Es bien sabido por todos que la denominada “conducta antisocial” constituye,
desafortunadamente, un tema de relevancia social indiscutible en la actualidad, no sólo por las
graves consecuencias que a nivel social, familiar, escolar o jurídicamente conlleva, sino
también, por los efectos tan devastadores que acarrea al propio adolescente. La creciente
implicación de los jóvenes en este tipo de conductas, junto con los costes personales, sociales
y económicos que conllevan, han suscitado el consenso sobre la necesidad de buscar solución
a estos problemas. Así, diferentes profesionales de la salud y de la educación, entidades
oficiales y políticas entienden que el potencial más prometedor para resolver este problema
reside en el desarrollo de programas de prevención.
Son muchos los problemas que hoy por hoy rodean la investigación y prevención de la
conducta antisocial. Quizás, en parte, por los múltiples profesionales y enfoques teóricos
interesados en su estudio, lo que, sin duda, dificulta sobremanera la elaboración de un modelo
teórico que permita su explicación comprensiva. Si bien, tal y como han mostrado las
múltiples investigaciones al respecto, su análisis debe ser llevado a cabo con el mayor
encomio y dedicación por cuanto que sus resultados nos deberían guiar, cuanto menos, a
distinguir diferentes adolescentes en mayor o menor riesgo de conducta antisocial y,
consecuentemente, poder diseñar específicamente las diferentes líneas de prevención e
intervención para cada uno de estos sub-grupos.
Teniendo presente la ambigüedad conceptual del constructo “conducta antisocial” y
sus complejas manifestaciones conductuales a lo largo de la infancia y la adolescencia,
especialmente, con aquellas conductas agresivas, violentas y que infringen las normas
sociales, además de sus relaciones determinantes con el consumo de sustancias, la presente
investigación doctoral se ha centrado en los siguientes objetivos:
a) Describir las distintas manifestaciones de la conducta antisocial (comportamientos
antisociales graves y/o violentos, conductas agresivas y consumo de sustancias) en
función tanto de la edad como del sexo de los adolescentes.
b) Comparar los diferentes patrones de consumo de sustancias y prevalencias de
conductas agresivas en función del nivel de conducta antisocial mostrada por los
adolescentes.
c) Determinar la forma en la que se asocian las diferentes sustancias de comercio legal
e ilegal en los adolescentes (tabaco, alcohol, cannabis, fármacos antirreumáticos y
tranquilizantes, derivados morfínicos, estimulantes, cocaína, heroína, inhalantes y
drogas de síntesis).
d) Determinar la capacidad predictiva de los factores bioevolutivos, escolares,
familiares, del grupo de iguales y de personalidad, en el intento de establecer un perfil
específico o un conjunto de factores especialmente asociados a un mayor riesgo de
manifestación de comportamientos antisociales en los adolescentes.
e) Presentar distintos modelos de riesgo y protección en función de su valor predictivo,
que sirvan como base para la posterior construcción y diseño de distintos modelos
explicativos de la conducta antisocial en los adolescentes.
f) Contrastar la validez de diferentes modelos explicativos en relación con los diversos
factores de riesgo asociados a la conducta antisocial y el consumo de sustancias, que
ayuden, por una parte, a la explicación de la conducta antisocial en adolescentes, y,
por otra, que contribuyan a diseñar programas de intervención y prevención.
g) Aclarar, finalmente, las complejas relaciones existentes entre la conducta antisocial
y el consumo de sustancias de comercio legal e ilegal en los adolescentes,
evidenciando que ambas conductas y, posiblemente, también otras conductas
desviadas, puedan ser interpretadas como manifestaciones asociadas a un mismo
síndrome de conducta problemática subyacente a una serie de factores de riesgo social.
ANÁLISIS CONCEPTUAL DE LA
CONDUCTA ANTISOCIAL
1.1. Introducción
La conducta antisocial es un problema que presenta serias consecuencias entre los
niños y adolescentes. Los menores que manifiestan conductas antisociales se caracterizan, en
general, por presentar conductas agresivas repetitivas, robos, provocación de incendios,
vandalismo, y, en general, un quebrantamiento serio de las normas en el hogar y la escuela.
Esos actos constituyen con frecuencia problemas de referencia para el tratamiento psicológico,
jurídico y psiquiátrico. Aparte de las serias consecuencias inmediatas de las conductas
antisociales, tanto para los propios agresores como para las otras personas con quienes
interactúan, los resultados a largo plazo, a menudo, también son desoladores. Cuando los
niños se convierten en adolescentes y adultos, sus problemas suelen continuar en forma de
conducta criminal, alcoholismo, afectación psiquiátrica grave, dificultades de adaptación
manifiestas en el trabajo y la familia y problemas interpersonales (Kazdin, 1988).
La conducta antisocial hace referencia básicamente a una diversidad de actos que
violan las normas sociales y los derechos de los demás. No obstante, el término de conducta
antisocial es bastante ambiguo, y, en no pocas ocasiones, se emplea haciendo referencia a un
amplio conjunto de conductas claramente sin delimitar. El que una conducta se catalogue
como antisocial, puede depender de juicios acerca de la severidad de los actos y de su
alejamiento de las pautas normativas, en función de la edad del niño, el sexo, la clase social y
otras consideraciones. No obstante, el punto de referencia para la conducta antisocial, siempre
es el contexto sociocultural en que surge tal conducta; no habiendo criterios objetivos para
determinar qué es antisocial y que estén libres de juicios subjetivos acerca de lo que es
socialmente apropiado (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Estas conductas que infringen las normas sociales y de convivencia reflejan un grado
de severidad que es tanto cuantitativa como cualitativamente diferente del tipo de conductas
que aparecen en la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia. Las conductas
antisociales incluyen así una amplia gama de actividades tales como acciones agresivas,
hurtos, vandalismo, piromanía, mentira, absentismo escolar y huidas de casa, entre otras.
Aunque estas conductas son diferentes, suelen estar asociadas, pudiendo darse, por tanto, de
forma conjunta. Eso sí, todas conllevan de base el infringir reglas y expectativas sociales y
son conductas contra el entorno, incluyendo propiedades y personas (Kazdin y Buela-Casal,
2002).
Desde una aproximación psicológica, se puede afirmar que las actividades o conductas
anteriormente citadas, que se engloban dentro del término conducta antisocial se podrían
entender como un continuo, que iría desde las menos graves, o también llamadas conductas
problemáticas, a las de mayor gravedad, llegando incluso al homicidio y el asesinato. Loeber
(1990), en este sentido, advierte que el término conducta antisocial se reservaría para aquellos
actos más graves, tales como robos deliberados, vandalismo y agresión física. Lo cierto es que
aunque toda esta serie de conductas son diferentes, se consideran juntas, ya que suelen
aparecer asociadas, a la vez que se muestran de formas diferentes según la edad de inicio en el
niño y/o adolescente.
Uno de los principales problemas que surgen a la hora de abordar el estudio de la
conducta antisocial desde cualquier aproximación, es sin lugar a dudas el de su propia
conceptualización. Esta dificultad podría estar relacionada, entre otros factores, con el distinto
enfoque teórico del que parten los autores en sus investigaciones a la hora de definir
conceptos tan multidimensionales como los de delincuencia, crimen, conducta antisocial o
trastornos de conducta (Otero, 1997).
Es evidente que la existencia de distintas interpretaciones que surgen desde los
diferentes campos de estudio (sociológico, jurídico, psiquiátrico o psicológico), y que tratan
de explicar la naturaleza y el significado de la conducta antisocial, generan orientaciones
diversas y se acaban radicalizando en definiciones sociales, legales o clínicas (Otero, 1997).
No obstante, se ha de tener presente que a lo largo de la historia de las diferentes
disciplinas científicas que han estudiado la conducta antisocial, se han venido aplicando
numerosos términos para referirse a este tipo de conductas que transgreden claramente las
normas, tales como delincuencia, criminalidad, conductas desviadas, conductas problemáticas,
trastornos o problemas de conducta. A pesar de que las conductas a las que se refieren son las
mismas, existen ciertas diferencias que son necesarias resaltar.
Para Loeber (1990), la llamada conducta problemática haría más bien referencia a
pautas persistentes de conducta emocional negativa en niños, tales como un temperamento
difícil, conductas oposicionistas o rabietas. Pero no hay que olvidar que muchas de estas
conductas antisociales surgen de alguna manera durante el curso del desarrollo normal, siendo
algo relativamente común y que, a su vez, van disminuyendo cuando el niño/a va madurando,
variando en función de su edad y sexo. Típicamente, las conductas problemáticas persistentes
en niños pueden provocar síntomas como impaciencia, enfado, o incluso respuestas de
evitación en sus cuidadores o compañeros y amigos. Esta situación puede dar lugar a
problemas de conducta, que refleja el término paralelo al diagnóstico psiquiátrico de
“trastorno de conducta” y cuya sintomatología esencial consiste en un patrón persistente de
conducta en el que se violan los derechos básicos de los demás y las normas sociales
apropiadas a la edad (APA, 2002).
Dicha nomenclatura nosológica se utiliza comúnmente para hacer referencia a los
casos en que los niños o adolescentes manifiestan un patrón de conducta antisocial, pero debe
suponer además un deterioro significativo en el funcionamiento diario, tanto en casa como en
la escuela, o bien cuando las conductas son consideradas incontrolables por los familiares o
amigos, caracterizándose éstas por la frecuencia, gravedad, cronicidad, repetición y diversidad.
De esta forma, el trastorno de conducta quedaría reservado para aquellas conductas
antisociales clínicamente significativas y que sobrepasan el ámbito del normal
funcionamiento (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Las características de la conducta antisocial (frecuencia, intensidad, gravedad,
duración, significado, topografía y cronificación), que pueden llegar a requerir atención
clínica, entroncan directamente con el mundo del derecho y la justicia. Y es aquí donde entran
en juego los diferentes términos sociojurídicos de delincuencia, delito y/o criminalidad.
La delincuencia implica como fenómeno social una designación legal basada
normalmente en el contacto oficial con la justicia. Hay, no obstante, conductas específicas que
se pueden denominar delictivas. Éstas incluyen delitos que son penales si los comete un
adulto (robo, homicidio), además de una variedad de conductas que son ilegales por la edad
de los jóvenes, tales como el consumo de alcohol, conducción de automóviles y otras
conductas que no serían delitos si los jóvenes fueran adultos. En España, esta distinción es
precisamente competencia de los Juzgados de Menores (antes Tribunales Tutelares de
Menores), que tienen la función de conocer las acciones u omisiones de los menores que no
hayan cumplido los 18 años (antes 16 años) y que el Código Penal u otras leyes codifiquen
como delitos o faltas, ejerciendo una función correctora cuando sea necesario, si bien la
facultad reformadora no tendría carácter represivo, sino educativo y tutelar (Lázaro, 2001).
Los trastornos de conducta y la delincuencia coinciden parcialmente en distintos
aspectos, pero no son en absoluto lo mismo. Como se ha mencionado con anterioridad,
trastorno de conducta hace referencia a una conducta antisocial clínicamente grave en la que
el funcionamiento diario del individuo está alterado. Pueden realizar o no conductas definidas
como delictivas o tener o no contacto con la policía o la justicia. Así, los jóvenes con
trastorno de conducta no tienen porqué ser considerados como delincuentes, ni a estos últimos
que han sido juzgados en los tribunales se les debe considerar como poseedores de trastornos
de conducta. Puede haber jóvenes que hayan cometido alguna vez un delito pero no ser
considerados por eso como “patológicos”, trastornados emocionalmente o con un mal
funcionamiento en el contexto de su vida cotidiana. Aunque se puede establecer una
distinción, muchas de las conductas de los jóvenes delincuentes y con trastorno de conducta,
coinciden parcialmente, pero todas entran dentro de la categoría general de conducta
antisocial.
Desde un punto de vista que resalta más lo sociológico de este fenómeno conductual,
se habla comúnmente de desviación o conductas desviadas, definidas éstas como aquellas
conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan, perturban) a los miembros de una
sociedad, aunque no necesariamente a todos (Higgins y Buttler, 1982). Este término es un
fenómeno subjetivamente problemático, es decir, un fenómeno complejo de creación social;
de ahí que podamos decir que no hay ninguna conducta, idea o atributo inherentemente
desviada y dicha relatividad variará su significado de un contexto a otro (Garrido, 1987;
Goode, 1978).
Se podría conceptualizar la conducta delictiva dentro de este discurso como una forma
de desviación; como un acto prohibido por las leyes penales de una sociedad. Es decir, tiene
que existir una ley anterior a la comisión que prohíba dicha conducta y tiene que ser de
carácter penal, que el responsable ha de ser sometido a la potestad de los Tribunales de
Justicia. Pero de la misma forma que la desviación, el delito es igualmente relativo, tanto en
tiempo como en espacio. Las leyes evolucionan, y lo que en el pasado era un delito, en la
actualidad puede que no lo sea (consumo de drogas) o al contrario. El espacio geográfico
limitaría igualmente la posibilidad de que una conducta pueda ser definida como delito o no
(Garrido, 1987).
El delincuente juvenil, por tanto, es una construcción sociocultural, porque su
definición y tratamiento legal responden a distintos factores en distintas naciones, reflejando
una mezcla de conceptos psicológicos y legales. Técnicamente, un delincuente juvenil es
aquella persona que no posee la mayoría de edad penal y que comete un hecho que está
castigado por las leyes. La sociedad por este motivo no le impone un castigo, sino una medida
de reforma, ya que le supone falto de capacidad de discernimiento ante los modos de actuar
legales e ilegales. En España ha surgido actualmente una reforma de los antiguos Tribunales
de Menores, así como de las leyes relativas a los delincuentes juveniles, la Ley Orgánica
5/2000 reguladora de la responsabilidad penal del menor. Tal reforma ha procurado conseguir
una actuación judicial más acorde con los aspectos psicológicos del desarrollo madurativo del
joven.
Los términos delincuencia y crimen aparecen en numerosos textos como sinónimos de
conducta antisocial, sin embargo ambos términos implican una condena o su posibilidad, sin
embargo, todos los estudios han demostrado que la mayoría de los delitos no tienen como
consecuencia que aparezca alguien ante los tribunales y que muchas personas que cometen
actos por los cuales podrían ser procesados nunca figuren en las estadísticas criminales.
Además, los niños por debajo de la edad de responsabilidad penal participan en una conducta
antisocial por la que no pueden ser procesados. Para entender los orígenes de la delincuencia
es crucial, por tanto, que se considere la conducta antisocial que está fuera del ámbito de la
ley y también los actos ilegales que no tienen como consecuencia un procedimiento legal,
además de los que sí la tienen.
En este sentido, y para el propósito que guía la presente tesis doctoral, el término de
conducta antisocial se empleará desde una aproximación conductual para poder así, hacer
referencia fundamentalmente a cualquier tipo de conducta que conlleve el infringir las reglas
o normas sociales y/o sea una acción contra los demás, independientemente de su gravedad o
de las consecuencias que a nivel jurídico puedan acarrear. Consecuentemente, se prima el
criterio social sobre el estrictamente jurídico. La intención no es otra que ampliar el campo de
análisis de la simple violación de las normas jurídicas, a la violación de todas las normas que
regulan la vida colectiva, comprendiendo las normas sociales y culturales.
Tal y como señala Vázquez (2003), la inclusión de un criterio no solamente jurídico en
la definición de la conducta antisocial presentaría la ventaja de centrar la atención en factores
sociales o exógenos, y en factores personales o endógenos; cambiando el enfoque de la
intervención y abordando directamente el problema real. Así, la conducta antisocial quedaría
englobada en un contexto de riesgo social, posibilitando una prevención e intervención
temprana en el problema que entroncaría directamente con los intereses de las distintas
disciplinas de la psicología interesadas en este problema.
1.2. Aproximaciones a la conceptualización de la conducta antisocial
La dificultad para delimitar con precisión el concepto de la conducta antisocial es uno
de los temas más ampliamente reconocidos por los estudiosos de la criminología. Cualquier
examen de la literatura especializada de las últimas décadas sobre inadaptación social nos
revela que tal dificultad se ha convertido en uno de los principales objetivos, siendo ya
tradicional en las publicaciones sobre delincuencia hacer referencia a la ardua la tarea de
establecer con claridad sus criterios definitorios y precisar sus límites conceptuales (Kazdin y Buela-Casal, 2002; Romero, Sobral y Luengo, 1999; Rutter, Giller y Hagell, 2000;
Vázquez,
2003).
Uno de los factores que ha podido contribuir a esta problemática conceptual ha sido,
sin duda alguna, la naturaleza multidisciplinar que ha caracterizado el estudio de las
conductas antinormativas (Blackburn, 1993; Shoemaker, 1990). El pensamiento filosófico, el
derecho, la sociología, la antropología, la economía, la biología, la medicina o la psicología,
en otras disciplinas, han prestado esencial atención al hecho delictivo, lo que, desde su amplia
heterogeneidad han conferido su propio significado a un dominio conceptual que, en sí, es ya
complejo y multidimensional.
No obstante, la existencia de múltiples disciplinas ha contribuido, por otra parte, a
enriquecer el estudio científico de los comportamientos antisociales y delictivos. Así, los
esfuerzos que se han realizado desde las ciencias tradicionalmente consideradas “naturales”
como desde las ciencias “sociales” sobre la conducta antisocial, han posibilitado el desarrollo
de un gran cuerpo de conocimientos, innumerables vertientes teóricas y líneas de
investigación sobre este campo de estudio. Sin embargo, la escasa coordinación con que se
han efectuado tales esfuerzos, así como las rivalidades que han caracterizado a las diferentes
disciplinas han dificultado ostensiblemente la unificación de criterios definitorios,
alimentando la confusión conceptual y metodológica que hoy presenta el estudio de la
conducta antisocial o delictiva (Jeffery, 1990; Romero et al., 1999; Stoff, Breiling y Maser,
1997; Vázquez, 2003).
1.2.1. Aproximación sociológica
Desde la sociología, el concepto de la conducta antisocial ha sido considerado
tradicionalmente como parte integrante del concepto más general de desviación (Cohen, 1965;
Pitch, 1980; Vázquez, 2003). Desde esta aproximación, la desviación se entendería como
aquel tipo de conductas -o incluso, como señalan Higgins y Butler (1982) de ideas o atributos
personales- que violan una norma social (Binder, 1988).
La “norma” vendría a denotar, a su vez, dos campos semánticos relacionados entre sí.
Por una parte, la norma sería indicativo de lo frecuente, lo usual o lo estadísticamente
“normal” (Johnson, 1983). En este sentido, las normas podrían conceptualizarse como
criterios esencialmente descriptivos que definen una rango de comportamientos mayoritarios
y “típicos” dentro de un determinado sistema sociocultural. Lo desviado, sería, a su vez, lo
“raro”, lo “distinto”, aquello que se aparta del “termino medio” dentro de unas coordenadas
sociales dadas. No obstante, como pone de manifiesto Pitch (1980), esta forma de conceptuar
norma y desviación parece claramente insuficiente para dar cuenta de lo que las teorías
sociológicas han entendido clásicamente por comportamiento desviado.
Por otra parte, la norma, además de describir lo “frecuente” presenta implícitamente
un componente evaluativo y prescriptivo (Johnson, 1983). Así, la norma social define lo
permisible, lo apropiado, lo “bueno”, conteniendo expectativas sobre cómo se debe pensar o
actuar. La desviación social no constituiría únicamente lo “infrecuente”, sino que presentaría
además connotaciones negativas, reprobables o sancionables para, al menos, parte de los
miembros de una estructura social. Higgins y Butler (1982) expresan esta idea en su
definición sobre desviación, frecuentemente citada en la literatura: “aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan o perturban) a los miembros de una sociedad (aunque no
necesariamente a todos)”.
De una u otra forma, además de una cierta carga de ambigüedad e imprecisión en los
parámetros definitorios, una de las características más representativas del concepto de
desviación es el relativismo sociocultural. De hecho, como han indicado los sociólogos del
etiquetamiento (Becker, 1963), la desviación no es en modo alguno una cualidad
intrínsecamente ligada a ningún tipo de acto, sino que una determinada conducta podrá
categorizarse como “desviada” sólo con referencia a un contexto normativo, social y
situacional definido.
Garrido (1987) y Goode (1978) señalan tres elementos que determinan la medida en
que un acto puede ser entendido como una forma de desviación: a) la audiencia, esto es, los
grupos de referencia que juzgarán y responderán ante la conducta en cuestión en función de
las normas que regulan su funcionamiento interno: un mismo acto podrá constituir desviación
para determinados sectores sociales y, sin embargo, presentar connotaciones incluso positivas
para otros grupos normativos; b) la situación, el homicidio resulta punible habitualmente en la
mayoría de las sociedades actuales y, sin embargo, determinadas situaciones (tiempos de
guerra) pueden convertir a este acto en un hecho común e incluso deseable y en definitiva, no
desviado; c) las propias características del actor. El grado de tolerancia social a ese apartarse
de las normas dependerá fuertemente de las características del sujeto que incurre en el acto.
La literatura ha puesto de relieve en más de una ocasión, por ejemplo, que el grado de
respetabilidad del actor influirá en la severidad con que se evalúen y sancionen los
comportamientos potencialmente desviados (Berger, 1990).
En definitiva, el concepto de desviación es el que permite comprender el
comportamiento antisocial desde la sociología. Y como tal comportamiento desviado, es
contextualizado siempre en su entorno socionormativo, estando siempre sujeto a un amplio
margen de relatividad. De hecho, como han destacado las teorías sociológicas subculturales
(Miller, 1958; Wolfgang y Ferracuti, 1967), se considera que las conductas antisociales
podrían ser desviadas desde el punto de vista de la sociedad mayoritariamente, y, sin embargo,
no ser inaceptables ni desviadas desde la perspectiva de algunos de los subsistemas
socioculturales que la integran.
1.2.2. Aproximación legal y/o forense
La perspectiva sociológica ha servido de guía a importantes líneas de estudio e
investigación sobre la delincuencia, pero han sido las orientaciones conceptuales legales y/o
jurídicas las que han suscitado una fuerte y, a su vez, enriquecedora controversia en este
campo de estudio.
Desde una perspectiva legal, inspirada en los fundamentos de las ciencias jurídicas, los
conceptos de “crimen” “delito” y “delincuente” son los protagonistas por excelencia en el
discurso criminológico. El delito se concibe, bajo esta aproximación, como aquel acto que
viola la ley penal de una sociedad; siendo el delincuente, aquella persona que el sistema de
justicia ha procesado y culpado por la comisión de un delito.
El relativismo histórico-cultural emerge también en este tipo de aproximaciones, como
rasgo estrechamente ligado a la definición de lo delictivo. Las leyes, como normas institucionalizadas que protegen determinados “bienes jurídicos”, se ven sujetas a múltiples
variaciones en el tiempo y en el espacio en función de los valores e ideologías imperantes en
las distintas sociedades.
La relatividad que caracteriza a los ordenamientos legales da lugar también a que el
delito se convierta en una realidad cambiante y multiforme (Clemente, 1995; García Arás,
1987). Lejos de constituir una categoría “natural” y prefijada de comportamientos, lo delictivo
responde a complejos procesos de producción sociopolítica y se convierte en un fenómeno
cuyo contenido se puede especificar sólo en función de los ejes espaciales y temporales en los
que se inscribe. La conducta que es delito en una sociedad puede no serlo en otra. Lo que fue
delito en un momento histórico puede despenalizarse en otro punto del tiempo; y viceversa,
diversas circunstancias pueden dar lugar a que sean proscritos actos en otros tiempos
permisibles. Es más, la problemática conceptual de la delincuencia legalmente definida se
agudiza en cuanto introducimos otro concepto central en las aproximaciones fundamentadas
en lo sociojurídico: la delincuencia juvenil.
La expresión “delincuencia juvenil” designa comúnmente a aquellas personas que
cometen un hecho prohibido por la leyes y que cuentan con una edad inferior a la que la ley
de un país establece como de “responsabilidad penal” (Garrido, 1987). La minoría de edad
penal conlleva que el individuo no pueda ser sometido a las mismas acciones judiciales que
un adulto; por lo que el menor estará sujeto, por tanto, a la acción de los Juzgados de Menores,
quienes no podrán imponer condenas, aunque sí aplicar medidas teóricamente destinadas a su
rehabilitación y reforma.
No obstante, esta idea de que los jóvenes y los adultos deben recibir un tratamiento
diferencial por parte de la ley no siempre ha estado presente en el funcionamiento de los
sistemas de control oficial. De hecho, no fue hasta finales del siglo pasado cuando dentro de
la doctrina legal se comenzó a sentir de un modo generalizado la necesidad de tener en cuenta
las características específicas del joven (falta de madurez, responsabilidad y/o experiencia) a
la hora de valorar su comportamiento antinormativo y a la hora de administrar las medidas
correctoras oportunas (Empey, 1978).
La figura del delincuente “juvenil”, que surge de la necesidad de establecer diferentes
líneas de actuación judicial para adultos y jóvenes, fue ocupando así a lo largo del tiempo un
lugar de gran relevancia no sólo dentro de la dinámica interna del funcionamiento de los
sistemas de justicia, sino que fue adquiriendo también un peso especial dentro del análisis de
los comportamientos inadaptados.
En este contexto, la noción de delincuencia juvenil se ha convertido en un constructo
de difícil delimitación conceptual. Incluso el relativismo que impregna el concepto legal de
delincuencia se ve acentuado cuando le añadimos el calificativo de “juvenil”. En primer lugar,
porque los límites de edad que establecen la mayoría de edad penal y que establecen quién es
el delincuente juvenil, son diferentes en distintos puntos del espacio sociocultural y del
discurrir histórico; mientras que en determinadas sociedades el límite se sitúa en los 15 años,
en otras jurisdicciones se sitúa en los 16, 17, 18, o incluso los 20 años de edad (Otero, 1997;
Rutter et al., 2000; Trojanowicz y Morash, 1992).
En segundo lugar, porque el conjunto de actos que constituyen la delincuencia juvenil
presenta una gran disparidad intercultural en función de que una determinada sociedad se adscriba a lo que se ha denominado perspectiva “restringida” o perspectiva “amplia” (Garrido,
1987). En múltiples países a los jóvenes se les prohíbe a nivel legal sólo aquellas conductas
tipificadas como delitos en las leyes para adultos (perspectiva restringida). Sin embargo, en
otros estados, la delincuencia juvenil incluye además la comisión de lo que en el mundo
anglosajón se ha llamado “delitos de status”, es decir, actos que sólo son legalmente
prohibidos a los jóvenes (p. ej., escaparse de casa o desobediencia crónica a los padres,
consumo de drogas o conducir).
La importante relatividad de la que hace gala el concepto jurídico de delito, así como
el concepto más específico de delincuencia juvenil, constituye uno de los principales
problemas con los que tradicionalmente se han encontrado las disciplinas criminológicas y
que dificulta notablemente la labor de análisis del fenómeno delictivo. De hecho, la
comparación de hallazgos y conclusiones y la consiguiente acumulación e integración de
conocimientos se ha visto a menudo dificultada, aunque no imposibilitada por la variabilidad
espacio-temporal que presenta la realidad delictiva (Garrido, 1987). Una de las limitaciones
más importantes que las definiciones legales muestran de cara al estudio científico del
comportamiento antisocial se pone claramente de manifiesto cuando se examina el modo en
que se especifica quién es considerado como delincuente.
Para los enfoques centrados en lo jurídico, el delincuente es definido como aquel
individuo que ha sido convicto de un delito por el sistema de justicia de una comunidad.
Desde una perspectiva legalista o institucionalista (Biderman y Reiss, 1967) sólo existirá
delito y delincuente cuando se producen las reacciones oportunas por parte de los sistemas de
control oficial. Los procesos legales de identificación, arresto e inculpación son esenciales
para que la etiqueta de delincuente pueda ser aplicada al individuo (Olczak, Parcell y Stott,
1983). A esta concepción de delincuencia como “etiqueta” atribuida a la persona por los
sistemas de control formal, se opone la aproximación que Biderman y Reiss (1967)
denominaron “realista”, según la cual delito y delincuente tienen una existencia propia,
independientemente de que ambos lleguen a ser detectados por los mecanismos de la justicia
oficial. Desde este tipo de perspectivas, la delincuencia es entendida fundamentalmente como
una “conducta”, como un comportamiento que puede haber sido realizado por cualquiera de
los componentes de una sociedad, hayan sido o no asignados a la categoría legal de
“delincuentes”.
La necesidad de diferenciar entre “etiqueta” y “conducta” ha sido puesta de relieve por
diferentes investigadores (Binder, 1988; Farrington, 1987; Jeffery, 1990; Kaplan, 1984),
quienes han llamado la atención sobre el hecho de que la atribución de la etiqueta de
delincuente viene dada no sólo por el comportamiento del transgresor, sino también por el
propio comportamiento de los agentes del sistema policial y judicial. Y, como la literatura
científica ha mostrado, el comportamiento de tales agentes muestra un alto grado de
selectividad (Blackburn, 1993).
Por una parte, sólo una muy pequeña porción de las conductas delictivas realizadas
llegan a tener existencia oficial, es decir, llegan a ser detectadas y procesadas por los sistemas
policiales y judiciales. Por otra parte, la acción de estas entidades de control oficial parece
verse sesgada en buena medida por diversos factores de carácter claramente extralegal, como
la raza, el sexo o el estrato socioeconómico, de forma que los individuos con la etiqueta de
delincuentes pueden resultar bien poco representativos del conjunto de personas que realmente han incurrido en conductas delictivas (Chambliss, 1969; Hawkins, Laub y
Lauritsen 1999; Liska y Tausig, 1979; Rutter et al., 2000).
De todo ello se deriva que, para la psicología, y en concreto para el desarrollo de
teorías e investigaciones sobre los procesos que conducen a los individuos a involucrarse en
comportamientos delictivos, la concepción de la delincuencia en cuanto fenómeno conductual
resulta más apropiada que la noción de la delincuencia como atributo asignado por las
estructuras de control oficial.
1.2.3. Aproximación clínico-psicopatológica
La aproximación clínico-psicopatológica ha sido otro de los enfoques históricos que
han profundizado en el estudio científico de las conductas antisociales. Partiendo de la
tradición psiquiátrica y psicopatológica, esta aproximación ha conceptualizado los
comportamientos antisociales como componentes, más o menos definitorios, de diversos tipos
de trastornos mentales y/o de la personalidad.
Dentro de esta aproximación, una de las taxonomías más influyentes y populares ha
sido el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación
Americana de Psiquiatría, que incluye, en sus diferentes ediciones, múltiples categorías
diagnósticas definidas por patrones conductuales cuyo contenido se solapa en mayor o menor
medida con la esfera conceptual de lo antisocial. Esto ocurre, por ejemplo, con diversos
trastornos denominados “del control de impulsos”, tales como la cleptomanía, la piromanía o
el trastorno explosivo-intermitente, o el trastorno por déficit de atención con hiperactividad y
comportamiento perturbador, que se caracterizan por la presencia de episodios discretos de
agresividad y violencia contra las personas o contra la propiedad.
No obstante, el solapamiento conceptual con el dominio de lo delictivo se presenta de
un modo especialmente acusado cuando atendemos a dos de los trastornos que mayor interés
han suscitado en los últimos tiempos dentro del estudio de los comportamientos
antinormativos: por una parte, los denominados “trastorno disocial” (anteriormente
denominado “trastorno de conducta”) y “trastorno negativista-desafiante”; y, por otra, el
“trastorno antisocial de la personalidad” (APA, 2002).
El trastorno disocial se incluye dentro de lo que en el DSM denomina “trastornos de
inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia”. En concreto, esta categoría diagnóstica se
aplica básicamente a individuos menores de 18 años que presentan patrones conductuales
relativamente persistentes en los que se violan los derechos básicos de los demás, así como
importantes normas sociales apropiadas a la edad. Entre los criterios diagnósticos
especificados por el DSM en sus últimas ediciones se incluyen comportamientos tales como
robo, agresión, destrucción de la propiedad, empleo de armas, conductas contra las normas
impuestas por padres o profesores.
Tal y como han señalado Blackburn (1993) o Farrington (1993a), la constelación de
conductas que delimitan el “trastorno disocial” presenta en definitiva gran cercanía
conceptual a lo que en otros contextos se ha incluido bajo el término de delincuencia y, en
concreto, delincuencia juvenil. No obstante, cabe subrayar también que el diagnóstico de este
trastorno requiere que el patrón de conductas antisociales presente una cierta severidad; de
hecho, en el DSM-IV se añadió un criterio según el cual sólo es posible aplicar la categoría de “trastorno disocial” cuando el comportamiento antinormativo da lugar a un deterioro
clínicamente significativo de las actividades sociales, académicas o laborales del individuo.
El trastorno negativista-desafiante, incluido también junto con el trastorno disocial en
el grupo de “trastornos de inicio en la infancia, niñez y adolescencia”, se caracteriza según el
DSM-IV-TR por presentar un patrón recurrente de comportamiento negativista, desafiante,
desobediente y hostil, dirigido a las figuras de autoridad, que persiste por lo menos durante
seis meses. Alguno de estos comportamientos serían: accesos de cólera, discusiones con
adultos, desafiar activamente o negarse a cumplir las demandas o normas de los adultos,
llevar a cabo deliberadamente actos que molestarán a otras personas, acusar a otros de sus
propios errores o problemas de comportamiento, ser quisquilloso o sentirse fácilmente
molestado por otros, mostrarse iracundo y resentido, ser rencoroso y vengativo, Asimismo,
para calificar dichos comportamientos como trastorno, deben presentarse con más frecuencia
de la típicamente observada en sujetos de edad y nivel de desarrollo comparables y deben
producir deterioro significativo de la actividad social, académica o laboral (APA, 2002).
El trastorno antisocial de la personalidad es otra de las categorías del DSM dentro de
las que los comportamientos antisociales adquieren un carácter definitorio. De acuerdo con el
DSM-IV-TR, la característica esencial del trastorno sería un patrón general de desprecio y
violación de los derechos de los demás, que se iniciaría en la niñez o en la adolescencia y que
persistiría en la vida adulta. La categoría puede aplicarse a adultos con una historia de
trastorno disocial antes de los 15 años y con patrones de comportamiento antisociales e
irresponsables a partir de esa edad. De acuerdo con estos criterios diagnósticos, entre tales
patrones de comportamiento se encontrarían: el fracaso en adaptarse a las normas sociales y
legales, con la comisión de actos que son motivo de detención; manifestaciones de
irritabilidad y agresividad, con agresiones y peleas físicas repetidas; fracasos en el
cumplimiento de las obligaciones laborales o económicas, o ausencia de remordimientos
(APA, 2002).
Como puede apreciarse, muchos de estos trastornos conllevan el desarrollo de
conductas antisociales y/o delictivas, sin embargo, no son en ningún modo sinónimos de
delito. Podrían alegarse diferentes inconvenientes para justificar la no equiparación
terminológica entre estos trastornos y la delincuencia. Entre otros, por ejemplo, que los
criterios para el diagnóstico dependen de muchas conductas que no implican quebrantar la
ley; y, a su vez, que muchos individuos que sufren una condena no cumplen los criterios
operativos para un diagnóstico de trastorno mental.
1.2.4. Aproximación conductual
Desde una aproximación conductual, el concepto de “conducta antisocial” resulta ser
un foco de atención de especial significación y utilidad como objeto de estudio (Farrington,
1992; Loeber, 1990; Tolan y Thomas, 1995). En primer lugar, porque dentro de esta
aproximación se incluyen tanto las conductas clínicamente significativas, las estrictamente
delictivas como otra amplia gama de comportamientos antinormativos que, sin ser ilegales, se
consideran dañinos o perjudiciales para la sociedad y que dan lugar a procesos de sanción
dentro del sistema social.
Rebasar los límites de la concepción clínica o legal de delito, dando cabida a este tipo
de comportamientos antinormativos (conductas disruptivas en el marco escolar, conductas de agresión en niños o muchachos jóvenes) es una idea ampliamente reconocida dentro de la
literatura del área (Blackburn, 1993; Catalano y Hawkins, 1996; Moffitt, 1993; Thornberry,
1996). La significación que a nivel teórico presentan estas conductas y el interés de su
incorporación dentro de los estudios de la psicología criminológica vienen dados no solo
porque son comportamientos con antecedentes y manifestaciones semejantes a las conductas
transgresoras de la ley, sino también porque se ha demostrado dentro del curso evolutivo del
individuo como claros predictores del desarrollo de actividades delictivas de mayor gravedad
(Broidy et al., 2003; Catalano y Hawkins, 1996; Hawkins et al. 2000; Loeber y Farrington,
2000; Moffitt, 1993; Thornberry, 2004).
Frente a la dicotomización delincuente-no delincuente, implícita en concepciones
legales, la comprensión conductual de la actividad delictiva como parte del constructo de
“conducta antisocial” implica el reconocimiento de que la delincuencia, en ningún caso, se
puede considerar como un fenómeno “todo o nada”. Por el contrario, las conductas delictivas
forman parte de una realidad dimensional que puede adoptar un amplio rango de grados y
modalidades de expresión. La concepción de la delincuencia en un continuo conductual
permite así la puesta en práctica de análisis menos simplistas, más detallados y precisos que
los posibilitados por la concepción de la delincuencia como atributo definitorio de cierta
categoría de individuos (1) .
A modo de conclusión, dentro de la problemática conceptual en la que
tradicionalmente se ha visto envuelta la investigación de la conducta antisocial, la principal
controversia se ha centrado, por una parte, entre los partidarios de una concepción legalista o
psicopatológica de este fenómeno y, por otra, los defensores de la visión de la delincuencia
como una realidad esencialmente conductual, que posee entidad propia al margen de que sean
puestos o no en acción los engranajes del procesamiento judicial o sean o no síntomas clave
de un trastorno clínico. Desgraciadamente, las diferencias existentes entre estos tipos de
aproximaciones han constituido, como señalaron Olczak, Parcell y Stott (1983), uno de los
principales impedimentos para el logro de una definición unificadora y consensuada dentro de
este campo de estudio, dando lugar a posiciones también enfrentadas en lo concerniente a la
metodología considerada adecuada para acceder a su estudio y evaluación.
1.2. Otros conceptos asociados a la conducta antisocial: Agresión – Violencia
La complejidad multidimensional de la conducta antisocial, tanto en relación con
aquellas conductas que infringen las normas sociales, y no exclusivamente las jurídicas, como
con su imprecisa delimitación conceptual, hacen necesario aclarar, en cierta medida, otros
constructos muy ligados a ella, cuya distinción diferencial puede servir de ayuda a delimitar
conceptualmente el propio concepto de conducta antisocial objeto de estudio.
1.3.1. Agresión y Agresividad
Bandura (1973) señaló acertadamente el hecho de que empezar el estudio de la
agresión y la violencia es entrar en una autentica jungla semántica: definiciones, conceptos,
atributos, instigadores e intenciones. A lo largo del recorrido etimológico por el término...
(1) Es más, la aproximación conductual en el estudio de la conducta antisocial permitiría, en este sentido, aplicar
métodos de evaluación como la formulación funcional de casos (véase Andreu y Graña, 2003), lo que aportaría
una mayor objetividad tanto en la evaluación como en la investigación de la delincuencia juvenil.
...agresión, procedente del verbo latino aggredior -acercarse, acometer una acción-, se pone de
manifiesto que éste ha servido de etiqueta omnibus a todo un amplio conjunto de significados
que intentaban señalar desde un estado interno del individuo hasta una respuesta abierta.
Una de las diferenciaciones que deben hacerse en relación a la agresión reside
precisamente en el uso bidimensional de este término: la acción y el estado emocional del
agresor. En este sentido, Ramírez y Fernández-Rañada (1997) advierten que dos aspectos muy
diferentes deben distinguirse a priori: uno objetivo, externo y observable, la acción, y otro
subjetivo, interno e inobservable: el estado agresivo. En este sentido, los autores esbozan las
siguientes consideraciones:
1) La agresión o conducta agresiva es una acción externa, abierta, objetiva y
observable, que a lo largo de los años se ha ido definiendo mediante no pocas formulaciones.
Por poner algunos ejemplos, encontramos definiciones desde posturas conductuales radicales
como la que mantuvo Buss en la década de los 60, claramente influida por la orientación
conductista contra los conceptos supuestamente mentalistas: “respuesta que proporciona
estímulos dañinos a otro organismo” (Buss, 1961); a definiciones que intentaron caracterizarla
principalmente por su componente intencional cuyo objetivo primario es la ofensa o el daño
de la persona a quien se dirige (Berkowitz, 1965; Dollard et al., 1939). Otras, sin embargo,
intentaron reflejar que en la agresión el efecto nocivo no era el único factor calificador de la
conducta agresiva, al verse involucrados juicios sociales que etiquetan dicha conducta
precisamente como agresión (Bandura, 1973). En este sentido, ésta sería una conducta nociva
sobre las bases de una variedad de factores, algunos de los cuales residen tanto en el
evaluador como en el ejecutor. Zillman (1979), por otra parte, introdujo un interesante matiz
en la definición en cuanto que excluía aquellos casos en los que la persona no está
activamente motivada para evitar el efecto nocivo. Para este autor, la agresión quedaría
conceptualizada como aquella actividad a través de la cual una persona busca infringir daño o
dolor físico sobre otra que está motivada para evitarlo. Un caso prototipo que excluiría esta
definición sería el comportamiento masoquista.
2) El estado agresivo se configura como una combinación de cogniciones, emociones
y tendencias comportamentales desencadenadas por estímulos capaces de evocar una
respuesta agresiva, aunque no sean condición necesaria para ello ya que ésta puede verse
desencadenada por otra serie de factores. Esta dimensión subjetiva de la agresión se ha ido
caracterizando conceptualmente a través de términos tales como: agresividad, ira y hostilidad.
Veamos a continuación qué se entiende, en términos generales, por dichos conceptos.
a) Por Agresividad:
una disposición relativamente persistente a ser agresivo en diversas situaciones. Por tanto, hace referencia a una variable interviniente que indica la actitud o inclinación que siente una persona o un colectivo humano a realizar un acto agresivo. En este sentido, puede también hablarse de potencial agresivo. La agresividad suele ser concebida como una respuesta adaptativa que forma parte de las estrategias de afrontamiento de los seres humanos a las amenazas externas.
una disposición relativamente persistente a ser agresivo en diversas situaciones. Por tanto, hace referencia a una variable interviniente que indica la actitud o inclinación que siente una persona o un colectivo humano a realizar un acto agresivo. En este sentido, puede también hablarse de potencial agresivo. La agresividad suele ser concebida como una respuesta adaptativa que forma parte de las estrategias de afrontamiento de los seres humanos a las amenazas externas.
b) Por Hostilidad:
la evaluación negativa acerca de las personas y las cosas (Buss, 1961), a menudo acompañada de un claro deseo de hacerles daño o agredirlos (Kaufmann, 1970). Esta actitud negativa hacia una o más personas se refleja en un juicio desfavorable de ella o ellas (Berkowitz, 1996). Tal y como este autor afirma, se expresa hostilidad cuando decimos que alguien nos disgusta, especialmente si deseamos el mal para esta persona. Un individuo hostil es alguien que normalmente hace evaluaciones negativas de y hacia los demás, mostrando desprecio o disgusto global por muchas personas (Spielberger, Jacobs, Rusell y Crane, 1983).
la evaluación negativa acerca de las personas y las cosas (Buss, 1961), a menudo acompañada de un claro deseo de hacerles daño o agredirlos (Kaufmann, 1970). Esta actitud negativa hacia una o más personas se refleja en un juicio desfavorable de ella o ellas (Berkowitz, 1996). Tal y como este autor afirma, se expresa hostilidad cuando decimos que alguien nos disgusta, especialmente si deseamos el mal para esta persona. Un individuo hostil es alguien que normalmente hace evaluaciones negativas de y hacia los demás, mostrando desprecio o disgusto global por muchas personas (Spielberger, Jacobs, Rusell y Crane, 1983).
La hostilidad implica una actitud de resentimiento que incluye respuestas tanto
verbales como motoras. Plutchik (1980) la consideró como una actitud que mezcla la
ira y disgusto, y se ve acompañada de sentimientos tales como indignación, desprecio
y resentimiento hacia los demás. Precisamente, estos sentimientos -resentimiento,
indignación y animosidad- configuran la hostilidad como una actitud cínica acerca de
la naturaleza humana, en general, que en ocasiones puede llegar incluso al rencor y a
la violencia. La hostilidad conlleva creencias negativas acerca de otras personas, así
como la atribución general de que el comportamiento de los demás es agresivo o
amenazador. La “atribución hostil” hace referencia precisamente a la percepción de
otras personas como amenazantes y agresivas (Fernández-Abascal, 1998).
c) Por Ira:
Un conjunto de sentimientos que siguen a la percepción de haber sido dañado. No persigue una meta concreta, como en el caso de la agresión, sino que hace referencia principalmente a un conjunto de sentimientos que surgen de reacciones psicológicas internas y de las expresiones emocionales involuntarias producidas por la aparición de un acontecimiento desagradable (Berkowitz, 1996). La ira implica sentimientos de enojo o enfado de intensidad variable (Spielberger et al., 1983).
c) Por Ira:
Un conjunto de sentimientos que siguen a la percepción de haber sido dañado. No persigue una meta concreta, como en el caso de la agresión, sino que hace referencia principalmente a un conjunto de sentimientos que surgen de reacciones psicológicas internas y de las expresiones emocionales involuntarias producidas por la aparición de un acontecimiento desagradable (Berkowitz, 1996). La ira implica sentimientos de enojo o enfado de intensidad variable (Spielberger et al., 1983).
La ira es una reacción de irritación, furia o cólera que puede verse elicitada por la
indignación y el enojo al sentir vulnerados nuestros derechos (Fernández-Abascal,
1998). Izard (1977) la conceptualizó como una emoción básica que se expresa cuando
un organismo se ve obstaculizado o impedido en la consecución de una meta o en la
satisfacción de una necesidad. Diamond (1982), por otra parte, la describió como un
estado de arousal o activación general del organismo con componentes expresivos,
subjetivos, viscerales y somáticos.
Se ha de destacar el hecho de que esta emoción básica guarda una estrecha relación
con aquellas situaciones en las que se produce una transgresión o violación de los
derechos personales y de las reglas sociales. Así pues, es una emoción que se produce
ante situaciones tales como una ruptura de compromisos, promesas, expectativas,
reglas de conducta y todo lo relacionado con la libertad personal. A nivel motivacional,
la ira genera un impulso apremiante por hacer algo que elimine o interrumpa la causa
que la ha originado. Es, por tanto, una emoción muy explosiva o caliente que, en
situaciones extremas, puede llegar incluso a generar reacciones de agresividad, tanto
física como verbal (Fernández-Abascal y Martín, 1994).
Para Hoshmand y Austin (1987), los principales desencadenantes de la ira tienen que
ver con situaciones en las que, por ejemplo, se es testigo de abusos a otras personas,
con la intrusión de extraños en nuestros intereses, con la degradación personal, con la
traición de la confianza o con la frustración de una motivación. Es decir, parece que la
ira se desencadena ante situaciones que son valoradas por las personas como injustas o
que atentan contra la libertad personal, por situaciones que suponen un control externo
no deseado, coaccionando nuestro comportamiento, con personas que nos infligen
cualquier tipo de agresión verbal o física y, finalmente, con situaciones en las que
consideramos que se producen hechos injustos. Asimismo, la estimulación aversiva
física, sensorial o cognitiva, o la falta de un mínimo de estimulación como ocurre ante una situación de inmovilidad o de restricción física, pueden también actuar como
desencadenantes de la ira.
Es necesario aclarar, de alguna manera, las complejas relaciones entre ira, hostilidad y
agresión. La ira es el concepto más simple de los tres. La hostilidad, por contra,
implica una actitud que usualmente va acompañada de sentimientos de enfado o ira y
que predispone hacia la emisión de conductas agresivas dirigidas principalmente a la
destrucción de objetos, al insulto o a la producción de algún daño. Si la ira y la
hostilidad se refieren a sentimientos y actitudes, la agresión implica un paso más allá,
puesto que conlleva la aparición de comportamientos destructivos, lesivos o punitivos
dirigidos a otras personas u objetos (Miguel-Tobal, Casado, Cano-Vindel y
Spielberger, 1997).
Evidentemente, los tres conceptos se entremezclan de forma constante. La hostilidad
conlleva usualmente irascibilidad y, a su vez, actitudes que predisponen a la conducta
agresiva. Asimismo, la ira puede tener como expresión más inmediata conductas
agresivas tanto verbales como físicas. Dado el solapamiento entre estos conceptos
algunos autores han acuñado el término Síndrome ¡AHI! (Agresión, Hostilidad, Ira)
para denotar la común asociación entre las emociones, las actitudes y la conducta
agresiva (Spielberger, Johnson y Russell et al., 1985; Spielberger, Krasner y Solomon,
1988). Este síndrome que refleja la unión o continuidad entre estos tres componentes,
ha sido puesto de relieve en multitud de investigaciones relacionadas con la psicología
de la salud y, más concretamente, en relación a los trastornos de tipo cardiovascular
(Fernández-Abascal y Martín, 1994; Miguel-Tobal et al., 1997).
Tal y como considera Berkowitz (1996), la instigación a la agresión, la agresión en sí
misma, la ira, la hostilidad y la agresividad son fenómenos independientes aunque
normalmente relacionados. Sería un error asumir que son la misma cosa o incluso que
siempre están estrechamente correlacionados. Una cuestión aún del todo no resuelta es
determinar cómo, de qué manera y en qué grado estos constructos se relacionan entre sí.
Pedrería (2004) subraya los diferentes subtipos de agresión en el seno de la conducta
antisocial y los trastornos de conducta en la infancia y adolescencia, considerando que la
agresión resulta ser, en sí misma, un elemento crucial para poder comprender las diferentes
formas de presentación de las conductas antisociales y delictivas.
Al hilo de estas consideraciones, se exponen aquellos subtipos de agresión que
cuentan con mayor evidencia teórica y empírica en la actualidad (Graña, Andreu y Peña,
2001; Ramírez y Andreu, 2003), así como sus principales rasgos distintivos de cara a la
comprensión de sus relaciones con la conducta antisocial.
1.3.1.1. Agresión instrumental y agresión emocional (hostil)
Una de las primeras distinciones que se realizaron entre diferentes tipos de agresión
fue la de agresión instrumental y hostil, basada en si la intención principal del agresor era
provocar dolor o daño (Bandura, 1973; Buss, 1961; Feshbach, 1964; Hinde, 1970). La
instrumental, dirigida hacia la consecución de metas no agresivas, y la agresión hostil, cuyo
principal objetivo es dañar a una persona u objeto (Sears, Maccoby y Levin, 1957). En la
actualidad, la agresión instrumental se conceptualiza como una estrategia dirigida a la obtención de recompensas o refuerzos de diversa índole, consistiendo su principal objetivo en
lograr algún incentivo no agresivo, mediante caminos alternativos que aseguren refuerzos
ambientales. También se conoce como motivada por incentivos, al referirse a acciones
llevadas a cabo principalmente para obtener productos vitales y alcanzar varios incentivos
extrínsecos, siendo sus acciones producto de una decisión deliberada; p. ej., muchos atracos
son de naturaleza instrumental, en cuanto que, en situaciones de peligro, intentan lograr el
máximo de beneficios con el mínimo de costos. Suelen distinguirse dos formas de agresión
instrumental:
a) aquella cuyo objetivo consiste en obtener recompensas personales y/o materiales; y
b) las que tienen como finalidad el respaldo social, evitando la vergüenza; p.ej., éste es el caso en el que las normas sociales tienen efectos poderosos a la hora de determinar lo que se considera normativo y apropiado en dicho ambiente social. Así, una sociedad puede decretar que un hijo está obligado a vengarse de quien ha difamado a su familia, en cuyo caso el responder agresivamente es un acto justificado socialmente, mientras que el no hacerlo sería un acto de disconformidad social (Fraczek, Torchalska y Ramírez, 1985; Ramírez, 1991, 1993).
a) aquella cuyo objetivo consiste en obtener recompensas personales y/o materiales; y
b) las que tienen como finalidad el respaldo social, evitando la vergüenza; p.ej., éste es el caso en el que las normas sociales tienen efectos poderosos a la hora de determinar lo que se considera normativo y apropiado en dicho ambiente social. Así, una sociedad puede decretar que un hijo está obligado a vengarse de quien ha difamado a su familia, en cuyo caso el responder agresivamente es un acto justificado socialmente, mientras que el no hacerlo sería un acto de disconformidad social (Fraczek, Torchalska y Ramírez, 1985; Ramírez, 1991, 1993).
La agresión hostil puede definirse como un acto que pretende dañar a otra persona,
estando motivada esencialmente por la intención de producir daño. También se denomina
motivada por irritación, pues se desencadena primariamente para disminuir enojos o
irritaciones y reducir condiciones molestas, ligadas a estados de alta excitación, como por
ejemplo en una explosión de rabia, y a situaciones de emergencia. Por tanto, es caliente,
estando producida, o al menos provocada, por el enfado (Olweus, 1986). También se la
conoce como agresión expresiva o como agresión emocional impulsiva (Berkowitz, 1986,
1989, 1996). Aunque las acciones violentas suelen considerarse como impulsivas, a veces,
más que ser instrumentales, se desencadenan accidentalmente, sin previa premeditación de
quienes las perpetran: algo inesperado ocurre durante el encuentro con la víctima
desencadenando un nivel de violencia ni planeado ni incluso deseado.
En conclusión, la agresión instrumental “sirve de instrumento para...”, siendo utilizada
con otros fines distintos de los de la propia agresión, cuando el sujeto busca provocar daño a
otro, o cuando se encuentra airado o enojado y trata de herirle, en cuyo caso se habla de
agresión hostil o emocional (Cerezo, 1998). Ejemplificando estos subtipos desde un punto de
vista delictógeno, si alguien agrediese a otro individuo para causarle la muerte nos
encontraríamos ante un agresor hostil; pero si esta agresión tuviese como objeto conseguir
dinero entraríamos en la categoría del agresor instrumental (García, 1994).
1.3.1.2. Agresión física y agresión verbal
Esta distinción parte de una clasificación de las respuestas agresivas en función de su
naturaleza física; diferenciando la agresión entre acciones físicas y afirmaciones verbales
(Berkowitz, 1996). Por una parte, la agresión física, denominada también agresión corporal,
englobaría acciones meramente físicas tales como golpes o patadas; mientras que por otra, la
agresión verbal consistiría fundamentalmente en afirmaciones verbales tales como insultos,
discusiones e incluso amenazas (Ramírez y Fernández-Rañada, 1997).
Esta clasificación no sólo refleja una distinción básica de los actos agresivos sino que
está asociada, tal y como multitud de estudios muestran, a diferencias sexuales respecto al
tipo de agresión utilizado (Andreu, Fujihara y Ramírez, 1998; Archer, Holloway y McLouglin,
1995; Archer, 1998; Björkvist, 1994; Campbell y Muncer, 1994). Precisamente, esta asociación entre la preferencia de hombres y mujeres por un tipo u otro de agresión fue el
origen de la importante distinción que hizo Arnold Buss en 1961 cuando escribió su libro
acerca de la psicología de la agresión, primera publicación de una investigación psicológica
contemporánea en este tema. Según este autor, los hombres muestran una alta correlación
positiva entre agresión física e ira, mientras que en las mujeres se aprecia una correlación
negativa entre agresión física y verbal.
Asimismo, esta diferenciación entre estilos agresivos físicos y verbales corre paralela
al desarrollo psicoevolutivo de los sujetos. La agresión física y verbal se ven moduladas en su
expresión conforme se madura ontogénicamente. Antes del desarrollo de las habilidades
cognitivas y verbales en la niñez, la agresión física es la predominante. Cuando las
habilidades verbales empiezan a desarrollarse, conjuntamente con las cognitivas, la agresión
verbal es más utilizada que la física como medio de resolución de conflictos. Posteriormente,
en torno a los 11 años de edad, otros tipos de agresión más sofisticados entran en juego
paralelamente al desarrollo de la inteligencia social (Björkvist y Niemela, 1992; Lagerspetz,
Björkvist y Peltonen, 1988). En este sentido, existen buenas razones para creer que en los
conflictos interpersonales entre adultos la agresión física es realmente la excepción y no la
regla; se utilizan con mayor profusión otros tipos de agresión como los indirectos (Björkvist,
1994).
1.3.1.3. Agresión directa y agresión indirecta
También suele distinguirse entre agresión directa, cuyo ataque puede llevarse a cabo
pegando, insultando o mofándose de otro, y agresión indirecta que se produce de forma
mucho más sutil. Casos prototípicos de agresión indirecta consistirían en hablar mal de otros,
tenderles trampas, rehusar el contacto social, no dirigirles la palabra o no ayudarles cuando lo
necesiten. Esta distinción hace referencia principalmente a la forma con la que el agresor
ataca a su objetivo (Berkowitz, 1996).
La agresión directa supone que el ataque puede llevarse a cabo ya sea mediante un
contacto real, pegando, ya sea mediante mera amenaza, insultando o mofándose de otro;
mientras que en la indirecta se intenta dominar al oponente intimidándole mediante el uso de
símbolos que muestren su status o rango, como hablar mal de otros a sus espaldas, tender
trampas o rehusar su contacto social (Geist, 1971; Schaller, 1977; Walther, 1974). Mientras
que la agresión indirecta madura relativamente tarde en la ontogenia, estando raramente
presente en el juego como lucha infantil, va reemplazando a los ataques directos en la vida
adulta. Por el contrario, la frecuencia de la directa parece ir disminuyendo con la edad.
También se revelan interesantes distinciones según el sexo del individuo: la agresión directa
es más propia del sexo masculino, mientras que la indirecta es más característica del femenino
(Björkqvist, 1994; Campbell, Muncer y Coyle, 1992; Campbell, Muncer y Gorman, 1993;
Lagerspetz et al., 1988).
Buss (1961), que fue el primer autor que dicotomizó la agresión en directa e indirecta,
propuso una clasificación de la agresión combinando las diferentes dimensiones expuestas
con anterioridad (física vs. verbal y directa vs. indirecta); añadiendo, a su vez, la dimensión
activa vs. pasiva. Esta clasificación tiene en cuenta tres dimensiones que involucran al
sistema orgánico, a la interacción social y al grado de actividad desarrollado en la agresión.
a) En relación al sistema orgánico involucrado, encontramos dos tipos de agresión: la física (un ataque contra un organismo a través de partes del cuerpo o de instrumentos), y la verbal (una respuesta vocal que proporciona estímulos nocivos a otro organismo, por ejemplo amenaza o rechazo).
b) En relación a la interacción social, la directa (por ejemplo, asalto, amenaza,
rechazo), y la indirecta (que puede ser verbal como extender falsos rumores, o
física, como destruir la propiedad de otros).
c) En relación al grado de actividad involucrado, la activa (que incluye todos los
comportamientos mencionados hasta el momento) y la pasiva (obstaculizar o
impedir que otro alcance una meta o logro). Para Buss (1961), la agresión pasiva es
usualmente directa pero puede también ser indirecta.
Loeber y Schmaling (1985) también formularon la que es conocida como primera
tipología de la dimensión bipolar “agresión franca” vs. “agresión encubierta”. Estos autores
incluyeron en la tipología la forma de presentación a la hora de identificar las conductas
agresivas y la agresión al otro, según sean conductas evidentemente agresivas o directas (p. ej.,
dar una bofetada a alguien o insultarle), o bien sean conductas que aparentan ajustadas a
normas, pero encubren una gran carga indirecta de agresión (p. ej., realizar conductas que
provoquen respuestas de agresión en la otra persona).
1.3.2. Agresión y Violencia.
Uno de los conceptos que más dificultades ha entrañado en su diferenciación con el de
agresión, es el de violencia. Si bien, por una parte, parece haber suficientes datos como para
distinguirla de la agresividad, multitud de veces agresión y violencia se han utilizado como
sinónimos e incluso como homólogos. A continuación se exponen aquellas características que,
según diversos autores, diferencian ambos constructos.
Etimológicamente, el término violencia tiene como uso más común la utilización
exclusiva o excesiva de la fuerza. Del Latín, violentia, significa vehemencia o impetuosidad;
siendo su uso más extenso el del ejercicio de la fuerza física para dañar o lesionar a una
persona o una propiedad. Su uso lingüístico también describe una condición de una persona
que no está en su estado normal, o que las acciones que realiza son contrarias a su disposición
natural (Moliner, 1979).
En relación con la agresión, se aplica a las formas más extremas de este tipo de
comportamiento (Archer, 1994), especialmente las relacionadas con la física, aunque también
es aplicable a la fuerza psicológica que causa sufrimiento o traumatismo. Al igual que en el
caso de la primera, se puede establecer una categoría emocional u hostil de violencia y otra de
tipo instrumental. En la violencia hostil, el objetivo primario sería la producción de
sufrimiento o daño extremo a la víctima, mientras que la violencia con otros fines secundarios
sería un buen ejemplo de violencia instrumental (Berkowitz, 1996).
Pero antes de analizar con mayor profundidad el fenómeno de la violencia, es
necesario hacer una serie de consideraciones acerca de la función adaptativa de la agresión.
En este sentido, la tradición etológica clásica dicotomizó la agresión como instinto primario y
la violencia como agresión destructiva o función incorrecta de ese instinto (Lorenz, 1972). De esta forma, se consideró que la agresión desempeñaba una función biológica desencadenada
para satisfacer necesidades vitales y eliminar cualquier amenaza a la integridad física; y que,
bajo determinadas circunstancias, podía pasar a ser una función anormal o destructiva
sustentada en un mecanismo incorrecto, anormal o patológico regulador de la agresión
adaptativa.
Desde esta perspectiva, una de las definiciones más precisas fue la ofrecida por Scott
(1975): “La agresión como conducta desadaptativa, no guarda relación con la situación en la
que tiene lugar -por ejemplo, la agresión a un individuo cuya conducta no es aparentemente
agresiva-, o es una reacción a una clase apropiada de estimulación pero en una dirección
inadecuada -por ejemplo, la agresión a objetos físicos del entorno ante una agresión recibida
por otro individuo-. En ambos casos, ninguna de las reacciones agresivas guarda relación
aparente con los estímulos desencadenantes originarios y es, precisamente, en este contexto
donde la agresión puede considerarse como desadaptativa; estableciéndose así un puente entre
la conducta agresiva desadaptada y la violencia (O.c., p. 24).
Para Valzelli (1983), la agresividad es el componente de la conducta normal que, con
diferentes formas vinculadas al estímulo y orientadas a un objetivo, se libera para satisfacer
necesidades vitales y para eliminar o superar cualquier amenaza contra la integridad física.
Además, está orientada a promover la conservación propia y de la especie de un organismo
vivo, y nunca, excepto en el caso de la actividad depredadora, para producir la destrucción del
oponente. Precisamente, éste es uno de los criterios diferenciadores para Valzelli entre
agresión animal y humana en relación a la violencia. Según este autor, la propuesta falta de
relación entre la agresión animal y humana (p. ej., Montagu, 1974) depende básicamente de
una falta de distinción entre agresión y violencia que es, en definitiva, la diferencia que existe
entre agresión normal y anormal; una diferencia, por otra parte, definida de forma cualitativa.
Desde este planteamiento, las bases biopsicológicas de la violencia encontrarían sus raíces en
los mismos aspectos que, a su vez, sustentan un mecanismo incorrecto, anormal o patológico
que regula la agresión normal (Valzelli, 1983).
Desde una perspectiva psicosocial, la violencia es analizada enfatizando
fundamentalmente su naturaleza social. La agresión física se ve comúnmente acompañada de
juicios sociales negativos que destacan la ilegitimidad e ilegalidad de esos actos, así como su
inaceptabilidad (Archer y Browne, 1989). Si bien, es cierto también que la violencia es más
una expresión de quienes atestiguan o son víctimas de ciertos actos, que de aquellos que los
ejecutan (Riches, 1988), conjuntamente a una serie de juicios sociales que la etiquetan como
tal (Bandura, 1973). La evaluación del contexto social implica inevitablemente juicios
morales, y tales juicios subjetivos pueden ser cruciales al considerar un acto como legítimo o
ilegítimo (Feshbach, 1964). En este sentido, la agresión como violencia supondría un agravio,
ultraje u ofensa contraria al derecho del otro.
Valzelli (1983), utilizando datos clínicos tales como la elevación del índice de
violencia delictiva en casos de esquizofrenia y trastornos bipolares, asociados a uso de
sustancias psicoactivas, es uno de los grandes defensores del concepto de transición
patológica de la agresión a la violencia, transición sometida tanto a factores biológicos como
socioambientales.
Desde esta perspectiva, De Flores (1991), señala que en la conducta humana la palabra
violencia empleada en lugar de la palabra agresión, implica la liberación de componentes agresivos patológicos, como consecuencia de un trastorno en los mecanismos de control del
SNC o por una educación intencionadamente orientada a fomentar la intolerancia ideológica.
Se entiende, por tanto, que la persona con conducta agresiva patológica tiene un trastorno
funcional a nivel del sistema nervioso central, una baja tolerancia a los estímulos aversivos y
un potencial agresivo dirigido hacia el entorno o hacía sí mismo. Un tipo de conducta,
prosigue el autor, que necesita tratamiento inmediato y resultados rápidos después de
establecido el diagnóstico preciso. Además, la agresividad, dentro de estos planteamientos
clínicos, quedaría conceptualizada como un estado permanente o predisposición
constitucional a cometer agresiones o a atacar sin que medie provocación alguna. En este
sentido, el comité asesor sobre aspectos clínicos de la conducta agresiva de la Asociación de
Psiquiatría Americana (APA), define clínicamente al paciente violento como aquel que actúa
en el sentido de provocar dolor, lesión o destrucción (Comité Asesor de la APA, Informe 8,
julio 1974).
En términos generales, y a modo de conclusión de lo anteriormente expuesto, la
utilización excesiva de la fuerza física, junto con una reacción que no guarda aparentemente
relación con los estímulos desencadenantes originarios, sería definitorio para hablar de un
acto agresivo como violento. En este sentido, se podría argüir que:
a) La violencia constituye un tipo de agresión desadaptada, que no guarda relación
con la situación social en la que se desarrolla o que se da en una dirección espacial
inadecuada.
b) La violencia requiere la ejecución de conductas que denotan un uso excesivo o
exclusivo de la fuerza física dentro de un contexto sociocultural determinante,
esencialmente humano.
c) La violencia está sustentada biológicamente en un mecanismo incorrecto que
regula la función adaptativa de la agresión; destacándose su carácter eminentemente
destructivo sobre las personas y las cosas.
La Tabla 1.1. resume los principales criterios conceptuales diferenciadores entre la
agresión y la violencia expuestos a lo largo de la presente tesis.
Tabla 1.1. Algunos criterios diferenciadores entre agresión y violencia.
-La violencia es una función anormal, patológica, incorrecta o alterada de la agresión.
-La violencia es cualitativamente diferente de la agresión y alude a déficits en los mecanismos de
control de los impulsos.
-La violencia tiene como principal motivo y efecto la lesión y destrucción del oponente, causándole
un dolor o daño extremo; careciendo de cualquier objetivo biológico o adaptativo.
-La violencia es esencialmente destructiva, hostil y antisocial.
-La violencia es básicamente aprendida e incorpora juicios sociales que la definen como tal. Es propia
y específica del ser humano.
-Tiene un origen anclado en las condiciones sociales y económicas. La cognición y el afecto
desempeñan un papel crucial.
-Como conducta agresiva puede estar presente en trastornos mentales y del comportamiento.
-Hay normas y valores que la regulan socialmente como ilegítima, inaceptable e injustificable.
-Los medios a través de los cuales la violencia se materializa incluyen, comúnmente, el uso de
instrumentos o armas.
Para finalizar, no se den obviar la existencia de una serie de comportamientos que se
suelen citar en la literatura como sucesos o acontecimientos prototípicos de la violencia
humana, o que están fuertemente asociados a ella. Entre otros, destacarían, el bullying entre
niños y adolescentes escolarizados, el homicidio, la violencia doméstica, y, en especial, la
violencia contra las mujeres, la agresión sexual o los malos tratos, siendo todos ellos claros
ejemplos de conductas delictivas y, desde una perspectiva más amplia, diferentes tipos de
conducta antisocial.
1.3.3. Agresión y conducta antisocial en la adolescencia
Aunque para muchos investigadores es evidente la alta estabilidad y continuidad que
presenta a lo largo del tiempo tanto la conducta antisocial (Hinshaw, Lahey y Hart,1993;
Huesmann, Eron, Lefkowitz y Walder, 1984) como la agresión (Hart, Hofmann, Edelstein y
Keller, 1997; Henry, Avshalom, Moffitt y Silva, 1996; Newman, Caspi, Moffitt y Silva, 1997),
también es cierto que la conducta antisocial y las manifestaciones agresivas y/o violentas
difieren en cuanto a su topografía en relación al estadio evolutivo de desarrollo en el que se
encuentre el niño (Moffitt, 1993).
Aunque la agresión física y la violencia se han asociado a la adolescencia, tiene su
inicio en una etapa anterior. Así, encontraremos que en la etapa preescolar (2-4 años) los
niños muestran ya conductas físicamente agresivas, tales como rabietas sin motivo y peleas,
que suelen estar motivadas por la adquisición de juguetes, golosinas u otros recursos
preciados, por lo que se consideran actos agresivos de tipo instrumental. Durante el transcurso
de la infancia intermedia, a partir de los 5 o 6 años, la agresión física y otras formas de
conducta antisocial manifiesta, como por ejemplo, la desobediencia, comienzan a descender a
medida que el niño se va haciendo más competente a la hora de resolver sus disputas de forma
más amigable (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998; Tremblay et al., 1996). Sin embargo, la
agresión hostil (especialmente en los chicos) y la agresión verbal (especialmente en las
mujeres) muestra un ligero incremento con la edad, aun cuando la agresión instrumental y
otras formas de conducta antisocial van disminuyendo. La explicación de este cambio, según
Hartup (1974), estaría en el proceso madurativo, cuanto mayor es el niño, más capacitado está
para detectar la intencionalidad agresiva de las conductas de los otros, por lo que es más
probable que responda al ataque de forma hostil hacia quien le hace daño.
Es interesante señalar que mientras la mayoría de los niños se van implicando cada vez
menos en los intercambios agresivos y antisociales durante el transcurso de su infancia, una
minoría de jóvenes o adolescentes continúan participando de modo aún más frecuente en
actividades antisociales y agresivas (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998). El nivel de
violencia de estos adolescentes es más elevado durante la primera adolescencia (10 a 13 años)
que durante la segunda (14-17 años), e incluso son más peligrosos aquellos adolescentes cuya
pubertad es precoz (Cota-Robles, Neiss y Rowe, 2002), debido al impacto y desajuste que
provoca tanto a nivel biológico como social. Así, continuarán manifestando comportamientos
más encubiertos, como hacer novillos, robar en tiendas o consumir sustancias, y
posteriormente, y durante la adolescencia, pueden ir apareciendo delitos más graves contra la
propiedad, seguidos de delitos agresivos y violentos.
Si evolutivamente las conductas antisociales y agresivas tienden a disminuir, ¿porqué
hay un incremento de arrestos juveniles por conductas antisociales agresivas o violentas al
final de la adolescencia o principios de la edad adulta? (Cairns y Cairns, 1986; Loeber y Farrington, 1999). Loeber y Stouthamer-Loeber (1998) sugieren al respecto que
probablemente los adolescentes jóvenes que han sido más agresivos o violentos durante su
infancia aumentan sus conductas antisociales y agresiones físicas o violentas a lo largo de la
adolescencia. Es obvio que a pesar de que la agresión se manifiesta de formas diferentes
según la edad, es un atributo bastante estable. Los niños que hacia los dos años eran más
agresivos tendían a seguir siéndolo a los cinco. Otras investigaciones longitudinales rebelan
que la conducta agresiva que los niños muestran entre los tres y diez años es un predictor de
sus inclinaciones agresivas o antisociales más graves a lo largo de la vida (Hart et al., 1997;
Henry et al., 1996; Newman et al., 1997; Tremblay, 2001; 2003).
De la misma forma, Rutter et al. (2000) ponen de manifiesto también que, cuanto
mayor sea el número de infracciones o conductas antisociales que comete una persona, mayor
es la probabilidad de que se impliquen en conductas agresivas violentas, apareciendo estas, a
finales de la adolescencia y principios de la edad adulta. Henry et al. (1996) a partir del
estudio longitudinal de Dunedin, ponen de manifiesto cómo la conducta antisocial de inicio
temprano, que tiende a persistir en los últimos años de la adolescencia, estaba asociada a un
incremento de la probabilidad de que los delitos cometidos en dichos años implicaran
violencia.
Sin embargo, y apesar de estos estudios que ponen de manifiesto la correlación que
existe entre conductas agresivas y otras conductas antisociales, sólo reflejan tendencias, ya
que no implica necesariamente que el niño que fue muy agresivo siga siéndolo con el tiempo
y se implique en más comportamientos antisociales, ni que aquellos que comenzaron su
carrera antisocial en etapas más tardías y, tuvieron una infancia sin la presencia de
comportamientos agresivos, no comentan actos violentos en la adolescencia o edad adulta
(Windle y Windle, 1995). De la misma forma, la presencia de conductas agresivas o violentas
no tienen porque aparecer unida a la conducta antisocial invariablemente, existiendo
comportamientos antisociales no agresivos.
La investigación criminológica ha permitido detectar un número importante de
variables individuales y ambientales relacionadas con la aparición y mantenimiento de
tendencias antisociales (Pérez, 1987; Romero, Sobral y Luengo, 1999). La elevada
disposición para manifestar conductas agresivas suele ser un aspecto más, no el único, de un
patrón de comportamiento antisocial, siendo muy difícil encontrar variables que ejerzan una
influencia selectiva en la aparición de conductas agresivas y no lo hagan en la de otros
comportamientos antinormativos. Asimismo, la mayoría de delincuentes que muestran
conductas violentas de manera persistente suelen presentar, además, una amplio abanico de
conductas antisociales. Por este razón, creemos que el estudio de la mayor parte de los
delincuentes violentos debe abordarse en el mismo marco metodológico y conceptual que el
utilizado para toda la conducta antisocial. Consideramos que la conducta agresiva es sólo una
(aunque muy grave) de las múltiples manifestaciones de un estilo de vida “socialmente
desviado” (Torrubia, 2004).
Durante las últimas décadas, la investigación sobre las bases neurobiológicas,
cognitivas y sociales de la agresión ha aportado conocimientos muy notables sobre los
factores relevantes de las conductas agresivas, independientemente de que estas sean
delictivas o no (Tobeña, 2001). Los humanos podemos aprender a comportarnos
violentamente por observación de modelos y por procesos de aprendizaje instrumental, pero
las características temperamentales y las capacidades cognitivas de los individuos pueden facilitar o dificultar la aparición y consolidación de pautas estables de comportamiento
agresivo. En cuanto a los factores ambientales que contribuyen a dicho desarrollo se han
propuesto, entre otras, las influencias parentales, la influencia de los iguales y el nivel
socioeconómico (Lahey, Waldman, McBurnett, 1999). Respecto a los factores individuales
que intervienen en la gestación de la conducta violenta estarían la adaptación escolar, la
reactividad emocional, la impulsividad, la búsqueda de sensaciones, la baja percepción del
riesgo o daño, entre otros (Del Barrio, 2004a). La importancia y el peso de dichas variables
podría ser distinta para los diversos subgrupos de individuos antisociales. Muchos individuos
antisociales poseen factores de riesgo individuales y/o han estado expuestos a muchos de esos
factores ambientales; la interacción de todos ellos en las diferentes etapas evolutivas
configura perfiles específicos de predisposición hacia determinados tipos de conductas
antisociales y, entre ellas, las de tipo violento.
1.4. Integración conceptual de la conducta antisocial
Tras la revisión conceptual y teórica realizada sobre la literatura relacionada con el
estudio de la conducta antisocial, se ha puesto en evidencia la existencia de los diferentes
conceptos que han venido utilizándose para referirse a un estilo de comportamiento
caracterizado, básicamente, por la manifestación de una serie de conductas personales que
están al margen del orden socialmente establecido. Así, los más importantes han sido
“conductas problemáticas”, “conductas desviadas”, “conductas antisociales”, “problemas de
conducta o trastornos de conducta”, “conductas delictivas, delito o criminalidad”. A pesar de
que todos estos conceptos se utilizan indistintamente para definir un estilo de comportamiento
que, en mayor o menor grado, transgrede las normas sociales, cada uno de ellos tiene
acepciones distintas dependiendo de la aproximación teórica de origen.
El objetivo fundamental en este último apartado será intentar realizar una integración
de dichos conceptos, siendo imprescindible situarlos dentro de un continuo evolutivo o de
desarrollo, para dar así un mayor sentido a la compleja aparición y mantenimiento de la
conducta antisocial de los niños y adolescentes.
A pesar de que cuando hablamos de conductas antisociales, tendemos a situarlas en
etapas más avanzadas del desarrollo de los niños, la aparición de las primeras manifestaciones
tiene lugar en la primera infancia. Dichas conductas deben ser consideradas como
“normativas” en el sentido de que aparecen en la gran mayoría de los niños y son propios de
su etapa evolutiva. Son a éstas a las que denominaríamos como conductas problemáticas,
sobre las que actúan tanto el entorno familiar como el escolar a nivel pedagógico con el
objetivo de modificarlas y por tanto, la desaparición sucesiva de dichas conductas será lo
esperable.
En la medida en que estas conductas estén influidas por la presencia de diversos
factores de riesgo, se producirá un incremento de la frecuencia, intensidad y gravedad de
dichas conductas, provocando así, el mantenimiento persistente en estadios evolutivos más
avanzados y, apareciendo consecuentemente, un patrón de comportamiento que va a infringir
o transgredir las normas socialmente establecidas, recibiendo denominaciones tales como
conductas desviadas o la propiamente dicha conducta antisocial. A pesar de que ambos
términos identifican dicho patrón de comportamiento, difieren tanto en la amplitud y
precisión de su definición como en la aproximación teórica de la que parten. Así, el término
de “conducta desviada” parte de un enfoque sociológico a partir del cual, la transgresión de la norma social estará en función del grado en que se aparta o desvía de lo estadísticamente
“normal” o “frecuente”, a la vez que considera cualquier tipo de conducta, ideas o atributos
que ofenden o disgustan a los miembros de una sociedad (p.ej. uso de tatuajes, piercings o
vestimentas propias de grupos minoritarios). Es evidente que este término es demasiado
amplio y relativo como para tenerse en cuenta a la hora de abordar de forma objetiva el
problema en cuestión, y más aún, si el objetivo final es realizar una intervención de carácter
preventivo o terapéutico. Por esto, quizás, el enfoque conductual sea el más adecuado de cara
a precisar la topografía de la conducta, sus parámetros y sus consecuencias. Estos elementos
descriptivos junto con la tendencia a transgredir las normas sociales serán los que definirán el
concepto de conducta antisocial, a la vez que determinarán su gravedad clínica o
problemática legal.
La mayor parte del comportamiento antisocial tienden a disminuir por sí solo según va
avanzando la edad del niño y su proceso madurativo. De la misma forma que pasaba con las
conductas problemáticas de carácter normativo, la presencia de diversos factores de riesgo
pueden producir un incremento de la frecuencia, intensidad y gravedad de dichas conductas,
pudiendo así provocar en una minoría de adolescentes el mantenimiento persistente en
estadios evolutivos más avanzados, apareciendo entonces, un patrón de comportamiento que
va infringir o transgredir las normas legales o jurídicas, siendo denominados como crimen,
delito o delincuencia. Este tipo de conductas estarían tipificados como delito en el código
penal y serían motivo de condena si fueran cometidos por un adulto (p. ej. robo, tráfico de
drogas, homicidio), habiendo otras que, sin ser delitos en la vida adulta, se considerarían
como tal en la minoría de edad (p. ej. consumo de drogas o conducir vehículos). Es evidente
que una vez llegado a este punto, el adolescente puede desistir en su comportamiento
antisocial-delictivo, pero si los factores de riesgo que le facilitaron la situación actual
persisten, habrá mayor probabilidad de que se mantenga durante la vida adulta, pudiéndose
producir una escalada tanto en el número de transgresiones como en su gravedad, apareciendo
aquellos delitos más agresivos y violentos y comenzando así su carrera delictiva que le llevará
a reincidir a lo largo de toda su vida (Moffitt, 1993; Patterson y Yoerger, 2002; Thornberry,
1997).
Otra posibilidad conceptual tiene que ver con aquella minoría de niños o adolescentes
que, manifestando un comportamiento antisocial que infringe las normas sociales, su
frecuencia, intensidad, gravedad, cronicidad, repetición y diversidad, les provoca un deterioro
clínicamente significativo en el funcionamiento diario y en todas las áreas de su vida:
personal, familiar, escolar y social, denominándose como problemas o trastornos de conducta.
Dentro de ésta conceptualización, pueden aparecer otros términos que hacen referencia a los
diagnósticos más comunes que comparten la presencia de dicho patrón de comportamiento,
tales como “trastorno disocial”, “trastorno negativista desafiante” o “trastorno antisocial de la
personalidad”. De la misma forma, dichos trastornos pueden desaparecer con una
intervención psicoterapéutica o tratamiento psicológico o, por el contrario, también existe la
posibilidad de que si no se tratan, desarrollen conductas delictivas. Aquí, la presencia de
psicopatología sería un factor de riesgo más, que potenciaría junto con otros, el progreso hacia
una carrera delictiva (ver Cuadro 1.1.).
A tenor de estas consideraciones, el término de conducta antisocial sería el más
adecuado para hacer referencia a un patrón de comportamiento que aparece en la infancia o
adolescencia, que se caracteriza por violar o transgredir las normas socialmente establecidas o
los derechos de los demás y que puede ser limitado a una determinada fase del desarrollo evolutivo del menor o por el contrario, puede ser un patrón persistente de comportamiento. A
su vez, se caracterizaría por la presencia de diferentes conductas, desde las meramente
problemáticas hasta llegar a las más graves, violentas o delictivas. Es decir, este término
englobaría a todos los demás, pero no necesariamente.
En relación a otros términos asociados a la conducta antisocial como son la agresión
y/o la violencia, decir que no son términos sinónimos que se puedan utilizar indistintamente,
sino que deben ser considerados como posibles manifestaciones del comportamiento
antisocial, pero no exclusivos ni necesarios, al igual que otros, como son el consumo de
drogas, robos, vandalismo o absentismo escolar. Si bien es cierto, que la presencia de
conductas violentas supone una gravedad que entroncaría claramente con el término “delito”
y nos pondría en evidencia del peligro en el que se encontraría el adolescente, ya que si
contamos con la influencia de diferentes factores de riesgo personales y sociales asociados, es
muy probable que su comportamiento persista hasta la edad adulta y pueda llegar a ser
condenado, siendo este el primer peldaño de una carrera delictiva. Digamos por tanto, que
pueden existir conductas antisociales sin violencia, que su presencia agravaría el patrón
comportamental y que suelen aparecer en fases avanzadas de su desarrollo, sobre todo en la
adolescencia y principios de la edad adulta (Broidy et al., 2003; Pfeiffer, 2004; Thornberry,
2004; Tremblay, 2001, 2003).
Así, el Cuadro 1.2., integra los aspectos diferenciales y compartidos que puedan existir
entre los diferentes conceptos relacionados con la conducta antisocial. Se considera el
concepto de conducta problema como el más global, que incluye comportamientos
considerados como problemáticos por sus propias características, pero que a su vez pueden
ser clasificados como normativos o propios del desarrollo evolutivo del niño (p. ej. las
pataletas de un niño al separase de los padres, peleas con los compañeros) o, por el contrario,
desviados de la norma. Estos últimos corresponden más bien al concepto social de conducta
desviada, término muy general que incluye tanto comportamientos infrecuentes o molestos
para la mayoría de la sociedad (p. ej., tatuajes o vestimentas de algunos grupos minoritarios),
así como comportamientos que transgreden las normas sociales o violan los derechos de los
demás, correspondiendo finalmente éstos al concepto de conducta antisocial.
Como podemos observar en el Cuadro 1.2., las conductas antisociales pueden cumplir
criterios legales para ser denominadas como delitos (p. ej. robar, vandalismo), pudiendo
cumplir también criterios diagnósticos para ser consideradas como parte de un trastorno
psicopatológico (p. ej. trastorno disocial). Pueden presentarse, a su vez, asociadas a
comportamientos agresivos y/o violentos (p. ej. homicidio, abuso sexual) o no tienen por qué
cumplir ninguna de estas acepciones (p. ej. absentismo escolar). Esta variedad de conceptos
ponen en evidencia la gran heterogeneidad de dichos comportamientos.
Mientras que todos los delitos son considerados conductas antisociales, no todos los
trastornos psicopatológicos conllevan la presencia de dichas conductas. Una conducta
antisocial puede ser delito y formar parte de un trastorno clínico, por ejemplo, la conducta de
robo manifestada dentro de un trastorno disocial. De la misma forma, la conducta antisocial
puede o no presentar conductas agresivas y/o violentas. Por ejemplo, mientras que el robo no
tiene por qué ir unido a dichas conductas, otras como el asesinato o el terrorismo suponen el
extremo máximo en un continuo de violencia. Lo mismo ocurre con las conductas agresivas:
si suponen una transgresión de las normas sociales pueden ser consideradas como antisociales,
pero existe la posibilidad de que estas conductas sean socialmente aceptadas y adaptativas, por lo que habría una serie de comportamientos agresivos que quedarían fuera de dicho
epígrafe (p. ej. agredir físicamente a otro que te ataca en defensa propia o para defender a un
ser querido).
Por lo tanto, tendríamos dentro de las interrelaciones entre estos conceptos, diferentes
subtipos de conductas antisociales. Por un lado, aquellas que son delito y además aparecen
asociadas a un trastorno clínico (p.ej. consumo de drogas en un adolescente con trastorno
negativista desafiante), aquellas que son delitos agresivos y/o violentos (p. ej. violencia
doméstica o maltrato hacia un hermano), aquellas conductas agresivas y/o violentas que
aparecen dentro de un trastorno clínico (p. ej. maltrato físico a los animales por parte de un
adolescente con trastorno disocial) y, finalmente, aquellas que cumplen las tres características,
es decir, son delito, son agresivas y/o violentas y además aparecen dentro de un trastorno
clínico (p. ej. el adolescente con trastorno disocial que maltrata a su pareja).
Por último, quedaría señalar que el concepto de agresión hace referencia no sólo a
conductas agresivas y/o violentas en sí mismas, sino además, a un estado agresivo que tendría
que ver más bien con la presencia de variables de carácter temperamental y que preceden o
potencian la aparición de la conducta agresiva como son la ira, hostilidad y agresividad.
MODELOS Y TEORÍAS EXPLICATIVAS
DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL
2.1. Introducción
A lo largo de la historia, diversas teorías han intentado dar respuestas al por qué de la
delincuencia y cuáles son sus causas. Algunas de ellas se han centrado en configuraciones
biológicas de los individuos, otras han subrayado la importancia de los mecanismos sociales y
otras, en cambio, han llamado la atención sobre características psicológicas o psicosociales.
Estos enfoques han ido dando lugar a distintas teorías a lo largo del tiempo, pero con un éxito
desigual. La supervivencia y la aceptación de cada una de las teorías han tenido que ver con
diversas circunstancias, no sólo con su propia valía científica, sino también con el contexto
social, institucional, académico e ideológico-político en el que aparecían, favoreciendo
determinadas explicaciones y siendo desechadas otras (Romero, 1998).
El estudio de la conducta antisocial o la delincuencia ha vivido, a lo largo de la
historia, intensas fluctuaciones entre el interés manifestado por los factores individuales y los
factores externos o sociales como causas explicativas de dichos comportamientos. Estas
fluctuaciones han sido determinantes para entender la proliferación de determinadas teorías
frente a otras y cómo han ido surgiendo a lo largo del tiempo. Si miramos hacia atrás,
veremos como existió un claro desplazamiento de las variables de interés y metodología a
utilizar, desde lo más Biológico-Psicológico-Psiquiátrico hasta lo más Sociológico. En los
últimos tiempos ha comenzado a surgir de nuevo el interés por los factores biopsicológicos en
la comprensión de la conducta antisocial, apareciendo nuevas teorías que integran variables
de carácter interno o individual a los diferentes contextos de socialización, ya sean a nivel
macro o microsocial.
Ante la dificultad que supone clasificar las teorías existentes, existiría la posibilidad de
organizarlas dentro de un continuo en función del tipo de variables al que recurren a la hora
de explicar la conducta antisocial, yendo, por tanto, desde el polo de lo más “interno o
individual”, que recogería aquellas que parten de un enfoque psicobiológico, hacia el polo
opuesto de lo más “externo o social” con teorías que defienden un enfoque puramente social.
En medio de este continuo se situarían todas aquellas que, alejandose de las posturas
polarizadas, defienden enfoques psicobiosociales, psicosociales y multifactoriales, enfoque
que hoy por hoy, es el que parece explicar de forma satisfactoria la multicausalidad del
comportamiento antisocial (Véase cuadro 2.1.).
A continuación, se describen los principales modelos y teorías explicativas sobre la
génesis y/o mantenimiento de las conductas antisociales. Los factores de riesgo integrados en
estas teorías constituyen los aspectos más relevantes a tener en cuenta, no sólo para la
comprensión y explicación del propio comportamiento antisocial, sino también de cara a su
oportuna prevención e intervención.
2.2. Del enfoque psicobiológico al psicobiosocial
Si comenzamos desde el polo de lo más “interno o individual”, es decir, aquellos
autores que defienden que el comportamiento delincuente o antisocial se explica en función
de la existencia de variables internas al propio individuo, nos encontraríamos primero con
aquellas teorías que integran exclusivamente factores biológicos y psicológicos como
fenómenos explicativos de la conducta antisocial. Dentro de este enfoque psicobiológico, las
teorías más representativas serían las Evolucionistas, la Teoría de la personalidad de
Cloninger (1987) y la Teoría de Eysenck (1964). Si avanzamos en el continuo podríamos
encontrar cómo se va a añadir a los factores internos anteriormente expuestos, la importancia
explicativa de ciertas variables que tienen que ver con los ámbitos de socialización más
importantes, como pueden ser la familia y el contexto educativo-pedagógico. A esta nueva
integración la denominaremos biopsicosocial, que estaría representada junto con la última
reformulación de la Teoría de Eysenck (1983) sobre la conducta antisocial, por la Teoría de
las personalidades antisociales de Lykken (1995) y la Taxonomía de Moffitt (1993).
2.2.1 Teorías Evolucionistas
El punto de partida de estas teorías sobre el estudio de la agresión y la violencia, se
sitúa en la hipótesis de que las diferencias entre hombres y mujeres son más pronunciadas
para aquellos tipos de agresión más extremos. De esta forma, los hombres mostrarían mayor
agresión física que las mujeres mientras que habría una menor diferenciación para la agresión
verbal. Asimismo, los hombres expresarían mayor impulsividad y hostilidad, siendo las
diferencias ostensiblemente menores que para el caso anterior. Para la ira o el enfado apenas
se constataría la existencia de diferencias (Archer et al., 1995).
Esta hipótesis se ha ido constatando ampliamente a través de múltiples estudios que
usan tanto técnicas de auto-informe como experimentales, en los que invariablemente se
muestra la existencia de mayores diferencias para la agresión física que para la verbal (Hyde,
1984). La práctica ausencia de dimorfismo sexual para la ira es además consistente con los
diferentes estudios realizados sobre este tipo de emoción asociada al comportamiento
agresivo (Averill, 1983). Asimismo, datos sobre actos violentos severos también sugieren que
la diferencia sexual está más bien localizada en el grado de escalamiento de las acciones que
siguen a la ira que en la frecuencia con la que el hombre o la mujer llegan a ser agresivos
(Andreu et al., 1998; Archer, 1994).
Acorde al paradigma de la psicología evolucionista y teniendo presente la teoría de la
selección sexual darwiniana (Trivers, 1972), el origen último de la violencia entre hombres
sería optimizar la competición reproductiva entre aquellos varones sexualmente maduros dada,
principalmente, su mayor variabilidad en el éxito reproductivo. De esta forma, se predeciría
una mayor competitividad y toma de riesgos en hombres que en mujeres (Wilson y Daly,
1993), una disminución de las diferencias sexuales en agresión conforme avance la edad de los sujetos y, un aumento de la agresión física en aquellos hombres con pocos recursos físicos
(Archer et al., 1995).
Asimismo, desde esta perspectiva, determinadas circunstancias serían predictoras de la
violencia en el hombre: a) en respuesta a un desafío de la auto-estima o reputación por otros
individuos del mismo sexo (Campbell, 1986; Daly y Wilson, 1988); b) en la búsqueda de
status o reputación en un ambiente competitivo; c) en los celos y posesividad sexual de la
mujer (Daly y Wilson, 1988; Daly, Wilson y Weghorst., 1982) y d) en la disputa por
determinados recursos, especialmente aquellos que son importantes para el status y para la
atracción sexual de individuos del otro sexo (Buss, 1989, 1992; Ellis, 1992; Feingold, 1992).
Por tanto, de forma simplificada, podríamos hablar, siguiendo a Archer et al. (1995), de tres
situaciones básicas que serían predictoras de la agresión en el hombre: auto-estima y
reputación, posesividad sexual y obtención de recursos.
Los planteamientos evolucionistas parten del reconocimiento de que a la conducta
delictiva subyace un sustrato genético o procesos de heredabilidad biológica. Christiansen
(1970) y Cloninger, Segvardsson, Bohman y Von Knorring (1982), basándose en ideas
neodarwinistas, plantean que si hay genes que influyen en la criminalidad es porque ésta
presenta ventajas para la reproducción de la especie y debió tener algún tipo de función
adaptativa para nuestros ancestros (Ellis, 1998).
De esta forma y lejos de pretender desarrollar teorías generales e integradas, los
evolucionistas buscan sentido a la conducta criminal, defendiendo que el delito contribuye de
algún modo, a que los genes puedan transmitirse con éxito a las generaciones futuras y
ofrecen explicaciones para tipos específicos de delito. Por ejemplo, la violación sería un
medio para reproducirse de un modo prolífico (Thornhill y Thornhill, 1992) ya que mediante
tácticas copulatorias forzosas el individuo puede transmitir sus genes sin realizar inversiones a
largo plazo en la crianza de sus hijos. El motivo de los delitos de malos tratos a la pareja
sería la amenaza de la infidelidad, puesto que si la pareja es infiel, el macho corre el riesgo de
criar individuos que no portan sus genes, por tanto, el maltrato aparece como medio de
mantener el acceso sexual exclusivo a su pareja (Smuts, 1993). De la misma forma, el
maltrato infantil y el infanticidio (Belsky, 1993) se darán con más probabilidad si los recursos
son limitados y el sujeto tiene más descendencia de la que pude criar; así dichos actos podrán
conseguir que los esfuerzos de crianza se concentren en un número inferior de sujetos. En
otros casos, el maltrato se puede dirigir hacia los hijos con “desventajas” reproductivas
(anomalías físicas y mentales) y que no serán “buenos” transmisores de la información
genética; o cuando no existe una relación genética entre padres e hijos (hijos adoptivos o
padrastros) se predice una mayor probabilidad de negligencia y malos tratos al niño.
Otros planteamientos evolucionistas intentan explicar la delincuencia en general, sin
centrarse en tipos específicos de delitos. Así, algunas teorías sostienen que el crimen es el
resultado de una competitividad extrema (Charlesworth, 1988), donde las acciones utilizadas
para luchar por los recursos necesarios para nuestra supervivencia pasan a ser consideradas
delictivas.
Una de las teorías evolucionistas más conocidas es la Tª del continuo”r/K” (Rahav y
Ellis, 1990; Rushton, 1995) o del “mating/parenting” (emparejamiento/crianza) (Rowe, 1996).
El concepto de continuo”r/K” se refiere a las estrategias que utilizan los organismos a fin de
reproducirse con éxito. Existe un continuo donde se sitúan todos los organismos animales, lo más próximos al polo “r” se reproducen rápida y abundantemente invirtiendo poco tiempo y
esfuerzo en la crianza de la descendencia, los próximos al polo “K” se reproducen lentamente
y dedican mucho tiempo y energía a la crianza. Las distintas especies se sitúan alo largo de
ese continuo, los humanos seguimos una estrategia tipo “K”, por contra, la criminalidad y la
psicopatía son propias de individuos tendentes a la estrategia “r”, buscando una reproducción
extensa sin dedicar esfuerzos al cuidado de las crías y sin preocuparse por la estabilidad
familiar o económica realizando actos considerados como “delictivos” o “psicopáticos”. La
estrategia “r” es más común en los hombres por ello la teoría predice que la criminalidad será
mayor en los varones. Hipotéticamente las razas donde el tipo “r” es más común, la conducta
antisocial será más probable, lo que explicaría que en sujetos de raza negra se han encontrado
tasas más altas de delitos que en los blancos y en éstos, tasas más altas que en los orientales
(Ellis y Walsh, 1997). Estos temas han sido considerados por sus propios defensores como
ideológicamente “sensibles”(Ellis, 1998) y la imagen “animal” y descarnada que nos
presentan no es precisamente una imagen atractiva o fácil de asumir (Rowe, 1996). Así,
reconocen que aunque exista influencia genética, los genes no “determinan” la conducta de un
modo inevitable. El aprendizaje es fundamental en la configuración del comportamiento
antisocial, aunque es evidente que lo genético determinaría porque unos individuos aprenden
más determinadas conductas y no otras.
Los bioevolucionistas a pesar de admitir que sus teorías son demasiado nuevas para
poder determinar su validez (Ellis, 1998), proporcionan explicaciones que pueden permitir
generar nuevas hipótesis para la predicción del crimen.
2.2.2. Teoría Tridimensional de Personalidad de Cloninger
Cloninger (1987) postula la existencia de tres dimensiones de la personalidad, cada
una de las cuales estaría definida según un neurotransmisor específico presente en las vías
neuronales del sistema cerebral. Estas dimensiones de personalidad se pueden presentar en
diferentes combinaciones en los seres humanos y estar genéticamente determinadas dando
cuenta, por lo tanto, de la organización funcional que subyace a la personalidad de cada
individuo. Dichas dimensiones son: la búsqueda de novedad, la evitación del daño y
dependencia de la recompensa.
La búsqueda de la novedad sería una tendencia genética hacia la alegría intensa o la
excitación como respuesta a estímulos nuevos o a señales de potenciales premios o
potenciales evitadores del castigo, los que guiarían a la frecuente actividad exploratoria en la
búsqueda incesante de potenciales recompensas así como también la evitación activa de la
monotonía y el castigo potencial.
La evitación de la daño sería una tendencia hereditaria a responder intensamente a
señales de estímulos aversivos, de allí que el sujeto aprende a inhibir conductas para evitar el
castigo, la novedad y la no gratificación frustradora. Si el evento es conocido, el individuo va
a dar una respuesta, pero si es desconocido para él, la respuesta será interrumpida. En otras
palabras, esta dimensión involucra al sistema de inhibición conductual que actúa
interrumpiendo las conductas cuando se encuentra algo inesperado. Las vías neuronales
implicadas en este sistema presentan como neurotrasmisor principal la serotonina. El aumento
en la actividad serotoninérgica inhibe también la actividad dopaminérgica, ya que ambas
áreas están interrelacionadas. De este modo, se puede apreciar que al inhibir conductas, ya sea frente a castigos o a recompensas frustradas, disminuyen también las actividades exploratorias
de los individuos.
La dependencia de la recompensa sería la tendencia heredada a responder
intensamente a señales de gratificación, particularmente señales verbales de aprobación social,
sentimentalismo y a mantener o resistir la extinción de conductas que previamente hayan sido
asociadas con gratificación o evitación del castigo. En otras palabras, el sujeto responde
intensamente a señales de recompensa tales como aprobación social, afecto, ayuda y se resiste
a la extinción de conductas que previamente han sido asociadas a recompensas o al alivio del
castigo.
Esta resistencia a la extinción es postulada como un aprendizaje asociativo del sistema
cerebral, el cual es activado por la presentación de un refuerzo o al alivio de un castigo,
posibilitando así la formación de señales condicionadas. La norepinefrina o noradrenalina es
el principal neuromodulador en los procesos de aprendizajes asociativos, ya que una
disminución en la liberación de noradrenalina interrumpe la posibilidad de crear nuevas
asociaciones, inhibiendo el proceso de condicionamiento entre estímulos y respuestas.
Los individuos que presentan altos índices en búsqueda de novedad y niveles
promedios en las otras dos dimensiones se caracterizan por ser impulsivos, exploratorios,
excitables, volubles, temperamentales, extravagantes, y desordenados. Ellos tienden a
comprometerse rápidamente en nuevos intereses o actividades, sin embargo se distraen o
aburren con facilidad de las mismas. También, están siempre listos para pelear. En contraste,
individuos que presentan bajos índices en búsqueda de novedad y niveles promedios en las
otras dos dimensiones se caracterizan por ser lentos en comprometerse con nuevas actividades
y a menudo, se vuelven preocupados por los detalles y requieren un considerable tiempo de
reflexión antes de tomar decisiones. Ellos son descritos como típicamente reflexivos, rígidos,
leales, estoicos, de temperamento lento, frugales, ordenados, y perseverantes, rasgos
característicos de los sujetos pasivo- dependientes o de personalidad ansiosa (Tipo I).
En base a estas dimensiones, el autor establece dos grandes tipos de personalidad, el
Tipo I y el Tipo II, que aunque dicha clasificación se ha dirigido básicamente para explicar el
alcoholismo, es aplicable a cualquier problema antisocial o delincuente. Así, el Tipo II, estaría
asociado con rasgos característicos de los individuos con personalidad antisocial (Cloninger,
1987), de tal forma que haciendo referencia a la tríada dimensional propuesta,
encontraríamos:
a) Alta búsqueda de novedad, es decir, individuos impulsivos, exploradores, excitables,
desordenados y distraídos.
b) Baja evitación del daño, es decir, individuos confiados, relajados, optimistas,
desinhibidos, energéticos y descuidados.
c) Baja dependencia a la recompensa, es decir, individuos socialmente desapegados,
emocionalmente fríos, prácticos, tenazmente dispuestos e independientes.
2.2.3. Teoría de la personalidad delictiva de Eysenck
entro de las aproximaciones psicobiológicas, destacaría la Teoría de la personalidad
delictiva de Eysenck, quien basándose en los principios generales de su teoría de la
personalidad, intenta dar una explicación de la conducta antisocial. Eysenck (1964) asume que las conductas infractoras de las normas sociales son una derivación natural del hedonismo
humano, por tanto, lo que sería necesario aprender sería el comportamiento convencional. Así,
a lo largo del desarrollo del individuo, se producirán múltiples asociaciones entre la infracción
de normas y la administración de castigo por parte de padres, profesores, iguales y otros
agentes de socialización. Por condicionamiento clásico la persona aprenderá a contener su
tendencia a la transgresión y evitará esos comportamientos. Sin embargo, habrá sujetos cuyo
condicionamiento sea lento y débil, presentando por tanto más dificultades para que aparezca
la “conciencia social” y que ejerza como fuerza disuasoria de la conducta desviada o
antisocial. Así, los sujetos introvertidos (personas reservadas, tranquilas, pacientes y fiables),
debido a su mayor nivel de activación corticorreticular, mostrarán una mayor
condicionabilidad e interiorizarán con mayor facilidad las pautas de conducta convencionales.
Por contra, los extravertidos (seres sociables, excitables, impulsivos, despreocupados,
impacientes y agresivos), serán más propensos a realizar comportamientos antinormativos,
por ser mas difíciles de condicionar.
Además, el sujeto extravertido se caracterizará por el deseo de correr riesgos y de
experimentar fuertes emociones, que podrían estar en la base de los comportamientos
delictivos de muchos jóvenes. Por tanto, existiría una relación positiva entre extraversión y
conductas desviadas.
La dimensión de neuroticismo (preocupación, inestabilidad emocional y ansiedad)
también jugaría un importante papel en la conducta delictiva ya que actuaría como impulso,
multiplicando los hábitos conductuales adquiridos de los extravertidos o introvertidos. Así un
alto grado de neuroticismo en los extravertidos reforzaría su conducta antisociales mientras
que en los introvertidos contribuiría a mejorar su socialización.
Finalmente, tras la integración del psicoticismo a su teoría de la personalidad,
postulará que los delincuentes puntuarán también alto en esta dimensión, ya que sus
características de frialdad afectiva, hostilidad, insensibilidad y despreocupación conllevarán a
una mayor probabilidad de violar las normas sociales. Por tanto, un delincuente tenderá a ser
un individuo con altas puntuaciones en las tres supradimensiones. Asimismo, no hay que
olvidar que dichas dimensiones tienen una importante carga biogenética, por lo que la
delincuencia se verá también influenciada por la herencia biológica.
Aunque es evidente que la teoría de Eysenck parte de un enfoque psicobiológico, más
tarde reconocerá la importancia del componente contextual del individuo, definiendo él
mismo a su modelo explicativo de la delincuencia como “biopsicosocial” (Eysenck, 1983).
Estudios posteriores realizados en España intentan confirmar la teoría de Eysenck,
encontrando que la variable psicoticismo (muy relacionada con la necesidad de estimulación)
aparece más asociada al delito que la variable extraversión, mientras que la variable
neuroticismo parece no tener relación con la delincuencia (Carrillo y Pinillos, 1983; Pérez,
1984; Pérez et al., 1984; Valverde, 1988). Además, Pérez (1984) encuentra que personas que
tuvieran una alta necesidad de estimulación, junto con poca susceptibilidad al castigo
(personas extravertidas tal y como indican Barnes 1975; Eysenck, 1976; Lynn y Eysenck,
1961; Schallin, 1971), serían más susceptibles a cometer conductas antisociales. No obstante,
García-Sevilla (1985) concede mayor importancia a la baja susceptibilidad al castigo, puesto
que la necesidad de estimulación sería una consecuencia de una baja sensibilidad al castigo.
2.2.4. Teoría de las personalidades antisociales de Lykken
A pesar de ser conocido por sus trabajos pioneros en la psicofisiología de los
delincuentes y haber desarrollado un modelo donde la dotación biológica es fundamental,
pretendiendo reconocer la importancia de la herencia biológica en la determinación de nuestra
conducta, plantea que para tener un comportamiento adaptado a las normas sociales también
es necesario un proceso de socialización que nos inculque hábitos adaptados a las reglas. Este
proceso dependerá por tanto de dos factores: las prácticas educativas de los padres (que han
de supervisar la conducta del niño castigando las desviadas y estimulando las alternativas) y
las características psicobiológicas heredadas que faciliten o dificulten el proceso de
adquisición de normas. Esta interacción conducirá a una socialización satisfactoria o, por
contra, a un comportamiento delictivo.
Así, Lykken (1995) distingue dos tipos de delincuentes: los sociópatas y los
psicópatas. Los primeros son los más numerosos dentro de las personalidades antisociales y
son el resultado de una disciplina parental deficitaria. El sustrato biológico del individuo es
normal, pero la incompetencia de los padres impide la adquisición de normas sociales. Los
psicópatas, por el contrario, son individuos que por su configuración psicobiológica son
difíciles de socializar, incluso con padres habilidosos y competentes.
Las características psicobiológicas que dificultan la socialización según el autor serían:
la impulsividad, el afán por el riesgo, la agresividad y, sobre todo, la falta de miedo. El pilar
fundamental de la socialización es el castigo de las conductas desviadas; si el sujeto tiene
“impulso” de cometerla sentirá miedo y se abstendría de realizarla. Pero si el sujeto es poco
propenso a sentir miedo no se producirá el aprendizaje de las normas. Lykken recoge una
amplia evidencia experimental que avala la “falta de miedo” en los psicópatas. Su propuesta
enlaza con los trabajos que ponen de relieve las dificultades de los delincuentes en ciertas
tareas del aprendizaje (Eysenck, 1964; Newman y Kosson, 1986). Por su dotación genéticobiológica,
ciertos sujetos tienen dificultad para aprender del castigo y su socialización
fracasará. De la misma forma, Lykken insiste en la importancia de la prevención, proponiendo
la necesidad de que los padres deben ser educados adecuadamente, sobre todo cuando los
niños son “difíciles” y han de estar preparados para crear vínculos afectivos fuertes con sus
hijos, supervisar sus conductas y ser consistentes en su educación. Un proceso de
entrenamiento previo a la paternidad y la articulación de un sistema de "permisos”
prevendrían el desarrollo de personalidades antisociales.
2.2.5. Teoría de la Taxonomía de Moffitt
La presente teoría intenta explicar la relación que existe entre edad y delincuencia. A
pesar de que dichos comportamientos se manifiestan con cierta estabilidad en los individuos,
lo cierto es que también podemos observar como las cifras delictivas se “disparan” al llegar a
la adolescencia y decrecen posteriormente. Para explicarlo, Moffitt (1993) señala que existen
delincuentes “persistentes” e individuos con una delincuencia “limitada a la adolescencia”.
Ambos tipos de delincuencia responden a causas diferentes, desarrollando dos teorías
complementarias.
En cuanto a la delincuencia “persistente”, sus orígenes se sitúan en etapas tempranas
de la vida. Una combinación de características personales o psicobiológicas (déficits
neuropsicológicos -irritabilidad, hiperactividad, impulsividad-, problemas perinatales, - malnutrición en el embarazo, exposición a agentes tóxicos, complicaciones en el parto-, y
factores genéticos) y del contexto educativo-pedagógico, actuarían como motor de la
conducta antisocial. Esto hace que los niños sean difíciles de educar, incluso en los ambientes
más favorables. Las características de padres e hijos aparecen correlacionadas iniciándose un
proceso de interacción recíproca entre un niño vulnerable y un ambiente adverso. Así el
aprendizaje de las normas se vería dificultado y el individuo desarrollaría conductas
socialmente inadaptadas, produciéndose además un efecto “acumulativo”. Moffitt considera
que el síndrome de conducta antisocial “persistente” puede ser considerado como una forma
de “anormalidad” psicopatológica.
En cuanto a la delincuencia “limitada a la adolescencia” se considera como un
comportamiento normal, no patológico. Frecuentemente se produce en individuos sin historia
previa de conducta antisocial. Este tipo de comportamientos se consideran un fenómeno
prácticamente normativo, que no tiene relación con las características personales del
individuo y que desaparece progresivamente a medida que el individuo va accediendo a los
roles adultos.
De esta forma, Moffitt introduce una interesante taxonomía que insta a examinar la
delincuencia desde una perspectiva evolutiva y que muchos autores han comenzado a
aplicarla en sus estudios sobre la delincuencia (Mazerolle et al., 1997; Raskin, White y Bates,
1997).
2.3. Del enfoque sociológico al psicosocial
Si comenzamos por el polo opuesto del continuo de lo más “externo o social”,
partiendo de la idea de que la conducta antisocial se genera siempre dentro de un contexto
social determinado, nos encontraríamos con el enfoque sociológico, que explicaría el
comportamiento antisocial en función exclusivamente de la influencia de variables externas al
individuo o relativas a su mundo social, centrándose básicamente en los factores
macrosociales o más lejanos al individuo y minimizando, por tanto, el papel de los factores
biológicos y psicológicos en la aparición de la conducta antisocial. Las Teorías Ecológicas o
la Tª de la Anomia serían claros ejemplos del enfoque sociológico. Sin embargo, poco a poco
las teorías van a ir introduciendo la importancia de las variables psicológicas para poder
explicar porqué ante situaciones y contextos similares, no todos los individuos desarrollan
comportamientos antisociales ni son de la misma gravedad o persistencia, dando lugar a un
nuevo enfoque denominado psicosocial.
Dentro del enfoque psicosocial, habría teorías que priorizando lo social frente a lo
psicológico, desplazan su interés de estudio desde los factores macrosociales o más lejanos al
individuo, como la comunidad, el estatus socioeconómico o la desorganización social (p. ej.,
Tª de asociación diferencial, Tª de las subculturas y la Tª de la desigualdad de oportunidades)
hacia los más próximos o microsociales como pueden ser la familia, el colegio y el grupo de
iguales (p.ej., Modelo integrador de Elliott, Modelo del desarrollo social de Catalano y
Hawkins, Modelo de coerción de Patterson, Tª integradora de Farrington). Otras, sin embargo,
priorizan lo psicológico frente a lo social (p.ej., Tª del autorrechazo de Kaplan, Tª del
autocontrol de Gottgredson y Hirschi, Tª de la Tensión frustración de Agnew y la Tª de la
acción razonada de Fishbein y Azjen) y por último, otras defenderán una postura más
integradora y multicausal (p.ej., Tª interaccional de Thornberry y la Tª de la conducta
problema de Jessor y Jessor).
Así, el grupo de teorías que se describen a continuación van a situarse dentro del
continuo en función de: a) el grado de importancia que concedan a las variables psicológicas
para desarrollar comportamientos antisociales, comenzando así por las más sociológicas y
terminando por las más psicosociales; b) si consideran, en mayor o menor medida, que la
conducta antisocial se debe a los procesos deficientes de socialización de los individuos
dentro de los ámbitos macrosociales como son la comunidad, las estructuras de control social
o la propia desorganización social o, por el contrario, son los ámbitos microsociales como la
familia, la escuela o las amistades las que guían incorrectamente la socialización del
individuo; y por último, c) si defienden la multicausalidad de la conducta antisocial (véase
Cuadro 2.1.) .
Si tenemos en cuenta que el fin último de la investigación dentro de este área es poder
llegar a prevenir dichos comportamientos, va a ser desde el enfoque psicosocial de donde
partan las principales teorías explicativas que van a servir de base tanto para el desarrollo de
investigaciones como para la elaboración de los principales programas de intervención, ya
que, y aun considerando la importancia que puedan tener los factores biológicos, a nivel
práctico, los programas preventivos trabajan básicamente con variables modificables tanto
psicológicas o individuales como sociales y, dentro de estas últimas, las relativas a los
ámbitos más inmediatos de interacción del joven o adolescente, los llamados “microsociales”
(familia, colegio y grupo de iguales). Es precisamente desde este enfoque psicosocial
multifactorial del que partirá la presente investigación.
2.3.1. Teorías ecológicas
El exponente más claro de las teorías ecológicas lo constituye la Escuela de Chicago,
fundada por Robert E. Park, que se caracterizó por estudiar la criminalidad desde una
perspectiva ecológica y puramente social, relacionando el fenómeno criminal con la estructura
social en la que se desenvuelve y en función del ambiente que le rodea (cit. en Vázquez,
2003).
Las teorías ecológicas parten de la idea de que la ciudad “produce” delincuencia. En el
seno de la gran urbe, existen zonas o áreas muy definidas donde ésta se concentra. Explican el
efecto criminógeno de la gran ciudad acudiendo a los conceptos de desorganización y
contagio inherentes a los modernos núcleos urbanos y, sobre todo, invocando al
debilitamiento del control social que en éstos tiene lugar. El deterioro de los grupos primarios
(familia), la modificación cualitativa de las relaciones interpersonales que se tornan
superficiales, la alta movilidad y consiguiente pérdida de arraigo al lugar de residencia, la
crisis de los valores tradicionales y familiares, la superpoblación, la tentadora proximidad a
las áreas comerciales e industriales donde se acumula riqueza y el mencionado debilitamiento
del control social crean un medio desorganizado y criminógeno (García-Pablos, 2001).
Uno de los principales trabajos que asume el esquema ecológico fue el desarrollado
por Burgess (cit. en Vázquez, 2003), con la idea central de la hipótesis zonal, donde analiza la
delincuencia en la ciudad de Chicago, EE.UU. Se postula la división de la ciudad en zonas
concéntricas: en el interior se encontraría la zona de negocios y alrededor de ésta la zona de
transición donde aparecerían fábricas, suburbios y el barrio chino. La tercera zona estaría
compuesta por gente trabajadora y alrededor de éstos aparecerían las dos últimas zonas con
cada vez más hogares fuera del alcance de los suburbios. Según Burgess, el área de transición
sería la zona de mayor desorden y potencialmente más delincuente, ya que presenta graves carencias de integración por la constante llegada de inmigrantes de diferentes culturas y,
donde los niños en particular, tienen dividida su lealtad entre sus costumbres de procedencia y
su nuevo hogar.
En esta línea, Shaw y McKay (1972) concluyen que el ser delincuente no radica en la
existencia de diferencia individuales, sino en las características diferenciales de los barrios
donde viven, ya que demuestran que las tasas de delincuencia descienden en función directa
al distanciamiento del centro de la ciudad y su zona industrializada, incrementándose cuanto
más nos aproximamos a aquellos. Los autores se centran en que los barrios en los que hay un
índice mayor de delincuencia acogen otros problemas como son la invasión de industrias,
inmigración, desempleo, enfermedades o edificios deteriorados. Estos barrios están
desorganizados socialmente y los jóvenes contactan con grupos delictivos organizados que les
implican en sus actividades; aprendiendo, de esta forma, técnicas de actuación y actitudes
propias de los miembros de esos grupos antisociales. Desde esta perspectiva, para los autores
la solución al problema de la criminalidad, no reside en tratamientos individualizados a los
delincuentes, sino en apuntalar el tradicional control social en los barrios desorganizados para
lograr su estabilización.
2.3.2. Teoría de la anomia
Partiendo de un enfoque social, Durkheim (1897) es el primero en utilizar el término
de anomia para referirse al delito, si bien es cierto que no llegó a desarrollar una teoría
completa del mismo. Este concepto expresa las crisis, perturbaciones de orden colectivo y
desmoronamiento de las normas vigentes en una sociedad (el orden social), debido a la
transformación o cambio social producido súbitamente. Lo que se pone de relieve es que en la
sociedad actual, debido a los progresos económicos, se producen una serie de crisis
económicas que alteran la armonía social, produciendo unos bruscos cambios y desajustes
sociales que dejan a muchos individuos sin un soporte en que apoyarse, así como sin metas
que alcanzar, haciendo que el individuo se sienta perdido, desorientado y sin referencias. Es
entonces cuando se produce el estado de anomia, que lleva al suicidio o la criminalidad. Por
tanto, la anomia es un fenómeno social que debido a la falta de regulación suficiente, empuja
a los individuos a la desintegración y al no conformismo y, en último término, al delito.
La teoría de la anomia tuvo un mayor desarrollo con Merton (1972) y su teoría de la
estructura social y de la anomia. Aunque parte de los conceptos de Durkheim, para Merton la
anomia no es sólo un derrumbamiento o crisis de los valores sociales o normas por
determinadas circunstancias sociales, sino, ante todo, el síntoma o expresión del vacío que se
produce cuando los medios socioestructurales existentes no sirven para satisfacer las
expectativas culturales de una sociedad. Por lo tanto, la conducta irregular puede considerarse
sociológicamente como el síntoma de la discordancia entre las expectativas culturales
preexistentes y los caminos o vías ofrecidos por la estructura social para satisfacer aquéllas.
Dicha discordancia fuerza al individuo a optar por cinco de las vías existentes: conformidad,
innovación, ritualismo, huida del mundo o rebelión (todas ellas, excepto la primera, son
constitutivas de comportamientos desviados). La elección vendrá condicionada por el grado
de socialización y el modo en que interiorizó los correspondientes valores y normas.
Lo más reseñable del análisis teórico de Merton es la posible explicación de las
correlaciones entre variables como la delincuencia y pobreza. La pobreza traería consigo la
limitación de oportunidades, pero ambas no serían suficientes para explicar la delincuencia.
Es la asociación de las limitaciones generadas por la pobreza, que dificultan la competición
por los valores culturales, la que, junto a la importancia cultural del éxito como meta
predominante, fomentan una conducta delictiva.
La teoría de Merton ha presentado muy a menudo evidencias empíricas poco
favorables, a pesar de que muchos estudios han intentado relacionar la delincuencia y la
disparidad entre aspiraciones y expectativas (Elliott y Voss, 1974; Liska, 1971). Además la
teoría tradicional de la anomia, con su énfasis en los determinantes socioestructurales (clase
social) se ha enfrentado a muchos estudios en los que la relación entre clase y delincuencia
era, cuando menos, controvertida. De la misma forma, la teoría ha sido incapaz de explicar
también la delincuencia que surge a menudo en las clases medias o por qué ciertos individuos
que viven la anomia o “tensión” estructural delinquen mientras que otros no lo hacen.
2.3.3. Teoría de la asociación diferencial
Sütherland (1947) considera que se puede llegar a ser delincuente según el ambiente
en que uno se haya desarrollado. Su teoría de la asociación diferencial, llamada también de
los contactos diferenciales, postula que el comportamiento desviado o delincuencial, al igual
que el comportamiento normal o social, es aprendido. Las personas al vivir en sociedad se
relacionan continuamente con otras personas, pudiendo convivir y relacionarse más a menudo
con personas favorables a la ley o, por el contrario, con personas que violan y fomentan la
violación de la misma.
De acuerdo con Sütherland, un joven se volvería delincuente o tendría más
posibilidades de serlo cuando las actitudes positivas frente al comportamiento desviado
superan cuantitativamente a los juicios negativos hacia el mismo, es decir, cuando haya
aprendido más a violar la ley que a respetarla.
Las asociaciones y contactos diferenciales del individuo pueden ser distintos según la
frecuencia, duración, prioridad e intensidad de los mismos. Lógicamente, unos contactos
duraderos y frecuentes deben tener mayor influencia que otros fugaces u ocasionales, del
mismo modo que el impacto que ejerce cualquier modelo en los primeros años de la vida del
hombre suele ser más significativo que el que tiene lugar en etapas posteriores; y que el
modelo es tanto más convincente para el individuo cuanto mayor sea el prestigio que éste
atribuye a la persona o grupos cuyas definiciones y ejemplos aprende (García-Pablos, 2001).
Por tanto, los jóvenes delincuentes serían miembros “sanos” de una “sociedad enferma” que
simplemente han estado expuestos a un estilo de vida delictivo.
La teoría de la asociación diferencial propone el aprendizaje de la conducta criminal
en interacción con otras personas mediante un proceso de comunicación. Al pasar los jóvenes
la mayor parte del tiempo con su gente íntima aprenderán progresivamente a ser delincuentes
a través de la intercomunicación. El aprendizaje del comportamiento criminal implicaría no
sólo técnicas para la realización del mismo, sino la modulación de motivos, impulsos, razones
y actitudes.
El proceso de aprendizaje del comportamiento criminal surgiría por la asociación con
modelos criminales y no criminales, conllevando todos los mecanismos necesarios en
cualquier proceso de aprendizaje y provocando la adquisición de un exceso de definiciones
favorables a la violación de la ley. En cualquier caso, aunque el comportamiento criminal es una expresión de necesidades y valores generales, los motivos y necesidades generales no
explicarían por completo el comportamiento criminal.
En síntesis, para este autor, la asociación diferencial con grupos antisociales o no
antisociales, sería la única posible explicación del comportamiento criminal. Obviamente,
esto es muy criticable por su marcado carácter reduccionista, y así el propio Sütherland señaló
posteriormente que su teoría incumplía, entre otras cuestiones, algunas consideraciones de
oportunidad para cometer actos delictivos (Binder, Geis, y Bruce, 2001).
2.3.4. Teoría de las subculturas
Cohen (1955) define las subculturas como aquellas estructuras que forman los grupos
dentro de la sociedad y que se apartan o rechazan mayoritariamente la moralidad y ética de la
mayoría. Para Cohen, la pandilla o banda de delincuentes sería un ejemplo claro de
subcultura criminal, ya que las pandillas de delincuentes juveniles se reclutarían a base de
muchachos frustrados por su procedencia de una clase social trabajadora. Al darse cuenta
estos muchachos de su categoría inferior y entendiendo como exagerado el esfuerzo que se
requiere para pasar a un estilo de vida de clase media, pueden reaccionar, repudiando los
valores y pertenencias de la clase media. Así, aquel joven que no destaca entre los más
“respetables” se autoafirma entre los antisociales mediante conductas de agresión y
vandalismo. La escuela es el lugar donde muchos jóvenes de clase baja obtienen malos
resultados, relacionándose finalmente este rendimiento con la delincuencia. El joven de clase
baja formaría la subcultura en búsqueda de reducir su frustración, obteniéndose un mayor
autoconcepto a través de la adquisición de valores antisociales.
Para Cohen, el joven inadaptado podría optar por tres alternativas: a) incorporarse al
ámbito cultural de sus compañeros de clase media, pese a su inferioridad en condiciones; b)
integrarse en la cultura de otros jóvenes de la calle, renunciando a posibles aspiraciones más
elevadas; y c) integrarse en una subcultura delincuente.
Por tanto, las subculturas se formarían al existir un número de personas con similares
problemas de adaptación para los cuales no habría soluciones institucionalizadas ni tampoco
grupos de referencia alternativos que les dotasen de otro tipo de respuestas. En estos términos,
es probable que si las circunstancias lo favorecen, estas personas “desorientadas”, acaben por
encontrarse y unirse, creando una subcultura nueva que sirva de solución para sus problemas
de adaptación social.
La subcultura opera como evasión a la cultura general o como reacción negativa frente
a la misma; es una especie de cultura de recambio que ciertas minorías marginadas,
pertenecientes a las clases menos favorecidas, crean dentro de la cultura oficial para dar salida
a la ansiedad y frustración que padecen al no poder participar, por medios legítimos, de las
expectativas que teóricamente a todos ofrece la sociedad. La vía criminal sería un mecanismo
sustitutivo de la ausencia real de vías legitimas para hacer valer las metas culturales ideales
que la misma sociedad niega a las clases menos privilegiadas (García-Pablos, 2001).
2.3.5. Teoría de la desigualdad de oportunidades
Esta teoría supone, en cierto modo, una combinación de las teorías de la anomia, de la
asociación diferencial y de las subculturas. Cloward y Ohlin (1960) admiten la existencia de profundas desigualdades entre las diversas clases sociales a la hora de acceder legítimamente
a metas cultural y socialmente aceptadas. En respuesta a esta frustración, los miembros de los
grupos más deprimidos se servirían de medios ilegítimos para conseguir sus objetivos. La
innovación más importante aportada por estos autores es la de considerar que los jóvenes no
acceden de la misma forma a los medios ilegítimos. La adquisición de un rol o papel
conformista o desviado estará determinado por una variedad de factores, como la posición
económica, la edad, el sexo, la raza o la personalidad.
Sólo en aquellos barrios en que el crimen aparece de forma estable e institucionalizado
habría un campo fértil de aprendizaje para los jóvenes. Así, distinguen tres tipos de
subculturas delincuentes según los diferentes tipos de barrios de clase baja:
a) Subcultura criminal: Suele aparecer en barrios de clase baja relativamente estables,
en los que las conductas antisociales son aceptadas como algo normal.
b) Subcultura del conflicto: Suele aparecer en barrios menos estables. Se promueve el
uso de la violencia para acceder a un estatus privilegiado.
c) Subcultura de la retirada o abandono: Hay individuos que fracasan en las dos
estructuras posibles de oportunidades, legítimas e ilegítimas. Se eligen formas de vida
alternativas a las de su comunidad alrededor de las drogas, el alcohol u otras formas de
evasión.
Quizás, la dificultad más grave de la teoría radica en que no explica porqué solo un
pequeño segmento de los jóvenes de clase social baja recurren a la delincuencia, ya que las
menores oportunidades legítimas afectan a todos los miembros de esa clase (Garrido, 1987).
2.3.6. Teoría de las técnicas de neutralización
Matza y Sykes (cits. en Vázquez, 2003) proponen como solución a las discrepancias
entre la teoría de la asociación diferencial y la de las subculturas, la teoría de las “técnicas de
neutralización”. Para Matza (1964), los delincuentes juveniles no son completamente
diferentes de los demás jóvenes ni están en absoluto alejados del orden social dominante. La
mayor parte del tiempo actúan de acuerdo a la normativa imperante. En este sentido, la
delincuencia, en su mayor parte, sería trivial y ocurriría usualmente en el período entre la
infancia y la edad adulta cuando la aceptación por un grupo social o generacional se considera
importante. Junto con los valores convencionales sociales, existirían unos valores
subterráneos que son aquellos hacia los que los jóvenes delincuentes tenderían a actuar.
La teoría de la neutralización recibe su nombre debido a que los jóvenes descubren la
inconsistencia y vulnerabilidad de las leyes imperantes, que implícitamente contienen sus
propias formas de neutralización. Por lo tanto, los jóvenes delincuentes lo que aprenderían
serían ciertas técnicas capaces de neutralizar los valores convencionales, racionalizando y
autojustificando así la conducta desviada de los patrones de las clases medias.
Según señalan los autores, dichas técnicas de autojustificación son genuinos
mecanismos de defensa con los que el infractor neutraliza su complejo de culpa, autojustifica
y legitima su conducta y mitiga la respuesta social. Las principales técnicas de neutralización
serían: la exclusión de la propia responsabilidad, la negación de la ilicitud y nocividad del
comportamiento, la descalificación de quienes han de perseguir y condenar a éste, la apelación a la supuesta inexistencia de víctimas del mismo y la invocación a instancias y
móviles superiores (García-Pablos, 2001).
2.3.7. Teoría del control o arraigo social
Esta teoría distingue entre el control ejercido desde las fuentes externas al individuo y
el control ejercido por el propio individuo (Hirschi, 1969). El primero de los agentes de
control es el social y, el segundo, el autocontrol (teoría que más tarde desarrollará Gottfredson
y Hirschi, 1990). La sociedad ejerce presión sobre sus miembros a través de modelos de
conformidad. El control social es el mecanismo para frenar y evitar la comisión de actos
delictivos y antisociales. Aquellos sujetos que no tienen vínculos sociales presentarán una
mayor predisposición a delinquir que aquellos que presenten un fuerte arraigo social.
Hirschi (1969) considera cuatro variables o formas de control, representadas por un
fuerte vínculo social, que explican la conducta conforme a las normas sociales:
a) Afecto: Se desarrolla mediante una interacción íntima y continuada, poniendo en
evidencia la medida en que los padres o profesores supervisan el comportamiento de
los hijos, así como el grado en que se comunican adecuadamente con ellos. El vínculo
afectivo es más importante que el contenido específico del aprendizaje resultante del
mismo.
b) Compromiso: Es el grado mediante el cual los propios intereses individuales han
sido invertidos en determinadas actividades fijas o establecidas. Sería la
racionalización del cálculo de las potenciales ganancias o pérdidas que los individuos
registran al realizar un conducta antisocial.
c) Participación: Se supone que muchas personas se comportan de acuerdo a la ley por
falta de oportunidades de hacerlo de otra forma. La delincuencia juvenil podría
prevenirse ayudando a los jóvenes a estar ocupados y fuera de las calles. En este
sentido, la participación, considerada como un “desgastador” natural de tiempo y
energía, supone un buen agente de control social.
d) Creencia: Vínculo ideológico asociado a los valores y normas que cuentan con el
respaldo social. Las creencias personales no son interiorizadas a no ser que haya un
refuerzo social constante.
Así, Hirschi resalta la importancia de dos sistemas convencionales de control social, a
través de los cuales los adolescentes pueden desarrollar adecuadamente sus vínculos con la
sociedad: la familia y la escuela. El cariño y afecto hacia los padres, así como ser un buen
estudiante, fortalece su moral y hará menos probable la comisión de delitos.
La aplicación de esta teoría supone que mejorando el arraigo social de los jóvenes
(apego a los padres, compromiso con valores prosociales, participación en actividades
prosociales y fortalecimiento de las creencias morales) se logrará una reducción del
comportamiento delictivo de los jóvenes. La teoría de Hirschi cuenta en la actualidad con un
apoyo empírico considerable.
2.3.8. Teoría del aprendizaje social de Bandura
Las teorías del aprendizaje explican la conducta delictiva como un comportamiento
aprendido, ya sea basándose en el condicionamiento clásico, el operante o el aprendizaje
observacional.
El aprendizaje observacional supera, en general, las limitaciones impuestas por el
condicionamiento clásico y el operante; que aunque podían explicar la génesis y el
mantenimiento de algunas conductas delictivas, presentan notables dificultades para explicar
la totalidad de dichas conductas (la aparición de respuestas que no existen previamente en el
repertorio conductual de los sujetos).
La teoría del aprendizaje social (Bandura, 1969, 1977) parte de que el sujeto puede
aprender nuevas conductas mediante la observación de modelos, ya sean reales o simbólicos;
representando una vía rápida y efectiva en la adquisición de las múltiples y complejas
conductas que el ser humano es capaz de exhibir. El modelado jugaría un papel importante en
el aprendizaje y ejecución de las conductas delictivas. Consecuentemente, los niños y
adolescentes aprenderían primordialmente aquello que observan en sus padres, maestros,
compañeros, personajes de la televisión o cualquier otro modelo significativo.
Para Bandura (1969), son tres las fuentes importantes de aprendizaje de la conducta
agresiva: a) la influencia familiar, que sería la principal fuente de aprendizaje de la agresión,
modelándola y reforzándola; b) las influencias subculturales, que son los determinantes
provenientes del lugar donde reside una persona, así como los contactos que tiene con la
propia subcultura y, c) el modelado simbólico, que haría referencia al aprendizaje por
observación de modelos reales y/o de imágenes, palabras y acciones agresivas y amorales a
través de los medios de comunicación social.
Para Feldman (1978), añadiendo la participación conjunta de factores cognitivos y
situacionales a las consideraciones del aprendizaje social, postula que no sólo se aprenderían
conductas delictivas por observación de modelos, sino que existirían una serie de aspectos
cognitivos moduladores que influirían sobre el aprendizaje vicario. Así, modularían al
aprendizaje por observación factores tales como los valores, la consolidación de actitudes y
los procesos de atribución.
Más recientemente, Bandura (1986) redenomina a la teoría del aprendizaje social bajo
el nombre de teoría cognitiva social, sosteniendo la existencia de una interacción recíproca
entre las influencias ambientales externas, la conducta y los factores personales y cognitivos,
donde el concepto de “autoeficacia” o percepciones que tiene el individuo de sobre su
capacidad de actuar, adquiere un papel central como elemento explicativo de la adquisición,
mantenimiento y cambio de la conducta.
2.3.9. Teoría de la anticipación diferencial
Glaser (1979) postula un modelo teórico que integra elementos de la teoría de la
asociación diferencial (Sütherland, 1947), de la teoría de la desigualdad de oportunidades
(Cloward y Ohlin, 1960) y la del control diferencial (Hirschi, 1969). Todo ello en un marco
de elementos derivados de la propia teoría del aprendizaje social de Bandura (1969, 1977).
Acorde a los postulados principales de la teoría de la anticipación diferencial, cuando
un individuo realiza o rechaza la comisión de un acto delictivo lo hace en función de las
consecuencias que el autor anticipa, por las expectativas que se derivan de su ejecución o no
ejecución. El individuo se inclinará por el comportamiento criminal si de su comisión se
derivan más ventajas que desventajas. La modulación de estas expectativas se hará en función
de: a) la totalidad de los vínculos sociales convencionales y criminales del individuo; b) el
aprendizaje social a través de modelos de comportamiento y refuerzo directo de conductas
sociales o antisociales; y c) la percepción de necesidades, oportunidades y riesgos de las
circunstancias que rodean el posible acto delictivo.
Glaser puntualiza que esta teoría es aplicables sólo a los delitos intencionados, no a
aquellos producto de imprudencia o negligencia.
2.3.10. Teoría Integradora de Schneider
Schneider (1994), ofrece una integración de las teorías sociológicas más importantes
de la actualidad para explicar la delincuencia infantil y juvenil. A continuación se exponen las
claves determinantes de su teoría explicativa: “La delincuencia infantil y juvenil tiene su
origen en procesos defectuosos de aprendizaje social. Con los cambios sociales, el desarrollo
de la sociedad y la transformación de la estructura socioeconómica cambian también el estilo
de vida y las normas que determinan los comportamientos humanos. Como se aprenden los
nuevos comportamientos y normas con distinta velocidad, nacen conflictos de valores y de
comportamientos en el proceso de aprendizaje social. Si estos conflictos no se resuelven de
manera pacífica y de común acuerdo, tendrán como consecuencias la destrucción de los
valores, lo que produce, a través de la destrucción de grupos y de la personalidad, un aumento
de la delincuencia. Si el desarrollo socioeconómico de ciertas áreas (barrios, vecindarios)
queda atrasado, se destruye la solidaridad entre los miembros de la comunidad. Con la
destrucción de la comunidad coincide el desarrollo de subculturas, de grupos de niños y
jóvenes de la misma edad donde aprenden con el apoyo de grupo, costumbres y
justificaciones delictivas.
El comportamiento delictivo no se aprende sólo por medio del resultado de ciertos
comportamientos, sino también por medio de modelos de conducta. Puede ser aprendido en
procesos de autoafirmación, por medio de habituación y falta de comprensión de la
legitimación y necesidad de comportarse conforme a las normas. Un niño o un joven aprende
a evaluar su comportamiento y considerarlo bueno o malo. Aprende las normas que
determinan su comportamiento. Participará tanto más en comportamientos delictivos cuanto
más apoyo ha obtenido hacia este tipo de comportamiento frente al comportamiento conforme
con las normas sociales y cuanto más este comportamiento ha sido definido delante de él
como deseable o, por lo menos, ha sido justificado como aceptable. Los niños y jóvenes
delincuentes no han desarrollado afecto y apego a sus padres y profesores. La casa paterna y
la escuela tienen sólo poca importancia para ellos. No han aprendido a contraer relaciones
interpersonales. No persiguen unos fines a largo plazo y conformes con la sociedad. No
respetan la ley. Cuando la reacción oficial a la delincuencia es demasiado fuerte, cuando
representa una dramatización, agrava la delincuencia juvenil. La delincuencia primaria, que
podría normalizarse, se convierte en delincuencia secundaria: el autor reincidente fundamenta
su vida y su identidad en la realidad de la delincuencia: desarrolla una autoimagen
delincuente” (Vázquez, 2003).
2.3.11. El modelo integrador de Elliot
La integración de varias teorías sobre desviación social fue el modelo que desarrolló
Elliot, Huizinga y Ageton (1985) incorporando, en primer lugar, planteamientos de la teoría
de la anomia como marco que explica la conducta desviada, que se centra en la disparidad
entre metas y aspiraciones adoptadas por los individuos y los medios de que dispone para
conseguirlas. Si la sociedad no facilita recursos para lograr las metas que ella misma inculca
(éxito, status, poder económico), una reacción posible es el comportamiento desviado.
En segundo lugar, Elliot asume parte de las teorías de control social (Hirschi, 1969)
según las cuales la conducta desviada aparece si no hay vinculación estrecha con la sociedad
convencional; si el sujeto no asimila valores convencionales tenderá a transgredir las normas.
Por último, otorga una especial importancia a los procesos de aprendizaje, principalmente en
el grupo de amigos donde se modela y se refuerza la delincuencia o el consumo de drogas.
El modelo se puede considerar como una reformulación de la teoría del control social
de Hirschi (1969), completándola por dos vías. En principio, señala tres factores causales por
los que un individuo no se vincula con el mundo convencional: primero la “tensión” entre
metas y medios que se vive en la familia y en la escuela; si el adolescente carece de
oportunidades para lograr una adecuada relación con los padres o éxito académico, su unión a
éstos será débil. En segundo lugar, la desorganización social debilita los vínculos
convencionales; si el sujeto pertenece a vecindarios conflictivos, con escasos lazos
comunitarios y dificultades socioeconómicas se implicará poco con las instituciones
convencionales. En tercer lugar, los fallos en la socialización por parte de la familia o de la
escuela serán determinantes en la falta de apego a estos ambientes y debilitarán también los
vínculos convencionales.
Posteriormente, Elliot reformula la teoría del control social, indicando que la falta de
vínculos convencionales no es suficiente para que aparezca la conducta desviada; la
motivación por transgredir es inherente a la naturaleza humana, no es necesario aprender a
violar las normas y si no hay apego al mundo convencional habrá tendencias desviadas; pero
es necesario un paso más para que, según Elliot, aparezca desviación, que el sujeto entre en
contacto con grupos de desviados, que le refuercen y le induzcan a realizar esas conductas; si
el individuo no tiene lazos con la familia o la escuela se arriesga a implicarse con amigos
desviados que serán la causa más directa de la conducta problema.
El modelo se ha puesto a prueba con muestras de adolescentes norteamericanos y ha
sido aplicado al estudio del consumo de drogas y de la delincuencia. Estudios españoles han
apoyado la teoría (Luengo, Otero, Carrillo y Romero, 1992), encontrando que la frustración
de metas afectaba a los vínculos con la familia y con la escuela, lo que facilitaba la
implicación con amigos delincuentes, siendo esto determinante en el desarrollo de la conducta
antisocial.
2.3.12. Teoría de la “desventaja acumulativa” de Sampson y Laub
La “acumulación” progresiva de déficits psicosociales es el motivo último en la teoría
de Sampson y Laub (1993, 1997). Su esquema teórico trata de trascender las visiones estáticas
de las teorías tradicionales e intenta explicar el desarrollo de la delincuencia desde sus inicios,
analizando por qué ciertos individuos tienen un comportamiento antisocial tan estable a lo
largo de la vida, mientras que otros abandonan la delincuencia. La adolescencia es el centro de muchas teorías criminológicas, pero la conducta antisocial es algo mucho más dinámico,
que no se limita a ese período vital. Para muchos sujetos la conducta antisocial “nace” en la
infancia, muchos desisten a lo largo del tiempo, otros son delincuentes en la etapa adulta.
La teoría se fundamenta en las ideas de control social y también en los planteamientos
del etiquetado. Los lazos con los entornos convencionales inhiben la aparición de la
delincuencia, ya que acarreará más costes si nos sentimos queridos y protegidos por la familia,
la escuela o el entorno laboral, que si nos sentimos alienados. Con ese sentimiento de
pertenencia y de interdependencia, nos sentimos poseedores de cierto “capital social” que
tememos perder.
En la infancia, ciertos factores estructurales, como la clase social de origen, el tamaño
familiar o la propia delincuencia parental, impedirán la formación de vínculos estrechos con
la familia o con la escuela. La conducta antisocial es una consecuencia probable lo que
deteriorará aún más los vínculos con el medio convencional. A medida que el individuo
crezca pueden ocurrir acontecimientos vitales que permitan darle un “giro” a su vida, como el
establecimiento de relaciones de pareja satisfactorias o consecución de un trabajo estable,
convirtiéndose para algunos sujetos, en importantes vínculos adultos que no desean perder.
Sin embargo, para otros, el proceso de “desventaja acumulativa” se ve intensificado por el
contacto con los sistemas de justicia. El “etiquetado” y la institucionalización impiden la
formación de redes sociales estrechas y limitan las oportunidades para cambiar de dirección,
con lo que se potencia la escalada en la delincuencia. Los autores reconocen la importancia de
contar con estudios longitudinales de amplio espectro para poner a prueba este tipo de
planteamientos.
2.3.13. El modelo de la “coerción” de Patterson
El modelo de Patterson, Reid y Dishion (1992) se inscribe en una línea de trabajo con
familias problemáticas (niños con problemas de conducta, maltrato o delincuencia),
desarrollada desde orientaciones conductuales y del aprendizaje social. Presenta una amplia
experiencia de intervención y su marco teórico intenta especificar cómo se forja la conducta
antisocial
Este modelo teórico busca las raíces de los comportamientos antisociales crónicos en
las primeras etapas de la vida, donde se produce una “cascada” de eventos que orientan al
sujeto hacia un estilo de vida delictivo. Pero lo específico de este modelo es el hincapié que
hace en las prácticas disciplinarias que tienen lugar en el medio familiar. Así, la teoría de
Patterson explica cómo la conducta antisocial se desarrolla en cuatro etapas. En la primera
etapa las experiencias familiares adquieren una importancia relevante y el “entrenamiento
básico”en conducta antisocial es fundamental. Si las prácticas de crianza (ausencia de normas
claras, los padres no refuerzan en el sentido oportuno las conductas del hijo) no son adecuadas,
el niño percibe que emitiendo conductas aversivas (llorar, romper objetos, pegar, explosiones
emocionales) le resulta “beneficioso” al escapar de situaciones desfavorables o permitiéndole
conseguir refuerzos positivos. Esas son las primeras “conductas antisociales”del individuo.
Este aprendizaje sutil hace que el niño ejerza conductas “coercitivas” o manipuladoras sobre
el resto de los miembros de la familia.
La segunda etapa se inicia en el mundo escolar donde el ambiente social “reacciona”
ante la conducta del sujeto. La falta de habilidades de interacción en nuevas situaciones, el rechazo de sus compañeros, evitar las tareas académicas o el desajuste escolar enfrentan al
niño a sus primeros “fracasos” en el mundo. En la tercera etapa el adolescente se implica con
iguales desviados y “perfecciona” las habilidades antisociales. El fracaso académico
recurrente y el rechazo por parte de los compañeros hace que el sujeto se sienta excluido del
mundo prosocial y, por consiguiente, buscará relacionarse con individuos semejantes a él. Las
actividades antisociales se irán ampliando y se harán cada vez más severas.
Finalmente, en la cuarta etapa, el adulto desarrollará una “carrera” antisocial duradera.
Las habilidades deficitarias dificultarán la permanencia en un trabajo estable, la
institucionalización reducirá las oportunidades de adoptar un estilo de vida convencional, las
relaciones de pareja serán problemáticas y el alcohol u otras drogas impedirán un
funcionamiento ajustado. Progresivamente, el sujeto se irá confinando a una existencia
marginal y las actividades antisociales se cronificarán.
Patterson aclara que cuando un individuo está en una etapa, existe una elevada
probabilidad de que pase a la siguiente; pero muchos sujetos por razones diversas ven
interrumpida esa progresión y el número de individuos que encontramos en cada etapa se va
reduciendo a medida que avanzamos en la secuencia. Este planteamiento teórico, por tanto, se
aplicaría únicamente a un tipo de delincuentes, los de “inicio temprano”. Como Moffitt
(1993), estos autores indican que, además de individuos con delincuencia crónica, existen
otros delincuentes de “inicio tardío” con una implicación más temporal en la conducta
antisocial. Son sujetos con recursos personales (habilidades sociales, académicas,...), cuya
conducta tiene poco que ver con el proceso de coerción y estaría ligada fundamentalmente a
la asociación con amigos desviados.
El tema central de la progresión propuesta por Patterson son la experiencias
disciplinarias en la familia y, según el modelo, un entrenamiento a los padres en habilidades
de crianza adecuada, que impida o bloquee el proceso coercitivo, será un arma fundamental
para intervenir sobre las conductas antisociales.
2.3.14. Teoría del “equilibrio de control” de Tittle.
Charles R. Tittle (1995) propone un nuevo marco teórico por el que se identifican
mecanismos causales que permiten incorporar o “sintetizar” ideas de otras perspectivas, lo
que él denomina “integración sintética”, siendo el proceso central de su teoría el “equilibrio o
razón de control”.
La teoría de Tittle pretende ser una teoría “general” de la conducta desviada
explicando aquellos comportamientos que la mayoría de un grupo social considera
inaceptables o que evocan una respuesta colectiva de carácter negativo. En la conducta
desviada no sólo se encontraría incluido el delito sino también otras muchas formas de
comportamiento, incluidas las conductas de sumisión extrema o el sometimiento exagerado a
otras personas, siendo considerada, en muchos casos, como una conducta inaceptable por los
grupos sociales y, por lo tanto, encajaría dentro de la categoría de comportamientos desviados.
Según Tittle para explicar la conducta desviada deben conjugarse cuatro elementos.
Por una parte, debe existir en el individuo una predisposición hacia la desviación (aquí estaría
la razón de control) y deben darse una serie de circunstancias situacionales: a) una
provocación (la situación estimula a manifestar la predisposición inicial (insultos, desafíos); b) una oportunidad adecuada para cometer un tipo específico de conducta (un robo no se
podrá llevar a cabo si no existen bienes que sustraer); c) además el individuo ha de percibir
que no existen restricciones para realizar ese comportamiento (que no existen mecanismos de
control que impidan llevar a cabo la actividad deseada).
La idea fundamental es que tanto la motivación por cometer conductas desviadas
como el tipo concreto de conducta dependerán de la relación existente entre la cantidad de
control (o de poder) que un individuo puede ejercer y la cantidad de control a que está
sometido. Esa relación es la llamada “razón de control” y está condicionada tanto por
características individuales (inteligencia, personalidad, roles) como organizacionales
(pertenencia a instituciones poderosas, relaciones con individuos influyentes). Si la cantidad
de control a la que estamos expuestos es igual a la que podemos ejercer, existe un “equilibrio”
de control y no se darán conductas desviadas. Si la relación se hace más “desequilibrada” (por
déficit o exceso de control) aumenta la probabilidad de cometer dichos comportamientos, así,
la conducta desviada sería un dispositivo que las personas utilizamos o bien para escapar de
nuestra falta de control o bien para utilizar nuestro “superávit” de control.
La relación entre la razón de control y la probabilidad de desviación tiene forma de
curva en “U”. Cuanto más alto es el desequilibrio en la razón de control, aumenta la
probabilidad de aparición de la conducta desviada. La teoría también predice qué tipos
específicos de desviación se producirán con distintos “desequilibrios”. Si hay un pequeño
“déficit” de control, se prevé que se produzcan delitos de “depredación”(agresión,
manipulación): el individuo está sometido a más control del que puede ejercer, pero no tiene
demasiado coartadas sus posibilidades de acción y se sentirá motivado para superar su déficit
tomando bienes de otras personas o forzándolas a hacer lo que él desee. Si el “déficit” de
control es mayor, tendrá menos posibilidades de actuación, por lo que sus actos desviados
serán de “desafío”, “protesta” u hostilidad hacia el contexto normativo (vandalismo). Si la
carencia de control es extrema, la conducta desviada más probable será la de sumisión. En
cuanto al “exceso” de control, al otro lado de la curva, ante un desequilibrio leve, el individuo
deseará expresar su control, pero no podrá escapar del control de los demás y se implicará en
una forma “segura” de depredación: la “explotación”(depredación indirecta: tráfico de
influencias). Si el exceso de control es mayor, no percibirá demasiadas restricciones a sus
acciones apareciendo grandes delitos (ecológicos, genocidios). Ante un exceso extremo son
probables actos impulsivos o carentes de organización racional (pederastia, tortura sádica).
Los planteamientos de Tittle son compatibles con diversas fuentes de evidencia
empírica, como la relación entre delitos y edad, sexo o clase social, pero la teoría no ha sido
sometida a pruebas directas de modo que, por el momento, su validez es incierta.
2.3.15. El modelo del desarrollo social de Catalano y Hawkins
Ambos autores desarrollan un modelo teórico que también se inspira, en parte, en los
planteamientos del control social. Es el llamado “modelo de desarrollo social” (1996) que
trata de integrar la evidencia empírica existente sobre los llamados “factores de riesgo” y
“factores de protección” e intenta especificar los mecanismos de desarrollo de la conducta
prosocial y la conducta antisocial. Dentro de las conductas antisociales se incluyen no sólo la
delincuencia legalmente definida, sino también el consumo de drogas y otros
comportamientos que violan las normas consensuadas en un sistema social.
Los comportamientos prosociales y antisociales se generan cuando el individuo se
vincula a medios sociales en los cuales predominan esas conductas. Por ejemplo, el apego a
una familia en la que predominan los comportamientos antisociales propiciará el desarrollo de
conductas antisociales. Por contra, el apego a una familia prosocial generará comportamientos
prosociales. Así pues el modelo de Catalano y Hawkins no se ajusta a las teorías más “puras”
del control social (Hirschi), que sólo contemplan los vínculos sociales como inhibidores de la
motivación “desviada” intrínseca al ser humano.
Para desarrollar apego a un entorno (familia, escuela, amigos), es necesario que
interactúe con los miembros de ese medio y que esa implicación sea percibida como
recompensante por el sujeto. Para Hirschi, el apego precede a la implicación, para Catalano y
Hawkins es la implicación la que favorece la formación del apego. El desarrollo de estos
vínculos prosociales o antisociales están condicionados por determinantes exógenos (p.ej., la
pertenencia a estratos económicos desfavorecidos proporciona oportunidades para la
interacción con grupos antisociales) como por la posesión de características psicobiológicas
(p.ej., si un sujeto es hiperactivo puede determinar que sea incapaz de percibir oportunidades
de interacción prosocial).
Catalano y Hawkins especifican “submodelos” según las distintas etapas del
desarrollo: en la etapa preescolar, los vínculos a la familia y los cuidadores muy cercanos al
niño son fundamentales, si las figuras familiares son antisociales propiciarán conductas
agresivas o problemáticas en el niño. En la etapa escolar influyen la implicación en las
actividades escolares, que si son gratificantes facilitará el desarrollo de conducta prosocial,
mientras que si existe interacción con figuras antisociales se generarán conductas antisociales.
En la etapa de la adolescencia los amigos se convierten en una fuerza socializadora de primer
orden, las influencias pueden tener un signo prosocial o antisocial según las actitudes y
conductas que dominen en dicho grupo.
Las etapas del desarrollo social no son independientes entre sí. Los procesos de una
etapa influirán sobre lo que ocurra en la siguiente. Si en la etapa preescolar se adquieren
comportamientos agresivos, al incorporarse a la escuela tendrá más oportunidad de implicarse
con sujetos agresivos. Esta vinculación fortalece la conducta antisocial, por tanto, se reconoce
la existencia de efectos recíprocos entre los elementos del modelo, idea recogida y compartida
con Thornberry.
Por lo tanto, las intervenciones deben ir dirigidas a interrumpir los procesos que
conducen a la actividad antisocial y fortalecer aquellos que conducen al comportamiento
prosocial; adaptarlas al momento de desarrollo del individuo y realizarlas cuanto antes, ya que
las conductas adquiridas en una etapa previa influye sobe los vínculos que se formen en la
siguiente, debiéndose “romper” cuanto antes el ciclo del desarrollo antisocial.
2.3.16. Teoría de la tensión o de la frustración
Agnew (1990) hace un nivel de análisis más psicosocial y menos “estructural” que
Merton y sus hipótesis muestran cierta proximidad a tradiciones psicosociales como las
teorías de la frustración-agresión (Berkowitz, 1962), de la equidad (Adams, 1965) o del estrés
(Compás y Phares, 1991; Pearlin, 1982). Agnew se centra en las relaciones interpersonales
como fuentes de estrés, tensión o frustración. Las relaciones negativas con los demás dan
lugar a que se desarrollen afectos negativos como la ira que hacen que aparezca la delincuencia, alejándose de argumentos sociológicos para centrarse en “metas” más
cotidianas y más próximas al sujeto. Así, las relaciones interpersonales pueden ser negativas
por varias razones, distinguiendo así tres tipos principales de frustración que pueden llevar al
crimen o la delincuencia:
a) Tensión derivada del fracaso en el logro de metas u objetivos apreciados
positivamente (popularidad entre amigos). Este fracaso puede mermar la autoestima
provocando una valoración negativa del joven sobre sí mismo.
b) Tensión derivada del rechazo o la eliminación de logros positivos anteriormente
alcanzados (p. ej., ruptura de relaciones, enfermedad o muerte de amigos, etc.).
c) Tensión derivada de la exposición a estímulos negativos o nocivos (p. ej., ser
ridiculizado en clase, un accidente, malos tratos).
Un sujeto puede enfrentarse “cognitivamente” a estas experiencias minimizando el
carácter aversivo de la situación (“No es tan importante”, “No es tan negativo”) o
percibiéndose a sí mismo como “merecedor” de la situación. Agnew (1990) supone que las
experiencias negativas crean tensión sólo cuando el sujeto considera que son injustas. Otras
formas de afrontamiento pueden ser el abandono del entorno aversivo (faltando al colegio o
escapándose de casa, por ejemplo), la venganza contra los responsables de esas experiencias o
la alteración del estado emocional (a través de las drogas) para aliviar la tensión sentida. Al
fin y al cabo, para este autor, la frustración sería el resultado de no ser tratado por los demás
como a uno le gustaría serlo y el comportamiento desviado la solución para mejorar sus
logros, aportar nuevos estímulos que sustituyan a los perdidos o para huir de estímulos
negativos o nocivos.
La selección de estrategias antisociales o convencionales vendría condicionada por
diversas variables: el temperamento, las creencias del individuo o la exposición previa a
modelos delincuentes. El modelo de Agnew supone una revitalización de los temas
relacionados con la anomia especialmente en Estados Unidos. Muchos trabajos exploran su
validez e implicaciones como los de Broidy (1997) y Griffin (1997).
Agnew (1998) ha desarrollado en los últimos años su teoría indicando cómo su
modelo podría explicar las diferentes tasas de delitos de las comunidades y cómo podría dar
cuenta de cuestiones tan actuales como la estabilidad y el cambio de la conducta delictiva
(Agnew, 1997). Así, la estabilidad se produciría porque ciertas características
temperamentales son rasgos estables a lo largo de la vida, igualmente, la pertenencia a ciertos
entornos sociales desfavorecidos da lugar a la vivencia de tensión desde edades tempranas,
creándose el efecto “bola de nieve”. Sin embargo, el aumento de la conducta antisocial en la
adolescencia, se debería a que el joven se encuentra con situaciones nuevas, muchas de ellas
aversivas. Además, el adolescente carece todavía de recursos para cambiar su ambiente, con
lo que es más probable que la conducta antisocial aparezca como vía de afrontamiento. Esto
daría lugar al “pico” de delitos que aparece en la adolescencia y que desciende con la llegada
de la vida adulta (Romero, 1998).
2.3.17. Teoría del autorrechazo de Kaplan
En el modelo de Kaplan la autoestima es el parámetro fundamental, desarrollado en
una teoría “general” de la conducta desviada (Kaplan, 1972; Kaplan y Peck, 1992), según la
cual éstas (consumo de drogas, delincuencia, actividad sexual arriesgada y prematura...) responden a iguales determinantes y tienen el mismo tipo de consecuencias para el individuo,
estando también relacionados con la autovaloración.
Todos tenemos una motivación por mantener una autoestima positiva y nos
comportamos de modo que nuestra autovaloración se fortalezca, pero a lo largo del desarrollo
se pueden generar actitudes de autorrechazo ante experiencias dentro de contextos sociales
desfavorables (rechazo o negligencia de los padres, incapacidad de lograr éxito académico,
situaciones de prejuicio social, falta de habilidades de afrontamiento, falta de apoyo social). Si
las experiencias de autorrechazo se repiten, el sujeto no estará motivado para respetar las
normas de los grupos que dañan su autoestima y se producirá la denominada “exacerbación
del motivo de autoestima”, por lo que el individuo buscará cauces alternativos para recuperar
la autovaloración.
El tipo de conducta desviada que se desarrolle dependerá de diversos factores. Por una
parte de la visión de esas conductas en su entorno (si las drogas son accesibles y su uso es
frecuente en su grupo se consumirá). Otro factor es la compatibilidad de cada conducta con
los roles asumidos y aceptados por el sujeto (si el rol es importante para el sujeto optará por
conductas que le permitan expresar ese papel y evitará comportamientos que amenacen esa
identidad).
En la elección de la conducta influye también el “estilo de afrontamiento”. Si en
situaciones problemáticas el sujeto reacciona con negación, abandono o negativismo (estilo de
evitación), aparecerán conductas de consumo de drogas (que facilitan el escape, la retirada, la
evasión). Si, por el contrario, el sujeto tiene un estilo de ataque (enfrentamiento, hostilidad
abierta), aparecerán conductas de agresión y robo, que expresan la violencia hacia las
instituciones convencionales.
La conducta desviada facilita la recuperación de la autoestima si se producen ciertas
consecuencias. En primer lugar, que permita la evitación de las experiencias de
autodevaluación (si consume drogas el individuo deja de percibir los atributos de sí mismo
que antes rechazaba, amortiguando el malestar emocional que le producía el autorrechazo).
En segundo lugar, la conducta desviada puede facilitar el ataque (el sujeto acomete contra los
grupos que le rechazan, sintiéndose poderoso y eficaz) y, finalmente, que desempeñe un papel
de sustitución (encontrando un entorno en el que reconstruye su autoestima). Cuando se
producen la evitación, el ataque o la sustitución la autovaloración se recuperará y la conducta
desviada se mantendrá, efecto que Kaplan denomina self-enhancement. Si la conducta elegida
no permite restablecer la autoestima, el sujeto experimentará con otros tipos de
comportamientos desviados.
El abandono de la conducta desviada se producirá cuando haya cambios (madurativos
o sociales) que le permitan mantener la autoestima dentro de los grupos convencionales. El
sujeto puede adquirir habilidades y pueden producirse cambios en sus redes de apoyo social,
además, la incorporación al trabajo y a nuevos roles familiares dan oportunidades para la
autovaloración al margen de la conducta desviada.
Otras líneas de trabajo han sido contradictorias con esta teoría (McCarthy y Hoge,
1984; Romero, Luengo, Carrillo y Otero, 1994a; Romero, Luengo y Otero, 1994b, Romero,
Luengo y Otero, 1995a). Según estos autores, la prevención de la conducta desviada debería
promover el desarrollo de una autovaloración favorable, creando climas sociales de aceptación y apoyo hacia el adolescente, además de proporcionar habilidades y recursos
personales que le permitan sostener una autoimagen positiva.
2.3.18. Teoría del autocontrol de Gottfredson y Hirschi
Hirschi y Gottfredson (1986), desarrollan una nueva visión de la teoría del control
social, donde adquieren protagonismo las diferencias interpersonales, existiendo una
“propensión” individual a la criminalidad que, combinada con otras situaciones, da lugar al
crimen.
Éstas ideas se publican en 1990 en la obra A general theory of crime, donde
Gottfredson y Hirschi acuden al “clasicismo” criminológico para entender la naturaleza del
crimen (teorías de la elección racional). El delito es una manifestación de la naturaleza
humana que es hedonista y egocéntrica. Todos buscamos el placer y tratamos de evitar el
dolor. Al dirigir nuestro comportamiento hacemos un “cálculo” racional y según la relación
coste-beneficio, decidimos. El delito no responde a motivaciones “perversas” o diferentes al
resto de los comportamientos. La característica distintiva de los crímenes es que atiende a los
placeres inmediatos ignorando sus costes. Así, el crimen es muy semejante a otras conductas
“desviadas” (consumo de drogas, desviaciones sexuales, delincuencia) y a otros
comportamientos “imprudentes” (accidentes por exceso de velocidad). De hecho, los
individuos que cometen crímenes suelen manifestar esos otros comportamientos.
La idea básica de la teoría es que esos comportamientos se derivan de la interacción
oportunidad-autocontrol. Muchas personas “contienen”su hedonismo, teniendo en cuenta las
consecuencias negativas de su conducta, otros individuos no interiorizan esos mecanismos y
carecen de autocontrol.
El autocontrol es el elemento central del modelo e integra una serie de características
personales (orientación espacio-temporal, interés por experiencias arriesgadas, preferencia por
tareas simples, incapacidad de planificación de comportamiento, planteamiento de objetivos a
largo plazo, la indiferencia ante las necesidades o deseos de los demás, escasa tolerancia a la
frustración, escasa tolerancia al dolor) que hacen que tendamos, o no, a ceder ante la tentación
del delito.
El autocontrol se adquiere en las primera etapas de la vida, una vez “instaurado”,
permanece estable e influye, durante toda la vida en la conducta desviada. La estabilidad del
autocontrol explica por qué la conducta antisocial es estable a lo largo del tiempo y explica
también la versatilidad de la conducta desviada (los delincuentes tienden a implicarse en actos
“imprudentes”).
Hirschi y Gottfredson (1994) consideran relevantes para la comprensión de las
conductas criminales las siguientes variables: a) el papel de la familia; b) la importancia de la
oportunidad y c) el declive con la edad de la aparición de conductas antisociales. Critican, a
su vez: a) la existencia de las carreras criminales; b) la existencia del crimen organizado; c) la
diferenciación causal entre la delincuencia juvenil y la adulta; d) la diferenciación entre
crímenes considerados de “guante blanco” y crímenes “ordinarios”; y e) la posibilidad de
aprendizaje del crimen. Asimismo, niegan la importancia de “distinguir” entre tipos de
delincuentes; negando incluso la importancia del grupo de iguales como “agente” de
influencia sobre la conducta desviada. Sólo podemos saber si un individuo tiene bajo autocontrol examinando sus conductas delictivas, con lo cual, la idea de que un bajo
autocontrol conduce al delito no puede someterse a contraste empírico. Además el modelo no
explica la curva de la delincuencia en función de la edad: en la adolescencia aumentan las
cifras de delitos y con la edad declinan progresivamente. No obstante, muchos trabajos
posteriores se han apoyado en esta teoría (Creechan, 1994; Moore y Sellers, 1997; Nakhaie,
Silverman y LaGrange, 1997).
2.3.19. Teoría de la acción razonada de Fishbein y Azjen
A pesar de que la teoría de la acción razonada de Fishbein y Azjen (1975) ha estado
más relacionada con el consumo de drogas, en la actualidad es aplicable a cualquier tipo de
conducta desviada. El punto central de la teoría se basa en la existencia de influencias directas
sobre la conducta problema de expectativas, actitudes creencias y variables de la cognición
social.
La teoría plantea que la “causa” más inmediata del uso de drogas, por ejemplo, será la
intención para consumir o no consumir. Ésta intención está determinada por dos
componentes: la actitud hacia el consumo y las creencias normativas o “normas subjetivas”
sobre el consumo. Así, la actitud viene dada por dos elementos: las consecuencias (positivas y
negativas) que los adolescentes esperen del consumo de drogas y, por otra parte, el valor
afectivo de esas consecuencias. El adolescente muestra una actitud positiva si da más valor a
los beneficios que a los costes del consumo.
Las creencias normativas vienen determinadas por dos componentes: que el
adolescente perciba que personas importantes para él aprueban esperan y desean su consumo
y, por otro lado, la motivación del adolescentes para acomodarse a las expectativas o deseos
de esas personas. Si cree que sus amigos esperan que consuma, lo hará; si cree que el
consumo es aceptado en ese entorno, consumirá. Al tomar la decisión, el adolescente, no da
igual valor a la actitud que a la norma; en unos individuos influyen los costes, beneficios y
actitudes; en otros; las expectativas de los demás.
La teoría ha servido para predecir muy diferentes tipos de conducta, y entre ellas, el
consumo de drogas (Azjen, Timko y White, 1982) y para realizar programas de prevención.
En los últimos años el modelo es ampliado por Azjen (1988) introduciendo otro elemento: la
percepción del sujeto sobre la capacidad de controlar su conducta, dando lugar así a la “Tª de
la acción planificada”. Si cree que no es capaz de hacerlo, no lo intentará aunque su actitud
sea positiva y crea que los demás aprueban su conducta. Esta percepción de control influye de
dos maneras (Petraitis, Flay y Miller, 1995). Si no tiene habilidad o recursos para conseguir
drogas y utilizarlas, no consumirá; si cree que no resistirá la presión de los demás ni podrá
enfrentarse a los mensajes del consumo, consumirá. El desarrollo de habilidades de resistencia
es fundamental en la prevención.
2.3.20. Teoría del desarrollo moral y cognitivo
Los partidarios de dichas teorías atribuyen el comportamiento antisocial a ciertos
procesos cognitivos: al modo de percibir el mundo, al propio contexto subjetivo, al grado de
desarrollo y evolución moral, a sus normas y valores y a otras variables cognoscitivas de la
personalidad. A pesar de que resulta difícil el acceso y evaluación de las mismas, son imprescindibles para la comprensión e interpretación del comportamiento antisocial (Garrido,
1987).
Siguiendo los estudios de juicio moral iniciados por Piaget (1932), Kohlberg (1980)
considera que la forma en que un individuo organiza sus razonamientos en torno a las leyes y
normas genera patrones de conducta eventualmente delictivos. Desde una perspectiva
evolutiva el autor resalta tres grandes estadios en el proceso de formación del razonamiento
moral del individuo, que determinan su mayor o menor madurez: la etapa preconvencional (se
buscan gratificaciones inmediatas, tratando el sujeto tan sólo de evitar el castigo); etapa
convencional (el individuo se conforma con el mero acatamiento formal de las reglas y el
respeto a la autoridad); la de moralidad autónoma o etapa postconvencional, caracterizada por
el profundo respeto a las opiniones y derechos de los iguales y a los principios morales
universales. Clasificando delincuentes y no delincuentes en relación a su grado de evolución
moral, Kohlberg halló diferencias significativas entre ambos grupos: mientras que la mayor
parte de los no delincuentes pertenecían a estadios más avanzados, los delincuentes lo harían
a un nivel llamativamente más bajo de razonamiento moral en comparación con los no
delincuentes de su mismo medio social, encuadrándose, por lo general, en los estadios de
menor dignidad evolutiva.
Así, la comprensión verdadera de la moralidad y la justicia se sitúa en la adolescencia,
de ahí que la delincuencia suponga la detención en el desarrollo moral sobre los dies a trece
años, quedando fijados en la etapa preconvencional. La razón de este infradesarrollo se debe a
una falta de estimulación social que impide a la niño tomar en consideración las repercusiones
de sus conductas sobre los demás. En la actualidad, los modelos cognitivos han impulsado
una gran variedad de programas terapéuticos y preventivos, ya que aun admitiendo ser una
causa no suficiente si parece ser necesaria (Garrido, 1987).
2.3.21. Modelo integrador de Farrington
Pese a la multitud de teorías acerca de la delincuencia juvenil, ninguna de ellas ha sido
capaz de explicar satisfactoriamente el fenómeno complejo de la violencia y la delincuencia
juvenil. Partiendo de los resultados del estudio longitudinal de Cambridge, formula una teoría
integradora para explicar la génesis del comportamiento delictivo (Farrington, Ohlin y Wilson,
1986). En líneas generales, esta teoría integra las aportaciones de otras como la de las
subculturas, la del aprendizaje social, la de la asociación diferencial, la de la desigualdad de
oportunidades y la del control.
Según Farrington (1992) la delincuencia surgiría por un proceso de interacción entre el
individuo y el ambiente. Así, el surgimiento de la motivación para delinquir parte de los
deseos de bienes materiales, del prestigio social o de la búsqueda de sensaciones.
Posteriormente, se busca un método legal o ilegal para satisfacer los deseos personales.
Obviamente, el pertenecer a una clase baja va a determinar con mayor probabilidad el recurrir
a formas ilegales. No obstante, la motivación para cometer actos delictivos no es constante y
puede modularse por las creencias o actitudes interiorizadas acerca de la ley. Pese a estos
factores, el delinquir va a estar determinado por factores situacionales inmediatos, influyendo
las consecuencias de delinquir en la tendencia criminal y en el proceso de cálculo gananciaspérdidas
para la comisión de futuros delitos.
Las aplicaciones prácticas de esta teoría son mostradas por Farrington, Ohlin y Wilson
(1986), concluyendo al respecto que los jóvenes pertenecientes a familias de clase baja
presentan mayor propensión antisocial, ya que no pueden alcanzar legalmente sus metas.
Asimismo, los maltratados por sus padres tienen más probabilidades de cometer delitos en
tanto en cuanto no han adquirido la autorregulación interna de su comportamiento.
Finalmente, los niños provenientes de familias delincuentes y los que se relacionan con
jóvenes delincuentes tenderían a desarrollar actitudes favorables al ejercicio de conductas
antisociales y contra el sistema, por lo que la delincuencia tendría justificación.
Pero Farrington señala, además, que ante un mismo ambiente, determinadas personas
son más proclives a ceder ante la oportunidad de delito. Estas diferencias para la implicación
de conductas desviadas son recogidas por la expresión “tendencia antisocial”, que vendría a
definirse como una predisposición general, estable y consistente en el individuo, que
explicaría tanto la continuidad temporal de los comportamientos antisociales como la
versatilidad de la conducta desviada, esto es, el hecho de que los individuos que cometan un
tipo de delitos tienden a cometer otras conductas antinormativas. Así, Farrington (1992)
identifica una serie de factores que influirán en la tendencia antisocial: a) impulsividad,
hiperactividad, búsqueda de sensaciones, toma de riesgos y débil capacidad para demorar la
gratificación; b) débil capacidad para manipular conceptos abstractos, bajo CI, bajo logro,
baja autoestima; c) baja empatía, frialdad y dureza emocional, egocentrismo y egoísmo; d)
débil conciencia, débiles sentimientos de culpa o remordimientos, débiles inhibiciones
internas contra la conducta antisocial; e) normas y actitudes interiorizadas que favorecen la
conducta antisocial y, f) factores motivadores a largo plazo.
En definitiva, Farrington proporciona un marco explicativo dentro del cual tanto los
factores individuales o psicológicos como los situacionales interactúan entre sí para dar lugar
a la conducta antisocial. De la misma forma, defenderá la necesidad de adoptar un enfoque
evolutivo, pondrá de manifiesto la continuidad y versatilidad del comportamiento antisocial y
considerará a los delitos como un subconjunto o expresión de una categoría más amplia de
comportamientos antisociales o desviados.
2.3.22. Teoría “interaccional” de Thornberry.
De la misma forma que Moffitt, su teoría también contemplala dimensión evolutiva y
dinámica de la conducta antisocial. Asimismo, subraya que la explicación de la delincuencia
es mucho más compleja que lo que mostraban las teorías tradicionales, ya que el
comportamiento antisocial no responde a una causa simple y unidireccional. La delincuencia
se forja a través de complejos procesos bidireccionales a lo largo del desarrollo del individuo,
que no se limita a “recibir” las influencias criminógenas de su medio (familia, colegio,
amigos), sino que el propio comportamiento del sujeto influye sobre esos agentes “causales”.
Thornberry (1987, 1996) traza un esquema explicativo general de carácter
“integrador”, en el que se aúnan los planteamientos del control social y de la asociación
diferencial. Según él, la erosión del apego a la familia o a la escuela es uno de los factores
más importantes en la génesis de la delincuencia, siendo necesario, además, un contexto de
aprendizaje que refuerce la aparición y mantenimiento de las conductas antisociales y le
facilite la interiorización de actitudes delictivas. En contraposición a las teorías integradoras anteriores, las influencias, en su teoría, no son unidireccionales, sino recíprocas. De esta
forma, el desapego a los espacios convencionales influye sobre la delincuencia; pero la propia
delincuencia contribuye a debilitar, aún más, los vínculos con esos espacios. La implicación
con amigos desviados aumenta la probabilidad de delincuencia en el individuo pero ésta le
lleva a implicarse cada vez más con iguales delincuentes. Por eso la interpretación que se hace
de muchos resultados criminológicos puede resultar sesgada.
Thornberry, al igual que Moffitt, cree necesario prestar atención a la edad del
comienzo de la conducta antisocial, pero a diferencia de él cree conveniente hablar de un
continuo en la edad de inicio, es decir, no hay dicotomía entre delincuentes “con inicios
tempranos” y delincuentes “tardíos”, ya que hay otros que comienzan en edades intermedias.
La etiología de la conducta antisocial a edades muy tempranas (preescolar) presenta
factores temperamentales, familiares (prácticas educativas inadecuadas), pedagógicos y
estructurales (adversidad socioeconómica) que se entrecruzan e interactúan dando lugar a
conductas desadaptativas ya en los primeros años de vida, que se mantendrán por las
relaciones recíprocas entre la conducta desviada y otros factores. La conducta antisocial
debilita la relación con la familia y con la escuela, fortalece la asociación con iguales
desviados e impide una transición equilibrada a los roles adultos; debido a ello la actividad
delictiva se perpetúa.
En la delincuencia de inicio “intermedio” (en los años de la escuela primaria), las
condiciones socioeconómicas desempeñan un papel fundamental, creando estrés en la familia
e impidiendo la creación de vínculos convencionales. Así, el éxito en la escuela se dificulta y
aumenta la probabilidad de relacionarse con iguales delincuentes, pudiendose perpetuar a lo
largo del ciclo vital. Es evidente que cuanto más temprano sea su comienzo, más probable es
que los déficits que experimenta el sujeto sean severos y, por tanto, más probable será la
continuidad de la conducta antisocial.
No obstante, también existe cierta probabilidad de abandono de la carrera delictiva.
Las condiciones de las que parten estos delincuentes escolares son menos extremas que las de
los preescolares, teniendo mayores posibilidades de cambio. Además, en estos sujetos pueden
existir factores de protección, como por ejemplo una alta inteligencia, que compensen las
influencias negativas de un ambiente familiar tenso, deteniéndose así el “ciclo” acumulativo
que fortalece la conducta antisocial. Según Thornberry el cambio hacia un estilo de vida
convencional será más probable cuanto más tarde comience la actividad delictiva.
Para muchos individuos la delincuencia comienza en la adolescencia, en ellos la
persistencia es muy poco común y, normalmente, abandonan la conducta antisocial al cabo de
unos años. La base de esta delincuencia no se debe a la falta de recursos personales o sociales
sino a fenómenos madurativos relacionados con la búsqueda de autonomía en la adolescencia
y cuyo sentido reside únicamente en expresar la independencia personal del joven.
Concluyendo, la edad de inicio es un continuo que abarca desde la infancia hasta la
adolescencia y cuanto antes aparezca la conducta antisocial, mayor probabilidad de que
persista, ya que los efectos bidireccionales crearán un “bucle” de realimentación por el cual el
estilo de vida delictivo se hará definitivo en la vida del sujeto.
2.3.23. Teoría de la conducta problema de Jessor y Jessor (1977)
Este teoría integra una amplia cantidad de factores de riesgo y de protección
comentados ya por varios modelos, destacando de los anteriores por su amplitud, ya que en él
se explicitan y organizan hasta cincuenta factores de riesgo diferentes como la personalidad,
los contextos socializadores o el entorno sociocultural. El modelo nace a finales de los años
sesenta y, desde entonces, ha sido desarrollado, ampliando y consolidado en múltiples
trabajos (Donovan, 1996; Donovan y Costa, 1990; Donovan, Jessor y Costa, 1991; Jessor,
1991, 1992, 1993).
El modelo explica el desarrollo de diferentes conductas desviadas en la adolescencia:
el consumo de drogas, la delincuencia o las actividades sexuales prematuras y/o arriesgadas.
La teoría fue una de las primeras en reconocer que estas conductas respondían a iguales
determinantes.
El modelo acuñó el término de “conducta problema” para referirse a diversos
comportamientos reprobables por la sociedad convencional y que son explicados por los
mismos factores de riesgo. Jessor las define como actividades socialmente problemáticas, que
son fuente de preocupación o que son consideradas indeseables por las normas
convencionales. Cuando ocurren, provocan una respuesta control que puede ser leve
(amonestación, reprobación) o severa (encarcelamiento). Así, la conducta problema forma
parte de un mismo “síndrome de desviación” o de un mismo “estilo de vida” (Jessor, 1992),
por lo que se opone a que se explique o intervenga sobre ellas de un modo diferenciado, como
si fuesen comportamientos de distinta naturaleza. Por tanto, sugiere la necesidad de abordar la
intervención de un modo unificado sin hacer esfuerzos parciales.
De acuerdo con la teoría, la conducta problema es propositiva, instrumental y
funcional: el adolescente se comporta así para lograr ciertas metas importantes en su
desarrollo, siendo la conducta problema una vía para ganar respeto y aceptación en el grupo
de amigos, obtener autonomía respecto de los padres y enfrentarse a la ansiedad, frustración o
al fracaso. Dichos objetivos son característicos del desarrollo psicosocial y no conforman
psicopatología alguna, por lo que la intervención debe proporcionar recursos para lograr esas
mismas metas, pero de un modo saludable.
Para explicar la aparición de la conducta problema, existen distintos sistemas de
influencia psicosocial, que actuarán siempre en interacción. Primero, hay variables
“antecedentes” que servirán de base para que aparezcan otras influencias más directas. Entre
esas variables hay factores de carácter estructural sociodemográfico (estructura familiar,
ocupación y educación de los padres) y factores de socialización (ideología de los padres,
clima familiar, exposición a los medios de comunicación). Sin embargo, el núcleo de la teoría
está representado por la interacción de dos tipo de variables: personales y socioambientales,
que reciben el nombre de “sistema de personalidad” y “sistema de ambientes percibidos”, y
respectivamente, están configurados por diferentes factores, pudiendo ser distales o
proximales o favorecedores o inhibidores de la conducta problema.
El sistema de personalidad está compuesto por tres conjuntos de variables:
a) “estructura motivacional”, que hace referencia a los objetivos por los que lucha el
individuo y expectativas para lograrlos (valor concedido al rendimiento académico o a
la independencia);
b) “estructura de creencias personales” que integra creencias sobre la sociedad, sobre
el propio individuo y sobre las relaciones entre los dos (autoestima, alienación,
inconformismo) y
c) “estructura personal de control” referida a las actitudes que presenta el sujeto hacia
la desviación (tolerancia a la desviación, religiosidad).
En cuanto al sistema de ambiente percibido hay dos subcomponentes: la estructura
“distal”(orientación del adolescente hacia su familia o sus amigos, apoyo y control de padres
y amigos, compatibilidad entre padres-amigos) y la estructura “próxima”que hace referencia
a la prevalencia y aceptación de la conducta problema en los contextos psicosociales
(influencia padres-amigos, apoyo ante conductas desviadas de los padres y amigos). La
interacción entre los factores personales y el ambiente percibido generará dos patrones de
conducta: uno desviado, llamado estructura de conducta problema (conductas desviadas) y
otro ajustado a las normas, denominado estructura de conducta convencional (asistencia a la
iglesia, rendimiento académico). Ambas se inhiben mutuamente.
Jessor (1991, 1992) ha propuesto una teoría más comprensiva y a la vez más compleja,
bajo el nombre de “Teoría para la conducta de riesgo de los adolescentes”, que considera la
existencia de una amplia gama de factores de riesgo y de protección interrelacionados entre sí
de carácter biológico-genéticos (historia familiar de alcoholismo, y alta inteligencia,
respectivamente), medio social (pobreza, desigualdad racial y de oportunidades como factores
de riesgo y tener familias cohesionadas y escuelas de calidad serían ejemplos de factores de
protección), medio percibido (modelos de conducta desviada y conflictos normativos entre
padres y amigos serían factores de riesgo y de protección podríamos señalar la existencia de
modelos convencionales y alto control sobre la conducta desviada), conductuales (bajo
rendimiento escolar o problemas con el alcohol como factores de riesgo y la práctica religiosa
y participación de asociaciones escolares o de voluntariado como ejemplos de factores de
protección) y de personalidad (baja autoestima o alta propensión a correr riesgo como factores
de riesgo, mientras que una valoración positiva de los logros conseguidos o de la salud serían
ejemplos de factores de protección); que provocarán unas conductas de riesgo conformando
un estilo de vida propio del adolescente caracterizado por la presencia de conductas problema
(delincuencia, uso de drogas), relacionadas con la salud (consumo de tabaco, mala
alimentación, no usar cinturón de seguridad) o conductas escolares (inasistencia o abandono)
y; por último, unos resultados de riesgo relacionados con la salud (enfermedades, baja
condición física), los roles sociales (fracaso escolar, problemas legales, aislamiento social,
paternidad prematura), el desarrollo personal (autoconcepto inadecuado, depresión) y la
preparación para la vida adulta (baja capacidad laboral y desempleo). Todos los elementos
que componen dicha teoría se encuentran en continua interacción causal, recíproca y
bidireccional.
Jessor defiende la idea de que las conductas de riesgos o conductas problema se deben
considerar de forma conjunta, ya que son manifestaciones distintas de ese síndrome de
conducta de riesgo propio de la adolescencia, por lo que la intervención debe dirigirse hacia
ese estilo de vida como un todo y no sobre las conductas problema de forma independiente.
Recientemente los autores han sugerido la necesidad de ampliar el modelo
incorporando nuevos elementos, como los patrones de disciplina familiar o variables
personales relacionadas con el autocontrol (impulsividad, búsqueda de sensaciones, demora de la gratificación) (Donovan,1996). La teoría de Jessor, hoy por hoy, ha inspirado múltiples
programas de prevención y es uno de los modelos mas ambiciosos e influyentes que existen
en la actualidad (Petraitis et al.,1995).
2.4. A modo de conclusión
Tras revisar de forma breve las principales teorías y propuestas teóricas más actuales
sobre el origen de la conducta antisocial, podemos extraer ciertos temas emergentes y
características clave en relación al estudio de dichos comportamientos:
a) La multicausalidad de la conducta antisocial: las últimas teorías de carácter
integrador como las propuestas por Catalano y Hawkins, Thornberry o Jessor y Jessor, ponen
en evidencia que sólo si se considera de forma conjunta la existencia de diferentes variables
causales, especialmente de carácter psicológico y social, y su posible influencia diferencial
sobre la aparición y mantenimiento del comportamiento antisocial, podremos llegar a tener
una visión general y completa del mismo y crear programas de intervención y prevención
útiles y eficaces en el manejo de dichas conductas.
b) El desarrollo evolutivo de la conducta antisocial: otras de las claves encontradas en
el actual clima teórico es la necesidad de examinar la conducta antisocial desde una
perspectiva evolutiva. Entender la delincuencia implica atender a muy diversos procesos que
se van encadenando a lo largo de la historia vital del sujeto y no únicamente a características
estáticas o a circunstancias inmediatas. Así, hemos visto como algunas de las teorías revisadas
introducen la dimensión evolutiva en el estudio de dichos comportamientos. Autores como
Moffitt, Patterson, Catalano y Hawkins o Thornberry, señalan que no todos los
comportamientos antisociales emergen de forma súbita en la adolescencia, ya que los más
graves se manifiestan desde los primeros años de vida, apareciendo conductas desadaptativas
antes de las etapas escolares, que junto con la presencia de otras variables personales de
predisposición o familiares, irán gestando un posible futuro delictivo. De la misma forma y, a
través de la existencia de procesos acumulativos que van realimentando la conducta antisocial
a lo largo del desarrollo evolutivo, pueden explicar el porque algunos individuos no solo
mantienen este comportamiento sino que escalan hacia la llamada “carrera delictiva”.
Asimismo, dichos patrones evolutivos de desarrollo conformaran también diferentes
“tipologías” de la conducta antisocial en función de la edad de inicio y la persistencia de la
conducta antisocial. Frente a ese delincuente “crónico” y afectado por la desventaja
acumulativa, existirá otro delincuente “temporal” y no persistente, cuyas causas serán muy
diferentes. Por tanto, los estudio sobre conducta antisocial deberían partir de un enfoque
evolutivo, teniendo en cuenta siempre las características y diferencias propias de los
comportamientos antisociales en relación a la etapa evolutiva en la que aparecen y plantear
los programas de prevención dirigidos a etapas tempranas y previas a la adolescencia.
c) Efectos de relación recíproca entre la conducta antisocial y los factores de riesgo:
frente a los modelos explicativos tradicionales donde el sujeto era un mero receptor pasivo de
las influencias del medio, Thornberry va a ser quizás el autor más importante que junto con
otros como Patterson, Catalano y Hawkins, Sampson y Laub o Agnew, van a defender la
existencia de bucles o efectos recíprocos entre la conducta antisocial y los factores de riesgo
que agravarán la situación del sujeto de tal forma que será difícil discernir si dichos
comportamientos son efecto o causa, conllevando a que la conducta antisocial se afiance y
cronifique hasta la etapa adulta. Así, la presencia de factores de riesgo tales como conflictos familiares, fracaso escolar o asociación con amigos delincuentes, pueden influir sobre la
aparición de la conducta antisocial, pero dichos comportamientos, a su vez, deterioran las
relaciones sociales del individuo y potencian los factores de riesgo ya existentes. Por tanto, si
se tiene en cuenta la existencia de estos mecanismos interactivos, las intervenciones han de
realizarse principalmente en estadios tempranos, antes de que las conducta problema lleguen a
afectar al entorno del sujeto y así poder romper el ciclo causal.
d) Ampliación del objeto de estudio: de la delincuencia a la “conducta antisocial”:
hoy en día, la mayoría de las teorías han rebasado el limite de la “ilegalidad” de los
comportamientos como objeto de estudio. Es decir, si la mayor parte de la teorías
tradicionales se han centrado fundamentalmente en el estudio del crimen o el delito, sin
embargo, las teorías actuales como la de Tittle, Gottfredson y Hirschi, Moffitt, Thornberry o
Jessor y Jessor, amplían sus hipótesis explicativas hacia diferentes patrones de
comportamientos tales como conductas desviadas, problemáticas o simplemente transgresoras
de las normas sociales, independientemente de que sean delictivas o no. Es evidente que si se
defiende la perspectiva evolutiva en el estudio de la conducta antisocial y e objetivo
prioritario es la prevención de los comportamientos delictivos, se debe comenzar su estudio
por aquellas conductas desadaptativas que aparecen en etapas tempranas y que serán los
antecedentes más claros de la actividad criminal futura. En este sentido, podemos decir que en
la actualidad predominan las teorías sobre la “conducta antisocial”, cuyo objetivo va a ser la
explicación de los procesos a través de los cuales un individuo tiende a realizar conductas que
violan las normas sociales, siendo la delincuencia una manifestación más de esa tendencia o
estilo de vida alejado de lo convencional.
e) Perspectiva psicosocial: el estudio actual de la conducta antisocial debe partir de un
enfoque claramente psicosocial. Aunque no se ignora el papel que puedan tener otras
variables de tipo biológico o individual y las de entornos macrosociales, es la influencia
conjunta de factores personales o psicológicos y de los entornos microsociales más próximos
al individuo, como la familia, el entorno escolar y el grupo de amigos, los que parecen tener
en la actualidad mayor poder explicativo sobre el comportamiento antisocial y en los que se
basan los principales modelos teóricos y programa de intervención dentro del campo de la
psicología.
f) Estudios longitudinales: de acuerdo con los planteamientos evolutivos o efectos
recíprocos anteriormente expuestos, estudiar las causas de la conducta antisocial implica la
necesidad de realizar amplios seguimientos a lo largo del desarrollo del individuo a través de
estudios longitudinales para poder así analizar que tipo de variables aparecen en los distintos
momentos del ciclo vital y constatar cuales son sus efectos en el comportamiento final.
Después de haber hecho un recorrido por las principales teorías e hipótesis
explicativas sobre la génesis y/o mantenimiento de la conducta antisocial o comportamientos
delictivo, se puede evidenciar que ninguna de ellas por sí mismas ofrecen una explicación
completa del origen y de las causas de la conducta antisocial. Sólo un enfoque teórico
multifactorial e integrador como el propuesto por Jessor (1991), que defienda la confluencia
de diferentes factores de riesgo y de protección integrados en las diferentes teorías (personales,
familiares, escolares, sociales) podría acercarse de forma más realista al tema que nos ocupa.
De la misma forma, a la hora de realizar programas preventivos, se ha de tener en cuenta el
hecho multifactorial de la delincuencia y, por ello, deben sustentarse en modelos integrales
que consideren todos los factores causales, ya sean internos o externos al individuo, e incluyan programas dirigidos especialmente a los ámbitos más cercanos al individuo, por
ejemplo, la escuela, la familia y los amigos.
Finalmente, y como dice Becoña (1999), “la teoría sin la práctica se queda sólo en
teoría”, por lo que, la presente tesis doctoral intentará poner en práctica algunos de los
aspectos claves de las últimas teorías comentadas, especialmente la Teoría de la conducta
problema y/o de riesgo de Jessor.
Cuadro 2.1.Clasificación de las principales teorías en función de las variables a las que se
recurre para explicar la conducta antisocial.
CAPÍTULO III
FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN
DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL
3.1. Introducción
En el presente capítulo se va a mostrar cómo la conducta antisocial puede verse
desencadenada por multitud de factores, subrayándose, así, su multicausalidad. Cuando se
estudia un fenómeno tan complejo y envuelto en una fuerte polémica conceptual, una de las
estrategias más eficaces para comprenderlo consiste en conceptualizar sus determinantes, más
que como causas, como factores de riesgo.
Para Berkowitz (1996), un factor de riesgo es una condición que aumenta la
probabilidad de la ocurrencia de acciones agresivas aunque no de forma invariable. Loeber
(1990), por otra parte, conceptualiza estos factores como eventos que ocurren con anterioridad
al inicio del problema y que predicen el resultado posterior, incrementando la probabilidad de
su ocurrencia por encima de los índices básicos de la población. Esta perspectiva es la que, a
juicio de Berkowitz (1996), debería adoptarse al considerar todas las condiciones que pueden
promover la conducta antisocial y delictiva en jóvenes y adolescentes.
Cuando se introduce el concepto de factor de riesgo suelen realizarse una serie de
aclaraciones. En primer lugar, se dice que el concepto de factor de riesgo es “probabilístico”,
no determinista. El que un individuo presente factores de riesgo no implica que
necesariamente vaya a desarrollar conductas problemáticas; significa únicamente que, si lo
comparamos con un individuo sin esos factores, tendrá una mayor probabilidad de llegar a
implicarse en esas conductas. En relación con esta idea, es necesario matizar que los factores
de riesgo no llegan a tener el estatus de “causas”, es decir, son elementos predictores, pero no
implican una causación directa y lineal.
Por otra parte, es necesario también tener en cuenta
que, hoy por hoy, ningún factor de riesgo por sí solo permite predecir adecuadamente la
conducta problema. Se tiende a admitir que estos factores actúan en interrelación; las distintas
variables interactúan, se modulan y se influyen entre sí. Precisamente una de las dificultades
con las que se encuentra la investigación sobre este tema hace referencia a cómo se articulan
entre sí las distintas variables. Se conocen muchas variables predictoras de la conducta
problema y, sin embargo, se sabe relativamente poco de cómo se ordenan y se relacionan esos
factores entre sí (Luengo et al., 2002).
Así, cabe suponer que diferentes factores de riesgo tienen distintos mecanismos de
influencia sobre la conducta. Algunos de ellos quizás ejerzan sus efectos de un modo relativamente directo, sin mediadores: si los amigos refuerzan positivamente las conductas
antisociales, el individuo podrá tener más probabilidades de llevarlas a cabo, quizás sin
necesidad de ningún otro proceso intermedio. En otros casos, sin embargo, la influencia puede
ser indirecta: un clima familiar deteriorado puede no incidir directamente sobre la actividad
desviada, pero pueden dar lugar a que el adolescente pase más tiempo fuera de casa y tenga
una mayor probabilidad de contactos con amigos problemáticos; éste sería el factor con efecto
“próximo” o directo sobre la conducta desviada. En otras ocasiones, la influencia de los
factores de riesgo puede ser “condicional”, es decir, pueden actuar haciendo que el sujeto sea
más vulnerable a otros factores. Una baja asertividad, por ejemplo, podría facilitar la conducta
antisocial no porque en sí misma induzca a ella, sino porque la baja asertividad puede hacer al
sujeto más vulnerable a la influencia de los amigos.
Bien es cierto que no se pueden hacer simplificaciones con respecto a los factores
específicos que codeterminan la conducta antisocial. Su complejidad, así como los distintos
niveles de su influencia (biológicos, psicológicos, sociales y jurídicos), unidos a la
heterogeneidad conceptual de los comportamientos antisociales, excluyen respuestas simples.
No obstante, se puede decir mucho sobre las influencias que sitúan a jóvenes y adolescentes
en riesgo de emitir conductas desviadas y de los posibles mecanismos en los que operan
muchas de estas influencias. La cuestión de más interés es conocer quién es más propenso a
convertirse en antisocial y cuáles son los factores que conducen a tal situación.
Asimismo, pensar en términos de probabilidad sobre las condiciones que pueden
potenciar la conducta violenta es útil en muchos ámbitos de la vida, incluyendo las ciencias
naturales, la educación y las ciencias sociales. Para tomar una decisión en cualquiera de estas
áreas es necesario considerar la probabilidad de que cierto hecho se produzca o no, y en base
al conocimiento e información disponibles, estimar la probabilidad (grande, moderada o
pequeña) de que el suceso se produzca realmente. De este modo, la revisión de los factores
que en este capítulo se exponen permitirá hacer estimaciones razonables o afirmaciones de
probabilidad sobre las condiciones que promueven la conducta antisocial.
El objetivo principal de este capítulo es, por tanto, identificar los factores que colocan
a los individuos bajo riesgo de comportamiento antisocial. Este riesgo hace
fundamentalmente referencia al incremento de la probabilidad de la conducta sobre los
índices básicos de la población (Kazdin y Buela-Casal, 2002).
Se ha de tener en cuenta que, además de hablar de factores de riesgo de las conductas
antisociales, que hacen referencia a aquellas características individuales y/o ambientales que
aumentan la probabilidad de la aparición de dichas conductas o un mantenimiento de las
mismas; existen los factores de protección. Un factor de protección es una característica
individual que inhibe, reduce o atenúa la probabilidad del ejercicio y mantenimiento de las
conductas antisociales. En este sentido, los factores de riesgo y de protección no son más que
los extremos de un continuo y que un mismo factor será protector o de riesgo según el
extremo de la escala en que esté situado. Así, por ejemplo, el rasgo impulsividad puede ser un
factor de riesgo de conductas antisociales cuando tiene un valor elevado en los individuos,
mientras que sería un factor de protección cuando su valor es muy bajo. La presencia o
ausencia de los mismos no es una garantía de la presencia o ausencia de conductas
antisociales respectivamente. Asimismo, a mayor número de factores de riesgo habrá mayor
probabilidad de que aumente la probabilidad de aparición de conductas antisociales.
3.2. Clasificación de los factores de riesgo
Los factores de riesgo no son entidades que actúen aisladamente determinando
unívocamente unas conductas sino que al interrelacionarse, predicen tendencias generales de
actuación. Esto conduce a que la exposición de los principales factores de riesgo para el
ejercicio de conductas antisociales se realice atendiendo a dos grandes grupos: 1) factores
ambientales y/o contextuales y, 2) factores individuales. Asimismo, los factores individuales
se subdividen, a su vez, en: a) mediadores biológicos y factores bioquímicos, b) factores
biológico-evolutivos, c) factores psicológicos y, d) factores de socialización (familiares,
grupo de iguales y escolares).
3.2.1. Factores ambientales y/o contextuales
La sociedad constituye el marco general donde cohabitan tanto los individuos como
los grupos. Los medios de comunicación de masas, las diferencias entre zonas, el desempleo,
la pobreza y una situación social desfavorecida, así como las propias variaciones étnicas, son
claros factores de riesgo de cara a cometer comportamientos desadaptados y antisociales
(véase resumen Tabla 3.1.).
3.2.1.1. Los medios de comunicación de masas
Aunque en algunos momentos se ha supuesto que contemplar imágenes violentas
podría incluso reducir las conductas agresivas (la llamada hipótesis de la “catársis”, Lorenz,
1966), lo cierto es que se dispone en la actualidad de una amplia evidencia sobre el efecto
contrario (Bushman y Anderson, 2001; Donnerstein, 2004; Huesmann, Moise y Podolski,
1997; Huesmann, Moise, Podolski y Eron, 2003; Meyers, 2003; Wheeler, 1993).
En 1975, la comunicación especial de Rothenberg sobre el “Efecto de la Violencia
Televisada en Niños y Jóvenes” alertó a la comunidad sobre los efectos perniciosos de la
visión de la violencia televisiva en el normal desarrollo del niño al incrementar tanto los
niveles de agresividad física como la conducta antisocial. Esta comunicación, al igual que
otras procedentes de organizaciones profesionales como la Academia Americana de Pediatría
o la APA (Asociación de Psicología Americana) que llegaban a similares conclusiones, estaba
fundamentada en los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre las “Causas y
Prevención de la Violencia” (Baker y Ball, 1969) y en el Informe sobre “Televisión y
Desarrollo: El Impacto de la Violencia Televisada” (Surgeon General’s Scientific Advisory
Committee on Television and Social Behavior, 1972). Con posterioridad, estos resultados
fueron reforzados por el informe del Instituto Nacional de Salud Mental: “Televisión y
conducta: Diez años de progreso científico e implicaciones para los ochenta” (Pearl, Bouthilet
y Lazar, 1982) en el que, de nuevo, se exponía un amplio consenso desde la literatura
científica acerca de que la exposición a la violencia televisiva incrementaba la agresividad
física exhibida por niños y adolescentes (Brandon, 1996).
Es por ello que se ha hecho necesario regular legalmente cuales deben ser los
programas, contenidos y horarios de emisión de la programación infantil. Para ello, la Ley
25/1994, del 12 de Julio, incorpora al ordenamiento jurídico español, la Directiva de la Unión
Europea de 1989 sobre la coordinación de disposiciones legales, reglamentarias y
administrativas de los Estados miembros, relativas al ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva, siendo el artículo 17 de dicha ley, el que se refiere expresamente a la protección de
los menores frente a la programación (Vázquez, 2003).
De esta forma, el estudio científico de los efectos perniciosos de la observación de la
violencia en la televisión fue desarrollándose hasta quedar conceptualizado hoy en día como
un importante factor de riesgo del comportamiento agresivo (Donnerstein, 2004).
Entendiendo éste como un conjunto de condiciones presentes en el individuo o en el ambiente
que producen un aumento en la probabilidad de desarrollar un determinado problema como es,
en este caso, la conducta violenta (Donnerstein, 1998; Drewer, Hawkins, Catalano y
Neckerman, 1995; Huesmann et al., 2003; Lefkowitz, Eron, Walder y Huesmann, 1977;
Meyers, 2003); llegando a conformarse lo que hoy en día se denomina la Teoría del Efecto
Causal entre la visión de la violencia televisiva y la conducta agresiva. Aunque no hay
suficiente evidencia empírica que la apoye (Freedman, 1984; Lynn, Hampson y Agahi, 1989),
según Björkqvist (1986), la mayor parte de ésta parece estar a favor de la Teoría del
Aprendizaje Social que postula que la observación de imágenes violentas provoca un
incremento de la conducta agresiva debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento
instrumental vicario (Bandura, 1973).
Del Barrio (2004b) señala que para explicar la acción de la televisión sobre la
aparición de la agresión se recurre a varias teorías: 1) identificación, mediante aprendizaje
vicario, 2) desensibilización, inhibiendo la respuesta de desagrado innata hacia la agresión y,
3) las condiciones personales, temporales, familiares y ambientales en las que el niño ve la
televisión. Así, los mecanismos psicológicos a través de los cuales la observación de violencia
televisada puede llegar a facilitar la expresión de la conducta agresiva o antisocial, implican el
aprendizaje, por parte de los jóvenes, de que determinados tipos de agresión o violencia están
justificados o son más aceptados bajo determinadas circunstancias, legitimando así la agresión
a través de la violencia observada en los medios de comunicación (Watt y Krull, 1977). La
exposición a la violencia incrementaría, por tanto, el nivel de tolerancia, enseñando a los
niños observadores a elevar el nivel de la conducta agresiva considerada como “aceptable”
(Donnerstein, Slaby y Eron, 1994; Drabman, Thomas y Jarvie, 1977; Huesmann y Miller,
1994; Huesmann, et al., 1997; Huesmann et al., 2003; Livingstone, 1996; Meyers, 2003;
Molitor y Hirsch, 1994; Schneider, 1994) hasta llegar a relacionarse con la aparición de
comportamientos altamente violentos, como puede ser el homicidio (Bushman y Anderson,
2001; Heide, 2004; Wheeler, 1993).
Entre la gran cantidad de factores que han sido analizados en diversas investigaciones
con objeto de determinar los efectos de la observación de la televisión violenta en el
comportamiento agresivo, caben destacar el carácter justificado o injustificado de ésta
(Andreu, Madroño, Zamora y Ramírez, 1996; Berkowitz y Powers, 1979; Peña, Andreu y
Muñoz-Rivas., 1999), la visión de la violencia recompensada o castigada y la presencia de
armas (Paik y Comstock, 1994), la identificación personal con la agresión y sus
consecuencias (Rowe y Herstand, 1986), las actitudes y creencias normativas hacia la
agresión interpersonal y la visión de la lencia televisada (Huesmann, Eron, Czilli y Maxwell,
1996; Walker y Morley, 1991), la identificación personal con los personajes agresivos
(Huesmann et al., 1984, 2003), las atribuciones y la evaluación moral de los perpetradores de
la violencia (Rule y Ferguson, 1986) y la valoración de la agresión observada; especialmente
relevante cuando definimos el límite entre la agresión aceptada y la agresión censurable
(Mustonen y Pulkkinen, 1993). Asimismo, como ya señaló Gunter (1985), el contexto moral del comportamiento debe ser un factor más a considerar ya que es un importante mediador en
la percepción de la conducta antisocial.
Un trabajo reciente llevado a cabo por Huesmann et al. (2003) muestra que los niños
que ven televisión violenta tienen una conducta más agresiva 15 años más tarde en
comparación al grupo control, afectando más a los hombres que a las mujeres y a los niños
más que a los adolescentes o a los adultos. Meyers (2003) encuentra resultados en la misma
dirección, añadiendo cómo la agresión futura correlaciona más fuertemente con aquellos
sujetos que previamente tenían altos niveles de agresión. En la misma investigación se
encuentra que la educación paterna y el éxito escolar son las variables que presentan una
mayor correlación negativa con la agresión y con ver televisión violenta, tanto en niños como
en niñas, pudiendo ser consideradas como los factores de protección más importantes para
estas variables.
Entre las últimas investigaciones sobre el tema, se ha encontrado otro efecto
indeseable de la violencia televisiva, hasta ahora menos estudiado, como es la influencia que
tiene en sujetos que no son agresivos. Parece ser que la visión de escenas violentas incrementa
en ellos el miedo a ser víctima y temor a ser agredido en el mundo real y, este miedo, les
puede llegar a convertir en objetivos de la agresión de compañeros agresivos o violentos (Del
Barrio, 2004b; Donnerstein, 2004).
3.2.1.2. Diferencias entre zonas, comunidad y barrios
Quizás sean los estudios desarrollados por los representantes de la Escuela de Chicago
(Burguess, Mckenzie, Thrasher, Shaw y McKay), dentro del marco teórico de las “Teorías
Ecológicas”, los primeros en demostrar que la delincuencia era producida por la ciudad, e
incluso cabía apreciar la existencia de áreas muy definidas, como la zona de fábricas,
ferrocarriles, oficinas y almacenes del centro de la ciudad, suburbios, barrio chino; es decir,
demostraron que la criminalidad aumentaba cuanto más se aproximaba al centro de la ciudad
y a la zona industrializada (García-Pablos, 2001).
Parece evidente, desde un punto de vista social, que hay diferentes zonas en las que es
más probable encontrar altos niveles de delincuencia. Hope y Hough (1988) y Mayhew, Aye
Maung y Mirrless-Black (1993), por ejemplo, relacionan los índices de delincuencia con tres
tipos de zonas: 1) sub-zonas de alto nivel en las zonas céntricas deprimidas de las ciudades
(incluiría las casas de los ricos y las zonas de edificios de propiedad privada en ocupación
múltiple); 2) zonas multirraciales que se corresponden con viviendas privadas en alquiler; y 3)
complejos urbanísticos de subvención municipal en alquileres más reducidos/pobres, ubicados
en zonas céntricas deprimidas o en el anillo exterior.
Es posible, por ejemplo, establecer un paralelismo en cualquier ciudad española con el
estudio británico expuesto. Sirvan de ejemplo los registros de los barrios con altos índices de
delincuencia juvenil aportados por González (1987) en Madrid y Barcelona. Así, en Madrid el
orden de mayor a menor delincuencia sería: Canillejas, San Blas, Orcasitas y Vallecas; y en
Barcelona, Las Ramblas o La Mina.
Numerosos estudios señalan que las características de los barrios influyen en un mayor
desarrollo de violencia tanto en adultos como en niños y por igual en ambos sexos (Farrintong, Sampson y Wikström, 1993; Hawkins et al., 1999; Kupersmidt et al., 1995; Sampson y
Lauritsen, 1994; Sampson, Raudenbush y Earls,1997; Scott, 2004; Tremblay et al., 1997).
Simcha-Fagan y Schwartz (1986), se centraron en el estudio de los efectos
contextuales del barrio en la delincuencia y encontraron que el nivel económico de la
comunidad, la subcultura de criminalidad y la desorganización comunitaria, se relacionaban
significativamente con la delincuencia registrada oficialmente.
Stouthamer-Loeber et al. (1993) apuntan que cuando la pobreza del barrio es extrema,
el riesgo de que se produzca violencia urbana es muy alto. De la misma forma, algunos
autores ponen en evidencia que los barrios más desfavorecidos están asociados a una mayor
presencia de sucesos vitales estresantes y, a su vez, a una mayor presencia de conductas
agresivas en los jóvenes. Attar, Guerra y Tolan (1994), confirman esto en sus investigaciones.
En comparación con los jóvenes que vivían en otros barrios más favorecidos, éstos estaban
expuestos a mayores sucesos estresantes, lo que provocaba un aumento de comportamientos
agresivos constatados por el profesor durante el periodo de un año. Asimismo, es muy posible
también que las condiciones de una vida estresante derivada de vivir en un barrio
desfavorecido, que provoca incomodidades para los niños y muchos problemas a los padres,
les dificulte la tarea de criar a sus hijos de un modo constructivo (Scott, 2004).
Pero el tipo de barrio también afecta en la edad de comienzo de las conductas
antisociales de los chicos. Loeber y Wikström (1993) encontraron que aquellos barrios peores
o más desfavorecidos se caracterizaban por un inicio más temprano de los comportamientos
antisociales y violentos (10-12 años) respecto a otros barrios. Estos resultados también fueron
confirmados por Sommers y Basking (1993).
Sampson y Lauritsen (1994), se han dirigido hacia la búsqueda de relaciones entre
diversas características de los barrios y las tasas de crímenes violentos, incluyendo: rotación y
cambios de comunidad, heterogeneidad en la composición racial, densidad habitacional y
poblacional y desorganización social comunitaria. Los hallazgos sugieren que la
desorganización social y los cambios comunitarios son los que más contribuyen a incrementar
las tasas de violencia dentro de una comunidad.
Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian
prospectivamente en una muestra de adolescentes de 18 años, la influencia de diferentes
variables relacionadas con el barrio o la comunidad sobre la delincuencia. En primer lugar,
evaluaron la influencia de la desorganización de la comunidad a través de una escala
autoinformada de 6 items que evaluaba la percepción que tenían los adolescentes sobre su
barrio entre los 14 y los 16 años, encontrando una mayor variedad de actos violentos a los 18
años en aquellos jóvenes que crecieron en barrios desorganizados. En los mismos sujetos se
midió el grado de vinculación hacia el barrio a las edades de 10, 14 y 16 años a través de
autoinformes, resultando ser dicho factor menos predictor de la violencia que haber vivido en
una comunidad desorganizada. En segundo lugar, evaluaron la influencia de vivir en un barrio
donde existiera una alta accesibilidad a las drogas. Dicha variable se midió a través de una
escala autoinformada de tres items que evaluaba la disponibilidad de los estudiantes a la
marihuana a los 10 años y a la marihuana y a la cocaína a los 14 y 16 años. Los resultados
mostraron que una mayor disponibilidad de drogas durante la niñez y la adolescencia predecía
una mayor variedad de comportamientos violentos a los 18 años. En tercer lugar, y en
relación con la existencia de comportamientos delictivos llevados a cabo por adultos dentro de la comunidad, encontraron que los niños que conocían a una mayor cantidad de adultos
que vendían drogas o que participaban en alguna otra actividad ilegal dentro del barrio, tenían
una mayor probabilidad de involucrarse en comportamientos violentos a los 18 años. De la
misma forma, Thornberry, Huizinga y Loeber (1995) y Paschall (1996), encuentran mayor
prevalencia de comportamientos violentos autoinformados a la edad de 16 y 14-18 años
respectivamente, en aquellos adolescentes que estuvieron expuestos a la violencia o a la
delincuencia en sus barrios o comunidad.
Otros resultados a favor de la relación entre las características del barrio y la
comunidad y la conducta antisocial son los ofrecidos por Brewer, Hawkins, Catalano y
Neckerman (1995), encontrando que una baja vinculación hacia el barrio y la desorganización
en la comunidad, la disponibilidad de drogas y armas de fuego, la exposición a violencia tanto
en el barrio como en los medios, la exposición a prejuicios raciales y la existencia de leyes y
normas comunitarias que favorecen la violencia son factores que pueden influir en la
aparición de la violencia individual. De la misma forma, Herrenkohl et al. (2001), encuentran
nuevamente, que una baja vinculación hacia el barrio y ser varón, serían los factores de riesgo
más directos hacia el desarrollo posterior de la conducta antisocial.
Guerra, Huesmann y Spindler (2003) sugieren en su estudio que el ser testigo de
violencia dentro la comunidad influye en el comportamiento agresivo de los niños a través de
la imitación y el desarrollo de cogniciones favorables a la violencia a medida que los niños se
hacen mayores.
En el estudio realizado por Sampson et al. (1997) se demostró que el grado de
cohesión social y los mecanismos de control informal existentes entre los vecinos, eran
factores determinante para la prevención de la violencia, incluso en los barrios más pobres.
Así también, mudarse de un barrio desfavorecido a otra zona mejor, reduciría los
comportamientos antisociales (Scott, 2004). Eamon (2001) encuentra, como otro factor
protector, que cuando se vive en una barrio de alto riesgo, las prácticas educativas parentales
de carácter autoritario reducían la futura conducta antisocial de sus hijos.
Otros estudios han focalizado su atención en buscar relaciones entre la conducta
antisocial y el pertenecer a entornos urbanos o rurales (Elliot, Huizinga y Menard, 1989;
Farrington, 1989b; Hawkins et al., 1999). Así, estudios recientes apuntan que a pesar de no
encontrar una vinculación directa entre el tipo de hábitat (rural y urbano) y los
comportamientos antisociales, existen otros factores observados en sus resultados que podrían
hablar de un proceso de socialización defectuoso y ser estos los culpables indirectos de la
aparición de dichas conductas, estos serían la escasa tendencia altruista (Holahan, 1996) y un
menor grado de consideración hacia los demás (Arce, Seijo y Novo, 2004) encontrados en
mayor proporción en individuos de ambientes urbanos frente a los rurales.
3.2.1.3. El desempleo
Parecen también evidentes las relaciones que existen entre la falta de empleo y la
delincuencia. Farrington et al. (1986), en un estudio longitudinal de chicos procedentes de
zonas deprimidas de Londres, encontraron resultados interesantes respecto al desempleo. La
investigación arrojó tres resultados importantes: 1) los jóvenes que llevaban al menos tres
meses parados cometieron casi tres veces más delitos que el muestreo en su conjunto; 2) el
índice de delitos se incrementó cuando estaban sin trabajo; y 3) el efecto del desempleo en la
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delincuencia sólo era evidente en aquellos chicos con un alto índice anterior de delincuencia.
Podría suponerse que la experiencia del desempleo hiciese más probable el que los individuos
antisociales robasen con más frecuencia, siendo el efecto del desempleo relativamente
inmediato. Sampson y Laub (1993) apuntan la probabilidad de que el efecto del desempleo
sea más a largo plazo, provocando una reducción de los vínculos de la persona con la
sociedad y sus valores, lo que podría explicar que en muchos casos no existiera una estrecha
relación temporal entre las épocas de desempleo y los índices de delincuencia.
Fergusson, Lynskey y Horwood (1997a), en el estudio longitudinal de Christchurch,
compararon las prevalencias de delincuencia en jóvenes de 17 y 18 años con el tiempo que
habían permanecido desempleados entre los 16 y 18 años. Los resultados apuntaron claras
diferencias, encontrando que el 11-12% de los chicos condenados habían estado
desempleados durante un periodo de menos de seis meses sin embargo, la prevalencia de
delincuentes aumentaba al 19,7% a la misma vez que lo hacía el tiempo de desempleo, siendo
en este caso más de seis meses. Por contra, sólo el 2,2% de los chicos empleados habían sido
condenados por delito.
Rutter et al. (2000) concluyen, al respecto, que el desempleo predispondría a un
incremento de las actividades delictivas protagonizadas por aquellos individuos que ya tenían
un alto riesgo debido a su propia conducta anterior, características y antecedentes
psicosociales. No obstante, añade que no se sabe mucho de los mecanismos implicados y se
necesitan más estudios al respecto que ayuden a entender mejor la influencia de dicho factor
sobre el desarrollo de la conducta antisocial.
3.2.1.4. La pobreza y/o situación social desfavorecida
La mayoría de las teorías sociológicas sobre los factores determinantes de la
delincuencia tienen como punto de partida el que la mayoría de los delincuentes proceden de
un medio socialmente desfavorecido (Rutter y Giller, 1983).
Los indicadores de la desventaja socioeconómica como la pobreza extrema y el
hacinamiento, se han asociado repetidamente con el incremento del riesgo de exhibir
conductas antisociales por parte de los adolescentes (Evans, 2004; Farrington et al., 1990;
James, 1995; Pfeiffer, 1998, 2004; Pfeiffer, Brettfeld y Delzer, 1997; Wilmers et al., 2002).
De la misma forma, Mayor y Urra (1991) y West (1982) señalan que existe una
relación significativa entre la emisión de conductas antisociales y las clases sociales más bajas.
Sin embargo, la interpretación de estos datos es bastante compleja, posiblemente debido a la
asociación que existe entre estas clases sociales y otras variables como el tamaño de la familia,
el hacinamiento y/o la poca atención prestada a los niños, que constituyen otros factores de
riesgo. Cuando el efecto de estos factores han sido controlados, se ha visto como la clase
social muestra poca o ninguna relación con la conducta antisocial (Robins, 1978; Wadsworth,
1979).
Sin embargo, Elliott et al. (1989) encontraron entre los jóvenes urbanos pertenecientes
a la Investigación Nacional Juvenil de los Estados Unidos, que la prevalencia autoinformada
de asaltos con intimidación y robos, era el doble de alta en los jóvenes pobres y de clase
media.
Farrington (1989a) en su estudio de Cambridge sobre el desarrollo de la delincuencia
en Londres, encontró que los bajos ingresos económicos en la familia a la edad de 8 años,
predecía la violencia posterior y los arrestos por faltas violentas en los jóvenes. En Estocolmo
(Wikström, 1985), en Copenhaguen (Hogh y Wolf, 1983) y en Nueva Zelanda (Henry et al.,
1996) se han obtenido resultados similares. En comparación con los datos longitudinales de
Londres, en el estudio con jóvenes de Pittsburgh, encontró que el pertenecer a familias que
dependían de la beneficiencia aumentaba significativamente los niveles de conducta violenta.
Otros estudios a nivel comunitario han considerado cómo la pobreza contribuye al
desarrollo de la violencia. Por ejemplo, Smith y Jarjoura (1988) encontraron que las
comunidades que se caracterizaban por su pobreza y por una rápida rotación de la población
tenían tasas de crímenes significativamente mayores en comparación con áreas pobres, pero
estables o áreas de alta rotación, pero con mayores ingresos económicos (Sampson y
Lauritsen ,1994).
Conger et al. (1994) encuentran que la presión económica afecta a la conducta
antisocial, pero indirectamente, ya que estaría mediada por la depresión de algún progenitor,
conflicto matrimonial u hostilidad de los progenitores. Un año más tarde
Conger, Patterson y
Ge (1995) analizaron el efecto de la tensión familiar en un estudio longitudinal, medido a
través de una bajada en los ingresos o por enfermedad o lesión grave. Los efectos del estrés
familiar estaban modulados por la depresión de los padres y la deficiente disciplina por parte
de éstos. No obstante, hay que señalar que los conceptos de presión económica y de tensión
familiar estaban definidos de forma general, hallándose una relación con la conducta
antisocial muy débil.
Otros resultados a favor de la relación entre la situación social desfavorecida y la
conducta antisocial son los ofrecidos por Pfiffner, McBurnett y Rathouz (2001), quienes
hallaron un mayor índice de conducta antisocial en familias en las que el padre biológico no
estaba en casa, correlacionando este hecho con el bajo estatus socioeconómico. La relación se
invertía en aquellos casos en los que el padre sí que estaba en el hogar.
Dos estudios realizados en Alemania, el de Wetzels, Enzmann, Mecklenburg y Pfeiffer
(2001) y Wilmers et al. (2002), ponen en evidencia un mayor prevalencia de violencia juvenil
en grupos de extranjeros o inmigrantes, especialmente los de origen turco y yugoslavo, siendo
éstos, los que habían sufrido un aumento de pobreza y desarraigo social mayor. Eamon (2001)
señala que la relación encontrada en su estudio entre la conducta antisocial y la pobreza,
estaba mediada por la influencia de la presión de los pares y vivir en un vecindario
problemático.
Del Barrio (2004b) señala que no hay que olvidar que las clases sociales más bajas
acumulan más factores de riesgo que hacen que se produzca un incremento de las conductas
violentas y agresivas. El nivel de educación es más bajo por lo que no tienen acceso a una
profesión segura, lo que les provocará niveles altos de frustración y la tentación de tomar por
la fuerza lo que no se puede conseguir de otro modo. En un reciente trabajo, Evans (2004)
demuestra cómo los bajos ingresos económicos correlacionan con un cúmulo de carencias de
otro orden, entre las cuales estarían: menos supervisión de tareas escolares, más horas de
televisión, menos acceso a libros y ordenadores, más familias rotas o desestructuradas, más
violencia en el hogar, menos responsabilidad paterna y más autoritarismo, menos seguridad
policial en los barrios, peores escuelas, menos recursos de ocio controlado, entornos más
ruidosos y contaminados y peor salud.
Finalmente, Gelles y Cavanaugh (2004) señalan que la situación económica y las
desigualdades son dos de los factores sociales más importantes vinculados con la violencia
por varias razones. En primer lugar, por ser un poderoso estresor vital. En segundo lugar, por
correlacionar con otra serie de estresores vitales como pueden ser el desempleo, la
enfermedad, la carencia de una vivienda digna, la falta de asistencia sanitaria, factores que se
agravan si además viven en vecindarios con un alto grado de delincuencia. Y en tercer lugar,
porque puede influir a nivel psicológico, como señala Gilligan (1996), una persona que se
encuentra en una situación de deprivación como es la pobreza, puede generar sentimientos de
vergüenza e inferioridad que potencien aún más la aparición de la conducta antisocial.
3.2.1.5. Las variaciones étnicas
Las variaciones étnicas también se han postulado como factor de riesgo del
comportamiento antisocial. A pesar de que los registros oficiales casi siempre reflejan la
existencia de diferencias en los índices de delincuencia entre personas de diferentes etnias o
razas, preferentemente en grupos minoritarios o inmigrantes socialmente marginados, lo
cierto es que no hay que olvidar que éstos resultados pueden estar sesgados al menos por dos
motivos, por un lado, llaman más la atención de la policía, por lo que son más arrestados
(Hagan y Peterson, 1995; Mann, 1993)y por otro, parece que la raza o la etnia influye más
sobre la decisión de los jueces a inculparlos (Pope y Feyerherm, 1993; Tonry, 1995). Los
estudios que evalúan la prevalencia de conducta antisocial de forma autoinformada, no
encuentran diferencias significativas entre diferentes razas (Farrington et al., 1996a). Parece
ser que lo que si se evidencia en algunos estudios es que existen diferentes patrones de
comportamiento antisocial entre la raza blanca y negra (LaFree, 1995). Así, parece que los
sujetos de raza negra son más arrestados por delitos relacionados con el robo, homicidio
involuntario y crímenes violentos, mientras que los blancos son más arrestados por el resto de
los delitos (Snyder y Sickmund, 1995).
El FBI afirma en su informe del año 2002 que los varones jóvenes de raza negra (de
entre 18 y 24 años) presentan las tasas más altas de homicidio, siendo sus víctimas habituales
otros varones jóvenes de raza negra. Otros grupos minoritarios residentes en Estados Unidos
como los indios americanos o nativos de Alaska, también presentan altas tasas de violencia
(Gelles y Cavanaugh, 2004). Pero como añade este autor, la interpretación de estos datos no
debe olvidar que los grupos minoritarios presentan mayor probabilidad de atraer más la
atención de las autoridades oficiales, de recibir una sanción, o de tener problemas económicos.
Sin embargo, aún controlando los factores pobreza o los ingresos las diferencias siguen
apareciendo. Hampton, Carrillo y Kim (1998) hablan de la existencia de otros estresores a los
que estarían sometidos estos grupos minoritarios y que podrían explicar dicha diferencia,
entre otros, estarían el desempleo, la desestructuración familiar, la densidad de población y la
discriminación individual e institucional
De la misma forma, otros autores señalan que factores tales como el desempleo, la
pobreza, los factores familiares de riesgo, normas culturales legitimadoras hacia la violencia o
alguna combinación interfactorial, subyacerían a las diferencias encontradas en sus estudios
(Pfeiffer, 1998, 2004; Wetzels et al., 2001; Wilmers et al., 2002). Así, el estudio de Peeples y
Loeber (1994) halla que el índice de delincuencia de los afroamericanos que vivían en zonas
que no eran de clase marginada no difería del de los blancos.
Por otra parte, McCord y Ensminger (1995) encontraron, en una muestra de
estudiantes afroamericanos del estudio de Woodlawn, relaciones entre comportamientos
violentos y haber sido víctima de discriminación racial, incluyendo haber tenido problemas
para encontrar trabajo y casa. Asimismo, quienes informaron de estos incidentes de
discriminación racial eran más violentos de adultos que los que no habían sido víctimas de
estos prejuicios sociales.
3.2.2. Factores individuales
Hasta hace relativamente poco tiempo se consideraba que los modelos psicosociales y
biológicos no sólo eran mutuamente excluyentes sino que, además, entraban en competencia.
Sin embargo, hoy sabemos que todo comportamiento humano es, en mayor o menor medida,
producto de la interacción entre determinadas experiencias vitales o variables psicosociales y
un conglomerado de factores biológico-genéticos, por tanto, la aparición de la conducta
antisocial estará modulada por dicha interacción.
3.2.2.1. Mediadores biológicos y factores genéticos
Rutter y Giller (1983) consideraron, entre otros, que no era demasiado útil buscar
posibles influencias genéticas subyacentes a las diferencias individuales encontradas en la
propensión hacia las conductas antisociales. No obstante, en la actualidad, el panorama es
muy distinto, puesto que los factores de riesgo genéticos y biológicos (Lahey, McBurnett,
Loeber y Hart, 1995; Raine, Brennan y Farrington, 1997; Susman y Finkelstein, 2001), los
factores neuropsicológicos y la delincuencia (Milner, 1991), y, finalmente, los vínculos con el
trastorno mental (Hodgins, 1993), han sido puestos claramente de relieve en el estudio del
riesgo de comportamientos antisociales.
En este apartado se recogen aquellos estudios que relacionan determinadas
anormalidades bioquímicas, estructurales y funcionales que se han encontrado vinculadas a
los comportamientos antisociales y violentos (véase resumen Tabla 3.2.).
3.2.2.1.1. Hormonas, neurotransmisores y toxinas
La investigación sobre hormonas y comportamiento agresivo y/o violento en humanos
se ha centrado principalmente en dos tipos de estudios: a) el estudio de los trastornos
endocrinos, básicamente en los síndromes hiper e hipogonadales y, b) los estudios
correlacionales entre niveles de testosterona en plasma, saliva u orina y conducta agresiva
medida a través de cuestionarios psicológicos y/o observaciones conductuales definidas.
Un estudio pionero sobre la relación entre la testosterona y la agresión auto-informada
en hombres fue el realizado por Persky, Smith y Basu (1971). Se utilizaron sujetos varones
normales a los que se les administraron diversos cuestionarios psicológicos, entre ellos, el
Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee -BDHI- (1957). Los resultados obtenidos
mostraron una correlación significativa entre niveles superiores de testosterona, puntuaciones
en el BDHI total y la testosterona plasmática total. El segundo factor obtenido en este
cuestionario fue denominado sentimientos agresivos que también correlacionó
significativamente con la producción de la hormona. Los autores sugirieron que la capacidad
para experimentar sentimientos agresivos estaría asociada a la actividad gonadal masculina
(Aluja, 1991). Sin embargo, estudios posteriores ( Doering et al., 1975; Meyer-Bahlburg y
cols,1974) no llegaron a confirmar estos hallazgos obtenidos.
Aplicando el BDHI a un muestra de 101 voluntarios universitarios así como otras
medidas de autoinforme, Monti, Brown y Corriveau (1977) no hallaron ninguna correlación
significativa entre la escala total de este cuestionario y la testosterona, pero sí con la subescala
Suspicacia, aunque de forma moderada. Sin embargo, tampoco se hallaron correlaciones entre
la estructura factorial del BDHI, compuesta por tres factores denominados agresividad,
súplica social y relajación, con los niveles de testosterona plasmática.
Olweus, Mattsson, Schalling y Löw (1980) utilizando otros tipos de autoinformes,
entre ellos el Multifacet Aggression Inventory for Boys (OMFAIB), obtuvieron una relación
significativa y positiva entre las subescalas relacionadas con la agresión física y verbal y los
niveles de testosterona. Estos resultados serían concordantes con los obtenidos por Persky et
al. (1971), puesto que el Factor II del BDHI queda integrado por agresión indirecta,
irritabilidad y agresión verbal.
Merece destacarse el hecho de que los trastornos agresivos constituyen una de las
categorías principales en la que pueden agruparse los efectos psicológicos de la
administración de esteroides androgénicos-anabolizantes como la testosterona (Salvador,
Martínez-Sanchís, Moro y Suay, 1994). En esta línea de investigación, estudios realizados con
sujetos transexuales han mostrado que la administración de testosterona aumenta la ira y la
propensión a agredir, mientras que la administración de antiandrógenos las reduce (Van
Goozen et al., 1995).
Para evaluar la agresividad de los sujetos, también se han empleado otros instrumentos
diagnósticos, además de los cuestionarios psicológicos, mostrando que las relaciones entre
hormonas y conducta agresiva son más consistentes cuando se emplean escalas de
observación, historiales delictivos u otros criterios cumplimentados por terceras personas
(Aluja, 1991).
Estas relaciones también parecen más consistentes en sujetos jóvenes, sobretodo,
cuando se estudian poblaciones especialmente agresivas. Ontogenéticamente, la influencia de
la testosterona estaría modulada por la edad, de tal forma, que en el periodo perinatal y en la
adolescencia su influencia sería crucial, pero disminuiría conforme avanza el periodo de
desarrollo (Buchanan, Eccles y Becker, 1992). Se ha de tener en cuenta, además, la relevancia
creciente de los factores sociales a medida que el sujeto madura. Estos factores sociales y de
aprendizaje son más importantes conforme vamos avanzando en la escala filogenética,
llegando a desempeñar un papel particularmente importante que debe ser considerado.
En función de los resultados obtenidos dentro de esta línea de investigación, se sugiere
que la propensión a experimentar sentimientos agresivos podría estar asociada con una mayor
capacidad de las gónadas masculinas para producir testosterona mientras que, la expresión
manifiesta de sentimientos de hostilidad, podría estar más asociada a los niveles circulantes de
la hormona (Suay et al., 1996). También son de destacar los estudios realizados en situación
de competición humana, en los que se muestra una clara relación positiva entre la testosterona
y algunos aspectos de la conducta competitiva como la ambición, la dominancia, la respuesta
agresiva a la amenaza o la implicación en la competición (Salvador et al., 1994; Suay et al.,
1996).
Actualmente, existen pruebas convincentes del vínculo entre la alta concentración de
testosterona y el aumento de la conducta agresiva en los adultos (Raine, 2002a), llegándose
incluso a demostrar cómo las influencias ambientales también se relacionan tanto con la
testosterona como con el cortisol (Tremblay et al., 1997). Así, estos autores encontraron en el
estudio de Montreal, cómo los chicos clasificados como bravucones a los 13 años,
presentaban niveles más altos de testosterona, sin embargo, los niveles bajaban en los
clasificados como agresivos. Este resultado podría evidenciar el hallazgo de que el rechazo
social reduce los niveles de testosterona. Sin embargo, a los 16 años y con el paso de los años,
dichos niveles aumentaban en los chicos agresivos. Estos resultados son compatibles con la
idea de que los andrógenos desempeñan algún papel mediador en las relaciones causales entre
las experiencias sociales y la agresión (Rutter et al., 2000). A pesar de esto, pocos
investigadores han estudiado la existencia de interacciones biosociales. Dabbs y Morris
(1990) hallaron entre los sujetos de bajo estatus socioeconómico que aquellos que tenían altos
niveles de testosterona presentaban mayores tasas de delincuencia, no ocurriendo esto con los
que tenían un alto estatus. Scarpa et al. (1999) constató que los niños maltratados que
presentaban mayor respuesta de cortisol, puntuaban más alto en agresión. De la misma forma,
Teicher (2000) resalta que la presencia excesiva de cortisol en sangre encontrada en niños
maltratados, puede acabar dañando el hipocampo, lugar fundamental en el control de la
agresividad.
En relación a las hormonas femeninas, el papel que juegan en la agresión es sugerido
por sus funciones. No se espera que una mujer que se preparara o estuviera a la mitad de un
embarazo tuviera alguna disposición a ser agresiva así que deberíamos deducir que la
progesterona tendría un efecto inhibidor o reductor de la agresión. De forma similar,
cualquier mujer lactante haría bien en defenderse contra cualquier amenaza hacia su cría y no
comprometerse fácilmente en otros encuentros agresivos que pudieran conllevar lesiones
directas o indirectas.
Por tanto, podríamos sugerir que bajos niveles de progresterona podrían producir
algún tipo de agresión, tal y como se constata en el síndrome premenstrual, donde algunas mujeres muestran un aumento de su irritabilidad durante la semana previa a la menstruación y
tales síntomas a menudo se alivian con suplementos de dicha hormona (Dalton, 1964). La
administración de progesterona natural es, asimismo, efectiva para el control de la conducta
sexual impulsiva y la agresión (Moyer, 1987). Así, la agresión entre hembras y
particularmente conocida como agresión materna, está también modulada hormonalmente, de
tal forma, que algunas hormonas gonadales y suprarrenales afectan a la agresividad durante el
embarazo pero no durante la lactancia (Svare, 1981).
Por otra parte, Carroll y Steiner (1978) informaron que altos niveles de prolactina
combinados con bajos niveles de progesterona, pueden causar ansiedad o agresión irritable.
Dada la disminuida agresión asociada a las mujeres, esperaríamos que el estrógeno, hormona
asociada con las características sexuales femeninas, promovería niveles más bajos de agresión.
Herrmann y Beach (1978) informaron que las inyecciones de progesterona reducen la
irritabilidad en los sujetos. Este efecto ha sido utilizado con éxito para disminuir problemas
asociados con el síndrome premenstrual. Además, Meyer-Bahlburg (1981) informó sobre
algunos efectos en los fetos producidos por la administración de hormonas para ayudar a
sostener un embarazo. Los excesos de progesterona prenatal producían niveles más bajos de
agresión tanto en varones como en mujeres.
A modo de conclusión y en relación con las investigaciones realizadas entre
testosterona y conducta agresiva y/o violenta, se puede afirmar en general, la existencia de un
incremento de los niveles plasmáticos de testosterona y un mayor comportamiento antisocial
en varones (Flores, 1987; Mattsson et al., 1980; Olweus et al., 1980; Raine 2002a; Tremblay
et al., 1997). Así, se ha llegado a señalar incluso que la testosterona es el candidato más
prometedor de todos los mediadores biológicos (Rubinow y Schmidt, 1996).
Respecto a los neurotransmisores, hay una amplia bibliografía basada en estudios que
consideran a la serotonina como un aspecto central en la regulación de la conducta agresiva
impulsiva (Coccaro, 1989; Pedersen, Oreland, Reynolds y McClearn, 1993; Sanmartín, 2004;
Spoont, 1992; Van Praag, 1991). A través de la enzima monoaminoxidasa (MAO) se han
asociado niveles elevados de serotonina al comportamiento antisocial. Así, la baja actividad
de la MAO en las plaquetas guarda relación con el delito violento (Belfrage, Lidberg y
Oreland, 1992) y con la delincuencia persistente (Alm et al., 1994).
En este sentido, tal y como sugiere Gómez-Jarabo, Alcázar y Rubio, (1999), un
posible marcador biológico de la agresividad podría ser la actividad monoamino-oxidasa
(MAO) plaquetaria, una medida indirecta del funcionamiento serotoninérgico cerebral. Una
disminución de la actividad MAO ha sido descrita en individuos violentos y en pacientes con
trastornos del control de los impulsos (Buschbaum, Coursey y Murphy, 1976; Carrasco, Sáiz
y Hollander, 1994). Los resultados obtenidos por Brunner et al., (1993) en una familia
holandesa en la que catorce de sus miembros fueron detenidos por actos violentos
continuados, indicaron la presencia de una mutación genética ligada al cromosoma X, que
ocasionaba una alteración de la enzima MAO-A y que, a su vez, originaba una disfunción en
la actividad serotoninérgica.
El hallazgo más común en sujetos con historia de conducta violenta o impulsiva,
incluido el homicidio, es el nivel significativamente bajo del principal metabolito de la
serotonina, el ácido 5-hidroxi-indolacético (Brown et al., 1979; Linnoila et al., 1983; Raine y Venables, 1992). En la última década, la investigación se ha centrado en el hecho de que la
disminución de la actividad serotoninérgica se acompaña de un déficit del control de los
impulsos e irritabilidad, lo que se traduciría en una mayor probabilidad de comportamientos
violentos y no tanto en que la serotonina sea la responsable directa de tal comportamiento
agresivo (Moffitt et al., 1997; Pine et al., 1997; Sanmartín, 2004).
Himelstein (2003) encuentra en su estudio que el funcionamiento serotoninérgico en la
infancia, ayudaba a predecir no sólo el comportamiento agresivo futuro sino la persistencia de
éste, de tal forma, que aquellos que presentaban bajos niveles de serotonina mostraban un
comportamiento antisocial persistente en la adolescencia y edad adulta, por contra, desistían
de dicho comportamiento si sus niveles de serotonina eran normales.
Respecto a otros neurotransmisores, se ha encontrado que la acetilcolina aumenta la
agresión cuando se administra en el lóbulo temporal, el hipotálamo y otras áreas neuronales
en varias especies animales. La exposición accidental, general, a los agonistas colinérgicos
también puede aumentar la agresividad humana. Otras observaciones y manipulaciones
apoyan aún más el efecto facilitador de la acetilcolina sobre la agresión (Ebel, Mack,
Stefanovic y Mandel, 1973; Grossman, 1963; MacLean y Delgado,1953). En general, varios
tipos de investigación apoyan la tesis de que la acetilcolina contribuye a la producción de
comportamientos agresivos (Renfrew, 1997).
La noradrenalina (NA) también ha sido asociada con la agresión en experimentos
psicofarmacológicos en los que la agresión se ve incrementada o reducida de manera paralela
a los niveles de NA. También se produce una utilización elevada de la norepinefrina durante
la agresión. En humanos, los estados maníacos se producen después de aumentos de NA o por
agonistas, viéndose reducidos por la acción de los antagonistas (Eichelman y Barchas, 1975).
Finalmente, la dopamina (DA) es un neurotransmisor que se ha involucrado en los
efectos placenteros relacionados con la función que limita la agresión durante la actividad del
Sistema de Inhibición de la Agresión. También ha sido asociada con el aumento de agresión
en experimentos que involucran su manipulación. El desacuerdo surge en los papeles relativos
de la DA y la NA. Parte de este desacuerdo resulta del hecho de que la DA es un precursor de
la NA y los fármacos que afectan a la agresión afectan a menudo a ambos neurotransmisores
(Alpert, Cohen, Shaywitz y Piccirillo,1981; Datla, Sen, Bhattacharya, 1992).
En cuanto a determinadas toxinas y nutrientes, éstas también se han vinculado a un
aumento de la probabilidad de ejercer conductas antisociales. Así, los hijos de padres
alcohólicos tienen un riesgo sustancialmente mayor de exhibir conductas antisociales, además
de otros tipos de psicopatología (Scott, 2004; Steinhausen, 1995) y especialmente cuando el
consumo de alcohol es realizado en las primeras etapas del embarazo por parte de la madre,
pudiendo provocar serios problemas, entre ellos falta de atención e hiperactividad (Streissguth,
1993). Respecto a la exposición de la nicotina, existen estudios que han establecido un
vínculo significativo entre el consumo de tabaco durante el embarazo y el trastorno disocial y
la delincuencia violenta posterior (Raine, 2002b). De la misma forma se ha encontrado como
el número de cigarrillos consumidos por la madre durante el embarazo correlacionaba con la
delincuencia violenta posterior de sus hijos y, no sólo durante la etapa adolescente, sino a lo
largo de la vida (Brennan, Grekin y Mednick, 1999; Fergusson, 1999; Rasanen et al., 1999).
Otro factor asociado ha sido la ingestión de plomo. Unos niveles moderadamente elevados de
plomo en el cuerpo van asociados a ligeras disminuciones del rendimiento cognitivo (Fergusson, Horwood y Lynskey, 1997b). Sin embargo, su relación con la agresividad no está
demasiado clara. Needleman et al. (1996) encontraron en niños de 11 años relación entre
niveles elevados de plomo en huesos y la conducta agresiva y delictiva manifestada, pero no a
la edad de 7años. Otros estudios han puesto de manifiesto como diferentes aditivos
alimentarios pueden ser causa de hiperactividad, por ejemplo, aquellos que presentan
intolerancia a algún elemento de su dieta (Carter et al., 1993; Schulte-Korne et al., 1996;
Taylor, 1991) o la deficiencia vitamínica (Eysenck y Schoenthaler, 1997) que puede reducir el
rendimiento cognitivo.
3.2.2.1.2. Sistema nervioso autónomo y estudios neurofisiológicos
La baja reactividad autonómica ha sido asociada a la producción de conductas
delictivas, principalmente a través del hallazgo del menor número de pulsaciones encontrado
en jóvenes que cometen conductas antisociales respecto a aquellos que no las cometen (Lösel
y Bender, 1994; McBurnett, Lahey, Capasso y Loeber, 1997; Raine, Venables y Williams,
1995; Raine, Venables y Mednick, 1997).
Wadsworth (1976) encontró en la encuesta Británica Nacional de Salud y Desarrollo,
que el 81% de los delincuentes violentos y el 67% de los delincuentes sexuales tenían
frecuencias cardiacas por debajo del promedio. Se cree que un bajo número de pulsaciones es
indicador de un temperamento temerario y/o de un bajo nivel de arousal, que predispone a
algunos individuos hacia la agresión y la violencia (Raine y Jones, 1987). Hasta hoy, la
evidencia no es suficientemente fuerte para utilizar este indicador físico/médico como la baja
frecuencia cardiaca, para identificar a aquellos que están en riesgo de ser violentos.
Hay anormalidades neurofisiológicas que se han asociado también al aumento de la
delincuencia. En este sentido, cobran importancia los estudios que relacionan determinadas
anormalidades en el lóbulo frontal, ya sean estructurales o funcionales, con la aparición de
conductas antisociales (Bauer, 2000; Chang, 1999; Miller, 1998; Raine, 2002b). Estos
estudios surgen a raíz de las investigaciones que relacionan la psicopatía con el lóbulo frontal.
Así, las reducciones del volumen de corteza gris prefrontal en pruebas de resonancia
magnética (RM) (Raine et al., 2000), se han asociado a un menor flujo sanguíneo cerebral
relativo en áreas frontales mediante tomografía por emisión de fotones únicos (SPECT)
(Brower y Price, 2001), aun menor consumo de glucosa frontal a través de la tomografía por
emisión de positrones (TEP) (Raine, 2001) y a determinados potenciales evocados cerebrales,
como la P300, pertenecientes a áreas frontales (Kiehl, Hare, Liddle y McDonald, 1999).
3.2.2.1.3. Embarazo y complicaciones en el parto
Los traumas prenatales y las complicaciones durante el embarazo están de alguna
manera relacionados con comportamientos violentos en el futuro aunque los hallazgos varían
según la muestra y los métodos utilizados para identificar dichos traumas prenatales. Kandel y
Mednick (1991) encontraron que el 80% de los delincuentes violentos presentaron mayores
complicaciones durante el parto comparado con el 30% de los delincuentes contra la
propiedad y el 47% de los no delincuentes. Sin embargo, hay evidencia de que el trauma
prenatal es predictor de la violencia sólo en los niños criados en ambientes familiares
inestables (Mednick y Kandel, 1988), sugiriendo que un ambiente familiar estable podría
servir como factor protector de la influencia de estos traumas. Además, los traumas prenatales
también predicen un mayor riesgo de hiperactividad, lo que en sí mismo es un factor de riesgo para la violencia, sugiriendo la existencia de diversos caminos para llegar a la conducta
violenta después de haber padecido traumas prenatales. Se debe destacar que los traumas
prenatales y las complicaciones en el parto están relacionados con el comportamiento violento
posterior, pero no así con la conducta criminal no violenta (Mednick y Kandel, 1988),
sugiriendo que podrían producirse daños sobre los mecanismos cerebrales que inhiben la
conducta violenta de forma específica (Reiss y Roth, 1993).
No obstante, debemos resaltar que Denno (1990) no encontró que las complicaciones
durante el embarazo y el parto fueran capaces de predecir arrestos por violencia hasta los 22
años, como tampoco se encontró en el estudio de Cambridge (Farrington, 1997b).
Varios estudios han mostrado que la influencia de haber padecido complicaciones en
el parto sobre la conducta antisocial futura dependerá de la presencia de otros factores de
riesgo de carácter psicosocial. Así, Raine, Brennan y Mednick (1994) encontraron como las
complicaciones en el parto interactuaban con el rechazo materno durante el primer año de
vida en la predicción de la delincuencia a los 18 años. Estos mismos autores, tras realizar un
seguimiento de los chicos, encontraron que la influencia de dicha asociación de factores
apareció sólo para la delincuencia de tipo violento (Raine, Brennan y Mednick, 1997).
Piquero y Tibbetts (1999) en su estudio longitudinal encontró que aquellos sujetos que habían
tenido complicaciones pre/perinatales como un entorno familiar desfavorable tenían mayor
probabilidad de acabar siendo delincuentes violentos a la edad adulta. De modo similar,
complicaciones durante el embarazo junto con malas prácticas de crianza (Hodgins, Kratzer y
McNeil, 2001) o inestabilidad familiar (Arsenault, Tremblay, Boulerice y Saucier, 2002)
también predecían mayor violencia adulta.
Por tanto, las complicaciones en el parto, tales como la privación del oxigeno, la
extracción con fórceps y la preeclampsia, pueden contribuir a provocar daño cerebral y ser
una de las causas tempranas que se dan en niños y adultos antisociales. Aun así, puede que las
complicaciones en el parto no predispongan al delito por sí mismas, sino que requieran la
presencia de circunstancias ambientales negativas para desencadenar la violencia posterior
(Raine y Chi, 2004).
3.2.2.1.4. Anomalías cromosómicas
A mediados de los años 60, un estudio pionero llevado a cabo con delincuentes en
prisión, halló en esta población una excesiva presencia de la anomalía cromosómica XYY
(Jacobs et al., 1965). Aunque los comportamientos delictivos son claramente más numerosos
en los individuos XYY, en comparación con los XY de la misma edad, peso, inteligencia y
clase social, sus delitos son relativamente triviales (Witkin et al., 1976). Más recientemente,
otros estudios han encontrado que los individuos XYY tienen un índice de delincuencia varias
veces superior al de los individuos XXY, siendo el índice de estos últimos prácticamente
igual al de la población general y no pudiendo atribuir las diferencias a un bajo CI (Götz,
1996; Walzer, Bashir y Silbert, 1991).
Como recogen Rutter et al. (2000), la presencia de XYY no causaría la delincuencia
directamente sino que, junto a otros factores, incrementaría la probabilidad de ejercer
conductas antisociales. La única evidencia genética con relativo poder explicativo subyace a
un trastorno genéticamente vinculado al metabolismo de la monoaminoxidasa (Brunner et al.,
1993; Brunner, 1996).
3.2.2.1.5. La transmisión familiar
Hoy en día se dispone de pruebas fehacientes que apoyan la influencia genética sobre
el comportamiento antisocial (Cleveland, Wiebe, Van den Oord y Rowe, 2000; Eley,
Lichtenstein y Stevenson, 1999; Ge et al., 1996; Rutter, 1997). A continuación, se presentan
aquellos estudios que sitúan a la familia como piedra angular de la posible transmisión
genética de una predisposición a realizar conductas antisociales.
1. Estudios con familias.
Se ha observado que los padres antisociales tienen más
probabilidad de tener hijos que desarrollen conductas delictivas. Un estudio clásico de
Robins (1966) situaba el comportamiento criminal del padre como uno de los mejores
predictores de la conducta antisocial del hijo.
En los últimos años se han acumulado evidencias a favor de una heredabilidad de las
características biológicas moduladoras de la conducta delictiva. Farrington, Barnes y
Lambert (1996) encuentran que la delincuencia se concentra marcadamente en algunas
familias y se transmite en mayor grado de generación en generación. En esta línea, se
ha demostrado que aunque las variables relacionadas con el entorno familiar van
significativamente asociadas a la delincuencia de la descendencia, su efecto es más
débil que el de la delincuencia paterna o materna después de considerar otras variables,
pese a que ambas son estadísticamente importantes (Rowe y Farrington, 1997).
Asimismo, está tomando fuerza la posición que incide en que habría un sustancial
componente genético en la agresividad y en la conducta perturbadora, reduciéndose su
importancia sobre la delincuencia (Van der Oord, Boomsma y Verhulst, 1994).
Habitualmente se tiende a pensar que la influencia genética sobre el delito violento es
más poderosa que sobre el delito insignificante. Sin embargo, los estudios revelan
resultados opuestos a las creencias implícitas (Bohman, 1996; Cloninger y Gottestman,
1987).
2. Los estudios con gemelos.
El primer estudio realizado con gemelos criminales fue
realizado por el psiquiatra alemán Lange (1929), quien encontró un 77% de
concordancia en la criminalidad de gemelos monozigoto (MZ) y un 12% para los
dizigoto (DZ), concluyendo que la heredabilidad jugaba un papel preponderante como
causa del crimen. Christiansen (1977) encontró una concordancia del 52% en una
población de presos MZ (masculino-masculino) en comparación con el 22% en DZ
(masculino-masculino).
3. Los estudios de adopción.
Las limitaciones de los estudios con gemelos están
vinculadas a su dificultad para separar las causas genéticas de las ambientales.
Asimismo, el papel diferencial que podrían ejercer las propensiones genéticamente
condicionadas en los niños situados en entornos de muy alto riesgo y sobre las que hay
total incertidumbre acerca de su hipotética realidad, conducen a pensar en un enfoque
no tan reduccionista como es el genético (Baumrind, 1993). Por tanto, los estudios con
hijos adoptivos separan más adecuadamente las causas genéticas y ambientales. Crowe
(1974) encuentra un incremento significativo de la criminalidad en jóvenes adoptados
que tenían madres biológicas criminales.
El componente genético parece ser considerablemente más fuerte en el caso de la
conducta antisocial que perdura en la vida adulta en comparación con las etapas circunscritas a la niñez y a la adolescencia en hijos adoptivos (Miles y Carey, 1997).
Los datos acerca de gemelos e hijos adoptivos que, en los últimos años, han
proliferado (Bock y Goode, 1996; Carey y Goldman, 1997; Miles y Carey, 1997),
evidencian eficazmente la influencia de los efectos genéticos frente a los ambientales.
En estos estudios, la influencia genética aparece menos en las investigaciones llevadas
a cabo con hijos adoptivos que con gemelos, apoyando la inferencia de un valor
significativo de la genética en la conducta antisocial. Sin embargo, existen otros
estudios de adopción que ponen de manifiesto que cuando se da una interacción entre
los factores genéticos y los ambientales, aumenta la probabilidad de que aparezcan
comportamientos delictivos (Cleveland et al., 2000). Así, con una muestra de varones
adoptados, tener padres biológicos criminales y una crianza negativa por parte de los
padres adoptivos, presentaba mayor tasa de delincuencia que si considerábamos ambos
factores por separado (Cloninger et al., 1982). Los mismos resultados se obtuvieron
con una muestra de mujeres (Cloninger y Gottesman, 1987). Otros estudios han
confirmado también la interacción, encontrando mayores niveles de agresión en chicos
que además de tener padres biológicos con trastorno de personalidad antisocial y/o
alcoholismo, existía un ambiente familiar negativo en el hogar adoptivo (Cadoret et al.,
1995).
3.2.2.2. Factores biológico-evolutivos
El objetivo de este apartado es señalar aquellos factores vinculados a las diferencias
sexuales y por edad, que tienen un indudable valor para la comprensión del desarrollo y
mantenimiento de las conductas antisociales, así como también de su evolución temporal
(véase resumen Tabla 3.3.).
3.2.2.2.1. Diferencias sexuales
Las estadísticas oficiales de todos los países muestran claramente que hay más varones
que mujeres arrestados y hallados culpables de delitos (Defensor del Pueblo, 2000; Ministerio
del Interior, 2003). Lo mismo ocurre con los estudios de investigación, uno de los resultados
más repetidos sobre la conducta antisocial es que los varones la manifiestan con mayor
frecuencia y de formas más graves que las mujeres, diferencia que se manifiesta desde la
infancia y en cualquier contexto (Cabrera, 2002; Cowie, 2000; Del Barrio, 2004a; DíazAguado
y Martínez Arias, 2001; Flores, 1982; Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004;
Gelles y Cavanaugh, 2004; Moffitt, Caspi, Rutter y Silvia, 2001; Serrano, 1983; Smith, 1995;
Sobral, Gómez-Fraguela, Romero y Luengo, 2000; Thornberry, 2004; Wilmers et al., 2002).
En la literatura existente se ha debatido principalmente sobre el papel que podrían
tener en la agresividad distintos componentes biológicos asociados al género. Los andrógenos
prenatales, que desempeñan una función organizadora en el desarrollo del cerebro en los seres
humanos (Berkowitz, 1996; Swaab, 1991), podrían ser una fuente de explicación de la mayor
agresividad observada en varones. Sin embargo, y a la luz de los datos actualmente
disponibles, hay que considerar que las diferencias de andrógenos en la época del nacimiento
pueden tener un mínimo papel en las diferencias de género existentes en la agresividad.
Asimismo, el aumento de testosterona en la pubertad de los varones ha de ser visto como una
sugerencia de investigación y no una conclusión firme (Rutter et al., 2000).
Los varones son más agresivos físicamente que las mujeres en la mayoría de los
escenarios naturales (Eagly y Steffen, 1986), aunque no tienen más probabilidades de mostrar
su agresividad dentro de la familia (Straus y Gelles, 1990). La diferencia de género determina
una mayor agresividad física en los varones (Eagly y Steffen, 1986). Campbell (1995) señala,
al respecto, que la agresividad de los varones es un mecanismo para afianzar su dominio y
poder, mientras que en las mujeres lo sería para expresar sentimientos negativos. Así,
Cummings y Leschied (2001) añaden que las mujeres afirman experimentar más sentimientos
negativos antes de implicarse en peleas verbales o físicas. Pfeiffer y Wetzels (1999) aporta
pruebas de que la crianza por parte de los padres es un factor clave en las diferencias entre los
sexos, ya que los padres condenan los actos violentos más severamente cuando son cometidos
por las chicas que por los chicos, sin embargo, parecen utilizar más el castigo físico con los
varones (Del Barrio, 2004a).
El estudio tradicional del dimorfismo sexual en el comportamiento agresivo humano
se ha conceptualizado desde un planteamiento operacionalmente cuantitativo: quién es más
agresivo en sus acciones o en sus disposiciones comportamentales. Parece más prudente, sin
embargo, analizar sus eventuales diferencias cualitativas: de qué manera suelen expresar su
agresividad cada uno de los sexos. En la actualidad, el punto de partida del estudio de las
diferencias sexuales en el comportamiento agresivo, se sitúa en el planteamiento general de
que estas diferencias son más pronunciadas en aquellos tipos de agresión más extremos. A tenor de múltiples estudios realizados en este sentido, los hombres muestran mayor agresión
física que las mujeres mientras que existen menores diferencias en cuanto a la agresión verbal.
Asimismo, los hombres expresan mayor impulsividad y hostilidad, siendo las diferencias
existentes entre ambos sexos menores que para el caso anterior (Andreu et al., 1998; Archer,
et al., 1995; Archer, 1998).
Estos resultados no significan que las mujeres sean menos agresivas que los varones
sino que prefieren utilizar otro tipo de estrategias agresivas no físicas, tales como las
conocidas como agresión indirecta, en las que no se produce un enfrentamiento agresorvíctima
directo, cara a cara. Por otra parte, la representación social o la atribución hacia la
agresión también diferiría: los hombres perciben la agresión de modo más instrumental, como
una manera de controlar a los demás, mientras que las mujeres lo hacen de forma más
expresiva, como pérdida de control (Campbell y Muncer, 1994). En otras expresiones
agresivas, como la ira, apenas se constatarían diferencias entre ambos sexos (Andreu et al.,
1998; Archer et al., 1995).
Las diferencias sexuales relacionadas con la conducta antisocial incluyen tanto los
comportamientos comúnmente observados, como los estados psicopatológicos. Los
comportamientos agresivos que ocurren más a menudo en los niños varones incluyen luchas
físicas, agresión reactiva, imitación de la agresión de otros, juegos bruscos y fantasías
agresivas (Meyer-Bahlburg, 1981). Cantwell (1981) anota que el Trastorno de Personalidad
Antisocial se diagnostica, a una edad temprana, más a menudo en los niños que en las niñas;
encontrándose, a su vez, que es subsecuente a los diagnósticos previos de Déficit de Atención
con Hiperactividad.
Otra interpretación sería que es muy probable que los varones tengan una mayor
predisposición a inmiscuirse en situaciones problemáticas (Rutter, 1970). Parece que los niños
son más vulnerables a los riesgos psicológicos asociados a la discordia familiar (Rutter y
Quinton, 1984). En esas situaciones, las conductas hostiles de los niños tienden a hacer que
las madres se retraigan, fomentando, a su vez, una mayor hostilidad en los niños (Jacklin y
Maccoby, 1978).
La cultura de los chicos y chicas difiere notablemente entre sí, desempeñando una
indudable influencia en el posible desarrollo de conductas antisociales. Así: 1) desde la
infancia, los chicos tienden a jugar más en lugares públicos que las chicas, las cuales juegan
preferiblemente en recintos cerrados (Lever, 1976); 2) los chicos juegan en grupos grandes,
mientras que las niñas se juntan en diadas y/o triadas (Brooks-Gunn y Schempp, 1979); 3) el
juego de los varones es de un mayor contacto físico y rudeza en comparación con el de las
niñas (De Pietro, 1981); 4) hay más peleas en los grupos de chicos (Luria y Herzog, 1985); 5)
los encuentros sociales entre varones tienden a estar orientados a la dominancia o la
formación de jerarquías (McLoyd, 1983); 6) el liderazgo en las mujeres es visto como algo
favorable, imitable y que permite obtener buenos resultados, sin embargo, en los varones es
visto como dominante y puede tomar formas agresivas o de humillación (DePietro, 1981); 7)
el concepto de amistad es distinto en las mujeres que en los varones, predominando en ellas
relaciones más profundas y emotivas (Lever, 1976); 8) no queda claro si es más fácil entrar en
grupos de varones que en grupos de mujeres (McLoyd, 1983); 9) el contenido del discurso en
las mujeres tiende a crear y mantener relaciones y, en caso de críticas, las realiza de forma
aceptable frente a un estilo más agresivo en los varones (Lever, 1976).
3.2.2.2.2. Diferencias por edad
No es fácil determinar si con el tiempo los niños se hacen más o menos agresivos
porque los actos agresivos o antisociales que se manifiestan a los dos años no se pueden
comparar directamente con los de un niño de distinta edad. Como resultado, los
investigadores han elegido estudiar cambios relacionados con la edad tanto en la forma de la
conducta agresiva como en las situaciones que la provocan (Shaffer, 2002).
Aunque la conducta antisocial está más asociada a la etapa de la adolescencia, donde
su presencia es más elevada, las primeras manifestaciones agresivas y violentas tienen su
aparición a los dos o tres años de edad (Loeber y Farrington, 2001). A partir de ahí, y durante
el transcurso de la infancia, la agresión física y otras formas de conducta antisocial manifiesta
comienzan un declive a medida que los niños se van haciendo más competentes en resolver
sus disputas de una manera más amigable (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998; Tremblay,
2000, 2001). Sin embargo, la agresión hostil, en especial entre los chicos y la agresión verbal
en el caso de chicas, muestran un ligero incremento con la edad, aún cuando la agresión
instrumental y otras formas de conducta alborotadora se hacen menos frecuentes.
Progresivamente, la incidencia de peleas y otras formas de agresión manifiestas, fácilmente
detectables, sigue disminuyendo desde la infancia a lo largo de toda la adolescencia, una
tendencia válida para ambos sexos (Stanger, Achenbah y Verhulst, 1997; Tremblay, 2000).
Para algunos niños, sin embargo, esta disminución no es todo lo rápida que debiera ser y
continúan siendo mucho más agresivos, rebeldes y difíciles de manejar. Existe por tanto un
fuerte continuo que va desde el comportamiento antisocial en la infancia a la conducta
antisocial y la criminalidad en la edad adulta. Así pues, la mayor parte de las conductas
antisociales graves tienen sus raíces en la infancia temprana, siendo muy pocas personas las
que se convierten por primera vez en serios antisociales en la edad adulta (Scott, 2004).
Es evidente que no todos los niños conflictivos en edad preescolar llegan a ser
delincuentes, así como el que no todos los delincuentes han sido conflictivos en sus etapas
preescolares (Rutter et al., 2000). Moffit (1993), al respecto, distingue la conducta antisocial
estática en la adolescencia y la persistente en la vida adulta. Obviamente, el presentar
conductas antisociales en la niñez puede ser un factor de predisposición para una mayor
inadaptación social en la adultez (Robins, 1986; Thornberry, 2004). Sin embargo, los
resultados procedentes de estudios longitudinales han de ser observados a la luz de sus
limitaciones para comprobar hipótesis causales.
Otra vertiente investigadora con estudios longitudinales ha sido la de las llamadas
carreras delictivas. Garrido (1984) señala que estas carreras comienzan durante el inicio y la
mitad de la adolescencia. Hay dos estudios clave en la comprensión de las carreras delictivas.
Por un lado, estaría el de Filadelfia (Wolfgang, Figlio y Stelim, 1972) y, por el otro, el de
Londres (Farrington, 1995). En el estudio de Filadelfia los chicos arrestados a la edad de trece
años fueron más frecuentemente arrestados que aquellos apresados por primera vez cualquier
otra edad. Además, aquellos muchachos definidos posteriormente como delincuentes crónicos
sufrieron su primer arresto con una anticipación media de dos años en relación al resto de la
muestra. En la misma línea, el estudio de Londres confirmaba que el índice de reincidencia se
elevaba marcadamente desde la primera condena hasta la tercera y, posteriormente, solo
aumentaba ligeramente; así como que unos sujetos, los que desistían, mostraban bajas
probabilidades de reincidencia y otros, los que persistían, mostraban elevadas probabilidades.
No obstante, como señala Farrington (1986), las carreras criminales adultas no
emergen sin previo aviso. La aparición temprana del comportamiento violento y la
delincuencia predice una mayor cronicidad y gravedad del delito violento (Farrington, 1991;
Krohn, Thornberry, Rivera y LeBlanc, 2001; Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995;
Thornberry, 2004; Tremblay, 2001), pero no está claro como esa pronta iniciación determina
el posterior aumento de la violencia con el paso de los años.
Farrington (1986) encuentra que los jóvenes convictos o que admitían una historia
previa de multitud de actos delictivos era identificados como problemáticos, deshonestos y
agresivos por sus profesores, compañeros y profesores en edades tempranas, incidiendo estos
datos en una posible continuidad del comportamiento antisocial. Asimismo, Farrington (1995)
encuentra que la mitad de los jóvenes convictos por delitos violentos entre las edades de los
10 y los 16 estaban convictos por delitos similares a la edad de los 24, en comparación con el
8% de los que no habían sido convictos en la adolescencia. White et al. (1990) establecieron
diferencias por sexos. Se evaluó la violencia auto-informada de 219 mujeres y 205 varones en
tres edades distintas: los 15, 18 y 21 años. La violencia a los 15 años predecía violencia en los
años posteriores en los varones, pero esta relación era menos consistente en el caso de las
mujeres. Tras medir la violencia ejercida por niños de 6 años, Tremblay et al., (1992)
obtuvieron resultados similares.
Para finalizar, resaltaremos los resultados obtenidos en el estudio de desarrollo juvenil
de Rochester (Thornberry, 2004). Esta investigación longitudinal compara delincuentes
infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que empiezan a delinquir durante la
adolescencia, encontrando claras diferencias tanto en la gravedad de los comportamientos
como en la persistencia. Así, los delincuentes infantiles (de inicio temprano), además de
presentar mayor presencia de factores de riesgo en el ámbito familiar, social, escolar y del
grupo de iguales, se implicaban en un mayor número de actos antisociales y delictivos, en
comportamientos más graves y violentos y en consumo de drogas, a la vez que también
presentaban una mayor persistencia de su comportamiento hacia la adultez, relacionandose
con una carrera delictiva y criminal más extensa.
Dicho esto, y aunque es evidente la fuerte relación que existe entre un inicio temprano
y la mayor presencia y gravedad de comportamientos antisociales tanto en la adolescencia
como en la adultez, cabe destacar que el inicio temprano no equivale invariablemente a la
delincuencia, ya que la mayoría de estos delincuentes no terminan siendo adultos criminales,
pero si es cierto que aumenta la probabilidad (Maahs, 2001; Thornberry, 2004).
3.2.2.3. Factores psicológicos
Los factores psicológicos hacen referencia, básicamente, a una serie de variables y
características de la personalidad, a determinados problemas de conducta y/o psicopatológicos,
así como a la influencia diferencial de los estilos de afrontamiento y/o actitudes personales
(véase resumen Tabla 3.4.).
3.2.2.3.1. Hiperactividad y déficit de atención y concentración
Multitud de estudios han relacionado una serie de características psicológicas tales
como la hiperactividad y los déficits de atención y concentración, con una probabilidad
incrementada de manifestar conductas antisociales en el futuro, a la vez que han corroborado
las diferentes características que van asociadas a la presencia o ausencia de hiperactividad.
Así, y siguiendo a Rutter et al., (2000), la conducta antisocial que va acompañada de
hiperactividad y/o falta de atención se destaca del resto por la presencia de las siguientes
características: a) un inicio temprano en la niñez (Campbell, 1997; Farrington et al., 1996b;
Taylor, Chadwick, Heptinstall y Danckaerts, 1996; Thornberry, 2004), b) una fuerte
asociación con disfunción social y déficit en las relaciones con sus coetáneos (Stattin y
Magnusson, 1995), c) alta persistencia al entrar en la vida adulta (Farrington et al., 1996b;
Thornberry, 2004), d) asociación con
problemas cognitivos (Fergusson, Horwood y Lyneskey, 1993; Hinshaw, 1992; Rutter et al.,
1997), e) buena respuesta a la medicación estimulante (Taylor et al., 1987) y f) un fuerte
componente genético (Eaves et al., 1997; Silberg et al., 1996).
El estudio de Loney, Whaley-Klahn, Kosier y Conboy (1983), indica que la
hiperactividad es una característica individual que no se comparte con los hermanos. En su
estudio, los niños diagnosticados como hiperactivos eran notablemente más violentos que el
total de sus hermanos varones, aunque reconocen que aún no se comprenden bien los
mecanismos por los cuales la hiperactividad se relaciona con la violencia posterior. Asimismo,
añaden, que la evaluación de los profesores sobre los problemas de concentración que
102
presentaban los niños también predecía los comportamientos violentos posteriores, tanto en la
adolescencia como en la adultez, en el caso de los varones. De la misma forma, y sugiriendo
modelos multivariados para entender los comportamientos violentos, el tener problemas de
concentración también predice dificultades académicas, lo que en sí mismo es un predictor de
violencia posterior. Por último, la evaluación de los profesores sobre la presencia de inquietud
o hiperactividad en los niños, incluyendo la dificultad para permanecer sentado, la tendencia a
estar inquieto o agitarse y la frecuencia con la que hablaban estaban positivamente
relacionados con la violencia posterior en el caso de los varones.
Farrington (1989a) encontró relación entre problemas de concentración, impulsividad
y conductas de riesgo en niños de 8 y 10 años y una mayor probabilidad de autoinformar
violencia entre los 16-18 años y con mayor probabilidad de haber realizado crímenes
violentos entre los 10 y los 32 años. De la misma forma, Mannuzza, Klein, Konig y Giampino
(1989) encontraron en un estudio prospectivo de niños varones de raza blanca, diagnosticados
y tratados por hiperactividad durante la infancia frente a un grupo control, que en la edad
adulta, entre los 19 a los 26 años, presentaban mayor porcentaje de delitos de robos y asaltos
registrados oficialmente.
Por ejemplo, en el estudio longitudinal de Orebro en Suecia, también hallaron que el
15% de los chicos que presentaban problemas de hiperactividad y dificultades de
concentración a los 13 años, fueron arrestados por comportamientos violentos a la edad de 26
años, frente al el 3% de los demás chicos (Klinteberg, Andersson, Magnusson y Stattin, 1993).
Así, los niños hiperactivos e inquietos, que tienen problemas de concentración en la escuela y
que asumen conductas de riesgo, están en un mayor riesgo de desarrollar comportamientos
violentos en el futuro que aquellos que no poseen estas características. Otro estudio
longitudinal sueco señalaba la medida en que los niños con múltiples problemas como la
hiperactividad, falta de concentración, baja motivación escolar, rendimiento por debajo del
nivel exigido y las deficientes relaciones con los de su misma edad, presentaban mayor
probabilidad de cometer conductas delictivas y abuso de alcohol en la etapa adulta (Stattin y
Magnusson, 1995).
Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian
prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables
individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber presentado a la edad de 10, 14 y
16 años problemas de hiperactividad y déficit de atención predecía comportamientos
violentos autoinformados a la edad de 18 años.
La presencia de la hiperactividad también ha sido relacionada con la probabilidad de
manifestar actos delictivos tempranos, así como con una mayor probabilidad de reincidencia
en el delito en la vida adulta (Farrington et al., 1996c). Estudios complementarios realizados
con niños hiperactivos y/o con déficit de atención han evidenciado también el posterior
desarrollo en la adolescencia de conductas antisociales (Campbell, 1997; Taylor et al., 1996).
Así, en el estudio longitudinal de Pittsburgh, se encontró que apesar de que la hiperactividad
se asociaba con un mayor riesgo de presentar todas las formas o tipos de conducta antisocial,
la asociación principal se daba con la persistencia de esas conductas más que con su gravedad
(Loeber et al., 1997).
De la misma forma, estudios más recientes también confirman esta relación. Así,
Himelstein (2003) encontró que tanto la presencia de conductas agresivas como problemas de hiperactividad en la infancia contribuían a predecir la conducta antisocial en la adolescencia.
Barkley, Fischer, Smallish, Fletcher (2004), han señalado que los niños hiperactivos cometen
actos antisociales con más frecuencia y variedad frente a los no hiperactivos, mientras que
Simonoff et al. (2004) resaltan tras sus hallazgos que, tanto la presencia de problemas de
hiperactividad como de trastornos de conducta en la infancia, tienen un fuerte poder
predictivo sobre la aparición posterior de trastorno antisocial de la personalidad y problemas
de delincuencia en la etapa adulta.
3.2.2.3.2. Trastornos emocionales: ansiedad y depresión
Una segunda categoría de las características psicológicas investigadas en relación al
comportamiento antisocial y/o violento son las emociones negativas en las que se incluyen,
fundamentalmente, la ansiedad y la depresión. Muchos individuos que ejercen conductas
antisociales manifiestan una alta comorbilidad con trastornos emocionales (Dishion, French y
Patterson, 1995; Lahey y McBurnett, 1992). En varios estudios longitudinales y
epidemiológicos en población general se ha podido comprobar la relación existente entre
perturbaciones emocionales y una mayor probabilidad de ejercer conductas antisociales (Lund
y Merrell, 2001; Nottelman y Jensen, 1995; Simonoff et al., 1997). Asimismo, Stefuerak,
Calhoun y Glaser (2004) sugieren en su estudio que los trastorno emocionales podrían ser
considerados como un canalizador hacia la delincuencia, así como también la personalidad
antisocial.
En relación a diferencias sexuales, Smith (2002) encontró que los factores de riesgo
emocionales afectarían más a las niñas que a los niños para el incremento de la conducta
antisocial, encontrando también dichas diferencias para los factores de riesgo familiares.
En relación a la depresión, los hallazgos subrayan que en la medida de que la conducta
antisocial va asociada a perturbaciones depresivas, aumenta el riesgo de que aparezcan
conductas suicidas (Hinshaw et al., 1993; Rutter, Silberg y Simonoff, 1993; Rutter et al.,
1997). Sin embargo, también ha parecido una correlación ligeramente negativa entre el
nerviosismo y la ansiedad y la posibilidad de ejercer conductas antisociales (Mitchell y Rosa,
1979), e incluso estudios que no han mostrado tal relación (Farrington, 1989b; Vermeiren,
Deboutte, Ruchkin y Schawab, 2002; Vermeiren et al., 2004).
Respecto a la depresión, no debemos olvidar que presenta una comorbilidad con la
agresión en el 50% de los casos, por lo que muchos jóvenes deprimidos expresan su malestar
mediante conductas oposicionistas o violentas, tanto verbalmente como hacia uno mismo, este
el caso de la adicción a las drogas, conductas de riesgo o el suicidio (Del Barrio, 2004a). En
esta dirección, Fombonne et al. (2001) encuentra como aquellos jóvenes que presentaban
depresión y trastornos de conducta asociados, tenían mayor riesgo de cometer conductas
suicidas, delictivas y presentaban mayor disfunción social en la vida adulta. Resultados
similares fueron encontrados por Marmorstein y Iacono (2003).
Vermeiren et al. (2002) encuentran para ambos sexos y en tres ciudades de países
distintos (Estados Unidos, Bélgica y Rusia), como la presencia de depresión, problemas de
somatización, expectativas negativas sobre el futuro y búsqueda de sensaciones se
incrementaba gradualmente y en función de la presencia de conducta antisocial y su severidad.
Basándose en dos estudios longitudinales realizados con sujetos canadienses y de Nueva
Zelanda, Fergusson et al. (2003) examinaron la relación entre depresión y relacionarse con pares desviados. Ambos estudios llegaron a la conclusión de que el asociarse con pares
desviados conllevaba a un aumento de comportamientos problemáticos y cuyas consecuencias
negativas serían las que llevarían a la depresión.
Vermeiren et al. (2004), encuentran que los sujetos antisociales presentan más
problemas emocionales, exceptuando la ansiedad, pero contrariamente a lo esperado, los
antisociales que habían sido arrestados no presentaban mayor depresión que los no arrestados
Diversos estudios han mostrado también cómo los individuos con conductas
antisociales presentan trastornos o síntomas emocionales concomitantes entre los que
aparecería la depresión, características como el autoconcepto disminuido o desconfianza hacia
el otro (Achenbach, 1991; Carrasco, Del Barrio y Rodríguez, 2001; Caron y Rutter, 1991; Del
Barrio, 2004a; Muñoz-Rivas, Graña, Andreu y Peña, 2000; Thornberry, 2004; Wilde 1996).
Estos elementos no son exclusivos de la depresión, ya que también se encuentran
estrechamente vinculados a la conducta antisocial y a la agresión. Así, los adolescentes
deprimidos y sin autoestima sienten que no tienen nada que perder cuando se embarcan en
una conducta socialmente reprobable, a la vez que no valoran su vida, por lo que no temen
ponerla en riesgo (Del Barrio, 2004a; Wilde 1996).
3.2.2.3.3. Asociación con trastornos mentales graves
a) Conducta antisocial y el consumo de sustancias
En la actualidad, existe suficiente bibliografía acumulativa acerca de la fuerte
asociación que hay entre el consumo de sustancias y la conducta antisocial; además de los
múltiples factores de riesgo que el consumo de drogas/alcohol y la violencia comparten
(Boles y Miotto, 2003; Dorsey, Zawitz y Middleton, 2002; Hodgins, 1993; MacCoun, Kilmer
y Reute, 2002; Marzuk, 1996; Nagin y Tremblay, 2001; Room y Rossow, 2001; White y
Gorman, 2000; White, 2004). No obstante, existen varios modelos alternativos que intentan
explicar por qué el consumo de drogas y alcohol es un factor de riesgo para la conducta
antisocial en jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, en algunos adolescentes, los efectos del
consumo de alcohol degeneran, en ocasiones, en conductas violentas (modelo
psicofarmacológico) (Boles y Miotto, 2003; Ito et al., 1996; MacCoun et al., 2002; Parker y
Auerhahn, 1999). De la misma forma, las drogas pueden provocar delitos predatorios cuyo fin
es obtener dinero para costear el consumo (modelo de motivación económica) (Anglin y
Perrochet, 1998; Dorsey et al., 2002; Nadelmann, 1998); o porque el mismo sistema de
distribución y consumo de drogas está inherentemente vinculado al delito (modelo sistémico)
(Goldstein, 1998; Miczek et al., 1994). Para otros, sin embargo, la conducta antisocial
debilitaría la adherencia a las normas sociales, incrementando la implicación del individuo en
el consumo ilegal de las drogas lo que les proporcionaría oportunidades y refuerzos para el
incremento del consumo de dichas sustancias (Farrington, 1995; White, Brick y Hansell,
1993). Finalmente, para otros, existirían grupos de factores comunes que incrementarían su
implicación en todos los tipos de conducta desviada, incluyendo el consumo de drogas y la
violencia (modelo de causa común) (Jessor y Jessor, 1977; White y Labouvie, 1994; White,
2004).
A continuación se revisarán algunas de las investigaciones empíricas que ponen de
manifiesto la asociación entre la conducta antisocial y el consumo de drogas.
105
Uno de los primeros estudios que informó del consumo de drogas y la conducta
delictiva en jóvenes fue el de Robins y Murphy (1967), quienes con una muestra de 235
varones seleccionados de registros de escuelas, mostraron que los sujetos consumidores de
droga se iniciaban en la marihuana y, a su vez, los delincuentes tenían mayor probabilidad de
implicarse en el consumo de drogas que los no delincuentes. Asimismo, una vez que
comenzaban en dicho consumo, los delincuentes progresaban más rápido hacia el consumo de
heroína. Desde estos resultados, se empezó a suponer que la conducta antisocial era un
predictor significativo del consumo de drogas.
Otro de los trabajos pioneros en este campo fue el realizado por Jacoby, Weiner,
Thornberry y Wolfgang (1973). Este estudio retrospectivo examinó la relación entre el
consumo de marihuana/heroína y la manifestación posterior de actividades delictivas. La
muestra estaba compuesta por 995 adolescentes con edades comprendidas entre los 10 y 18
años de edad, seleccionados a través de registros oficiales y entrevistas. Los hallazgos
señalaron una relación positiva y significativa entre el consumo de drogas y la actividad
delictiva. Se demostró que, en primer lugar, el consumo de drogas seguía a la actividad
delictiva y, por tanto, el consumo de drogas como causa de la delincuencia no tenía suficiente
apoyo empírico. También se halló que los consumidores de drogas manifestaban mayores
conductas antisociales que los no consumidores y que ésta aumentaba progresivamente con la
edad.
Goode (1972) investigó al respecto la relación entre el consumo de marihuana y la
realización de actos delictivos en 559 hombres de la población general, de edades
comprendidas entre los 15 y los 34 años de edad. Comprobó si entre el consumo de
marihuana y la delincuencia existía una relación causal o no. Cuando se les preguntó a los
sujetos sobre la comisión de delitos bajo el consumo de alcohol o marihuana en las últimas 24
horas, los jóvenes no habían consumido marihuana pero sí alcohol, especialmente en la
realización de delitos violentos. También encontró una relación significativa entre el consumo
de marihuana y la delincuencia autoinformada, pero rechazaron cualquier relación causal.
Siguiendo esta línea argumental, Gold y Reimer (1974) analizaron los datos de una
muestra de 1395 adolescentes entre 11 y 18 años. Se les aplicó un cuestionario que medía la
comisión de delitos (desde leves a graves) y el consumo de marihuana y otras drogas.
Encontraron que el consumo de sustancias, sobre todo marihuana, aumentaba con la edad,
quizás porque los padres ya no lo veían como una delito grave y por el aumento de autonomía
en el joven. No obstante, la delincuencia disminuyó tanto en hombres como en mujeres según
aumentaba la edad de los jóvenes. Estos datos apoyaban la hipótesis causal, ya que el
consumo de marihuana correlacionó con el mismo tipo de variables predictoras y con la
frecuencia de realización de conductas antisociales.
En el estudio de ÓDonnell et al. (1976) la muestra estuvo compuesta por 3.024
hombres con edades comprendidas entre los 20 y 30 años. Este estudio analizó la relación
entre droga y conducta antisocial de modo retrospectivo pidiendo a los sujetos que recordasen
la realización de estas conductas desde los 12 años de edad. Los resultados indicaron que
ambas secuencias temporales –consumo de marihuana/delincuencia o delincuencia/consumo
de marihuana- son posibles. Si los jóvenes habían consumido a los 16 años, este consumo
precedía a la realización de actos antisociales (robar); si los sujetos habían consumido a partir
de los 17 años, ya habían realizado delitos previos (robar un coche). De este estudio, se dedujo, entre otras cuestiones, la dificultad de encontrar una relación causal definitiva entre
ambos comportamientos.
Otros trabajos como el de Inciardi (1980), con una muestra de 514 escolares (con edad
media de 19,3 años) y otra muestra compuesta por 166 consumidores localizados en la calle
(19,8 años de media), evidenció que, en los estudiantes, el consumo se iniciaba a los 15 años
y la delincuencia a los 14 años, mientras que en los jóvenes de la calle, el consumo de heroína
comenzaba a los 13 y los delitos a partir de los 14 años. Estos resultados evidenciaron que los
patrones de consumo y de actividad delictiva variaban en función del tipo de consumidores
considerados, del lugar y de la influencia de otras variables tales como el nivel
socioeconómico, el lugar de residencia y de otros factores socioambientales.
Windle (1990) encontró que manifestar de forma temprana conductas antisociales, no
relacionadas con el consumo de drogas, predecía prospectivamente diversas formas de uso de
sustancias en la postadolescencia, especialmente el consumo de alcohol. Otros estudios, sin
embargo, han mostrado una relación recíproca baja o ausente entre el uso de sustancias y la
delincuencia (Dembo, Williams, Wothke y Schmeidler, 1994, Dembo et al.,1995).
White y Labouvie (1994) examinaron la estructura de la conducta problema a través
del análisis de los datos de un muestreo longitudinal prospectivo recogidos de una muestra
compuesta por preadolescentes o adolescencia temprana (12 años), mediana adolescencia (15
años) y adolescencia tardía (18 años), en ambos sexos. Los modelos estructurales revelaron
que el uso de sustancias y la delincuencia representaban dos dimensiones distintas de la
“conducta problema”. Así, los hallazgos de estos estudios desafían la tendencia que existe a
intentar comprender los problemas de conducta de forma independiente.
Estudios más novedosos como los realizados por Van Kammen, Loeber y StouthamerLoeber
(1991), mostraron la existencia de una progresión de los jóvenes en las distintas
sustancias (cerveza, vino-tabaco, licores-marihuana y otras drogas ilegales). Además, a mayor
involucración en el consumo, mayor era la posibilidad de ocurrencia de problemas y
conductas antisociales en los de mayor edad. Por tanto, habría una coexistencia de consumo
de sustancias y delincuencia, e incluso una progresiva implicación en ambas.
Los estudios llevados a cabo por la NHSDA en Estados Unidos (SAMHSA, 1997),
con amplias muestras de adolescentes entre los 12 y los 17 años, obtuvieron porcentajes de
jóvenes que manifestaron cometer delitos por consumo de sustancias. Los mayores
porcentajes giraron en torno al 73,7% de haber cometido un delito contra la propiedad
habiendo consumido cocaína, alcohol y cannabis; seguido del 69,1% de haber cometido
cualquier delito violento habiendo consumido alcohol, cannabis y cocaína; así como de un
21,2% que afirmaron cometer delitos violentos sólo con consumo de alcohol. Parece, por
tanto, evidente la relación lineal entre el consumo de drogas y la conducta antisocial.
De la misma forma, y teniendo en cuenta algunos resultados obtenidos en España,
Otero (1997), utilizó en su estudio varias muestras, una de escolarizados, otra de jóvenes
institucionalizados, otra en tratamiento y por último de consumidores de la calle. Aquí sólo se
comentarán los resultados encontrados en la muestra de población general escolarizados,
compuesta de 3.982 sujetos (1.972 varones y 2.010 mujeres) con edades comprendidas entre
los 14 y 18 años, dada fundamentalmente su aplicación a los resultados obtenidos en la
presente investigación doctoral. En este estudio, las variables utilizadas fueron el consumo de
107
drogas (legales, ilegales y médicas), la frecuencia de consumo, las conductas delictivas y su
frecuencia como variables dependientes, y variables familiares, grupo de iguales y personales
como independientes. Los resultados de este estudio indican que : a) el alcohol es el tipo de
consumo que mayor relación estadística muestra con todas las actividades delictivas; b) la
conducta contra normas es la actividad delictiva que, excepto para la heroína, presenta una
mayor covariación con todos los tipos de consumo; c) el cannabis aparece como la sustancia
ilegal más relacionada con las actividades delictivas; d) el consumo de heroína alcanza la
mayor asociación con la conducta de vandalismo. A modo de resumen, parece evidente que la
relación droga-conducta antisocial y delictiva no puede entenderse de forma global, sino que
es necesario contextualizar en función del tipo de muestra, e, incluso, a qué sustancia y
conducta delictiva se está haciendo mención. Teniendo en cuenta el resto de muestras del
trabajo de Otero (1997), la explicación de la necesidad económica en la delincuencia-droga,
únicamente parece razonable para el grupo de adolescentes en tratamiento, pero no se cumple
para los adolescentes escolarizados, institucionalizados o de la calle.
Más recientemente, el estudio realizado por Mason y Windle (2002) examinó la
existencia de relaciones recíprocas entre el uso de sustancias y la delincuencia autoinformada
a través de una muestra de 1.218 estudiantes de secundaria. Se utilizó un longitudinal para
investigar las interrelaciones entre los patrones dentro de la generalización de las dos
conductas-problemas. Los análisis revelaron que el modelo de ecuaciones estructurales entre
el policonsumo de sustancias y la delincuencia, en general, era evidente en los varones pero
no en las mujeres. En los varones, el efecto de la delincuencia sobre el abuso de sustancias fue
relativamente bajo pero consistente en el tiempo, mientras que el efecto del uso de sustancias
sobre la delincuencia fue mayor pero restringido a aquellos adolescentes de menor edad.
Finalmente, se puede afirmar que existe una asociación positiva entre el consumo de
drogas y la conducta antisocial y delictiva. Además, la involucración en el consumo de drogas
de los adolescentes se asocia diferencialmente con distintas conductas contra las normas
sociales y de convivencia en el caso de los sujetos escolarizados (Otero, 1997).
b) Conducta antisocial y otros trastornos psicopatológicos
También los trastornos psicóticos se han relacionado con la comisión de determinados
delitos (destrucción de propiedad y crímenes violentos) que pueden tener su origen en
procesos mentales anormales como las percepciones distorsionadas, el razonamiento
defectuoso y la regulación afectiva defectuosa de las psicosis (Hersh y Borum, 1998; Marzuk,
1996; Taylor, 1993). Es conveniente señalar que el riesgo no se derivaría del propio
diagnóstico de psicosis sino de los propios síntomas. La psicosis no solo se ha relacionado
como el origen de conductas antisociales, sino que ha sido considerada como posterior al
comienzo de las conductas antisociales en la niñez (Robins, 1966). Psicopatológicamente, este
hallazgo sería comprensible en términos de una conducta antisocial intrínseca a las
manifestaciones precoces de la esquizofrenia.
En relación a otros diagnósticos como el autismo o el síndrome de Asperger, la
proporción de delitos asociados es todavía más pequeña y ocasional (Tantam, 1988; Wolff,
1995), aunque algunos delitos parecen derivarse de la insensibilidad a los estímulos sociales,
típico del autismo.
Sin embargo, los trastornos psicopatológicos más asociados a la conducta antisocial
son el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno disocial, el trastorno
negativista desafiante, bien porque ponen en riesgo al niño o adolescente para que las
desarrolle o porque dichos diagnósticos conllevan en si mismo la presencia de estas conductas
(APA, 2002; Kazdin y Buela-Casal, 2002; Lahey, Waldman y McBurnett, 1999; Loeber et al.,
2000; Rutter et al., 2000). De la misma forma, la presencia de trastornos de la personalidad, y
más concretamente la psicopatía, en la edad adulta, correlacionan con una mayor delincuencia
violenta (Hare, 1991; Hare, 1998; Hare, Clark, Grann y Thornton, 2000 Moltó, Poy y
Torrubia, 2000), mayor reincidencia (Rice y Harris, 1997) y quebrantamiento de la pena
(Torrubia et al., 2000).
3.2.2.3.4. Iniciación temprana en la delincuencia, conductas violentas y otras
conductas antisociales
La temprana aparición de la conducta violenta y delincuencia, predicen
comportamientos violentos más serios y una mayor cronicidad de los mismos (Farrington,
1991; Krohn et al., 2001; Pfeiffer, 2004; Thornberry et al., 1995; Thornberry, 2004; Tolan y
Thomas, 1995; Tremblay, 2001).
White (1992) evaluó la violencia autoinformada por 219 chicas y 205 chicos a los 15,
18 y 21 años, en el proyecto de Salud y Desarrollo Humano de Rutgers. La violencia a los 15
años predecía violencia en los años posteriores en el caso de los chicos, pero de forma menos
consistente en el caso de las chicas.
Existe un grado de continuidad en el comportamiento violento. Hamparian, Davis,
Jacobson y McGraw (1985) encontraron que el 59% de los jóvenes violentos eran arrestados
en la edad adulta, y el 42% de estos delincuentes adultos recibían cargos por delitos violentos.
Farrington (1995) encontró que la mitad de los jóvenes detenidos por un acto violento entre
los 10 y 16 años, eran detenidos nuevamente por actos violentos a la edad de 24 años.
Mitchell y Rosa (1979) encontraron que tanto el robo como los comportamientos destructivos
llevados a cabo entre los 5 y los 15 años predecían delitos violentos en la adultez, mientras
que la desobediencia informada por los padres no era un predictor de violencia posterior en su
muestra. Robins (1966) consideró la conducta desviada en la infancia y la violencia en la
adultez en su estudio de 524 pacientes psiquiátricos y encontró que los hombres con una
historia de comportamiento antisocial entre los 6 y 17 años, eran culpados con mayor
frecuencia de robo, violación, asesinato y crímenes sexuales en la edad adulta. Sin embargo,
este patrón no se encontró en el caso de las mujeres, lo que sugiere que hay menor
consistencia en la conducta antisocial de las mujeres en comparación a los hombres.
En el estudio de Cambridge, Farrington (1989a) encontró que la presencia de
problemas de disciplina entre los 8 y 10 años, la delincuencia autoinformada, el fumar
regularmente cigarrillos y las relaciones sexuales tempranas a los 14 años, predecían violencia
posterior en el caso de los chicos. Maguin y cols (1995) encontraron que los jóvenes que
informaban haber vendido drogas entre los 14 y 16 años, mostraban una mayor variedad de
comportamientos violentos a los 18. Farrington (2001) señala que haber sufrido detenciones
por delitos no violentos en la adolescencia era mayor predictor de la violencia en la etapa
adulta que las detenciones por delitos violentos, aun cuando ambas ejercían como factores de
riesgo importantes para la violencia posterior. De la misma forma, Himelstein (2003)
encuentra en su estudio que el factor de riesgo que más proporción de la varianza explicaba sobre la conducta antisocial en la adolescencia, era haber mostrado agresividad durante la
infancia.
Existen, por tanto, consistentes evidencias que sugieren que el involucrarse en
cualquier forma de comportamiento antisocial en la infancia o adolescencia, está asociado con
un mayor riesgo de violencia futura, especialmente en el caso de los chicos, sin embargo, y
como apunta Maahs (2001), sería insuficiente como causa única.
Por último, Thornberry (2004), en su investigación longitudinal de Rochester compara
delincuentes infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que empiezan a delinquir durante
la adolescencia, encontrando claras diferencias tanto en la gravedad de los comportamientos
como en la persistencia. Así, los delincuentes infantiles (de inicio temprano), no sólo se
implicaban en un mayor número de actos antisociales y delictivos, sino también en el
consumo de drogas, en relaciones sexuales a edades tempranas y comportamientos más
graves y violentos, además de presentar una mayor persistencia de su comportamiento hacia
la adultez, relacionandose con la aparición de una carrera delictiva y criminal más extensa.
3.2.2.3.5. Variables de personalidad: impulsividad, búsqueda de sensaciones,
empatía, autoestima y agresividad
Numerosos estudios han relacionado determinadas características de la personalidad
con la conducta antisocial. Son varias las teorías psicológicas que señalan los rasgos de
personalidad diferenciales de los delincuentes (Cloninger, 1987; Eysenck, 1977; McCrae y
Costa, 1985; Zuckerman, 1994) y muchas han sido las variables de personalidad asociadas al
riesgo de implicación en conductas delictivas.
Cuando se analiza la estructura de la personalidad de niños y adolescentes se hallan
distintas variables en función de los distintos marcos teóricos de partida. Existen dos modelos
bastantes próximos: las tres dimensiones de Eysenck y Eysenck (1978) (neuroticismo,
extraversión y psicoticismo) y los cinco grandes o Big-Five de McCrae y Costa (1985)
(amabilidad, apertura a la experiencia, neuroticismo, extraversión y responsabilidad).
El neuroticismo y la extraversión han sido las estructuras básicas constantemente
relacionadas con la conducta antisocial, delincuencia o violencia. Así, Del Barrio (2004b),
señala que la extraversión propicia en sí misma una forma de vida en la que el
comportamiento antisocial florece con más probabilidad debido a las siguientes
características: búsqueda de sensaciones, baja percepción del riesgo y baja capacidad para la
gratificación. Respecto al neuroticismo, se ha encontrado también en población española
asociación con la delincuencia, tanto en adultos como en niños (Del Barrio, Moreno y López,
2001; Sobral, Romero, Luengo y Marzoa, 2000). Respecto a los nuevos factores de Big-Five,
los hallazgos son parecidos, los jóvenes violentos tienen niveles más bajos de responsabilidad
y amabilidad (John et al., 1994). La conducta antisocial, por tanto, estaría positivamente
relacionada con los factores de neuroticismo, extraversión y psicoticismo, mientras que, por el
contrario, se muestra negativamente relacionada con responsabilidad, amabilidad y apertura
a la experiencia (Del Barrio, 2004b).
Sin embargo, se prestará exclusivamente atención a aquellas variables procedentes de
las teorías de la activación, la impulsividad y la búsqueda de sensaciones, empatía, autoestima, así como a la agresividad, puesto que son las que han generado un cuerpo de resultados con
mayor solidez y consistencia.
Puesto que, como se ha señalado en repetidas ocasiones, la conducta antisocial
constituye un fenómeno multicausal, son necesarios acercamientos no fragmentarios y
parcialistas, que den cabida a agrupaciones de distintos factores (Elliot et al., 1985). En este
sentido, se ha subrayado la conveniencia de realizar acercamientos longitudinales que tengan
en cuenta la consistencia y estabilidad de los rasgos de la personalidad (Barnea, Teichman y
Rahav, 1992).
• La impulsividad
Eysenck y Eysenck (1978) relacionaron la impulsividad con su teoría de los tres superrasgos
de personalidad: extraversión, neuroticismo y psicoticismo. La impulsividad, en
una definición amplia (impulsividad como asunción de riesgos, no planificación e
irreflexión) correlacionaría positivamente con la extraversión y psicoticismo mientras
que, la impulsividad en una definición más restringida correlacionaría positivamente
con el neuroticismo y el psicoticismo. En un sentido amplio de la definición de
impulsividad ésta correlacionaría con la delincuencia. Sin embargo, las predicciones
son matizables en tanto en cuanto Eysenck y Eysenck (1978) admiten que el término
psicoticismo usado por ellos no se corresponde con el contenido general del concepto.
Existen estudios al respecto que parecen constatar que la impulsividad presenta una
relación más potente con el neuroticismo que con la extraversión (Romero, Luengo,
Carrillo y Otero, 1994c; Schweizer, 2002).
Se entiende por impulsividad la tendencia a responder rápidamente y sin reflexión a
los estímulos, cometiendo por ello un alto porcentaje de errores en la respuesta
(Schweizer, 2002). Aunque la confusión conceptual es una de las características más
dominantes del constructo impulsividad, si está claro que conjuga aspectos como las
dificultades para considerar las consecuencias de la propia conducta, un estilo rápido o
precipitado y poco meditado a la hora de tomar decisiones, las dificultades para
planificar el propio comportamiento y la incapacidad para ejercer un control sobre él
(McCown y DeSimone, 1993), sin olvidar un aspecto especial de la impulsividad, que
es la incapacidad que el sujeto tiene para diferir la gratificación (Roberts y Erikson,
1968). De esta forma, todas estas características que implica la impulsividad
incrementarían la probabilidad de aparición de conductas antisociales y violentas,
siendo considerada como uno de los factores de riesgo más potentes de tales conductas
( Huang et al., 2001; Patterson, 1992).
En cualquier caso, habría una estrecha covariación entre la impulsividad y la
delincuencia tanto en muestras de sujetos institucionalizados (Eysenck y McGurk,
1980; Royse y Wiehe; 1988), como en la población general (Eysenck, 1981;
Farrington, 1989a; Rigby, Mak y Slee, 1989) o autoinformada (Carrillo, Romero,
Otero y Luengo, 1994; Sobral et al., 2000b). Asimismo, a través de estudios
longitudinales se ha puesto de relieve la capacidad de la impulsividad para predecir la
evolución de la conducta antisocial de los jóvenes (Luengo, Carrillo, Otero y Romero,
1994).
El análisis del estudio de Cambridge de 411 chicos de Londres, realizado por
Farrington (1989a) encontró también que la impulsividad en la niñez era predictora
tanto de la violencia autoinformada como de la violencia registrada oficialmente. La
evidencia de estos estudios revela, consistentemente, una relación positiva entre
hiperactividad, problemas de atención y concentración, impulsividad y conductas de
riesgo, con posteriores conductas violentas. Cuando estos factores se combinan
resultan particularmente más relevantes en la predicción de la violencia.
Caspi et al. (1994), en un estudio con doble muestreo para varones y mujeres,
asociaban la delincuencia a un débil autocontrol o a una elevada impulsividad, así
como a una emotividad negativa (tendencia a estar enojado, ansioso o irritable).
Tremblay, Pihl, Vitaro y Dobkin (1994) demostraron la relación existente entre la
impulsividad mostrada por los niños en el jardín de infancia y su posterior predicción
de la delincuencia a los 13 años. White et al., (1994) encontraron que la impulsividad
conductual era un predictor de la delincuencia más fuerte que la impulsividad
cognitiva. Así, Krueger, Caspi, Moffittt y White (1996) encontraron que los niños que
manifestaban dificultades para retrasar las satisfacciones o bajo autocontrol a la edad
de 12 años, se asociaba a la presencia de conductas antisociales y no con dificultades
emocionales. Stuewig (2001) encuentra que la impulsividad está relacionada con la
conducta antisocial junto con otros factores como la búsqueda de sensaciones, el
temperamento, logro académico y uso de sustancias por parte de los pares, de tal forma
que, de sus modificaciones dependerá de que dicha conducta desista o persista en el
tiempo.
Estudios con muestra española también confirman dicha relación. Así, Sobral et al.
(2000a) confirman en su estudio como la impulsividad se muestra como una variable
de suma importancia en la explicación de la conducta antisocial. Pero además,
encuentran como puede potenciar los efectos de una serie de factores de riesgo cuando
se asocia a ellos, como bajo apoyo parental y apego escolar, pertenencia a grupos
desviados, y en el caso de las chicas, déficits socioeconómicos. También encuentran
como los varones presentan mayores niveles de impulsividad y, por tanto, de conducta
antisocial. De la misma forma, Mestre, Samper y Frías (2002) encontraron en una
muestra de adolescentes que aquellos que eran más impulsivos e inestables
emocionalmente, eran los más propensos a emitir comportamientos agresivos y
antisociales. A resultados similares han llegado Garaigordobil et al. (2004) en una
muestra infantil de 10 a 12 años. Estos resultados apoyan los encontrados por Bandura
(1999); Eisenberg, Fabes, Guthrie y Reiser (2000).
Luengo et al. (2002) señalan que la impulsividad aparece asociada a otra serie de
variables que potencian su poder predictivo sobre la conducta antisocial. Por un lado,
estos jóvenes impulsivos presentan dificultades en la resolución de problemas y la
toma de decisiones, en la demora de la gratificación y en tener una perspectiva
temporal a largo plazo que les ayudaría a prestar atención a las consecuencias de sus
conductas. De la misma forma, Schweizer (2002) ha encontrado pruebas que
demuestran que la impulsividad correlaciona negativamente con el razonamiento.
Dichas dificultades pondrían al adolescente en riesgo de implicarse en conductas
problemáticas.
112
• La búsqueda de sensaciones
En lineas generales, este rasgo de personalidad representa la necesidad de buscar y
experimentar sensaciones novedosas, variadas y complejas, de las que pueden
derivarse riesgos físicos y/o sociales (Zuckerman, 1979; p. 10). Zuckerman relaciona
la búsqueda de sensaciones con el componente impulsivo de la extraversión, la
carencia de acuerdo con las normas sociales, la irresponsabilidad y el bajo auto-control.
De forma contraria, la ausencia de búsqueda de sensaciones indica conformidad con
las normas sociales y un comportamiento controlado y convencional.
La búsqueda de sensaciones ha mostrado su relación con estar involucrado en
actividades desviadas (Del Barrio, 2004a; Levine y Singer, 1988; Newcomb y McGee,
1991). Son muchos los estudios que muestran una relación positiva entre la búsqueda
de sensaciones y la conducta antisocial autoinformada en sujetos de población general.
Esta interrelación se hace evidente, además, tanto en muestras de adultos (Levenson,
Kiehl y Fizpatrick, 1995; Pérez y Torrubia, 1985) como en muestras de adolescentes
(Luengo, Otero, Mirón y Romero, 1995; Romero, 1996; Simó y Pérez, 1991) y de
niños (Kafry, 1982).
Agnew (1990), encontró en sus trabajos que la búsqueda de riesgo y aventuras, la
curiosidad y el deseo de superar el aburrimiento eran las razones más frecuentes dadas
por los jóvenes a la hora de explicar su conducta delictiva.
Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian
prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables
individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber llevado a cabo conductas
de riesgo a la edad de 14 y 16 años, predecía los comportamientos violentos
autoinformados a la edad de 18 años.
En un estudio realizado por Otero, Romero y Luengo (1994), utilizando la técnica de
análisis de datos de los modelos de ecuaciones estructurales, se pudo verificar que la
puntuación total en la búsqueda de sensaciones posibilitaba la predicción de la
conducta antisocial en un periodo de seguimiento de tres años. De la misma forma,
Schmeck y Poustka (2001) confirman la relación entre el temperamento difícil y los
problemas de agresión y violencia en niños y jóvenes, pero sobre todo cuando este tipo
de temperamento se asocia con una alta necesidad de búsqueda de sensaciones.
Herrero, Ordoñez, Salas y Colom (2002) constatan, a través de una muestra de
delincuentes en prisión y adolescentes, como aquellas personalidades antisociales
puntuaban más alto en ausencia de miedo, búsqueda de sensaciones e impulsividad, no
encontrando diferencias en estas variables al comparar los adolescentes con los presos,
llegando incluso los adolescentes a puntuar más alto en impulsividad, rasgo propio de
esta etapa.
Para finalizar, Romero et al. (1999) proponen la conveniencia de examinar por
separado los distintos factores que forman parte del constructo “búsqueda de
sensaciones” y, en especial, la “desinhibición” y “búsqueda de experiencias” que
parecen ser las dimensiones más estrechamente ligadas a la conducta antisocial, sobre todo en muestras de adolescentes. Por el contrario, la “búsqueda de emociones y
aventuras” estarían más débilmente relacionadas con dichas conductas.
• La Empatía
En el área de la delincuencia se han desarrollado amplias líneas de trabajo en torno a
un componente específico de la habilidad social: la empatía. Se define como una
respuesta afectiva para la aprehensión y comprensión del estado emocional del otro
(Eisenberg et al., 1996) o la capacidad para “ponerse en lugar” del otro. Gladstein
(1984) (cit. en Del Barrio, 2004a) añadiría otra faceta, la de sentir necesidad de ayudar
al que lo necesita. Estudios con niños o jóvenes antisociales y delincuentes han
mostrado que éstos presentan ciertos déficits a la hora de identificar y comprender los
estados internos de los otros (pensamientos, perspectivas, sentimientos) (Bandura,
Barbarelli, Caprara y Pastorelli, 1996; Del Barrio, Mestre y Carrasco, 2003; Del Barrio,
2004b; Garaigordobil et al., 2004; Mestre et al., 2002; Sezov, 2002). Este déficit
parece especialmente acusado en la capacidad para “sentir” los afectos de los demás
(Calvo, González y Martorell, 2001; Mirón, Otero y Luengo, 1989; Romero, 1996).
Los individuos antisociales parecen mostrar una menor capacidad para “identificarse”
con los sentimientos de otras personas. Esto supondrá una menor inhibición a la hora
de infligir algún daño a los demás.
En contraposición, la empatía es la base de la conducta altruista, que resulta
incompatible con agredir al otro, es lo que se considera conducta prosocial.
Numerosos estudios han demostrado empíricamente la relación positiva que existe
entre empatía y la conducta prosocial (Bandura et al., 1996; Fuentes et al., 1993;
Hoffman, 1990). Así pues, la empatía favorecería los actos altruistas y limitaría la
conducta antisocial (Hoffman, 1990; Sobral et al., 2000b). En relación a esto, Mestre
et al. (2002) encuentran en su estudio que la empatía aparece como el principal
motivador de la conducta prosocial, tanto en sus componentes cognitivos como
emocionales, e inhibidora de la conducta agresiva.
Una de las razones por las que las chicas son menos agresivas que los chicos se debe a
sus altos niveles de empatía (Worthen, 2000) y las consecuentes capacidades para
hacer amigos y pertenecer a grupos. Por tanto, si se promueve la empatía, ésta
facilitará la conducta afectiva hacia los demás, el respeto hacia la propiedad ajena y la
medición para evitar las agresiones y la violencia, conformandose como un factor de
protección de la conducta antisocial.
• La Autoestima
En el campo de la conducta problema, muchos autores han asumido que, en alguna
medida, la autoimagen y la autovaloración son factores implicados en la etiología de la
conducta desviada. Ya en los años 50, ciertos representantes de las teorías del control
social (Reckless, Dinitz y Murray, 1956) sostuvieron que en condiciones sociales de
alto riesgo, los individuos con un autoconcepto positivo mostraban una menor
vulnerabilidad hacia la conducta antisocial. Utilizando términos actuales, el
autoconcepto sería un “factor de protección” que amortigua los efectos de una
situación de riesgo. Otros autores han teorizado sobre la autoestima postulando
mecanismos de compensación, donde la conducta problema (violencia, consumo de drogas) sería un medio para restaurar una autoestima deteriorada (Kaplan, 1984;
Steffenhagen, 1980; Toch, 1992). En contraposición, otros consideran que la
sobrevaloración de sí mismos también puede provocar el mismo efecto,
fundamentalmente en la infancia media (Edens, 1999, cit. en Del Barrio, 2004b), ya
que produce percepciones narcisistas que dificultan una buena integración en el grupo.
De la misma forma, Baumeister, Smart y Boden, (1996) confirma esta idea, añadiendo
como una alta autoestima puede llevar al adolescente a responder de forma agresiva
ante cualquier situación que el considere inaceptable o que amenace su ego.
La evidencia empírica sobre la relación autoestima-conducta problema ha mostrado
aspectos contradictorios. Algunos trabajos han apoyado la hipótesis de la
compensación (Kaplan, 1978) aunque, en general, la correlación entre autoestima y
conducta desviada se muestra débil (McCarthy y Hoge, 1984). No obstante, existen
diversos trabajos que han hallado correlaciones entre bajo autoconcepto o baja
autoestima y mayor presencia de conductas amenazantes y agresivas (Calvo et al.,
2001; Garaigordobil et al., 2004; Marsh, Parada, Yeung y Healey, 2001; O’Moore y
Kirkham, 2001) y otros que han encontrado una relación positiva entre autoimagen
negativa y algunos factores de riesgo de la conducta antisocial, como son la depresión,
el bajo rendimiento académico, falta de vínculos familiares, pocas habilidades sociales
y baja autoeficacia (Alonso y Román, 2003; Bosacki, 2003; Carrasco y del Barrio,
2003; Del Barrio, Frías y Mestre, 1994; Simons, Partenite y Shore, 2001).
Sin embargo, en los últimos años, se ha sugerido que para entender
adecuadamente tal relación, habrá que atender a la naturaleza multidimensional de la
autoestima (Romero et al., 1995a). Desde esta perspectiva, se plantea la necesidad de
tener en cuenta que las personas podemos mantener autovaloraciones distintas en
diferentes campos de nuestra experiencia; por ejemplo, un individuo puede valorarse
positivamente en cuanto a sus capacidades académicas y, sin embargo, autorrechazarse
en el campo de la interacción social. Por tanto, para examinar la asociación entre la
autoestima y la conducta desviada, habrá que evaluar esas diferentes dimensiones, por
lo que los trabajos que se limitan a analizar la autoestima “global” pueden enmascarar
el tejido de relaciones entre la conducta y los distintos “campos” de la autoestima. De
hecho, cuando se examinan diferentes dimensiones se encuentra que la conducta
problema se relaciona negativamente con la autoestima en la familia y en la escuela;
sin embargo, se relaciona positivamente con la autoestima en el ámbito de los amigos
(Romero, Luengo y Otero, 1998). Se ha sugerido que las hipótesis relacionadas con la
“autocompensación” podrían ser reconsideradas en sintonía con estos hallazgos
(Leung y Lau, 1989). Quizás, efectivamente, una baja autoestima sirva de motivación
a la conducta problema, es decir, una baja autoestima en la familia y en la escuela la
que conduciría a rechazar las normas convencionales. La conducta problemática
podría restaurar en alguna medida la autovaloración pero únicamente en el ámbito de
los amigos.
• La agresividad
Muchos investigadores han encontrado cierta relación y continuidad desde la
agresividad temprana hacia la conducta antisocial en la adolescencia y la presencia de
crímenes violentos (Loeber, 1990; Loeber y Hay, 1996; Olweus, 1979; Pfeiffer, 2004;
Thornberry, 2004; Tremblay, 2001; Velázquez et al., 2002).
Es obvio que la agresividad es un atributo bastante estable, los niños que hacia los 2
años son agresivos tienden a seguir siéndolo cuando tienen 5 años de edad (Cummings,
Iannotti y Zahn-Waxler, 1989; cit. en Shaffer, 2002). Estudios longitudinales
realizados en Islandia, Nueva Zelanda y EE.UU. rebelan, además, que la cantidad de
conducta agresiva que muestran los niños entre 3 y 10 años de edad, es un predictor de
sus inclinaciones agresivas y antisociales a lo largo de su vida (Hart et al., 1997; Henry
et al., 1996; Newman et al., 1997). Huessmann et al. (1984), por ejemplo, realizaron
un estudio longitudinal durante 22 años en un grupo de 600 participantes. En
conclusión, los niños de 8 años muy agresivos presentaron a los 30 años de edad,
mayores tasas de hostilidad y agresiones a sus parejas e hijos, así como condenas por
delitos criminales.
Otros estudios también han señalado que el comportamiento agresivo medido entre la
edad de los 6 y los 13 años predice consistentemente la violencia en varones
(Farrington, 1989a; Olweus, 1979). En la misma línea, Stattin y Magnusson (1989)
encontraron que dos tercios de los niños que ejercen agresiones contra los profesores
entre los 10 y los 13 años presentan posteriormente historias de delitos violentos a la
edad de 26 años. Sin embargo, esta relación no aparecía en el caso de las mujeres.
Mc Cord y Ensminger (1995) encontró que casi la mitad de los niños que habían sido
clasificados como agresivos por sus profesores a los 6 años, habían sido arrestados por
crímenes violentos a la edad de 33, comparado con un tercio de sus compañeros no
agresivos. Estos autores, encontraron resultados similares en chicas, en contraposición
a los hallazgos de Stattin y Magnusson (1989). Estos estudios muestran una relación
consistente entre la agresividad en los chicos desde los 6 años y el comportamiento
violento posterior, manteniéndose, incluso en muestras hiperactivas (Loney, Kramer y
Milich, 1983). De la misma forma, Barrera et al., (2002) y Hilmstein (2003)
encuentran que la agresividad infanto-juvenil predecía comportamientos antisociales
en un futuro próximo. A pesar de que muchos de los chicos que presentan un
comportamiento agresivo durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos,
lo cierto es que la conducta agresiva temprana y persistente, es una característica
individual maleable que predice violencia futura (Thornberry, 2004).
Magnusson y Bergman (1990) encontraron al respecto que la agresividad se
relacionaba con la delincuencia solamente cuando formaba parte de una constelación
de problemas de comportamiento, sugiriendo así que era necesario considerar la
conducta en términos de patrones generales y no solo de unos supuestos rasgos aparte.
De forma semejante, Quinsey, Book y Lalumiere (2001) y Garaigordobil et al. (2004)
encuentran altas correlaciones entre medidas de agresividad y conductas agresivas y
puntuaciones en conducta antisocial.
Para terminar, señalar que la subdivisión de la agresividad en diferentes tipologías
parece potencialmente muy útil (Ramírez y Andreu, 2003), pero se sabe poco acerca
de la validez de los subtipos o de su importancia relativa para la conducta antisocial
(Vitiello y Stoff, 1997).
3.2.2.3.6. Inteligencia
Se ha indicado en numerosas ocasiones que los comportamientos antisociales o
violentos correlacionan negativamente con el cociente intelectual. Diversos estudios han
mostrado la relación que existe entre déficits intelectuales y violencia, tanto en muestras de
delincuentes (Rutter y Giller, 1988) como de estudiantes (Huesman, Eron y Yarmel, 1987),
encontrando en este último correlación con bajos logros académicos. Otros autores han
propuesto que la inteligencia modula el tipo de conducta antisocial (Heilbrum, 1982),
encontrando violencia más impulsivas en psicópatas con un CI bajo frente a delitos de tipo
sádico en aquellos que eran más inteligentes. Otros, han mostrado cómo el desarrollo
cognitivo facilita la integración social y su deficiencia la dificulta (Donnellan, Ge y Wenk,
2002). Así, algunos han puesto en evidencia que una baja inteligencia se asocia a una peor
adaptación al ámbito penitenciario, tanto en jóvenes como en adultos (Ardil, 1998; Forcadell,
1998; Miranda, 1998).
Los delincuentes, especialmente los reincidentes, tienden a presentar un cociente
intelectual (CI) ligeramente inferior - cerca de 8 puntos en general- al de los no delincuentes.
Esta asociación ha sido confirmada en estudios epidemiológicos y longitudinales recientes
(Lynam, Moffit y Stouthamer-Loeber, 1993; Maguin y Loeber, 1996; Moffitt, 1993). Así, se
ha visto que un bajo CI va asociado a la conducta antisocial incluso después de tener en
cuenta el nivel de logro académico, aunque puede que la asociación sea un tanto reducida. La
relación entre el CI, dificultades de lectura y perturbaciones del comportamiento y conducta
antisocial se aplica en buena medida a aquellas de inicio temprano y no a las que comienzan
en la adolescencia (Robins y Hill, 1966; Stattin y Magnusson, 1995). Scott (2004) añade que
un bajo CI por sí solo, no aumenta mucho el riesgo de comportamientos antisociales, pero en
combinación con prácticas de crianza inadecuadas y otros factores de riesgo como la
hiperactividad, sí tienen un efecto interactivo.
Aunque la relación entre el CI y la delincuencia ha resultado ser muy sólida, a tenor de
los datos existentes no permite extraer ninguna conclusión firme. La investigación actual pone
un mayor énfasis en el estudio de las diferencias individuales en los procesos cognitivos que
generan un sesgo en las evaluaciones de los sucesos interpersonales (Ross y Fabiano, 1985).
Así por ejemplo, se ha constatado que los jóvenes agresivos se muestran más inexactos en la
interpretación de las conductas de los otros en situaciones poco ambiguas y tienden a percibir
intenciones hostiles en las interacciones interpersonales ambiguas (Dodge, 1986). Se ha
puesto de manifiesto asimismo, que estos sujetos generan muy pocas soluciones afectivas a
las situaciones interpersonales problemáticas y tienden a producir soluciones más agresivas
cuando sufren rechazo social (Asarnow y Callan, 1985). Por otra parte, un buen desarrollo de
las habilidades cognitivas, en especial las verbales, podría actuar como un factor de
protección en el desarrollo de la conducta antisocial (Lynam et al., 1993). En este sentido,
Isaza y Pineda (2000), encontraron en una muestra de jóvenes delincuentes un ejecución
deficiente en pruebas que exigían habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal,
poniendo de relieve las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los
adolescentes infractores. Raine et al., (2002) también encontraron una asociación entre
déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos antisociales en la adolescencia,
presentando además, en edades más tempranas, déficits espaciales. De la misma forma,
Garaigordobil et al. (2004) encuentran mayores deficiencias en las capacidades verbales en
aquellos niños que presentan más conducta antisocial. Por tanto, los individuos con bajas capacidades intelectuales y con ciertos sesgos
cognitivos poseen peores habilidades interpersonales, siendo éstas las que dificultarían el
proceso de socialización y facilitarían la aparición de la conducta antisocial (Torrubia, 2004).
Rutter et al. (2000, p. 205) concluyen al respecto: “es posible que las deficiencias
cognitivas que incrementan el riesgo lo hacen porque suponen alguna deficiencia en la
detección intención-estímulo o en la planificación previa al decidir cómo responder a los
desafíos sociales”. Esto podría interpretarse en términos de una deficiencia cognitiva que
causaría riesgos no por ser deficiencia intelectual, sino porque el CI inferior estaría asociado a
hiperactividad e impulsividad. Así, el riesgo de desarrollar conductas antisociales provendría
de esos rasgos más que del propio nivel cognitivo en sí.
3.2.2.3.7. Actitudes y creencias normativas
Las denominadas teorías cognitivas del procesamiento de la información enfatizan la
importancia que las actitudes, creencias y otras cogniciones sociales que se desarrollan
durante la infancia y la adolescencia desempeñan en el comportamiento antisocial. En
particular, Huesmann (1988), Huesmann y Eron (1989) y Huesmann et al., (1996),
conceptualizan las creencias normativas como aquellas que hacen referencia a la aceptabilidad,
justificación o adecuación del comportamiento agresivo, que son importantes mediadores y/o
moduladores, contribuyendo de forma considerable al éxito de programas preventivos contra
este tipo de comportamientos antisociales en jóvenes y adolescentes. Según los resultados
obtenidos hasta el momento con el programa de prevención que estos autores realizaron en los
EE.UU., las creencias normativas pueden verse modificadas a lo largo de la infancia y
adolescencia bajo determinadas condiciones de intervención familiar, escolar y social. Por
consiguiente, estos cambios afectarán posteriormente al comportamiento agresivo y,
consecuentemente, podrán prevenirse determinados tipos de violencia y conducta antisocial.
En este sentido, determinados patrones de repuesta como la deshonestidad, las
actitudes y creencias normativas y las actitudes favorables a la violencia, han sido
relacionadas como predictores de violencia posterior (Ageton, 1983; Elliot, 1994; Farrington,
1989; Maguin et al., 1995; Thornberry, 2004; Williams, 1994; Zhang, Loeber, y StouthamerLoeber,
1997), siendo estas correlaciones más débiles en el caso de las chicas (Williams,
1994). Es posible que las actitudes antisociales sean síntomas del mismo constructo
subyacente de violencia y que persista durante toda la vida.
Asimismo, se ha encontrado que un amplio rango de procesos cognitivo-sociales están
distorsionados o son deficitarios en los niños agresivos (Coie y Dodge, 1997; Dodge y
Schwartz, 1997; Lochman y Dodge, 1994). Así, presentan deficiencias en la atribución (con
un locus de control típicamente externo), en la solución de problemas, la tendencia a
considerar que el daño que se produce en circunstancias ambiguas o neutras deriva de un
intento hostil por parte de quien lo provoca, lo que llaman sesgo atribucional hostil (Crick y
Dodge, 1996; Guerra y Slaby, 1990), en la evaluación de conductas que favorecen la agresión,
en la baja valoración de las características típicas de los jóvenes agresivos, abrigando ideas
positivas acerca de la agresividad, considerándola socialmente normativa (Dodge y Schwartz,
1997). Estas distorsiones cognitivas se agudizan a medida que sus iguales los rechazan,
mostrando al final de la adolescencia actitudes recelosas y llevándoles a reaccionar de forma
explosiva y desviada (Scott, 2004). De la misma forma, Thorberry, (2004) también ha encontrado como aquellos chicos antisociales de inicio temprano presentaban más actitudes
favorables al uso de la violencia y la delincuencia como forma de solucionar los problemas,
frente a los de inicio tardío o los no delincuentes.
Un interesante estudio llevado a cabo en nuestro país, describe el papel que juega la
percepción de las figuras de autoridad formales e informales en la inclinación a la conducta
delictiva (Molpeceres, Llinares y Bernad, 1999). Los resultados sugieren que: a) la percepción
de mayor o menor actividad en las figuras de autoridad relevantes apenas tiene incidencia en
la mayor o menor implicación en conductas delictivas y transgresoras; b) que la percepción de
competencia y firmeza es relevante en relación a las figuras de autoridad formales pero no en
relación al padre; c) que la mayor o menor violencia y crueldad percibida es relevante en
relación a todas las figuras de autoridad y, d) que tienden a aparecer diferencias en el juicio
afectivo y moral de las tres figuras de autoridad en función de la tendencia a la transgresión,
aunque estas diferencias son más acusadas en relación a las figuras de autoridad formal.
Los resultados de estos estudios sugieren que un patrón de conductas y actitudes
tempranas que desafíen las reglas básicas del comportamiento tales como la honestidad y la
veracidad estará asociado con conductas violentas posteriores. Por lo tanto, las intervenciones
que busquen ayudar a los jóvenes a desarrollar creencias positivas y modelos de conducta que
rechacen la violencia, la mentira y el desobedecer a las reglas y a las leyes, así como también
actitudes positivas hacia el cumplimiento de las normas, serían prometedoras para la
reducción de los riesgos hacia la violencia. Estos hallazgos destacan la importancia de lo que
algunos han denominado “alfabetización” social y emocional (Goleman, 1995), esto es, el
proceso de desarrollo social por el cual los niños aprenden a participar exitosamente en la
vida social, aprendiendo a respetar turnos, esperar en cola o decir la verdad.
No obstante, son muchas las formas en las que la violencia puede expresarse y muchas
también las que se aducen para llegar a justificarla o legitimarla. Bandura (1973), al respecto,
destaca una serie de situaciones que consistentemente se han implicado en la mayor
producción de manifestaciones agresivas y antisociales en los sujetos: a) la atenuación de la
agresión por comparación ventajosa, que consiste en disminuir los alcances de las propias
acciones agresivas; b) la justificación de la agresión en función de principios elevados,
fundamentándose la agresión en función de una serie de valores más elevados; c) el
desplazamiento de la responsabilidad, logrando que la gente se conduzca de manera más
agresiva cuando cualquier figura de autoridad asume la responsabilidad; d) la difusión de la
responsabilidad, ocultando y difundiendo la propia responsabilidad por realizar prácticas
agresivas; e) la deshumanización de las víctimas, desvalorizando a las víctimas se les puede
agredir cruelmente sin que haya sentimientos de culpabilización o arrepentimiento; f) el
falseamiento de las consecuencias, reduciendo al mínimo las consecuencias lesivas
producidas en el agredido; y g) la desensibilización graduada, proceso incremental a través
del cual, tras la ejecución repetida de actos agresivos, se van extinguiendo el malestar y el
autorreproche, aumentando así el nivel de agresión de forma progresiva hasta que, por último,
se llegan a cometer actos violentos y antisociales sin el menor remordimiento.
Asimismo, las investigaciones llevadas a cabo por Luengo (1985) y Romero (1996)
ponen de manifiesto que la conducta desviada correlaciona con ciertas preferencias de valores
con relevancia personal inmediata (placer, tiempo libre, sexo) y presentan un menor aprecio
de los valores con trascendencia social más a largo plazo (solidaridad, justicia) o aquellos
ligados a la socialización más convencional (religión, familia, orden, salud). Es importante señalar, que los valores anteriormente relacionados con la conducta antisocial, también lo
están con variables tales como la impulsividad o la búsqueda de sensaciones (Luengo et al.,
2002).
3.2.2.3.8. Recursos personales y valores ético-morales
Es obvio que no todos los individuos que están expuestos a la acción de diferentes
factores de riesgo manifiestan comportamientos antisociales. Existen un conjunto de variables
cuyas influencias pueden cancelar o atenuar el efecto de los factores de riesgo conocidos y así,
incrementar de algún modo la resistencia hacia ellos. Este sería el caso de la práctica y
participación en asociaciones culturales, deportivas o religiosas y valores ético-morales.
Son muchos los estudios que ponen en relevancia la acción protectora de la religión o
religiosidad y la moralidad frente a la conducta antisocial de los adolescentes (Barber, 2001;
Fabian, 2001; Jang y Jhonson, 2003; Lozano et al., 1992; Oetting, Donnermeyer y
Deffenbacher, 1998; Peiró, Del Barrio y Carpintero, 1983; Regnerus, 2001; Ruiz, Lozano y
Polaino, 1994).
Ruiz et al. (1994), señalaron que entre los adolescentes encuestados que no
manifestaban conductas antisociales, había un numero mayor de creyentes, tanto practicantes
como no practicantes, que en el grupo que manifestaban algún comportamiento antisocial.
Estos datos confirmaron los encontrados con anterioridad por Peiró et al. (1983), quienes
mostraron que la religión y la moral podrían ser entendidos como factores de protección, al
constituir un marco de referencia para los jóvenes en el que predominaban los valores
prosociales y en el que coexistían grupos de referencia ajenos a la práctica de la conducta
desviada.
En esta misma linea, Fabian (2001) señala que ha pesar de los numerosos estudios que
se han llevado a cabo sobre que factores predicen el comportamiento antisocial, se ha
prestado poca atención a la moral como un posible factor de riesgo. Así, en su estudio con
adultos, encuentra que aquellos que habían cometido actos delictivos puntuaban más bajo en
razonamiento moral que los no delincuentes, sin embargo, no había diferencias entre
delincuentes violentos y no violentos. También añaden que el tener un alto razonamiento
moral estaría asociado a diversos factores protectores, entre ellos, una buena educación
familiar y la importancia otorgada a la religión.
Oetting et al. (1998) resaltan que tanto el uso de sustancias como otras conductas
desviadas se aprenderían a través de tres ámbitos principales o fuentes primarias, la familia, el
colegio y los amigos. Sin embargo, habría otras fuentes de socialización secundarias, entre
ellas la religión, que influirían en el proceso de socialización de las fuentes primarias
reduciendo su impacto y, por lo tanto, disminuyendo o frenando la manifestación de
comportamientos desviados. De la misma forma, Jang y Johnson (2003) señalan como la
presencia de emociones negativas o trastornos emocionales serían un factor de riesgo hacia el
comportamiento desviado, actuando aquí la religión como un importante neutralizador de
dichas emociones. Barber (2001) encuentra en una muestra de niños palestinos, que el tener
creencias religiosas actuaba como un factor protector de la conducta desviada, amortiguando
el efecto de los factores de riesgo a los que estaban expuestos.
Regnerus (2001), añade que la religión protege a los adolescentes de que se involucren
en la delincuencia a través de tres vías: 1) la proximidad paternos filial que existe entre
familias religiosas, 2) a través de limitar o disminuir la influencia de los pares, 3) a través del
contexto de la comunidad.
Es importante resaltar, que no sólo hay evidencias de su poder protector, sino que su
ausencia podría actuar como factor de riesgo hacia una mayor involucración en
comportamientos antisociales. Así, Stack, Wasserman y Kern (2004) evalúan la presencia de
actos antisociales consistentes en la visión de pornografía a través de la red. Postulan que las
creencias más convencionales estarían asociadas con menos conductas desviadas, entre ellas,
las creencias políticas, las creencias favorables hacia el matrimonio y las creencias religiosas.
Los resultados señalaron que de todos los factores propuestos, el mejor predictor del uso de
pornografía era las ausencia de creencias religiosas.
Por otra parte, el realizar o participar en actividades deportivas ha sido considerado
como otra fuente de comportamientos prosociales que, de la misma forma que la religión,
actuarían como inhibidores de la conducta antisocial, asociándose a otras fuentes de
enseñanza, ya que el deporte en sí mismo no garantiza que se desarrollen dichas conductas
prosociales (Mckenney y Dattilo, 2001). Así, Stronski et al. (2000) encontraron en su estudio
que unos de los factores protectores frente al consumo de drogas era el participar de forma
regular en asociaciones deportivas junto con presentar buenos logros académicos, el tipo de
educación recibida y el contar con un confidente dentro de la familia.
Duncan, Duncan, Strycker y Chaumeton (2002) examinaron en una muestra de niños
de 10, 12 y 14 años la relación existentes entre las actividades antisociales (consumo de
sustancias y otros conductas) y prosociales (actividad física, deporte organizados, actividades
no deportivas organizadas, voluntariado y actividades religiosas). Encontraron que el
participar en deportes organizados y actividades físicas estaba inversamente relacionado con
el consumo de sustancias para todas las edades.
Langbein y Bess (2002) señalan que los colegios con un elevado nº de alumnos
presentaban más problemas de conductas antisociales entre el alumnado, disminuyendo éstas,
si se aumentaba la programación de actividades deportivas.
Otros autores han señalado el importante papel que pueden tener los deportes de riesgo
como forma de canalizar de forma socializada la alta necesidad de búsqueda de sensaciones y
desinhibición, factores que aparecen asociados a la adolescencia y a la manifestación de
conductas antisociales (Sánchez y Cantón, 2001).
7; Moffitt et al., 1996; Thornberry, 2004), d) asociación con
problemas cognitivos (Fergusson, Horwood y Lyneskey, 1993; Hinshaw, 1992; Rutter et al.,
1997), e) buena respuesta a la medicación estimulante (Taylor et al., 1987) y f) un fuerte
componente genético (Eaves et al., 1997; Silberg et al., 1996).
El estudio de Loney, Whaley-Klahn, Kosier y Conboy (1983), indica que la
hiperactividad es una característica individual que no se comparte con los hermanos. En su
estudio, los niños diagnosticados como hiperactivos eran notablemente más violentos que el
total de sus hermanos varones, aunque reconocen que aún no se comprenden bien los
mecanismos por los cuales la hiperactividad se relaciona con la violencia posterior. Asimismo,
añaden, que la evaluación de los profesores sobre los problemas de concentración que presentaban los niños también predecía los comportamientos violentos posteriores, tanto en la
adolescencia como en la adultez, en el caso de los varones. De la misma forma, y sugiriendo
modelos multivariados para entender los comportamientos violentos, el tener problemas de
concentración también predice dificultades académicas, lo que en sí mismo es un predictor de
violencia posterior. Por último, la evaluación de los profesores sobre la presencia de inquietud
o hiperactividad en los niños, incluyendo la dificultad para permanecer sentado, la tendencia a
estar inquieto o agitarse y la frecuencia con la que hablaban estaban positivamente
relacionados con la violencia posterior en el caso de los varones.
Farrington (1989a) encontró relación entre problemas de concentración, impulsividad
y conductas de riesgo en niños de 8 y 10 años y una mayor probabilidad de autoinformar
violencia entre los 16-18 años y con mayor probabilidad de haber realizado crímenes
violentos entre los 10 y los 32 años. De la misma forma, Mannuzza, Klein, Konig y Giampino
(1989) encontraron en un estudio prospectivo de niños varones de raza blanca, diagnosticados
y tratados por hiperactividad durante la infancia frente a un grupo control, que en la edad
adulta, entre los 19 a los 26 años, presentaban mayor porcentaje de delitos de robos y asaltos
registrados oficialmente.
Por ejemplo, en el estudio longitudinal de Orebro en Suecia, también hallaron que el
15% de los chicos que presentaban problemas de hiperactividad y dificultades de
concentración a los 13 años, fueron arrestados por comportamientos violentos a la edad de 26
años, frente al el 3% de los demás chicos (Klinteberg, Andersson, Magnusson y Stattin, 1993).
Así, los niños hiperactivos e inquietos, que tienen problemas de concentración en la escuela y
que asumen conductas de riesgo, están en un mayor riesgo de desarrollar comportamientos
violentos en el futuro que aquellos que no poseen estas características. Otro estudio
longitudinal sueco señalaba la medida en que los niños con múltiples problemas como la
hiperactividad, falta de concentración, baja motivación escolar, rendimiento por debajo del
nivel exigido y las deficientes relaciones con los de su misma edad, presentaban mayor
probabilidad de cometer conductas delictivas y abuso de alcohol en la etapa adulta (Stattin y
Magnusson, 1995).
Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian
prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables
individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber presentado a la edad de 10, 14 y
16 años problemas de hiperactividad y déficit de atención predecía comportamientos
violentos autoinformados a la edad de 18 años.
La presencia de la hiperactividad también ha sido relacionada con la probabilidad de
manifestar actos delictivos tempranos, así como con una mayor probabilidad de reincidencia
en el delito en la vida adulta (Farrington et al., 1996c). Estudios complementarios realizados
con niños hiperactivos y/o con déficit de atención han evidenciado también el posterior
desarrollo en la adolescencia de conductas antisociales (Campbell, 1997; Taylor et al., 1996).
Así, en el estudio longitudinal de Pittsburgh, se encontró que apesar de que la hiperactividad
se asociaba con un mayor riesgo de presentar todas las formas o tipos de conducta antisocial,
la asociación principal se daba con la persistencia de esas conductas más que con su gravedad
(Loeber et al., 1997).
De la misma forma, estudios más recientes también confirman esta relación. Así,
Himelstein (2003) encontró que tanto la presencia de conductas agresivas como problemas de
103
hiperactividad en la infancia contribuían a predecir la conducta antisocial en la adolescencia.
Barkley, Fischer, Smallish, Fletcher (2004), han señalado que los niños hiperactivos cometen
actos antisociales con más frecuencia y variedad frente a los no hiperactivos, mientras que
Simonoff et al. (2004) resaltan tras sus hallazgos que, tanto la presencia de problemas de
hiperactividad como de trastornos de conducta en la infancia, tienen un fuerte poder
predictivo sobre la aparición posterior de trastorno antisocial de la personalidad y problemas
de delincuencia en la etapa adulta.
3.2.2.3.2. Trastornos emocionales: ansiedad y depresión
Una segunda categoría de las características psicológicas investigadas en relación al
comportamiento antisocial y/o violento son las emociones negativas en las que se incluyen,
fundamentalmente, la ansiedad y la depresión. Muchos individuos que ejercen conductas
antisociales manifiestan una alta comorbilidad con trastornos emocionales (Dishion, French y
Patterson, 1995; Lahey y McBurnett, 1992). En varios estudios longitudinales y
epidemiológicos en población general se ha podido comprobar la relación existente entre
perturbaciones emocionales y una mayor probabilidad de ejercer conductas antisociales (Lund
y Merrell, 2001; Nottelman y Jensen, 1995; Simonoff et al., 1997). Asimismo, Stefuerak,
Calhoun y Glaser (2004) sugieren en su estudio que los trastorno emocionales podrían ser
considerados como un canalizador hacia la delincuencia, así como también la personalidad
antisocial.
En relación a diferencias sexuales, Smith (2002) encontró que los factores de riesgo
emocionales afectarían más a las niñas que a los niños para el incremento de la conducta
antisocial, encontrando también dichas diferencias para los factores de riesgo familiares.
En relación a la depresión, los hallazgos subrayan que en la medida de que la conducta
antisocial va asociada a perturbaciones depresivas, aumenta el riesgo de que aparezcan
conductas suicidas (Hinshaw et al., 1993; Rutter, Silberg y Simonoff, 1993; Rutter et al.,
1997). Sin embargo, también ha parecido una correlación ligeramente negativa entre el
nerviosismo y la ansiedad y la posibilidad de ejercer conductas antisociales (Mitchell y Rosa,
1979), e incluso estudios que no han mostrado tal relación (Farrington, 1989b; Vermeiren,
Deboutte, Ruchkin y Schawab, 2002; Vermeiren et al., 2004).
Respecto a la depresión, no debemos olvidar que presenta una comorbilidad con la
agresión en el 50% de los casos, por lo que muchos jóvenes deprimidos expresan su malestar
mediante conductas oposicionistas o violentas, tanto verbalmente como hacia uno mismo, este
el caso de la adicción a las drogas, conductas de riesgo o el suicidio (Del Barrio, 2004a). En
esta dirección, Fombonne et al. (2001) encuentra como aquellos jóvenes que presentaban
depresión y trastornos de conducta asociados, tenían mayor riesgo de cometer conductas
suicidas, delictivas y presentaban mayor disfunción social en la vida adulta. Resultados
similares fueron encontrados por Marmorstein y Iacono (2003).
Vermeiren et al. (2002) encuentran para ambos sexos y en tres ciudades de países
distintos (Estados Unidos, Bélgica y Rusia), como la presencia de depresión, problemas de
somatización, expectativas negativas sobre el futuro y búsqueda de sensaciones se
incrementaba gradualmente y en función de la presencia de conducta antisocial y su severidad.
Basándose en dos estudios longitudinales realizados con sujetos canadienses y de Nueva
Zelanda, Fergusson et al. (2003) examinaron la relación entre depresión y relacionarse con pares desviados. Ambos estudios llegaron a la conclusión de que el asociarse con pares
desviados conllevaba a un aumento de comportamientos problemáticos y cuyas consecuencias
negativas serían las que llevarían a la depresión.
Vermeiren et al. (2004), encuentran que los sujetos antisociales presentan más
problemas emocionales, exceptuando la ansiedad, pero contrariamente a lo esperado, los
antisociales que habían sido arrestados no presentaban mayor depresión que los no arrestados
Diversos estudios han mostrado también cómo los individuos con conductas
antisociales presentan trastornos o síntomas emocionales concomitantes entre los que
aparecería la depresión, características como el autoconcepto disminuido o desconfianza hacia
el otro (Achenbach, 1991; Carrasco, Del Barrio y Rodríguez, 2001; Caron y Rutter, 1991; Del
Barrio, 2004a; Muñoz-Rivas, Graña, Andreu y Peña, 2000; Thornberry, 2004; Wilde 1996).
Estos elementos no son exclusivos de la depresión, ya que también se encuentran
estrechamente vinculados a la conducta antisocial y a la agresión. Así, los adolescentes
deprimidos y sin autoestima sienten que no tienen nada que perder cuando se embarcan en
una conducta socialmente reprobable, a la vez que no valoran su vida, por lo que no temen
ponerla en riesgo (Del Barrio, 2004a; Wilde 1996).
3.2.2.3.3. Asociación con trastornos mentales graves
a) Conducta antisocial y el consumo de sustancias
En la actualidad, existe suficiente bibliografía acumulativa acerca de la fuerte
asociación que hay entre el consumo de sustancias y la conducta antisocial; además de los
múltiples factores de riesgo que el consumo de drogas/alcohol y la violencia comparten
(Boles y Miotto, 2003; Dorsey, Zawitz y Middleton, 2002; Hodgins, 1993; MacCoun, Kilmer
y Reute, 2002; Marzuk, 1996; Nagin y Tremblay, 2001; Room y Rossow, 2001; White y
Gorman, 2000; White, 2004). No obstante, existen varios modelos alternativos que intentan
explicar por qué el consumo de drogas y alcohol es un factor de riesgo para la conducta
antisocial en jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, en algunos adolescentes, los efectos del
consumo de alcohol degeneran, en ocasiones, en conductas violentas (modelo
psicofarmacológico) (Boles y Miotto, 2003; Ito et al., 1996; MacCoun et al., 2002; Parker y
Auerhahn, 1999). De la misma forma, las drogas pueden provocar delitos predatorios cuyo fin
es obtener dinero para costear el consumo (modelo de motivación económica) (Anglin y
Perrochet, 1998; Dorsey et al., 2002; Nadelmann, 1998); o porque el mismo sistema de
distribución y consumo de drogas está inherentemente vinculado al delito (modelo sistémico)
(Goldstein, 1998; Miczek et al., 1994). Para otros, sin embargo, la conducta antisocial
debilitaría la adherencia a las normas sociales, incrementando la implicación del individuo en
el consumo ilegal de las drogas lo que les proporcionaría oportunidades y refuerzos para el
incremento del consumo de dichas sustancias (Farrington, 1995; White, Brick y Hansell,
1993). Finalmente, para otros, existirían grupos de factores comunes que incrementarían su
implicación en todos los tipos de conducta desviada, incluyendo el consumo de drogas y la
violencia (modelo de causa común) (Jessor y Jessor, 1977; White y Labouvie, 1994; White,
2004).
A continuación se revisarán algunas de las investigaciones empíricas que ponen de
manifiesto la asociación entre la conducta antisocial y el consumo de drogas.
Uno de los primeros estudios que informó del consumo de drogas y la conducta
delictiva en jóvenes fue el de Robins y Murphy (1967), quienes con una muestra de 235
varones seleccionados de registros de escuelas, mostraron que los sujetos consumidores de
droga se iniciaban en la marihuana y, a su vez, los delincuentes tenían mayor probabilidad de
implicarse en el consumo de drogas que los no delincuentes. Asimismo, una vez que
comenzaban en dicho consumo, los delincuentes progresaban más rápido hacia el consumo de
heroína. Desde estos resultados, se empezó a suponer que la conducta antisocial era un
predictor significativo del consumo de drogas.
Otro de los trabajos pioneros en este campo fue el realizado por Jacoby, Weiner,
Thornberry y Wolfgang (1973). Este estudio retrospectivo examinó la relación entre el
consumo de marihuana/heroína y la manifestación posterior de actividades delictivas. La
muestra estaba compuesta por 995 adolescentes con edades comprendidas entre los 10 y 18
años de edad, seleccionados a través de registros oficiales y entrevistas. Los hallazgos
señalaron una relación positiva y significativa entre el consumo de drogas y la actividad
delictiva. Se demostró que, en primer lugar, el consumo de drogas seguía a la actividad
delictiva y, por tanto, el consumo de drogas como causa de la delincuencia no tenía suficiente
apoyo empírico. También se halló que los consumidores de drogas manifestaban mayores
conductas antisociales que los no consumidores y que ésta aumentaba progresivamente con la
edad.
Goode (1972) investigó al respecto la relación entre el consumo de marihuana y la
realización de actos delictivos en 559 hombres de la población general, de edades
comprendidas entre los 15 y los 34 años de edad. Comprobó si entre el consumo de
marihuana y la delincuencia existía una relación causal o no. Cuando se les preguntó a los
sujetos sobre la comisión de delitos bajo el consumo de alcohol o marihuana en las últimas 24
horas, los jóvenes no habían consumido marihuana pero sí alcohol, especialmente en la
realización de delitos violentos. También encontró una relación significativa entre el consumo
de marihuana y la delincuencia autoinformada, pero rechazaron cualquier relación causal.
Siguiendo esta línea argumental, Gold y Reimer (1974) analizaron los datos de una
muestra de 1395 adolescentes entre 11 y 18 años. Se les aplicó un cuestionario que medía la
comisión de delitos (desde leves a graves) y el consumo de marihuana y otras drogas.
Encontraron que el consumo de sustancias, sobre todo marihuana, aumentaba con la edad,
quizás porque los padres ya no lo veían como una delito grave y por el aumento de autonomía
en el joven. No obstante, la delincuencia disminuyó tanto en hombres como en mujeres según
aumentaba la edad de los jóvenes. Estos datos apoyaban la hipótesis causal, ya que el
consumo de marihuana correlacionó con el mismo tipo de variables predictoras y con la
frecuencia de realización de conductas antisociales.
En el estudio de ÓDonnell et al. (1976) la muestra estuvo compuesta por 3.024
hombres con edades comprendidas entre los 20 y 30 años. Este estudio analizó la relación
entre droga y conducta antisocial de modo retrospectivo pidiendo a los sujetos que recordasen
la realización de estas conductas desde los 12 años de edad. Los resultados indicaron que
ambas secuencias temporales –consumo de marihuana/delincuencia o delincuencia/consumo
de marihuana- son posibles. Si los jóvenes habían consumido a los 16 años, este consumo
precedía a la realización de actos antisociales (robar); si los sujetos habían consumido a partir
de los 17 años, ya habían realizado delitos previos (robar un coche). De este estudio, se dedujo, entre otras cuestiones, la dificultad de encontrar una relación causal definitiva entre
ambos comportamientos.
Otros trabajos como el de Inciardi (1980), con una muestra de 514 escolares (con edad
media de 19,3 años) y otra muestra compuesta por 166 consumidores localizados en la calle
(19,8 años de media), evidenció que, en los estudiantes, el consumo se iniciaba a los 15 años
y la delincuencia a los 14 años, mientras que en los jóvenes de la calle, el consumo de heroína
comenzaba a los 13 y los delitos a partir de los 14 años. Estos resultados evidenciaron que los
patrones de consumo y de actividad delictiva variaban en función del tipo de consumidores
considerados, del lugar y de la influencia de otras variables tales como el nivel
socioeconómico, el lugar de residencia y de otros factores socioambientales.
Windle (1990) encontró que manifestar de forma temprana conductas antisociales, no
relacionadas con el consumo de drogas, predecía prospectivamente diversas formas de uso de
sustancias en la postadolescencia, especialmente el consumo de alcohol. Otros estudios, sin
embargo, han mostrado una relación recíproca baja o ausente entre el uso de sustancias y la
delincuencia (Dembo, Williams, Wothke y Schmeidler, 1994, Dembo et al.,1995).
White y Labouvie (1994) examinaron la estructura de la conducta problema a través
del análisis de los datos de un muestreo longitudinal prospectivo recogidos de una muestra
compuesta por preadolescentes o adolescencia temprana (12 años), mediana adolescencia (15
años) y adolescencia tardía (18 años), en ambos sexos. Los modelos estructurales revelaron
que el uso de sustancias y la delincuencia representaban dos dimensiones distintas de la
“conducta problema”. Así, los hallazgos de estos estudios desafían la tendencia que existe a
intentar comprender los problemas de conducta de forma independiente.
Estudios más novedosos como los realizados por Van Kammen, Loeber y StouthamerLoeber
(1991), mostraron la existencia de una progresión de los jóvenes en las distintas
sustancias (cerveza, vino-tabaco, licores-marihuana y otras drogas ilegales). Además, a mayor
involucración en el consumo, mayor era la posibilidad de ocurrencia de problemas y
conductas antisociales en los de mayor edad. Por tanto, habría una coexistencia de consumo
de sustancias y delincuencia, e incluso una progresiva implicación en ambas.
Los estudios llevados a cabo por la NHSDA en Estados Unidos (SAMHSA, 1997),
con amplias muestras de adolescentes entre los 12 y los 17 años, obtuvieron porcentajes de
jóvenes que manifestaron cometer delitos por consumo de sustancias. Los mayores
porcentajes giraron en torno al 73,7% de haber cometido un delito contra la propiedad
habiendo consumido cocaína, alcohol y cannabis; seguido del 69,1% de haber cometido
cualquier delito violento habiendo consumido alcohol, cannabis y cocaína; así como de un
21,2% que afirmaron cometer delitos violentos sólo con consumo de alcohol. Parece, por
tanto, evidente la relación lineal entre el consumo de drogas y la conducta antisocial.
De la misma forma, y teniendo en cuenta algunos resultados obtenidos en España,
Otero (1997), utilizó en su estudio varias muestras, una de escolarizados, otra de jóvenes
institucionalizados, otra en tratamiento y por último de consumidores de la calle. Aquí sólo se
comentarán los resultados encontrados en la muestra de población general escolarizados,
compuesta de 3.982 sujetos (1.972 varones y 2.010 mujeres) con edades comprendidas entre
los 14 y 18 años, dada fundamentalmente su aplicación a los resultados obtenidos en la
presente investigación doctoral. En este estudio, las variables utilizadas fueron el consumo de drogas (legales, ilegales y médicas), la frecuencia de consumo, las conductas delictivas y su
frecuencia como variables dependientes, y variables familiares, grupo de iguales y personales
como independientes. Los resultados de este estudio indican que : a) el alcohol es el tipo de
consumo que mayor relación estadística muestra con todas las actividades delictivas; b) la
conducta contra normas es la actividad delictiva que, excepto para la heroína, presenta una
mayor covariación con todos los tipos de consumo; c) el cannabis aparece como la sustancia
ilegal más relacionada con las actividades delictivas; d) el consumo de heroína alcanza la
mayor asociación con la conducta de vandalismo. A modo de resumen, parece evidente que la
relación droga-conducta antisocial y delictiva no puede entenderse de forma global, sino que
es necesario contextualizar en función del tipo de muestra, e, incluso, a qué sustancia y
conducta delictiva se está haciendo mención. Teniendo en cuenta el resto de muestras del
trabajo de Otero (1997), la explicación de la necesidad económica en la delincuencia-droga,
únicamente parece razonable para el grupo de adolescentes en tratamiento, pero no se cumple
para los adolescentes escolarizados, institucionalizados o de la calle.
Más recientemente, el estudio realizado por Mason y Windle (2002) examinó la
existencia de relaciones recíprocas entre el uso de sustancias y la delincuencia autoinformada
a través de una muestra de 1.218 estudiantes de secundaria. Se utilizó un longitudinal para
investigar las interrelaciones entre los patrones dentro de la generalización de las dos
conductas-problemas. Los análisis revelaron que el modelo de ecuaciones estructurales entre
el policonsumo de sustancias y la delincuencia, en general, era evidente en los varones pero
no en las mujeres. En los varones, el efecto de la delincuencia sobre el abuso de sustancias fue
relativamente bajo pero consistente en el tiempo, mientras que el efecto del uso de sustancias
sobre la delincuencia fue mayor pero restringido a aquellos adolescentes de menor edad.
Finalmente, se puede afirmar que existe una asociación positiva entre el consumo de
drogas y la conducta antisocial y delictiva. Además, la involucración en el consumo de drogas
de los adolescentes se asocia diferencialmente con distintas conductas contra las normas
sociales y de convivencia en el caso de los sujetos escolarizados (Otero, 1997).
b) Conducta antisocial y otros trastornos psicopatológicos
También los trastornos psicóticos se han relacionado con la comisión de determinados
delitos (destrucción de propiedad y crímenes violentos) que pueden tener su origen en
procesos mentales anormales como las percepciones distorsionadas, el razonamiento
defectuoso y la regulación afectiva defectuosa de las psicosis (Hersh y Borum, 1998; Marzuk,
1996; Taylor, 1993). Es conveniente señalar que el riesgo no se derivaría del propio
diagnóstico de psicosis sino de los propios síntomas. La psicosis no solo se ha relacionado
como el origen de conductas antisociales, sino que ha sido considerada como posterior al
comienzo de las conductas antisociales en la niñez (Robins, 1966). Psicopatológicamente, este
hallazgo sería comprensible en términos de una conducta antisocial intrínseca a las
manifestaciones precoces de la esquizofrenia.
En relación a otros diagnósticos como el autismo o el síndrome de Asperger, la
proporción de delitos asociados es todavía más pequeña y ocasional (Tantam, 1988; Wolff,
1995), aunque algunos delitos parecen derivarse de la insensibilidad a los estímulos sociales,
típico del autismo.
Sin embargo, los trastornos psicopatológicos más asociados a la conducta antisocial
son el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno disocial, el trastorno
negativista desafiante, bien porque ponen en riesgo al niño o adolescente para que las
desarrolle o porque dichos diagnósticos conllevan en si mismo la presencia de estas conductas
(APA, 2002; Kazdin y Buela-Casal, 2002; Lahey, Waldman y McBurnett, 1999; Loeber et al.,
2000; Rutter et al., 2000). De la misma forma, la presencia de trastornos de la personalidad, y
más concretamente la psicopatía, en la edad adulta, correlacionan con una mayor delincuencia
violenta (Hare, 1991; Hare, 1998; Hare, Clark, Grann y Thornton, 2000 Moltó, Poy y
Torrubia, 2000), mayor reincidencia (Rice y Harris, 1997) y quebrantamiento de la pena
(Torrubia et al., 2000).
3.2.2.3.4. Iniciación temprana en la delincuencia, conductas violentas y otras
conductas antisociales
La temprana aparición de la conducta violenta y delincuencia, predicen
comportamientos violentos más serios y una mayor cronicidad de los mismos (Farrington,
1991; Krohn et al., 2001; Pfeiffer, 2004; Thornberry et al., 1995; Thornberry, 2004; Tolan y
Thomas, 1995; Tremblay, 2001).
White (1992) evaluó la violencia autoinformada por 219 chicas y 205 chicos a los 15,
18 y 21 años, en el proyecto de Salud y Desarrollo Humano de Rutgers. La violencia a los 15
años predecía violencia en los años posteriores en el caso de los chicos, pero de forma menos
consistente en el caso de las chicas.
Existe un grado de continuidad en el comportamiento violento. Hamparian, Davis,
Jacobson y McGraw (1985) encontraron que el 59% de los jóvenes violentos eran arrestados
en la edad adulta, y el 42% de estos delincuentes adultos recibían cargos por delitos violentos.
Farrington (1995) encontró que la mitad de los jóvenes detenidos por un acto violento entre
los 10 y 16 años, eran detenidos nuevamente por actos violentos a la edad de 24 años.
Mitchell y Rosa (1979) encontraron que tanto el robo como los comportamientos destructivos
llevados a cabo entre los 5 y los 15 años predecían delitos violentos en la adultez, mientras
que la desobediencia informada por los padres no era un predictor de violencia posterior en su
muestra. Robins (1966) consideró la conducta desviada en la infancia y la violencia en la
adultez en su estudio de 524 pacientes psiquiátricos y encontró que los hombres con una
historia de comportamiento antisocial entre los 6 y 17 años, eran culpados con mayor
frecuencia de robo, violación, asesinato y crímenes sexuales en la edad adulta. Sin embargo,
este patrón no se encontró en el caso de las mujeres, lo que sugiere que hay menor
consistencia en la conducta antisocial de las mujeres en comparación a los hombres.
En el estudio de Cambridge, Farrington (1989a) encontró que la presencia de
problemas de disciplina entre los 8 y 10 años, la delincuencia autoinformada, el fumar
regularmente cigarrillos y las relaciones sexuales tempranas a los 14 años, predecían violencia
posterior en el caso de los chicos. Maguin y cols (1995) encontraron que los jóvenes que
informaban haber vendido drogas entre los 14 y 16 años, mostraban una mayor variedad de
comportamientos violentos a los 18. Farrington (2001) señala que haber sufrido detenciones
por delitos no violentos en la adolescencia era mayor predictor de la violencia en la etapa
adulta que las detenciones por delitos violentos, aun cuando ambas ejercían como factores de
riesgo importantes para la violencia posterior. De la misma forma, Himelstein (2003)
encuentra en su estudio que el factor de riesgo que más proporción de la varianza explicab sobre la conducta antisocial en la adolescencia, era haber mostrado agresividad durante la
infancia.
Existen, por tanto, consistentes evidencias que sugieren que el involucrarse en
cualquier forma de comportamiento antisocial en la infancia o adolescencia, está asociado con
un mayor riesgo de violencia futura, especialmente en el caso de los chicos, sin embargo, y
como apunta Maahs (2001), sería insuficiente como causa única.
Por último, Thornberry (2004), en su investigación longitudinal de Rochester compara
delincuentes infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que empiezan a delinquir durante
la adolescencia, encontrando claras diferencias tanto en la gravedad de los comportamientos
como en la persistencia. Así, los delincuentes infantiles (de inicio temprano), no sólo se
implicaban en un mayor número de actos antisociales y delictivos, sino también en el
consumo de drogas, en relaciones sexuales a edades tempranas y comportamientos más
graves y violentos, además de presentar una mayor persistencia de su comportamiento hacia
la adultez, relacionandose con la aparición de una carrera delictiva y criminal más extensa.
3.2.2.3.5. Variables de personalidad: impulsividad, búsqueda de sensaciones,
empatía, autoestima y agresividad
Numerosos estudios han relacionado determinadas características de la personalidad
con la conducta antisocial. Son varias las teorías psicológicas que señalan los rasgos de
personalidad diferenciales de los delincuentes (Cloninger, 1987; Eysenck, 1977; McCrae y
Costa, 1985; Zuckerman, 1994) y muchas han sido las variables de personalidad asociadas al
riesgo de implicación en conductas delictivas.
Cuando se analiza la estructura de la personalidad de niños y adolescentes se hallan
distintas variables en función de los distintos marcos teóricos de partida. Existen dos modelos
bastantes próximos: las tres dimensiones de Eysenck y Eysenck (1978) (neuroticismo,
extraversión y psicoticismo) y los cinco grandes o Big-Five de McCrae y Costa (1985)
(amabilidad, apertura a la experiencia, neuroticismo, extraversión y responsabilidad).
El neuroticismo y la extraversión han sido las estructuras básicas constantemente
relacionadas con la conducta antisocial, delincuencia o violencia. Así, Del Barrio (2004b),
señala que la extraversión propicia en sí misma una forma de vida en la que el
comportamiento antisocial florece con más probabilidad debido a las siguientes
características: búsqueda de sensaciones, baja percepción del riesgo y baja capacidad para la
gratificación. Respecto al neuroticismo, se ha encontrado también en población española
asociación con la delincuencia, tanto en adultos como en niños (Del Barrio, Moreno y López,
2001; Sobral, Romero, Luengo y Marzoa, 2000). Respecto a los nuevos factores de Big-Five,
los hallazgos son parecidos, los jóvenes violentos tienen niveles más bajos de responsabilidad
y amabilidad (John et al., 1994). La conducta antisocial, por tanto, estaría positivamente
relacionada con los factores de neuroticismo, extraversión y psicoticismo, mientras que, por el
contrario, se muestra negativamente relacionada con responsabilidad, amabilidad y apertura
a la experiencia (Del Barrio, 2004b).
Sin embargo, se prestará exclusivamente atención a aquellas variables procedentes de
las teorías de la activación, la impulsividad y la búsqueda de sensaciones, empatía, autoestima, así como a la agresividad, puesto que son las que han generado un cuerpo de resultados con
mayor solidez y consistencia.
Puesto que, como se ha señalado en repetidas ocasiones, la conducta antisocial
constituye un fenómeno multicausal, son necesarios acercamientos no fragmentarios y
parcialistas, que den cabida a agrupaciones de distintos factores (Elliot et al., 1985). En este
sentido, se ha subrayado la conveniencia de realizar acercamientos longitudinales que tengan
en cuenta la consistencia y estabilidad de los rasgos de la personalidad (Barnea, Teichman y
Rahav, 1992).
• La impulsividad
Eysenck y Eysenck (1978) relacionaron la impulsividad con su teoría de los tres superrasgos
de personalidad: extraversión, neuroticismo y psicoticismo. La impulsividad, en
una definición amplia (impulsividad como asunción de riesgos, no planificación e
irreflexión) correlacionaría positivamente con la extraversión y psicoticismo mientras
que, la impulsividad en una definición más restringida correlacionaría positivamente
con el neuroticismo y el psicoticismo. En un sentido amplio de la definición de
impulsividad ésta correlacionaría con la delincuencia. Sin embargo, las predicciones
son matizables en tanto en cuanto Eysenck y Eysenck (1978) admiten que el término
psicoticismo usado por ellos no se corresponde con el contenido general del concepto.
Existen estudios al respecto que parecen constatar que la impulsividad presenta una
relación más potente con el neuroticismo que con la extraversión (Romero, Luengo,
Carrillo y Otero, 1994c; Schweizer, 2002).
Se entiende por impulsividad la tendencia a responder rápidamente y sin reflexión a
los estímulos, cometiendo por ello un alto porcentaje de errores en la respuesta
(Schweizer, 2002). Aunque la confusión conceptual es una de las características más
dominantes del constructo impulsividad, si está claro que conjuga aspectos como las
dificultades para considerar las consecuencias de la propia conducta, un estilo rápido o
precipitado y poco meditado a la hora de tomar decisiones, las dificultades para
planificar el propio comportamiento y la incapacidad para ejercer un control sobre él
(McCown y DeSimone, 1993), sin olvidar un aspecto especial de la impulsividad, que
es la incapacidad que el sujeto tiene para diferir la gratificación (Roberts y Erikson,
1968). De esta forma, todas estas características que implica la impulsividad
incrementarían la probabilidad de aparición de conductas antisociales y violentas,
siendo considerada como uno de los factores de riesgo más potentes de tales conductas
( Huang et al., 2001; Patterson, 1992).
En cualquier caso, habría una estrecha covariación entre la impulsividad y la
delincuencia tanto en muestras de sujetos institucionalizados (Eysenck y McGurk,
1980; Royse y Wiehe; 1988), como en la población general (Eysenck, 1981;
Farrington, 1989a; Rigby, Mak y Slee, 1989) o autoinformada (Carrillo, Romero,
Otero y Luengo, 1994; Sobral et al., 2000b). Asimismo, a través de estudios
longitudinales se ha puesto de relieve la capacidad de la impulsividad para predecir la
evolución de la conducta antisocial de los jóvenes (Luengo, Carrillo, Otero y Romero,
1994).
El análisis del estudio de Cambridge de 411 chicos de Londres, realizado por
Farrington (1989a) encontró también que la impulsividad en la niñez era predictora
tanto de la violencia autoinformada como de la violencia registrada oficialmente. La
evidencia de estos estudios revela, consistentemente, una relación positiva entre
hiperactividad, problemas de atención y concentración, impulsividad y conductas de
riesgo, con posteriores conductas violentas. Cuando estos factores se combinan
resultan particularmente más relevantes en la predicción de la violencia.
Caspi et al. (1994), en un estudio con doble muestreo para varones y mujeres,
asociaban la delincuencia a un débil autocontrol o a una elevada impulsividad, así
como a una emotividad negativa (tendencia a estar enojado, ansioso o irritable).
Tremblay, Pihl, Vitaro y Dobkin (1994) demostraron la relación existente entre la
impulsividad mostrada por los niños en el jardín de infancia y su posterior predicción
de la delincuencia a los 13 años. White et al., (1994) encontraron que la impulsividad
conductual era un predictor de la delincuencia más fuerte que la impulsividad
cognitiva. Así, Krueger, Caspi, Moffittt y White (1996) encontraron que los niños que
manifestaban dificultades para retrasar las satisfacciones o bajo autocontrol a la edad
de 12 años, se asociaba a la presencia de conductas antisociales y no con dificultades
emocionales. Stuewig (2001) encuentra que la impulsividad está relacionada con la
conducta antisocial junto con otros factores como la búsqueda de sensaciones, el
temperamento, logro académico y uso de sustancias por parte de los pares, de tal forma
que, de sus modificaciones dependerá de que dicha conducta desista o persista en el
tiempo.
Estudios con muestra española también confirman dicha relación. Así, Sobral et al.
(2000a) confirman en su estudio como la impulsividad se muestra como una variable
de suma importancia en la explicación de la conducta antisocial. Pero además,
encuentran como puede potenciar los efectos de una serie de factores de riesgo cuando
se asocia a ellos, como bajo apoyo parental y apego escolar, pertenencia a grupos
desviados, y en el caso de las chicas, déficits socioeconómicos. También encuentran
como los varones presentan mayores niveles de impulsividad y, por tanto, de conducta
antisocial. De la misma forma, Mestre, Samper y Frías (2002) encontraron en una
muestra de adolescentes que aquellos que eran más impulsivos e inestables
emocionalmente, eran los más propensos a emitir comportamientos agresivos y
antisociales. A resultados similares han llegado Garaigordobil et al. (2004) en una
muestra infantil de 10 a 12 años. Estos resultados apoyan los encontrados por Bandura
(1999); Eisenberg, Fabes, Guthrie y Reiser (2000).
Luengo et al. (2002) señalan que la impulsividad aparece asociada a otra serie de
variables que potencian su poder predictivo sobre la conducta antisocial. Por un lado,
estos jóvenes impulsivos presentan dificultades en la resolución de problemas y la
toma de decisiones, en la demora de la gratificación y en tener una perspectiva
temporal a largo plazo que les ayudaría a prestar atención a las consecuencias de sus
conductas. De la misma forma, Schweizer (2002) ha encontrado pruebas que
demuestran que la impulsividad correlaciona negativamente con el razonamiento.
Dichas dificultades pondrían al adolescente en riesgo de implicarse en conductas
problemáticas.
• La búsqueda de sensaciones
En lineas generales, este rasgo de personalidad representa la necesidad de buscar y
experimentar sensaciones novedosas, variadas y complejas, de las que pueden
derivarse riesgos físicos y/o sociales (Zuckerman, 1979; p. 10). Zuckerman relaciona
la búsqueda de sensaciones con el componente impulsivo de la extraversión, la
carencia de acuerdo con las normas sociales, la irresponsabilidad y el bajo auto-control.
De forma contraria, la ausencia de búsqueda de sensaciones indica conformidad con
las normas sociales y un comportamiento controlado y convencional.
La búsqueda de sensaciones ha mostrado su relación con estar involucrado en
actividades desviadas (Del Barrio, 2004a; Levine y Singer, 1988; Newcomb y McGee,
1991). Son muchos los estudios que muestran una relación positiva entre la búsqueda
de sensaciones y la conducta antisocial autoinformada en sujetos de población general.
Esta interrelación se hace evidente, además, tanto en muestras de adultos (Levenson,
Kiehl y Fizpatrick, 1995; Pérez y Torrubia, 1985) como en muestras de adolescentes
(Luengo, Otero, Mirón y Romero, 1995; Romero, 1996; Simó y Pérez, 1991) y de
niños (Kafry, 1982).
Agnew (1990), encontró en sus trabajos que la búsqueda de riesgo y aventuras, la
curiosidad y el deseo de superar el aburrimiento eran las razones más frecuentes dadas
por los jóvenes a la hora de explicar su conducta delictiva.
Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian
prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables
individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber llevado a cabo conductas
de riesgo a la edad de 14 y 16 años, predecía los comportamientos violentos
autoinformados a la edad de 18 años.
En un estudio realizado por Otero, Romero y Luengo (1994), utilizando la técnica de
análisis de datos de los modelos de ecuaciones estructurales, se pudo verificar que la
puntuación total en la búsqueda de sensaciones posibilitaba la predicción de la
conducta antisocial en un periodo de seguimiento de tres años. De la misma forma,
Schmeck y Poustka (2001) confirman la relación entre el temperamento difícil y los
problemas de agresión y violencia en niños y jóvenes, pero sobre todo cuando este tipo
de temperamento se asocia con una alta necesidad de búsqueda de sensaciones.
Herrero, Ordoñez, Salas y Colom (2002) constatan, a través de una muestra de
delincuentes en prisión y adolescentes, como aquellas personalidades antisociales
puntuaban más alto en ausencia de miedo, búsqueda de sensaciones e impulsividad, no
encontrando diferencias en estas variables al comparar los adolescentes con los presos,
llegando incluso los adolescentes a puntuar más alto en impulsividad, rasgo propio de
esta etapa.
Para finalizar, Romero et al. (1999) proponen la conveniencia de examinar por
separado los distintos factores que forman parte del constructo “búsqueda de
sensaciones” y, en especial, la “desinhibición” y “búsqueda de experiencias” que
parecen ser las dimensiones más estrechamente ligadas a la conducta antisocial, sobre todo en muestras de adolescentes. Por el contrario, la “búsqueda de emociones y
aventuras” estarían más débilmente relacionadas con dichas conductas.
• La Empatía
En el área de la delincuencia se han desarrollado amplias líneas de trabajo en torno a
un componente específico de la habilidad social: la empatía. Se define como una
respuesta afectiva para la aprehensión y comprensión del estado emocional del otro
(Eisenberg et al., 1996) o la capacidad para “ponerse en lugar” del otro. Gladstein
(1984) (cit. en Del Barrio, 2004a) añadiría otra faceta, la de sentir necesidad de ayudar
al que lo necesita. Estudios con niños o jóvenes antisociales y delincuentes han
mostrado que éstos presentan ciertos déficits a la hora de identificar y comprender los
estados internos de los otros (pensamientos, perspectivas, sentimientos) (Bandura,
Barbarelli, Caprara y Pastorelli, 1996; Del Barrio, Mestre y Carrasco, 2003; Del Barrio,
2004b; Garaigordobil et al., 2004; Mestre et al., 2002; Sezov, 2002). Este déficit
parece especialmente acusado en la capacidad para “sentir” los afectos de los demás
(Calvo, González y Martorell, 2001; Mirón, Otero y Luengo, 1989; Romero, 1996).
Los individuos antisociales parecen mostrar una menor capacidad para “identificarse”
con los sentimientos de otras personas. Esto supondrá una menor inhibición a la hora
de infligir algún daño a los demás.
En contraposición, la empatía es la base de la conducta altruista, que resulta
incompatible con agredir al otro, es lo que se considera conducta prosocial.
Numerosos estudios han demostrado empíricamente la relación positiva que existe
entre empatía y la conducta prosocial (Bandura et al., 1996; Fuentes et al., 1993;
Hoffman, 1990). Así pues, la empatía favorecería los actos altruistas y limitaría la
conducta antisocial (Hoffman, 1990; Sobral et al., 2000b). En relación a esto, Mestre
et al. (2002) encuentran en su estudio que la empatía aparece como el principal
motivador de la conducta prosocial, tanto en sus componentes cognitivos como
emocionales, e inhibidora de la conducta agresiva.
Una de las razones por las que las chicas son menos agresivas que los chicos se debe a
sus altos niveles de empatía (Worthen, 2000) y las consecuentes capacidades para
hacer amigos y pertenecer a grupos. Por tanto, si se promueve la empatía, ésta
facilitará la conducta afectiva hacia los demás, el respeto hacia la propiedad ajena y la
medición para evitar las agresiones y la violencia, conformandose como un factor de
protección de la conducta antisocial.
• La Autoestima
En el campo de la conducta problema, muchos autores han asumido que, en alguna
medida, la autoimagen y la autovaloración son factores implicados en la etiología de la
conducta desviada. Ya en los años 50, ciertos representantes de las teorías del control
social (Reckless, Dinitz y Murray, 1956) sostuvieron que en condiciones sociales de
alto riesgo, los individuos con un autoconcepto positivo mostraban una menor
vulnerabilidad hacia la conducta antisocial. Utilizando términos actuales, el
autoconcepto sería un “factor de protección” que amortigua los efectos de una
situación de riesgo. Otros autores han teorizado sobre la autoestima postulando
mecanismos de compensación, donde la conducta problema (violencia, consumo de drogas) sería un medio para restaurar una autoestima deteriorada (Kaplan, 1984;
Steffenhagen, 1980; Toch, 1992). En contraposición, otros consideran que la
sobrevaloración de sí mismos también puede provocar el mismo efecto,
fundamentalmente en la infancia media (Edens, 1999, cit. en Del Barrio, 2004b), ya
que produce percepciones narcisistas que dificultan una buena integración en el grupo.
De la misma forma, Baumeister, Smart y Boden, (1996) confirma esta idea, añadiendo
como una alta autoestima puede llevar al adolescente a responder de forma agresiva
ante cualquier situación que el considere inaceptable o que amenace su ego.
La evidencia empírica sobre la relación autoestima-conducta problema ha mostrado
aspectos contradictorios. Algunos trabajos han apoyado la hipótesis de la
compensación (Kaplan, 1978) aunque, en general, la correlación entre autoestima y
conducta desviada se muestra débil (McCarthy y Hoge, 1984). No obstante, existen
diversos trabajos que han hallado correlaciones entre bajo autoconcepto o baja
autoestima y mayor presencia de conductas amenazantes y agresivas (Calvo et al.,
2001; Garaigordobil et al., 2004; Marsh, Parada, Yeung y Healey, 2001; O’Moore y
Kirkham, 2001) y otros que han encontrado una relación positiva entre autoimagen
negativa y algunos factores de riesgo de la conducta antisocial, como son la depresión,
el bajo rendimiento académico, falta de vínculos familiares, pocas habilidades sociales
y baja autoeficacia (Alonso y Román, 2003; Bosacki, 2003; Carrasco y del Barrio,
2003; Del Barrio, Frías y Mestre, 1994; Simons, Partenite y Shore, 2001).
Sin embargo, en los últimos años, se ha sugerido que para entender
adecuadamente tal relación, habrá que atender a la naturaleza multidimensional de la
autoestima (Romero et al., 1995a). Desde esta perspectiva, se plantea la necesidad de
tener en cuenta que las personas podemos mantener autovaloraciones distintas en
diferentes campos de nuestra experiencia; por ejemplo, un individuo puede valorarse
positivamente en cuanto a sus capacidades académicas y, sin embargo, autorrechazarse
en el campo de la interacción social. Por tanto, para examinar la asociación entre la
autoestima y la conducta desviada, habrá que evaluar esas diferentes dimensiones, por
lo que los trabajos que se limitan a analizar la autoestima “global” pueden enmascarar
el tejido de relaciones entre la conducta y los distintos “campos” de la autoestima. De
hecho, cuando se examinan diferentes dimensiones se encuentra que la conducta
problema se relaciona negativamente con la autoestima en la familia y en la escuela;
sin embargo, se relaciona positivamente con la autoestima en el ámbito de los amigos
(Romero, Luengo y Otero, 1998). Se ha sugerido que las hipótesis relacionadas con la
“autocompensación” podrían ser reconsideradas en sintonía con estos hallazgos
(Leung y Lau, 1989). Quizás, efectivamente, una baja autoestima sirva de motivación
a la conducta problema, es decir, una baja autoestima en la familia y en la escuela la
que conduciría a rechazar las normas convencionales. La conducta problemática
podría restaurar en alguna medida la autovaloración pero únicamente en el ámbito de
los amigos.
• La agresividad
Muchos investigadores han encontrado cierta relación y continuidad desde la
agresividad temprana hacia la conducta antisocial en la adolescencia y la presencia de
crímenes violentos (Loeber, 1990; Loeber y Hay, 1996; Olweus, 1979; Pfeiffer, 2004;
Thornberry, 2004; Tremblay, 2001; Velázquez et al., 2002).
Es obvio que la agresividad es un atributo bastante estable, los niños que hacia los 2
años son agresivos tienden a seguir siéndolo cuando tienen 5 años de edad (Cummings,
Iannotti y Zahn-Waxler, 1989; cit. en Shaffer, 2002). Estudios longitudinales
realizados en Islandia, Nueva Zelanda y EE.UU. rebelan, además, que la cantidad de
conducta agresiva que muestran los niños entre 3 y 10 años de edad, es un predictor de
sus inclinaciones agresivas y antisociales a lo largo de su vida (Hart et al., 1997; Henry
et al., 1996; Newman et al., 1997). Huessmann et al. (1984), por ejemplo, realizaron
un estudio longitudinal durante 22 años en un grupo de 600 participantes. En
conclusión, los niños de 8 años muy agresivos presentaron a los 30 años de edad,
mayores tasas de hostilidad y agresiones a sus parejas e hijos, así como condenas por
delitos criminales.
Otros estudios también han señalado que el comportamiento agresivo medido entre la
edad de los 6 y los 13 años predice consistentemente la violencia en varones
(Farrington, 1989a; Olweus, 1979). En la misma línea, Stattin y Magnusson (1989)
encontraron que dos tercios de los niños que ejercen agresiones contra los profesores
entre los 10 y los 13 años presentan posteriormente historias de delitos violentos a la
edad de 26 años. Sin embargo, esta relación no aparecía en el caso de las mujeres.
Mc Cord y Ensminger (1995) encontró que casi la mitad de los niños que habían sido
clasificados como agresivos por sus profesores a los 6 años, habían sido arrestados por
crímenes violentos a la edad de 33, comparado con un tercio de sus compañeros no
agresivos. Estos autores, encontraron resultados similares en chicas, en contraposición
a los hallazgos de Stattin y Magnusson (1989). Estos estudios muestran una relación
consistente entre la agresividad en los chicos desde los 6 años y el comportamiento
violento posterior, manteniéndose, incluso en muestras hiperactivas (Loney, Kramer y
Milich, 1983). De la misma forma, Barrera et al., (2002) y Hilmstein (2003)
encuentran que la agresividad infanto-juvenil predecía comportamientos antisociales
en un futuro próximo. A pesar de que muchos de los chicos que presentan un
comportamiento agresivo durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos,
lo cierto es que la conducta agresiva temprana y persistente, es una característica
individual maleable que predice violencia futura (Thornberry, 2004).
Magnusson y Bergman (1990) encontraron al respecto que la agresividad se
relacionaba con la delincuencia solamente cuando formaba parte de una constelación
de problemas de comportamiento, sugiriendo así que era necesario considerar la
conducta en términos de patrones generales y no solo de unos supuestos rasgos aparte.
De forma semejante, Quinsey, Book y Lalumiere (2001) y Garaigordobil et al. (2004)
encuentran altas correlaciones entre medidas de agresividad y conductas agresivas y
puntuaciones en conducta antisocial.
Para terminar, señalar que la subdivisión de la agresividad en diferentes tipologías
parece potencialmente muy útil (Ramírez y Andreu, 2003), pero se sabe poco acerca
de la validez de los subtipos o de su importancia relativa para la conducta antisocial
(Vitiello y Stoff, 1997).
3.2.2.3.6. Inteligencia
Se ha indicado en numerosas ocasiones que los comportamientos antisociales o
violentos correlacionan negativamente con el cociente intelectual. Diversos estudios han
mostrado la relación que existe entre déficits intelectuales y violencia, tanto en muestras de
delincuentes (Rutter y Giller, 1988) como de estudiantes (Huesman, Eron y Yarmel, 1987),
encontrando en este último correlación con bajos logros académicos. Otros autores han
propuesto que la inteligencia modula el tipo de conducta antisocial (Heilbrum, 1982),
encontrando violencia más impulsivas en psicópatas con un CI bajo frente a delitos de tipo
sádico en aquellos que eran más inteligentes. Otros, han mostrado cómo el desarrollo
cognitivo facilita la integración social y su deficiencia la dificulta (Donnellan, Ge y Wenk,
2002). Así, algunos han puesto en evidencia que una baja inteligencia se asocia a una peor
adaptación al ámbito penitenciario, tanto en jóvenes como en adultos (Ardil, 1998; Forcadell,
1998; Miranda, 1998).
Los delincuentes, especialmente los reincidentes, tienden a presentar un cociente
intelectual (CI) ligeramente inferior - cerca de 8 puntos en general- al de los no delincuentes.
Esta asociación ha sido confirmada en estudios epidemiológicos y longitudinales recientes
(Lynam, Moffit y Stouthamer-Loeber, 1993; Maguin y Loeber, 1996; Moffitt, 1993). Así, se
ha visto que un bajo CI va asociado a la conducta antisocial incluso después de tener en
cuenta el nivel de logro académico, aunque puede que la asociación sea un tanto reducida. La
relación entre el CI, dificultades de lectura y perturbaciones del comportamiento y conducta
antisocial se aplica en buena medida a aquellas de inicio temprano y no a las que comienzan
en la adolescencia (Robins y Hill, 1966; Stattin y Magnusson, 1995). Scott (2004) añade que
un bajo CI por sí solo, no aumenta mucho el riesgo de comportamientos antisociales, pero en
combinación con prácticas de crianza inadecuadas y otros factores de riesgo como la
hiperactividad, sí tienen un efecto interactivo.
Aunque la relación entre el CI y la delincuencia ha resultado ser muy sólida, a tenor de
los datos existentes no permite extraer ninguna conclusión firme. La investigación actual pone
un mayor énfasis en el estudio de las diferencias individuales en los procesos cognitivos que
generan un sesgo en las evaluaciones de los sucesos interpersonales (Ross y Fabiano, 1985).
Así por ejemplo, se ha constatado que los jóvenes agresivos se muestran más inexactos en la
interpretación de las conductas de los otros en situaciones poco ambiguas y tienden a percibir
intenciones hostiles en las interacciones interpersonales ambiguas (Dodge, 1986). Se ha
puesto de manifiesto asimismo, que estos sujetos generan muy pocas soluciones afectivas a
las situaciones interpersonales problemáticas y tienden a producir soluciones más agresivas
cuando sufren rechazo social (Asarnow y Callan, 1985). Por otra parte, un buen desarrollo de
las habilidades cognitivas, en especial las verbales, podría actuar como un factor de
protección en el desarrollo de la conducta antisocial (Lynam et al., 1993). En este sentido,
Isaza y Pineda (2000), encontraron en una muestra de jóvenes delincuentes un ejecución
deficiente en pruebas que exigían habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal,
poniendo de relieve las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los
adolescentes infractores. Raine et al., (2002) también encontraron una asociación entre
déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos antisociales en la adolescencia,
presentando además, en edades más tempranas, déficits espaciales. De la misma forma,
Garaigordobil et al. (2004) encuentran mayores deficiencias en las capacidades verbales en
aquellos niños que presentan más conducta antisocial. Por tanto, los individuos con bajas capacidades intelectuales y con ciertos sesgos
cognitivos poseen peores habilidades interpersonales, siendo éstas las que dificultarían el
proceso de socialización y facilitarían la aparición de la conducta antisocial (Torrubia, 2004).
Rutter et al. (2000, p. 205) concluyen al respecto: “es posible que las deficiencias
cognitivas que incrementan el riesgo lo hacen porque suponen alguna deficiencia en la
detección intención-estímulo o en la planificación previa al decidir cómo responder a los
desafíos sociales”. Esto podría interpretarse en términos de una deficiencia cognitiva que
causaría riesgos no por ser deficiencia intelectual, sino porque el CI inferior estaría asociado a
hiperactividad e impulsividad. Así, el riesgo de desarrollar conductas antisociales provendría
de esos rasgos más que del propio nivel cognitivo en sí.
3.2.2.3.7. Actitudes y creencias normativas
Las denominadas teorías cognitivas del procesamiento de la información enfatizan la
importancia que las actitudes, creencias y otras cogniciones sociales que se desarrollan
durante la infancia y la adolescencia desempeñan en el comportamiento antisocial. En
particular, Huesmann (1988), Huesmann y Eron (1989) y Huesmann et al., (1996),
conceptualizan las creencias normativas como aquellas que hacen referencia a la aceptabilidad,
justificación o adecuación del comportamiento agresivo, que son importantes mediadores y/o
moduladores, contribuyendo de forma considerable al éxito de programas preventivos contra
este tipo de comportamientos antisociales en jóvenes y adolescentes. Según los resultados
obtenidos hasta el momento con el programa de prevención que estos autores realizaron en los
EE.UU., las creencias normativas pueden verse modificadas a lo largo de la infancia y
adolescencia bajo determinadas condiciones de intervención familiar, escolar y social. Por
consiguiente, estos cambios afectarán posteriormente al comportamiento agresivo y,
consecuentemente, podrán prevenirse determinados tipos de violencia y conducta antisocial.
En este sentido, determinados patrones de repuesta como la deshonestidad, las
actitudes y creencias normativas y las actitudes favorables a la violencia, han sido
relacionadas como predictores de violencia posterior (Ageton, 1983; Elliot, 1994; Farrington,
1989; Maguin et al., 1995; Thornberry, 2004; Williams, 1994; Zhang, Loeber, y StouthamerLoeber,
1997), siendo estas correlaciones más débiles en el caso de las chicas (Williams,
1994). Es posible que las actitudes antisociales sean síntomas del mismo constructo
subyacente de violencia y que persista durante toda la vida.
Asimismo, se ha encontrado que un amplio rango de procesos cognitivo-sociales están
distorsionados o son deficitarios en los niños agresivos (Coie y Dodge, 1997; Dodge y
Schwartz, 1997; Lochman y Dodge, 1994). Así, presentan deficiencias en la atribución (con
un locus de control típicamente externo), en la solución de problemas, la tendencia a
considerar que el daño que se produce en circunstancias ambiguas o neutras deriva de un
intento hostil por parte de quien lo provoca, lo que llaman sesgo atribucional hostil (Crick y
Dodge, 1996; Guerra y Slaby, 1990), en la evaluación de conductas que favorecen la agresión,
en la baja valoración de las características típicas de los jóvenes agresivos, abrigando ideas
positivas acerca de la agresividad, considerándola socialmente normativa (Dodge y Schwartz,
1997). Estas distorsiones cognitivas se agudizan a medida que sus iguales los rechazan,
mostrando al final de la adolescencia actitudes recelosas y llevándoles a reaccionar de forma
explosiva y desviada (Scott, 2004). De la misma forma, Thorberry, (2004) también ha encontrado como aquellos chicos antisociales de inicio temprano presentaban más actitudes
favorables al uso de la violencia y la delincuencia como forma de solucionar los problemas,
frente a los de inicio tardío o los no delincuentes.
Un interesante estudio llevado a cabo en nuestro país, describe el papel que juega la
percepción de las figuras de autoridad formales e informales en la inclinación a la conducta
delictiva (Molpeceres, Llinares y Bernad, 1999). Los resultados sugieren que: a) la percepción
de mayor o menor actividad en las figuras de autoridad relevantes apenas tiene incidencia en
la mayor o menor implicación en conductas delictivas y transgresoras; b) que la percepción de
competencia y firmeza es relevante en relación a las figuras de autoridad formales pero no en
relación al padre; c) que la mayor o menor violencia y crueldad percibida es relevante en
relación a todas las figuras de autoridad y, d) que tienden a aparecer diferencias en el juicio
afectivo y moral de las tres figuras de autoridad en función de la tendencia a la transgresión,
aunque estas diferencias son más acusadas en relación a las figuras de autoridad formal.
Los resultados de estos estudios sugieren que un patrón de conductas y actitudes
tempranas que desafíen las reglas básicas del comportamiento tales como la honestidad y la
veracidad estará asociado con conductas violentas posteriores. Por lo tanto, las intervenciones
que busquen ayudar a los jóvenes a desarrollar creencias positivas y modelos de conducta que
rechacen la violencia, la mentira y el desobedecer a las reglas y a las leyes, así como también
actitudes positivas hacia el cumplimiento de las normas, serían prometedoras para la
reducción de los riesgos hacia la violencia. Estos hallazgos destacan la importancia de lo que
algunos han denominado “alfabetización” social y emocional (Goleman, 1995), esto es, el
proceso de desarrollo social por el cual los niños aprenden a participar exitosamente en la
vida social, aprendiendo a respetar turnos, esperar en cola o decir la verdad.
No obstante, son muchas las formas en las que la violencia puede expresarse y muchas
también las que se aducen para llegar a justificarla o legitimarla. Bandura (1973), al respecto,
destaca una serie de situaciones que consistentemente se han implicado en la mayor
producción de manifestaciones agresivas y antisociales en los sujetos: a) la atenuación de la
agresión por comparación ventajosa, que consiste en disminuir los alcances de las propias
acciones agresivas; b) la justificación de la agresión en función de principios elevados,
fundamentándose la agresión en función de una serie de valores más elevados; c) el
desplazamiento de la responsabilidad, logrando que la gente se conduzca de manera más
agresiva cuando cualquier figura de autoridad asume la responsabilidad; d) la difusión de la
responsabilidad, ocultando y difundiendo la propia responsabilidad por realizar prácticas
agresivas; e) la deshumanización de las víctimas, desvalorizando a las víctimas se les puede
agredir cruelmente sin que haya sentimientos de culpabilización o arrepentimiento; f) el
falseamiento de las consecuencias, reduciendo al mínimo las consecuencias lesivas
producidas en el agredido; y g) la desensibilización graduada, proceso incremental a través
del cual, tras la ejecución repetida de actos agresivos, se van extinguiendo el malestar y el
autorreproche, aumentando así el nivel de agresión de forma progresiva hasta que, por último,
se llegan a cometer actos violentos y antisociales sin el menor remordimiento.
Asimismo, las investigaciones llevadas a cabo por Luengo (1985) y Romero (1996)
ponen de manifiesto que la conducta desviada correlaciona con ciertas preferencias de valores
con relevancia personal inmediata (placer, tiempo libre, sexo) y presentan un menor aprecio
de los valores con trascendencia social más a largo plazo (solidaridad, justicia) o aquellos
ligados a la socialización más convencional (religión, familia, orden, salud). Es importante señalar, que los valores anteriormente relacionados con la conducta antisocial, también lo
están con variables tales como la impulsividad o la búsqueda de sensaciones (Luengo et al.,
2002).
3.2.2.3.8. Recursos personales y valores ético-morales
Es obvio que no todos los individuos que están expuestos a la acción de diferentes
factores de riesgo manifiestan comportamientos antisociales. Existen un conjunto de variables
cuyas influencias pueden cancelar o atenuar el efecto de los factores de riesgo conocidos y así,
incrementar de algún modo la resistencia hacia ellos. Este sería el caso de la práctica y
participación en asociaciones culturales, deportivas o religiosas y valores ético-morales.
Son muchos los estudios que ponen en relevancia la acción protectora de la religión o
religiosidad y la moralidad frente a la conducta antisocial de los adolescentes (Barber, 2001;
Fabian, 2001; Jang y Jhonson, 2003; Lozano et al., 1992; Oetting, Donnermeyer y
Deffenbacher, 1998; Peiró, Del Barrio y Carpintero, 1983; Regnerus, 2001; Ruiz, Lozano y
Polaino, 1994).
Ruiz et al. (1994), señalaron que entre los adolescentes encuestados que no
manifestaban conductas antisociales, había un numero mayor de creyentes, tanto practicantes
como no practicantes, que en el grupo que manifestaban algún comportamiento antisocial.
Estos datos confirmaron los encontrados con anterioridad por Peiró et al. (1983), quienes
mostraron que la religión y la moral podrían ser entendidos como factores de protección, al
constituir un marco de referencia para los jóvenes en el que predominaban los valores
prosociales y en el que coexistían grupos de referencia ajenos a la práctica de la conducta
desviada.
En esta misma linea, Fabian (2001) señala que ha pesar de los numerosos estudios que
se han llevado a cabo sobre que factores predicen el comportamiento antisocial, se ha
prestado poca atención a la moral como un posible factor de riesgo. Así, en su estudio con
adultos, encuentra que aquellos que habían cometido actos delictivos puntuaban más bajo en
razonamiento moral que los no delincuentes, sin embargo, no había diferencias entre
delincuentes violentos y no violentos. También añaden que el tener un alto razonamiento
moral estaría asociado a diversos factores protectores, entre ellos, una buena educación
familiar y la importancia otorgada a la religión.
Oetting et al. (1998) resaltan que tanto el uso de sustancias como otras conductas
desviadas se aprenderían a través de tres ámbitos principales o fuentes primarias, la familia, el
colegio y los amigos. Sin embargo, habría otras fuentes de socialización secundarias, entre
ellas la religión, que influirían en el proceso de socialización de las fuentes primarias
reduciendo su impacto y, por lo tanto, disminuyendo o frenando la manifestación de
comportamientos desviados. De la misma forma, Jang y Johnson (2003) señalan como la
presencia de emociones negativas o trastornos emocionales serían un factor de riesgo hacia el
comportamiento desviado, actuando aquí la religión como un importante neutralizador de
dichas emociones. Barber (2001) encuentra en una muestra de niños palestinos, que el tener
creencias religiosas actuaba como un factor protector de la conducta desviada, amortiguando
el efecto de los factores de riesgo a los que estaban expuestos.
Regnerus (2001), añade que la religión protege a los adolescentes de que se involucren
en la delincuencia a través de tres vías: 1) la proximidad paternos filial que existe entre
familias religiosas, 2) a través de limitar o disminuir la influencia de los pares, 3) a través del
contexto de la comunidad.
Es importante resaltar, que no sólo hay evidencias de su poder protector, sino que su
ausencia podría actuar como factor de riesgo hacia una mayor involucración en
comportamientos antisociales. Así, Stack, Wasserman y Kern (2004) evalúan la presencia de
actos antisociales consistentes en la visión de pornografía a través de la red. Postulan que las
creencias más convencionales estarían asociadas con menos conductas desviadas, entre ellas,
las creencias políticas, las creencias favorables hacia el matrimonio y las creencias religiosas.
Los resultados señalaron que de todos los factores propuestos, el mejor predictor del uso de
pornografía era las ausencia de creencias religiosas.
Por otra parte, el realizar o participar en actividades deportivas ha sido considerado
como otra fuente de comportamientos prosociales que, de la misma forma que la religión,
actuarían como inhibidores de la conducta antisocial, asociándose a otras fuentes de
enseñanza, ya que el deporte en sí mismo no garantiza que se desarrollen dichas conductas
prosociales (Mckenney y Dattilo, 2001). Así, Stronski et al. (2000) encontraron en su estudio
que unos de los factores protectores frente al consumo de drogas era el participar de forma
regular en asociaciones deportivas junto con presentar buenos logros académicos, el tipo de
educación recibida y el contar con un confidente dentro de la familia.
Duncan, Duncan, Strycker y Chaumeton (2002) examinaron en una muestra de niños
de 10, 12 y 14 años la relación existentes entre las actividades antisociales (consumo de
sustancias y otros conductas) y prosociales (actividad física, deporte organizados, actividades
no deportivas organizadas, voluntariado y actividades religiosas). Encontraron que el
participar en deportes organizados y actividades físicas estaba inversamente relacionado con
el consumo de sustancias para todas las edades.
Langbein y Bess (2002) señalan que los colegios con un elevado nº de alumnos
presentaban más problemas de conductas antisociales entre el alumnado, disminuyendo éstas,
si se aumentaba la programación de actividades deportivas.
Otros autores han señalado el importante papel que pueden tener los deportes de riesgo
como forma de canalizar de forma socializada la alta necesidad de búsqueda de sensaciones y
desinhibición, factores que aparecen asociados a la adolescencia y a la manifestación de
conductas antisociales (Sánchez y Cantón, 2001).
3.2.3. Factores de socialización
La manifestación de conductas antisociales queda también bajo la acción de una
compleja interacción entre la características intrínsecas de los individuos y las influencias
provenientes de diversos grupos sociales. Esta afirmación es claramente encuadrable en la
teoría del aprendizaje social de Bandura (1969, 1977), que considera el proceso de
socialización como una adquisición de conductas y valores determinada, en su mayor parte,
por un conglomerado de relaciones sociales en las que el individuo está inmerso.
Las variables sociales más inmediatas o propias del entorno específico de relación
interpersonal del adolescente, pueden constituir factores de riesgo, en tanto en cuanto, pueden
modular la conducta del individuo por simple imitación u observación de una figura o modelo
“inadecuado”, reforzando finalmente aquellas conductas concordantes con las del modelo,
claramente inadecuadas o impidiendo que se lleve a cabo de forma adecuada el proceso de
socialización de éste.
3.2.3.1. Factores familiares
La familia es el primer ámbito social para el individuo y el contexto más primario de
socialización, ya que trasmite valores y visiones del mundo e instaura las primeras normas de
conducta. Las experiencias familiares en la niñez determinan comportamientos adultos. Al
respecto, los tipos de comportamiento que han sido estudiados como consecuencia de las
experiencias familiares han sido los llamados “problemáticos”, tales como psicopatologías,
agresión y delincuencia. Se ha prestado, sin embargo, menos atención a características
positivas de los individuos. Así, por ejemplo, la responsabilidad y el altruismo han sido
obviadas en la mayoría de las ocasiones. Aunque se incida en factores de riesgo para
conductas problemáticas, la familia también puede ejercer de factor protector enseñando o
reforzando actitudes prosociales (véase resumen Tabla 3.5.).
3.2.3.1.1. Criminalidad de los padres
La comisión de delitos por parte de los padres es un factor de riesgo para el ejercicio
de conductas antisociales en sus hijos (Farrington, 1995; Loeber y Farrington, 2000).
A pesar de que McCord (1979) no encontró una relación positiva entre los
comportamientos desviados paternos, medidos por la presencia de conductas tales como
alcoholismo o haber sido arrestado por embriaguez o delitos serios y las conductas violentas
manifestadas por sus hijos, existen numerosos estudios que ponen en evidencia dicha relación.
Así, Baker y Mednick (1984) compararon las tasas de arrestos por delitos violentos que
presentaban los jóvenes daneses cuyos padres no eran delincuentes con aquellos cuyos padres
habían tenido dos o más delitos criminales registrados en el registro de policía nacional de
Dinamarca. Los chicos entre 18 y 23 años con padres criminales eran más propensos a
cometer delitos violentos que aquellos cuyos padres no eran delincuentes.
En el estudio de Cambrigde, Farrington (1989a) encontró relación entre el arresto
parental, antes del décimo cumpleaños de sus hijos y, el aumento de los delitos violentos
autoinformados y registrados oficialmente por parte de los últimos en la adolescencia.
Moffitt (1987) investigó la posible existencia de un componente biológico en la
influencia de la criminalidad parental en las conductas violentas de los hijos. Ella estudió los
registros criminales de 5.659 niños daneses adoptados (cuyos padres adoptivos no tenían
historia criminal) y los registros de sus padres biológicos, encontrando que los chicos en la
etapa adulta cuyos padres eran criminales no presentaban mayores registros de delitos
violentos que aquellos con padres no criminales. Sus hallazgos no apoyan una relación
biológica entre la criminalidad del padre y la conducta violenta del hijo, sugiriendo que las
normas violentas y o conductas violentas deben ser aprendidos en la familia.
3.2.3.1.2. Maltrato infantil
Se han llevado a cabo estudios que se centran en el maltrato infantil como un factor de
riesgo en el posterior desarrollo de las conductas antisociales (Carrasco, Rodríguez y del
Barrio, 2001; De Bellis et al., 2002; Gregg y Siegel, 2001; Ito et al., 1993; MalinoskyRummell
y Hansen, 1993; Pfeiffer, 1998, 2004; Pincus, 2003; Riggs, 1997; Stein, 1997;
Teicher, 2004; Wilmers et al., 2002).
En su estudio, Widom (1989), consideró los índices de arrestos criminales por delitos
violentos (asesinato, homicidio, violación, asalto y robo) de adultos que habían sufrido abusos
o negligencias a partir de registros oficiales. Cuando se compararon con sujetos que no tenían
historia de abuso previo, aquellos adultos que habían sufrido abusos sexuales tenían una
tendencia ligeramente mayor de comisión de delitos violentos. Aquellos que habían sufrido
abusos físicos tenían también una tendencia ligeramente superior de haber sido arrestados por
violencia, mientras que aquellos que habían sido objeto de negligencias eran los más proclives
a cometer delitos violentos en la adolescencia.
Zingraff, Leiter, Mayers y Johnson (1993) utilizando el registro central de abuso
infantil y negligencia de Carolina del Norte, encontraron resultados similares al analizar las
tasas de arresto por delitos violentos en jóvenes con historia de abuso o negligencia y aquellos
sin historia de maltrato. También encontraron una asociación positiva entre la frecuencia del
maltrato y la violencia. Smith y Thornberry (1995) mostraron que los adolescentes con
historia de abuso y de negligencia eran más violentos según sus autoinformes. Esta relación
permanece aún cuando se controla el género, la raza, el estatus socioeconómico, la estructura
familiar y la mobilidad familiar.
Estos hallazgos han sido apoyados por el Estudio Nacional de Comorbilidad en los
Estados Unidos (Kessler, Davis y Kendler, 1997). La agresión por parte del padre en ausencia
de otras problemáticas tenía un índice de probabilidades del 2,5 para el trastorno de conducta
antisocial en los niños y del 4,4 para el trastorno de personalidad antisocial en los adultos. Es
posible deducir al respecto que los malos tratos o desatención en la infancia, son un factor de
riesgo de la conducta antisocial y que es así, especialmente, cuando la conducta antisocial
forma parte de un trastorno de personalidad más general.
En el estudio longitudinal realizado por Widom y Maxfield (1996), recogieron entre
1967 y 1971, una muestra de 908 niños de edades preescolares hasta los once años, a partir de
registros judiciales de malos tratos físicos, abusos sexuales o abandono. Se emparejaron con
niños controles de la misma edad, raza, vecindario, escuela y hospital de nacimiento y sin
antecedentes de malos tratos. Entre 1987 y 1988 se efectuaron las primeras medidas de la
conducta en los registros de delincuencia y criminalidad, que incluía cualquier tipo de arresto, salvo los derivados de infracciones de tráfico. En 1994 se repitieron las medidas, para
garantizar que más del noventa y nueve por ciento de los individuos hubiera superado ya el
pico de máxima incidencia de actos delictivos (que se sitúa entre los veinte y los veinticinco
años). Los resultados concluyen que los niños y las niñas (estas últimas con menor incidencia)
con historias de malos tratos infantiles, tienen una mayor probabilidad de presentar
delincuencia y criminalidad que los controles, tanto en las etapas juveniles como al pasar a la
edad adulta.
En una investigación sobre la predicción de las conductas de los niños, realizada por
Egeland, Yates, Appleyard y Van Dulmen (2002), concluyeron que el maltrato físico en la
infancia, la negligencia emocional y la enajenación, predecía problemas de comportamiento
en los primeros años de escuela y conllevaría a una conducta antisocial en la adolescencia. De
acuerdo con el planteamiento de Serbin y Karp (2004) existiría una trasferencia
intergeneracional en la cual los niños agredidos presentarían secuelas que incluirían fracaso
escolar, mayores conductas de riesgo, embarazos adolescentes y pobreza familiar; estilos que
estarían mas relacionados con conductas agresivas y crueles hacia los demás, incluidos sus
propios hijos.
Según estudios recientes, las víctimas de maltrato físico infantil tiene mayor riesgo de
ser violentos con los iguales (Manly, Kim, Rogosch y Cicchetti, 2001), con la pareja en
estudiantes de colegio y universidad (Wolfe, Scott, Wekerle y Pittman, 2001), para la
agresión sexual en la edad adulta (Merrill, Thomsen, Gold y Milner, 2001) y para el abuso
sexual y maltrato físico a sus propios hijos (Milner y Crouch, 1999).
Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf (2003) encuentran en su estudio que el haber sufrido
maltrato en la infancia, era un factor de riesgo para el desarrollo posterior de conductas
antisociales, aumentando dicho riesgo si se daba conjuntamente con inestabilidad familiar.
Wilmers et al., (2002), también encuentra correlaciones entre la victimización por violencia
física parental sufrida por los jóvenes y la violencia activa autoinformada. De la misma forma,
Pfeiffer, Delzer, Enzmann y Wetzels (1998) encuentran que la violencia intrafamiliar
correlaciona con la situación económica. Así, los menores cuyos padres estaban en el
desempleo o recibían subsidios, eran maltratados dos veces más que los menores cuyas
familias no pasaban por esta clase de dificultades. Los resultados también reflejan que cuanto
más intensa y continuada era la violencia parental mayor era la tasa de violencia
autoinformada (Wilmers et al., 2002).
En relación al maltrato psicológico, Glaser, Prior y Lynch (2001), informaron de una
serie de problemas encontrados en niños maltratados emocionalmente, dentro de los cuales el
comportamiento antisocial y/o delictivo estaba presente, a la vez que otros considerados como
factores de riesgo de dichas conductas, como baja autoestima, ansiedad, bajo rendimiento
académico, agresividad e inasistencia al colegio, entre otros.
Las situaciones violentas como puede ser el maltrato, pueden repercutir en la víctima a
través del estrés producido a nivel cerebral, lesionando áreas relacionadas con el control de
las respuestas agresivas o violentas . El estrés continuado es una variable que puede
determinar cambios sociales, neurofisiológicos y neuropsicológicos antes de que una persona
exhiba conductas delictivas y hacerles más vulnerables. Al respecto, la investigación con
niños y adolescentes llevadas a cabo por De Bellis et al. (2002), obtuvo resultados que
sugieren que el Trastorno por Estrés Postraumático, relacionado con el maltrato, está asociado con adversidades en el desarrollo del cerebro, concretamente, una reducción del volumen
intracraneal de la corteza prefrontal, siendo los niños más vulnerables a estos efectos que las
niñas. De la misma forma, Ito et al., (1993) confirman la asociación existente entre haber sido
maltratado, la presencia de anomalías EEG y un incremento marcado de la frecuencia de
violencia autoinflingida y dirigida hacia los demás. Recientemente se ha descubierto que la
reducción del área del cuerpo calloso está fuertemente vinculada a un historial de negligencia
en varones y abuso sexual en mujeres (Teicher, Dumont e Ito, 2004). También, una
hipersecreción de cortisol puede ser consecuencia directa de estar sufriendo maltrato y es
cierto que, la presencia excesiva de esta hormona en sangre puede acabar dañando el
hipocampo, lugar que juega un papel decisivo en el despliegue de la agresividad (Teicher,
2000). Otros tipos de deficiencias neurológicas relacionadas con el maltrato infantil, son las
anomalías en el EEG, disfunción en el sistema límbico, deficiencias en la interconexión entre
hemisferios o reducción del volumen del hipocampo y la amígdala, que pueden llevar a la
aparición de conductas violentas o problemas psiquiátricos en la edad adulta (Teicher, 2004).
3.2.3.1.3. Prácticas educativas inadecuadas
La dificultad de los padres para desarrollar expectativas claras en el comportamiento
de sus hijos, la pobre supervisión parental hacia los niños y la disciplina excesivamente severa,
permisiva o inconsistente, representan una constelación de pautas educativas familiares que
predicen la posterior conducta antisocial (Capaldi y Patterson, 1996; Hawkins, Arthur y
Catalano, 1995; Jang y Smith, 1991; Loeber y Farrington, 2000; Molinuevo, Pardo, Andion y
Torrubia, 2004; Patterson et al., 1992; Villar, Luengo, Gómez-Fraguela y Romero, 2003). De
hecho, el maltrato infantil se ha llegado a interpretar como una forma extrema de las pobres
pautas educativas (Loeber y Farrington, 1999). Así, los padres de los adolescentes
problemáticos emplean la fuerza y aplican o amenazan con el castigo físico, utilizando una
disciplina drástica y caracterizada por la pérdida del control emocional de los padres, la
exhibición irracional de la fuerza y las palizas repentinas. El castigo es inconsistente, con una
manifestación errática que combina restricciones excesivas y tolerancia inadecuada.
En lo que se refiere a las prácticas educativas, se ha hallado que la conducta antisocial
se relacionan con un menor grado de supervisión parental (Jang y Smith, 1991). De acuerdo
con Diana Baumrind (1978) (cit. Luengo et al., 2002), existirían tres grandes “tipos” de
prácticas educativas. Un primer tipo sería el “autoritario” (o “represivo”, “coercitivo”), que
estaría fundamentado en el castigo y la amenaza, donde las normas se imponen por la fuerza,
de forma que se prima la obediencia y no la comprensión del sentido de las reglas, es decir, se
caracterizaría por un elevado control y un bajo apoyo. Un segundo tipo sería el estilo
“permisivo”: las normas y los límites a la conducta están difusos y el control parental es
escaso. Finalmente, nos encontraríamos con un estilo llamado “con autoridad” (McKenzie,
1997) o “autorizado”. En este caso, se produce una combinación de control y apoyo. El
control es firme, pero no rígido y las normas son comunicadas de un modo claro y razonado;
se estimula la participación de los hijos en la toma de decisiones y se fomenta
progresivamente la adquisición de la autonomía. En diversos trabajos se ha puesto de relieve
que la conducta problema se relaciona tanto con un estilo excesivamente permisivo (Dishion,
Andrews y Crosby, 1995) como con patrones basados en la amenaza y la hostilidad (Shedler y
Brook, 1990; cit. Luengo et al., 2002). El estilo “con autoridad” es el que se ha mostrado
“protector” contra diversos tipos de conductas desadaptadas. El enfoque autoritario fomenta o
bien la sumisión ansiosa o bien la hostilidad por parte del adolescente, dificultando en todo
caso la asunción del autocontrol. El enfoque permisivo tampoco favorece el autocontrol (para que éste se genere deben existir previamente un control externo y unos límites claros).
Mientras que el estilo “con autoridad”, favorece una adquisición gradual de responsabilidad y
control interno, ya que las normas se acompañan de razonamiento, negociación y apoyo,
siendo interiorizadas con mayor eficacia.
Además, en lo que a prácticas educativas se refiere, un resultado frecuente es la
importancia de la consistencia en la transmisión y aplicación de las normas (Reilly, 1979).
Cuando las normas se aplican con diferente criterio en diferentes puntos del tiempo o cuando
existen diferencias en su aplicación entre las distintas figuras de autoridad, perderán utilidad
como reguladoras del comportamiento.
En el estudio de Cambridge-Somerbille, McCord et al. (1959, cit. Loeber y Farrington,
1999) encontraron que tanto un estilo permisivo como un estilo punitivo de disciplina parental
predecían arrestos por violencia entre jóvenes varones. En un seguimiento de la misma
muestra, McCord (1979) encontró que una pobre supervisión parental y el nivel de
agresividad utilizado por los padres como disciplina, predecían arrestos por delitos personales
a la edad de 40 años.
Wells y Rankin (1988) encontraron una relación curvilínea entre la rigidez parental y
la violencia autoinformada en una muestra de chicos de 10º grado. Los niños con padres muy
estrictos informaban niveles más altos de violencia. Los niños con padres muy permisivos
informaron los segundos niveles más altos de violencia y los niños cuyos padres no eran ni
demasiados estrictos ni demasiados permisivos, informaron de los niveles más bajos de
violencia. En su estudio la regulación-restricción parental (supervisión) no fue predictora de
violencia posterior. Sin embargo, era menos probable que los chicos cuyos padres les
castigaban de una forma consistente, cometieran delitos contra las personas en comparación
con aquellos cuyos padres les castigaban de forma inconsistente. En este sentido, Farrington
(1989a) encontró que un estilo de crianza pobre, un estilo parental autoritario, una pobre
supervisión, una disciplina parental dura, una actitud parental cruel-pasiva-negligente y
discrepancias parentales sobre la crianza de los niños, predecían violencia posterior, ya fueran
medidos por autoinformes o por arrestos oficiales por delitos violentos.
En el Proyecto de Desarrollo Social de Seattle, Maguin et al. (1995) investigaron las
prácticas de manejo familiar a las edades de 10, 14 y 16 años, utilizando autoinformes a través
de los cuales los niños valoraban las prácticas de crianza de sus padres (establecimiento de
reglas claras, supervisión y el uso de premios y refuerzos). Se encontró que un pobre manejo
familiar a la edad de 14 y 16 años era predictor de la violencia autoinformada por los jóvenes
a la edad de 18 pero, sin embargo, los informes de un pobre manejo familiar que
proporcionaban los niños de 10 años no eran predictores significativos de violencia a esa
misma edad. En un análisis realizado en una submuestra del estudio de Seattle, Williams
(1994) encontró que el manejo familiar proactivo a la edad de 14 años era un predictor
negativo de violencia autoinformada a la edad de 18 años, tanto en afroamericanos como
euroamericanos de ambos sexos. Así, Serbin y Karp (2004) plantean que un estilo parental
constructivo caracterizado por calidez emocional y prácticas disciplinarias consistentes,
actuaría como un factor protector de la conducta antisocial.
En relación al comportamiento estricto de los padres con sus hijos se ha encontrado un
patrón de contigüidad entre ambos (Wells y Rankin, 1991). Así, los jóvenes cuyos padres
habían sido severos informaban del mismo tipo de comportamiento. Los chicos con padres muy permisivos informaban de un menor comportamiento violento que los anteriores, pero
mayor que aquellos cuyos padres no habían sido ni muy flexibles ni muy estrictos. En
cualquier caso, los chicos cuyos padres habían sido consistentes en sus castigos predecían una
menor posibilidad de comisión de delitos por sus hijos, frente a aquellos padres que habían
sido inconsistentes. De la misma forma, Ardelt y Day (2002) encuentra que la consistencia de
las prácticas educativas parentales así como una buena supervisión adulta, estarían asociados
negativamente con la conducta antisocial en adolescentes. Shek y Tang (2003) señalan que un
buen funcionamiento familiar asociado a estilos parentales positivos, así como a un apoyo
interpersonal dentro de la familia estaría asociado con menos niveles de conducta antisocial
en la adolescencia.
Por contra, un estilo parental coercitivo utilizado durante la niñez y adolescencia
aumentaba el riesgo de conducta antisocial para ambos sexos así como el riesgo de depresión
en el caso de las niñas (Compton et al., 2003).
Recientemente, Molinuevo et al. (2004) han encontrado también que una escasa
monitorización y supervisión por parte de los padres evaluada de forma retrospectiva, se
mostró relacionada con la presencia de conducta antisocial autoinformada en tres muestras
diferentes: delincuentes juveniles y estudiantes y niños.
Xie, Cairns y Cairns (2001) muestran en su estudio longitudinal que la calidad de las
relaciones de crianza correlaciona negativamente con la agresión y positivamente con un buen
nivel de adaptación de los hijos, popularidad, competencia académica y calidad del grupo de
amigos. En población española, se ha encontrado datos que apoyan un estilo de crianza
paterno “autorizado”, que da apoyo, controla la conducta de sus hijos y es flexible en las
normas, produce efectos beneficiosos sobre la conducta agresiva de sus hijos (Roa y Del
Barrio, 2002; Del Barrio, 2004b). Así, entre todas las posibles combinaciones, aquella que
une la falta de afecto y la ausencia de normas es la que produce consecuencias más
desastrosas en el proceso de socialización.
3.2.3.1.4. Relaciones afectivas e interacción entre padres-hijos
La presencia de vínculos afectivos débiles, la falta de confianza en los padres, patrones
de comunicación poco fluidos o relaciones tensas y conflictivas entre padres e hijos, son
también un claro factor de riesgo para el desarrollo de comportamientos problemáticos o
antisociales (Brody y Forehand, 1993; Brook et al., 1990; Frías, Corral, López, Díaz y Peña,
2001; Hanson, Henggeler, Haefele y Rodick, 1984; Loeber y Farrington, 2000; Mirón,
Luengo, Sobral y Otero-López, 1988; Romero, Luengo, Gómez-Fraguela y Otero, 1998).
La calidad de las relaciones entre los padres y los hijos es fundamental. Si la relación
es cálida y afectuosa, el índice de delincuencia juvenil disminuye (Loeber y Dishion, 1983).
Sin embargo, las pautas educativas erróneas han sido típicamente relacionadas con un
aumento del riesgo de cometer delitos en los hijos mientras que la interacción padres-hijos y
el fuerte apego familiar han sido considerados habitualmente como factores que protegerían
potencialmente a los hijos contra el desarrollo del comportamiento delictivo (Catalano y
Hawkins, 1996). No obstante, la evidencia disponible ha llevado a postular que no es posible
determinar consistentemente cómo ejercen su efecto protector estos dos últimos factores
(Farrington, 1993a).
Mas allá de las estrategias parentales que se utilicen para el manejo de los hijos, el
grado en que los padres interactúan y se compenetran con sus hijos, también ha sido
hipotéticamente considerado como un predictor del comportamiento delictivo y violento.
Williams (1994) encontró que la comunicación paterno-filial y la compenetración a la edad de
14 años, estaba inversamente relacionado con la violencia autoinformada a la edad de 16 años.
Esta relación era relativamente consistente en los varones, en los afroamericanos y en los
euroamericanos, pero era notablemente más débil en el caso de las chicas.
De forma similar, Farrington (1989a) encontró que los hijos (de 12 años en el
momento de la investigación) cuyos padres no se comprometían en las actividades de ocio de
sus hijos, reportaban más conductas violentas durante la adolescencia y la adultez y era más
probable que fuesen detenidos por delitos violentos. Un bajo compromiso parental en la
educación de sus hijos a la edad de 8 años también predecía violencia posterior, al igual que
una carencia de interacción y de compenetración parental en la vida de sus hijos parecía
contribuir al riesgo de manifestar comportamientos violentos futuros.
Un estudio longitudinal reciente ha hallado que el tener relaciones positivas con los
padres y profesores así como el establecer compromisos, actúa como factor protector a la hora
de mostrar problemas comportamentales (Crosnoe, Glasgow y Dornbusch, 2002). Estos
descubrimientos indican, en general, que los adolescentes que informan relaciones cálidas con
sus padres se muestran mejor organizados en casa, se sienten emocionalmente vinculados a
los profesores, actúan adecuadamente en la escuela, valoran los logros académicos y, a la vez,
se protegen de las influencias negativas de sus posibles compañeros con conductas
antisociales, aunque estas diferencias no son uniformes en relación al género y a los distintos
tipos de comportamiento. Para finalizar, Laird, Pettit, Dodge y Bates (2003), señalan que los
padres que informan mantener una buena relación con sus hijos y pasan mucho tiempo juntos,
se asocia con menos comportamientos antisociales, encontrandose también estos resultados a
la inversa.
3.2.3.1.5. Vinculación o Apego familiar
De acuerdo con la teoría del control social de Hirschi (1969), el apego a la familia
inhibe en general el crimen y la delincuencia. No obstante, hay que ser cauto con esta
afirmación ya que son pocos los estudios que han investigado específicamente la relación
entre el apego familiar y el comportamiento violento. Williams (1994) encontró que la
vinculación o apego familiar autoinformado por los jóvenes a la edad de 14 años, no predecía
violencia posterior en los autoinformes.
Elliott (1994) también encontró que no existía una relación significativa entre la
vinculación familiar y la violencia. Considerando que se ha encontrado en algunos estudios
una relación entre la criminalidad parental y la violencia posterior de los hijos, los estudios
que buscan una relación entre la vinculación familiar y la conducta violenta deberían
distinguir entre la vinculación hacia una familia con miembros prosociales y la vinculación
hacia una familia con miembros antisociales o delincuentes, para así determinar si la
vinculación a una familia con miembros prosociales podría inhibir una violencia posterior, tal
como se hipotetiza en la teoría del control (Foshee y Bauman, 1992).
Ageton (1983) investigó la relación entre una variable relacionada denominada
“etiquetamiento familiar negativo” y las agresiones sexuales en una muestra de varones del Estudio Nacional Juvenil. La agresión sexual fue medida a través de autoinformes sobre haber
intentado tener relaciones sexuales con alguien en contra de su voluntad, presionar a un amigo
o pareja para realizar un acto sexual o amenazar o herir físicamente a alguien para tener sexo.
Un alto nivel de “etiquetamiento familiar negativo” medido uno y dos años antes, estaba
positivamente asociado con haber ejercido agresiones sexuales en varones entre los 13 y 19
años.
En un estudio realizado por Contastino (1996), se observa que la mayor parte de los
niños diagnosticados de conductas agresivas patológicas, muestran un apego inseguro a la vez
que presentan puntuaciones más altas en conductas agresivas y violentas a través del CBCL
de Achenbach y Edelbrock (1983). Otro estudio longitudinal ha mostrado que un apego
inseguro entre los seis meses y los tres años de vida es un buen predictor de la agresividad
escolar mostrada a los 9 años y sobre todo, si se combina con hostilidad materna (Egeland,
Carlson y Sroufe, 1993). En esa misma dirección apuntan los datos de Simons et al. (2001),
demostrando que el apego está mediando en el desarrollo de características tales como la
cognición social y la autoestima, al tiempo que también lo hace con la agresión. De esta forma,
los adolescentes con bajo apego tienen también bajos niveles de cognición social, autoestima
y alta conducta agresiva.
Otros estudios, como el realizado con adolescentes alemanes por Werner y Silbereisen
(2003) encontraron que la cohesión familiar se asociaba con comportamientos antisociales
sólo en el caso de las chicas y no para los chicos, lo que podría explicar como las chicas
tienen una mayor sensibilidad a los estresores familiares y al rol parental en el desarrollo
comportamental. Finalmente, Thornberry (2004) ha encontrado como los niños o adolescentes
que inician sus primeras conductas antisociales en edades tempranas se caracterizan por
mostrar un débil vínculo de apego entre padres e hijos, frente aquellos que se inician en la
adolescencia.
3.2.3.1.6. Conflictos maritales
Muchas investigaciones han mostrado que la inexistencia de una adecuada relación
entre el padre y la madre o la existencia de relaciones tensas y conflictivas en el medio
familiar, ha sido relacionada consistentemente con la manifestación de actividades
antisociales por parte de los hijos (Borduin, Pruitt y Henggeler, 1986; Brody y Forehand,
1993; Cantón, Cortés y Justicia, 2002; Farrington, 1989a; Rutter y Giller, 1983; Wells y
Rankin, 1991). Estas correlaciones se observan tanto en familias “intactas” (ambos padres
presentes en el hogar) como en “hogares rotos” (Hawkins, Catalano y Miller, 1992).
Farrington (1989a) encontró correlaciones moderadas entre la desarmonía parental, la
violencia autoinformada y los arrestos por crímenes violentos en los adolescentes. McCord
(1979) también encontró una relación entre los conflictos maritales medidos a través de
registros de casos y los registros oficiales de delitos violentos en una muestra de 201 niños;
equiparandose a los hallazgos del estudio juvenil de Cambridge-Somerville, el cual mostraba
que los niños criados en familias con altos niveles de conflicto tenían mayor probabilidad de
ser arrestados por delitos violentos.
Maguin et al. (1995) encontraron que los conflictos familiares vividos a la edad de 10
años, no estaban asociados con la violencia autoinformada a la edad de 18 años. Sin embargo,
altos niveles de conflicto familiar a las edades de 14 y 16 años eran predictores de conductas violentas autoinformadas por los jóvenes a la edad de 18 años. Elliott (1994) encontró que los
individuos que habían estado expuestos a episodios violentos entre sus padres eran más
violentos en su etapa adulta. El ser testigo de violencia del padre hacia la madre era tan
perjudicial para los menores como el recibir la violencia directamente (Frías et al., 2001).
Estos resultados vienen a confirmar que la exposición a niveles elevados de conflicto
familiar/marital incrementa notablemente el riesgo de violencia.
Villar et al. (2003) encuentran que un alto grado de conflictividad familiar unido a un
bajo nivel de comunicación o un estilo educativo permisivo se relacionaba con una mayor
probabilidad de que los adolescentes se implicaran en conductas antisociales. Por el contrario,
un bajo grado de conflictividad familiar y una alta comunicación entre adolescentes y padres,
se presentaban como factores protectores de dichas conductas.
Thornberry (2004) ha encontrado una relación constante entre el inicio temprano de la
delincuencia y la adversidad familiar. Así, los delincuentes infantiles o de inicio temprano
tienen una mayor probabilidad de proceder de familias muy conflictivas y con alto grado de
hostilidad entre ellos, frente aquellos que se inician en la adolescencia.
3.2.3.1.7. Actitudes parentales favorables hacia la violencia
Existen estudios que evidencian que las actitudes que tienen los padres sobre los
problemas de conducta y de salud tales como, abuso de alcohol y drogas en la adolescencia,
predicen las conductas de los adolescentes (Peterson, Hawkins, Abbott y Catalano, 1994). Sin
embargo, este tópico ha sido muy poco investigado en relación a los efectos de las actitudes
parentales en la conducta violenta de los niños. En el proyecto de desarrollo social de Seattle,
cuando los niños tenían 10 años, se les preguntaba a los padres una única pregunta acerca del
grado en el que ellos aprobaban la conducta violenta en los niños. Los hijos de los padres que
eran mas tolerantes en cuanto a la conducta violenta, tenían una mayor probabilidad de
informar comportamientos violentos a los 18 años (Maguin et al., 1995). Resultados similares
fueron encontrados por Herrenkohl et al. (2001). Sin embargo, se necesita más investigación
sobre la relación entre las actitudes parentales acerca de la violencia y la violencia
manifestada en la adolescencia.
3.2.3.1.8. Eventos familiares estresantes
Los sucesos estresantes familiares han sido relacionados con un amplio rango de
trastornos psiquiátricos y psicopatológicos. La influencia de los sucesos familiares estresantes
sobre el comportamiento violento de los hijos fue explorada por Elliot (1994) en adolescentes
con edades comprendidas entre los 11 y los 17 años. Utilizó una escala de 15 items para
evaluar los estresores familiares que incluía desde enfermedades graves, como desempleo,
separación y divorcio hasta accidentes graves. Elliott encontró que no existía una relación
entre el número de estresores familiares y la violencia infantil posterior. Los hallazgos de
Elliot, confirmaron algunos estudios previos en los que factores como la pérdida de un
progenitor condicionaban mínimamente el desarrollo de conductas antisociales (Rutter, 1971;
Rutter y Giller, 1983).
Sin embargo, hay algún hallazgo que puede ayudar a comprender el papel de un
estresor en el origen y/o mantenimiento de las conductas antisociales. Se ha encontrado que
muchos niños de padres en proceso de divorcio muestran un alto nivel de perturbación comportamental antes de que el divorcio tenga lugar pero no después (Block, Block y Gjerde,
1986). En este sentido, estudios como el de Conger et al. (1994) vienen a confirmar estos
resultados hallando un aumento de las conductas antisociales “durante” y no “después”de un
evento estresante. Así, la relación entre la presión económica y la conducta antisocial sería
indirecta y estaría mediatizada por factores como la depresión de algún progenitor, el
conflicto matrimonial y la hostilidad de los progenitores.
También se ha sugerido que los cambios de residencia pueden ser un factor de estrés
predictor del comportamiento violento. Sin embargo, se ha evidenciado que podrían estar
relacionados con otros factores tales como la pobreza o inestabilidad familiar que inhibirían al
niño a desarrollar lazos con el colegio y vecindad y, contribuir esto, a aumentar el riesgo de
violencia. Existe muy poca investigación en relación a este tema. En los datos de Seattle,
Maguin et al. (1995) encontraron que el numero de cambios de residencia vividos en el año
anterior por los niños de 16 años, predecía las conductas violentas autoinformadas a la edad
de 18, no siendo predictores significativos los cambios de residencia vividos a los 14 años.
Estos hallazgos podrían indicar que estos cambios tienen un efecto a corto plazo en la
conducta interrumpiendo los lazos afectivos con el colegio o el barrio y que estos efectos
disminuyen con el tiempo al formarse nuevos vínculos en el nuevo ambiente. Se necesita más
investigación para determinar la contribución que tiene el cambio de residencia en el
comportamiento violento.
Por último, Robertson (2003) encuentra que aquellos sujetos que estuvieron sometidos
a estrés durante la etapa escolar, presentaban mayor prevalencia de delincuencia, depresión o
consumo de alcohol, siendo ésta última menos frecuente. Asimismo, la influencia negativa de
los pares sería la variable que mediaría entre el estrés y la comisión de delitos, mientras una
baja autoestima mediaría hacia la depresión. El estudio de Shek y Tang (2003) confirma de
nuevo que altos niveles de estrés percibido por los adolescentes estaría asociado con mayores
signos de violencia futura.
3.2.3.1.9. Separación de los padres y de las relaciones paterno-filiales
La evidencia de que los delincuentes juveniles proceden en general de hogares
desintegrados ha sido mostrada por multitud de estudios (Borduin et al., 1986; Farrington,
1989; Rutter y Giller, 1983; Wells y Rankin, 1991). Sin embargo, no está nada claro que ese
tipo de familias faciliten en todos los casos un mayor riesgo de conductas antisociales (Loeber
y Dishion, 1983).
La ruptura de la relación entre padres-hijos está relacionada con el comportamiento
violento de los hijos, aunque como ha sido comentado anteriormente, parece que la relación
con la violencia se establece precisamente durante el evento estresante, no siendo una factor
determinante en el futuro de dicho comportamiento (Block et al., 1986). No obstante,
Farrington (1989a) encontró que la separación de padres-hijos antes de los 10 años predecía la
violencia autoinformada en la adolescencia y en la etapa adulta así como los arrestos por
delitos violentos, confirmando así, los resultados obtenidos en el estudio nacional británico
anterior (Wadsworth, 1979), que mostraban que las familias “rotas” antes de los 10 años, eran
predictoras de arrestos por delitos violentos antes de los 21 años. De forma similar, en el
estudio de Dunedin, las familias monoparentales a la edad de 13 años predecían arrestos por
violencia a la edad de 18 años (Henry et al., 1996).
En esta línea, Pfiffner et al. (2001) examinaron las características de familias con
conductas antisociales. La conclusión más relevante de este estudio fue que en aquellas
familias en las que el padre biológico estaba en casa, había una menor sintomatología
vinculada con conductas antisociales en el padre, madre e hijos y un estatus socioeconómico
más elevado. Por el contrario, aquellas familias que registraban una ausencia del padre, tenían
mayor probabilidad de aparición de conductas antisociales, así como un estatus
socioeconómico más bajo. Asimismo, en un estudio sobre la estabilidad del comportamiento
antisocial, se encontró que el pertenecer a una familia monoparental estaba asociado a un
incremento del comportamiento antisocial (Pevalin, Wade y Brannigan, 2003).
Gordon (2003) encuentra que la separación y divorcio de los padres junto con el hecho
de que los padres se volvieran a casar después, fueron factores significativos a largo plazo de
un aumento de problemas comportamentales y psicológicas en los hijos, encontrando
diferencias en cuanto al género. Así, las mujeres presentaban más depresión y los varones más
problemas de conducta. Sin embargo, resalta que dicha influencia estaría mediada por
distintos factores tales como el apoyo social percibido y la cohesión familiar.
De la misma forma, Del Barrio (2004b) señala que los hogares monoparentales son la
estructura familiar que mayor relación guarda con la agresión, ya que la mayor parte de las
veces esta situación se produce por abandono o por divorcio de los padres, quedando el hogar
a cargo de la mujer. En lineas generales, se supone que el divorcio, el abandono o viudedad
no producen directamente efectos negativos en los niños, pero sí lo hacen las circunstancias
que suelen acompañarlos: malas relaciones entre los padres, deterioro de la situación
económica, falta de tiempo para una adecuada supervisión y sobrecarga laboral, siendo en
estos casos donde aparecen la indisciplina, los problemas de conducta y el bajo rendimiento
escolar.
En un seguimiento realizado del estudio de Woodlawn, McCord y Ensminger (1995)
investigaron la relación entre el abandono temprano del hogar de los niños y su posterior
violencia. Los investigadores, utilizando datos retrospectivos, determinaron si los
participantes del estudio abandonaron inicialmente sus casas antes o después de los 16 años y
encontraron que el abandono temprano del hogar estaba asociado con mayores niveles de
violencia posterior, tanto en mujeres como varones.
Así, vemos como la separación padre-hijos se puede producir por múltiples causas,
siendo éstas las que predicen un comportamiento violento posterior de los jóvenes y
sugiriendo, además, la importancia que cobran los estudios multivariados sobre la relación
entre la familia y otros constructos en la predicción de la violencia.
3.2.3.1.10. Padres adolescentes
La conducta antisocial se ha visto asociada también con la maternidad adolescente y
con aquellas relaciones con hombres antisociales, viéndose seguidas estas conductas de un
alto índice de ruptura de la relación de cohabitación, de dificultades de crianza y de un mayor
índice de interrupción de la misma (Quinton y Rutter, 1988; Quinton, Pickles, Maughan y
Rutter, 1993).
Conseur, Rivara, Barnoski y Emanuel (1997), encontraron que ser hijo de madre
soltera, está asociado a más del doble de riesgo de llegar a ser un infractor crónico; mientras que el haber nacido de una madre menor de 18 años, está asociado a un aumento de más del
triple en el riesgo de llegar a ser un infractor crónico. El grupo más alto de riesgo se concentra
precisamente en aquellos varones nacidos de madres que tienen menos de 18 años cuando se
produjo el nacimiento, siendo su riesgo de acabar siendo un infractor crónico, once veces
mayor que el del grupo de más bajo riesgo. Otros estudios obtienen resultados muy
comparables (Kolvin et al., 1990; Loeber y Farrington, 2000; Maynard, 1997; Moffitt y Caspi,
1997).
Finalmente, Rutter et al., (2000) señalan que dado que todos los estudios dejan de ver
que el ser padre o madre en la adolescencia va asociado a otros factores de riesgo, entre ellos,
dificultades de crianza, acortamiento de la educación, pobreza, falta de apoyo de una pareja,
es probable que gran parte del riesgo que afecta al niño se deba al efecto de estos factores más
que a la edad de los padres en sí misma.
3.2.3.1.11. El tamaño de la familia
El tamaño de la familia, como el número de hermanos o la presencia de ambos padres
en el hogar, se ha relacionado con un aumento de la probabilidad de ejercer conductas
antisociales. Sin embargo, con el tiempo se ha visto que el poder predictivo de estas variables
depende o está en función de otras relativas al funcionamiento del hogar, como las prácticas
de crianza o la calidad de las relaciones. Es decir, un mayor número de hijos conllevará un
menor grado de supervisión, lo cual incidirá sobre la conducta problema, al igual que un
hogar roto donde falta uno de los padres conlleva mayores conflictos (Pevalin et al., 2003).
Por lo tanto, lo importante no es la cantidad de personas presentes en el núcleo familiar sino la
calidad de las relaciones (Luengo et al., 2002).
Al respecto, Offord (1982) postuló que el riesgo se origina, no en las pautas de crianza
sino en la influencia de hermanos o hermanas delincuentes, a través de algún tipo de efecto de
“contagio”. Estos datos son concordantes con diversos estudios en los que se aprecia que el
riesgo de delincuencia está un función del número de hermanos y hermanas delincuentes
(Farrington et al., 1996b; Rowe y Farrington, 1997).
Sin embargo, Rowe y Farrington (1997) ofrecen una visión alternativa, postulando que
el mecanismo explicativo reside en una tendencia de los individuos antisociales a tener
familias grandes, estando el riesgo, en parte, genéticamente mediado. Parece que existe una
asociación más directa con la delincuencia familiar que con el tamaño de la familia, por lo
que podría considerarse más correcto el papel de la familia numerosa como un factor asociado
casualmente al riesgo de conducta antisocial.
3.2.3.2. Factores escolares
El colegio es otro órgano de socialización prioritario, entre cuyas funciones no sólo se
encuentra la formación para un funcionamiento socialmente adaptado sino que facilita las
primeras interacciones con los iguales y figuras de autoridad distintas a las familiares y la
consecución de sus primeros logros socialmente reconocidos.
El rendimiento académico, el bajo interés en la educación y la baja calidad de la
escuela son indicadores de diferentes constructos relacionados con la escolarización. Se han
postulado diversos mecanismos a través de los cuales los factores escolares influyen en el
comportamiento antisocial y violento (véase resumen Tabla 3.6.).
En líneas generales, los factores escolares se han mostrado consistentemente más
protectores que los factores familiares. Así, Crosnoe et al. (2002) encontraron que al apego
hacia los profesores, los logros académicos, la orientación hacia la escuela, la supervisión de
los padres, el vínculo con los padres y la organización familiar, son factores de protección
frente al desarrollo de conductas violentas.
3.2.3.2.1. Fracaso académico
Farrington (1989a) encontró que bajos niveles de rendimiento académico durante la
enseñanza primaria predecían futuros arrestos por violencia. El 20% de aquellos niños cuyos
profesores informaban de un bajo nivel de rendimiento en la enseñanza primaria a la edad de
11 años, fueron arrestados por delitos violentos en la etapa adulta, frente a un 10% del resto
de la muestra con rendimiento normal. Asimismo, el mantener bajos niveles de rendimiento
en la etapa de educación secundaria, casi duplicaba la probabilidad de arrestos por violencia
en la vida adulta.
Denno (1990) encontró que los logros académicos a la edad de 7 años y entre los 13 y
14 años, estaban inversamente relacionados con la emisión de delitos violentos tanto en
varones como en mujeres. En contraste con los hallazgos encontrados para otras variables o
factores de riesgo, la relación entre el rendimiento académico y la violencia posterior era más
fuerte para las mujeres que para los varones.
Maguin et al. (1995) encontraron que los informes de los padres sobre un bajo
rendimiento de sus hijos a la edad de 10, 14 y 16 años, predecían la violencia autoinformada
por estos chicos a la edad de 18 años. El fracaso académico desde los primeros niveles era
predictor de un incremento en el riesgo de llevar a cabo comportamientos violentos
posteriores. Resultados semejantes fueron obtenidos por Maguin y Loeber (1996) quienes
encontraron una relación significativa entre un pobre rendimiento académico y el comienzo o
mayor prevalencia de la delincuencia, así como con la escalada en la frecuencia y gravedad de
los actos antisociales.
A pesar de que el fracaso escolar es un factor de riesgo importante de la conducta
antisocial, no es determinante. Sin embargo, ha de tenerse muy en cuenta en los niños y
jóvenes que acumulan otros factores de riesgo, especialmente los referidos a problemas
familiares, niveles bajos de desarrollo y consumo de drogas (Del Barrio, 2004a). Así, la
peligrosidad del bajo rendimiento escolar tiene que ver con la percepción de futuro y con la
pertenencia a un grupo, por lo que los sujetos con bajo rendimiento tienen problemas para integrarse dentro de las normas sociales y junto con las bajas aspiraciones que presentan, la
posibilidad de que aparezca el comportamiento agresivo o violento se incrementa.
No obstante, pese a la relación encontrada entre el fracaso académico y el riesgo de
emitir conductas antisociales, no queda claro si el riesgo principal se deriva de las bajas
capacidades cognitivas (bajo CI) o del propio fracaso escolar (Rutter et al., 2000). En
cualquier caso, el fracaso académico es considerado como un factor de riesgo en numeroso
estudios (Carrasco y del Barrio, 2002, 2003; Del Barrio, 2004a; Díaz-Aguado, 2004; Loeber y
Farrington, 1999) y, el logro académico actuaría como claro factor de protección (Bandura,
Barbarelli, Caprara y Pastorelli, 2001; Crosnoe et al., 2002).
3.2.3.2.2. Apego o vinculación escolar
La escuela presenta abundantes elementos positivos como institución social y
pedagógica: a) los buenos modelos de comportamiento del profesorado; b)las expectativas de
los alumnos adecuadamente altas con una respuesta eficaz; c) una enseñanza interesante y
bien organizada; d) un buen uso de las tareas para casa y un seguimiento del progreso; e) unas
buenas ocasiones de que los alumnos asuman responsabilidad y, f) una atmósfera ordenada y
un estilo de liderazgo que proporcione dirección pero sea receptivo a las ideas de los demás y
promueva una elevada moral en el personal y en los alumnos (Rutter et al., 1997). Es
indudable que la presencia de estos factores incrementa el apego y el vínculo del joven con la
escuela, reduciendo la posibilidad de aparición de conductas antisociales. Asimismo, las
relaciones de apoyo mutuo entre el hogar y el colegio también son importantes.
Desde las teorías del control social (Hirschi, 1969) se ha enfatizado la importancia del
apego o del compromiso hacia la escolarización y el colegio como importantes factores
protectores contra el delito (Catalano y Hawkins, 1996). Los sujetos que presentan conductas
problemáticas tienden a mostrar un cierto desapego emocional respecto al entorno escolar,
actitudes más negativas hacia él y expectativas negativas respecto a su éxito académico a la
vez que perciben la educación académica como poco útil o relevante (Marcos y Bahr, 1995;
Swaim, 1991).
La evidencia disponible generalmente apoya la hipótesis de que un bajo nivel de
vinculación con el colegio predice comportamientos violentos, aún cuando, de alguna manera,
estos resultados puedan variar según qué indicadores de compromiso escolar se hayan
utilizado (Loeber y Farrington, 1999).
En un análisis de una submuestra de afroamericanos y euroamericanos obtenida del
proyecto de Desarrollo Social de Seattle, Williams (1994) encontró que el vínculo con el
colegio está más fuertemente relacionado con la reducción de la violencia entre los
afroamericanos varones y menos relacionado con la violencia entre los euroamericanos
mujeres.
Maguin et al. (1995) investigaron a partir de los datos del estudio de Seattle, la
relación entre el bajo compromiso con el colegio a los 10, 14 y 16 años y el comportamiento
violento de forma autoinformada a la edad de 18 años. Un bajo nivel de compromiso hacia el
colegio a la edad de 10 años no predecía violencia posterior pero a los 14 y 16 años, si lo
predecía. De forma similar, bajas aspiraciones educacionales a la edad de 10 años no predecía
violencia posterior, sin embargo, baja aspiraciones educacionales a los 14 y 16 años, si predecían comportamientos violentos a los 18 años; aunque con menos fuerza que el bajo
compromiso hacia el colegio. En contraste, Elliott (1994) en el estudio juvenil nacional,
informó que el vínculo escolar no era un predictor significativo de delitos violentos serios. De
la misma forma, Mitchell y Rosa (1979) encontraron que no existía una asociación entre lo
que informaban los padres sobre el nivel de agrado que sentían sus hijos por el colegio y los
delitos contra las personas registrados oficialmente durante los 20 y 30 años.
Sin embargo, en la actualidad, Crosnoe et al. (2002) encontraron que aquellos
adolescentes con un mayor vínculo hacia la escuela tenían menos posibilidades de verse
inmiscuidos en situaciones problemáticas. Para esos alumnos, los costes percibidos por
ejercer un comportamiento no aceptable eran suficientes para disuadirles de realizar
conductas antisociales. De la misma forma, Thornberry (2004) encuentra en delincuentes de
inicio temprano un menor apego por los maestros y el centro escolar, en comparación con el
grupo de inicio en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.
3.2.3.2.3. Absentismo y abandono escolar
Hacer novillos y abandonar el colegio, podrían ser indicadores conductuales que
ponen de manifiesto un bajo nivel de compromiso con la escolarización, pero también podrían
haber otras razones por las que los niños faltan al colegio o lo abandonan de forma temprana
(Janosz, Le Blanc, Boulerice y Tremblay, 1996).
Farrington (1989a) mostró cómo aquellos jóvenes con mayor índice de faltas a clase
entre los 12 y los 14 años y aquellos que abandonaron el colegio antes de los 15 años, eran
más propensos a desarrollar conductas violentas en la adolescencia y la etapa adulta. Los
hallazgos de Farrington constituyen uno de los numerosos estudios que han mostrado como
faltar a clase o hacer novillos constituye un factor de riesgo sustancial para la delincuencia.
Ahora bien, podría considerarse que la falta de asistencia a clase es un factor de riesgo que
contribuye a facilitar el paso a la delincuencia, en tanto en cuanto proporciona oportunidades
adicionales para la conducta desviada (Farrington, 1995; Robins y Robertson, 1996).
Thornberry (2004) encuentra en delincuentes de inicio temprano un menor
compromiso con los estudios y con la asistencia al colegio, en comparación con el grupo de
inicio en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.
3.2.3.2.4. Elevada delincuencia y vandalismo en la escuela
Con respecto a la delincuencia en la etapa escolar, Farrington (1989a) encontró que los
chicos que tenían altos índices de delincuencia a la edad de 11 años informaban levemente,
aunque significativamente, más comportamiento violento que otros jóvenes al llegar a la
adolescencia y la etapa adulta.
El vandalismo escolar se puede manifestar en agresiones físicas por parte de los
alumnos contra profesores o contra sus compañeros, violencia contra objetos y cosas de la
escuela, amenazas, insultos, intimidación, aislamiento o acoso entre los propios escolares.
Este último fenómeno ha venido ha llamarse bullying (Lawrence, 1998; Schneider, 1993). El
bullying es una forma de violencia entre niños que suele ocurrir en el colegio y en sus
alrededores. Bajo este término se engloban tres formas de violencia: física (golpes, peleas,escupir), verbal (insultos, menosprecios, amenazas) y psicológica (falsos rumores,
intimidaciones).
Como conclusión, señalar que hay abundantes testimonios de que la conducta
perturbadora, difícil o desafiante y el vandalismo en la etapa escolar son predictores de
posteriores actividades antisociales y criminales (Loeber et al., 1997; Nagin y Tremblay;
1999; Raviv et al., 2001; Rutter et al., 2000; Trianes, 2004).
3.2.3.2.5. Traslados de colegio
En el estudio de Maguin et al. (1995), se les preguntó a los padres y jóvenes a los 14 y
16 años del Proyecto de Desarrollo Social de Seattle, que indicaran el número de veces en que
los niños habían cambiado de colegio durante el año anterior. Los jóvenes que habían tenido
más cambios de colegio eran más violentos a los 18 años frente a aquellos que no se habían
cambiado. Nuevamente es importante no olvidar, que al igual que otros factores, los traslados
de colegio se relacionan con otras variables que a su vez también predicen la violencia.
3.2.3.2.6. Aspiraciones o preferencias ocupacionales
Hogh y Wolf (1983) consideraron la relación entre las aspiraciones o preferencias
ocupacionales y la violencia en una muestra de 7.917 varones. Se administró una prueba que
evaluaba las preferencias ocupacionales de los participantes de 12 años, que consistía en
valorarar 51 ocupaciones de acuerdo a sus preferencias. Posteriormente, se organizaron por
categorías jerarquizadas de acuerdo con el supuesto estatus profesional. Los investigadores
encontraron que los participantes que mostraban preferencias por trabajos de menor estatus
tenían una mayor probabilidad de estar registrados por la policía de Dinamarca por faltas
violentas entre los 15 y 22 años
3.2.3.3. Relación con el grupo de iguales
En este apartado se muestra finalmente la relación existente entre la manifestación de
conductas antisociales y la existencia de las mismas en grupos similares (hermanos,
compañeros y pandillas). Es indudable que el tener hermanos y/o amigos implicados en estas
conductas influirá en la conducta de los sujetos expuestos a las mismas (véase resumen Tabla
3. 7.).
3.2.3.3.1. Hermanos delincuentes
Como ya ha quedado expuesto anteriormente, el que los padres sean criminales es un
factor de riesgo para la violencia. Además, ya ha sido comentado cómo el formar parte de una
familia numerosa puede influir en la presencia de conductas antisociales (Farrington et al.,
1996; Offord, 1982; Rutter y Giller, 1983).
Farrington (1989a) encontró que tener hermanos delincuentes a la edad de 10 años,
predecía arrestos por violencia pero no predecía la violencia cuando ésta era autoinformada en
la adolescencia y en la adultez. Un 26 % de los chicos del estudio de Cambridge que tenían
hermanos delincuentes a la edad de 10 años eran arrestados por violencia frente al 10% del
resto de la muestra. Farrington también encontró una asociación positiva entre la frecuencia de los problemas conductuales de los hermanos cuando los sujetos tenían 10 años y
posteriores arrestos por violencia.
Los datos del estudio de Seattle sugieren que la relación entre la delincuencia de los
hermanos y la violencia de los sujetos es más fuerte cuando la medida de la delincuencia de
los hermanos es más próxima a la medida de la violencia del sujeto y más cercano a la
adolescencia (Maguin et al., 1995). Esto puede reflejar los cambios de las influencias que
tienen los hermanos durante el proceso del desarrollo. Tal como los amigos delincuentes, los
hermanos antisociales y delincuentes, aparentemente, tienen su mayor correlación con la
violencia en los sujetos durante la adolescencia. Sorprendentemente, Williams (1994)
encontró que la influencia que ejercen los hermanos delincuentes era más fuerte en las chicas
que en los chicos.
Parece que el riesgo de delinquir puede estar determinado por el número de hermanos
o hermanas delincuentes. Sin embargo, Offord (1982), mostró cómo el riesgo sólo está
asociado al número de hermanos y no de hermanas.
Rowe y Farrington (1997), encuentran al respecto datos relativamente concordantes.
La asociación se daba más con la delincuencia de los hermanos o hermanas mayores que de
los menores y también más con la de los hermanos del mismo sexo que con los del sexo
opuesto. Semejantes resultados obtiene el estudio llevado a cabo por Ardelt y Day (2002),
donde el tener hermanos mayores delincuentes constituía el factor de riesgo de mayor peso
del comportamiento antisocial posterior, aunque también, pero con menor peso, el tener
amigos delincuentes.
3.2.3.3.2. Compañeros o amigos delincuentes
Mientras que en los años preescolares la familia es el entorno dominante y el colegio
pasa a serlo en la posterior infancia y preadolescencia, en la adolescencia, los amigos
constituyen la principal fuente de influencia (Catalano y Hawkins, 1996). Así, el grupo de
iguales va siendo cada vez más importante a la hora de desarrollar y establecer sus actitudes y
normas sociales. Esto es así, tanto en lo positivo (red de apoyo social) como en lo negativo,
favoreciendo la delincuencia (Fuchs, Lamnek y Luedtke, 1996; Tillmann et al., 1999).
Ya Sutherland (1939, cit. en Luengo et al., 2002), partiendo de su teoría de la
asociación diferencial decía que las conductas desviadas se adquieren en la relación con los
grupos más próximos al sujeto, donde se expone a conductas y actitudes de carácter desviado,
lo que dará lugar a que interiorice más “definiciones” favorables a la transgresión que
“definiciones” favorables a lo convencional.
Parece que los individuos que cometen actos delictivos tienden a tener amigos
delincuentes y muchas actividades consideradas antisociales se emprenden junto con otras
personas (Reiss, 1988). Así, Otero et al. (1994) constatan que la desviación de los amigos
suele ser uno de los factores de riesgo con mayor capacidad de determinación de la conducta
antisocial del adolescente.
Ageton (1983), encontró que los adolescentes cuyos amigos no aprobaban los
comportamientos delincuentes tenían menor probabilidad de informar haber cometido asaltos
sexuales posteriores. Elliott (1994) informó, resultados similares en todas las formas de violencia. El asociarse con pares que desaprueban el comportamiento delincuente podría
inhibir la violencia posterior.
Dishion et al. (1995), hallaron en varones de 13 y 14 años de edad que las
interacciones positivas con amigos no correlacionan con el comportamiento antisocial. Sin
embargo, el tener amigos antisociales correlacionaba positivamente con una mayor
probabilidad de ejercer conductas antisociales por parte de los adolescentes. La existencia de
amigos antisociales proporcionaría el contexto adecuado para poder realizar conductas
coercitivas. Asimismo, el aumento de la probabilidad de ejercer dichas conductas no sería
tanto por la observación directa de las mismas sino por la falta de habilidades sociales. Por
otra parte, Patterson et al. (1992) señalan que el tener compañeros o amigos antisociales
podría estar mediado por una ausencia de supervisión parental, lo que le permitiría al joven
permanecer más tiempo bajo su influencia, apareciendo así la relación con la delincuencia
futura.
Moffitt (1993) resalta que los amigos delincuentes pueden contribuir en la divulgación
de la violencia durante la adolescencia, pero podrían ser menos relevantes en predecir la
conducta violenta persistente durante el curso de la vida en aquellos infractores que inician
tempranamente su comportamiento agresivo y violento. En la misma dirección, algunos
estudios al respecto indican que, aunque las influencias son operativas a todas las edades, son
más intensas durante la etapa adolescente (Bartusch, Lynam, Moffitt y Silva, 1997;
Thornberry y Krohn, 1997). Estudios recientes confirman estos hallazgos. Laird et al. (2001)
muestran que el rechazo temprano de los compañeros influye en la precocidad de la aparición
de conductas delictivas, mientras que la asociación con compañeros agresivos es más
frecuente en los casos donde se da la aparición más tardía de la delincuencia. Por contra,
Thornberry (2004) encuentra que los delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden a
asociarse más con iguales delincuentes que aquellos que comienzan a desviarse en la
adolescencia.
Herrenkohl et al. (2001) también confirman en su estudio que el relacionarse con pares
antisociales tendrían grandes y persistentes efectos sobre el comportamiento violente posterior,
así como también que la relación con los pares a la edad de 14 años, sería uno de los
mediadores más potentes de los factores de riesgo tempranos.
Fergusson, Swain-Campbell y Horwood (2002), recientemente ha encontrado a partir
de una investigación longitudinal, que el tener amigos con comportamientos desviados estaba
asociado positivamente al ejercicio por parte de sujetos de entre 14 y 21 años de crímenes
violentos, crímenes contra la propiedad, abuso de alcohol, abuso de cannabis y dependencia a
la nicotina. De la misma forma, Wilmers et al. (2002) encontró en su encuesta con escolares
alemanes, que la mayoría de los delitos violentos cometidos autoinformados se daban en
aquellos chicos que previamente habían dicho tener amigos desviados, siendo responsables
del 54,3% de todos los actos delincuentes violentos informados por los alumnos en 1999. El
estudió también señaló que a mayor frecuencia e intensidad de exposición a la violencia
intrafamiliar y peor estatus socieconómico, mayor tasa de menores que decían tener amigos
desviados.
3.2.3.3.3. Pertenencia a bandas
Cairns, Cadwallader, Estell y Neckerman (1997) postularon tres vías fundamentales
para referirse a la importancia de las bandas en la comisión de las conductas antisociales: a)
representan la reunión de individuos agresivos y dominantes que tienen un papel de control de
las redes sociales en las que operan; b) muchos individuos que ingresan en bandas son
jóvenes desarraigados y alienados que se escapan de casa y se convierten en personas sin
techo; c) algunas bandas operan como prósperos negocios que están edificados sobre el
tráfico de drogas ilegales o al menos participan intensamente en él.
En relación a la diferencia que existe entre las bandas y los “simples” grupos de
adolescentes antisociales, Klein (1995) señala que las primeras tendrían una mayor identidad
y liderazgo. Thornberry (1999) concluyó al respecto que las bandas se diferenciaban de los
grupos de coetáneos delincuentes en que tienen una asociación mucho más fuerte con las
conductas antisociales y una mayor probabilidad de cometer delitos violentos.
Numeroso estudios con adolescentes han encontrado claras evidencias de la relación
que existe entre la manifestación de comportamientos antisociales o desviados y el ser
miembro de una banda. Por ejemplo, el pertenecer a una banda se ha relacionado con
presentar mayor promiscuidad sexual (Bjerregaard y Smith, 1993; Le Blanc y Lanctot, 1999),
mayor consumo de alcohol y drogas (Bjerregaard y Smith, 1993; Cohen, Williamns,
Bekelman y Crosse, 1994; Thornberry, Krohn, Lizotte y Chard-Wierschem, 1993), mayor
violencia (Friedman, Mann y Friedman, 1975; Le Blanc y Lanctot, 1999), pertenencia de un
arma (Bjerregaard y Lizotte, 1995) y más delincuencia general (Curry y Spergel, 1992;
Esbensen y Huizinga, 1993; Le Blanc y Lanctot, 1999).
Estudios recientes sugieren que el pertenecer a una banda contribuye a la delincuencia
más allá de la mera influencia de tener pares delincuentes (Battin et all, 1997). La
investigación también sugiere que está asociado con delitos más serios y violentos en la
juventud (Thornberry, 1999). Como se demostró a través de los datos de Seattle, el pertenecer
a una banda a los 14 y 16 años predecía comportamientos violentos a los 18 años (Maguin et
al., 1995). Así, tres de los estudios longitudinales más importantes llevados a cabo con
adolescentes, el de Rochester (Thornberry, 1996), el de Seattle (Hill, Howell, Hawkins y
Battin, 1996) y el de Denver (Huizinga, 1997) confirmaron que los jóvenes que presentaban
conductas antisociales presentaban mayor probabilidad de pertenecer o ser miembro de una
banda, a la vez que participaban en más actos delictivos y violentos.
Thornberry (2004) ha encontrado que los delincuentes infantiles o de inicio temprano
tienden más asociarse con iguales delincuentes y a formar parte de bandas, que los que inician
su comportamiento antisocial en la adolescencia o los jóvenes no antisociales.
Como conclusión y tras la revisión efectuada de los factores de riesgo y de protección
relacionados con la conducta antisocial, parecen poner de relieve que dichos comportamientos
sólo pueden ser entendidos desde una perspectiva multicausal, en la que van a confluir
factores de riesgo de diversa índole. Además, dichos factores no son estáticos sino que están
en continua interacción, afectándose mútuamente y, afianzando, realimentando y cronificando
la conducta antisocial.
Tablas : http://eprints.ucm.es/12024/1/T28264.pdf
Nuk mund ta besoja se do të ribashkohesha ndonjëherë me ish-dashnorin tim, isha aq i traumatizuar duke qëndruar vetëm pa një trup që të qëndronte pranë meje dhe të ishte me mua, por isha aq me fat që një ditë takova këtë magjistar të Dr. Ediomo, pasi i tregova per situaten time ai beri gjithcka qe te shihte te dashurin tim te kthehej tek une, ne fakt pasi beri magji ish i dashuri im u kthye tek une me pak se 48 ore, ish i dashuri im u kthye duke me lutur qe nuk do te rikthehej kurre. me ler perseri 3 muaj me vone u fejuam dhe u martuam nese edhe ti ke te njejten situate. Ai është shumë i fuqishëm në punët e tij;
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