lunes, 4 de octubre de 2010

Maltrato adolescente. 2002. Alfredo Oliva D. U de Sevilla

Resumen
La sensibilización respecto a la magnitud y gravedad del maltrato infantil ha aumentado mucho en España durante los últimos años, lo que ha llevado a una mejora del sistema de protección a la infancia. Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo con el maltrato adolescente, al que se le ha prestado mucha menos atención. Contrariamente a lo que podría pensarse, las situaciones de malos tratos durante la adolescencia son tanto o más frecuentes que en etapas anteriores, y tienen una enorme influencia sobre muchos de los problemas típicos de este periodo evolutivo que generan mucha preocupación social, como la conducta antisocial, el consumo abusivo de alcohol y otras drogas, los trastornos emocionales y las tentativas de suicidio. El hecho de que el maltrato adolescente tenga unas secuelas físicas menos graves y ocurra en familias con menos déficit socioeconómico, unido a la menor sensibilización entre profesionales y población general, hace que su detección sea muy complicada. La "normalidad" de las familias maltratantes hace que exista un pronóstico más favorable para la intervención, por lo que se recomienda realizar esfuerzos dirigidos a mejorar la detección del maltrato y a aumentar la disponibilidad de servicios centrados en el tratamiento de chicos y chicas adolescentes. Palabras claves: maltrato adolescente, incidencia, detección, consecuencias.



MALTRATO INFANTIL Y MALTRATO ADOLESCENTE
La idea de que el maltrato hacia los adolescentes es menos frecuente, serio, persistente y dañino que el maltrato de niños y niñas más pequeños está muy extendida, y tal vez por ese motivo son escasas las investigaciones que se han centrado en analizar los malos tratos durante esta etapa evolutiva. Tras muchos años de esfuerzos por parte de profesionales y asociaciones relacionadas con la infancia, al menos en el mundo occidental, existe una clara sensibilización hacia las necesidades de la infancia, y está asumida la responsabilidad de los adultos de cuidar de los niños y niñas y de satisfacer esas necesidades. Los niños evocan una respuesta de empatía y protección y son considerados vulnerables, indefensos y necesitados de ayuda. Siempre son víctimas inocentes. En cambio, cuando se trata de adolescentes la situación es bien distinta, y no sólo son considerados como menos vulnerables y más capaces de defenderse a sí mismos, sino que existen numerosos estereotipos negativos asociados a esta etapa. Tendemos a verlos como provocadores, indisciplinados, violentos, desafiantes e irresponsables, y es más fácil para la sociedad empatizar con los padres y considerar a los adolescentes antes perpetradores que víctimas, y cuando lo son, atribuirles la responsabilidad de la situación de violencia que haya podido surgir en relación con adultos. El origen de estos estereotipos está tanto en la imagen distorsionada y dramática ofrecida por los medios de comunicación, como en los primeros planteamientos teóricos surgidos en el campo de la psicología, que consideraban la adolescencia como un periodo dramático y turbulento, o en la psicopatología o problemática propia de esta etapa que resulta muy llamativa y preocupante (consumo de drogas, delincuencia, suicidio) (Palacios y Oliva, 1999).
Estos estereotipos pueden llevar tanto a la población general como a los profesionales a pasar por alto muchas situaciones de maltrato que estén produciéndose. Esta falta de atención puede llegar a ser muy preocupante si tenemos en cuenta que, lejos de lo que podría pensarse, el maltrato adolescente puede tener importantes consecuencias negativas, especialmente en las áreas de la salud mental y la adaptación social.

Problemas típicos de la adolescencia tales como el suicidio, el consumo de drogas, la violencia y delincuencia juvenil, o los embarazos adolescentes guardan una estrecha relación con situaciones de maltrato y negligencia (Manion y Wilson, 1995; Eckenrode, Powers y Garbarino, 1997).
El adolescente, lejos de ser invulnerable, está atravesando una etapa de serias dificultades en la que chicos y chicas tienen que resolver de forma secuencial muchas tareas evolutivas fundamentales para el desarrollo posterior, como desvincularse de los padres, establecer relaciones de amistad y de pareja, o lograr una identidad personal (Havighurst, 1972). Cuando estas tareas se afrontan en un contexto familiar y social favorable caracterizado por el afecto y el apoyo, es probable que el adolescente las resuelva de forma exitosa y salga fortalecido y preparado para iniciar la transición a la vida adulta. Sin embargo, cuando la falta de atención y apoyo, o incluso el abuso y la violencia caracterizan las relaciones familiares es muy probable que surjan importantes problemas que comprometan seriamente el desarrollo, tanto actual como futuro, del adolescente.

LAS NECESIDADES DEL ADOLESCENTE
Los niños no tienen la misma capacidad de autoprotección que los adultos y dependen directamente de ellos para la satisfacción de sus necesidades. Las más evidentes son las necesidades fisiológicas, como estar bien alimentado, dormir suficiente tiempo, tener una higiene adecuada, recibir cuidados sanitarios, o estar protegidos de distintos peligros que pueden atentar contra su salud. Otras necesidades son de carácter cognitivo; entre ellas podemos encontrar la necesidad de estimulación sensorial, o de explorar el mundo físico y social y de comprender la realidad. Por último, tendríamos que señalar las necesidades emocionales y sociales, entre las que la seguridad emocional proporcionada por el establecimiento de un vínculo de apego con las personas responsables de su cuidado ocupa un lugar preferente, siendo también muy importante el establecimiento de relaciones con los iguales (López y otros, 1995). Estas necesidades irán cambiando a lo largo de la infancia y lo harán especialmente con la llegada de la pubertad y el inicio de la adolescencia.
Aunque las mayores competencias del adolescente le dotarán de una mayor autonomía y harán que muchas de las necesidades de la infancia desaparezcan o pueda satisfacerlas por sí mismo, surgirán otras nuevas cuya satisfacción será muy importante para que el adolescente pueda convertirse en un adulto saludable y ajustado. A continuación pasamos a detallar algunas de estas necesidades. 
Aún hay importantes necesidades físicas durante estos años: tener una alimentación y un consumo adecuado, dormir suficientes horas, realizar actividad física, acudir a controles exploratorios y recibir atención sanitaria. Sin  embargo, nos encontramos con que a partir de la pubertad chicos y chicas duermen menos (en parte como consecuencia de los cambios en los patrones de sueño), se inician en el consumo de alcohol, tabaco y otras drogas no institucionalizadas, y que muchos de ellos abandonan la práctica deportiva como consecuencia de la mayor competitividad asociada a dicha actividad. Por otra parte, los controles médicos son menos frecuentes y los servicios sanitarios destinados a esta etapa más escasos que en la infancia.

Las necesidades psicológicas también son importantes, como se mostrará a continuación. Además, tras los cambios de la pubertad se intensifica el deseo sexual de chicos y chicas, que poco a poco empezarán a sostener sus primeras relaciones sexuales en el contexto de las relaciones de pareja (Martín y Velarde, 1996; Oliva, Serra y Vallejo, 1997). A pesar de esta evidencia, y de que vivimos en una sociedad muy erotizada que estimula los comportamientos sexuales, no se reconoce que los adolescentes sostienen relaciones sexuales,  y no se les proporciona la formación y los recursos necesarios para que puedan desarrollar esta actividad sin riesgos.
Aunque a partir de la pubertad se produce un relativo distanciamiento de los padres (Steinberg y Silverberg, 1986), los adolescentes aún necesitan su cariño y apoyo para afrontar los numerosos retos de estos años con la suficiente seguridad emocional. También precisan de la supervisión y el control que permitan detectar el surgimiento de algunos problemas que pueden llegar a ser importantes y que con frecuencia aparecen asociados a la negligencia parental. Sin embargo, y como comentaremos más adelante, es frecuente que las relaciones familiares se deterioren durante estos años y algunos padres desarrollen hacia sus hijos estilos educativos que se caracterizan por carecer del apoyo o de la supervisión necesarias. También manifiestan los adolescentes la necesidad de disponer de una mayor autonomía y unas mayores posibilidades de tomar decisiones y participar de forma activa tanto en el entorno familiar como en el escolar y social. Estas mayores capacidades y esta búsqueda de una mayor autonomía no siempre se ven facilitadas por los adultos, que tienden a considerar amenazante la libertad y autonomía del joven. Así, algunos estudios encuentran que la llegada a la pubertad puede acarrear, especialmente para las chicas, un aumento de las restricciones por parte de padres y educadores (Noller, 1994; Simmons y Blith, 1987), lo que suele llevar al surgimiento de conflictos tanto en el entorno familiar como en el escolar. Por último, hay que señalar las importantes necesidades que aparecen a nivel intelectual como consecuencia de los cambios que el desarrollo del pensamiento formal trae consigo. La capacidad de pensar sobre lo hipotético, de buscar alternativas o de planificar sus actuaciones llevan a chicos y chicas a mostrarse críticos e inconformistas, y a demandar actividades académica estimulantes que supongan un desafío para sus habilidades cognitivas recién adquiridas. No obstante, no suele ocurrir así, y la escuela o instituto ofrecen al estudiante actividades memorísticas y rutinarias que con frecuencia llevan a la falta de motivación hacia lo escolar (Eccles y otros, 1997). Como han señalado Garbarino, Eckenrode y Powers (1997), el maltrato adolescente tiene sus raíces en la falta de adecuación cultural y familiar a las necesidades del adolescente. Los dos aspectos están relacionados, pero mientras que tal vez haya una mayor conciencia sobre las deficiencias o desajustes en el entorno familiar, a nivel social y cultural estas deficiencias son de más difícil reconocimiento. Podemos tender a pensar que muchas de estas necesidades son más o menos superfluas, y que no satisfacerlas no va a tener repercusiones importantes sobre el chico o chica; sin embargo, nuestra tesis es la de que muchos de los problemas psicológicos y conductuales propios de la adolescencia y que suscitan tanta alarma social, tienen su origen en esta inadecuación e insatisfacción. Patrones de maltrato durante la adolescencia.

No todos los casos de malos tratos detectados durante la adolescencia tienen el mismo perfil, y junto a chicos y chicas que son maltratados por primera vez durante la adolescencia encontramos casos en los que los abusos y malos tratos vienen teniendo lugar desde la infancia. Podríamos definir tres diferentes patrones de maltrato:
1. Maltrato que comienza en la infancia y continúa en la adolescencia.
Se trata de unos malos tratos que son continuación de los que comenzaron en algún momento de la infancia, y por lo tanto no son nuevos en la familia y no están relacionadas con el periodo evolutivo del menor. Evidentemente, donde el sistema de protección a la infancia funcione de forma eficaz serán situaciones muy poco frecuentes, ya que se habrán tomado medidas para proteger al niño o niña maltratados. Es más probable encontrarnos este patrón cuando se trata de tipos de maltrato de más difícil detección, como el abuso sexual o el maltrato emocional.
2. Maltrato que comienza en la adolescencia.
Se trataría de familias que, aunque ya tenían algunos problemas, habían mantenido cierto equilibrio en las relaciones padres-hijo; sin embargo, con la llegada de la adolescencia se rompe este equilibrio y aumentan el estrés y la conflictividad familiar hasta alcanzar límites intolerables. En algunos casos puede tratarse de padres que se han mostrado indulgentes y que esperan de sus hijos una dependencia que hasta ese momento han obtenido. Sin embargo, a partir de la pubertad pueden sentirse irritados y reaccionar con agresividad cuando sus hijos empiezan a madurar y luchan por su independencia. También puede ocurrir en familias con padres rígidos y autoritarios que incluso han utilizado castigos físicos leves o moderados y que con la llegada de la adolescencia van perdiendo el control en la medida en que aumenta el tamaño y la fuerza de su hijo. Los padres piensan que es preciso emplear más fuerza para controlar y castigar, lo que sin duda genera reacciones hostiles y rebeldes en sus hijos, iniciándose un ciclo de violencia cada vez más severo. Hay que tener en cuenta que los estilos autoritarios son poco eficaces para que los niños desarrollen controles internos y sólo funcionan cuando los adultos están presentes. Dado que durante la adolescencia chicos y chicas pasan mucho tiempo fuera de casa alejados del control paterno, puede ocurrir que empiecen a manifestar comportamientos problemáticos que irritarán a sus padres, quienes pueden pensar que deben utilizar más fuerza. En otros casos nos encontramos, coincidiendo con la llegada a la adolescencia, con un cambio de una disciplina física a un castigo o maltrato de tipo psicológico, especialmente en el caso de las niñas. En el caso de los abusos sexuales, los cambios físicos y el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios asociados a la pubertad aumentarán el atractivo sexual del chico o de la chica ante los abusadores no estrictamente paidófilos, haciendo más probable el surgimiento de comportamientos abusivos antes inexistentes.

No hay consenso respecto al porcentaje de casos de maltrato adolescente en los que no hay una historia previa de maltrato durante la infancia, y las cifras oscilan entre el 50% y el 90% (Garbarino y Gilliam, 1980; Berdie, Berdie, Wexler y Fisher, 1983; Pelcovitz, Kaplan, Samit, Krieger y Cornelius, 1984).
3. Maltrato que representa una vuelta a conductas anteriores.
En este caso se establece un cierto paralelismo entre la adolescencia y los “terribles 2 años”, por ser etapas en las que niños y niñas inician procesos de desvinculación o individuación y búsqueda de autonomía que generan mucho estrés en los padres. Así, los padres que tuvieron dificultades con sus hijos durante esta etapa, es probable que vean renacer estos conflictos pero de forma más acusada con la llegada de la adolescencia.

INCIDENCIA DEL MALTRATO ADOLESCENTE
Si es difícil conocer con exactitud la incidencia del maltrato en niños, aún resulta más complicado cuando se trata de adolescentes. El hecho de que las lesiones provocadas sean más leves, unido a la menor sensibilización social hacia este tipo de maltrato, hace que sea más difícil de detectar. Si se observan los datos de un país con buenas estadísticas, como Estados Unidos, se estima que mientras que durante la infancia sólo un 76% de los casos graves detectados son comunicados a los servicios y agencias de protección, cuando se trata de adolescentes el porcentaje desciende al 39% (American Medical Association, 1993). Los datos de los distintos estudios nacionales de incidencia llevados a cabo en Estados Unidos (National Incidence Studies of Child Abuse and Neglect) entre el año 1980 en que se llevó a cabo el primer estudio y 1996 en que tuvo lugar el tercero, indican que los casos de maltrato detectados en la adolescencia representan un porcentaje que supera el 40% del total de casos. Esta cifra supone una incidencia del 25 por mil, por encima del 19 por mil encontrada en niños de menos edad. Sin embargo, las cifras oficiales de casos notificados es más baja, lo que indica que aunque el maltrato tiene una elevada incidencia durante la adolescencia, es menos probable que se notifique un caso de maltrato cuando afecta a un adolescente (Hutchinson y Langlykke, 1997).

Las investigaciones realizadas en España indican una incidencia durante la adolescencia algo más baja que en Estados Unidos. Así, un estudio realizado a nivel nacional sobre expedientes de menores (Jiménez, Oliva, Saldaña, 1996) encontró que un 23% de los casos de maltrato correspondían a chicos y chicas de 12-17 años. Otro estudio realizado en Andalucía utilizando diversas fuentes de información encontró que un 25% de los casos detectados correspondían a adolescentes de edades comprendidas entre los 12 y los 17 años (Jiménez, Moreno, Oliva, Palacios y Saldaña, 1995). En Cataluña el porcentaje hallado es algo menor, sólo un 19% de los niños maltratados tenían más de 11 años (Inglés,1991, 1995). Estos datos indican unas cifras de incidencia más bajas que en edades inferiores, ya que el tanto por ciento de población menor de edad que tiene entre 12 y 17 años supera claramente esos porcentajes. Aunque a partir de estos datos podemos pensar en una menor incidencia de maltrato a partir de la pubertad, tenemos la sospecha de que lo que realmente ocurre es que nos encontramos ante casos de maltrato que ofrecen una mayor resistencia a la detección.
Cuando se tienen en cuenta los tipos de maltrato, parece que son el abuso sexual y el maltrato emocional los más frecuentes, que alcanzan durante la adolescencia la mayor incidencia. En cuanto al maltrato físico, su incidencia parece depender de la definición que se utilice; así, cuando se emplea una definición amplia que no se limita a la evidencia de daños físicos, la incidencia también es bastante elevada. Aunque la negligencia disminuye algo por las mayores competencias que tienen los chicos y chicas mayores para cuidar de sí mismos, algunos subtipos de negligencia son más frecuentes. Tal es el caso de la negligencia educativa, que podríamos definir como la permisividad de los padres ante comportamientos de sus hijos como el absentismo escolar. Los datos del estudio llevado a cabo en Andalucía apuntan claramente en estas direcciones,ya que del total de casos de abuso sexual, el 43% correspondían a niños y niñas de edades comprendidas entre los 12 y los 17 años. En los casos de maltrato emocional el porcentaje de adolescentes era del 26%, mientras que cuando se trataba de malos tratos físicos o de negligencia los porcentajes eran del 23% y 20% respectivamente.

CARACTERIZACIÓN DEL MALTRATO ADOLESCENTE
El dato más llamativo relacionado con las características de las familias de los adolescentes maltratados es su mayor nivel socio-económico en relación con las familias de niños maltratados. Así, los datos del primer Estudio Nacional de Incidencia llevado a cabo en Estados Unidos indican que los porcentajes de familias con ingresos medios son bien diferentes según la edad del niño maltratado: 11% para edades por debajo de los 12 años; 26% cuando la edad del niño está comprendida entre los 12 y los 14 años; y 39% para la etapa 15-17 años. También había en estas últimas etapas un menor porcentaje de padres en situación de desempleo, menos familias recibiendo ayudas económicas y un mayor nivel educativo. Igualmente, cuando el maltrato afectaba a adolescentes era menos frecuente que sus padres hubieran sufrido malos tratos en su infancia (Garbarino, Eckenrode y Powers, 1997). Analizando los datos anteriores resulta evidente que en el maltrato adolescente tienen menos importancia los factores de riesgo relacionados con la pobreza y el bajo nivel socio-cultural, y podríamos pensar que cobran un mayor peso los factores de tipo interpersonal.

En este sentido hay que mencionar las importantes disfunciones que presentan las familias de estos adolescentes: poca cohesión emocional, uso incoherente de la disciplina, estilos parentales muy autoritarios o indiferentes, altos niveles de conflictividad interparental, presencia de padres no biológicos, etc. (Hutchinson y Langlykke, 1997;Williamson, Borduin y Howe, 1993). Es decir, se trata de familias que a pesar de disponer de suficientes recursos económicos representan un contexto problemático por la existencia de una elevada conflictividad, surgida o acentuada a partir de la llegada del hijo/a a la pubertad. En cuanto a las diferencias de género, al contrario de lo que ocurre con niños más pequeños, el maltrato adolescente suele afectar más a chicas que a chicos (Garbarino y Gilliam, 1990; Jiménez, Oliva y Saldaña, 1996). Tal vez ello se deba a la mayor preocupación que suelen mostrar los padres por los asuntos relacionados con la autonomía y la sexualidad cuando se trata de chicas, lo que lleva a un mayor control y restricción, o por el mayor tamaño y fuerza de los varones. También podríamos pensar en una mayor aceptación de la violencia física hacia los chicos, y por eso se detectaría menos que cuando la agresión es hacia una chica. Cuando se trata del abuso sexual, parece claro que hay una incidencia mayor entre chicas, aunque también hay que señalar que los varones son mucho más reacios a admitir haberlo sufrido, ya que muchos de estos abusos suelen ser de carácter homosexual (López y otros, 1994). También hay diferencias entre el maltrato adolescente y el infantil en cuanto al género de los perpetradores, ya que mientras que cuando se trata de niños pequeños las madres aparecen más frecuentemente como responsables del maltrato, durante la adolescencia la situación se invierte (Garbarino, Eckenrode y Powers, 1997). Probablemente, por la mayor incidencia del abuso sexual, y también por el hecho de que los padres varones tienen un papel más relevante a la hora de controlar y disciplinar a sus hijos e hijas adolescentes. A veces, los abusos sexuales tienen lugar en el contexto de una cita con un chico conocido, y en estos casos la mezcla de culpa y ambivalencia puede llevar a la chica a no reconocer como abuso esta relación sexual indeseada y por lo tanto a no denunciarla.

Consecuencias del maltrato en los adolescentes.

Evidentemente, encontraremos diferencias en las consecuencias del maltrato en función del momento en que haya comenzado. Si tenemos en cuenta que el impacto de las experiencias sobre el desarrollo será mayor cuando estas son continuadas a lo largo del tiempo, resulta lógico esperar que cuanto más tarde comiencen los malos tratos menos problemas tendrán las víctimas, ya que habrán cubierto una mayor parte de su desarrollo. No obstante, cometeríamos un gran error al pensar que los malos tratos sufridos por un adolescente no tienen importantes consecuencias. Durante estos años el desarrollo dista mucho de estar concluido, y, como ya hemos mostrado, son muchas e importantes las tareas evolutivas a las que el adolescente debe hacer frente. Los daños físicos son menos graves que durante la infancia, y aunque son muy frecuentes las lesiones moderadas, las consecuencias peores son los trastornos socio-emocionales y los problemas de conducta, que a su vez pueden tener importantes repercusiones sobre la salud (American Medical Association, 1993; McClain, Sacks, Froehkle & Ewigman, 1993).
Los daños a nivel emocional son importantes; así, la autoestima de estos chicos y chicas suele estar muy deteriorada, sobre todo por la tendencia que muestran a desvalorizarse a sí mismos para tratar de justificar el maltrato parental. Si tenemos en cuenta que la autoestima suele resentirse bastante durante la transición a la adolescencia como consecuencia de los cambios y retos que chicos y chicas deben afrontar, y que es un importante predictor del grado de ajuste psicológico en los años posteriores (Dumont y Provost, 1999; Offer, Kaiz, Howard y Bennet, 1998), esta influencia negativa del maltrato sobre la autoestima resultará bastante preocupante y estará relacionada con trastornos de ansiedad y síntomas depresivos (Singer, Anglin, Song y
Lunghofer, 1995).
También a nivel social vamos a encontrar importantes problemas en los adolescentes maltratados. El rechazo parental no sólo provoca daños cuando se trata de niños pequeños; cuando tiene lugar durante la adolescencia, tiende a provocar conducta antisocial y una excesiva dependencia de los iguales en una búsqueda del apoyo emocional que no encuentran en los padres. Así, estos chicos se mostrarán excesivamente conformistas ante el grupo, lo que puede llevar a ciertos comportamientos de riesgo cuando los iguales presentan conductas inapropiadas (Berndt, 1996). La mayor conformidad se dará entre hijos de padres indiferentes o muy autoritarios (bajo afecto o apoyo). A pesar de la necesidad que suelen mostrar estos adolescentes de establecer relaciones con los iguales van a encontrarse en clara desventaja, por su baja autoestima y sus escasas habilidades sociales. Tampoco podemos olvidar los procesos de identificación y de modelado de la conducta agresiva que suelen tener lugar en familias conflictivas y violentas, y que harán que estos adolescentes muestren comportamientos violentos hacia los iguales, lo que provocará su rechazo por el grupo.

Sus dificultades para procesar la información social les llevan a mostrarse excesivamente sensibles a las actitudes y comportamientos de los demás, atribuyendo intenciones hostiles a señales neutras o ambiguas (Dodge, Pettit, Bates y Valente, 1995). Con frecuencia van a mostrar comportamientos muy violentos y antisociales, por lo que es frecuente que aquellos adolescentes que son detenidos por actos delictivos tengan una historia previa de maltrato, y aunque no todos los niños maltratados se convierten en jóvenes delincuentes, entre estos chicos encontramos una incidencia de maltrato muy superior a la de la población joven general. Son muy abundantes los estudios que encuentran relación entre la delincuencia juvenil y la conducta de rechazo y maltrato por parte de los padres (Yoshikawa, 1994), aunque hay que señalar que delincuencia y maltrato comparten muchos factores de riesgo y ambos comportamientos surgen con frecuencia en el mismo ambiente familiar. Una revisión de las características familiares de los acusados de asesinar a uno de sus padres encontró historias de abusos sexuales, violencia parental y malos tratos físicos por parte de los padres (Hutchinson y Langlykke, 1997). Ford y Linney (1995) encontraron que la exposición del adolescente a la agresión en el entorno familiar como víctimas o como testigos influía claramente en su uso de la violencia. El abuso o maltrato durante la infancia o adolescencia incrementaban en un 53% la probabilidad de arresto juvenil.
También la falta de supervisión y de apoyo suele ser un factor de riesgo para el surgimiento de conductas antisociales, bien porque sus padres muestran un estilo indiferente que se acerca a la negligencia, bien porque se trata de familias con menos posibilidades de supervisión, como puede ocurrir an algunas familias monoparentales. La ausencia del padre es un factor muy determinante, ya que además de la falta de control y supervisión que suele conllevar, puede generar en los hijos una personalidad muy masculina y agresiva como forma de compensar el entorno femenino en el que han sido criados. Aunque muchos adolescentes se implican en comportamientos antisociales, una característica común de los adolescentes maltratados es que su actividad delictiva tiene mayor continuidad, comenzando antes y prolongándose en la edad adulta, probablemente por el fracaso a la hora aprender alternativas prosociales a la conducta delictiva, y por quedar atrapados en un estilo de vida desviado (Maxwell y Widom, 1996; Moffitt, 1993).
En ocasiones, la agresividad es dirigida hacia ellos mismos, llevando a las tentativas de suicidio. Muchos chicos y chicas que intentan o consiguen suicidarse viven en entornos familiares caracterizados por los malos tratos, el abuso sexual o la negligencia, y el suicidio es un buen indicador de unas relaciones familiares muy deterioradas. Suele tratarse de familias muy conflictivas caracterizadas por la falta de afecto hacia los hijos, el rechazo y un control muy autoritario, de forma que se ha establecido entre padres e hijos un círculo de ira del que el adolescente espera escapar mediante el suicidio. El intento de suicidio suele ser más una búsqueda desesperada de ayuda que de autodestrucción por parte de chicos y chicas que tienen dificultades en sus relaciones sociales, y que no son capaces de encontrar en los iguales o en otros adultos el apoyo emocional necesario para superar sus problemas familiares. Si el  ntento de suicidio es una forma de escapar para siempre, el consumo de drogas o alcohol es una huida temporal de situaciones familiares problemáticas, por lo que también va a ser frecuente entre adolescentes maltratados (Manion y Wilson, 1995).

DETECCIÓN DEL MALTRATO ADOLESCENTE
Sin duda, el problema más arduo del maltrato durante la adolescencia tiene que ver con su detección. El hecho de que los indicadores físicos sean menos evidentes y los daños menos severos, unido a la menor sensibilización de la población, la escasa formación de los profesionales, y los estereotipos negativos asociados a la adolescencia dificultan la detección de chicos y chicas que están sufriendo malos tratos. Por ello, es menos probable que se notifiquen los casos de adolescentes (y, por lo tanto, que reciban tratamiento) que cuando de trata de niños más pequeños.  Además, hay que recordar que estas familias maltratantes no suelen tener un perfil socio-económico muy desfavorecido, lo que las sitúa fuera del campo de visión de los servicios sociales. En general, podemos decir que la sensibilización y las respuestas empáticas ante las víctimas suele ser inversamente proporcionales a su edad. Es mucho más probable que un niño de 2 años sea percibido como débil e indefenso, mientras que cuando se trata de adolescentes sus declaraciones son recibidas con escepticismo y suelen ser considerados responsables de su situación y merecedores del castigo. Por ejemplo, si un adolescente ya es activo sexualmente se le considera de forma diferente a un niño tras recibir abusos sexuales, aun cuando su implicación haya sido involuntaria y el abuso pueda tener unas consecuencias incluso más negativas que en años anteriores. El adolescente dista mucho de ser invulnerable, y la madurez física de muchos de estos adolescentes no suele ir pareja a la madurez psicológica, sobre todo si tenemos en cuenta el adelanto que se ha dado en la edad a la que se produce la pubertad, que suele estar en torno a los 12 años en las chicas y uno o dos años más tarde en los chicos. Considerando el importante impacto social de los problemas de ajuste y comportamiento derivados de las situaciones de maltrato adolescente, es evidente que estamos ante un problema social y de salud de primer orden, y que la detección debe ser un objetivo prioritario.

Si tenemos en cuenta la fuerte asociación que existe entre el hecho de haber recibido malos tratos y la manifestación de comportamientos antisociales, es más probable que los adolescentes maltratados entren en contacto con el sistema judicial, o incluso con servicios de salud mental, que con el sistema de protección. Por ello, es muy recomendable que los adolescentes detenidos sean explorados con el objetivo de identificar historias previas de malos tratos. En un estudio llevado a cabo en Connecticut se encontró que un 25% de los casos de maltrato adolescente fueron detectados a partir de denuncias de la policía de casos de agresiones de adolescentes a sus padres (Paulson, Coombs y Landsverk,1990). También los trabajadores del campo de la salud mental deberían estar alerta ante la posibilidad de que muchos de los chicos y chicas que atienden debido a problemas de ajuste psicológico (tentativas de suicidio, consumo de drogas, depresión, conducta violenta) hayan sufrido malos tratos.
El contexto escolar también resulta clave para la detección, y es importante que en el marco de exploraciones de tipo psicológico o sanitario, los adolescentes sean preguntados sobre posibles malos tratos sufridos, ya que la detección precoz resulta fundamental para evitar daños mayores, y la autorrevelación quizá sea la principal vía para la detección. Los orientadores de centros de educación secundaria se encuentran situados en una posición inmejorable para detectar situaciones de maltrato, ya que suelen tener contacto con aquellos
chicos y chicas que muestran comportamientos problemáticos, que bien pueden ser debidos a los malos tratos sufridos. En cuestionarios o entrevistas rutinarias pueden incluirse algunas preguntas sobre este tema.
Sin duda, si queremos mejorar la detección del maltrato es importante mejorar la formación tanto básica como de post-grado de profesionales y paraprofesionales que trabajan en relación con adolescentes. Ello servirá para aumentar tanto la toma de conciencia del problema, como las habilidades para ayudar a las víctimas. Un aspecto clave el entrenamiento debería consistir en el conocimiento de tipos de maltrato más específicos de la adolescencia, así como de sus indicadores. Muchas de las definiciones de tipologías de maltrato suelen ser demasiado genéricas y de difícil aplicación a partir de la adolescencia temprana. Además, existen situaciones que pueden resultar aceptables en la infancia, pero que se tornan abusivas cuando el protagonista es un adolescente: azotes, especialmente en público; un control muy estricto de los horarios y las actividades del joven; algunos tipos de contactos físicos íntimos entre padres e hijas, etc.

INTERVENCIÓN
Como ya hemos tenido ocasión de comentar, aquellas familias en las que aparecen malos tratos durante la adolescencia de los hijos presentan unas características diferentes de las familias en las que se detectan malos tratos hacia niños más pequeños. Por lo general, se trata de familias menos desfavorecidas, pero en las que con la llegada de alguno de sus hijos a la adolescencia surgen o se agudizan algunos conflictos familiares como consecuencia de los cambios aparejados a esta transición evolutiva y de la falta de habilidades para hacerles frente. Estas características pueden suponer un pronóstico más favorable para la intervención. Cuando se trata de niños más pequeños, es frecuente que el entorno familiar sea tan deficitario y resulte tan complicado modificar las condiciones familiares que haya que tomar medidas de protección que impliquen la retirada del menor. Sin embargo, en el caso de adolescentes la intervención puede ser más exitosa a la hora de modificar las condiciones familiares, y la retirada del menor sólo será necesaria en algunas ocasiones en que el adolescente esté en serio riesgo de sufrir daños importantes. El tratamiento suele requerir un compendio de terapias individuales, familiares y grupales, y la orientación a los padres resulta clave en este proceso. Resulta necesario proporcionales información sobre las necesidades de los chicos y chicas en estas edades, dotarles de estrategias que les permitan adoptar un estilo disciplinario más adecuado, cambiar las pautas de interacción en el seno de la familia, etc. Sin duda, sabemos bastante sobre cómo responder al maltrato adolescente y podríamos resolver muchas situaciones, pero el problema se presenta por la negligencia de la sociedad hacia los adolescentes, que se refleja en los limitados recursos destinados a la detección y tratamiento del maltrato, los escasos servicios para  jóvenes, la escasez de centros de tratamiento, los insuficientes recursos de salud, etc. Los servicios de protección suelen estar saturados por la demanda, lo que con frecuencia lleva a que se prioricen los casos más severos y de niños más pequeños, con la consiguiente falta de atención a los casos de adolescentes maltratados.

La vinculación que los malos tratos presentan con conductas antisociales hará que con frecuencia estos adolescentes sean detenidos y colocados en centros de detención, donde no siempre reciben el tratamiento necesario. Sin duda, la sanción por sí sola no va a solucionar el problema del comportamiento antisocial. La nueva ley de responsabilidad penal del menor nace con un espíritu reeducativo que es necesario para afrontar en profundidad este problema. Se precisa de centros en los que estos chicos y chicas reciban el tratamiento adecuado para su rehabilitación. Si los malos tratos suelen ser comunes en la historia familiar de esos jóvenes antisociales, y la sociedad no ha sido capaz de proteger a estos menores, creemos que sí tiene la obligación moral de hacer todo lo posible por favorecer su rehabilitación y posterior integración social. La negativa representación social que existe de la adolescencia, y la presión de la opinión pública lleva en ocasiones a que prime la necesidad social de protección ante las conductas violentas y antisociales sobre el objetivo de reeducación del menor. Así, ha sido frecuente que estos delincuentes juveniles pasasen a centros de detención donde la atención y el tratamiento psicológico estaban ausentes. En algunos países, adolescentes de

menos de 15 años han sido juzgados como adultos y enviados a instituciones penitenciarias ordinarias. Evidentemente, el pronóstico de estos jóvenes es mucho peor que el de aquellos otros que han sido dirigidos a centros de menores, y tendrán menos probabilidades de rehabilitarse, y muchas más posibilidades de volver a delinquir cuando queden en libertad, con lo que no se resuelve el problema, sino todo lo contrario (Mendel 1995).


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Revista de Bienestra y Protección Infantil Volumen I. Número 0. Enero/Marzo 2002

2 comentarios:

  1. a mí me maltrataron desde los 8 años hasta los 16 que conseguí controlar la decisión.
    Tuve una depresión durante un año y medio y ansiedad durante unos cuatro años.
    Realmente creo que la autoestima es lo que queda más dañada, ese miedo a que te peguen porque lo hacen sin que les des motivos, esa autoconcepción de ti mismo como alguien repulsivo, mala persona, pesado...
    Aún a día de hoy, los días que estoy más sensible sigo machacándome con pensamientos de que doy repulsión, de culpabilidad, de que soy mala persona... y aunque sé que no es cierto sé que cuando estoy sensible o en épocas bajas siguen siendo mis secuelas... y siguen saliendo a la luz

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  2. Tengo este problema de maltrato adolescente , y aunque tengo la autoestima a un nivel controlado , siento la inmensa necesidad de un padre amoroso , tanto que me he vuelto dependiente de manera sentimental a mi novio , me he vuelto agresiva con él y violenta , he llegado a golpearlo , mi papa me golpea desde pequeña y en la adolescencia este problema siguió creciendo y no se que hacer ahora , no puedo dejar de pensar que voy a terminar igual que él , hiriendo a las personas que mas amo , sin lograr evitarlo

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