La conducta antisocial es un problema que
presenta serias consecuencias entre los niños y adolescentes. Los menores que
manifiestan conductas antisociales se caracterizan, en general, por presentar
conductas agresivas repetitivas, robos, provocación de incendios, vandalismo,
y, en general, un quebrantamiento serio de las normas en el hogar y la escuela.
Esos
actos constituyen con frecuencia problemas de referencia para el tratamiento
psicológico, jurídico y psiquiátrico. Aparte de las serias consecuencias
inmediatas de las conductas antisociales, tanto para los propios agresores como
para las otras personas con quienes interactúan, los resultados a largo plazo,
a menudo, también son desoladores. Cuando los niños se convierten en
adolescentes y adultos, sus problemas suelen continuar en forma de conducta
criminal, alcoholismo, afectación psiquiátrica grave, dificultades de
adaptación manifiestas en el trabajo y la familia y problemas interpersonales
(Kazdin, 1988).
La conducta antisocial hace referencia
básicamente a una diversidad de actos que violan las normas sociales y los
derechos de los demás. No obstante, el término de conducta antisocial es
bastante ambiguo, y, en no pocas ocasiones, se emplea haciendo referencia a un amplio
conjunto de conductas claramente sin delimitar. El que una conducta se
catalogue como antisocial, puede depender de juicios acerca de la severidad de
los actos y de su alejamiento de las pautas normativas, en función de la edad
del niño, el sexo, la clase social y otras consideraciones. No obstante, el punto
de referencia para la conducta antisocial, siempre es el contexto sociocultural
en que surge tal conducta; no habiendo criterios objetivos para determinar qué
es antisocial y que estén libres de juicios subjetivos acerca de lo que es socialmente
apropiado (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Estas conductas que infringen las normas
sociales y de convivencia reflejan un grado de severidad que es tanto
cuantitativa como cualitativamente diferente del tipo de conductas que aparecen
en la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia. Las conductas antisociales
incluyen así una amplia gama de actividades tales como acciones agresivas, hurtos,
vandalismo, piromanía, mentira, absentismo escolar y huidas de casa, entre
otras. Aunque
estas conductas son diferentes, suelen estar asociadas, pudiendo darse, por
tanto, de forma conjunta. Eso sí, todas conllevan de base el infringir reglas y
expectativas sociales y son conductas contra el entorno, incluyendo propiedades
y personas (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Desde
una aproximación psicológica, se puede afirmar que las actividades o conductas
anteriormente citadas, que se engloban dentro del término conducta antisocial
se podrían entender como un continuo, que iría desde las menos graves, o
también llamadas conductas problemáticas, a las de mayor gravedad, llegando
incluso al homicidio y el asesinato. Loeber (1990), en este sentido, advierte
que el término conducta antisocial se reservaría para aquellos actos más
graves, tales como robos deliberados, vandalismo y agresión física. Lo cierto
es que aunque toda esta serie de conductas son diferentes, se consideran
juntas, ya que suelen aparecer asociadas, a la vez que se muestran de formas
diferentes según la edad de inicio en el niño y/o adolescente.
Uno
de los principales problemas que surgen a la hora de abordar el estudio de la
conducta antisocial desde cualquier aproximación, es sin lugar a dudas el de su
propia conceptualización. Esta dificultad podría estar relacionada, entre otros
factores, con el distinto enfoque teórico del que parten los autores en sus
investigaciones a la hora de definir conceptos tan multidimensionales como los
de delincuencia, crimen, conducta antisocial o trastornos de conducta (Otero,
1997).
Es
evidente que la existencia de distintas interpretaciones que surgen desde los diferentes
campos de estudio (sociológico, jurídico, psiquiátrico o psicológico), y que
tratan de explicar la naturaleza y el significado de la conducta antisocial,
generan orientaciones diversas y se acaban radicalizando en definiciones
sociales, legales o clínicas (Otero, 1997). No
obstante, se ha de tener presente que a lo largo de la historia de las
diferentes disciplinas científicas que han estudiado la conducta antisocial, se
han venido aplicando numerosos términos para referirse a este tipo de conductas
que transgreden claramente las normas, tales como delincuencia, criminalidad,
conductas desviadas, conductas problemáticas, trastornos o problemas de
conducta. A pesar de que las conductas a las que se refieren son las mismas,
existen ciertas diferencias que son necesarias resaltar.
Para Loeber (1990), la llamada conducta
problemática haría más bien referencia a pautas persistentes de conducta
emocional negativa en niños, tales como un temperamento difícil, conductas oposicionistas
o rabietas. Pero no hay que olvidar que muchas de estas conductas antisociales
surgen de alguna manera durante el curso del desarrollo normal, siendo algo
relativamente común y que, a su vez, van disminuyendo cuando el niño/a va
madurando, variando en función de su edad y sexo. Típicamente, las conductas
problemáticas persistentes en niños pueden provocar síntomas como impaciencia,
enfado, o incluso respuestas de evitación en sus cuidadores o compañeros y
amigos. Esta situación puede dar lugar a problemas de conducta, que refleja el
término paralelo al diagnóstico psiquiátrico de “trastorno de conducta” y cuya
sintomatología esencial consiste en un patrón persistente de conducta en el que
se violan los derechos básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a
la edad (APA, 2002).
Dicha nomenclatura nosológica se utiliza
comúnmente para hacer referencia a los casos en que los niños o adolescentes
manifiestan un patrón de conducta antisocial, pero debe suponer además un
deterioro significativo en el funcionamiento diario, tanto en casa como en la
escuela, o bien cuando las conductas son consideradas incontrolables por los
familiares o amigos, caracterizándose éstas por la frecuencia, gravedad,
cronicidad, repetición y diversidad. De esta forma, el trastorno de conducta
quedaría reservado para aquellas conductas antisociales clínicamente
significativas y que sobrepasan el ámbito del normal funcionamiento (Kazdin y
Buela-Casal, 2002).
Las
características de la conducta antisocial (frecuencia, intensidad, gravedad, duración,
significado, topografía y cronificación), que pueden llegar a requerir atención
clínica, entroncan directamente con el mundo del derecho y la justicia. Y es
aquí donde entran en juego los diferentes términos sociojurídicos de
delincuencia, delito y/o criminalidad.
La
delincuencia implica como fenómeno social una designación legal basada
normalmente en el contacto oficial con la justicia. Hay, no obstante, conductas
específicas que se pueden denominar delictivas. Éstas incluyen delitos que son
penales si los comete un adulto (robo, homicidio), además de una variedad de
conductas que son ilegales por la edad de los jóvenes, tales como el consumo de
alcohol, conducción de automóviles y otras conductas que no serían delitos si los
jóvenes fueran adultos. En España, esta distinción es precisamente competencia
de los Juzgados de Menores (antes Tribunales Tutelares de Menores), que tienen
la función de conocer las acciones u omisiones de los menores que no hayan
cumplido los 18 años (antes 16 años) y que el Código Penal u otras leyes
codifiquen como delitos o faltas, ejerciendo una función correctora cuando sea
necesario, si bien la facultad reformadora no tendría carácter represivo, sino
educativo y tutelar (Lázaro, 2001).
Los
trastornos de conducta y la delincuencia coinciden parcialmente en distintos
aspectos, pero no son en absoluto lo mismo. Como se ha mencionado con
anterioridad, trastorno de conducta hace referencia a una conducta antisocial
clínicamente grave en la que el funcionamiento diario del individuo está
alterado. Pueden realizar o no conductas definidas como delictivas o tener o no
contacto con la policía o la justicia. Así, los jóvenes con trastorno de
conducta no tienen porqué ser considerados como delincuentes, ni a estos
últimos que han sido juzgados en los tribunales se les debe considerar como
poseedores de trastornos de conducta. Puede haber jóvenes que hayan cometido alguna
vez un delito pero no ser considerados por eso como “patológicos”, trastornados
emocionalmente o con un mal funcionamiento en el contexto de su vida cotidiana.
Aunque se puede establecer una distinción, muchas de las conductas de los
jóvenes delincuentes y con trastorno de conducta, coinciden parcialmente, pero
todas entran dentro de la categoría general de conducta antisocial.
Desde
un punto de vista que resalta más lo sociológico de este fenómeno conductual,
se habla comúnmente de desviación o conductas desviadas, definidas éstas como
aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan, perturban) a los
miembros de una sociedad, aunque no necesariamente a todos (Higgins y Buttler,
1982). Este término es un fenómeno subjetivamente problemático, es decir, un
fenómeno complejo de creación social; de ahí que podamos decir que no hay ninguna
conducta, idea o atributo inherentemente desviada y dicha relatividad variará
su significado de un contexto a otro (Garrido, 1987; Goode, 1978).
Se
podría conceptualizar la conducta delictiva dentro de este discurso como una
forma de desviación; como un acto prohibido por las leyes penales de una
sociedad. Es decir, tiene que existir una ley anterior a la comisión que
prohíba dicha conducta y tiene que ser de carácter penal, que el responsable ha
de ser sometido a la potestad de los Tribunales de Justicia. Pero de la misma
forma que la desviación, el delito es igualmente relativo, tanto en tiempo como
en espacio. Las leyes evolucionan, y lo que en el pasado era un delito, en la actualidad
puede que no lo sea (consumo de drogas) o al contrario. El espacio geográfico limitaría
igualmente la posibilidad de que una conducta pueda ser definida como delito o
no (Garrido, 1987).
El
delincuente juvenil, por tanto, es una construcción sociocultural, porque su
definición y tratamiento legal responden a distintos factores en distintas
naciones, reflejando una mezcla de conceptos psicológicos y legales. Técnicamente,
un delincuente juvenil es aquella persona que no posee la mayoría de edad penal
y que comete un hecho que está castigado por las leyes. La sociedad por este
motivo no le impone un castigo, sino una medida de reforma, ya que le supone
falto de capacidad de discernimiento ante los modos de actuar legales e
ilegales. En España ha surgido actualmente una reforma de los antiguos
Tribunales de Menores, así como de las leyes relativas a los delincuentes
juveniles, la Ley Orgánica 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal del
menor. Tal reforma ha procurado conseguir una actuación judicial más acorde con
los aspectos psicológicos del desarrollo madurativo del joven.
Los términos delincuencia y crimen aparecen en
numerosos textos como sinónimos de conducta antisocial, sin embargo ambos
términos implican una condena o su posibilidad, sin embargo, todos los estudios
han demostrado que la mayoría de los delitos no tienen como consecuencia que
aparezca alguien ante los tribunales y que muchas personas que cometen actos
por los cuales podrían ser procesados nunca figuren en las estadísticas
criminales. Además,
los niños por debajo de la edad de responsabilidad penal participan en una
conducta antisocial por la que no pueden ser procesados. Para entender los
orígenes de la delincuencia es crucial, por tanto, que se considere la conducta
antisocial que está fuera del ámbito de la ley y también los actos ilegales que
no tienen como consecuencia un procedimiento legal, además de los que sí la
tienen.
En este sentido, y para el propósito que guía
la presente tesis doctoral, el término de conducta antisocial se empleará desde
una aproximación conductual para poder así, hacer referencia fundamentalmente a
cualquier tipo de conducta que conlleve el infringir las reglas o normas
sociales y/o sea una acción contra los demás, independientemente de su gravedad
o de las consecuencias que a nivel jurídico puedan acarrear. Consecuentemente,
se prima el criterio social sobre el estrictamente jurídico. La intención no es
otra que ampliar el campo de análisis de la simple violación de las normas
jurídicas, a la violación de todas las normas que regulan la vida colectiva,
comprendiendo las normas sociales y culturales.
Tal
y como señala Vázquez (2003), la inclusión de un criterio no solamente jurídico
en la definición de la conducta antisocial presentaría la ventaja de centrar la
atención en factores sociales o exógenos, y en factores personales o endógenos;
cambiando el enfoque de la intervención y abordando directamente el problema
real. Así, la conducta antisocial quedaría englobada en un contexto de riesgo
social, posibilitando una prevención e intervención temprana en el problema que
entroncaría directamente con los intereses de las distintas disciplinas de la
psicología interesadas en este problema.