre la cuestión de los trastornos de la atención (T. E. BROWN,
2003). Nos cuentan estos conocidos y reconocidos investigadores, en la
introducción de este libro y con una actitud autocrítica admirable, sus grandes
dificultades para encontrar “personas con trastorno por déficit de atención con
hiperactividad (TDAH) no complicado”. Y añaden que (en una reunión de
expertos): “asintieron con la cabeza cuando alguién comentó la ironía de que la
mayoría de los estudios de investigación se centraban en casos “puros” de TDAH,
mientras que el TDAH de la mayoría de los niños, adolescentes y adultos atendidos
en nuestras prácticas clínicas aparecía complicado por comorbilidades
múltiples”.(14).
Critican
que durante años se ha descrito el “habitualmente conocido como trastorno por
déficit de atención con hiperactividad… su evaluación y su tratamiento…” como “…algo que parecía relativamente
simple”. Actualmente piensan que
“…afecta a un sector de población más amplio que el de los niños que son
hiperactivos” y que “incluye alteraciones crónicas en funciones cognoscitivas
que son esenciales para una adaptación… en la escuela, el trabajo, las
relaciones familiares y sociales…” y su gravedad puede extenderse “...desde
baja tendencia a la frustración y bajo rendimiento crónicos hasta una
incapacidad absoluta para completar la enseñanza, conservar un trabajo o mantener
una relación afectiva”. Y siguen: “cada
vez más los investigadores están reconociendo que los síntomas de
desatención se superponen con las
“funciones ejecutivas”… que desempeñan papeles críticos y complicados en la
integración, regulación y organización de la actividad mental”….”la
persistencia del término hiperactividad en el nombre de este trastorno puede
resultar engañosa”… “el término
trastornos (en plural) por déficit de atención –TDA– se utiliza… para subrayar
el carácter nuclear de las alteraciones de la atención, con o sin
hiperactividad ...y para... acentuar la diversidad de formas en que se
manifiestan…”. Parece claro que el interés de estos autores se desplaza de la
descripción “simple” del trastorno a lo que tiene de nuclear.
En
otros términos, de los síntomas, y en particular de sus manifestaciones
conductuales, a lo cognitivo, o en otros términos al funcionamiento psíquico y,
apurando aún más, de la fragmentación en un diagnóstico a la comprensión
estructural. Movimiento conceptual justamente opuesto al que determinaba la
ideología del DSM.
No
parece ésta una deducción abusiva si seguimos leyendo en la introducción de su
libro: “...los TDA son complejos, no
sólo por las abigarradas funciones cognoscitivas alteradas, …muy a menudo resultan más complicados a causa de las
comorbilidades”... “El término
comorbilidades se refiere a otros trastornos psiquiátricos que afectan a un
individuo concurriendo con su diagnóstico primario... muchos estudios han
encontrado que más de un 50% de las personas –con TDA– …también satisfacen los
criterios de uno o más diagnósticos psiquiátricos adicionales” …”los trastornos
comórbidos pueden enmascarar o ser enmascarados por síntomas de un TDA …y
complicar el proceso diagnóstico… también pueden complicar seriamente el
proceso terapéutico” …“para evaluar a una persona con TDA no es suficiente con
practicar sólo una evaluación de los
posibles síntomas de TDA”.
Luego
el libro dedica diez capítulos a la “descripción de los trastornos
psiquiátricos observados frecuentemente como comórbidos con TDA” (entre otros:
trastornos del estado de ánimo, de ansiedad, del aprendizaje, conducta
negativistadesafiante, disocial con agresividad, obsesivo compulsivo, del
sueño, consumo y abuso de sustancias, tics y trastornos del desarrollo de la
coordinación).
La
toma en consideración de lo abigarrado de estos hechos clínicos lleva a los
autores, y en particular a BROWN (ver obra citada págs. 3-45), a una
“actualización de los trastornos por déficit de atención y sus comorbilidades”
en la que proponen que “posiblemente un próximo paso útil podría ser
simplemente el cambio de nombres de estos diagnósticos”. La razón es que: “en el actual sistema de diagnóstico (DSM-IV)
no hay ninguna categoría diagnóstica que delimite la amplia gama de
alteraciones cognoscitivas asociadas al amplio espectro de síntomas de
desatención del TDAH”. Se refiere en particular a “alteraciones crónicas de las
funciones ejecutivas y de la memoria de trabajo, con o sin
hiperactividad–impulsividad acompañante… alteradas desde el inicio de la vida…
cimentadas en el desarrollo”. Y sugiere ni más ni menos que: “cara a nuevas ediciones del manual
diagnóstico, se podrían utilizar términos como
“trastorno de la función ejecutiva”, “trastorno del control cognoscitivo”
o “trastorno cognoscitivo evolutivo”.
Respecto
a esta “función ejecutiva” y en cuanto a la posible equivalencia, o por lo
menos a la evidente convergencia, de estos puntos de vista con la comprensión
psicopatológica estructural, podemos aún leer y subrayar. “…los problemas fundamentales (en el TDAH)
residen en la autorregulación y en que el TDAH está mejor concebido como una
alteración del procesamiento cognoscitivo de orden superior… este concepto en un principio parece
estraordinariamente abstracto, pero resulta ilustrado con sencillez en la
variabilidad situacional de los síntomas”. “Las funciones (prestar atención,
organizar, recordar) permanecen intactas; simplemente no responden al
procesamiento de orden superior… La función ejecutiva es sólo un nombre para
aquellos sistemas cerebrales de orden superior que activan, integran, coordinan
y modulan otras funciones cognoscitivas”.
Alineándose
con los muy numerosos autores americanos, que han cuestionado las “limitaciones
del diagnóstico categórico” propuestas por las clasificaciones diagnósticas,
opina (citando a SKODOL Y OLDHAM) que: “la idea de que las más de 200
categorías del DSM-IV representan trastornos con etiologías y mecanismos
patogénicos distintos es claramente ingenua y la investigación se está
dedicando a trastornos psicopatológicos más fundamentales”. Se apunta también
que “el TDA puede no ser una única
entidad… y ser un nombre para un grupo de trastornos con diferentes etiologías
y factores de riesgo, así como diferentes desenlaces clínicos, más que una
entidad clínica homogénea” (BIEDERMAN y cols., 1992). Por ello
“cualquier esfuerzo por encontrar un mecanismo común, tanto si es
anatómico como puramente psicológico, parece condenado al fracaso en la medida
en que tratamos los síntomas superficiales como fenómenos unitarios en vez de
como procesos de los múltiples componentes que realmente son”. Cita aquí a
CONNERS (1997), autor muy conocido por sus cuestionarios para evaluar la
hiperactividad…, utilizados en nuestro país (¡exactamente en la línea contraria
de lo que propone su autor!).
Aunque
como era de esperar dadas las características de la cultura e ideología
psiquiátrica predominante en USA, no hacen alusión alguna a término relativos a
lo intrapsíquico o al funcionamiento mental, cabe preguntarse si los “procesos
cognoscitivos complejos” que proponen no son equivalentes y si los “trastornos
psicopatológicos más fundamentales” no coinciden con la psicopatología
estructural propuesta por los autores psicoanalíticos.
En
cualquier caso describen un “actual cambio de paradigma” en el que
“partiendo del antiguo concepto (del trastorno de
atención-hiperactividad) como un simple trastorno del comportamiento perturbador
limitado a la niñez” se ha avanzado
“hacia una consideración (de los TDA, ahora sin H) como conjuntos
complejos y polifacéticos… de alteraciones evolutivas complejas de las
funciones ejecutivas cerebrales”. Y añaden: “…el propósito de destacar la
multiplicidad de formas (clínicas de los TDA) es un intento de contrarrestar a
quienes tienden a hablar en términos simplistas como si se tratase de un
trastorno unitario”.
Como
no podía ser de otra manera, a la hora de esbozar hipótesis etiopatogénicas,
además de aludir a los aspectos evolutivos, también apuntan a “la asombrosa
complejidad, inventiva y posibilidad de interconexión del cerebro humano”.
En
cuanto a la articulación de lo neurobiológico y lo ambiental señalan la “investigación muy escasa dedicada al papel
de los estresores y apoyos ambientales pueden desempeñar en la conformación y
el curso de las alteraciones” y que se pueden
“empezar a encauzar estas cuestiones” considerando “en los modelos contemporáneos de enfermedad
psiquiátrica… la importancia de
estresores y factores protectores ambientales interactuando con la
vulnerabilidad genética” (MAZURE y DRUSS, 1995) y citando estudios que
describen como “las interacciones ambiente-neurotransmisor… determinan
circuitos neuronales, la neurofisiología y la neuroquimica cerebrales a lo
largo del desarrollo” (ROGENESS Y MCCLURE,1996).
Con
todo lo cual nos podemos preguntar si no anuncian un cambio en el actual
paradigma del modelo “médico-biológico”, dominante en la psiquiatría
anglosajona, y vuelven a una idea totalmente opuesta a su versión
particularmente reduccionista, tan de moda estos últimos años, con la que lo
han llevado a un callejón sin salida (“unos síntomas, una enfermedad, una
etiología, un tratamiento”). Callejón en el que nunca quiso encerrarse una
psiquiatría más preocupada por su tradición centrada en la psicopatología y en
la complejidad del funcionamiento mental y del sujeto, así se trate de un niño
o más bien precisamente por ello.
Descritas
en detalle las peculiaridades clínicas y las diferentes perspectivas
teórico-clínicas desde las que pueden abordarse, es inevitable comentar y
subrayar, desde la perspectiva de este artículo y porque ha sido el factor
motivador para escribirlo, la gran frecuencia con que en nuestro medio, hemos
podido confirmar el diagnóstico de una personalidad border-line, en niños antes
o después diagnosticados también de hiperactividad, casi siempre asociada con
un déficit de atención y también con las denominadas “conductas de oposición”
(y que posteriormente, si a sus dificultades de adaptación familiar escolar y
social, se añaden encuentros con otros preadolescentes problemáticos, con los
que se identifican masivamente, son los que terminan con el calificativo de
“antisociales”).
Vemos
que, desde varias vertientes, se plantea una importante cuestión clínica, la
del diagnóstico diferencial con otras entidades (que abordaremos tras finalizar
la descripción clínica) y que, por juzgarlas inseparables, irá asociada a la
descripción de las líneas evolutivas.
Las
manifestaciones clínicas en un contexto relacional Ya he insistido previamente
en que sólo en un marco de relación continuada pueden observarse y
diagnosticarse en toda su amplitud los fenómenos clínicos específicos del
funcionamiento border-line. Solo un seguimiento clínico prolongado permite el
despliegue de los fenómenos que describimos a continuación y su abordaje, que
puede ser terapéutico y/o educativo, y que, en opinión que compartimos con
otros muchos, debe incluir ambos en forma compartida (15).
1.
Fallos en los procesos precoces de apoyo y contención maternal (y paternal).
Carencia de modelos de interiorización e identificación. Déficit de la
capacidad de autocontención.
Aunque
a menudo están presentes en forma clara en la anamnesis del niño (disociación
familiar, separaciones, internamientos, hospitalizaciones), y otras veces aparecen
más discretamente banalizados o silenciados en el relato parental (conflictos
familiares, depresión materna, enfermedades, maltrato directo y manifiesto o
camuflado en formas diversas de desatención), casi siempre se termina
confirmando la existencia de discontinuidades, distorsiones y carencias en los
cuidados maternales precoces (y en las relaciones que posteriormente provocan).
Como
consecuencia se producen fallos en los procesos precoces de apoyo y contención
maternal (y paternal), groseros o sutiles, que, padecidos ya en las
interacciones de la crianza, repercuten en la interiorización de sentimientos
fundamentales de inestabilidad e inseguridad, que a su vez condicionan serias
dificultades para mantener el equilibrio y bienestar narcisista. La insuficiente
interiorización de buenas experiencias “con un buen objeto” condiciona un
sentimiento de desvalorización (del “no me han dado nada, no valgo nada para
nadie” se pasa al “no tengo nada bueno, no soy capaz de nada”). Este déficit en
la regulación de la estima de sí mismo afecta también masivamente a la
confianza en sus capacidades y en particular en sus mecanismos de
autocontención (“Piel psiquica” de D. Anzieu). El resultado es la dificultad de
integración de sus impulsos y el sentimiento permanente de desbordamiento por
exceso de tensión interna que da lugar a la evacuación brutal de afectos; en
una “expulsión liberadora”, con frecuencia motriz, y sin ligazón con
representación verbal alguna (“hacen pero no dicen” “pasan al acto sin
explicación”).
A
su vez esta “incapacidad de controlarse” aumenta, hasta hacerlos insoportables,
sus sentimientos de inadecuación y fracaso y su culpabilidad por sus tendencias
“disruptivas” (en un lenguaje más “pulsional”: agresivas, destructivas y por
tanto “antieróticas”, en el sentido de que dificultan vinculaciones cargadas de
afectos positivos). La multiplicación de experiencias relacionales
“incontenibles” e “incontenidas” imposibilita los mecanismos psicológicos de
reparación y reconciliación (“nadie me contiene” “nadie me entiende” “nadie me
quiere”… lleva a… “nadie espera nada bueno de mí”… y a “no puedo querer a
nadie, no espero nada de nadie” y correlativamente “tal y como soy ,no puedo
quererme” o en el lenguaje que oímos al propio niño “¿por qué siempre la tengo
que cagar?”).
Además
la tensión que supone el no poder soportar afectos y emociones internas
“incontenibles” explica la tendencia permanente a utilizar mecanismos
defensivos arcaicos para “librarse” de ellos, en particular la negación y la
escisión y la proyección al exterior, para no padecerlos “dentro de sí” (y como
resultado: “todo lo que me pasa es culpa de alguién”… “siempre me están
buscando y al final me encuentran”). Pese a ello, o quizás también gracias a
estos mecanismos, y a diferencia de los psicóticos, mantienen capacidades
adaptativas relativamente eficaces para intentar restablecer vínculos que les
protejan y que pueden camuflar limitaciones múltiples.
Sin
embargo, la discontinuidad e ineficacia de estos mecanismos, les obliga, por la
necesidad apremiante de combatir angustias intensas, a buscan a la desesperada
relaciones de satisfacción inmediata, destinadas a un “relleno” de su vacío
interno, pero que no favorecen la autonomía, ni el acceso a instrumentos
simbólicos que les permita controlar su intensa vida fantasmática.
Suelen
hacerlo, por ejemplo a través de mecanismos de escisión y organización de un
“falso self” adaptativo, conformista y complaciente; pero en general persisten
mecanismos mágicos y prelógicos de relación que idealizan esperanzas de
relaciones (anaclíticas y narcisistas) en las que el otro atiende y satisface
inmediatamente todas sus necesidades (ansiedad oral), y que explican la
inestabilidad y oscilación relacional desde la euforia y control maníacos (para
fusionarse con un objeto ideal) a la rabia y desesperación ligadas a profundos
sentimientos de tristezadepresión y abandono, y proyectadas sobre el objeto
“abandonante” desvalorizado y despreciado (“lo quiero todo y lo quiero ya”… “y
si no me lo das es porque me odias” …o “te odio porque nunca me das lo que
necesito…, y… no me vas a engañar distrayéndome con promesas de otra cosa”).
2.
Fracasos en el registro transicional. Insuficiente espacio y elaboración
mental. Déficit de mecanismos de sustitución simbólica.
Siguiendo
a Winnicott y su concepto de “area y actividades transicionales”, –que
describe, en el desarrollo psíquico favorable, el paso de una fase de ilusión
omnipotente a un proceso de desilusión progresivo, favorecido por una adecuada
actitud materna, que posibilita la creación y “apropiación” de objetos
subjetivos “transicionales o intermediarios” (16) , que reemplazan a la madre
ausente–, puede comprenderse la patología límite como resultado del fracaso de
este proceso.
Incapaz
de elaborar y poseer objetos internos “transicionales” y del placer mental que
su creación y utilizacion conlleva, el niño sigue enganchado al objeto real, a
la presencia permamente de la madre. En esta dependencia extrema, que siempre
provoca decepciones muy dolorosas, sólo puede: o defenderse activamente del
sentimiento de intrusión e invasión (inseparable de la necesidad apremiante de
su presencia, vivida como imprescindible, pero también imprevisible y
“caprichosa”) rechazando bruscamente la relación; o sencillamente negarlo, tratando
de ignorar su intenso sentimiento de dependencia y la importancia de la
presencia del objeto, del otro(17() (pero arrastrando una anulación de la
capacidad de expresar, verbalizar y matizar sus afectos y con ello un
sentimiento de vacío interno imposible de comunicar).
La
incapacidad de tolerar y elaborar la ausencia, y de consolarse con objetos y
actividades (transicionales) sustitutivas, que además tampoco son reconocidas
ni estimuladas por el entorno, lleva a la “imposibilidad de jugar sólo en presencia
del otro” descrita por Winnicott (es decir la imposibilidad del placer del
funcionamiento mental ligado a la elaboración y sustitución simbólica).
Esta
incapacidad de separarse, es resultante y equivalente de una
desaparición-destrucción de la función tranquilizadora de la presencia
maternal. La imposibilidad de sustituir al objeto ausente se explica porque
separación es un sinónimo y una condensación de agresión (recíproca) y
destrucción (mutua). Y la interiorización de un objeto amenazante supondría
incluir un elemento perturbador (perseguidor) en la mente. Por eso la tendencia
a un excesivo apego a la figura materna, a través de su idealización
desmesurada, que pretende, escindiéndola, liberarla de sus aspectos
amenazantes.
Estos
fenómenos mentales, y su correlato en el desarrollo y en el comportamiento que
marca los procesos de separación y autonomía, se explican porque la incapacidad
para crear un espacio potencial intermediario entre su mundo interno y la
realidad externa (espacio transicional de Winnicott), no le permite metabolizar
los imprevisibles estímulos externos, –y con ello distanciarse y protegerse de
sentirse perplejo, invadido o atacado “desde fuera”–, ni adaptar y matizar la
expresión de sus pulsiones y fantasías a las expectativas reales de su entorno,
habitualmente sorprendido por la impulsividad y la “inadecuación” de las
expresiones emocionales y afectivas descontroladas del niño border-line.
3.
Defectos en la elaboración de la posición depresiva y dificultades en los
procesos de separación-individuación. Vulnerabilidad a la pérdida objetal.
Hipersensibilidad a la dependencia.
En
la medida en que no ha conocido el ejercicio de la función de contención
materna, tampoco la puede interiorizar. Sometido así al riesgo de sentirse
desbordado por el exceso de tensión interna e incapacitado para ligar y
trasformar afectos y emociones en representaciones simbólicas, expresables a
través del lenguaje, los exteriorizará a través del cuerpo y la acción. Esta
incapacidad de transformación y regulación del proceso primario en secundario,
le lleva a desgastarse y agotarse en el control y dominio de los objetos
externos, en detrimento de sus capacidades de interiorización y de acceso a un
espacio mental intermediario. No hay por tanto mecanismos que permitan soportar
el alejamiento materno, y no son posibles ni la creación de objetos
“transicionales” de consuelo sustitutivos, ni la de una representación mental
tranquilizadora que permita esperar tranquilamente la vuelta de la persona
ausente (permanencia de objeto).
Correlativamente,
dificultados así los movimientos de separación-individuación, quedarán
caracterizados por una marcada
vulnerabilidad a la pérdida objetal que se manifiesta en la
hipersensibilidad a decepciones y separaciones.
Su
tendencia al apego fusional con un objeto maternal desmesuradamente idealizado
y el deseo de incluirse y protegerse en su interior, se acompaña del pánico a
sentirse invadido y poseído por un objeto tan poderoso (figura maternal
englutidora). La oscilación permanente y el escaso margen entre la angustia de
intrusión y la amenaza de vacío interno suele traducirse por la repetición
desesperante de conductas de apego
regresivo que buscan experiencias de fusión-inclusión (saltar sobre alguién,
arrollarle hasta meterse y protegerse dentro del cuerpo… “materno”, buscando
caricias corporales y satisfacciones regresivas tales como acaparar con
voracidad todo tipo de “alimento”) seguidas –ante la reacción habitualmente
huidiza o evitativa de la persona “receptora”– de explosiones de rechazo
agresivo, a menudo seguidas de estupor y desconcierto masivos (“destrucción”
del objeto y de sí mismo, “olvídame y muérete ya”…, “lárgate y deja de comerme
el tarro”).
Por
eso suele ser muy frecuente en su juego (dibujos, juego de roles) y en su
conducta, la aparición de imágenes maternales todopoderosas, caprichosas,
englutidoras y devorantes y su contraste con figuras paternas amenazadas,
inconsistentes, débiles pero vengativas. A menudo en la convivencia diaria se
plasman en bruscos insultos y acusaciones, dirigidos a compañeros o a adultos
(“gorda, ballenato, chupapollas” / “cagao, pichalánguida” y otras lindezas) y
también con el desarrollo grotesco de identificaciones masivas con tales
personajes (“mirar como hago el putón” “ahora te acojonabas como un
mariquita”).
Esta
temática da la impresión de una problemática edípica típica, pero su carácter
inestable, su impregnación de fantasías agresivo-destructivas, evidenciada por
la emergencia frecuente de “ecuaciones simbólicas”(18) y la persistencia de
momentos de confusión fantasía-realidad, que invade su capacidad de percibir
ésta objetivamente, obligan a calificarlas de “psudoedípicas o
pseudoneuróticas”. (Por ejemplo el niño que no percibe a los adultos, hombres y
mujeres, del centro de día como sustitutos de figuras parentales, y en vez de
interiorizar su significado de terceros excluyentes y fantasear y curiosear
posibles relaciones entre ellos, les acusa directamente y les insulta soezmente
por cometer supuestas obscenidades sexuales, en un tono mitad maníaco y “de
broma” y mitad rabioso y cargado de intensos sentimientos de abandono).
Insistiendo
en la incapacidad para acceder al carácter estructurante de la triangulación
edípica y siguiendo aquí las concepciones del desarrollo habitual del psiquismo
de Melanie Klein, (necesaria escisión del objeto en bueno y malo –posterior
integración de los sentimientos ambivalentes de amor y odio en la posición
depresiva– necesidades de reparación y recurso a defensas maníacas para protegerse
de las angustias depresivas), proceso que para que transcurra favorablemente
necesita la buena cooperación de la función maternal, Misès sostiene que son
las fallas precoces (“pregenitales”) de este proceso las que condicionan la
vulnerabilidad a la pérdida objetal, para él una de las características
estructurales fundamentales de la patología límite.
Para
el niño, sus movimientos hacia la autonomía suponen, tanto para él como para su
madre, una intolerable amenaza de destrucción mutua. Es así porque la
persistencia de mecanismos arcaicos de escisión, imposibilita tolerar la
ambivalencia y hace equivalentes alejamiento y agresión, separación y
destrucción, ausencia y muerte. Sólo en la proximidad permanente, sin decepción
ni insatisfacción alguna, es posible la supervivencia de ambos.
Esta
exigencia recíproca, y fusional, de relación ideal, gravita sobre el frágil
equilibrio narcisista e impide todo movimiento de oposición, separación y
autonomía, porque generan la activación de sentimientos y fantasías de
destrucción y obligan a un férreo ejercicio de represión pulsional y un
intento, imposible, de controlar cualquier emergencia de fantasías agresivas
que, ni integradas, ni toleradas, son “expulsadas” del psiquismo (y como M.
Klein postuló “proyectadas” y convertidas en amenaza “exterior”). La amenaza de
caer así en sentimientos depresivos muy dolorosos (tristeza, dependencia,
aniquilación - destrucción - separación) explica la tendencia persistente a
evitarlo con mecanismos defensivos maníacos,
que
a través de la euforia los nieguen, tratando, sin lograrlo, de suprimirlos.
La
conducta activa que trata de acaparar, imponerse y controlar al otro en forma
omnipotente y maníaca, provoca, en el adulto, contraactitudes de protegerse y
evitar sentirse invadido, que le dificultan el percibir que se trata, para el
niño, de una defensa ante sentimientos profundos de depresión - vacío -
abandono - desvalorización. Además, al estar impregnados de sentimientos de
agresión y destructividad, el niño añade proyecciones “psicopáticas”
atribuyendo al otro desconfianza y maldad injustas y caprichosas y merecedoras
de actitudes reivindicativas y vengativas (“antes de que me la juegues, te la
juego yo a ti”).
En
consecuencia, y en la observación clínica lo vemos, se produce un apego
fusional indiferenciado entre el niño y su madre-familia, que “como una piña”
(negando y escindiendo toda dificultad interna y multiplicando la ilusión de
controlarse y poseerse permanentemente) se defienden y protegen mutuamente de
toda amenaza exterior. Esto explica su sistemática desconfianza y su
hipersensibilidad hacia propuestas de intervenciones (sociales, escolares,
terapéuticas) que pese a sus buenas intenciones, –que por impaciencia pueden
transformarse en precipitaciones intrusivas–, despiertan reacciones, tanto del
niño como de su familia, que van desde el desinterés o el rechazo activo y
explícito, hasta las actitudes paranoides que a veces llegan a ser delirantes.
4.
Fragilidad en el equilibrio narcisista. Organización patológica de defensas
narcisistas.
La
patología narcisista ocupa, para Misès como para muchos otros autores(19), un
lugar central en el funcionamiento límite (con lo que muestra muy claramente
que en su concepción, que él diría de la “psicopatología” más que de la “personalidad”,
no se interesa por las necesidades diagnósticas de aislar y clasificar los
fenómenos clínicos).
La
incapacidad materna para investir al niño como objeto real, distinto de su
objeto imaginario, y diferente de sí misma, le obliga a escindir en su
percepción del niño todo atisbo de identidad propia o de aspiración personal.
Desprovisto de este aporte de reconocimiento materno, este “no soy nadie para
ella”, “nada de lo mío es percibible”, crea un “defecto fundamental” en los
cimientos narcisistas, en la capacidad de amarse y valorarse a sí mismo.
Al
desconocer las experiencias de reparación y restauración (de sus penas y
limitaciones) y de reconciliación, tampoco aprenden a ejercer estas funciones
sintiéndose desprovistos de valía y de capacidades básicas de relación.
La
emergencia de este vacío interno, del sentimiento de discontinuidad o de
inexistencia de sí mismo (“self blanco” de Giovachinni), de “no saber ni cómo,
ni quién soy”, la ausencia de una identidad propia, genera una inseguridad e
inestabilidad permanentes y un sentimiento de desvalorización. Este insufrible
“no ser nada para nadie” obliga a un incansable esfuerzo para dotarse de otra
imagen, para sí mismo y para los demás.
Ciertos
niños intentan “borrarse”, hacerse invisibles, pretendiendo no buscar ni
esperar reacción o empatía alguna y evitarse así nuevas decepciones. Las
actitudes de inhibición, de pasividad y renuncia, o la negativa a participar,
no evitan, sin embargo el sentimiento de desvalorización, cercano a la
depresión. Otros niños, o estos mismos en otros momentos, optan por tratar de
controlar activamente todo movimiento o actividad de su entorno. La
fanfarronería, la arrogancia y el menosprecio del otro, suelen conformar una
actitud megalómana (“Self grandioso” de Kohut), que moviliza actitudes
contratransferenciales inmediatas, que nos dificultan el ver en estas actitudes
necesidades defensivas de auto-protección.
La
necesidad de mantenerse a la altura de este Yo ideal desmesurado explica la
tendencia a identificarse con personajes todopoderosos (pudiendo llegar a
fundirse y confundirse con los roles grandiosos de estos, hasta “terminar
creyéndoselo”. Por ejemplo: Supermán o algunos de los muchos personajes con
poderes mágicos de películas y sobre todo de los videojuegos. También explica
su habitual tendencia a establecer relaciones imitativas y especulares que
tratan de copiar, hasta hartarle, a alguien que eligen como modelo, para “ser
como él”. Esta persistencia patológica de la omnipotencia infantil (“yo soy
él”), impide su transformación en ideales del Yo más asequibles (“me gustaría
ser o hacer como él”), que permitan proyectos más realistas.
Las
necesidades narcisistas parentales, que también tienden a proyectar en sus
hijos grandes aspiraciones, –irrealistas e inalcanzables–, para combatir sus
propios sentimientos de profunda desvalorización, no facilitan que las figuras
del padre y la madre puedan servirles como modelos de identificación e
imitación, –realistas, aceptables y asequibles–, que orienten las motivaciones filiales
(lo que les aleja de la problemática edípica y de las conflictividades
neuróticas asociadas a ella).
La
persistencia de elementos superyoicos más arcaicos, exigentes y sádicos, en los
padres (tendencia “perseguidora” a la crítica severa y destructiva, y a
exigencias desmesuradas, que se condensa en un “no vales-valgo para nada”)
sobrecarga y dificulta los procesos de identificación del niño con ideales más
tolerantes y tolerables y tiene como resultado la carencia de interiorizaciones
superyoicas protectoras y flexibles (“si me esfuerzo podría ser capaz de
aprender”). Al ser imprescindibles para determinadas adquisiciones psíquicas
(entre otras: sentido adecuado del deber o de su propia valía; capacidad para
el esfuerzo ajustado y de logros alcanzables con sus capacidades y
limitaciones; tolerancia para sublimar
su
curiosidad y permitirse investigar temas que desconoce), su obstaculización
impide también el poder concebir e investir la actividad mental como
instrumento de placer.
Por
el contrario, la sumisión y el mimetismo con los ideales megalómanos, lleva a
imitar y a construir en forma ficticia, aparentes conocimientos y capacidades,
“aprendidos” en la repetición y la rutina, –más por lo que tienen de
“reconocimiento por hacer bien lo que debes” que por la curiosidad e interés
que suscitan–, y a la estructuración de un “falso self”, que desconoce su
propia identidad, negando en particular todos los aspectos relativos a sus
dificultades y conflictos (por ejemplo repitiendo monótona y estereotipadamente
frases hechas aprendidas como letanías).
Queda
de esta manera inerme ante cualquier situación que, cuestionando sus
apariencias, deje en evidencia sus limitaciones. El resultado es la tremenda
hipersensibilidad a cualquier situación en la que pueda sentir el peso del
fracaso y del ridículo y, para evitarlo, la constante tendencia a utilizar
múltiples maniobras defensivas. Tanto la desconexión o desinterés discreto “no
me puedo concentrar” o despreciativo “estoy aburrido de tanto rollo”; como la
interrupción con absentismo o con violencia, y las diversas maniobras de
distracción con cambios de actividad o “tácticas de despiste”, configuran en su
conjunto un cuadro de hiperactividad e interrupción de la atención.
El
temor al ridículo está especialmente relacionado, –como causa y como
consecuencia–, con su incapacidad para la sublimación y el interés intelectual
y sus dificultades instrumentales y escolares (lenguaje defectuoso,
inhabilidades motrices y de lecto-escritura, lagunas en conocimientos básicos) y
con sus sentimientos de desvalorización respecto a su propia imagen y también
en la imagen de su familia. Y todo ello se ve acentuado y confirmado por su
habitual fracaso escolar progresivo.
Merece
especial interés resaltar la frecuencia con que esta fragilidad e inseguridad,
y las inevitables heridas narcisistas y reacciones de intensa rabia
consecuentes, conducen –tanto en los tratamientos como en el medio familiar y,
sobre todo, el escolar–, a actitudes de rechazo y ruptura, sentimientos de ser
juzgados injustammente y perjudicados caprichosamente (“me tienen manía”, “no
me hacen ni caso”), y finalmente a actitudes de intolerancia y violencia,
precedidas o seguidas de huidas, más o menos bruscas, destinadas a escapar de
la tensión creada. Obviamente la tendencia repetitiva a estas explosiones
coléricas, con sus consecuencias (castigos excluyentes, expulsiones,
absentismo) tiene un efecto patógeno, que acentúa las dificultades (tanto las
relacionales y las posibilidades de tolerancia y adaptación, como los
aprendizajes y capacidades instrumentales: desde el control emocional necesario
para calmarse, escuchar y atender, hasta la capacidad de expresión verbal de
los conflictos).
5.
Trastornos del pensamiento. Mecanismos de escisión mental. Predominio del
proceso primario.
Los
mecanismos de escisión y negación descritos y el funcionamiento adaptativo en
forma de falso self, afectan también a los procesos de aprendizaje, igualmente
marcados por el conformismo, el mimetismo y la apariencia de saberlo todo.
Tienden a investir particularmente temas de conocimiento animistas y prelógicos
acordes con su visión omnipotente, infantil y arcaica de las cosas y además
creen que la posesión del conocimiento es una virtud “per se” que algunos
poseen mágica y gratuitamente, y que no implica esfuerzo mental ni trabajo
alguno. Lo que resumido en una expresión que les oímos formular muy a menudo se
traduce en: “el que sabe sabe y el que no que se j…”.
En
consecuencia, y por sorprendente que parezca, desconocen y rechazan la idea de
que se acceda al saber a través del esfuerzo. Aunque quizás tampoco deba
sorprendernos tanto en esta época de tecnología informática en la que todo
juego y conocimiento se compra y se tiene, completo y programado de antemano, y
se desarrolla más bien con habilidades manuales (en la inmediatez de la acción
motriz) que con la deducción y creación imaginativa (en la espera del
descubrimiento y la sorpresa del placer mental… derivado de la gratificación
trabajosa de la curiosidad).
El
precio de esta actitud, conectada con su incapacidad para, “deprimiéndose”,
reconocer sus limitaciones y sus necesidades, les lleva al rechazo de toda
dependencia hacia quién puede aportarles algo y ayudarles (el maestro o el
terapeuta, son figuras vividas con proyecciones y sentimientos de temor,
envidia y amenaza).
La
vinculación de sus procesos de aprendizaje al establecimiento de una relación
continuada de confianza depende, y es lo que puede salvarles, de su fragilidad
psíquica. Ésta se manifiesta sobre todo en su necesidad de controlar al adulto
para poder tolerar lo que éste le propone, sin sentimientos disruptivos de
amenaza y fracaso. Pero frecuentemente esta relación de extrema dependencia
pende de un hilo y basta cualquier “fallo” del adulto (distraerse, desviar
necesariamente su atención a otra actividad, fijarse en otro niño o simplemente
atenderle, ausencias obligadas, etc.) para provocar una auténtica catástrofe
en la capacidad de aprendizaje, que exige
interés, quietud, concentración y paciencia (¡justamente todo lo que falta al
hiperactivo!). Con la inevitable prolongación y repetición de tales situaciones
de desencuentro, muy a menudo las consecuencias para el pensamiento y la
representación mental son devastadoras. Las lagunas, por no decir océanos, de
desconocimiento que pueden ir acumulando y las correlativas actitudes de
rechazo y oposición a todo lo que implica relación de aprendizaje y esfuerzo
mental, consolidan progresivamente una actitud “anti rollo mental”
innegociable, (“me lo sé todo y no me interesan las chorradas”), y condicionan
un fracaso escolar difícilmente reversible.
Esta
actitud hacia el conocimiento se funda en un trastorno más básico y profundo,
del que les resulta muy difícil tomar conciencia y aún más soportarlo y
aceptarlo: el fracaso previo en la organización de su propio espacio mental.
La
incapacidad de disfrutar del placer de pensar y de expresar sus fantasías, que
le desbordan fácilmente y a las que no puede dar una representación verbal o
formal adecuada, hace que resulte muy obstaculizado el desarrollo de mecanismos
neuróticos de elaboración mental y de simbolización (acceso a los procesos
secundarios de funcionamiento psíquico). Además de quedar así cerrado el acceso
a la curiosidad intelectual, la incapacidad para modular afectos y fantasías
brutales, se acompaña de su evacuación directa (impulsiva, provocadora,
insultante) que al no poder vehiculizarse a través del lenguaje, ni desplazarse
al terreno de la expresión simbólica, se vacía a través de la descarga corporal
y de la acción (en detrimento de su capacidad de movilizar sus fantasías, jugar
con ellas y disfrutarlas).
Esta
descarga incontenible hacia el exterior refuerza sus fantasías proyectivas, que
le hacen percibir a los demás como agredidos-agresores, amenazados-amenazantes.
Además, lógica e inevitablemente, el mundo externo reacciona, al sentirse
víctima de una agresión inmotivada e injusta, con actitudes, reales, de
rechazo, de represión y castigo, o de violencia.
Se
cierra así el círculo que confirma las proyecciones amenazantes. Frecuentemente
estos niños explican sus agresiones justificándolas con un “él me ha pegado
primero” que, sea verdadero o falso, para ellos es tan rigurosamente cierto que
mantendrán su versión contra viento y marea convencidos de su sinceridad
(plantea así, al igual que otros muchos comportamientos, la cuestión de su
percepción-deformación-criterio de la realidad).
Los
procesos de interiorización e integración de experiencias relacionales, y
consecuentemente la búsqueda y repetición de nuevas experiencias, se alteran
por el temor y la vivencia anticipada de que van a ser displacenteras y
frustantes, (o lo que es igual: las distorsiones en los mecanismos de
introyección y proyección condicionan y deforman los procesos de
interiorización y las características de los objetos internalizados).
En
consecuencia se dañan las capacidades de pensamiento (de curiosidad esperanzada
y de ilusión por aprender y, en consecuencia, de mantener la atención y de
espera tranquilamente) y de simbolización (limitando la capacidad de investir
el conocimiento, el placer de pensar, y la constancia y agilidad de los
desplazamientos intelectuales).
La
precocidad y persistencia de estos fenómenos mentales no pueden dejar de
impactar en la organización psíquica, y por ello los trastornos instrumentales
y cognitivos son habituales.
6.
Trastornos instrumentales y cognitivos
Con
frecuencia suele ser difícil separar, cuándo estamos en situación clínica, qué
parte hay que atribuir a estos peculiares mecanismos y disarmonías del
aprendizaje, a las discontinuidades familiares, a las dificultades de relación
y adaptación en el marco escolar, y cuánto corresponde a retrasos y defectos
previos en la organización cognitiva precoz. Es un hecho que estos niños
acumulan trastornos gnósicos, práxicos y del lenguaje, con afectación muy
frecuente del aprendizaje de la lecto-escritura y de otras funciones
(discalculia, etc.).
Estas
dificultades funcionales condicionan y limitan su capacidad de comunicación y
de relación y se hacen notar en particular cuando afrontan las exigencias
escolares. Habitualmente la confirmación de sus dificultades refuerza, tanto en
los niños como aún más en sus padres, sentimientos de desvalorización, fracaso,
incomprensión y rechazo, que se suman a sus dificultades previas. Las actitudes
consecuentes a estos sentimientos (repliegue, desconfianza, inhibición) pueden
inducir a confundir la naturaleza de las dificultades y a diagnosticar de
déficit mental irreversible situaciones clínicas mucho más movilizables
(inhibiciones severas, incapacidad para investir el conocimiento intelectual,
bloqueos ligados al agotamiento “depresivo”, mecanismos de evitación
relacional, etc.) pero acompañadas todas ellas de una disminución, objetiva y
objetivable, del rendimiento cognitivo.
Es
seguro que las distorsiones en la organización precoz de las experiencias de
bienestar y satisfacción corporal no permiten la integración de una percepción
unitaria de las experiencias sensoriales y motoras y condicionan severas
dificultades en la organización del esquema corporal y en las posibilidades de
modular y canalizar la expresión motriz.
La
inestabilidad, y la inseguridad motora y la imprecisión, torpeza e
insatisfacción a que dan lugar condicionan inseparablemente tanto sus
capacidades instrumentales como la frustación en su autoestima y la
desconfianza en sus posibilidades.
Este
contexto afecta en particular al lenguaje en su doble condición instrumental y
comunicativa, de expresión motora sofisticada (muscular-laríngea) y de
expresión afectiva y emocional (lingüística-simbólica).
Obviamente,
estos trastornos instrumentales, unidos al fracaso de los procesos de
elaboración neurótica (de organización y predominio del proceso secundario de
pensamiento), son indisociables de una permanente insuficiencia e
insatisfacción en sus capacidades de comunicación, de relación y de
aprendizaje, que redunda en su severa fragilidad narcisista, y cuestiona su
escasa autoestima, y se refuerza, sobre todo en el medio escolar, con la
repetición de experiencias frustrantes que tratan de evitar con las consabidas
y ya comentadas reacciones de arrogancia: “esto no me interesa porque es una
mierda”; de menosprecio: “me estáis hartando con tanto rollo”; o de rechazo,
sea evitativo: “me largo”, o pasando a la violencia agresiva o destructiva, aparentemente carente
de culpa: “os lo habéis ganado”.
Las
peculiares características de su tipo de vinculación (dependencia anaclítica y
fusional, fantasías de control absoluto o de intrusión, etc.) no pueden dejar
de repercutir sobre sus capacidades de interiorización simbolicas y por tanto
sobre sus capacidades creativas y de aprendizaje.
Su
imposibilidad de pensar, de atender, de aproximarse a la lectura y la
escritura, es decir al conocimiento, no es sólo un fenómeno cognitivo, puede
verse parasitado, además de por los mecanismos defensivos que las dificultan
(escisión mental, proyección), por la invasión de sentimientos intensos y
paralizantes (dolor psíquico, estupor, desconcierto, confusión). Conviene no
olvidar que cualquier aproximación (terapéutica o educativa) a sus dificultades
reactiva anteriores experiencias, con frecuencia vividas traumáticamente, por
la connotación de fracaso y “humillación” que acompaña a toda situación de
limitación e incapacidad evidenciada ante los demás.
Los
fallos en la elaboración depresiva (reconocimiento de sus insuficiencias y de
su dependencia del otro para solucionarlas, esperanza y aceptación de la ayuda
y mayor capacidad de los demás, sentimiento de su propia responsabilidad en las
dificultades y conflictos que padece) provocan una situación altamente
paradójica. Por sus limitaciones necesita más ayuda y, con mayor avidez,
impaciencia y desesperación cuanto mayor es su dificultad, pretende que se le
solucione inmediata y mágicamente todo. Tarea imposible para cualquiera, se
trate de padres, amigos, maestros o terapeutas.
La
decepción es inevitable y la hipersensible, apasionada y temerosa expectativa
de cualquier nueva relación, que siempre oscila rápidamente desde una esperanza
de que sea idílica y perfecta, a una experiencia “real” de que resulta
decepcionante y odiosa, se traduce en la intensificación de su permanente
vulnerabilidad a la pérdida objetal. Lo que da lugar a profundos y exagerados
vaivenes emocionales y del estado de ánimo, en función de turbulentos
intercambios relacionales, cuya importancia y trascendencia ulterior suele ser
desconocida por sus propios protagonistas (no sólo el niño, sino también
familiares, enseñantes y terapeutas). Merece mención especial, dentro de los
trastornos instrumentales, la cuestión de la organización psicomotriz.
La
frecuencia con que la “torpeza” o, en lenguaje más sofisticado y “técnico” los
“trastornos en el desarrollo de la coordinación”, están presentes, es una
evidencia clínica que ha sido resaltada por autores de todas las tendencias
teóricas. Se ha llegado incluso, en los países nórdicos y desde la década de
los 80, a sustituir el diagnóstico de hiperactividad por el denominado “Déficit
de atención, control motor y percepción” (DAMP) porque este último ha suscitado
más consenso. La razón clínica que lo ha impuesto es que la asociación e
interrelación entre hiperactividad, trastornos de atención y déficit del
control motor es de tal frecuencia que obligaba a utilizar un término
diagnóstico englobador que los reuniera (GILLBERG y cols, 1982). En la misma
línea, como ya he comentado, empiezan a converger, ahora claramente y
anteriormente de forma más esporádica, diversos autores americanos (AUGUST Y
STEWART, 1982; BROWN, 2003).
Otra
razón para detenerse en la cuestión, es la frecuencia con que en diversos
países, la reeducación (psico)motriz es utilizada como instrumento de
intervención terapéutica o rehabilitadora. Ésta puede hacerse y se hace desde
perspectivas diferentes. Una considera que se trata de “rehabilitar” funciones
neurológicas deficitarias y procede con técnicas “fisioterapéuticas”. Otra, que
se autodenomina “relacional”, entiende, conceptual y técnicamente, que el
desarrollo motor es un fenómeno evolutivo vinculado e inseparable de la
organización psíquica temprana y por tanto dependiente de las interacciones
relacionales precoces, y que su “reeducación” debe incluir e incluso priorizar
aspectos psicológicos y relacionales. (Desde esta última perspectiva, que él
define como “más relacional que reeducativa”, M. BERGER (1999) ha prestado
particular atención a entender y a tratar al niño hiperactivo, que él prefiere
llamar “inestable”, proponiendo un modelo de comprensión al que ya se ha
aludido anteriormente).
DIAGNÓSTICO
DIFERENCIAL Y LÍNEAS EVOLUTIVAS.
Reúno
en este enunciado dos términos, sincrónico uno y diacrónico el otro, porque
desde una visión que vincula la psicopatología al desarrollo, y aún más desde
nuestra perspectiva, –dinámica en lo conceptual y diacrónica, basada en largos
seguimientos, en lo asistencial–, el diagnóstico no es algo cerrado y
definitivo sino que depende de avatares biográficos, educativos y terapéuticos,
no siempre previsibles ni uniformes.
Se
trata de describir las dudas y reflexiones teórico-clínicas, habituales en los
contextos de sesiones-supervisiones clínicas, para buscar puntos de referencia
que puedan orientar tanto las opciones terapéuticas como las evaluaciones
terapéuticas y pronósticas.
Con
las psicosis.
Para
quienes comparten una visión estructural y psicodinámica de la personalidad, la
mayor duda que se presenta a la hora del diagnóstico clínico es la
diferenciación con las psicosis, (sobre todo con las formas clínicas más
marcadas por fenómenos disociativos, simbióticos y deficitarios, que con las de
predominio autístico). A la hora de la precisión conceptual no pocos piensan
que solo pueden considerarse tres “estructuras psíquicas”: neurótica, psicótica
y perversa. Quienes así piensan tienden a equiparar o aproximar el
funcionamiento límite al psicótico. Proximidad y diferenciación que como hemos
visto ha hecho cavilar a muchos autores ya citados, cuyas consideraciones no
vamos a repetir ahora.
La
“opción DSM” simplifica a primera vista las cosas porque suprime toda
referencia a la psicosis, pero el problema resurge a la hora de englobar este
tipo de funcionamiento límite en el estrecho marco del “autismo atípico” o de
los “trastornos generalizados del desarrollo”. Como se ha dicho, habrá que ver
en qué queda, en sus futuras versiones, la propuesta de un “trastorno múltiple
del desarrollo”, hasta ahora no incluido, e incluso la posibilidad de eventuales
modificaciones hacia una ampliación de los “trastornos de atención” en el
sentido propuesto por Brown, e incluso hacia diagnósticos que recojan las
múltiples comorbilidades “independientes” coexistentes (como en la opción
nórdica aceptada a partir de las propuestas de Gillberg).
Volviendo
a nuestra perspectiva de una psicopatología estructural psicoanalítica, quizá
la posición que más consenso recibe es la de Bergeret, que él ha resumido en un
cuadro muy conocido y que merece la pena reproducir por su utilidad
teórico-clínica.
Parece
interesante también aclarar algunas precisiones de este autor. Recordando la
metáfora de Freud –“si un mineral se rompe no es de cualquier manera, siempre
lo hace siguiendo unas líneas de escisión (de fractura) cuyos límites y
dirección, aunque invisibles desde fuera, estaban determinados de manera
original e inmutable por la estructura previas del cristal” –y subrayando su
propia versión psicogenética del desarrollo de la personalidad– “la estructura
psíquica… poco a poco desde el nacimiento… en función de la herencia y sobre
todo del modo de relación con los padres desde los primeros momentos de la
vida, de la frustraciones, traumatismos y conflictos… y también de las defensas
organizadas por el Yo para resistir las presiones internas y externas y las de
las pulsiones del Ello y de la realidad… el psiquismo individual se organiza y
“cristaliza” como un mineral con líneas de escisión (clivage) que ya no cambian
después... y si se rompe lo hará según líneas de fractura preestablecidas”
–Bergeret concluye en la “imposibilidad fundamental de pasar de la estructura
neurótica a la psicótica o viceversa”.
Los
elementos inmutables de la estructura
neurótica serán siempre: la organización del Yo en torno a lo genital y lo
edípico, el conflicto entre el Yo y las pulsiones, el predominio de la
represión, la prevalencia de la líbido objetal, y la eficacia del proceso
secundario que mantiene la noción de la realidad.
En
la estructura psicótica en cambio, predomina la (de)negación, y no la
represión, de parte de la realidad; predomina la líbido narcisista; el proceso
primario impone su dominio imperioso, inmediato y automático; el objeto queda
fuertemente desinvestido; aparecen variadas defensas arcaicas muy costosas para
el funcionamiento del Yo.
Entre
ambas existen “organizaciones que ocupan
una posición intermediaria… la vasta categoría de estados límite con sus
aspectos depresivos o fóbicos y su reorganización en forma de perversiones o
patologías del carácter”. Y precisa: “posición intermediaria quiere decir
situación gnosológica próxima de una de las dos grandes estructuras, pero
entidad específica que de ninguna manera es un término de paso de la una a la
otra”. “Sin embargo, este linaje intermediario se presenta como una organización
más frágil que las otras dos estructuras y no como una estructura fija e
irreversible… pudiendo, al contrario que ellas, cristalizar definitivamente en
uno de los cuadros vecinos”. En otras palabras, acepta una posibilidad
evolutiva desde las organizaciones límite hacia una estructuración ulterior
psicótica o neurótica.
Conviene
también recordar la posición teórica de Otto Kernberg y el cuadro en que
sintetiza los criterios diferenciales. Pers. Neurótica Pers. Border-line Pers.
Psicótica
Defensas
arcaicas No Sí Sí
Difusión
identidad No Sí Sí
Alteración
criterio realidad No No Sí
En
nuestra experiencia clínica nos permiten diferenciar el border-line del
psicótico los siguientes parámetros clínicos:
•
Distorsión paranoide respecto a personas o situaciones del entorno que también
conservan rasgos percibidos correctamente y que no quedan (en el border-line)
totalmente sumergidas en una neorrealidad delirante permanente (como en el
psicótico). Por tanto, alternancia o simultaneidad del criterio de realidad con
elementos de distorsión severos, frente a la permanente y total distorsión de
la misma en la psicosis.
•
Claro predominio de la problemática desatención-abandono, por parte del otro
percibido como separado (en el border-line), en vez de problemática de
indiferenciaciónfusión-inclusión y en definitiva confusión con el otro (en el
psicótico).
•
Predominio angustias depresivas, de pérdida, de incapacidad (en el
border-line), sobre las de fragmentación, despedazamiento, destrucción
indiferenciada y catastrófica (psicosis).
•
Búsqueda de relaciones de dominio, control y acaparamiento, turbulencia
afectiva (en el border-line), versus predominio de defensas esquizoides,
autísticas, que llevan a actitudes de “repliegue” y “aislamiento” que tratan de
evitar relaciones “humanizadas” cargadas de emociones y afectos (psicosis).
•
Producciones (juegos, dibujos), en general irregulares y turbulentas, que
alternan proceso primario y secundario (en el border-line) y que parecen emanar
repetitivas, monótonas e incontrolables, solo del proceso primario, en el
psicótico.
•
Previsibilidad y conflictividad relacional “controlable” del psicótico,
imprevisibilidad y conflictividad relacional más “incontrolable” del border-line.
•
Hipersensibilidad reactiva a los acontecimientos e imprevistos relacionales
cotidianos por parte del border-line, y en cambio persistencia de
peculiaridades relacionales regidas “desde su interior” en el psicótico.
Estos
elementos en su conjunto proporcionan una impresión de observar una evolución
lineal con altibajos en el border-line, que parece cambiar de niveles y logros
evolutivos y progresar, cuando en realidad repite incesantemente la vuelta a la
repetición de mecanismos y comportamientos más arcaicos y regresivos, oscilando
con otros momentos en que demuestra actitudes, capacidades y comportamientos
“normales”. Por el contrario el psicótico parece estar parado, monótonamente,
en los mismos mecanismos, cuando sin embargo son puestos al servicio de
pequeños y lentos progresos evolutivos, más consolidados y menos oscilantes,
dando a largo plazo (obviamente, en las evoluciones favorables) una impresión
de evolución en espiral ascendente.
El
border line nos da la impresión ilusoria de rápidos progresos, seguidos de
inmediatas “recaídas”. El psicótico nos da la impresión de inmovilidad y de
total ausencia de cambio, incluso cuando lentamente se produce (como quien
sentado permanentemente ante un árbol es incapaz de ver su crecimiento).
En
ambos casos conviene introducir la posibilidad de introducir una perspectiva
más objetiva, y menos sesgada por los efectos emocionales y afectivos
inseparables de la relación directa e inmediata con estos niños, a través de
instrumentos teórico-clínicos como la supervisión, individual o institucional,
que permiten hacer del análisis de la relación un instrumento tanto de
comprensión de los fenómenos psicopatológicos como de intervención terapéutica.
Con
el déficit intelectual.
Aunque
basta una observación medianamente prolongada para darse cuenta de las
capacidades fluctuantes del niño límite, y por tanto es relativamente fácil
descartar un diagnóstico de déficit-debilidad mental, conviene recordar que su
psicopatología comporta importantes alteraciones cognitivas y limitaciones del
aprendizaje, que pueden llevar a dudas diagnósticas, sobre todo si es observado
en una única y breve observación clínica.
Es
particularmente importante; desde el punto de vista clínico, determinar:
•
La presencia de movilización del investimiento y conocimiento intelectual
producida por modificaciones afectivas y relacionales.
•
La frecuente correlación de movimientos contrarios, desinvestimiento y
desinterés por el conocimiento, con movimientos depresivos y de repliegue
emocional y relacional.
•
La ineficacia para el aprendizaje y la curiosidad intelectual de actitudes de
“indiferencia y desinterés”, de menosprecio o desprecio, y de negación (todas
ellas catalogables de maníacas).
•
La variabilidad de resultados y la capacidad, a veces sorprendente, de investir
solamente algunas tareas, en función de motivaciones psíquicas diversas
(movimientos identificatorios, influencias relacionales), en un contexto de
incapacidad y fracaso generalizado.
•
La diferenciación entre lagunas y deficiencias objetivables (malos resultados
en tests psicométricos) y capacidades latentes (a veces ignoradas por factores
contratransferenciales).
Con
la depresión y trastorno bipolar.
En
la descripción clínica hemos insistido en los factores múltiples
(sociofamiliares y biográficos, psicopatológicos) que hacen de la problemática
depresiva un elemento fundamental de la comprensión del funcionamiento psíquico
del border-line.
Por
lo tanto, no puede sorprender que el diagnóstico de depresión acompañe
frecuentemente y en diferentes momentos la trayectoria asistencial de estos
niños, que como ya hemos dicho es habitualmente larga y variopinta. De hecho
suele ser su sistemática respuesta insatisfactoria, a medio y largo plazo,
tanto a tratamientos con medicaciones antidepresivas, como a los abordajes
psicoterapéuticos y psicoeducativos habitualmente útiles en cuadros depresivos
francos, lo que suele obligar a rectificar el diagnóstico inicial, –que suele
aludir a la depresión o a otros diagnósticos sintomáticos (trastornos de conducta,
hiperactividad, trastornos instrumentales: dislexia, etc.)–, y a plantear
tratamientos polivalentes, que exigen recursos profesionales en general
difíciles de reunir.
Tampoco
es de extrañar que, de un lado por la presencia clínica de manifestaciones
maníacas o hipomaníacas (euforia, actitudes de menosprecio, excitación y
agitación, desinhibición, etc), y de otro por la extensión progresiva, en la
psiquiatría infantil, de las concepciones médico-biológicas actualmente
predominantes en psiquiatría de adultos, se esté extendiendo la hipótesis de
que esta patología sea el inicio “prodrómico” de un futuro trastorno bipolar
-PMD (psicosis maníaco depresiva).
Lo
que sí sorprende más es la facilidad con la que se da el salto a proponer
–basándose en lo que solo es un pre-juicio hipotético de tipo etiológico–, la
prescripción de prolongados tratamientos farmacológicos, idénticos a los
utilizados en enfermos adultos y adolescentes que padecen un trastorno bipolar,
éstos sí, confirmado clínicamente.
Confundir
factores (familiares, psicopatólógicos) de riesgo, con la enfermedad
confirmada, y tratarlos como tal, supone, además de ignorar aportaciones
fundamentales de la psiquiatría (factores de protección y prevención;
multifactorialidad del desarrollo y de la evolución clínica; complejidad de
factores genéticos y epigenéticos y variabilidad de su influencia; plasticidad
neurobiológica, y un largo etcétera), una decisión cuando menos poco fundada
científicamente.
Cabría
exigir a quienes lo hacen desde una perspectiva “basada en la evidencia” el
mismo rigor –en cuanto a estudios prospectivos, hasta ahora inexistentes, que
demuestren que el futuro de estos niños es un trastorno bipolar y que la
administración de “estabilizadores” (sales de litio y otros) lo evita–, que se
exige para quienes tratan de demostrar la influencia favorable y preventiva de
intervenciones relacionales (psicoterapéuticas, psicoeducativas) en la evolución
clínica ulterior de estas patologías. Por el momento, administrar estos
fármacos durante años a niños de corta edad, es una apuesta arriesgada cuyas
consecuencias nos son desconocidas.
Con
otros trastornos de la personalidad.
La
experiencia clínica de tratamientos prolongados con niños border-line nos ha
llevado a una concepción “dimensional” tanto de la comprensión del trastorno
como de los movimientos y transformaciones evolutivas del mismo. Como ya se ha
dicho en la comprensión, organización y evolución de la personalidad
border-line inciden múltiples factores (etiopatogénicos, clínicos y
terapéuticos).
El
esquema siguiente trata de representar a la vez algunos de los factores
relacionales terapéuticos y su correlación con fenómenos clínicos y modificaciones
del funcionamiento mental y conductual que permiten, a nuestro juicio,
describir algunas líneas evolutivas o cuando menos movimientos significativos
en la (re)organización de la personalidad. Obviamente, sólo la realización de
estudios evolutivos a largo plazo de poblaciones significativas de niños
tratados con procedimientos terapéuticos comparables entre sí, permitiría
afirmaciones más concluyentes. Su puesta en marcha, que es seguro que exigirá
medios complejos y costosos, sería muy necesaria y beneficiosa para la
psiquiatría, tanto del niño, como del adolescente y del adulto.
Los
dos polos o parámetros clínicos y relacionales que utilizamos como guia de
orientación son:
a)
Desde el punto de vista de la distancia relacional, la oscilación entre, de un
lado, una relación de dependencia, con reconocimiento progresivo de las
vicisitudes afectivas ligadas a ella (agradecimiento, tolerancia, reparación),
y del otro el ataque, y eventual destrucción, de toda vinculación personal y
afectiva, con la negación de todo sentimiento de dependencia y gratitud, y con
predominio de sentimientos agresivos (insulto, arrogancia, desprecio,
humillación).
b)
Desde la perspectiva de su correlación con mecanismos intrapsíquicos, la
oscilación entre: de un lado, la interiorización, y reconocimiento de
sentimientos en conflicto, en otras palabras la integración de sentimientos,
propios e internos, de carácter ambivalente (en términos de M. Klein, la
elaboración que da acceso a la “posición depresiva”), y del otro, la tendencia
a evacuar y proyectar “fuera de sí mísmo” todo sentimiento de malestar,
atribuyendo y culpabilizando al otro de la responsabilidad de su propio
sufrimiento interno (funcionamiento con rasgos característicos de la “posición
esquizo-paranoide” kleiniana).
Los
movimientos o polos extremos que resultan de ambas tendencias contrapuestas
conducirían a:
•
Movimientos hacia la consolidación de vivencias y fenómenos depresivos y
paradepresivos, cuando predominan las experiencias de dependencia afectiva y las
angustias de pérdida y separación. Es la mejor posibilidad porque predispone al
reconocimiento de dificultades y a la elaboración, compartida en una relación
terapéutica, de posibles salidas evolutivas.
•
Movimientos hacia la consolidación de rasgos antisociales cuando predomina la
atribución al otro de todo malestar y su organización progresiva en forma de
reproche vengativo permanente. Es la más inquietante, porque favorece la
tendencia a actuar contra el otro, imposibilitando cualquier esfuerzo de interiorización
y reconocimiento de sus propios problemas. Además, la entrada en la
adolescencia, facilitará la “sintonía colectiva” con otros adolescentes de
tendencias semejantes, que refuerza la “colectivización” y la dilución de
cualquier sentimiento de responsabilidad individual y la sensación de
“normalidad”, o “egosintonía”, de sus conductas: “Todos, salvo los miedosos o
los tontos, piensan y actúan como yo/nosotros”.
Entre
ambas pueden observarse, entre otras, varias posiciones o movimientos
intermedios diferentes. Los que hemos
observado con más evidencia son:
•
Movimientos hacia la organización de rasgos de personalidad narcisista, cuya
característica esencial es la hipersensibilidad a la atención, aprecio y
admiración por parte de los demás (para confirmar una imagen idealizada y a
veces exageradamente grandiosa de sí mismo). Necesidad que paradójicamente es
simultáneamente negada y camuflada con actitudes de arrogancia, indiferencia y
desprecio (para confirmar su siempre insegura superioridad rebajando con
autosuficiencia a los demás).
La
consecuencia de este peculiar funcionamiento es la permanente insatisfación e
inestabilidad en sus relaciones con sus iguales, que sólo son soportables para
el niño narcisista en tanto que le adulan o aceptan sus exigencias. Posición
que impide a estos niños tolerar el tener que someterse a la reglas que
cualquier juego o relación de amistad imponen (reconocimiento de jerarquias,
aceptación de roles secundarios, soportar la mayor habilidad de otros,
sacrificar el interés propio al deseo del amigo, preferir al amigo con sus
flaquezas que sacrificarlo por cualquier recién venido “superior”, saber
guardar un secreto a pesar del “beneficio” de revelarlo, etc.) y que
constituyen las más importantes adquisiciones que caracterizan el periodo de
latencia. Su incapacidad para hacerse amigos fieles y para participar en juegos
compartidos se convierte a su vez en motivo de insatisfacción narcisista
fácilmente proyectada, exculpatoriamente, en los demás: “me rechazan, me tienen
manía” o “no me comprenden”, “no me interesan sus juegos”.
Mencionadas
estas incapacidades, conviene también señalar que los rasgos narcisistas
suponen también un progreso beneficioso porque, al dar acceso a un cierto
estilo de relación (marcada por la “indiferencia emocional”, la “autonomía
distante”, y algunos otros mecanismos con los que tratan de mantenerse en
relación, siempre que no se cuestione su inseguridad y sufrimiento) permiten
progresivamente y en los casos en que se mantiene prolongadamente una contexto
relacional favorable, elaborar la necesidad de reconocimiento recíproco con el
otro y la entrada en la tolerancia (“todos tenemos necesidades y defectos”) y
en la ambivalencia (“puedo odiar y necesitar a la misma persona, puedo ser
insoportable y agradable con los demás y, por eso, puedo ser odiado y
apreciado”).
•
Cuando se mezclan elementos depresivos (desvalorización o “baja autoestima”,
sentimientos de incapacidad y de ser rechazado por sus insuficiencias,
experiencias repetidas de fracaso) con elementos defensivos paranoides (“nadie
me ayuda, todos me critican”) se produce una peculiar y frecuente situación que
propongo denominar “victimismo”. Se trata de situaciones que no conviene
banalizar, por estar muy “enredadas” y ser muy difíciles de movilizar. Suele
confluir una particular sintonía, por no decir una fusión indeferenciada, entre
la visión del niño y la del entorno familiar, que también acumula experiencias,
reales y subjetivas, de fracaso personal y social (enfermedad, paro, carencias económicas
y afectivas etc). El resultado es una cerrazón familiar compartida, con una
desconfianza masiva hacia cualquier propuesta “que venga de fuera”, que
refuerza mecanismos de dependencia arcaica y muy infantil entre los miembros de
la familia, que “hacen piña” y “se protegen” contra cualquier “intrusión” de
“desconocidos” (se trate de profesores, trabajadores sociales, terapeutas o
simplemente vecinos). Nos ha llamado la atención la frecuencia con que se
descubre que esta posición victimista compartida subyace bajo situaciones
difíciles de entender: fobias escolares y absentismos muy prolongados;
situaciones de aislamiento, rechazo y por tanto fracaso de cualquier propuesta
de ayuda; eternización de situaciones de pasividad e inactividad “sub-depresivas”,
tendencia a la obtención permanente de rentas de invalidez y reconocimientos de
incapacidad, etc.
•
Cuando lo que predomina es la búsqueda de cierto equilibrio personal basado en
protegerse del peligro que suponen los demás, erigidos como amenazantes e
incluso como perseguidores activos, asistimos a una fácil transformación del
victimismo en movimientos calificables de paranoides. No siempre se convierten
en rasgos estables, sino que con frecuencia son períodos transitorios. Hay que
tener en cuenta que, aunque puede basarse en proyecciones subjetivas que
deforman la realidad, en particular en un lugar como un centro de día en donde
la agresión y la amenaza está al orden del día, puede ser un mecanismo “de
supervivencia” que supone cierta “previsión protectora” ante la hostilidad
ambiente (que hace recordar el concepto de “sana paranoia anticipatoria”… que
O. Kernberg atribuye ¡a los líderes con buen olfato institucional!). Para no
exagerar este eventual significado positivo de estos movimientos paranoides,
conviene matizar que hay dos situaciones frecuentes en las que sí nos parecen
positivos. Una, cuando suponen una manera de salir de aislamientos psicóticos
en los que cualquier contacto o aproximación eran imposibles previamente, y
otra, cuando suponen una especie de focalización (calificable de pre-fóbica)
que permite moverse con más soltura y seguridad en un entorno compartido.
Precisamente porque las situaciones o personas que “absorben” todo el peligro
pueden ser mantenidas a distancia y basta evitar su aproximación para recuperar
cierta tranquilidad y estabilidad. Se pueden así permitir incluso el establecer
relaciones estables con “protectores”, que acuden en su ayuda cuando el
amenzador-perseguidor se aproxima o amenaza con hacerlo.
En
cambio otras posibilidades más inquietantes son: una, que las tendencias
proyectivas paranoides se extiendan y conviertan en actitud generalizada y
permanente, dando lugar a la consolidación de una personalidad paranoide en
sentido estricto; y otra, que se sobrecargue de tendencias agresivas y
destructivas activas, y el “atacar preventivamente” a cualquier enemigo siempre
al acecho se convierte en un rasgo estable, “egosintónico” y prepotente que va
configurando una personalidad “vengativa” (“se va a enterar antes de tocarme”)
y, sobre todo, si encuentra estímulos y síntonias grupales, psicopática.
Evidentemente,
junto a los parámetros clínicos predominantes en lo anteriormente
esquematizado, si se busca una visión dinámica y global de la estructuración de
la personalidad, otros elementos clínicos complementarios son también
esenciales para una evaluación clínica y terapéutica correcta, que permita
articular aspectos metapsicológicos teóricos con la comprensión de evidencias
conductuales y de actitudes observables por cualquier profesional en contacto
con estos niños:
•
Variaciones del criterio de realidad: oscilante, distorsionado, inexistente,
instalación permanente o duradera en una neo-realidad delirante, que con más
frecuencia tiene carácter pasajero en forma de “ramalazos” delirantes (que
unidos a la exteriorización y evacuación de sentimientos y fantasías
intensamente amenazantes pueden completar una apariencia “alucinatoria”).
•
Tipos y evolución de fantasías: con predominio libidinal (de cuidados,
protección y reparación, que se traducen en juegos y dibujos en la aparición de
médicos, bomberos y otros cuidadores...) o por el contrario predominio
agresivo-destructivo (agresión brutal, muerte y destrucción, catástrofes y
cataclismos…) y todas las intrincaciones intermedias entre ambas: escenas de
devoración y oralidad sea peligrosa (caníbales, tiburones y monstruos
devorantesa; aspiración despedazante y mutuamente amenazante), o sea de
incorporación y regeneración (embarazos y otras inclusiones, rellenos y
expulsiones sorprendentes); fantasías depresivas (abandonos, pérdidas y
reencuentros; reparaciones heróicas o imposibles; muertes lamentables y
resurrecciones milagrosas); melancólicas (ruina y miseria, desesperanza
irreparable); maníacas (hazañas espectaculares; identificaciones con
superhéroes benignos, malignos o ambas cosas a la vez).
•
Medio utilizado para expresarlas: actuadas explosivamente, incorporadas en
determinadas actitudes (identificación con roles agresivos u omnipotentes),
representadas en juego de roles, simbolizadas a través del juego o del dibujo,
verbalizadas (en forma brusca y evacuativa o en forma modulada y comunicativa).
•
Imagen de sí mismo y de los demás más o menos escindidas o integradas: por
ejemplo idealizaciones positivas o negativas que distorsionan la percepción de
sí mismo y del otro: atribuciones de poderes mágicos o exgerados,
“construcción” imaginaria de perseguidores amenazantes; o, por el contrario,
reconocimiento de cualidades y limitaciones propias y ajenas.
•
Modo de expresión de afectos y sentimientos: evacuación incontrolable con o sin
reconocimiento posterior (actings, “intolerancia a la frustración),
canalización a través de diferentes medios (lúdicos, juego de roles, dibujo,
relato verbal), capacidad de reconocer (“a posteriori”, en otros o en sí mismo)
vivencias emocionales.
•
Establecimiento y evolución de relaciones: con iguales, familia, maestros,
terapeutas (consideración de sus intervenciones, aceptación de comentarios,
enseñanzas, interpretaciones etc). Transformación de sentimientos y afectos (de
paranoides, a depresivos y a ambivalentes).
Los
habituados a la formación y a la práctica psicoterapéutica conocen la
correlación de todo lo descrito con el predominio y evolución de ciertos
mecanismos de defensa y con el establecimiento y modificación de aspectos
transferenciales, pero no hay que cansarse de insistir en que las
intervenciones terapéuticas con estos niños necesitan ser plurales y que la
traducción de lo metapsicológico a un lenguaje más “interprofesional” es
imprescindible.
EL
PASO FALLIDO POR EL PERÍODO DE LATENCIA.
Una
de las características que resaltan, en negativo, la trascendencia evolutiva
del trastorno border line es la ausencia, en su funcionamiento psíquico, de las
complejas adquisiciones psíquicas que caracterizan y constituyen la esencia del
período de latencia, particularmente importante para el desarrollo en general y
para la organización de la personalidad en particular.
Resumiendo,
las principales carencias del border-line afectan:
•
a la consolidación del placer del funcionamiento psíquico (capacidad de
desplazamiento simbólico; investimiento del conocimiento; canalización y
vitalidad permanentes de la curiosidad);
•
al equilibrio entre el placer del control y el control del placer (corporal y
mental): habilidades motrices; satisfacciones autoeróticas tanto en la capacidad
de “moderar” y “adecuar” la masturbación sexual directa como a la de
desarrollar la “masturbación mental”: erotización de la fantasía, juegos
mentales tales como el placer de rememorar, la elaboración de reglas
mnemotécnicas, listas y colección de conocimientos, etc.
•
a la capacidad de sublimación (modulación de pulsiones agresivas; expresión de
afectos eróticos indirectos: ternura, pudor, nostalgia);
•
a la integración de sentimientos ambivalentes y aceptación de las limitaciones
propias de la “elaboración depresiva” (reconocer y tolerar virtudes y defectos
propios y ajenos; equilibrio entre pulsiones agresivas y reparado ras,
capacidad de soportar la rivalidad en la competición y complicidad de los
juegos reglados);
•
al progreso de la autonomía y distanciamiento, físico y afectivo, respecto a
los padres (y a la correlativa interiorización de figuras parentales
consistentes y estables).
Esta
breve enumeración condensa en realidad el resultado de un prolongado y costoso
trabajo de elaboración psíquica que constituye el nucleo esencial del
desarrollo psíquico (y de la organización de la personalidad) en el período de
latencia, permitiendo el acceso a algo –aparentemente tan trivial, cuando un
niño va bien, y tan complicado en caso contrario–, como es la adaptación
escolar con la complejidad de aprendizajes y de relaciones sociales que
conlleva.
También
desglosa la cantidad y complejidad de operaciones psíquicas que se ocultan bajo
otros conceptos y denominaciones que, con su aparente simplicidad, de un lado
se han extendido excesivamente y de otro categorizan y uniformizan situaciones
clínicas diferentes y complejas. Me estoy refiriendo a nociones tales como
“inmadurez afectiva”, “intolerancia a la frustración”, “dificultad en el
control de impulsos” y otras, que fácilmente son consideradas no solo como
constituyentes de un conjunto psicopatológico o síndrome específico, sino
también como atribuibles a una etiología neurobiológica unitaria.
La
importancia de esta visión está en que no solo puede afectar a la comprensión
de los síntomas, pudiendo dejar de lado factores diversos y complejos
(evolutivos, familiares, biográficos, traumáticos), sino también a las opciones
terapéuticas.
REPERCUSIÓN
DE LA PUBERTAD Y ADOLESCENCIA.
Cambios
corporales
El
impacto de las modificaciones corporales, y la turbulencia hormonal y pulsional
concomitante, suponen vivencias de difícil integración y metabolización para el
border-line. Es así porque además del plus de tensión y excitación que añaden,
también sobrecargan la inseguridad y vacilaciones de una frágil y oscilante
identidad, agravando su ya natural tendencia al desbordamiento mental. A su vez
este desbordamiento pulsional, afecta a su imagen corporal, –que se ve afectada
ahora por el añadido de significaciones vinculadas al empuje de tensiones
agresivas y sexuales–, y que estárá directamente imbricada con la construcción
de su “nueva” identidad.
En
otro trabajo(22) he descrito las tres tipologías de imagen corporal que se
construyen en la adolescencia.
El
cuerpo “cómplice” corresponde a una
imagen del cuerpo, vivido como amigo-compañero, que ayuda a consolidar un
proyecto de nueva identidad. Se corresponde con un narcisismo tolerante, con
una buena imagen de sí mismo, y con un ideal del yo alcanzable. Las actitudes hacia
el cuerpo que la acompañan consisten en adornarlo y embellecerlo (maquillaje,
tatuajes, pearcings), cuidarlo (ropa, higiene, cosméticos), trabajarlo
(disciplina deportiva, dietas y ascetismo protector). Evidentemente resulta de
la prolongación de buenas experiencias corporales previas, y de su integración
psíquica, en la latencia.
El
cuerpo “prótesis”, trata de compensar
las fragilidades de la identidad, y la “baja autoestima”, en una inflación
narcisista y megalómana de la imagen corporal, destinada a camuflar debilidades
e inseguridades. La exageración en los signos de “fortaleza” corporal, su
excesiva y a veces grotesca visibilidad, los cambios continuos de aspecto por
un mimetismo inmediato con modelos de identificación muy pasajeros y variables,
y sobre todo el que no ocurran como fenómeno que consolida su pertenencia a un
grupo de coetáneos, suelen caracterizar al border-line. La necesidad de
construirse una falsa apariencia, con exageradas manifestaciones de fuerza y
provocación, puede llegar a la necesidad de recurrir, para confirmar su
fortaleza, a la agresión repetida de los más débiles (niños y ancianos,
vagabundos, homosexuales, y, como ocurre a diario en un contexto de institución
terapéutica, a los “más subnormales” o “más locos”).
El
cuerpo “adverso” se caracteriza por ser
vivenciado como incontrolable y explosivo, y, en diferentes grados, detestable
y culpable de todo malestar psíquico. Esta imagen se corresponde con la
necesidad de que la rabia narcisista destructiva encuentre una víctima sobre la
que descargarse.“Te odio, te castigo, te destruyo” son, a menudo, las palabras
con que en ciertos diarios expresan los adolescentes esta tendencia
autoagresiva hacia su cuerpo decepcionante y responsable de su malestar. Pero,
sobre todo, los sentimientos que les llevan a todo tipo de actos y conductas
con las que agreden a su cuerpo, como si les fuera ajeno. La variedad y
frecuencia de ataques, estéticos y físicos, a su cuerpo es de sobra conocida:
desde
las quemaduras, escarificaciones, multiperforaciones, etc., hasta otras
variantes “ascéticas” de punición y privación de placer, o de imposición de
cadenas, “grilletes”, y otras cargas y aditamentos pesados y ferruginosos. En
las variantes más extremas las tendencias suicidas, o el flirteo permanente con
el riesgo extremo, que además queda banalizado y negado con una actitud de
prepotencia, plantean situaciones clínicas muy difíciles.
Como
es fácil de deducir los adolescentes border-line construyen su imagen corporal
conforme a las dos últimas variantes, que corresponden a su insuficiente
equilibrio narcisista y a las oscilaciones de su autoestima. Pero su expresión,
a través de la imagen y la conducta corporal, puede ayudarnos a abordar esta
problemática subyacente que, por sus dificultades de verbalización e
introspección, resulta difícilmente accesible.
Influencias
externas y diagnóstico clínico.
El
paso por la adolescencia tiene algunas características generales que se
superponen y refuerzan aspectos de funcionamientos propios o prevalentes de
ciertos tipos de personalidad y que pueden inducir a errores clínicos al tomar
fenómenos pasajeros como elementos de un diagnóstico definitivo. En nuestra
experiencia conviene considerarlos, en principio, como situaciones
transitorias, esperando para confirmar un diagnóstico de trastorno de la
personalidad a la observación más prolongada de “macrosecuencias” evolutivas.
También ocurre que el carácter grupal y compartido de ciertas actitudes y
conductas nos dificulta el distinguir si ciertas alteraciones son “sociales” o
“patológicas”.
En
particular, y en primer lugar, conviene valorar cuidadosamente situaciones frecuentes que a cualquier
adolescente le aproximan al funcionamiento border-line tales como:
•
las oscilaciones habituales normales del tono afectivo y relacional que pueden
tener particular intensidad y duración;
•
su tendencia natural a la discontinuidad, inconstancia y volubilidad, que
condiciona cambios permanentes, interrupciones injustificadas, entusiasmos
perecederos y “bajones inexplicables”;
•
las dudas y confusión respecto a su nueva identidad
•
la facilidad con que deforman, por razones emocionales y afectivas, o aún más
por usar sustancias tóxicas, su criterio de realidad.
Estas
situaciones incluyen episodios y manifestaciones normales, aunque llamativas y
a veces inquietantes, tales como: omnipotencia e idealización del pensamiento;
oscilaciones entre desvalorización y euforia hipomaníaca; deseos y temores de
relaciones de dependencia fusional; reacciones de hipersensibilidad al
abandono; tendencias dismorfofóbicas y sensibilidad autoreferenciales;
oscilaciones entre períodos de hiperactividad y de inhibición y
apoltronamiento; tendencia a quejas hipocondríacas regresivas.
Si,
de un lado, el adolescente normal presenta tales manifestaciones “casi
border-line”, de otro lado, el auténtico border-line que entra en la
adolescencia con su identidad inconsistente y su particular inestabilidad
emocional y relacional, se ve llevado a mimetizar, calcar y someterse a los
clichés habituales de los grupos de adolescentes, en los que generalmente trata
de entrar sin consolidar una pertenencia estable en ellos.
En
segundo lugar, merece particular atención la facilidad con que se contagian de
las habituales tendencias y conductas “psicopatiformes o psicopatizantes” de
los grupos de adolescentes.
Señalo
alguna de ellas, que se extienden fácilmente, por la tendencia natural de todo
adolescente al respeto y fidelidad total a las leyes y hábitos de su grupo,
porque necesita de esta sintonía incuestionable para reafirmar su
“neoidentidad” grupal:
•
Contagio de tono hipomaníaco y megalómano: “no hay nadie como nosotros, todos
los demás son unos pringaos”.
•
Tendencia compartida a la obtención de gratificación inmediata (avidez oral) y
a la exigencia violenta (sadismo anal): “que nos lo den ya y si no se van a
enterar”.
•
Dilución de la responsabilidad y la culpa individual en el anonimato colectivo
protector: “hemos sido todos”.
•
Desculpabilización y aconflictividad de la arrogancia: “hago lo que harían
todos si no fuesen tontos o caguetas”.
En
tercer lugar, hay que valorar los aspectos clínicos derivados de la intensa
necesidad de autoafirmación narcisista del adolescente, que plantea dudas
clínicas porque la exacerbación de la hipersensibilidad hacia el otro y hacia
su propia imagen nos obliga a diferenciarlo de un verdadero un trastorno
narcisista de la personalidad. Reseñando estas tendencias naturales del
adolescente, –y también veremos en el border-line su imitación o
consolidación–:
•
Fragilidad-hipersensibilidad y dependencia de la opinión y de la mirada del
otro.
•
Tendencia al egocentrismo y la autoreferencia.
•
Actitudes de arrogancia y la necesidad de construir un ideal de yo (autoimagen)
grandioso.
•
Actitudes menospreciantes, sobre todo de padres y de otros adultos.
•
Reacciones de fanfarronería, orgullo y prestancia (fijación al narcisismo
fálico).
•
Descargas de sadismo y autoritarismo (fijación al narcisismo anal).
•
Hipocondría regresiva acaparadora.
PLANTEAMIENTOS
Y PROBLEMAS TERAPÉUTICOS.
Los
parámetros psicopatológicos
Trataré
de resumir los “ejes” sobre los que basamos nuestra observación clínica, que
son tambien los “temas” en torno a los que se organiza la intervención
psicoterapéutica (sea individualmente o compartida en equipo con intervenciones
psicoeducativas complementarias: reeducación psicomotriz y del lenguaje,
pedagogía relacional individualizada, etc.).
Todos
ellos resultan de los mecanismos psicopatológicos que he ido describiendo, y que
deben calificarse como tales por:
•
su tendencia repetitiva;
•
la incapacidad del niño para modificarlos sin ayuda externa;
•
su efecto amputante de las capacidades potenciales del niño;
•
su repercusión constante y cada vez más irreversible en el desarrollo psíquico.
Por
lo tanto cualquier variación, a mejor o a peor, en estos mecanismos, supone un
criterio de evaluación y pronóstico y una guia para la intervención
terapéutica.
Como
se ve también todos tienen una doble particularidad:
•
la de estar presentes tanto en el funcionamiento límite como, en mayor o menor
grado, en otros muchos niños hiperactivos, por no decir en todos;
•
la de condicionar cualquier intento de relación que además es indispensable
para que se pueda intentar modificarlos.
Defensas
maníacas.
Se
plasman en una actitud que dificulta cualquier intervención relacional y cuyos
elementos fundamentales son: Como mecanismo antidepresivo que son, tratan de
combatir un sentimiento de desvalorización que les lleva a no aceptar ninguna
necesidad de ayuda, en gran parte por temor a nuevos fracasos.
Cualquier
intento terapéutico choca con su tendencia general a negar sus propias
dificultades y a iniciar tareas difíciles.
Las
constantes proyecciones acusatorias y las ideas y sensaciones de autoreferencia
acompañantes, “confirmadas” por experiencias de fracaso anteriores, se oponen
activamente a una relación terapéutica basada en la confianza.
La
posición del terapeuta tendrá que insistir en su intención de ayuda, salvando
las dificultades contratransferenciales inevitables que esta actitud maníaca
del niño conlleva (rechazo, menosprecio, “indiferencia” y “desinterés”). En
contrapartida, el punto esencial sobre el cual se basan las posibilidades
terapéuticas es la necesidad desesperada, del niño; de agarrase a una relación
estable en la que apoyarse “para todo”.
Dificultades
en la integración corporal y organización motriz.
•
La torpeza motriz y la impaciencia son la cara conductual visible de la
ausencia “piel psíquica”, de su incapacidad de contenerse y de soportar la
espera.
•
La regulación de ritmos, secuencias, límites será una tarea fundamental en la
que tendrán que experimentar el paso de la incapacidad al ejercicio y el logro,
progresivo y con esfuerzo.
•
Igualmente deberá transformar el predominio de la evacuación emocional y la
impulsividad motriz hacia la canalización pulsional.
Todo
ello nos lleva, en nuestra experiencia clínica a utilizar preferentemente,
–sobre todo como actividad preparatoria a intervenciones más centradas en la
elaboración psiquica, que inicialmente les resulta más dificultosa–, técnicas
basadas en terapias psicomotrices que permiten abordajes más lúdicos, mejor
soportados, y la inclusión gradual de elementos que van permitiendo un trabajo
de introspección (comentarios “del juego”, escenas representadas en juego de
roles, tolerancia de dificultades y torpezas compartidas, etc.).
Vulnerabilidad
narcisista.
•
El déficit de la capacidad de ilusionarse con nuevas tareas es la norma en
estos niños con una historia previa de fracasos repetidos. Por eso, frente a
cualquier nueva propuesta, tienden a evitarla con actitudes y tácticas
diversas, más que a aventurarse en ella arriesgándose otra vez a un nuevo
fracaso.
•
La consecuencia –porque a hacer bien se aprende haciendo primero mal y después
regular–, es que la renuncia a la práctica y esfuerzo les condena a la
cronificación de sus limitaciones instrumentales y sus carencias cognitivas y
del aprendizaje.
•
Su particular dependencia anaclítica y su inestabilidad afectiva hace que su
oscilación entre el control y búsqueda permanente del otro y la ruptura,
decepción y desinterés bruscos ante cualquier aproximación, coloque a cualquier
intento terapéutico o educativo al borde de la ruptura y el abandono.
Por
lo tanto, todo proyecto terapéutico, ya de por sí difícil, exige un particular
trabajo de coordinación que garantice la continuidad de cuidados entre
profesionales dispuestos a colaborar en proyectos individualizados para cada
caso y siempre largos. Merece particular mención decir que si no se puede
garantizar unos recursos mínimos indispensables conviene no embarcarse en
promesas terapéuticas ilusorias, que forzosamente conllevarán decepciones y
rupturas complicadas. Igualmente insistiré, para evitar un negativismo que nos
condena a la inactividad, en que hay que distinguir entre las dificultades de
estos tratamientos y la imposibilidad de realizarlos.
Fallos
en la capacidad de auto-tranquilización.
Resultado
de las carencias en la interiorización de mecanismos, intrapsíquicos, de
regulación emocional y canalización pulsional, –consecuencia de fallas
relacionales precoces y de las características temperamentales correlativas–,
es necesario abordar y resolver:
•
la incapacidad de disfrutar de un espacio imaginario y de poder realizar
operaciones mentales placenteras;
•
la imposibilidad de espera de la satisfacción, precisamente porque la actividad
mental que permite diferirla es displacentera;
•
la tendencia sustitutiva a calmarse por agotamiento físico,“llenando” con
hiperactividad el malestar o el vacío que produce el esfuerzo mental.
Marco
general del tratamiento.
Si,
como pensamos, se trata de intentar modificar un funcionamiento organizado
durante años, que además es consecuencia y causa de interacciones perturbadas y
a su vez patógenas, se hace indispensable para intervenir sobre éstas, ayudar
terapéuticamente tanto al niño, –de forma intensiva, prolongada, y si es
posible temprana–, como a su familia. Además también suele ser necesario
coordinarse con otros profesionales, y en particular con los medios escolares.
A
sabiendas de que este plantamiento suele conllevar la reacción crítica
inmediata de que es “utópico”, por los recursos y costes que implica, conviene
responder que es el único posible para ser eficaces y para evitar los costes
(psíquicos y económicos; personales familiares y sociales) asociados a un
trastorno cronificado con tan serias consecuencias.
Este
abordaje terapéutico múltiple puede, y suele, realizarse ambulatoriamente.
Cuando
las realidades asistenciales lo permiten, los diversos dispositivos de tipo
hospital o centro de día son de gran ayuda, y en muchos casos imprescindibles,
porque facilitan la confluencia y la coordinación, bajo el mismo techo y en un
proyecto compartido en equipo, de los múltiples abordajes terapéuticos
multiprofesionales, que deben ser organizados, en cuanto a su “dosis”, su
especificidad y su momento, en proyectos individualizados para cada niño.
No
es infrecuente que un dispositivo de hospitalización en crisis agudas, en un
medio con experiencia y medios específicos de psiquiatría infanto-juvenil, se
haga imprescindible en ciertas situaciones de urgencia: tentativas o riesgo de
suicidio, agitación permanente, desbordamiento escolar y familiar masivo,
carencia de estructura y contención familiar mínima.
La
utilización de psicofármacos merece algunos comentarios.
El
primero que por desgracia no tenemos fármacos curativos o con efectos
específicos sobre las alteraciones de la personalidad límite. Por tanto, el
abordaje exclusivamente farmacológico es insuficiente y la prescripción de
psicofármacos debe ir unida a su inclusión en un proyecto terapéutico más
amplio.
La
utilización de los psicofármacos habituales (en particular ciertos ansiolíticos
y antipsicóticos atípicos y algunos antidepresivos) tiene buenos efectos
sintomáticos en situaciones frecuentes: crisis o periodos de intensa ansiedad,
episodios de confusión y ansiedad psicóticas, inhibición depresiva, rumiaciones
obsesivas, melancoliformes o persecutorias particularmente invasivas.
Respecto
a los efectos del metilfenidato, como es sabido útiles en otros tipos de
hiperactividad, no tienen, en nuestra experiencia, efectos favorables en la
hiperactividad de los niños con personalidad límite, particularmente sensibles
a sus efectos excitantes y euforizantes.
Nuestra
práctica en centro de día nos ha aportado una particular enseñanza. Y es que,
habitualmente, las apreciaciones de la familia de los efectos del fármaco así
como la exactitud de sus informaciones sobre dosis y tomas, están alejadas de
la realidad. No se trata de ocultar o mentir conscientemente, cosa que es
infrecuente, sino de apreciaciones subjetivas, muy deformadas por la angustia
del momento, por sus propias ideas de lo que es un psicofármaco o un trastorno
mental, o por su influenciabilidad desde cualquier otra opinión no profesional
y en particular de la mediática o de la familiar. Tampoco otros adultos, profesionales
o no, si se ven directamente afectados por las “turbulencias” de estos niños,
se libran de emitir juicios, opiniones, o (des)informaciones, que nos conminan
a hacer cambios de dosis o de fármacos, poco fundadas si se evalúan las cosas
más objetivamente. Puede parecer sencillo hacerlo así y tomar las decisiones
correctas, pero en la práctica resulta muy complicado que el niño, la familia y
los profesionales, confíen en la eficacia y adecuación de la indicación
farmacológica, lo que exige seguridad, fiabilidad y experiencia por parte de
quien hace la prescripción.
En
cualquier caso, la eficacia, aceptación, credibilidad y cumplimiento del
tratamiento farmacológico se ve siempre facilitada y mejorada por el
acompañamiento combinado de otras intervenciones terapéuticas adecuadas.
La
psicoterapia
Condiciones
básicas
Necesita
de unos requisitos previos mínimos sin los cuales su viabilidad resulta muy
complicada o imposible.
El
primero es la presencia de un ambiente familiar suficientemente estructurado
para acompañar y sostener al niño y colaborar con los profesionales en el
tratamiento, o al menos no oponerse, activa o pasivamente, a sus propuestas.
Esta
predisposición favorable de parte de la familia permitirá el desarrollo de otro
requisito indispensable. La familia debe ser informada regularmente de las
dificultades del niño, y de los objetivos y cambios esperables con la
psicoterapia, y de sus progresos y estancamientos.
En
nuestra experiencia, la adopción de medidas terapéuticas específicamente
dirigidas a la familia es posible y necesaria, pero frecuentemente exige toda
una serie de acciones de mediación previas. Entre otras, informarles e
interesarles en el tratamiento de su hijo puede ser una de las más útiles
(junto con la ayuda directa en la resolución de problemas cotidianos:
dificultades burocráticas o de adaptación social de la familia, resolución de
los problemas de escolarización del niño, etc.).
El
hecho frecuente de que el niño border-line conviva con un ambiente familiar
desestructurado es por lo tanto un serio obstáculo a la indicación de
psicoterapia. En nuestra opinión, la única posibilidad de salvarlo es el poder
disponer de medios institucionales, que permitirán una suplencia de las
carencias de contención y elaboración de estas familias que, si las cosas
funcionan bien, se benefician también del soporte institucional en el que
depositan la atención a muchas de sus propias necesidades.
En
cuanto al marco del trabajo psicoterapéutico con el niño, requiere un mínimo de
intensidad y continuidad. Nos parece necesaria para lograr cambios
significativos y estables una frecuencia mínima de 2-3 sesiones semanales
durante 1-2 años. Las características más o menos favorables de la familia y
del medio escolar y la experiencia y continuidad del equipo terapéutico inciden
mucho en la eficacia y desarrollo del tratamiento y por ello en su duración y
desenlace.
En
cuanto a la edad más indicada, es fácil de deducir que desde nuestra
comprensión y experiencia pensamos que debe iniciarse cuanto antes mejor, una
vez que los elementos clínicos nos confirmen el funcionamiento límite. Esto
ocurre en los casos más graves ya a partir de los 5-7 años. Esta aparente
“corta edad” no debe inducir a una actitud de espera sino de intervención
intensiva, porque la experiencia muestra que ni mejoran espontáneamente ni la
dedicación escolar mejor intencionada tiene efectos terapéuticos directos. Son
precisamente los casos graves, tratados pronto e intensivamente, los que
mejoran más espectacularmente.
Una
vez en marcha, una de las mayores dificultades técnicas de estas psicoterapias
es la utilización defensiva y repetitiva del juego, utilizado exclusivamente
como vía de descarga de excitación y no como medio de elaboración y
verbalización. Lo es también con frecuencia la dificultad de contener y
canalizar la tendencia a la desinhibición pulsional, sexual y agresiva.
La
tendencia del niño a la escisión y la fragmentación, en todo lo que hace y expresa,
es otra gran dificultad porque dificulta una visión conjunta y compartida de la
globalidad de su funcionamiento por parte de los diferentes profesionales y de
la familia, que ven y conviven, cada uno de ellos, con un niño diferente. Por
eso se hace imprescindible la puesta en común, de informaciones parciales y
dispersas, en reuniones del equipo terapéutico y educativo y con la familia.
Objetivos
y parámetros específicos de la psicoterapia
En
la maraña de temáticas, fantasías y conductas, que suelen activarse, con
frecuencia en forma desordenada, caótica y productiva, conviene tener alguno
“ejes” o “guias” que hacen de hilo conductor que nos permite organizar nuestra
comprensión y nuestras intervenciones. Con su utilización, tratamos de anotar
lo que ocurre, y de analizarlo en espacios de reflexión y supervisión,
restableciendo la continuidad de las secuencias de comportamiento observadas en
el niño, y su correspondencia e interrelación con estos parámetros(23),
–metapsicológicos y psicopatológicos– que son los siguientes, y que “cruzamos”
con los que se proponían anteriormente:
•
Esclarecimiento de los límites y roles generacionales y sexuales, tratando de
llevar al niño desde su percepción deformada de la realidad hasta una
percepción más objetiva de sus padres y de los adultos, de lo que les
diferencia entre sí y con respecto a él.
•
Verbalización y diferenciación de sentimientos propios y ajenos. Aceptación de
limitaciones suyas y de sus padres. Capacidad de soportar y nombrar fallos
básicos de su entorno.
•
Neutralización de los mecanismos de escisión y progreso en la integración de
aspectos negados y/o no expresables, o fragmentados en expresiones dispersas e
inconexas. (Lo cual exige un trabajo de equipo destinado a compatir e integrar
continuamente informaciones parciales, frecuentemente desechadas, a pesar de su
importancia, por su carácter fragmentario o porque el interlocutor elegido no
parece relevante).
•
Consolidación y evolución de la integración en el Superyo de sus diferentes
componentes (flexibilización desde aspectos normativos sádicos y rígidos,
–“superyo perseguidor y punitivo”– hacia la inclusión progresiva –en un
“superyo protector”(24)– de ambivalencia, tolerancia, y en los mejores casos
ironía y humor: capacidad de bromear sobre defectos propios o ajenos).
•
Progresión en las relaciones con sus compañeros, en particular comprensión y
respeto de reglas lúdicas (juegos sociales) y ejercicio de la tolerancia en la
competición (aceptar y tolerar superioridad e inferioridad).
•
Resolución de conflictos pre-edípicos: fusión y confusión en relaciones
indiferenciadas; reacciones de pánico ante cualquier amenaza de cambio real o
fantaseado; ajuste de imagos, parentales y de otros adultos, grotescas
exageradamente amenazantes.
•
Atenuación de la ansiedad catastrófica (amenaza a la integridad corporal y
mental, fantasías de destrucción, enfermedad y locura).
•
Comprensión y elaboración de las tendencias a la somatización y verbalización
de deseos y temores relacionales subyacentes.
•
Diferenciar, matizar y atenuar los diversos tipos de impulsividad y de
agresividad (y en particular las que derivan de una defensa ante angustias y
limitaciones del funcionamiento-fracaso yoico y de sentimientos proyectivos de
amenazas “externas” a su identidad). Capacidad de percibir y verbalizar como
propios sentimientos contrapuestos (acceso a la ambivalencia).
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*
Este segundo artículo es la continuación del publicado en el año 2001, (número
31, 32) siendo el resultado de la revisión y actualización de la ponencia
presentada en XIII Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y
Psicoterapia del Niño y del Adolescente, que bajo el título “Trastornos de la
personalidad en la infancia y en la adolescencia”, se celebró en Donostia / San
Sebastián los días 27 y 28 de octubre de 2000.
**
Psiquiatra. Jefe de la Unidad de Psiquiatría de Niños y Adolescentes. Comarca
Uribe Osakidetza / Servicio Vasco de Salud. Correspondencia: c/. Alangobarri, 7
bis - 48990 Getxo. Vizcaya.
(1)
Lasa A., Hiperactividad y trastornos de la personalidad: I. Sobre la
hiperactividad, Cuadernos de psiquiatría y psicoterapia del niño y del
adolescente, 31/32, (2001).
(2)
Siguiendo la traducción que hacen Laplanche-Pontalis, denomino así al concepto
que corresponde al original en inglés “internalization” (a veces castellanizado
como tal: “internalización”). A señalar que estos autores lo hacen también
sinónimo de “introyección”.
(3)
Y su principal crítica a la teoría y técnica de Kohut es que deja de lado, en
su teoría y en su técnica, estos aspectos psicogenéticos y transferenciales.
(4)
Comunicación verbal. Jornada de SEPYPNA. Madrid 2002. Kernberg resalta entre
las funciones “temperamentales” esenciales: la regulación y expresión de
afectos que, para él, constituye el primer sistema de motivación, y el sistema
de atención y cognición.
(5)
Ya reseñado en nota al pie n.º 1.
(6)
Es de reseñar que el intento más destacado de convergencia, entre autores
franceses y americanos, se ha realizado precisamente respecto a los conceptos
de “disarmonías psicóticas” y “trastorno múltiple del desarrollo” (ver TORDJMAN
S., FERRARI P., GOLSE B., BURSZTEJN C., BOTBOL M., LEBOVICI S., COHEN D.J
(1997),”Dysharmonies psychotiques” et “Multiplex Developmental Disorder”:
Histoire d´une convergence, Psychiatrie de l’enfant, XL, 2, p. 473-504).
(7)
En un artículo posterior, Widlocher ha matizado su original punto de vista,
diferente del de Kernberg, respecto a las características de los mecanismos de
escisión del borderline. (Ver “Les états limites”, Paris, PUF, 2000, págs.
79-82.
(8)
El concepto de “oposición” como rasgo de carácter y funcionamiento tiene como
se ve un largo recorrido antes de que la psiquiatría americana reciente lo haya
convertido en categoría diagnóstica.
(9)
Incidencia que seguramente se verá afectada por el fallecimiento prematuro de
Donald Cohen y por la influencia que otros autores de su grupo ejerzan sobre la
política de consenso establecido para la DSM.
(10)
TORDJMAN S., FERRARI P., GOLSE B., BURSZTEJN C., BOTBOL M., LEBOVICI S., COHEN
D.J (1997), ”Dysharmonies psychotiques” et “Multiplex Developmental Disorder”:
Histoire d’une convergence, Psychiatrie de l’enfant, XL, 2, p. 473-504.
Comunicación personal de R. Misès.
(11)
Comprensión influenciada por las concepciones de Margaret Mahler y Edit.
Jacobson.
(12)
Mantengo este término, en lugar de su correcta traducción “fantasía” y pese a
incurrir en un anglicismo, por ser de habitual uso entre profesionales.
(13)
Diversos autores de orientación psicoanalítica, a la vez que critican la
supresión de toda referencia a la “neurosis” a partir de la DSM-III, prefieren
hablar en la patología límite de “emergencias neuróticas” (Misès) o de
“apariencia neurótica” (Bergeret), precisando con ello que las diferencian
clínicamente de la “estructura neurótica” de la personalidad. También los
terapeutas familiares han insistido en la imbricación entre distorsiones e
interacciones familiares perturbadas y su repercusión en la interiorización de
mecanismos psíquicos problemáticos y su emergencia en síntomas “neuróticos”
diversos.
(14)
Resulta curioso que no se cite en este texto a otros autores, también
anglosajones, que ya se habían planteado la misma cuestión hace tiempo (¿Hay un
síndrome de hiperactividad pura?, August y Stewart, 1982) aunque quizás se deba
a la actual tendencia a citar sólo las publicaciones “más actuales”.
(15)
Esta descripción clínica recoge y desarrolla muchos de los aspectos descritos
por Misès, a lo largo de su prolongada experiencia y de sus publicaciones, que
nos han ayudado mucho en nuestra formación y práctica clínica y en sus
desarrollos asistenciales.
(16)
Winnicott elige el adjetivo “transicional” porque la creación de estos objetos
y su utilización, tiene lugar en un espacio “intermediario”, situado entre la
presencia y la ausencia materna, entre el día y la noche, entre la realidad
externa y la ilusión subjetiva y porque permite articular su manejo y
manipulación física con su incorporación y vinculación con la fantasía.
(17)
No preciso a lo largo del trabajo los múltiples aspectos y significados de la
noción psicoanalítica de “objeto” (parcial y total, interno y externo, real o
fantaseado, persona objeto de amor y odio, etc.) por entender que los lectores
habituales están de sobra familiarizados con el término y deducen su
significado a partir del contexto en que se utiliza.
(18)
Término que propuso Hanna Segal, describiendo la dificultad para separar el
símbolo y lo simbolizado y al desaparecer la distancia propia del
desplazamiento simbólico, la confusión entre fantasía y realidad (con lo que
las personas y situaciones externas adquieren, como en las pesadillas,
características fantasmagóricas).
(19)
J. Manzano propone (en: “La dimensión narcisista de la personalidad”; Pendiente
de publicación) incluir una “dimensión narcisista” como parámetro permanente en
la comprensión y evaluación del desarrollo de la personalidad normal y
patológica. También, conjuntamente con F. Palacio-Espasa, un “modelo
multiaxial” del narcisismo (en: “Narcissisme paranoide et narcissisme
depressif: un modèle multiaxial du narcissisme”; pendiente de publicación,
comunicación personal).
(22)
A. Lasa, Experiencias del cuerpo y construcción de la imagen corporal en la
adolescencia: vivencias, obsesiones y estrategias, Psicopatol salud ment. 2003,
2, pp. 53-74.
(23)
Que se inspiran en la comprensión psicopatológica desarrollada por Misès y
recogen también las propuestas de Paulinas F. Kernberg.
(24)
Conforme a la doble función y naturaleza, clásicamente descrita por Nunberg, y
que se diferencia desde la amenaza que sanciona por lo mal hecho hacia la
sugerencia de lo que conviene hacer y el placer que se obtiene con ello.
(25)
Sólo incluye la bibliografía referente al trastorno límite de personalidad y no
la referida más específicamente a la hiperactividad, ya incluida en la primera
parte de este artículo, –anteriormente publicado en esta revista–
Hiperactividad y trastornos de la personalidad. I- Sobre la hiperactividad.
Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente 31/32 5-81
(2001), salvo la publicada posteriormente o la no citada allí.
CUADERNOS
DE PSIQUIATRÍA Y PSICOTERAPIA DEL NIÑO Y DEL ADOLESCENTE, 2003; 35/36, 5-117
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