La conducta antisocial es un problema que
presenta serias consecuencias entre los niños y adolescentes. Los menores que
manifiestan conductas antisociales se caracterizan, en general, por presentar
conductas agresivas repetitivas, robos, provocación de incendios, vandalismo,
y, en general, un quebrantamiento serio de las normas en el hogar y la escuela.
Esos
actos constituyen con frecuencia problemas de referencia para el tratamiento
psicológico, jurídico y psiquiátrico. Aparte de las serias consecuencias
inmediatas de las conductas antisociales, tanto para los propios agresores como
para las otras personas con quienes interactúan, los resultados a largo plazo,
a menudo, también son desoladores. Cuando los niños se convierten en
adolescentes y adultos, sus problemas suelen continuar en forma de conducta
criminal, alcoholismo, afectación psiquiátrica grave, dificultades de
adaptación manifiestas en el trabajo y la familia y problemas interpersonales
(Kazdin, 1988).
La conducta antisocial hace referencia
básicamente a una diversidad de actos que violan las normas sociales y los
derechos de los demás. No obstante, el término de conducta antisocial es
bastante ambiguo, y, en no pocas ocasiones, se emplea haciendo referencia a un amplio
conjunto de conductas claramente sin delimitar. El que una conducta se
catalogue como antisocial, puede depender de juicios acerca de la severidad de
los actos y de su alejamiento de las pautas normativas, en función de la edad
del niño, el sexo, la clase social y otras consideraciones. No obstante, el punto
de referencia para la conducta antisocial, siempre es el contexto sociocultural
en que surge tal conducta; no habiendo criterios objetivos para determinar qué
es antisocial y que estén libres de juicios subjetivos acerca de lo que es socialmente
apropiado (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Estas conductas que infringen las normas
sociales y de convivencia reflejan un grado de severidad que es tanto
cuantitativa como cualitativamente diferente del tipo de conductas que aparecen
en la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia. Las conductas antisociales
incluyen así una amplia gama de actividades tales como acciones agresivas, hurtos,
vandalismo, piromanía, mentira, absentismo escolar y huidas de casa, entre
otras. Aunque
estas conductas son diferentes, suelen estar asociadas, pudiendo darse, por
tanto, de forma conjunta. Eso sí, todas conllevan de base el infringir reglas y
expectativas sociales y son conductas contra el entorno, incluyendo propiedades
y personas (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Desde
una aproximación psicológica, se puede afirmar que las actividades o conductas
anteriormente citadas, que se engloban dentro del término conducta antisocial
se podrían entender como un continuo, que iría desde las menos graves, o
también llamadas conductas problemáticas, a las de mayor gravedad, llegando
incluso al homicidio y el asesinato. Loeber (1990), en este sentido, advierte
que el término conducta antisocial se reservaría para aquellos actos más
graves, tales como robos deliberados, vandalismo y agresión física. Lo cierto
es que aunque toda esta serie de conductas son diferentes, se consideran
juntas, ya que suelen aparecer asociadas, a la vez que se muestran de formas
diferentes según la edad de inicio en el niño y/o adolescente.
Uno
de los principales problemas que surgen a la hora de abordar el estudio de la
conducta antisocial desde cualquier aproximación, es sin lugar a dudas el de su
propia conceptualización. Esta dificultad podría estar relacionada, entre otros
factores, con el distinto enfoque teórico del que parten los autores en sus
investigaciones a la hora de definir conceptos tan multidimensionales como los
de delincuencia, crimen, conducta antisocial o trastornos de conducta (Otero,
1997).
Es
evidente que la existencia de distintas interpretaciones que surgen desde los diferentes
campos de estudio (sociológico, jurídico, psiquiátrico o psicológico), y que
tratan de explicar la naturaleza y el significado de la conducta antisocial,
generan orientaciones diversas y se acaban radicalizando en definiciones
sociales, legales o clínicas (Otero, 1997). No
obstante, se ha de tener presente que a lo largo de la historia de las
diferentes disciplinas científicas que han estudiado la conducta antisocial, se
han venido aplicando numerosos términos para referirse a este tipo de conductas
que transgreden claramente las normas, tales como delincuencia, criminalidad,
conductas desviadas, conductas problemáticas, trastornos o problemas de
conducta. A pesar de que las conductas a las que se refieren son las mismas,
existen ciertas diferencias que son necesarias resaltar.
Para Loeber (1990), la llamada conducta
problemática haría más bien referencia a pautas persistentes de conducta
emocional negativa en niños, tales como un temperamento difícil, conductas oposicionistas
o rabietas. Pero no hay que olvidar que muchas de estas conductas antisociales
surgen de alguna manera durante el curso del desarrollo normal, siendo algo
relativamente común y que, a su vez, van disminuyendo cuando el niño/a va
madurando, variando en función de su edad y sexo. Típicamente, las conductas
problemáticas persistentes en niños pueden provocar síntomas como impaciencia,
enfado, o incluso respuestas de evitación en sus cuidadores o compañeros y
amigos. Esta situación puede dar lugar a problemas de conducta, que refleja el
término paralelo al diagnóstico psiquiátrico de “trastorno de conducta” y cuya
sintomatología esencial consiste en un patrón persistente de conducta en el que
se violan los derechos básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a
la edad (APA, 2002).
Dicha nomenclatura nosológica se utiliza
comúnmente para hacer referencia a los casos en que los niños o adolescentes
manifiestan un patrón de conducta antisocial, pero debe suponer además un
deterioro significativo en el funcionamiento diario, tanto en casa como en la
escuela, o bien cuando las conductas son consideradas incontrolables por los
familiares o amigos, caracterizándose éstas por la frecuencia, gravedad,
cronicidad, repetición y diversidad. De esta forma, el trastorno de conducta
quedaría reservado para aquellas conductas antisociales clínicamente
significativas y que sobrepasan el ámbito del normal funcionamiento (Kazdin y
Buela-Casal, 2002).
Las
características de la conducta antisocial (frecuencia, intensidad, gravedad, duración,
significado, topografía y cronificación), que pueden llegar a requerir atención
clínica, entroncan directamente con el mundo del derecho y la justicia. Y es
aquí donde entran en juego los diferentes términos sociojurídicos de
delincuencia, delito y/o criminalidad.
La
delincuencia implica como fenómeno social una designación legal basada
normalmente en el contacto oficial con la justicia. Hay, no obstante, conductas
específicas que se pueden denominar delictivas. Éstas incluyen delitos que son
penales si los comete un adulto (robo, homicidio), además de una variedad de
conductas que son ilegales por la edad de los jóvenes, tales como el consumo de
alcohol, conducción de automóviles y otras conductas que no serían delitos si los
jóvenes fueran adultos. En España, esta distinción es precisamente competencia
de los Juzgados de Menores (antes Tribunales Tutelares de Menores), que tienen
la función de conocer las acciones u omisiones de los menores que no hayan
cumplido los 18 años (antes 16 años) y que el Código Penal u otras leyes
codifiquen como delitos o faltas, ejerciendo una función correctora cuando sea
necesario, si bien la facultad reformadora no tendría carácter represivo, sino
educativo y tutelar (Lázaro, 2001).
Los
trastornos de conducta y la delincuencia coinciden parcialmente en distintos
aspectos, pero no son en absoluto lo mismo. Como se ha mencionado con
anterioridad, trastorno de conducta hace referencia a una conducta antisocial
clínicamente grave en la que el funcionamiento diario del individuo está
alterado. Pueden realizar o no conductas definidas como delictivas o tener o no
contacto con la policía o la justicia. Así, los jóvenes con trastorno de
conducta no tienen porqué ser considerados como delincuentes, ni a estos
últimos que han sido juzgados en los tribunales se les debe considerar como
poseedores de trastornos de conducta. Puede haber jóvenes que hayan cometido alguna
vez un delito pero no ser considerados por eso como “patológicos”, trastornados
emocionalmente o con un mal funcionamiento en el contexto de su vida cotidiana.
Aunque se puede establecer una distinción, muchas de las conductas de los
jóvenes delincuentes y con trastorno de conducta, coinciden parcialmente, pero
todas entran dentro de la categoría general de conducta antisocial.
Desde
un punto de vista que resalta más lo sociológico de este fenómeno conductual,
se habla comúnmente de desviación o conductas desviadas, definidas éstas como
aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan, perturban) a los
miembros de una sociedad, aunque no necesariamente a todos (Higgins y Buttler,
1982). Este término es un fenómeno subjetivamente problemático, es decir, un
fenómeno complejo de creación social; de ahí que podamos decir que no hay ninguna
conducta, idea o atributo inherentemente desviada y dicha relatividad variará
su significado de un contexto a otro (Garrido, 1987; Goode, 1978).
Se
podría conceptualizar la conducta delictiva dentro de este discurso como una
forma de desviación; como un acto prohibido por las leyes penales de una
sociedad. Es decir, tiene que existir una ley anterior a la comisión que
prohíba dicha conducta y tiene que ser de carácter penal, que el responsable ha
de ser sometido a la potestad de los Tribunales de Justicia. Pero de la misma
forma que la desviación, el delito es igualmente relativo, tanto en tiempo como
en espacio. Las leyes evolucionan, y lo que en el pasado era un delito, en la actualidad
puede que no lo sea (consumo de drogas) o al contrario. El espacio geográfico limitaría
igualmente la posibilidad de que una conducta pueda ser definida como delito o
no (Garrido, 1987).
El
delincuente juvenil, por tanto, es una construcción sociocultural, porque su
definición y tratamiento legal responden a distintos factores en distintas
naciones, reflejando una mezcla de conceptos psicológicos y legales. Técnicamente,
un delincuente juvenil es aquella persona que no posee la mayoría de edad penal
y que comete un hecho que está castigado por las leyes. La sociedad por este
motivo no le impone un castigo, sino una medida de reforma, ya que le supone
falto de capacidad de discernimiento ante los modos de actuar legales e
ilegales. En España ha surgido actualmente una reforma de los antiguos
Tribunales de Menores, así como de las leyes relativas a los delincuentes
juveniles, la Ley Orgánica 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal del
menor. Tal reforma ha procurado conseguir una actuación judicial más acorde con
los aspectos psicológicos del desarrollo madurativo del joven.
Los términos delincuencia y crimen aparecen en
numerosos textos como sinónimos de conducta antisocial, sin embargo ambos
términos implican una condena o su posibilidad, sin embargo, todos los estudios
han demostrado que la mayoría de los delitos no tienen como consecuencia que
aparezca alguien ante los tribunales y que muchas personas que cometen actos
por los cuales podrían ser procesados nunca figuren en las estadísticas
criminales. Además,
los niños por debajo de la edad de responsabilidad penal participan en una
conducta antisocial por la que no pueden ser procesados. Para entender los
orígenes de la delincuencia es crucial, por tanto, que se considere la conducta
antisocial que está fuera del ámbito de la ley y también los actos ilegales que
no tienen como consecuencia un procedimiento legal, además de los que sí la
tienen.
En este sentido, y para el propósito que guía
la presente tesis doctoral, el término de conducta antisocial se empleará desde
una aproximación conductual para poder así, hacer referencia fundamentalmente a
cualquier tipo de conducta que conlleve el infringir las reglas o normas
sociales y/o sea una acción contra los demás, independientemente de su gravedad
o de las consecuencias que a nivel jurídico puedan acarrear. Consecuentemente,
se prima el criterio social sobre el estrictamente jurídico. La intención no es
otra que ampliar el campo de análisis de la simple violación de las normas
jurídicas, a la violación de todas las normas que regulan la vida colectiva,
comprendiendo las normas sociales y culturales.
Tal
y como señala Vázquez (2003), la inclusión de un criterio no solamente jurídico
en la definición de la conducta antisocial presentaría la ventaja de centrar la
atención en factores sociales o exógenos, y en factores personales o endógenos;
cambiando el enfoque de la intervención y abordando directamente el problema
real. Así, la conducta antisocial quedaría englobada en un contexto de riesgo
social, posibilitando una prevención e intervención temprana en el problema que
entroncaría directamente con los intereses de las distintas disciplinas de la
psicología interesadas en este problema.
1.2.
Aproximaciones a la conceptualización de la conducta antisocial
La
dificultad para delimitar con precisión el concepto de la conducta antisocial
es uno de los temas más ampliamente reconocidos por los estudiosos de la
criminología. Cualquier examen de la literatura especializada de las últimas
décadas sobre inadaptación social nos revela que tal dificultad se ha
convertido en uno de los principales objetivos, siendo ya tradicional en las
publicaciones sobre delincuencia hacer referencia a la ardua la tarea de establecer
con claridad sus criterios definitorios y precisar sus límites conceptuales
(Kazdin y Buela-Casal, 2002; Romero, Sobral y Luengo, 1999; Rutter, Giller y
Hagell, 2000; Vázquez, 2003).
Uno
de los factores que ha podido contribuir a esta problemática conceptual ha
sido, sin duda alguna, la naturaleza multidisciplinar que ha caracterizado el
estudio de las conductas antinormativas (Blackburn, 1993; Shoemaker, 1990). El
pensamiento filosófico,el derecho, la sociología, la antropología, la economía,
la biología, la medicina o la psicología, en otras disciplinas, han prestado
esencial atención al hecho delictivo, lo que, desde su amplia heterogeneidad
han conferido su propio significado a un dominio conceptual que, en sí, es ya complejo
y multidimensional.
No
obstante, la existencia de múltiples disciplinas ha contribuido, por otra
parte, a enriquecer el estudio científico de los comportamientos antisociales y
delictivos. Así, los esfuerzos que se han realizado desde las ciencias
tradicionalmente consideradas “naturales” como desde las ciencias “sociales”
sobre la conducta antisocial, han posibilitado el desarrollo de un gran cuerpo
de conocimientos, innumerables vertientes teóricas y líneas de investigación
sobre este campo de estudio. Sin embargo, la escasa coordinación con que se han
efectuado tales esfuerzos, así como las rivalidades que han caracterizado a las
diferentes disciplinas han dificultado ostensiblemente la unificación de
criterios definitorios, alimentando la confusión conceptual y metodológica que
hoy presenta el estudio de la conducta antisocial o delictiva (Jeffery, 1990;
Romero et al., 1999; Stoff, Breiling y Maser, 1997; Vázquez, 2003).
1.2.1. Aproximación sociológica
Desde
la sociología, el concepto de la conducta antisocial ha sido considerado
tradicionalmente como parte integrante del concepto más general de desviación
(Cohen, 1965; Pitch, 1980; Vázquez, 2003). Desde esta aproximación, la
desviación se entendería como aquel tipo de conductas -o incluso, como señalan
Higgins y Butler (1982) de ideas o atributos personales- que violan una norma
social (Binder, 1988). La “norma” vendría a denotar, a su vez, dos campos
semánticos relacionados entre sí.
Por
una parte, la norma sería indicativo de lo frecuente, lo usual o lo
estadísticamente “normal” (Johnson, 1983). En este sentido, las normas podrían
conceptualizarse como criterios esencialmente descriptivos que definen una
rango de comportamientos mayoritarios y “típicos” dentro de un determinado
sistema sociocultural. Lo desviado, sería, a su vez, lo “raro”, lo “distinto”,
aquello que se aparta del “termino medio” dentro de unas coordenadas sociales
dadas. No obstante, como pone de manifiesto Pitch (1980), esta forma de
conceptuar norma y desviación parece claramente insuficiente para dar cuenta de
lo que las teorías sociológicas han entendido clásicamente por comportamiento
desviado.
Por
otra parte, la norma, además de describir lo “frecuente” presenta
implícitamente un componente evaluativo y prescriptivo (Johnson, 1983). Así, la
norma social define lo permisible, lo apropiado, lo “bueno”, conteniendo
expectativas sobre cómo se debe pensar o actuar. La desviación social no
constituiría únicamente lo “infrecuente”, sino que presentaría además
connotaciones negativas, reprobables o sancionables para, al menos, parte de
los miembros de una estructura social. Higgins y Butler (1982) expresan esta
idea en su definición sobre desviación, frecuentemente citada en la literatura:
“aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan o perturban) a
los miembros de una sociedad (aunque no necesariamente a todos)”.
De
una u otra forma, además de una cierta carga de ambigüedad e imprecisión en los
parámetros definitorios, una de las características más representativas del
concepto de desviación es el relativismo sociocultural. De hecho, como han
indicado los sociólogos del etiquetamiento (Becker, 1963), la desviación no es
en modo alguno una cualidad intrínsecamente ligada a ningún tipo de acto, sino
que una determinada conducta podrá categorizarse como “desviada” sólo con
referencia a un contexto normativo, social y situacional definido.
Garrido
(1987) y Goode (1978) señalan tres elementos que determinan la medida en que un
acto puede ser entendido como una forma de desviación: a) la audiencia, esto
es, los grupos de referencia que juzgarán y responderán ante la conducta en
cuestión en función de las normas que regulan su funcionamiento interno: un
mismo acto podrá constituir desviación para determinados sectores sociales y,
sin embargo, presentar connotaciones incluso positivas para otros grupos
normativos; b) la situación, el homicidio resulta punible habitualmente en la mayoría
de las sociedades actuales y, sin embargo, determinadas situaciones (tiempos de
guerra) pueden convertir a este acto en un hecho común e incluso deseable y en
definitiva, no desviado; c) las propias características del actor. El grado de
tolerancia social a ese apartarse de las normas dependerá fuertemente de las
características del sujeto que incurre en el acto. La literatura ha puesto de
relieve en más de una ocasión, por ejemplo, que el grado de respetabilidad del
actor influirá en la severidad con que se evalúen y sancionen los comportamientos
potencialmente desviados (Berger, 1990).
En definitiva, el concepto de desviación es el
que permite comprender el comportamiento antisocial desde la sociología. Y como
tal comportamiento desviado, es contextualizado siempre en su entorno
socionormativo, estando siempre sujeto a un amplio margen de relatividad. De
hecho, como han destacado las teorías sociológicas subculturales (Miller, 1958;
Wolfgang y Ferracuti, 1967), se considera que las conductas antisociales
podrían ser desviadas desde el punto de vista de la sociedad mayoritariamente,
y, sin embargo, no ser inaceptables ni desviadas desde la perspectiva de
algunos de los subsistemas socioculturales
que la integran.
1.2.2. Aproximación legal y/o forense
La
perspectiva sociológica ha servido de guía a importantes líneas de estudio e
investigación sobre la delincuencia, pero han sido las orientaciones
conceptuales legales y/o jurídicas las que han suscitado una fuerte y, a su
vez, enriquecedora controversia en este campo de estudio.
Desde una perspectiva legal, inspirada en los
fundamentos de las ciencias jurídicas, los conceptos de “crimen” “delito” y
“delincuente” son los protagonistas por excelencia en el discurso
criminológico. El delito se concibe, bajo esta aproximación, como aquel acto
que viola la ley penal de una sociedad; siendo el delincuente, aquella persona
que el sistema de justicia ha procesado
y culpado por la comisión de un delito.
El relativismo histórico-cultural emerge
también en este tipo de aproximaciones, como rasgo estrechamente ligado a la
definición de lo delictivo. Las leyes, como normas institucionalizadas que
protegen determinados “bienes jurídicos”, se ven sujetas a múltiples variaciones
en el tiempo y en el espacio en función de los valores e ideologías imperantes
en las distintas sociedades.
La
relatividad que caracteriza a los ordenamientos legales da lugar también a que
el delito se convierta en una realidad cambiante y multiforme (Clemente, 1995;
García Arás, 1987). Lejos de constituir una categoría “natural” y prefijada de
comportamientos, lo delictivo responde a complejos procesos de producción
sociopolítica y se convierte en un fenómeno cuyo contenido se puede especificar
sólo en función de los ejes espaciales y temporales en los que se inscribe. La
conducta que es delito en una sociedad puede no serlo en otra. Lo que fue delito
en un momento histórico puede despenalizarse en otro punto del tiempo; y
viceversa, diversas circunstancias pueden dar lugar a que sean proscritos actos
en otros tiempos permisibles. Es más, la problemática conceptual de la delincuencia
legalmente definida se agudiza en cuanto introducimos otro concepto central en
las aproximaciones fundamentadas en lo sociojurídico: la delincuencia juvenil.
La
expresión “delincuencia juvenil” designa comúnmente a aquellas personas que cometen
un hecho prohibido por la leyes y que cuentan con una edad inferior a la que la
ley de un país establece como de “responsabilidad penal” (Garrido, 1987). La
minoría de edad penal conlleva que el individuo no pueda ser sometido a las mismas
acciones judiciales que un adulto; por lo que el menor estará sujeto, por
tanto, a la acción de los Juzgados de Menores, quienes no podrán imponer
condenas, aunque sí aplicar medidas teóricamente destinadas a su rehabilitación
y reforma.
No
obstante, esta idea de que los jóvenes y los adultos deben recibir un
tratamiento diferencial por parte de la ley no siempre ha estado presente en el
funcionamiento de los sistemas de control oficial. De hecho, no fue hasta
finales del siglo pasado cuando dentro de la doctrina legal se comenzó a sentir
de un modo generalizado la necesidad de tener en cuenta las características
específicas del joven (falta de madurez, responsabilidad y/o experiencia) a la
hora de valorar su comportamiento antinormativo y a la hora de administrar las
medidas correctoras oportunas (Empey, 1978).
La
figura del delincuente “juvenil”, que surge de la necesidad de establecer
diferentes líneas de actuación judicial para adultos y jóvenes, fue ocupando
así a lo largo del tiempo un lugar de gran relevancia no sólo dentro de la
dinámica interna del funcionamiento de los sistemas de justicia, sino que fue
adquiriendo también un peso especial dentro del análisis de los comportamientos
inadaptados.
En
este contexto, la noción de delincuencia juvenil se ha convertido en un
constructo de difícil delimitación conceptual. Incluso el relativismo que
impregna el concepto legal de delincuencia se ve acentuado cuando le añadimos
el calificativo de “juvenil”. En primer lugar, porque los límites de edad que
establecen la mayoría de edad penal y que establecen quién es el delincuente
juvenil, son diferentes en distintos puntos del espacio sociocultural y del discurrir
histórico; mientras que en determinadas sociedades el límite se sitúa en los 15
años, en otras jurisdicciones se sitúa en los 16, 17, 18, o incluso los 20 años
de edad (Otero, 1997; Rutter et al., 2000; Trojanowicz y Morash, 1992).
En
segundo lugar, porque el conjunto de actos que constituyen la delincuencia
juvenil presenta una gran disparidad intercultural en función de que una
determinada sociedad se adscriba a lo que se ha denominado perspectiva
“restringida” o perspectiva “amplia” (Garrido, 1987). En múltiples países a los
jóvenes se les prohíbe a nivel legal sólo aquellas conductas tipificadas como
delitos en las leyes para adultos (perspectiva restringida). Sin embargo, en otros
estados, la delincuencia juvenil incluye además la comisión de lo que en el
mundo anglosajón se ha llamado “delitos de status”, es decir, actos que sólo
son legalmente prohibidos a los jóvenes (p. ej., escaparse de casa o desobediencia
crónica a los padres, consumo de drogas o conducir).
La
importante relatividad de la que hace gala el concepto jurídico de delito, así
como el concepto más específico de delincuencia juvenil, constituye uno de los
principales problemas con los que tradicionalmente se han encontrado las
disciplinas criminológicas y que dificulta notablemente la labor de análisis
del fenómeno delictivo. De hecho, la comparación de hallazgos y conclusiones y
la consiguiente acumulación e integración de conocimientos se ha visto a menudo
dificultada, aunque no imposibilitada por la variabilidad espacio-temporal que
presenta la realidad delictiva (Garrido, 1987). Una de las limitaciones más
importantes que las definiciones legales muestran de cara al estudio científico
del comportamiento antisocial se pone claramente de manifiesto cuando se
examina el modo en que se especifica quién es considerado como delincuente.
Para
los enfoques centrados en lo jurídico, el delincuente es definido como aquel
individuo que ha sido convicto de un delito por el sistema de justicia de una
comunidad.Desde una perspectiva legalista o institucionalista (Biderman y
Reiss, 1967) sólo existirá delito y delincuente cuando se producen las
reacciones oportunas por parte de los sistemas de control oficial. Los procesos
legales de identificación, arresto e inculpación son esenciales para que la
etiqueta de delincuente pueda ser aplicada al individuo (Olczak, Parcell y
Stott, 1983). A esta concepción de delincuencia como “etiqueta” atribuida a la
persona por los sistemas de control formal, se opone la aproximación que
Biderman y Reiss (1967) denominaron “realista”, según la cual delito y
delincuente tienen una existencia propia, independientemente de que ambos
lleguen a ser detectados por los mecanismos de la justicia oficial. Desde este
tipo de perspectivas, la delincuencia es entendida fundamentalmente como una
“conducta”, como un comportamiento que puede haber sido realizado por
cualquiera de los componentes de una sociedad, hayan sido o no asignados a la
categoría legal de “delincuentes”.
La
necesidad de diferenciar entre “etiqueta” y “conducta” ha sido puesta de
relieve por diferentes investigadores (Binder, 1988; Farrington, 1987; Jeffery,
1990; Kaplan, 1984), quienes han llamado la atención sobre el hecho de que la
atribución de la etiqueta de delincuente viene dada no sólo por el
comportamiento del transgresor, sino también por el propio comportamiento de
los agentes del sistema policial y judicial. Y, como la literatura científica
ha mostrado, el comportamiento de tales agentes muestra un alto grado de selectividad
(Blackburn, 1993).
Por
una parte, sólo una muy pequeña porción de las conductas delictivas realizadas
llegan a tener existencia oficial, es decir, llegan a ser detectadas y
procesadas por los sistemas policiales y judiciales. Por otra parte, la acción
de estas entidades de control oficial parece verse sesgada en buena medida por
diversos factores de carácter claramente extralegal, como la raza, el sexo o el
estrato socioeconómico, de forma que los individuos con la etiqueta de delincuentes
pueden resultar bien poco representativos del conjunto de personas que realmente
han incurrido en conductas delictivas (Chambliss, 1969; Hawkins, Laub y Lauritsen
1999; Liska y Tausig, 1979; Rutter et al., 2000).
De todo ello se deriva que, para la
psicología, y en concreto para el desarrollo de teorías e investigaciones sobre
los procesos que conducen a los individuos a involucrarse en comportamientos
delictivos, la concepción de la delincuencia en cuanto fenómeno conductual resulta
más apropiada que la noción de la delincuencia como atributo asignado por las estructuras
de control oficial.
1.2.3.
Aproximación clínico-psicopatológica
La
aproximación clínico-psicopatológica ha sido otro de los enfoques históricos
que han profundizado en el estudio científico de las conductas antisociales.
Partiendo de la tradición psiquiátrica y psicopatológica, esta aproximación ha
conceptualizado los comportamientos antisociales como componentes, más o menos
definitorios, de diversos tipos de trastornos mentales y/o de la personalidad.
Dentro
de esta aproximación, una de las taxonomías más influyentes y populares ha sido
el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la
Asociación Americana de Psiquiatría, que incluye, en sus diferentes ediciones,
múltiples categorías diagnósticas definidas por patrones conductuales cuyo
contenido se solapa en mayor o menor medida con la esfera conceptual de lo
antisocial. Esto ocurre, por ejemplo, con diversos trastornos denominados “del
control de impulsos”, tales como la cleptomanía, la piromanía o el trastorno
explosivo-intermitente, o el trastorno por déficit de atención con
hiperactividad y comportamiento perturbador, que se caracterizan por la presencia
de episodios discretos de agresividad y violencia contra las personas o contra
la propiedad.
No
obstante, el solapamiento conceptual con el dominio de lo delictivo se presenta
de un modo especialmente acusado cuando atendemos a dos de los trastornos que
mayor interés han suscitado en los últimos tiempos dentro del estudio de los
comportamientos antinormativos: por una parte, los denominados “trastorno
disocial” (anteriormente denominado “trastorno de conducta”) y “trastorno
negativista-desafiante”; y, por otra, el “trastorno antisocial de la
personalidad” (APA, 2002).
El
trastorno disocial se incluye dentro de lo que en el DSM denomina “trastornos
de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia”. En concreto, esta
categoría diagnóstica se aplica básicamente a individuos menores de 18 años que
presentan patrones conductuales relativamente persistentes en los que se violan
los derechos básicos de los demás, así como importantes normas sociales
apropiadas a la edad. Entre los criterios diagnósticos especificados por el DSM
en sus últimas ediciones se incluyen comportamientos tales como robo, agresión,
destrucción de la propiedad, empleo de armas, conductas contra las normas impuestas
por padres o profesores.
Tal
y como han señalado Blackburn (1993) o Farrington (1993a), la constelación de
conductas que delimitan el “trastorno disocial” presenta en definitiva gran
cercanía conceptual a lo que en otros contextos se ha incluido bajo el término
de delincuencia y, en concreto, delincuencia juvenil. No obstante, cabe
subrayar también que el diagnóstico de este trastorno requiere que el patrón de
conductas antisociales presente una cierta severidad; de hecho, en el DSM-IV se
añadió un criterio según el cual sólo es posible aplicar la categoría de “trastorno
disocial” cuando el comportamiento antinormativo da lugar a un deterioro clínicamente
significativo de las actividades sociales, académicas o laborales del
individuo.
El
trastorno negativista-desafiante, incluido también junto con el trastorno
disocial en el grupo de “trastornos de inicio en la infancia, niñez y adolescencia”,
se caracteriza según el DSM-IV-TR por presentar un patrón recurrente de
comportamiento negativista, desafiante, desobediente y hostil, dirigido a las
figuras de autoridad, que persiste por lo menos durante seis meses. Alguno de
estos comportamientos serían: accesos de cólera, discusiones con adultos,
desafiar activamente o negarse a cumplir las demandas o normas de los adultos, llevar
a cabo deliberadamente actos que molestarán a otras personas, acusar a otros de
sus propios errores o problemas de comportamiento, ser quisquilloso o sentirse
fácilmente molestado por otros, mostrarse iracundo y resentido, ser rencoroso y
vengativo, Asimismo, para calificar dichos comportamientos como trastorno,
deben presentarse con más frecuencia de la típicamente observada en sujetos de
edad y nivel de desarrollo comparables y deben producir deterioro significativo
de la actividad social, académica o laboral (APA, 2002).
El
trastorno antisocial de la personalidad es otra de las categorías del DSM
dentro de las que los comportamientos antisociales adquieren un carácter
definitorio. De acuerdo con el DSM-IV-TR,
la característica esencial del trastorno sería un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás, que se iniciaría en la niñez o en la
adolescencia y que persistiría en la vida adulta. La categoría puede aplicarse
a adultos con una historia de trastorno disocial antes de los 15 años y con
patrones de comportamiento antisociales e irresponsables a partir de esa edad.
De acuerdo con estos criterios diagnósticos, entre tales patrones de comportamiento
se encontrarían: el fracaso en adaptarse a las normas sociales y legales, con
la comisión de actos que son motivo de detención; manifestaciones de irritabilidad
y agresividad, con agresiones y peleas físicas repetidas; fracasos en el cumplimiento
de las obligaciones laborales o económicas, o ausencia de remordimientos (APA,
2002).
Como
puede apreciarse, muchos de estos trastornos conllevan el desarrollo de
conductas antisociales y/o delictivas, sin embargo, no son en ningún modo
sinónimos de delito. Podrían alegarse diferentes inconvenientes para justificar
la no equiparación terminológica entre estos trastornos y la delincuencia. Entre
otros, por ejemplo, que los criterios para el diagnóstico dependen de muchas
conductas que no implican quebrantar la ley; y, a su vez, que muchos individuos
que sufren una condena no cumplen los criterios operativos para un diagnóstico
de trastorno mental.
1.2.4. Aproximación conductual
Desde
una aproximación conductual, el concepto de “conducta antisocial” resulta ser un
foco de atención de especial significación y utilidad como objeto de estudio
(Farrington, 1992; Loeber, 1990; Tolan y Thomas, 1995). En primer lugar, porque
dentro de esta aproximación se incluyen tanto las conductas clínicamente
significativas, las estrictamente delictivas como otra amplia gama de
comportamientos antinormativos que, sin ser ilegales, se consideran dañinos o
perjudiciales para la sociedad y que dan lugar a procesos de sanción dentro del
sistema social.
Rebasar
los límites de la concepción clínica o legal de delito, dando cabida a este
tipo de comportamientos antinormativos (conductas disruptivas en el marco
escolar, conductas de agresión en niños o muchachos jóvenes) es una idea ampliamente
reconocida dentro de la literatura del área (Blackburn, 1993; Catalano y
Hawkins, 1996; Moffitt, 1993; Thornberry, 1996). La significación que a nivel
teórico presentan estas conductas y el interés de su incorporación dentro de
los estudios de la psicología criminológica vienen dados no solo porque son
comportamientos con antecedentes y manifestaciones semejantes a las conductas transgresoras
de la ley, sino también porque se ha demostrado dentro del curso evolutivo del individuo
como claros predictores del desarrollo de actividades delictivas de mayor
gravedad (Broidy et al., 2003; Catalano y Hawkins, 1996; Hawkins et al. 2000;
Loeber y Farrington, 2000; Moffitt, 1993; Thornberry, 2004).
Frente
a la dicotomización delincuente-no delincuente, implícita en concepciones
legales, la comprensión conductual de la actividad delictiva como parte del
constructo de “conducta antisocial” implica el reconocimiento de que la
delincuencia, en ningún caso, se puede considerar como un fenómeno “todo o
nada”. Por el contrario, las conductas delictivas forman parte de una realidad
dimensional que puede adoptar un amplio rango de grados y modalidades de
expresión. La concepción de la delincuencia en un continuo conductual permite
así la puesta en práctica de análisis menos simplistas, más detallados y
precisos que los posibilitados por la concepción de la delincuencia como atributo
definitorio de cierta categoría de individuos (1). A modo de conclusión, dentro de la
problemática conceptual en la que tradicionalmente se ha visto envuelta la
investigación de la conducta antisocial, la principal controversia se ha
centrado, por una parte, entre los partidarios de una concepción legalista o
psicopatológica de este fenómeno y, por otra, los defensores de la visión de la
delincuencia como una realidad esencialmente conductual, que posee entidad
propia al margen de que sean puestos o no en acción los engranajes del
procesamiento judicial o sean o no síntomas clave de un trastorno clínico.
Desgraciadamente, las diferencias existentes entre estos tipos de aproximaciones
han constituido, como señalaron Olczak, Parcell y Stott (1983), uno de los principales
impedimentos para el logro de una definición unificadora y consensuada dentro
de este campo de estudio, dando lugar a posiciones también enfrentadas en lo
concerniente a la metodología considerada adecuada para acceder a su estudio y
evaluación.
1.2.
Otros conceptos asociados a la conducta antisocial: Agresión – Violencia
La
complejidad multidimensional de la conducta antisocial, tanto en relación con
aquellas conductas que infringen las normas sociales, y no exclusivamente las
jurídicas, como con su imprecisa delimitación conceptual, hacen necesario
aclarar, en cierta medida, otros constructos muy ligados a ella, cuya
distinción diferencial puede servir de ayuda a delimitar conceptualmente el
propio concepto de conducta antisocial objeto de estudio.
1.3.1. Agresión y Agresividad
Bandura (1973) señaló acertadamente el hecho de
que empezar el estudio de la agresión y la violencia es entrar en una autentica
jungla semántica: definiciones, conceptos, atributos, instigadores e
intenciones. A lo largo del recorrido etimológico por el término…
(1) Es más, la aproximación conductual en
el estudio de la conducta antisocial permitiría, en este sentido, aplicar
métodos de evaluación como la formulación funcional de casos (véase Andreu y
Graña, 2003), lo que aportaría una mayor objetividad tanto en la evaluación
como en la investigación de la delincuencia juvenil.
…
agresión, procedente del verbo
latino aggredior -acercarse, acometer una acción-, se pone de manifiesto que
éste ha servido de etiqueta omnibus a todo un amplio conjunto de significados
que intentaban señalar desde un estado interno del individuo hasta una
respuesta abierta.
Una
de las diferenciaciones que deben hacerse en relación a la agresión reside
precisamente en el uso bidimensional de este término: la acción y el estado
emocional del agresor. En este sentido, Ramírez y Fernández-Rañada (1997) advierten
que dos aspectos muy diferentes deben distinguirse a priori: uno objetivo,
externo y observable, la acción, y otro subjetivo, interno e inobservable: el
estado agresivo. En este sentido, los autores esbozan las siguientes
consideraciones:
1)
La agresión o conducta agresiva es una acción externa, abierta, objetiva y observable,
que a lo largo de los años se ha ido definiendo mediante no pocas
formulaciones. Por poner algunos ejemplos, encontramos definiciones desde posturas
conductuales radicales como la que mantuvo Buss en la década de los 60,
claramente influida por la orientación conductista contra los conceptos
supuestamente mentalistas: “respuesta que proporciona estímulos dañinos a otro
organismo” (Buss, 1961); a definiciones que intentaron caracterizarla principalmente
por su componente intencional cuyo objetivo primario es la ofensa o el daño de
la persona a quien se dirige (Berkowitz, 1965; Dollard et al., 1939). Otras,
sin embargo, intentaron reflejar que en la agresión el efecto nocivo no era el único
factor calificador de la conducta agresiva, al verse involucrados juicios
sociales que etiquetan dicha conducta precisamente como agresión (Bandura,
1973). En este sentido, ésta sería una conducta nociva sobre las bases de una
variedad de factores, algunos de los cuales residen tanto en el evaluador como
en el ejecutor. Zillman (1979), por otra parte, introdujo un interesante matiz en
la definición en cuanto que excluía aquellos casos en los que la persona no
está activamente motivada para evitar el efecto nocivo. Para este autor, la
agresión quedaría conceptualizada como aquella actividad a través de la cual
una persona busca infringir daño o dolor físico sobre otra que está motivada
para evitarlo. Un caso prototipo que excluiría esta definición sería el
comportamiento masoquista.
2)
El estado agresivo se configura como una combinación de cogniciones, emociones y
tendencias comportamentales desencadenadas por estímulos capaces de evocar una
respuesta agresiva, aunque no sean condición necesaria para ello ya que ésta
puede verse desencadenada por otra serie de factores. Esta dimensión subjetiva
de la agresión se ha ido caracterizando conceptualmente a través de términos
tales como: agresividad, ira y hostilidad.
Veamos
a continuación qué se entiende, en términos generales, por dichos conceptos.
a)
Por Agresividad: una disposición relativamente persistente a ser agresivo en diversas
situaciones. Por tanto, hace referencia a una variable interviniente que indica
la actitud o inclinación que siente una persona o un colectivo humano a
realizar un acto agresivo. En este sentido, puede también hablarse de potencial
agresivo. La agresividad suele ser concebida como una respuesta adaptativa que
forma parte de las estrategias de afrontamiento de los seres humanos a las
amenazas externas.
b)
Por Hostilidad: la evaluación negativa acerca de las personas y las cosas
(Buss, 1961), a menudo acompañada de un claro deseo de hacerles daño o
agredirlos (Kaufmann, 1970). Esta actitud negativa hacia una o más personas se
refleja en un juicio desfavorable de ella o ellas (Berkowitz, 1996). Tal y como
este autor afirma, se expresa hostilidad cuando decimos que alguien nos
disgusta, especialmente si deseamos el mal para estapersona. Un individuo hostil
es alguien que normalmente hace evaluaciones negativas de y hacia los demás, mostrando
desprecio o disgusto global por muchas personas (Spielberger, Jacobs, Rusell y
Crane, 1983). La hostilidad implica una actitud de resentimiento que incluye
respuestas tanto verbales como motoras. Plutchik (1980) la consideró como una
actitud que mezcla la ira y disgusto, y se ve acompañada de sentimientos tales
como indignación, desprecio y resentimiento hacia los demás. Precisamente, estos
sentimientos -resentimiento, indignación y animosidad- configuran la hostilidad
como una actitud cínica acerca de la naturaleza humana, en general, que en
ocasiones puede llegar incluso al rencor y a la violencia. La hostilidad
conlleva creencias negativas acerca de otras personas, así como la atribución
general de que el comportamiento de los demás es agresivo o amenazador. La “atribución
hostil” hace referencia precisamente a la percepción de otras personas como
amenazantes y agresivas (Fernández-Abascal, 1998).
c)
Por Ira: Un conjunto de sentimientos que siguen a la percepción de haber sido dañado.
No persigue una meta concreta, como en el caso de la agresión, sino que hace referencia
principalmente a un conjunto de sentimientos que surgen de reacciones psicológicas
internas y de las expresiones emocionales involuntarias producidas por la aparición
de un acontecimiento desagradable (Berkowitz, 1996). La ira implica sentimientos
de enojo o enfado de intensidad variable (Spielberger et al., 1983).
La
ira es una reacción de irritación, furia o cólera que puede verse elicitada por
la indignación y el enojo al sentir vulnerados nuestros derechos
(Fernández-Abascal, 1998). Izard (1977) la conceptualizó como una emoción
básica que se expresa cuando un organismo se ve obstaculizado o impedido en la
consecución de una meta o en la satisfacción de una necesidad. Diamond (1982),
por otra parte, la describió como un estado de arousal o activación general del
organismo con componentes expresivos, subjetivos, viscerales y somáticos.
Se
ha de destacar el hecho de que esta emoción básica guarda una estrecha relación
con aquellas situaciones en las que se produce una transgresión o violación de
los derechos personales y de las reglas sociales. Así pues, es una emoción que
se produce ante situaciones tales como una ruptura de compromisos, promesas,
expectativas, reglas de conducta y todo lo relacionado con la libertad personal.
A nivel motivacional, la ira genera un impulso apremiante por hacer algo que
elimine o interrumpa la causa que la ha originado. Es, por tanto, una emoción
muy explosiva o caliente que, en situaciones extremas, puede llegar incluso a
generar reacciones de agresividad, tanto física como verbal (Fernández-Abascal
y Martín, 1994).
Para
Hoshmand y Austin (1987), los principales desencadenantes de la ira tienen que ver
con situaciones en las que, por ejemplo, se es testigo de abusos a otras
personas, con la intrusión de extraños en nuestros intereses, con la
degradación personal, con la traición de la confianza o con la frustración de
una motivación. Es decir, parece que la ira se desencadena ante situaciones que
son valoradas por las personas como injustas o que atentan contra la libertad
personal, por situaciones que suponen un control externo no deseado,
coaccionando nuestro comportamiento, con personas que nos infligen cualquier
tipo de agresión verbal o física y, finalmente, con situaciones en las que consideramos
que se producen hechos injustos. Asimismo, la estimulación aversiva física,
sensorial o cognitiva, o la falta de un mínimo de estimulación como ocurre ante
una situación de inmovilidad o de restricción física, pueden también actuar
como desencadenantes de la ira.
Es
necesario aclarar, de alguna manera, las complejas relaciones entre ira,
hostilidad y agresión. La ira es el concepto más simple de los tres. La
hostilidad, por contra, implica una actitud que usualmente va acompañada de
sentimientos de enfado o ira y que predispone hacia la emisión de conductas
agresivas dirigidas principalmente a la destrucción de objetos, al insulto o a
la producción de algún daño. Si la ira y la hostilidad se refieren a
sentimientos y actitudes, la agresión implica un paso más allá, puesto que
conlleva la aparición de comportamientos destructivos, lesivos o punitivos dirigidos
a otras personas u objetos (Miguel-Tobal, Casado, Cano-Vindel y Spielberger,
1997).
Evidentemente,
los tres conceptos se entremezclan de forma constante. La hostilidad conlleva
usualmente irascibilidad y, a su vez, actitudes que predisponen a la conducta agresiva.
Asimismo, la ira puede tener como expresión más inmediata conductas agresivas
tanto verbales como físicas. Dado el solapamiento entre estos conceptos algunos
autores han acuñado el término Síndrome ¡AHI! (Agresión, Hostilidad, Ira) para
denotar la común asociación entre las emociones, las actitudes y la conducta agresiva
(Spielberger, Johnson y Russell et al., 1985; Spielberger, Krasner y Solomon, 1988).
Este síndrome que refleja la unión o continuidad entre estos tres componentes, ha
sido puesto de relieve en multitud de investigaciones relacionadas con la psicología
de la salud y, más concretamente, en relación a los trastornos de tipo
cardiovascular (Fernández-Abascal y Martín, 1994; Miguel-Tobal et al., 1997).
Tal
y como considera Berkowitz (1996), la instigación a la agresión, la agresión en
sí misma, la ira, la hostilidad y la agresividad son fenómenos independientes
aunque normalmente relacionados. Sería un error asumir que son la misma cosa o
incluso que siempre están estrechamente correlacionados. Una cuestión aún del
todo no resuelta es determinar cómo, de qué manera y en qué grado estos
constructos se relacionan entre sí. Pedrería (2004) subraya los diferentes
subtipos de agresión en el seno de la conducta antisocial y los trastornos de
conducta en la infancia y adolescencia, considerando que la agresión resulta
ser, en sí misma, un elemento crucial para poder comprender las diferentes
formas de presentación de las conductas antisociales y delictivas.
Al
hilo de estas consideraciones, se exponen aquellos subtipos de agresión que
cuentan con mayor evidencia teórica y empírica en la actualidad (Graña, Andreu
y Peña, 2001; Ramírez y Andreu, 2003), así como sus principales rasgos
distintivos de cara a la comprensión de sus relaciones con la conducta
antisocial.
1.3.1.1. Agresión instrumental y agresión
emocional (hostil)
Una de las primeras distinciones que se
realizaron entre diferentes tipos de agresión fue la de agresión instrumental y
hostil, basada en si la intención principal del agresor era provocar dolor o
daño (Bandura, 1973; Buss, 1961; Feshbach, 1964; Hinde, 1970). La instrumental,
dirigida hacia la consecución de metas no agresivas, y la agresión hostil, cuyo
principal objetivo es dañar a una persona u objeto (Sears, Maccoby y Levin,
1957). En la actualidad, la agresión instrumental se conceptualiza como una
estrategia dirigida a la obtención de recompensas o refuerzos de diversa
índole, consistiendo su principal objetivo en lograr algún incentivo no
agresivo, mediante caminos alternativos que aseguren refuerzos ambientales.
También se conoce como motivada por incentivos, al referirse a acciones llevadas
a cabo principalmente para obtener productos vitales y alcanzar varios
incentivos extrínsecos, siendo sus acciones producto de una decisión deliberada;
p. ej., muchos atracos son de naturaleza instrumental, en cuanto que, en
situaciones de peligro, intentan lograr el máximo de beneficios con el mínimo
de costos. Suelen distinguirse dos formas de agresión instrumental: a) aquella
cuyo objetivo consiste en obtener recompensas personales y/o materiales; y b)
las que tienen como finalidad el respaldo social, evitando la vergüenza; p.ej.,
éste es el caso en el que las normas sociales tienen efectos poderosos a la
hora de determinar lo que se considera normativo y apropiado en dicho ambiente
social. Así, una sociedad puede decretar que un hijo está obligado a vengarse
de quien ha difamado a su familia, en cuyo caso el responder agresivamente es
un acto justificado socialmente, mientras que el no hacerlo sería un acto de
disconformidad social (Fraczek, Torchalska y Ramírez, 1985; Ramírez, 1991, 1993).
La agresión hostil puede definirse como un
acto que pretende dañar a otra persona, estando motivada esencialmente por la
intención de producir daño. También se denomina motivada por irritación, pues
se desencadena primariamente para disminuir enojos o irritaciones y reducir
condiciones molestas, ligadas a estados de alta excitación, como por ejemplo en
una explosión de rabia, y a situaciones de emergencia. Por tanto, es caliente, estando
producida, o al menos provocada, por el enfado (Olweus, 1986). También se la conoce
como agresión expresiva o como agresión emocional impulsiva (Berkowitz, 1986, 1989,
1996). Aunque las acciones violentas suelen considerarse como impulsivas, a
veces, más que ser instrumentales, se desencadenan accidentalmente, sin previa
premeditación de quienes las perpetran: algo inesperado ocurre durante el encuentro
con la víctima desencadenando un nivel de violencia ni planeado ni incluso
deseado.
En
conclusión, la agresión instrumental “sirve de instrumento para...”, siendo
utilizada con otros fines distintos de los de la propia agresión, cuando el
sujeto busca provocar daño a otro, o cuando se encuentra airado o enojado y
trata de herirle, en cuyo caso se habla de agresión hostil o emocional (Cerezo,
1998). Ejemplificando estos subtipos desde un punto de vista delictógeno, si
alguien agrediese a otro individuo para causarle la muerte nos encontraríamos
ante un agresor hostil; pero si esta agresión tuviese como objeto conseguir dinero
entraríamos en la categoría del agresor instrumental (García, 1994).
1.3.1.2.
Agresión física y agresión verbal
Esta
distinción parte de una clasificación de las respuestas agresivas en función de
su naturaleza física; diferenciando la agresión entre acciones físicas y
afirmaciones verbales (Berkowitz, 1996). Por una parte, la agresión física,
denominada también agresión corporal, englobaría acciones meramente físicas
tales como golpes o patadas; mientras que por otra, la agresión verbal
consistiría fundamentalmente en afirmaciones verbales tales como insultos, discusiones
e incluso amenazas (Ramírez y Fernández-Rañada, 1997). Esta clasificación no
sólo refleja una distinción básica de los actos agresivos sino que está
asociada, tal y como multitud de estudios muestran, a diferencias sexuales
respecto al tipo de agresión utilizado (Andreu, Fujihara y Ramírez, 1998;
Archer, Holloway y McLouglin, 1995; Archer, 1998; Björkvist, 1994; Campbell y
Muncer, 1994). Precisamente, esta asociación entre la preferencia de hombres y
mujeres por un tipo u otro de agresión fue el origen de la importante
distinción que hizo Arnold Buss en 1961 cuando escribió su libro acerca de la
psicología de la agresión, primera publicación de una investigación psicológica
contemporánea en este tema. Según este autor, los hombres muestran una alta
correlación positiva entre agresión física e ira, mientras que en las mujeres
se aprecia una correlación negativa entre agresión física y verbal.
Asimismo,
esta diferenciación entre estilos agresivos físicos y verbales corre paralela
al desarrollo psicoevolutivo de los sujetos. La agresión física y verbal se ven
moduladas en su expresión conforme se madura ontogénicamente. Antes del
desarrollo de las habilidades cognitivas y verbales en la niñez, la agresión
física es la predominante. Cuando las habilidades verbales empiezan a
desarrollarse, conjuntamente con las cognitivas, la agresión verbal es más
utilizada que la física como medio de resolución de conflictos. Posteriormente,
en torno a los 11 años de edad, otros tipos de agresión más sofisticados entran
en juego paralelamente al desarrollo de la inteligencia social (Björkvist y
Niemela, 1992; Lagerspetz, Björkvist y Peltonen, 1988). En este sentido,
existen buenas razones para creer que en los conflictos interpersonales entre
adultos la agresión física es realmente la excepción y no la regla; se utilizan
con mayor profusión otros tipos de agresión como los indirectos (Björkvist, 1994).
1.3.1.3.
Agresión directa y agresión indirecta
También
suele distinguirse entre agresión directa, cuyo ataque puede llevarse a cabo
pegando, insultando o mofándose de otro, y agresión indirecta que se produce de
forma mucho más sutil. Casos prototípicos de agresión indirecta consistirían en
hablar mal de otros, tenderles trampas, rehusar el contacto social, no dirigirles
la palabra o no ayudarles cuando lo necesiten. Esta distinción hace referencia
principalmente a la forma con la que el agresor ataca a su objetivo (Berkowitz,
1996).
La
agresión directa supone que el ataque puede llevarse a cabo ya sea mediante un contacto
real, pegando, ya sea mediante mera amenaza, insultando o mofándose de otro; mientras
que en la indirecta se intenta dominar al oponente intimidándole mediante el
uso de símbolos que muestren su status o rango, como hablar mal de otros a sus
espaldas, tender trampas o rehusar su contacto social (Geist, 1971; Schaller, 1977;
Walther, 1974). Mientras que la agresión indirecta madura relativamente tarde
en la ontogenia, estando raramente presente en el juego como lucha infantil, va
reemplazando a los ataques directos en la vida adulta. Por el contrario, la
frecuencia de la directa parece ir disminuyendo con la edad. También se revelan
interesantes distinciones según el sexo del individuo: la agresión directa es
más propia del sexo masculino, mientras que la indirecta es más característica
del femenino (Björkqvist, 1994; Campbell, Muncer y Coyle, 1992; Campbell,
Muncer y Gorman, 1993; Lagerspetz et al., 1988). Buss (1961), que fue el primer autor que
dicotomizó la agresión en directa e indirecta, propuso una clasificación de la
agresión combinando las diferentes dimensiones expuestas con anterioridad
(física vs. verbal y directa vs. indirecta); añadiendo, a su vez, la dimensión
activa vs. pasiva. Esta clasificación tiene en cuenta tres dimensiones que involucran
al sistema orgánico, a la interacción social y al grado de actividad
desarrollado en la agresión.
a)
En relación al sistema orgánico involucrado, encontramos dos tipos de agresión:
la física (un ataque contra un organismo a través de partes del cuerpo o de instrumentos),
y la verbal (una respuesta vocal que proporciona estímulos nocivos a otro
organismo, por ejemplo amenaza o rechazo).
b)
En relación a la interacción social, la directa (por ejemplo, asalto, amenaza, rechazo),
y la indirecta (que puede ser verbal como extender falsos rumores, o física,
como destruir la propiedad de otros).
c)
En relación al grado de actividad involucrado, la activa (que incluye todos los
comportamientos mencionados hasta el momento) y la pasiva (obstaculizar o impedir
que otro alcance una meta o logro). Para Buss (1961), la agresión pasiva es usualmente
directa pero puede también ser indirecta.Loeber y Schmaling (1985) también
formularon la que es conocida como primera tipología de la dimensión bipolar
“agresión franca” vs. “agresión encubierta”. Estos autores incluyeron en la
tipología la forma de presentación a la hora de identificar las conductas agresivas
y la agresión al otro, según sean conductas evidentemente agresivas o directas
(p. ej., dar una bofetada a alguien o insultarle), o bien sean conductas que
aparentan ajustadas a normas, pero encubren una gran carga indirecta de
agresión (p. ej., realizar conductas que provoquen respuestas de agresión en la
otra persona).
1.3.2. Agresión y Violencia.
Uno
de los conceptos que más dificultades ha entrañado en su diferenciación con el
de agresión, es el de violencia. Si bien, por una parte, parece haber
suficientes datos como para distinguirla de la agresividad, multitud de veces
agresión y violencia se han utilizado como sinónimos e incluso como homólogos.
A continuación se exponen aquellas características que, según diversos autores,
diferencian ambos constructos.
Etimológicamente,
el término violencia tiene como uso más común la utilización exclusiva o
excesiva de la fuerza. Del Latín, violentia, significa vehemencia o
impetuosidad; siendo su uso más extenso el del ejercicio de la fuerza física
para dañar o lesionar a una persona o una propiedad. Su uso lingüístico también
describe una condición de una persona que no está en su estado normal, o que
las acciones que realiza son contrarias a su disposición natural (Moliner,
1979).
En
relación con la agresión, se aplica a las formas más extremas de este tipo de
comportamiento (Archer, 1994), especialmente las relacionadas con la física,
aunque también es aplicable a la fuerza psicológica que causa sufrimiento o traumatismo.
Al igual que en el caso de la primera, se puede establecer una categoría
emocional u hostil de violencia y otra de tipo instrumental. En la violencia
hostil, el objetivo primario sería la producción de sufrimiento o daño extremo
a la víctima, mientras que la violencia con otros fines secundarios sería un
buen ejemplo de violencia instrumental (Berkowitz, 1996).
Pero
antes de analizar con mayor profundidad el fenómeno de la violencia, es necesario
hacer una serie de consideraciones acerca de la función adaptativa de la
agresión. En este sentido, la tradición etológica clásica dicotomizó la
agresión como instinto primario y la violencia como agresión destructiva o
función incorrecta de ese instinto (Lorenz, 1972).De esta forma, se consideró
que la agresión desempeñaba una función biológica desencadenada para satisfacer
necesidades vitales y eliminar cualquier amenaza a la integridad física; y que,
bajo determinadas circunstancias, podía pasar a ser una función anormal o
destructiva sustentada en un mecanismo incorrecto, anormal o patológico
regulador de la agresión adaptativa. Desde esta perspectiva, una de las
definiciones más precisas fue la ofrecida por Scott (1975): “La agresión como
conducta desadaptativa, no guarda relación con la situación en la que tiene
lugar -por ejemplo, la agresión a un individuo cuya conducta no es
aparentemente agresiva-, o es una reacción a una clase apropiada de estimulación
pero en una dirección inadecuada -por ejemplo, la agresión a objetos físicos
del entorno ante una agresión recibida por otro individuo-. En ambos casos,
ninguna de las reacciones agresivas guarda relación aparente con los estímulos
desencadenantes originarios y es, precisamente, en este contexto donde la
agresión puede considerarse como desadaptativa; estableciéndose así un puente
entre la conducta agresiva desadaptada y la violencia (O.c., p. 24).
Para Valzelli (1983), la agresividad es el
componente de la conducta normal que, con diferentes formas vinculadas al
estímulo y orientadas a un objetivo, se libera para satisfacer necesidades
vitales y para eliminar o superar cualquier amenaza contra la integridad
física. Además, está orientada a promover la conservación propia y de la
especie de un organismo vivo, y nunca, excepto en el caso de la actividad
depredadora, para producir la destrucción del oponente. Precisamente, éste es
uno de los criterios diferenciadores para Valzelli entre agresión animal y humana
en relación a la violencia.Según este autor, la propuesta falta de relación
entre la agresión animal y humana (p. ej., Montagu, 1974) depende básicamente
de una falta de distinción entre agresión y violencia que es, en definitiva, la
diferencia que existe entre agresión normal y anormal; una diferencia, por otra
parte, definida de forma cualitativa. Desde este planteamiento, las bases
biopsicológicas de la violencia encontrarían sus raíces en los mismos aspectos
que, a su vez, sustentan un mecanismo incorrecto, anormal o patológico que
regula la agresión normal (Valzelli, 1983).
Desde una perspectiva psicosocial, la violencia
es analizada enfatizando fundamentalmente su naturaleza social. La agresión
física se ve comúnmente acompañada de juicios sociales negativos que destacan
la ilegitimidad e ilegalidad de esos actos, así como su inaceptabilidad (Archer
y Browne, 1989). Si bien, es cierto también que la violencia es más una
expresión de quienes atestiguan o son víctimas de ciertos actos, que de aquellos
que los ejecutan (Riches, 1988), conjuntamente a una serie de juicios sociales
que la etiquetan como tal (Bandura, 1973). La evaluación del contexto social implica
inevitablemente juicios morales, y tales juicios subjetivos pueden ser
cruciales al considerar un acto como legítimo o ilegítimo (Feshbach, 1964). En
este sentido, la agresión como violencia supondría un agravio, ultraje u ofensa
contraria al derecho del otro.
Valzelli
(1983), utilizando datos clínicos tales como la elevación del índice de
violencia delictiva en casos de esquizofrenia y trastornos bipolares, asociados
a uso de sustancias psicoactivas, es uno de los grandes defensores del concepto
de transición patológica de la agresión a la violencia, transición sometida tanto
a factores biológicos como socioambientales.
Desde
esta perspectiva, De Flores (1991), señala que en la conducta humana la palabra
violencia empleada en lugar de la palabra agresión, implica la liberación de
componentes agresivos patológicos, como consecuencia de un trastorno en los
mecanismos de control del SNC o por una educación intencionadamente orientada a
fomentar la intolerancia ideológica.
Se
entiende, por tanto, que la persona con conducta agresiva patológica tiene un
trastorno funcional a nivel del sistema nervioso central, una baja tolerancia a
los estímulos aversivos y un potencial agresivo dirigido hacia el entorno o
hacía sí mismo. Un tipo de conducta, prosigue el autor, que necesita
tratamiento inmediato y resultados rápidos después de establecido el diagnóstico
preciso. Además, la agresividad, dentro de estos planteamientos clínicos,
quedaría conceptualizada como un estado permanente o predisposición
constitucional a cometer agresiones o a atacar sin que medie provocación
alguna. En este sentido, el comité asesor sobre aspectos clínicos de la
conducta agresiva de la Asociación de Psiquiatría Americana (APA), define
clínicamente al paciente violento como aquel que actúa en el sentido de
provocar dolor, lesión o destrucción (Comité Asesor de la APA, Informe 8, julio
1974).
En
términos generales, y a modo de conclusión de lo anteriormente expuesto, la
utilización excesiva de la fuerza física, junto con una reacción que no guarda
aparentemente relación con los estímulos desencadenantes originarios, sería definitorio
para hablar de un acto agresivo como violento. En este sentido, se podría
argüir que:
a)
La violencia constituye un tipo de agresión desadaptada, que no guarda relación
con la situación social en la que se desarrolla o que se da en una dirección
espacial inadecuada.
b)
La violencia requiere la ejecución de conductas que denotan un uso excesivo o
exclusivo
de la fuerza física dentro de un contexto sociocultural determinante, esencialmente
humano.
c)
La violencia está sustentada biológicamente en un mecanismo incorrecto que
regula la función adaptativa de la agresión; destacándose su carácter
eminentemente destructivo sobre las personas y las cosas.
La Tabla 1.1. resume los principales criterios
conceptuales diferenciadores entre la agresión y la violencia expuestos a lo
largo de la presente tesis.
Tabla
1.1. Algunos criterios diferenciadores entre agresión y violencia.
-
La violencia es una función anormal, patológica, incorrecta o alterada de la
agresión.
-
La violencia es cualitativamente diferente de la agresión y alude a déficits en
los mecanismos de control de los impulsos.
-
La violencia tiene como principal motivo y efecto la lesión y destrucción del
oponente, causándole un dolor o daño extremo; careciendo de cualquier objetivo
biológico o adaptativo.
-
La violencia es esencialmente destructiva, hostil y antisocial.
-
La violencia es básicamente aprendida e incorpora juicios sociales que la
definen como tal. Es propia y específica del ser humano.
-
Tiene un origen anclado en las condiciones sociales y económicas. La cognición
y el afecto desempeñan un papel crucial.
-
Como conducta agresiva puede estar presente en trastornos mentales y del
comportamiento.
-
Hay normas y valores que la regulan socialmente como ilegítima, inaceptable e
injustificable.
-
Los medios a través de los cuales la violencia se materializa incluyen,
comúnmente, el uso de instrumentos o armas.
Para
finalizar, no se den obviar la existencia de una serie de comportamientos que
se suelen citar en la literatura como sucesos o acontecimientos prototípicos de
la violencia humana, o que están fuertemente asociados a ella. Entre otros, destacarían,
el bullying entre niños y adolescentes escolarizados, el homicidio, la
violencia doméstica, y, en especial, la violencia contra las mujeres, la
agresión sexual o los malos tratos, siendo todos ellos claros ejemplos de
conductas delictivas y, desde una perspectiva más amplia, diferentes tipos de conducta
antisocial.
1.3.3. Agresión y conducta antisocial en la
adolescencia
Aunque para muchos investigadores es evidente
la alta estabilidad y continuidad que presenta a lo largo del tiempo tanto la
conducta antisocial (Hinshaw, Lahey y Hart,1993; Huesmann, Eron, Lefkowitz y
Walder, 1984) como la agresión (Hart, Hofmann, Edelstein y Keller, 1997; Henry,
Avshalom, Moffitt y Silva, 1996; Newman, Caspi, Moffitt y Silva, 1997), también
es cierto que la conducta antisocial y las manifestaciones agresivas y/o
violentas difieren en cuanto a su topografía en relación al estadio evolutivo
de desarrollo en el que se encuentre el niño (Moffitt, 1993).
Aunque
la agresión física y la violencia se han asociado a la adolescencia, tiene su inicio
en una etapa anterior. Así, encontraremos que en la etapa preescolar (2-4 años)
los niños
muestran ya conductas físicamente agresivas, tales como rabietas sin motivo y
peleas, que suelen estar motivadas por la adquisición de juguetes, golosinas u
otros recursos preciados, por lo que se consideran actos agresivos de tipo
instrumental. Durante el transcurso de la infancia intermedia, a partir de los
5 o 6 años, la agresión física y otras formas de conducta antisocial
manifiesta, como por ejemplo, la desobediencia, comienzan a descender a medida
que el niño se va haciendo más competente a la hora de resolver sus disputas de
forma más amigable (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998; Tremblay et al., 1996).
Sin embargo, la agresión hostil (especialmente en los chicos) y la agresión
verbal (especialmente en las mujeres) muestra un ligero incremento con la edad,
aun cuando la agresión instrumental y otras formas de conducta antisocial van
disminuyendo. La explicación de este cambio, según Hartup (1974), estaría en el
proceso madurativo, cuanto mayor es el niño, más capacitado está para detectar
la intencionalidad agresiva de las conductas de los otros, por lo que es más probable
que responda al ataque de forma hostil hacia quien le hace daño.
Es
interesante señalar que mientras la mayoría de los niños se van implicando cada
vez menos en los intercambios agresivos y antisociales durante el transcurso de
su infancia, una minoría de jóvenes o adolescentes continúan participando de
modo aún más frecuente en actividades antisociales y agresivas (Loeber y
Stouthamer-Loeber, 1998). El nivel de violencia de estos adolescentes es más
elevado durante la primera adolescencia (10 a 13 años) que durante la segunda
(14-17 años), e incluso son más peligrosos aquellos adolescentes cuya pubertad
es precoz (Cota-Robles, Neiss y Rowe, 2002), debido al impacto y desajuste que provoca
tanto a nivel biológico como social. Así, continuarán manifestando
comportamientos más encubiertos, como hacer novillos, robar en tiendas o
consumir sustancias, y posteriormente, y durante la adolescencia, pueden ir
apareciendo delitos más graves contra la propiedad, seguidos de delitos
agresivos y violentos.
Si
evolutivamente las conductas antisociales y agresivas tienden a disminuir,
¿porqué hay un incremento de arrestos juveniles por conductas antisociales
agresivas o violentas al final de la adolescencia o principios de la edad
adulta? (Cairns y Cairns, 1986; Loeber y
Farrington, 1999). Loeber y Stouthamer-Loeber (1998) sugieren al
respecto que probablemente los adolescentes jóvenes que han sido más agresivos
o violentos durante su infancia aumentan sus conductas antisociales y
agresiones físicas o violentas a lo largo de la adolescencia. Es obvio que a
pesar de que la agresión se manifiesta de formas diferentes según la edad, es
un atributo bastante estable. Los niños que hacia los dos años eran más agresivos
tendían a seguir siéndolo a los cinco. Otras investigaciones longitudinales
rebelan que la conducta agresiva que los niños muestran entre los tres y diez
años es un predictor de sus inclinaciones agresivas o antisociales más graves a
lo largo de la vida (Hart et al., 1997; Henry et al., 1996; Newman et al.,
1997; Tremblay, 2001; 2003).
De
la misma forma, Rutter et al. (2000) ponen de manifiesto también que, cuanto mayor
sea el número de infracciones o conductas antisociales que comete una persona,
mayor es la probabilidad de que se impliquen en conductas agresivas violentas,
apareciendo estas, a finales de la adolescencia y principios de la edad adulta.
Henry et al. (1996) a partir del estudio longitudinal de Dunedin, ponen de
manifiesto cómo la conducta antisocial de inicio temprano, que tiende a
persistir en los últimos años de la adolescencia, estaba asociada a un incremento
de la probabilidad de que los delitos cometidos en dichos años implicaran violencia.
Sin
embargo, y apesar de estos estudios que ponen de manifiesto la correlación que
existe entre conductas agresivas y otras conductas antisociales, sólo reflejan
tendencias, ya que no implica necesariamente que el niño que fue muy agresivo
siga siéndolo con el tiempo y se implique en más comportamientos antisociales,
ni que aquellos que comenzaron su carrera antisocial en etapas más tardías y,
tuvieron una infancia sin la presencia de comportamientos agresivos, no
comentan actos violentos en la adolescencia o edad adulta (Windle y Windle,
1995). De la misma forma, la presencia de conductas agresivas o violentas no
tienen porque aparecer unida a la conducta antisocial invariablemente,
existiendo comportamientos antisociales no agresivos.
La
investigación criminológica ha permitido detectar un número importante de variables
individuales y ambientales relacionadas con la aparición y mantenimiento de
tendencias antisociales (Pérez, 1987; Romero, Sobral y Luengo, 1999). La
elevada disposición
para manifestar conductas agresivas suele ser un aspecto más, no el único, de
un patrón de comportamiento antisocial, siendo muy difícil encontrar variables
que ejerzan una influencia selectiva en la aparición de conductas agresivas y
no lo hagan en la de otros comportamientos antinormativos. Asimismo, la mayoría
de delincuentes que muestran conductas violentas de manera persistente suelen
presentar, además, una amplio abanico de conductas antisociales. Por este
razón, creemos que el estudio de la mayor parte de los delincuentes violentos
debe abordarse en el mismo marco metodológico y conceptual que el utilizado
para toda la conducta antisocial. Consideramos que la conducta agresiva es sólo
una (aunque muy grave) de las múltiples manifestaciones de un estilo de vida
“socialmente desviado” (Torrubia, 2004).
Durante
las últimas décadas, la investigación sobre las bases neurobiológicas,
cognitivas y sociales de la agresión ha aportado conocimientos muy notables
sobre los factores relevantes de las conductas agresivas, independientemente de
que estas sean delictivas o no (Tobeña, 2001). Los humanos podemos aprender a
comportarnos violentamente por observación de modelos y por procesos de
aprendizaje instrumental, pero las características temperamentales y las
capacidades cognitivas de los individuos pueden facilitar o dificultar la
aparición y consolidación de pautas estables de comportamiento agresivo. En
cuanto a los factores ambientales que contribuyen a dicho desarrollo se han propuesto,
entre otras, las influencias parentales, la influencia de los iguales y el
nivel socioeconómico (Lahey, Waldman, McBurnett, 1999). Respecto a los factores
individuales que intervienen en la gestación de la conducta violenta estarían
la adaptación escolar, la reactividad emocional, la impulsividad, la búsqueda
de sensaciones, la baja percepción del riesgo o daño, entre otros (Del Barrio,
2004a). La importancia y el peso de dichas variables podría ser distinta para
los diversos subgrupos de individuos antisociales. Muchos individuos
antisociales poseen factores de riesgo individuales y/o han estado expuestos a
muchos de esos factores ambientales; la interacción de todos ellos en las
diferentes etapas evolutivas configura perfiles específicos de predisposición
hacia determinados tipos de conductas antisociales y, entre ellas, las de tipo
violento.
1.4.
Integración conceptual de la conducta antisocial
Tras
la revisión conceptual y teórica realizada sobre la literatura relacionada con
el estudio de la conducta antisocial, se ha puesto en evidencia la existencia
de los diferentes conceptos que han venido utilizándose para referirse a un
estilo de comportamiento caracterizado, básicamente, por la manifestación de
una serie de conductas personales que están al margen del orden socialmente
establecido. Así, los más importantes han sido “conductas problemáticas”,
“conductas desviadas”, “conductas antisociales”, “problemas de conducta o
trastornos de conducta”, “conductas delictivas, delito o criminalidad”. A pesar
de que todos estos conceptos se utilizan indistintamente para definir un estilo
de comportamiento que, en mayor o menor grado, transgrede las normas sociales,
cada uno de ellos tiene acepciones distintas dependiendo de la aproximación
teórica de origen.
El
objetivo fundamental en este último apartado será intentar realizar una
integración de dichos conceptos, siendo imprescindible situarlos dentro de un
continuo evolutivo o de desarrollo, para dar así un mayor sentido a la compleja
aparición y mantenimiento de la
conducta
antisocial de los niños y adolescentes. A pesar de que cuando hablamos de conductas
antisociales, tendemos a situarlas en etapas más avanzadas del desarrollo de
los niños, la aparición de las primeras manifestaciones tiene lugar en la
primera infancia. Dichas conductas deben ser consideradas como “normativas” en
el sentido de que aparecen en la gran mayoría de los niños y son propios de su
etapa evolutiva. Son a éstas a las que denominaríamos como conductas
problemáticas, sobre las que actúan tanto el entorno familiar como el escolar a
nivel pedagógico con el objetivo de modificarlas y por tanto, la desaparición
sucesiva de dichas conductas será lo esperable.
En la medida en que estas conductas estén
influidas por la presencia de diversos factores de riesgo, se producirá un
incremento de la frecuencia, intensidad y gravedad de dichas conductas,
provocando así, el mantenimiento persistente en estadios evolutivos más avanzados
y, apareciendo consecuentemente, un patrón de comportamiento que va a infringir
o transgredir las normas socialmente establecidas, recibiendo denominaciones
tales como conductas desviadas o la propiamente dicha conducta antisocial. A
pesar de que ambos términos identifican dicho patrón de comportamiento,
difieren tanto en la amplitud y precisión de su definición como en la
aproximación teórica de la que parten. Así, el término de “conducta desviada”
parte de un enfoque sociológico a partir del cual, la transgresión de la norma social estará en función del grado en
que se aparta o desvía de lo estadísticamente “normal” o “frecuente”, a la vez
que considera cualquier tipo de conducta, ideas o atributos que ofenden o
disgustan a los miembros de una sociedad (p.ej. uso de tatuajes, piercings o vestimentas
propias de grupos minoritarios). Es evidente que este término es demasiado amplio
y relativo como para tenerse en cuenta a la hora de abordar de forma objetiva
el problema en cuestión, y más aún, si el objetivo final es realizar una
intervención de carácter preventivo o terapéutico. Por esto, quizás, el enfoque
conductual sea el más adecuado de cara a precisar la topografía de la conducta,
sus parámetros y sus consecuencias. Estos elementos descriptivos junto con la
tendencia a transgredir las normas sociales serán los que definirán el concepto
de conducta antisocial, a la vez que determinarán su gravedad clínica o problemática
legal.
La
mayor parte del comportamiento antisocial tienden a disminuir por sí solo según
va avanzando la edad del niño y su proceso madurativo. De la misma forma que
pasaba con las conductas problemáticas de carácter normativo, la presencia de
diversos factores de riesgo pueden producir un incremento de la frecuencia,
intensidad y gravedad de dichas conductas, pudiendo así provocar en una minoría
de adolescentes el mantenimiento persistente en estadios evolutivos más
avanzados, apareciendo entonces, un patrón de comportamiento que va infringir o
transgredir las normas legales o jurídicas, siendo denominados como crimen, delito
o delincuencia. Este tipo de conductas estarían tipificados como delito en el
código penal y serían motivo de condena si fueran cometidos por un adulto (p.
ej. robo, tráfico de drogas, homicidio), habiendo otras que, sin ser delitos en
la vida adulta, se considerarían como tal en la minoría de edad (p. ej. consumo
de drogas o conducir vehículos). Es evidente que una vez llegado a este punto,
el adolescente puede desistir en su comportamiento antisocial-delictivo, pero
si los factores de riesgo que le facilitaron la situación actual persisten,
habrá mayor probabilidad de que se mantenga durante la vida adulta, pudiéndose producir
una escalada tanto en el número de transgresiones como en su gravedad,
apareciendo aquellos delitos más agresivos y violentos y comenzando así su carrera
delictiva que le llevará a reincidir a lo largo de toda su vida (Moffitt, 1993;
Patterson y Yoerger, 2002; Thornberry, 1997).
Otra
posibilidad conceptual tiene que ver con aquella minoría de niños o
adolescentes que, manifestando un comportamiento antisocial que infringe las
normas sociales, su frecuencia, intensidad, gravedad, cronicidad, repetición y
diversidad, les provoca un deterioro clínicamente significativo en el
funcionamiento diario y en todas las áreas de su vida: personal, familiar,
escolar y social, denominándose como problemas o trastornos de conducta. Dentro
de ésta conceptualización, pueden aparecer otros términos que hacen referencia
a los diagnósticos más comunes que comparten la presencia de dicho patrón de
comportamiento, tales como “trastorno disocial”, “trastorno negativista
desafiante” o “trastorno antisocial de la personalidad”. De la misma forma,
dichos trastornos pueden desaparecer con una intervención psicoterapéutica o
tratamiento psicológico o, por el contrario, también existe la posibilidad de
que si no se tratan, desarrollen conductas delictivas. Aquí, la presencia de psicopatología
sería un factor de riesgo más, que potenciaría junto con otros, el progreso
hacia una carrera delictiva.
A
tenor de estas consideraciones, el término de conducta antisocial sería el más adecuado
para hacer referencia a un patrón de comportamiento que aparece en la infancia
o adolescencia, que se caracteriza por violar o transgredir las normas
socialmente establecidas o los derechos de los demás y que puede ser limitado a
una determinada fase del desarrollo evolutivo del menor o por el contrario,
puede ser un patrón persistente de comportamiento. A su vez, se caracterizaría
por la presencia de diferentes conductas, desde las meramente problemáticas
hasta llegar a las más graves, violentas o delictivas. Es decir, este término englobaría
a todos los demás, pero no necesariamente.
En
relación a otros términos asociados a la conducta antisocial como son la
agresióny/o la violencia, decir que no son términos sinónimos que se puedan
utilizar indistintamente, sino que deben ser considerados como posibles manifestaciones
del comportamiento antisocial, pero no exclusivos ni necesarios, al igual que
otros, como son el consumo de drogas, robos, vandalismo o absentismo escolar.
Si bien es cierto, que la presencia de conductas violentas supone una gravedad
que entroncaría claramente con el término “delito” y nos pondría en evidencia
del peligro en el que se encontraría el adolescente, ya que si contamos con la
influencia de diferentes factores de riesgo personales y sociales asociados, es
muy probable que su comportamiento persista hasta la edad adulta y pueda llegar
a ser condenado, siendo este el primer peldaño de una carrera delictiva.
Digamos por tanto, que pueden existir conductas antisociales sin violencia, que
su presencia agravaría el patrón comportamental y que suelen aparecer en fases
avanzadas de su desarrollo, sobre todo en la adolescencia y principios de la
edad adulta (Broidy et al.,2003; Pfeiffer, 2004; Thornberry, 2004; Tremblay,
2001, 2003).
Se
considera el concepto de conducta problema como el más global, que incluye
comportamientos considerados como problemáticos por sus propias características,
pero que a su vez pueden ser clasificados como normativos o propios del
desarrollo evolutivo del niño (p. ej. las pataletas de un niño al separase de
los padres, peleas con los compañeros) o, por el contrario, desviados de la
norma. Estos últimos corresponden más bien al concepto social de conducta desviada,
término muy general que incluye tanto comportamientos infrecuentes o molestos para
la mayoría de la sociedad (p. ej., tatuajes o vestimentas de algunos grupos
minoritarios), así como comportamientos que transgreden las normas sociales o
violan los derechos de los demás, correspondiendo finalmente éstos al concepto
de conducta antisocial.
Las
conductas antisociales pueden cumplir criterios legales para ser denominadas
como delitos (p. ej. robar, vandalismo), pudiendo cumplir también criterios
diagnósticos para ser consideradas como parte de un trastorno psicopatológico
(p. ej. trastorno disocial). Pueden presentarse, a su vez, asociadas a comportamientos
agresivos y/o violentos (p. ej. homicidio, abuso sexual) o no tienen por qué cumplir
ninguna de estas acepciones (p. ej. absentismo escolar). Esta variedad de
conceptos ponen en evidencia la gran heterogeneidad de dichos comportamientos.
Mientras
que todos los delitos son considerados conductas antisociales, no todos los
trastornos psicopatológicos conllevan la presencia de dichas conductas. Una
conducta antisocial puede ser delito y formar parte de un trastorno clínico,
por ejemplo, la conducta de robo manifestada dentro de un trastorno disocial.
De la misma forma, la conducta antisocial puede o no presentar conductas
agresivas y/o violentas. Por ejemplo, mientras que el robo no tiene por qué ir
unido a dichas conductas, otras como el asesinato o el terrorismo suponen el
extremo máximo en un continuo de violencia. Lo mismo ocurre con las conductas
agresivas: si suponen una transgresión de las normas sociales pueden ser
consideradas como antisociales, pero existe la posibilidad de que estas
conductas sean socialmente aceptadas y adaptativas por lo que habría una serie
de comportamientos agresivos que quedarían fuera de dicho epígrafe (p. ej.
agredir físicamente a otro que te ataca en defensa propia o para defender a un ser
querido).
Por
lo tanto, tendríamos dentro de las interrelaciones entre estos conceptos,
diferentes subtipos de conductas antisociales. Por un lado, aquellas que son
delito y además aparecen asociadas a un trastorno clínico (p.ej. consumo de
drogas en un adolescente con trastorno negativista desafiante), aquellas que
son delitos agresivos y/o violentos (p. ej. violencia doméstica o maltrato
hacia un hermano), aquellas conductas agresivas y/o violentas que aparecen
dentro de un trastorno clínico (p. ej. maltrato físico a los animales por parte
de un adolescente con trastorno disocial) y, finalmente, aquellas que cumplen
las tres características, es decir, son delito, son agresivas y/o violentas y
además aparecen dentro de un trastorno clínico (p. ej. el adolescente con
trastorno disocial que maltrata a su pareja).
Por
último, quedaría señalar que el concepto de agresión hace referencia no sólo a
conductas agresivas y/o violentas en sí mismas, sino además, a un estado
agresivo que tendría que ver más bien con la presencia de variables de carácter
temperamental y que preceden o potencian la aparición de la conducta agresiva
como son la ira, hostilidad y agresividad.
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