Aunque
muchos autores utilizan el término de delincuencia juvenil, siguiendo a Rutter,
Giller y Hagel (1998) hemos optado por hablar de conducta antisocial para
referirnos a uno de los problemas propios de los adolescentes que generan una
mayor preocupación social.
La
delincuencia juvenil es una categoría legal referida a aquellos sujetos de
edades comprendidas entre los 14 y 18 años que hayan cometido una o más
acciones punibles definidas como tales en el código penal, por tanto, requiere
de la comisión de un delito. En cambio, la conducta antisocial comprende las
acciones lesivas y dañinas para la sociedad que infringen reglas y expectativas
sociales, con independencia de que constituyan un delito, por ejemplo,
vandalismo, hurtos, agresiones, etc.
Aunque
hay un claro solapamiento entre ambos términos, en algunos casos los
comportamientos antisociales no constituirán un delito, bien por su baja
intensidad, bien porque hayan sido cometidos por un niño o niña de menos de 14
años, que en nuestro país es la edad mínima de imputabilidad, es decir, la edad
a partir de la cual se aplican las sanciones penales. No obstante, aunque a
partir de los 14 años un menor puede ser imputado, La Ley Orgánica 5/2000, de
12 de enero, reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, establece
una normativa sancionadora específica para los menores con edades comprendidas
entre los 14 y los 18 años.
También
hay que diferenciar la conducta antisocial del concepto utilizado en psicología
clínica de trastorno de conducta o trastorno disocial (conduct disorder),
descrito en el DMS IV-TR como un patrón repetitivo y persistente de conducta en
el que los derechos básicos de otras personas o las principales normas sociales
adecuadas a una edad son violadas. De acuerdo con el criterio diagnóstico deben
estar presentes 3 o más conductas desviadas y conllevar un deterioro
significativo del funcionamiento en casa o en la escuela. Por lo tanto, muchos
adolescentes que manifiesten conductas antisociales, por ejemplo que cometan un
único acto delictivo, quedarán fuera de esta definición y no podrá
atribuírseles un trastorno de conducta (Farrington, 2004).
Prevalencia
y trayectorias evolutivas de la conducta antisocial.
Conocer
la prevalencia real de comportamientos antisociales o delitos reviste una gran
complejidad, y no es fácil llegar a conclusiones fiables al respecto. Las
razones de estas dificultades tienen que ver con las diferencias existentes
entre las fuentes de información utilizadas. Así, podemos referirnos a cifras
oficiales, como los datos procedentes de detenciones policiales o de registros
judiciales.
Pero,
además de esas cifras referidas a la delincuencia oficial, algunos estudios se
llevan a cabo preguntando a la población general sobre su experiencia como
víctimas de delitos, o aplicando cuestionarios anónimos a la población
adolescente en los que se recoge información acerca de su implicación en la
comisión de delitos. En estos últimos casos estaríamos hablando de delincuencia
sumergida o no detectada, ya que la mayoría de los adolescentes que reconocen
haber cometido algún delito, no ha entrado en contacto con los sistemas
policial o judicial.
A
pesar de esas dificultades, podemos ofrecer algunos datos de prevalencia
referidos a distintos países, así Farrington (2004) indica que un 15% de chicos
y un 3% de chicas fueron detenidos antes de los 18 años en Inglaterra, mientras
que en estados Unidos estas cifras fueron claramente superiores: 33% y 14%. Si
se analizan las cifras de delincuencia sumergida basada en auto-informes, la
prevalencia es más elevada, situándose en torno al 50% el porcentaje de
adolescentes que reconocen haber cometido algún delito, aunque en algunos
estudios esta cifra sube hasta el 70-80%. En cuanto al porcentaje de delitos
que son cometidos por menores, las cifras oficiales indican que en estos
países, entre un cuarto y un tercio de los delitos son cometidos por
adolescentes de menos de 18 años. La mayoría de estos delitos están
relacionados con robos y hurtos, y sólo un 10% representan delitos violentos
(Rutter, et al. 1998).
Las
diferencias de género son una constante en todos los países, ya que las
estadísticas indican una mayor prevalencia de delitos y comportamientos
antisociales en varones, diferencias que son menores al inicio de la
adolescencia y que van aumentando con la edad. Además, como señalan Rutter et
al. (1998), existen diferencias entre el tipo de delitos cometidos por chicos y
chicas, ya que los primeros se implican en delitos más graves y con uso de
violencia y suelen reincidir más.
No
obstante, las diferencias de género son menores si analizamos los datos de
delincuencia sumergida. Las diferencias entre las cifras referidas a
delincuencia sumergida y delincuencia oficial no se refieren exclusivamente al
género, ya que también aparecen en las cifras oficiales más adolescentes
procedentes de minorías étnicas y clases más desfavorecidas. Estas
discrepancias reflejan un claro sesgo en las estadísticas oficiales, y se deben
tanto a la mayor gravedad de los delitos cometidos por varones y por jóvenes de
grupos sociales desfavorecidos, como al hecho de que estos adolescentes reciben
un trato discriminatorio y más duro por parte de la policía y el sistema
judicial (Poe-Yamagata y Jones, 2000).
En
cuanto a la tendencia histórica sobre la evolución de la prevalencia de los
delitos cometidos por menores, la evidencia indica un claro aumento desde los
años 50 hasta los 90 en la mayoría de los países, España entre ellos (Rutter et
al. 1998). Sin embargo, desde mediados de los años 90, la tendencia es mucho
menos clara ya que parece que se ha frenado la epidemia de violencia juvenil
que se había observado en las últimas décadas del pasado siglo, y en muchos
países se ha estabilizado o ha descendido la incidencia de la mayoría de
delitos (Pleiffer, 2004; Koops y Orobio de Castro, 2006)
En
términos generales, la adolescencia es una etapa de mucha incidencia de
conductas antisociales y delictivas, y existe un consenso generalizado entre
investigadores con respecto a la tendencia que sigue el comportamiento
antisocial a lo largo del ciclo vital, y en aceptar lo que se ha denominado la
curva de edad del crimen (Tremblay, 2000). Así, si durante la infancia son más
frecuentes las conductas agresivas de poca importancia, con la llegada de la
adolescencia disminuyen esos comportamientos para dar paso a conductas
antisociales de mayor gravedad, que seguirán aumentando hasta tocar techo al
final de la adolescencia y descender de forma acusada durante la adultez
temprana.
No
obstante, algunos estudios longitudinales han diferenciado entre dos tipos de
trayectorias evolutivas, una de mayor gravedad, aunque mucho menos frecuente,
que comienza en la infancia y se extiende a lo largo de todo el ciclo vital, y
otra que se limita a la adolescencia, tendiendo a desaparecer en la medida en
que el sujeto empieza a asumir las responsabilidades propias de la adultez
(Moffitt, 1993; Farrington, 2004). Este segundo tipo es el más habitual.
Factores
de riesgo relacionados con la conducta antisocial.
A
la hora de analizar las causas del comportamiento antisocial y delictivo habrá
que tener en cuenta el tipo de patrón delictivo, ya que los factores
relacionados con el patrón más grave y persistente son algo diferentes a los
que se asocian con la conducta antisocial limitada a la adolescencia. En el
caso de los adolescentes que limitan su actividad delictiva a la adolescencia,
algunos de los factores de riesgo son semejantes a los relacionados con las
conductas de asunción de riesgos, pues estas conductas antisociales son en
muchos casos un tipo de conductas de búsqueda de sensaciones y de asunción de
riesgos, y por ello serían más frecuentes durante esta etapa evolutiva.
Ciertos
factores familiares se relacionan con la conducta antisocial limitada a la
adolescencia, en concreto los padres de estos chicos y chicas presentan un
estilo parental caracterizado por la falta de control o supervisión (Steinberg,
Lamborn, Darling, Mounts y Dornbusch, 1994). El rol que desempeña el grupo de
iguales también es muy relevante, y algunos estudios indican que estos
comportamientos son más frecuentes en situaciones grupales en las que el
adolescente se ve presionado por sus amigos (Rutter et al., 1998).
En cuanto a los adolescentes que muestran el patrón antisocial más severo, el predictor más potente es la existencia en la infancia de agresividad y problemas de conducta durante un periodo prolongado de tiempo, no obstante, hay que hacer referencia a la confluencia de una serie de factores de riesgo, tanto individuales como contextuales, que operando de forma conjunta favorecen el surgimiento de estos comportamientos.
Entre
las variables individuales, las influencias genéticas sobre la mayoría de
conductas antisociales son significativas aunque de moderada magnitud, siendo
la agresión especialmente heredable (Plomin y Asbury, 2005). Algunos estudios
han encontrado en los menores antisociales una mayor impulsividad, problemas de
auto-regulación y dificultades para controlar la ira, y una mayor incidencia de
trastornos de hiperactividad y déficit de atención, problemas todos ellos que
parecen asociados a una falta de maduración del córtex prefrontal (Patterson,
DeGarmo y Knutson, 2000).
Las
bajas puntuaciones en los tests de CI junto a un rendimiento académico muy bajo
es otra constante en estos adolescentes, que además suelen mostrar sesgos
cognitivos atribucionales muy hostiles, que le llevan a interpretar de forma
amenazante y hostil comportamientos y actitudes neutras de sus compañeros, y a
reaccionar de forma agresiva (Lochman, Phillips y Barry, 2003). El consumo de
drogas aparece con frecuencia asociado al comportamiento delictivo,
probablemente porque comparten factores de riesgo, aunque también porque el
consumo provoca desinhibición y distorsiona la valoración de los riesgos
derivados del comportamiento delictivo.
Las
variables familiares han sido consideradas como claves para el desarrollo de la
conducta antisocial severa, ya que según muestran numerosos estudios estos
adolescentes provienen de familias muy desorganizadas y conflictivas, con
padres que se muestran hostiles o negligentes, y que fracasan a la hora de
ofrecer a sus hijos modelos comportamentales apropiados (Patterson et al.,
2000). Por otra parte, también es frecuente por parte de estos padres el empleo
de estrategias disciplinarias muy coercitivas con la aplicación castigos
físicos que en algunos casos se pueden considerar situaciones de maltrato.
De
hecho el comportamiento antisocial es una de las consecuencias más frecuentes
del maltrato infantil y adolescente, probablemente porque el abuso severo, al
igual que otras experiencias infantiles traumáticas provoca modificaciones en
la estructura y funcionamiento cerebral (Oliva, 2002; 2007). Los factores
familiares y los genéticos pueden interactuar de cara a generar un
comportamiento desajustado; como se ha puesto de manifiesto en un estudio
longitudinal llevado a cabo en Nueva Zelanda por Caspi et al. (2002), aquellos
niños que habían experimentado malos tratos se convirtieron en adolescentes y
adultos violentos sólo cuando tenían una versión de baja actividad del llamado
gen de la Mono Amino Oxidasa A, pero no cuando tenían la versión activa del
gen.
Entre
los factores sociales de riesgo, s e encuentran la pobreza o las situaciones
muy desfavorecidas. No obstante, la relación entre la clase social y el
comportamiento antisocial es muy débil e incluso no aparece en algunos estudios
recientes, además cuando es significativa, se trata de una influencia indirecta
que se ejerce a través de la depresión de los padres y el conflicto familiar.
Es
decir, las situaciones de pobreza harían más probable tanto la conflictividad
marital como la depresión parental, lo que llevaría que los padres mostraran
unas estrategias disciplinarias menos eficaces y los menores un comportamiento
más desajustado (Buehler et al., 1997). La relación con un grupo de iguales con
altas tasas de actividades delictivas es otro claro factor de riesgo,
especialmente cuando aparece relacionado con unas malas relaciones familiares,
aunque también es cierto que los adolescentes antisociales tienden a elegir
como amigos a otros chicos y chicas que también muestran comportamientos
desviados.
Intervención
sobre la conducta antisocial.
La
mayoría de programas preventivos suelen incluir la formación de padres desde la
primera infancia para que puedan seguir estilos de crianza más positivos y
manejen el comportamiento disruptivo de sus hijos sin utilizar métodos
coercitivos. En casos de familias de riesgo también pueden incluir el apoyo a
los padres mediante visitas domiciliarias. Estos programas se han mostrado
eficaces para reducir la disciplina coercitiva y los malos tratos físicos, que
como ya hemos comentado son unos de los principales factores de riesgo de la
conducta antisocial (Kazdin, 1997).
Los
programas llevados a cabo en los centros educativos para evitar el maltrato y
la victimización entre iguales se muestran también eficaces a nivel preventivo,
y tratan de formar a los educadores para que puedan detectar e intervenir en
situaciones de riesgo. Otros programas también realizados en escuelas persiguen
el objetivo de enseñar a niños y adolescentes a resistir la presión de los
iguales para implicarse en comportamientos antisociales o delictivos
(Farrington, 2004).
En
cuanto al tratamiento de adolescentes antisociales, las técnicas centradas en
el entrenamiento de habilidades sociales interpersonales se han mostrado
eficaces. Se trata de técnicas que intentan modificar el pensamiento
egocéntrico e impulsivo de los chicos y chicas antisociales, enseñarles a
pensar antes de actuar, a buscar alternativas para solucionar problemas
interpersonales, o a considerar el impacto de su comportamiento sobre otras
personas (Ross y Ross, 1995).
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