Se entiende que, cuando un niño, adolescente o joven ingresa en un centro de protección no ha existido un recurso alternativo más “normalizado”. Si la población infanto-juvenil es, por lo general, vulnerable a las experiencias que implican algún tipo de inestabilidad familiar, los menores que precisan asistencia de los servicios sociales lo son en mayor medida y, dentro de estos, el niño, adolescente o joven que no tiene más alternativa que la separación familiar y recurrir a un centro, vive y experimenta situaciones personales y sociales aún más traumáticas. Atendiendo a las necesidades y características que presentan, la calidad de la atención residencial debe ser exquisitamente cuidada y abordada, desde el ingreso hasta la salida y, en este proceso, el profesional educativo de los centros se erige en la figura de apoyo más relevante e importante, en el verdadero aglutinador y coordinador de la intervención en red: menor, familia, escuela, trabajo, sanitarios, CEAS, Unidad de Intervención Educativa, Secciones de Protección…
Por otro lado, los centros se enfrentan a nuevos retos y necesidades: situaciones familiares más deterioradas y urgentes, preparación de jóvenes para la vida independiente, menores extranjeros no acompañados, mayores trastornos cognitivo-conductuales y de socialización en los usuarios… y el objetivo de su integración social en un entorno por lo general, difícil y hostil.
Los profesionales educativos de los centros conformamos un colectivo de alta vulnerabilidad al queme profesional. Junto al lógico desgaste físico y emocional que a lo largo de los años provoca nuestro trabajo, se encuentran otras causas de insatisfacción de naturaleza laboral, profesional, de organización… que contribuyen a generar, mantener y potenciar el ambiente de malestar que parece existir.
Conviene tener presente algo que puede resultar obvio: los profesionales educativos nos encontramos permanentemente en contacto directo con los usuarios objeto de la intervención y, la calidad del trato que recibimos incide en la calidad de la atención que podemos prestar a los menores. Aportar soluciones en aras a desarrollar una intervención de calidad exige una revisión y evaluación continua, sistemática y conjunta entre todos los implicados en el sistema de protección (desde el que legisla en materia de menores hasta los propios usuarios) sobre su organización, su planificación y coordinación, sus recursos, los profesionales y sobre el proceso de intervención.