RESUMEN
Actualmente existe una gran preocupación por las conductas antisociales de los adolescentes ya que pueden constituir un riesgo, no sólo para los demás y para el conjunto de la sociedad, sino también para ellos mismos. Esta preocupación se traduce en un interés cada vez mayor por desarrollar programas que ayuden a prevenir e intervenir adecuadamente sobre estas conductas.
Una de las estrategias para conseguir que estos programas sean eficaces es conocer qué factores están relacionados con una mayor probabilidad de cometer este tipo de conductas o, por el contrario, qué factores protegen a los sujetos de involucrarse en conductas antisociales y violentas.
Aunque la investigación sobre los factores de riesgo y protección ha sido amplia en los últimos años, aún quedan importantes cuestiones por resolver como, por ejemplo, lo que en la Criminología anglosajona se conoce como “the gender gap”: la cuestión sexo/género. Efectivamente, existen importantes diferencias entre chicas y chicos en cuanto a su conducta antisocial, pero la cuestión que permanece sin resolver es por qué.
Algunas hipótesis barajan que estas diferencias se explican por la exposición y el efecto de los factores de riesgo y protección.
El análisis de este tema es esencial, no sólo para el conocimiento de la etiología de la conducta antisocial, sino también para poder adaptar los programas de prevención e intervención a las
necesidades de las chicas, habitualmente “desatendidas” por la criminología teórica y aplicada (Belknap y Holsinger, 1998).
El presente trabajo, el cual forma parte de un proyecto de investigación más amplio de la Universidad de Castilla- La Mancha, dirigido por la Dra. Cristina Rechea, tiene como objetivo analizar las diferencias existentes entre los sexos respecto a los factores protectores de la conducta antisocial en la
adolescencia (específi camente, a lo largo del período de Educación Secundaria).
SITUACIÓN ACTUAL DEL TEMA
La adolescencia es un período del ciclo vital normalmente conceptualizado como una época de “transición” entre la infancia y la adultez, debido a los importantes cambios y transformaciones, físicas y psicosociales, a las cuales debe hacer frente el joven.
Esta transición no es necesariamente traumática, aunque las características personales y las habilidades que se desarrollen en esta etapa pueden resultar fundamentales para el posterior afrontamiento de la vida adulta (Saldaña, 2001).
A pesar de que la mayoría de los adolescentes sólo experimentan retos propios de este período, un porcentaje elevado puede iniciar en estos momentos algún tipo de problema que tiene el riesgo de cronifi carse si no es abordado a tiempo (Saldaña, 2001). Un ejemplo es la presencia del comportamiento antisocial, que hace referencia a hechos muy dispares que implican un desajuste con las normas sociales y/o legales, o que causan daño a los demás (Romero et al., 1999). Estos hechos incluyen desde mentiras y conductas agresivas (peleas o gamberradas), hasta actos delictivos o el consumo de drogas.
A pesar de los esfuerzos realizados por la criminología, determinar las causas de este tipo de conductas es realmente complicado, por lo que gran parte de la investigación se ha dirigido a identifi car y examinar los factores de riesgo asociados (Coleman y Hendry, 2003). Estos factores constituyen las condiciones del individuo o su entorno que predicen una mayor probabilidad de desarrollar un problema, como el comportamiento violento (Hawkins et al., 1998), por que pueden proporcionar información crítica para planifi car programas de prevención e intervención temprana (Constantine, Benard y Díaz, 1999). Suelen categorizarse en tres niveles: nivel individual (variables biológicas, cognitivas y emocionales); nivel de sistemas inmediatos (infl uencias familiares, del grupo de pares, de la escuela y del vecindario); y nivel cultural y social (pobreza, racismo, violencia transmitida a través de los medios de comunicación, la accesibilidad a armas de fuego y el consumo de drogas y alcohol en la sociedad (Hawkins et al., 1998; Reppucci, Fried y Schmidt, 2002).
A pesar de que los modelos basados en el riesgo gozan actualmente de una gran vigencia en la investigación sobre conductas antisociales, no están exentos de problemas: se han descrito e investigado gran cantidad de factores, siendo difícil su inclusión en modelos teóricos; es muy difícil saber si un determinado factor de riesgo es un indicador de conducta antisocial o es una posible causa de la misma; y la mayoría de estos factores interaccionan entre sí, acumulan sus efectos o se encuentran
infl uidos por otros factores que incrementan la vulnerabilidad o resistencia a ciertas condiciones de riesgo. Todo esto da lugar a un entramado sumamente complejo que no facilita realmente la tarea de planifi cación e intervención (Hawkins, et al, 1998; Bartolomé, 2001; Rutter, 2003)
A la vista de estos problemas y debido a que desde hace tiempo se sabe de la existencia de una gran variabilidad individual en las respuestas de diferentes personas a los mismos factores de riesgo (Rutter, 2003), el foco de interés en las investigaciones sobre la conducta antisocial ha ido cambiando hacia un nuevo enfoque más positivo basado en la resiliencia, que implica la existencia de amortiguadores o factores protectores que contrarrestan las influencias negativas de los factores de riesgo (Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995).
Aunque diversos autores hacen diferentes clasifi caciones, en general, se considera que existen tres tipos de factores protectores (para revisiones más amplias ver Bernard, 1999; Glantz y Sloboda, 1999 y Kumpfer, 1999): factores inherentes al individuo, factores relacionados con la vinculación social, y creencias sanas y estándares claros de comportamiento.
Respecto a los primeros debemos destacar una alta inteligencia, una orientación social y escolar positiva, y un temperamento resiliente. El estudio de los factores relacionados con la vinculación social, por su parte, muestran que las relaciones afectivas cálidas y de apoyo y los vínculos fuertes con miembros prosociales de la comunidad (familia, escuela, amigos u otras instituciones prosociales) tienen un poderoso efecto protector.
Así, las relaciones familiares positivas y cálidas tienden a mitigar los efectos negativos de los pares desviados (Jessor et al., 1995; Glantz y Sloboda, 1999). Además, la comunicación positiva padre-hijo, la implicación parental, la baja confl ictividad y mayor autonomía, y un modelado positivo parental sirven para proteger contra el comportamiento violento en la adolescencia (Hawkins, Catalano y Miller, 1992; Lösel y Bender, 2003). Aparte de la familia, las investigaciones han encontrado evidencia clara de que tener un adulto que ofrezca apoyo social es un factor de protección fundamental. Nos referimos a los denominados “mentores” en la literatura anglosajona, que han sido identifi cados como piezas clave de la resiliencia, incluso en situaciones familiares adversas (Bender y Loesel, 1997; Kumpfer, 1999; Rutter, 2003).
Finalmente, las creencias saludables y los estándares claros incluyen normas familiares y comunitarias opuestas al crimen y la violencia, y apoyo al éxito educacional y al desarrollo saludable (Bewer, Hawkins, Catalano y Neckerman, 1995).
Los modelos basados en la resiliencia tienen una incuestionable utilidad en el ámbito de la intervención y la prevención, ya que se ha comprobado que las aproximaciones, que hacen énfasis en fomentar las potencialidades de los jóvenes y mejorar sus oportunidades para el desarrollo integral sano, tienen
más posibilidades de éxito (Bernard, 1999).
En este campo de los factores de riesgo y protección, quedan algunos aspectos importantes por resolver; uno de ellos, es la cuestión sexo/género (“the gender gap”): existen signifi cativas diferencias entre chicas y chicos en cuanto a su conducta antisocial, pero se ha estudiado poco a qué se deben
esas diferencias, especialmente en nuestro país. La importancia de entender estas diferencias radica tanto en la necesidad de mejorar nuestro conocimiento sobre la etiología de la conducta antisocial, como en el hecho de que, para intervenir en las mujeres jóvenes que presentan conducta antisocial de manera efectiva, es necesario diseñar programas que partan de aproximaciones sensibles a las necesidades específi cas de cada uno de los géneros. Desafortunadamente, los programas dirigidos a chicas delincuentes, que se centran únicamente en sus necesidades, son escasos (Weiler, 1999).
Los datos de las investigaciones revelan que los chicos se implican más en conductas antisociales y delictivas graves que las chicas (Rutter y cols, 2000). Sin embargo, los estudios también suelen dejar constancia de que la conducta antisocial de chicos y chicas presenta más semejanzas que diferencias, tanto en su tipología, como en sus correlatos y factores causales asociados (Bartolomé, 2001). A pesar de ello, las diferencias existentes son estables y signifi cativas, por lo que el sexo, junto con la edad, es
una de las variables más claramente relacionada con la conducta antisocial. En consonancia con esto y tomando como referencia los datos ofi ciales, el porcentaje de chicas detenidas es menor que el de chicos y la diferencia es mayor en las detenciones por crímenes violentos (homicidio, secuestro forzoso, asalto) y graves delitos contra la propiedad (robo, incendio premeditado) (Chesney-Lind, 2004). También en el ámbito escolar, los estudios epidemiológicos muestran que los actos agresivos más graves, tales como peleas físicas, bullying, amenazas e intimidaciones continuadas, son llevadas a cabo mayoritariamente por chicos o grupos de chicos (Defensor del Pueblo 2000, 2007).
Aunque tradicionalmente se ha prestado poca atención a la conducta antisocial, violenta y delictiva de las mujeres, a partir de los años 70 esta cuestión comienza a cobrar importancia debido, por una parte, a la percepción de que se está produciendo un aumento en las detenciones de mujeres y, por otra, al desarrollo de la Criminología Feminista. Frente a las teoría clásicas que explicaban las diferencias por cuestiones biológicas, aparecen teorías que se centran en el papel de la socialización diferente en
función del género, que favorece la agresividad e independencia en chicos, y la pasividad y dependencia en las chicas, las cuales además sufren un estricto control social informal (para una
revisión ver Belknap, 1996; Chesney-Lind, 1997). Partiendo de esa premisa, ciertos autores, algunos de ellos feministas de primera generación, predijeron un aumento en la violencia femenina a medida que la mujer liberada tuviera menos control social y asumiera estilos de vida hasta entonces propios de los hombres.
Sin embargo, los autores que más trabajan sobre delincuencia femenina señalan que los aumentos recientes en el arresto de las chicas van acompañados paralelamente de un incremento en los arrestos de los chicos, sugiriendo que esta tendencia a aumentar refleja cambios en el comportamiento de los jóvenes (Weiler, 1999; Chesney-Lind, 2004).
Por otro lado, se ha tratado de explicar las diferencias entre chicos y chicas recurriendo al papel de los factores de riesgo/protección, y se han planteado dos hipótesis: la primera que existe una exposición diferencial a los mismos factores de riesgo/protección. Así, por ejemplo, se arguye que las chicas están
sometidas a un mayor control paterno que los chicos y tienen menos oportunidades para comportarse de forma antisocial. Además, tienen vínculos prosociales más fuertes con la escuela y con amigos. En segundo lugar, se está trabajando sobre la hipótesis de que los efectos de los factores de riesgo/protección podrían variar en función del género. Por ejemplo, Bender y Loesel (1997)
descubrieron que las chicas estaban más infl uenciadas (tanto positiva como negativamente) por los recursos sociales que los chicos (por ejemplo, la presencia de un novio o un pequeño grupo social servía como un factor protector de la delincuencia grave para las chicas más agresivas y antisociales).
OBJETIVOS Y METODOLOGÍA
A continuación se presentan las conclusiones obtenidas en un trabajo que hemos realizado, dirigido a ahondar en todas las cuestiones señaladas en cuanto a la conducta antisocial de chicos y chicas; en concreto los objetivos fueron: en primer lugar, identificar las diferencias y semejanzas entre los sexos respecto a la conducta antisocial en la adolescencia (específi camente, a lo largo del período de Educación Secundaria). En segundo lugar, verificar si las diferencias que se detecten pueden se explicadas por las hipótesis del efecto y exposición diferencial a los factores de riesgo y protección en función del sexo. Los datos utilizados en este trabajo proceden de un proyecto de investigación más
amplio sobre los factores de protección y la resiliencia frente a la conducta antisocial del Centro de Investigación en Criminología de la Universidad de Castilla-La Mancha.
La muestra de dicha investigación está compuesta por 642 estudiantes de Educación Secundaria Obligatoria y Postobligatoria de tres centros distintos de la provincia de Albacete, de los cuales 319 (49,7%) son hombres y 323 (50,3%) son mujeres.
La edad de la muestra comprende de los 12 a los 21 años, siendo la media de edad 15,20 años. Esta muestra no es representativa de la población de Educación Secundaria de Albacete, sino que es una muestra seleccionada por conveniencia, en la que se intentó tener una representación sufi ciente de los distintos cursos educativos. Además, se seleccionaron centros cuya población tuvieran características socioeconómicas distintas, dos de ellos en el ámbito urbano y uno en el ámbito rural.
El instrumento utilizado fue un cuestionario autoaplicado llamado Encuesta sobre Estilos de Vida de los Adolescentes, diseñado por los miembros del equipo del Centro de Investigación en Criminología. Para su diseño, se han utilizado ítems del ISRD I (Rechea, Barberet y Montañés, 1995) en lo referido a conductas antisociales, y de la Encuesta a los Muchachos y Muchachas Saludables de California (California Healthy Kids Survey, 2002), en especial, de la parte dedicada a la resiliencia (RYDM), en lo referido a factores de protección, además de otros elaborados “ad hoc”.
La Encuesta sobre Estilos de Vida de los Adolescentes fue administrada por miembros del equipo investigador y por alumnos/ as del Programa de Doctorado en Psicología y en Criminología de la UCLM, a los chicos y chicas de los distintos centros escolares en horario de tutoría. Antes de su cumplimentación, se procedió a explicar a los sujetos el cuestionario y a aclarar las preguntas difi cultosas, pidiéndose además a los alumnos que contestasen de forma individual y sincera, asegurándose totalmente la confidencialidad.
CONCLUSIONES Y DISCUSIÓN
La información, obtenida por medio de la Encuesta sobre Estilos de Vida de los Adolescentes, fue analizada utilizando el programa SPSS 14.0. y, a partir del análisis de los resultados, se llegó a las siguientes conclusiones:
1. Los chicos y las chicas presentan más semejanzas que diferencias en la puesta en marcha de conductas antisociales.
Como muestran los resultados, y en consonancia con los datos obtenidos por Bartolomé (2001), existe actualmente una cierta equiparación de las chicas respecto a los chicos en las conductas denominadas “problema” (sobre todo, conductas de consumo de drogas y antisociales). Una posible explicación de las semejanzas entre chicos y chicas la encontramos en la perspectiva de la Criminología Evolutiva, que plantea que el poner en marcha conductas antisociales alguna vez es algo propio de la etapa de la adolescencia (Moffi t, 1993). Por tanto, en nuestra opinión, no es que las chicas estén adoptando conductas propiamente masculinas, sino que comparten con los chicos una forma de comportarse normativa en los jóvenes de nuestra sociedad, especialmente en contextos de ocio y con los iguales, que incluye la participación en conductas antisociales, fundamentalmente conductas antinormativas poco graves (Bartolomé y Rechea, 2005). Por otro lado, debemos recordar que es un hecho demostrado que los datos obtenidos mediante el método de autoinforme suelen presentar una mayor igualdad de los comportamientos de chicos y chicas en comparación con otros datos ofi ciales provenientes de la policía, juzgados, etc. (Rutter, Giller y Hagel, 2000)
2. A pesar de la existencia de más semejanzas que diferencias entre los sexos en cuanto a la conducta antisocial en general, los datos muestran que existen algunas diferencias signifi cativas: las chicas son menos violentas que los chicos, especialmente en lo referido a las conductas que suponen un daño físico hacia otras personas. Además, los chicos presentan una mayor incidencia (veces que han realizado cada conducta) y variedad de conductas antisociales (número de conductas distintas realizadas), lo que estaría relacionado con una mayor probabilidad de continuar una carrera delictiva, si seguimos la lógica de la Criminología Evolutiva (Tolan y Gorman-Smith, 1998). Estos resultados son
acordes con los señalados por la investigación en este campo (Weiler, 1999; Surgeon General, 2000; Loeber y Stouthamer- Loeber, 1998; Chesney-Lind, 2004). Ahora bien, ¿Cómo explicar estas diferencias que existen entre los sexos, relacionadas con la conducta violenta?
3. Respecto a la hipótesis de si las diferencias entre los sexos en conducta antisocial son debidas a una exposición diferencial a los distintos factores de riesgo y protección, y tomando como referencia los datos obtenidos, podemos llegar a la conclusión de que las chicas están más expuestas a ciertos factores de protección que los chicos. Fundamentalmente, las chicas están más supervisadas por sus padres y muestran vínculos más fuertes con amigos prosociales. Además, tienen mayor interés en seguir estudiando. Sin embargo, nuestros análisis muestran que las diferencias respecto a la conducta violenta en chicos y chicas no pueden ser explicadas únicamente por esta exposición diferencial a factores de protección. Además, en conjunto, el estilo educativo de los padres es muy similar en chicos y chicas. Según los análisis de regresión, que se han llevado a cabo, el sexo constituye una variable predictora signifi cativa de la conducta violenta, cuyos efectos de riesgo y protección van más allá de las demás variables analizadas en este trabajo; estos resultados son acordes con los obtenidos en estudios similares (Fitzgerald, 2003). Una posible explicación de estos resultados es que existan otras variables relevantes que no hemos tenido en cuenta en este estudio, por ej. la existencia de diferencias biosociales, que hacen que las niñas sean menos activas y agresivas desde temprano en su desarrollo y que muestren una mayor tendencia a desarrollar problemas de internalización (Keenan y Shaw, 1997; Leadbater et al., 1999).
4. Por último, y respecto a si existe un efecto diferencial de los mismos factores de riesgo y protección en función del sexo, la conclusión a la que podemos llegar es que sí existe un efecto diferente, al haber más factores que tienen efecto protector o de riesgo en las conductas violentas de los chicos; incluso las
relaciones con el padre tienen un efecto mayor en los chicos, en contra de los resultados de otras investigaciones (ver Alarid et al., 2000). A pesar de ello, sí merece la pena destacar que los resultados indican un importante efecto en las chicas de factores de protección relacionados con tener objetivos de futuro y tener planes de seguir estudiando. Estas podrían ser cuestiones a tener especialmente en cuenta a la hora de diseñar programas de intervención y prevención dirigidos a la conducta violenta en las
chicas.
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