Las primeras concepciones surgidas en torno al periodo de la adolescencia, tanto en el campo de la psicología como en la filosofía o la literatura, contribuyeron a dibujar una imagen dramática y negativa de esta etapa evolutiva, en la que los problemas emocionales y conductuales, y los conflictos familiares ocupaban un lugar preferente. Autores como Stanley Hall, Anna Freud o Eric Erikson apoyaron claramente la idea de que una adolescencia turbulenta y complicada era una característica normativa y deseable en el desarrollo humano, y se conviertieron en los principales defensores de la línea que suele denominarse Storm and Stress en recuerdo del movimiento literario del Romanticismo Alemán Sturm und Drung. La obra de Goethe “Las penas del joven Werther”, que puede considerarse la quintaesencia de esta corriente literaria, presenta la imagen de un adolescente atormentado y sufriente que termina poniendo fin a sus tristezas mediante el suicidio. Durante las últimas décadas, esta visión pesimista fue puesta en entredicho por diversos autores (Coleman, 1980; Eccles, Midgley, Wigfield, Buchanan, Reuman, Flanagan y Maciver,1993; Steinberg y Levine, 1997), que encontraron una menor incidencia de problemas emocionales y conductuales durante la adolescencia que lo apuntado por Hall o Freud. Sin embargo, a pesar del rechazo por parte de los investigadores, la concepción Storm and Stress ha seguido teniendo vigencia entre la población general, como lo muestran algunos trabajos centrados en el estudio de las ideas y esterotipos sobre la adolescencia (Buchanan y Holmbeck, 1998; Casco, 2003; Casco y Oliva, 2003).
En los últimos años ha venido acumulándose una cantidad importante de datos empíricos que también han cuestionado esa imagen tan optimista de la adolescencia. Como ha planteado Arnett (1999), la concepción del storm and stress precisa ser reformulada a partir de los conocimientos evolutivos actuales. Aunque no pueda mantenerse la imagen de dificultades generalizadas, sí hay suficiente evidencia acerca de una importante incidencia de problemas relacionados con tres áreas: los conflictos con los padres (Laursen, Coy y Collins, 1998; Steinberg y Morris, 2001), la inestabilidad emocional (Buchanan, Eccles y Becker, 1992; Larson y Richards, 1994), y las conductas de riesgo (Arnett, 1992). Por lo tanto, aunque no podemos afirmar que vuelva a tener vigencia la concepción del storm and stress, los resultados de la investigación distan mucho de ofrecer una imagen idílica de esta transición evolutiva. Como tendremos ocasión de exponer más adelante, las relaciones familiares van a experimentar algunos cambios importantes durante la adolescencia, con un aumento de los conflictos y discusiones entre padres e hijos que en muchos casos romperán la armonía que hasta ese momento había reinado en el hogar.
La familia, al igual que todos los sistemas abiertos, está sometida a procesos de cambio y estabilidad que pueden ser comprendidos mejor si se tienen en cuenta los principios de la Dinámica de Sistemas comentados en el capítulo 3. A lo largo de la infancia, los procesos bidireccionales que tienen lugar en el contexto familiar han ido determinando unas estructuras o estilos relacionales entre los miembros de la familia, que se habrán hecho cada vez más estables, sobre todo mediante los mecanismos de retroalimentación negativa. El sistema familiar, aunque contiene otros subsistemas, representa una unidad de análisis, y para comprender mejor la dinámica de las relaciones que se establecen en su interior habrá que analizar en primer lugar los cambios o procesos biológicos, emocionales y cognitivos que ocurren a nivel intrapersonal, tanto en el niño o la niña que llega a la adolescencia como en sus padres. A su vez, será necesario atender a aquellos procesos interpersonales (patrones de comunicación, distanciamiento emocional) que tienen lugar, ya que como ha señalado Lewis (1995; 1997), las estructuras afectivo-cognitivas del adolescente y de sus padres son subsistemas que interactúan y que se autoorganizan en interacciones diádicas. Por último, es inevitable considerar que tanto los procesos intrapersonales como los interpersonales tienen lugar en un determinado contexto socio-cultural que deber ser tenido en cuenta si queremos comprender los cambios o transformaciones en la relación entre los padres y el adolescente (Bronfrenbrenner, 1979; Granic, Dishion y Hollenstein, 2003).
Cambios en el adolescente: Sin duda el cambio más llamativo asociado a la pubertad tiene que ver con la maduración física y sexual, que afectará a la forma en que los adolescentes se ven a sí mismos y a cómo son vistos y tratados por los demás. El aumento en la producción de hormonas sexuales asociado a la pubertad va a tener una repercusión importante sobre las áreas emocional y conductual. Por una parte, vamos a encontrar una influencia de los cambios hormonales sobre el estado de ánimo y el humor del adolescente, aunque esta relación no es tan evidente como sugiere el estereotipo popular (Brooks-Gunn, Graber y Paikoff, 1994) y suele limitarse a la adolescencia temprana, que es cuando las fluctuaciones en los niveles hormonales parecen influir de forma más directa sobre la irritabilidad y agresión en los varones y sobre los estados depresivos en las chicas (Buchanan, Maccoby y Dornbusch, 1992; Steinberg y Silk, 2002), lo que sin duda afectará a las relaciones que establecen con sus padres. También está clara la relación entre el incremento en las hormonas sexuales y el surgimiento del deseo y la actividad sexual (McClintock y Herdt, 1996), lo que puede llevar a que los padres se empiecen a preocupar más por las salidas y las relaciones sociales de sus hijos, y modifiquen la forma de tratarlos. Es probable que aumenten las restricciones en un momento en que sus hijos buscan más libertad, lo que supondrá una mayor incidencia de disputas y conflictos familiares. Merece la pena destacar que esta relación entre los cambios puberales y las relaciones familiares es bidireccional, ya que algunos estudios han revelado que la pubertad ocurre antes en chicas que tienen un contexto familiar menos cohesionado y más conflictivo, probablemente porque el estrés influye sobre las secreciones hormonales. También la presencia de un padre no biológico parece acelerar la menarquía como consecuencia de la exposición de la chica a las feromonas secretadas por un varón con quien no guarda relación biológica (Ellis y Garber, 2000; Ellis McFadyen-Ketchum, Dodge, Pettit y Bates, 1999; Graber, Brooks-Gunn y Warren, 1995).
También a nivel cognitivo se va a encontrar con un cambio cualitativo fundamental, ya que en el periodo comprendido entre los 12 y los 15 años comienza a aparecer el pensamiento operatorio formal, como consecuencia de la maduración biológica y de las experiencias, sobre todo en el ámbito escolar (Inhelder y Piaget, 1955; 1972). Esta nueva herramienta cognitiva va a afectar a la manera en que los adolescentes piensan sobre ellos mismos y sobre los demás, permitiéndoles una forma diferente de apreciar y valorar las normas que hasta ahora habían regulado el funcionamiento familiar. Así, la capacidad de diferenciar lo real de lo hipotético o posible que trae consigo el pensamiento formal va a permitir al chico o a la chica concebir alternativas al funcionamiento de la propia familia. Esto hará que el adolescente se vuelva mucho más crítico con las normas que hasta ese momento había aceptado sin cuestionar, y comenzará a desafiar continuamente la forma en que la familia funciona cuando se trata de discutir asuntos y tomar decisiones, lo que aumentará los conflictos y discusiones cotidianas (Smetana, 1989). Igualmente serán capaces de presentar argumentos mucho más sólidos y convincentes en sus discusiones familiares, algo que cuestionará seriamente la autoridad parental, y llevará en numerosas ocasiones a que sus padres se irriten y pierdan el control de sí mismos. También resulta evidente la desidealización de los padres que se produce en estos años. Si hasta este momento sus progenitores eran todopoderosos y omnisapientes, ahora el adolescente comienza a cambiar esa imagen por una más realista en la que sus padres aparecen con sus virtudes y sus defectos.
Otro de los aspectos más destacados del desarrollo adolescente es el que hace referencia a la construcción de la propia identidad personal, ya que probablemente, uno de los rasgos más importantes de la adolescencia es el proceso de exploración y búsqueda que va a culminar con el compromiso de chicos y chicas con una serie de valores ideológicos y sociales, y con un proyecto de futuro, que definirán su identidad personal y profesional. Esta necesaria exploración y búsqueda de nuevas sensaciones y experiencias van a verse favorecidas por algunos cambios cognitivos que suelen llevar al adolescente a un deficiente cálculo de los riesgos asociados a algunos comportamientos –consumo de drogas, deportes de riesgos-, haciendo más probable su implicación en ellos (Chambers, Taylor y Potenza, 2003). La participación de los jóvenes en estas conductas puede aumentar la conflictividad familiar, ya que en muchas ocasiones los padres se volverán más restrictivos, ante el miedo de que sus hijos e hijas se impliquen en situaciones peligrosas o de riesgo, justo en un momento en el que los adolescentes necesitan mayor libertad para experimentar y vivir nuevas experiencias.
Finalmente, se debe señalar que a partir de la pubertad chicos y chicas empiezan a pasar cada vez más tiempo con el grupo de iguales, que pasará a ser un contexto de socialización fundamental (Larson y Richards, 1994; Larson, Richards, Moneta, Holmbeck, y Duckett, 1996; Burhrmester, 1996). Los iguales se convertirán en confidentes emocionales, consejeros, y modelos comportamentales a imitar (Sussman , Dent, McAdams, Stacy, Burton, y Flay 1994), por lo que es probable que los padres comiencen a sentirse apartados de la vida de sus hijos y no estén de acuerdo con los modelos que les ofrecen sus compañeros. Además, la socialización en el grupo de iguales va a permitir al adolescente una mayor experiencia en relaciones simétricas o igualitarias, con tomas de decisiones compartidas que pueden llevarles a desear un tipo de relaciones semejantes en su familia. Sin embargo, estas aspiraciones a disponer de una mayor capacidad de influencia en la toma de decisiones familiares no siempre coinciden con las de sus padres, y la situación más frecuente es la de unos chicos y chicas que desean más independencia de la que sus padres están dispuestos a concederles (Collins, 1997; Smetana, 1995). Los padres suelen pretender seguir manteniendo su autoridad y la forma de relacionarse con sus hijos, incluso en algunos casos pueden aumentar las restricciones, lo que va a llevar a la aparición de conflictos. Una vez pasado este primer momento los padres suelen flexibilizar su postura, y los hijos irán ganando poder y capacidad de influencia, lo que explicaría la disminución de problemas en la adolescencia media y tardía (Laursen, Coy y Collins, 1998). Cuando los padres se muestran poco sensibles a las nuevas necesidades de sus hijos adolescentes y no adaptan sus estilos disciplinarios a esta nueva situación, es muy probable que aparezcan problemas de adaptación en el chico o chica.
Cambios en los padres: La explicación más tradicional acerca del cambio en las relaciones familiares durante la adolescencia atribuye el aumento de los conflictos entre padres e hijos a las transformaciones en estos últimos, sin embargo, no sólo cambian los adolescentes, ya que también los padres lo hacen. En el momento en que el hijo o la hija llega a la pubertad sus padres pueden tener en torno a los 40 ó 45 años, una etapa que algunos autores han denominado la crisis de la mitad de la vida y que han considerado como un momento difícil y de cambios significativos para muchos adultos (Gould, 1978; Levinson, 1978). Así, justo cuando el adolescente está experimentando la madurez física y sexual, y acercándose al cénit de su atractivo físico, sus padres están empezando a experimentar un cierto declive que aumenta su preocupación por su propio cuerpo: por su salud y por su atractivo físico. Aunque la generalización sea arriesgada, para algunos padres, que habrán cumplido ya los 40 años, esta etapa puede conllevar una reflexión acerca de la propia trayectoria vital, y un cuestionamiento de algunos de los objetivos y valores que habían guiado su trayectoria personal o profesional. Muchos adultos comprueban el incumplimiento de algunos de sus sueños y metas, y observan cómo su juventud ha quedado atrás, han superado el ecuador de sus vidas, y se van acercando al tramo final. Puede que sus padres hayan muerto o estén muy enfermos, o que ellos mismos comprueben como los años no pasan en balde y empiezan a padecer algunas enfermedades que les hacen sentirse más vulnerables. Por otra parte, el que su hijo deje de ser niño o niña, especialmente cuando es el único o el último, puede tener un valor simbólico importante, ya que supone el final de una etapa en la que han podido ser muy felices en su rol parental, y que ya comienzan a echar de menos. No es extraño, que en esos casos los padres se resistan a pasar página y quieran seguir apurando hasta el final esa etapa en la que son “padres de un niño”, y se opongan a los intentos de su hijo o hija de desvincularse emocionalmente de ellos y buscar una mayor autonomía.
El ser humano suele experimentar un mayor estrés durante las diferentes transiciones evolutivas, en las que muestra una cierta inercia y resistencia ante el cambio. Así, la transición a la maternidad exigía del padre y de la madre un esfuerzo adaptativo importante, pero una vez que han ejercido ese rol durante años, muestran una tendencia natural a seguir ejerciéndolo, y no resulta fácil el cambio. Por lo tanto, hay que tener en cuenta que la llegada de un hijo a la adolescencia es un momento de la vida familiar en que se produce la coincidencia de dos importantes transiciones evolutivas: en la trayectoria personal del hijo o hija, por un lado, y en la de los padres, por otro. Este hecho aumentará la probabilidad de que surjan conflictos o dificultades (Steinberg y Steinberg, 1994).
Procesos interpersonales: Pero no sólo tienen lugar cambios a nivel intrapersonal en el adolescente y en sus padres, también habrá que considerar los procesos en la esfera interpersonal. Como han señalado algunos autores que han aplicado los principios de la Dinámica de Sistemas al análisis de los cambios en la personalidad y la familia (Lewis, 1995; 1997; Granic, Dishion y Hollenstein, 2003), las estructuras afectivo-cognitivas de padres y adolescentes son subsistemas que interactúan y que se auto-organizan en interacciones diádicas a lo largo del tiempo. Así, durante la infancia, las interacciones sostenidas entre padres e hijos alrededor de tareas de socialización habrán servido para construir un estilo interactivo en cada díada (padre-hijo/a, madre-hijo/a), que incluirá todo el rango de patrones de relacionales posibles, pero en el que predominará un tipo de interacciones, que en algunas díadas será más afectuoso, mientras que en otras será más frío o más coercitivo. Podemos decir que al final de la niñez, se habrá desarrollado un estilo interactivo que va a representar un atractor diádico muy profundo y estable. Sin embargo, y debido a los cambios intrapersonales en padres e hijos que ya hemos descrito, la transición a la adolescencia va a representar una importante perturbación del sistema familiar, que va a entrar en un punto de bifurcación en su trayectoria evolutiva, lo que aumentará la inestabilidad del sistema y la variedad de patrones de interacción diádicos posibles. Así, incluso en las familias en las que las relaciones parento-filiales se habían caracterizado por la comunicación, el apoyo y el afecto mutuo comenzarán a aparecer una mayor variedad de interacciones que oscilarán entre el afecto y la hostilidad o el conflicto (Holmbeck y Hill, 1991; Paikoff y Brooks-Gunn, 1991). El sistema familiar entrará en una fase de transición que hará posible el surgimiento de nuevos patrones relacionales que se irán estabilizando gradualmente hasta el momento en que el sistema llegue a un nuevo estado atractor que le dará una mayor estabilidad (Van Geert, 1994). Por lo tanto, parece evidente que durante la adolescencia temprana muchas familias atravesarán una fase de mayor inestabilidad y conflictividad en las relaciones entre padres e hijos. Estos conflictos se originarán fundamentalmente por la discrepancia entre las distintas necesidades u objetivos que se plantean padres y adolescentes ( Eccles Midgley, Wigfield, Buchanan, Reuman, Flanagan, y Maciver, 1993; Granic, Dishion y Hollestein, 2003). Más adelante volveremos a hacer hincapié en este aspecto.
2. Contexto socio-cultural y relaciones familiares durante la adolescencia
Todos lo cambios en el adolescente y en sus padres, ayudan a entender mejor la alteración en las relaciones familiares que suele producirse con la llegada de la adolescencia, sin embargo, el cuadro estaría incompleto si no analizáramos las condiciones sociales, culturales y económicas imperantes en el contexto en el que estos cambios tiene lugar. Los factores contextuales juegan un papel fundamental por su influencia sobre la familia y el individuo, y resulta difícil llegar a entender el significado y las causas de las dificultades propias de la adolescencia sin tener en cuenta el contexto socio-histórico en el que los jóvenes de principios del XXI realizan su transición hacia la etapa adulta (Mortimer y Larson, 2002). En un mundo caracterizado por la globalización, los movimientos migratorios, los cambios sociales y demográficos, y el uso de nuevas tecnologías, resulta bastante improbable que nuestros adolescentes y sus familias no vean afectadas sus trayectorias vitales por estas transformaciones sociales (Oliva, en prensa).
Por una parte, los medios de comunicación han jugado un papel fundamental en la difusión de una imagen conflictiva de la adolescencia, ya que los noticias que aparecen en prensa, radio y televisión suelen establecer una asociación estrecha entre adolescencia o juventud y el crimen, la violencia y el consumo de drogas (Casco, 2003; Dorfman y Schiraldi, 2001). Esta imagen estereotipada divulgada por los medios ha contribuido a crear actitudes de miedo y de rechazo hacia este grupo de edad, generando un intenso prejuicio que condiciona las relaciones entre adultos y jóvenes, y puede aumentar la conflictividad intergeneracional, especialmente en la familia y la escuela. Además, se observa que chicos y chicas pasan más tiempo en contacto con medios de comunicación y nuevas tecnologías. El consumo de televisión, videojuegos, internet, chats, revistas para adolescentes se ha generalizado en nuestro país (Martín y Velarde, 2001; Rodríguez, Megías, Calvo, Sánchez y Navarro, 2002), lo que ha llevado a un aumento de la preocupación social por la influencia que estos medios y tecnologías pueden ejercer sobre el desarrollo adolescente, atribuyéndosele por lo general un papel negativo. Así, a la televisión se le atribuye una responsabilidad directa en la promoción del consumo de tabaco y alcohol, la actividad sexual precoz, y los roles de género muy estereotipados. Películas y videojuegos compiten por el primer lugar como instigadores de las conductas violentas y agresivas, mientras que la imagen ideal del cuerpo femenino difundida por las revistas para adolescentes sería responsable de muchos trastornos en la alimentación y problemas de autoestima. Tal vez convenga desdramatizar y ser más exigentes a la hora de considerar probables influencias negativas sobre el desarrollo durante la infancia y adolescencia, ya que la evidencia empírica no siempre apoya esta idea, y algunos estudios han encontrado efectos positivos sobre el desarrollo adolescente derivados del uso de videojuegos (Phillips, Rolls, Rouse y Griffith, 1995; Durkin y Barber, 2001) o de la exposición a programas televisivos (Mares, 1996). Igualmente, el uso de Internet puede tener una influencia positiva sobre el bienestar psicológico, al permitir la comunicación con otros jóvenes o adultos que pueden proporcionar apoyo emocional, lo que puede ser de mucha importancia para aquellos chicos y chicas que se encuentran marginados o que forman parte de alguna minoría social (Hellenga, 2002). No obstante, lo que parece indudable es que han aumentando sustantivamente las influencias a las que están expuestos los adolescentes, y ya no se limitan a los clásicos contextos de familia, escuela e iguales. Esto supone más tarea para los padres, que no deben limitarse a controlar las amistades de sus hijos, sino que también deben supervisar programas de televisión, uso de internet, videojuegos y revistas.
Otro cambio relevante es el inicio cada vez más precoz y la terminación más tardía de la adolescencia. No sólo se ha adelantado de forma sensible la edad en la que se inicia la pubertad, sino que, además, muchos comportamientos que hasta hace poco eran propios de jóvenes y adolescentes -inicio de relaciones de pareja, conductas consumistas o uso de nuevas tecnologías- están comenzando a ser frecuentes en la niñez tardía. Las relaciones familiares pueden verse afectadas por este cambio en el calendario con que tienen lugar una serie de comportamientos. La mayoría de los padres de adolescentes van a considerar demasiado precoz la edad con la que sus hijos e hijas pretenden iniciarse en comportamientos como salir con miembros de otro sexo, mantener relaciones sexuales, permanecer en la calle hasta altas horas de la noche, ir a discotecas o beber alcohol. Como han encontrado algunos estudios (Casco, 2003; Collins, 1997; Dekovic, Noom y Meeus, 1997) las expectativas de padres y de niños y adolescentes con respecto a los comportamientos apropiados durante estos años no van a coincidir, lo que contribuirá a aumentar la conflictividad en el entorno familiar. En un principio, los padres van a resistir la presión de sus hijos no cediendo a sus deseos de una mayor autonomía, incluso en algunos casos podrán aumentar las restricciones, haciendo más frecuentes los enfrentamientos, aunque, más adelante irán flexibilizando su postura y se irán normalizando las relaciones familiares (Laursen, Coy y Collins, 1998; Parra y Oliva, 2002).
Por otra parte, están teniendo lugar importantes cambios en la estructura de la familia con el surgimiento de nuevas situaciones que pueden resultar más complicadas. El número de separaciones y divorcios ha ido aumentando durante los últimos años, al igual que el número de hijos nacidos fuera del matrimonio, lo que ha supuesto que sean cada vez más frecuentes las familias monoparentales y reconstituidas (Iglesias, 1998). Estas nuevas situaciones familiares pueden suponer una mayor complicación a la hora de ejercer los roles paterno y materno, y en algunas ocasiones pueden surgir conflictos importantes durante la adolescencia. Por ejemplo, la reconstitución familiar, cuando tiene lugar en el momento en el que el chico o chica está atravesando el proceso de desvinculación emocional, puede resultar especialmente difícil, haciendo muy complicadas las relaciones entre el adolescente y la nueva pareja de su progenitor (Buchanan, Maccoby y Dombusch, 1996; Hetherington, Henderson, Reiss, Anderson, y Bray, 1999). Con respecto a la ausencia de la figura paterna en un hogar monoparental, los datos son menos concluyentes, aunque algunos estudios encuentran que esta ausencia puede suponer un déficit en control y supervisión, y una falta de modelos masculinos que contribuya al surgimiento de comportamientos antisociales (Amato y Keith, 1991; Dornbusch, Carlsmith, Bushwall, Ritter, Hastorf, y Gross, 1985; McLeod, Kruttschnitt y Dornfield, 1994). Es de esperar que estas nuevas situaciones puedan generar un mayor estrés familiar que haga más necesario el apoyo externo a unos padres que pueden encontrarse desorientados.
Diana Baumrind (1991) ha destacado también los cambios en la familia derivados de las conquistas de los movimientos de liberación de la mujer, que aunque han supuesto un claro avance social, también han podido tener unos efectos secundarios negativos sobre el desarrollo y ajuste adolescente. Así, la incorporación femenina al mundo laboral ha supuesto una menor presencia de la mujer en el hogar en su papel tradicional de dispensadora de apoyo y supervisión. Además, el aumento de sus compromisos profesionales también ha conllevado una diversificación de intereses y quizá un menor compromiso con la crianza. Una mayor implicación paterna, con un reparto más equitativo de las tareas parentales, podría compensar esta menor presencia materna, sin embargo, parece que aún estamos lejos de alcanzar una situación de igualdad entre géneros en el reparto de las tareas relacionadas con la educación y la crianza de los hijos (Menéndez, 1998).
Finalmente, hay que considerar que una importante característica de nuestra sociedad es la rapidez vertiginosa con la que se producen los cambios. Los valores, los estilos de vida, las modas, la tecnología, todo resulta tan efímero que en un periodo de 30-40 años, que suele ser el que separa a una generación de otra, se han producido tantas innovaciones que cuesta trabajo reconocer el mundo en que vivimos. La época en que la generación que actualmente tiene en torno a los 40 años vivió su adolescencia tiene poco que ver con la actual, y muchas de las cosas que fueron importantes para ellos tienen poco valor para sus hijos, lo que puede suponer un aumento de la brecha o distancia generacional, con el consiguiente deterioro de la comunicación e incremento de los conflictos entre padres e hijos. Por otra parte, no hay que olvidar que una de las tareas que debe afrontar el adolescente tiene que ver con la adquisición de una identidad personal, que hace referencia al compromiso con una serie de valores ideológicos y religiosos, y con un proyecto de futuro en el plano personal y profesional (Erikson, 1968). Esta tarea no se ve facilitada por tanta mudanza, y puede llevar a muchos jóvenes a la incertidumbre, la indecisión permanente, la alienación o la renuncia al compromiso personal. Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, esta no es una época fácil para hacerse adulto. Al contrario, la sociedad occidental actual es mucho más complicada que cualquier cultura tradicional que ofrece un abanico de opciones muy reducido, y en la que se mantienen a lo largo de generaciones los mismos valores, las mismas tradiciones y los mismos estilos de vida (Benedict,1934).
3. Comunicación y conflicto parento-filial
Ya se ha comentado en las páginas anteriores cómo existen razones suficientes para justificar los cambios en las relaciones familiares durante la adolescencia. Los datos de las muchas investigaciones realizadas hasta la fecha vienen a apoyar esta idea, y aunque las relaciones familiares no tienen porque sufrir un deterioro generalizado, la mayoría de las familias, incluso aquellas que habían tenido unas relaciones armónicas durante la niñez, van a atravesar durante la adolescencia temprana una época de un cierto desajuste y de una mayor conflictividad (Holmbeck y Hill, 1991; Laursen, Coy y Collins, 1998; Parra y Oliva, 2002).
La comunicación entre padres e hijos suele deteriorarse en algún momento entre la infancia y la adolescencia, con algunos cambios claros en los patrones de interacción: pasan menos tiempo juntos, las interrupciones a los padres y, sobre todo, a las madres son más frecuentes, y la comunicación se hace más difícil (Barnes y Olson, 1985; Steinberg, 1981). Un aspecto que merece la pena destacar es el referido a la diferente percepción que padres e hijos tienen de la dinámica familiar. Así, cuando se pregunta a unos y otros sobre la comunicación en el entorno familiar, chicos y chicas afirman tener una comunicación con sus progenitores peor de lo que estos últimos indican (Barnes y Olson, 1985; Hartos y Power, 2000; Megías, Elzo, Megías, Méndez., Navarro y Rodríguez., 2002). Tal vez estas diferencias sean debidas en parte a la influencia de la deseabilidad social, que llevaría a madres y padres a declarar unas relaciones más positivas con sus hijos de lo que realmente son. En el caso de sus hijos esta deseabilidad actuaría en el sentido contrario, ya que la necesidad de reafirmar su autonomía les llevaría a exagerar la conflictividad de sus relaciones familiares (Hartos y Power, 2000).
En cuanto a los temas sobre los que suelen versar los intercambios parento-filiales, el empleo del tiempo libre y las normas y regulaciones familiares ocupan los primeros lugares, mientras que otros temas como política, religión, sexualidad y drogas son infrecuentes (Megías et al., 2002; Miller, 2002; Parra y Oliva, 2002; Rosental y Feldman, 1999). El género parece influir sobre los patrones de comunicación familiar, ya que algunos estudios encuentran que las chicas tienen una comunicación más frecuente con sus padres que los chicos (Noller y Bagi, 1985; Youniss y Smollar, 1985), aunque existen otros trabajos que no hallan estas diferencias (Jackson, Bijstra, Oostra, y Bosma, 1998). Más concluyentes resultan los datos referidos a la influencia del género del progenitor, ya que existe un apoyo generalizado a la idea que tanto chicos como chicas se comunican de una forma más frecuente e íntima con sus madres, probablemente por su mayor disponibilidad, y porque son percibidas como más abiertas y comprensivas (Jackson et al., 1998; Megías et al., 2002; Miller, 2002; Noller y Callan, 1990; Parra y Oliva, 2002).
Los estudios centrados en los conflictos parento-filiales son abundantes, ya que desde que a principios del siglo XX Stanley Hall hiciera referencia las tumultuosas relaciones entre padres e hijos durante la adolescencia, han sido muchos los investigadores que han puesto a prueba esta idea. Esta abundancia de datos nos permiten extraer algunas conclusiones sobre la existencia de conflictos intergeneracionales durante la adolescencia. La primera conclusión se refiere al aumento de la conflictividad durante la adolescencia temprana (Collins, 1992; Holmbeck y Hill, 1991; Laursen, Coy y Collins, 1998), aunque algunos autores han señalado la importancia que tiene en el surgimiento de estos conflictos el momento en que se producen los cambios puberales o timing puberal. Según estos autores, el conflicto sería más frecuente solo en aquellas familias en las que chicos y chicas experimentan los cambios puberales en un momento no esperado, bien por ser demasiado pronto o demasiado tarde (Laursen y Collins, 1994). Menos acuerdo hay en relación con la trayectoria que siguen los conflictos a lo largo de los años adolescentes. A menudo, este cambio ha sido descrito siguiendo una trayectoria en forma de U invertida, con un aumento de los conflictos entre la adolescencia inicial y media y una posterior disminución (Montemayor, 1983; Paikoff y Brook-Gunn, 1991). Sin embargo, Laursen Coy y Collins (1998) en un meta-análisis realizado sobre 53 investigaciones encuentran un decremento lineal a lo largo de la adolescencia en la frecuencia de conflictos. A pesar de esta tendencia decreciente, algunos nuevos temas pueden emerger como fuente de conflictos en la adolescencia media y tardía, como sería el caso de las discusiones relacionadas con la elección profesional (Bosma, Jackson, Zusling, Zani, Cicognani, Xerri, Honess y Charman, 1996). Por otro lado, al igual que ocurría con la comunicación familiar, los padres suelen mostrar una visión más optimista de la conflictividad parento-filial, ya que chicos y chicas perciben un mayor número de conflictos que sus progenitores (Laursen, Coy y Collins, 1998; Noller y Callan, 1988; Parra, Sánchez-Queija y Oliva, 2002; Smetana, 1989).
En cuanto a las diferencias de género, existe un claro consenso entre investigadores en señalar que tanto chicos como chicas tienen más discusiones y riñas con sus madres, probablemente porque en la mayoría de los casos, los adolescentes tienen una mayor contacto con ellas (Laursen, Coy y Collins, 1998; Megías et al., 2002; Motrico, Fuentes y Bersabé, 2001; Parra y Oliva, 2002). Por lo tanto, parece evidente que la comunicación entre madres y sus hijos adolescentes es más frecuente e íntima, pero también está teñida de una mayor conflictividad.
Aunque a la hora de estudiar la conflictividad familiar el parámetro considerado por la mayoría de los estudios es la frecuencia de las discusiones entre padres e hijos, cada vez son más los trabajos que también tienen en cuenta la intensidad emocional con la que son percibidos los conflictos. El meta-análisis realizado por Laursen, Coy y Collins (1998) señala un aumento en la intensidad emocional con la que se viven las riñas entre la adolescencia inicial y media, y de forma paralela a la maduración puberal, con un ligero descenso hacia el final de la adolescencia. Esta trayectoria es la que indica la percepción de los adolescentes, aunque cuando se tiene en cuenta el punto de vista de los progenitores las emociones negativas asociadas a las discusiones no son más intensas en la adolescencia media que en la inicial, ya que no se observan cambios significativos.
Con respecto a los temas que provocan discusiones y riñas familiares, investigaciones realizadas tanto en nuestro país como en el extranjero apuntan que los conflictos más frecuentes suelen estar relacionados con asuntos cotidianos como la hora de llegar a casa, la forma de vestir o el tiempo dedicado a los estudios (Montemayor, 1983; Noller, 1994; Parra y Oliva, 2002; Weston y Millard, 1992). Temas como sexualidad, política, religión o drogas no suelen aparecer con frecuencia en las discusiones entre padres e hijos, aunque cuando aparecen generan conflictos más intensos (Parra y Oliva, 2002). Además, no se observan cambios significativos a lo largo de la adolescencia, ya que los temas de las discusiones son prácticamente los mismos en los distintos tramos de edad (Smetana, 1989).
El hecho de que las discusiones estén centradas en asuntos cotidianos y mundanos podría sugerir que se trata de conflictos de poca importancia que no tendrán una repercusión negativa sobre el estado emocional de padres o hijos, ni sobre la calidad de sus relaciones. Sin embargo, no es necesario que se produzcan acontecimientos catastróficos para que se genere un elevado nivel de estrés en un sujeto, ya que suele ser el efecto acumulativo de pequeños sucesos lo que más frecuentemente suele desbordar las estrategias de afrontamiento del individuo, generando una gran tensión emocional (Musitu, Buelga, Lila y Cava, 2001). Por lo tanto, aunque estas “pequeñas” discusiones entre padres e hijos no conlleven un deterioro irreversible de la relación, tendrán un efecto acumulativo sobre el estado emocional de los progenitores, que son quienes suelen verse más afectados por la conflictividad parento-filial. El estereotipo de un individuo abrumado después de una discusión familiar es más aplicable al padre o la madre que a su hijo adolescente, que suele recuperarse más rápidamente tras la discusión. Este diferente impacto emocional puede obedecer al distinto significado que tiene el conflicto para unos y otros. Mientras que los padres pueden vivirlo como una pérdida de poder, para el adolescente será una forma de ir ganando autonomía (Steinberg y Steinberg, 1994; Steinberg, 2001).
No obstante, muchas de las frustraciones relacionadas con el conflicto están más asociadas con la forma de solucionarlo que con su frecuencia o temática. Desafortunadamente, muchas de las discusiones suelen resolverse no mediante el acuerdo y el compromiso, sino por la sumisión de una de las partes, o por la evitación o el abandono de la discusión, lo que no contribuirá ni a la mejora de la relación entre padres e hijos ni a la adquisición de habilidades de resolución de conflictos (Laursen y Collins, 1994; Steinberg y Silk, 2002). Cuando se resuelven bien, los conflictos tendrán una influencia positiva, ya que pueden actuar como catalizadores que contribuyen a facilitar un reajuste en las relaciones familiares. Las discusiones y conflictos harán ver a los padres que su hijo o hija está cambiando, que tiene nuevas necesidades, y que requiere un trato diferente al que recibía durante la niñez. Sin el aliciente que supone la búsqueda de una situación familiar menos conflictiva muchos padres tendrían la inercia de mantener el mismo estilo parental, evitando introducir modificaciones en la relación con su hijo adolescente.
Como se ha señalado en este apartado, durante la adolescencia de los hijos e hijas aumentan las dificultades en el hogar y se produce un incremento de la conflictividad con los progenitores. Sin embargo, se deben recalcar dos ideas importantes. Por un lado, que las relaciones familiares en este momento, más que por grandes conflictos van estar protagonizadas por las riñas y discusiones leves (Steinberg y Silk, 2002). Y por otro, que en las relaciones existe gran continuidad, siendo las familias que presentaban más conflictos en años previos las que seguirán siendo más problemáticas durante la adolescencia (Conger y Ge, 1999).
4. Influencias familiares sobre el ajuste y desarrollo adolescente: los enfoques dimensional y tipológico, las ideas de los padres y las influencias genéticas.
En el capítulo cuatro se presentó una revisión de diferentes estudios que ponen de manifiesto la relación existente entre el contexto familiar y el desarrollo cognitivo y socio-emocional durante la infancia. Puede afirmarse que la enorme cantidad de datos disponibles deja pocas dudas sobre el papel principal que juega la familia en el desarrollo infantil. Sin embargo, existen razones para pensar que a partir de la pubertad la familia pierde algún peso como contexto de socialización y, por lo tanto, su capacidad de influencia es menor. Por una parte, el hecho de que en la adolescencia se haya completado una importante parte del desarrollo, unido a la mayor plasticidad del ser humano durante los primeros años de su vida, sería un argumento a favor de una menor importancia de las influencias familiares a partir de la pubertad. Por otro lado, en la medida en que chicos y chicas van ganando autonomía pasan más tiempo con el grupo de iguales que se convierte en un contexto de socialización muy influyente (Larson y Richards, 1994). Así, según algunos autores, los adolescentes tenderán a cambiar su principal fuente de apoyo social, que pasará de estar situada en la propia familia a desplazarse al grupo de amigos (Savin-Williams y Berndt, 1990; Degirmencioglu, Urber, Tolson y Richard, 1998).
Este hecho ha llevado a algunos autores (Harris, 1998) a considerar que mientras que los iguales constituyen una potente fuente de influencia, la familia representa un contexto de socialización muy débil y su incidencia sobre el desarrollo adolescente sería escasamente significativa. Harris ha afirmado que la estrecha relación que muchos autores han encontrado entre el estilo y prácticas parentales y el ajuste adolescente se debería fundamentalmente a la transmisión genética. Además, sugirió que lo que muchos investigadores habían considerado efectos de los padres sobre el adolescente, en realidad eran efectos en sentido contrario. Es decir, no se trataría de que un trato afectuoso por parte de sus padres generara un mejor ajuste emocional en el chico o chica, sino que por el contrario, un adolescente más ajustado provocaría un acercamiento y un trato más cariñoso y menos coercitivo por parte de sus progenitores. Los argumentos utilizados por Harris han sido fuertemente contestados (Collins, Maccoby, Steinberg, Hetherington, y Bornstein, 2000), tanto en lo referente a la importancia de las influencias genéticas, como en lo relativo al sentido de las influencias padres-adolescente. En relación con este segundo aspecto, debe señalarse que es cierto que una parte muy importante de los estudios que han analizado la relación entre los estilos parentales y el ajuste o desarrollo adolescente son correlacionales y, por lo tanto, no aportan información sobre el sentido de las influencias. Sin embargo, tanto los estudios longitudinales, que evalúan el estilo parental y el desarrollo infantil o adolescente en distintos momentos evolutivos, como los diseños basados en alguna intervención que persigue modificar las prácticas educativas paternas, aportan suficiente evidencia sobre la influencia de las prácticas parentales sobre el ajuste adolescente (Collins et al., 2000; Steinberg y Silk, 2002).
A la hora de analizar las influencias familiares sobre el desarrollo adolescente son muy diversas las variables que los investigadores han tenido en cuenta, aunque la mayor parte de los estudios llevados a cabo han estado centrados en el análisis de la influencia de las prácticas o estilos parentales, conceptos que han sido diferenciados por algunos autores (Darling y Steinberg, 1993). Así, mientras que el estilo paterno hace referencia al clima emocional que impregna la relación padre-hijo, las prácticas paternas serían los intentos específicos que llevarían a cabo los padres para socializar a sus hijos. Para estos autores la distinción tendría una especial relevancia, ya que una práctica educativa concreta podría tener efectos diferentes en función del clima emocional en el que ocurriera. De hecho, Steinberg y colaboradores (Steinberg, Lamborn, Dornbusch y Darling, 1992) señalan el caso de la implicación paterna en asuntos escolares de los adolescentes, cuyos posibles efectos positivos dependen de si ocurren en el marco de un estilo democrático o autoritario.
Entre las diferentes aproximaciones utilizadas en la investigación que analiza las relación entre el estilo parental y el ajuste adolescente, Steinberg y Silk (2002) han diferenciado entre el enfoque dimensional, que considera la influencia sobre el desarrollo de variables concretas del estilo, y el enfoque tipológico, que tiene en cuenta la relación entre estas dimensiones para clasificar a los padres según su estilo educativo en padres democráticos, permisivos, autoritarios e indiferentes (Baumrind, 1968; Maccoby y Martin, 1983). Como tendremos ocasión de comprobar, ambos enfoques están muy relacionados, ya que las dimensiones que los investigadores con más frecuencia han puesto en relación con el ajuste adolescente son precisamente aquellas que sirven para construir las tipologías de estilos parentales: el afecto o comunicación, y el control o monitorización del comportamiento adolescente. A continuación se presenta una breve revisión de la literatura empírica centrada en las influencias familiares sobre el desarrollo adolescente. Si en el capítulo cuatro, se diferenciaba entre desarrollo cognitivo y socio-emocional, en esta ocasión la escasez de estudios centrados en los aspectos cognitivos desaconsejan mantener aquella diferenciación en la presentación de los datos de investigación.
El enfoque dimensional: El afecto: Sin duda, se trata de la dimensión del estilo parental que muestra una relación más clara y menos controvertida con el desarrollo adolescente. Si durante los años de la infancia el cariño y el apoyo parental eran fundamentales, a partir de la pubertad, especialmente durante la primera adolescencia, su importancia va a ser igual o superior (Baumrind, 1991). A pesar de que durante estos años muchos chicos rechazan las manifestaciones de cariño por parte de sus padres, en un intento de mostrarse a sí mismos y a los demás su grado de autonomía y madurez, lo cierto es que el adolescente va a seguir necesitando unos padres cercanos y afectuosos que le brinden su apoyo en muchos de los momentos difíciles que tendrán que atravesar, y que mantengan una fluida comunicación con él. En términos generales, podemos decir que los chicos y chicas que dicen tener una relación más cálida y afectuosa con sus padres suelen mostrar un mejor ajuste o desarrollo psicosocial, incluyendo confianza en sí mismos (Steinberg y Silverberg, 1986), competencia conductual y académica (Maccoby y Martin, 1983; Steinberg, Lamborn, Dornbusch y Darling, 1992; Steinberg, Lamborn, Darling, Mounts y Dornbusch, 1994), autoestima y bienestar psicológico (Noller y Callan, 1991; Oliva, Parra y Sánchez, 2002), menos síntomas depresivos (Allen, Hauser, Eickholt, Bell y O’Connor, 1994) y menos problemas comportamentales (Conger, Ge, Elder, Lorenz y Simons, 1994; Ge, Best, Conger y Simons., 1996; Jessor y Jessor, 1977). Además, cuando el afecto impregna las relaciones parento-filiales es más probable que los hijos se muestren receptivos a los intentos socializadores por parte de sus padres y no se rebelen ante sus estrategias de control (Darling y Steinberg, 1993).
En cambio, la falta de cohesión y la existencia de conflictos, tanto en la relación marital como en las relaciones padres-hijo, aparecen fuertemente relacionadas con problemas de ajuste interno en el adolescente como depresión o tentativas de suicidio (Barber, Olsen y Shagle, 1994; Feldman, Fisher y Seitel, 1997). En relación con las consecuencias de los conflictos, hay que señalar que sus efectos negativos sobre el desarrollo van a aparecer sólo cuando estos tienen lugar en un contexto familiar caracterizado por los intercambios hostiles y la falta de afecto, ya que, como ya hemos comentado, cuando el conflicto tiene lugar en el marco de unas buenas relaciones familiares puede facilitar el desarrollo de la asertividad, las habilidades de resolución de conflictos o la adopción de perspectivas (Smetana, Yau y Hanson, 1991; Steinberg y Silk, 2002).
El control o monitorización: Se trata de otra dimensión fundamental del estilo parental que ha generado una importante cantidad de investigación. Si en el caso del afecto parecía existir un claro acuerdo entre investigadores con respecto a su importancia para el desarrollo adolescente, cuando se trata del control se encuentra una mayor controversia, probablemente por la mayor complejidad que encierra este concepto. Por una parte, se comprueba que bajo lo etiqueta de control suelen incluirse aspectos o dimensiones diferentes de la relación entre padres y adolescente (Steinberg, 1990). Así, puede hablarse de control para hacer referencia al establecimiento de límites (actividades no permitidas, horarios, etc.), a la exigencia de responsabilidades, y a la aplicación de sanciones por su incumplimiento. Otro aspecto del control sería la vigilancia o supervisión directa, en la que los padres observan el comportamiento de sus hijos para intervenir ante cualquier tipo de infracción o mala conducta. El hecho de que los adolescentes pasen una gran parte del tiempo fuera de su casa, o recluidos en su cuarto (Larson et al., 1996) hace que la supervisión directa sea muy improbable a partir de la pubertad. Por último, se podría hablar de monitorización para referirse al conocimiento que los padres tienen de las actividades que realizan sus hijos, los lugares a los que van, y las relaciones o amistades que sostienen (Jacobson y Crockett, 2000). Con la excepción de la supervisión, por el motivo ya señalado, la mayoría de escalas o instrumentos empleados para evaluar el control parental no suelen diferencian entre control y monitorización, e incluyen cuestiones referidas a ambos aspectos, que suelen agruparse en una puntuación global.
Las razones que justificarían la importancia del control para el desarrollo y ajuste del adolescente tienen que ver por un lado con la estructura que proporciona, y que poco a poco sería interiorizada por el adolescente, y por otro, con que los esfuerzos de seguimiento y monitorización serían necesarios para mantener a chicos y chicas alejados de las amistades conflictivas y de los problemas de conducta. En este sentido, son numerosos los datos procedentes de la investigación que relacionan una mayor monitorización parental con un mejor ajuste escolar (Brown, Lamborn, Mounts y Steinberg, 1993; Crouter, MacDermid, McHale y Perry-Jenkins, 1990; Dornbusch, Ritter, Leiderman, Roberts y Fraleigh, 1987; Linver y Silverberg, 1997), menos actividades antisociales y delictivas (Barber, 1996; Jacobson y Crockett, 2000; Sampson y Laub, 1994), y una iniciación sexual menos precoz (Ensminger, 1990). Aunque algunos estudios también han encontrado relación entre el control y el ajuste interno o emocional del adolescente (Barber et al, 1994; Olsen y Shagle, 1994), parece claro que la falta de control o monitorización parental está más relacionada con los problemas comportamentales que con los emocionales, que dependerían más del afecto y la comunicación familiar (Linver y Silverberg, 1995).
La evidencia sobre la importancia del control parental para el ajuste adolescente es importante, sin embargo habría que realizar algunas precisiones. Por una parte, hay que señalar que el grado de control y la forma de ejercerlo son aspectos importantes que pueden tener un efecto moderador. Así, cuando el control es excesivo, o se ejerce de una forma muy coercitiva y se imponen límites muy restrictivos, puede generar rebeldía y problemas conductuales (Steinberg y Silk, 2002). También es importante considerar el efecto moderador de la edad o el género del adolescente sobre las consecuencias de la monitorización. Con respecto al género, los pocos estudios que tienen en cuenta esta variable, nos ofrecen unos resultados contradictorios, ya que mientras que en algunos casos encuentran que el seguimiento parental de las actividades del adolescente es más importante entre chicos que entre chicas, (Crouter et al., 1990; Weintraub y Gold, 1991), otros encuentran lo contrario (Galambos y Maggs, 1991). Algo más de acuerdo existe con respecto al efecto moderador de la edad, ya que algunos estudios apuntan a una mayor importancia de la monitorización parental en la adolescencia media que en la inicial (Foxcraft, 1994; Weintraub y Gold, 1991). El hecho de que durante la adolescencia vayan aumentando las oportunidades para participar en actividades problemáticas, unido a la disminución de la supervisión parental directa, podría hacer que la monitorización o conocimiento por parte de los padres de las actividades y relaciones de sus hijos adquiriese una mayor importancia para el ajuste adolescente durante los años intermedios (Jacobson y Crockett, 2000). También es razonable pensar en un efecto moderador de algunas variables del contexto familiar como es el estatus laboral materno. Así, como algunos investigadores han encontrado, la monitorización es más eficaz para evitar los problemas comportamentales del adolescente en aquellas familias en las que ambos progenitores trabajan fuera de casa, y por lo tanto, la madre puede ejercer una menor supervisión o vigilancia directa (Crouter et al., 1990; Jacobson y Crockett, 2000).
A pesar de la abrumadora cantidad de datos que relacionan la monitorización parental con la ausencia de problemas comportamentales, no han faltado autores que pongan en entredicho su importancia para el ajuste adolescente. Así, Kerr, Stattin, Biesecker y Ferrer-Wreder (2003) apuntan que esta importancia se basa en dos ideas que suelen asumirse sin ninguna evidencia. La primera es la de que si los padres tienen información sobre lo que hacen sus hijos es como consecuencia de la monitorización y seguimiento que realizan. Así, algunos de los instrumentos que pretender evaluar el grado de monitorización parental incluyen muchas preguntas referidas al conocimiento que los padres tienen acerca de actividades, lugares y amistades de sus hijos (Lamborn, Mounts, Steinberg y Dornbush, 1991). La segunda idea asumida sin pruebas es que si los padres tienen esta información serán conscientes de si sus hijos cometen infracciones de normas o mantienen relaciones peligrosas, por lo que podrán intervenir para evitar mayores problemas. Sin embargo, las investigaciones realizadas por estos autores (Kerr y Stattin, 2000; Stattin y Kerr, 2000) sugieren que los padres obtienen la mayor parte de los conocimientos sobre sus hijos a través de la auto-revelación. Es decir, son los chicos y chicas quienes voluntariamente proporcionan a sus padres esta información, mientras que los esfuerzos directos de sus padres están muy débilmente relacionados con la información que tienen. Además, las estrategias de los progenitores para controlar el comportamiento adolescente, así como los esfuerzos activos de obtener información no están relacionados con un mejor ajuste, incluso muestran una relación positiva con algunos indicadores de un pobre ajuste. Al mismo tiempo, eran los chicos que contaban voluntariamente a sus padres sus actividades y relaciones, más que aquellos que eran controlados directamente por sus padres, quienes se mostraban más ajustados. Según estos autores (Kerr et al., 2003), la relación que muchos estudios encuentran entre el conocimiento que los padres tienen de las actividades de sus hijos y su grado de ajuste comportamental no obedecería al hecho de que la monitorización parental impida el surgimiento de comportamientos inadecuados. Más bien, sería debida al hecho de que la información que poseen los progenitores procede de la auto-revelación de sus hijos, y son los adolescentes más ajustados y con menos problemas conductuales quienes tienden a contar más cosas a sus padres.
La concesión o fomento de autonomía: Si las dos dimensiones anteriores son ya clásicas en la investigación sobre prácticas parentales y desarrollo infantil, existe una tercera dimensión que adquiere una especial relevancia durante la adolescencia. Se trata de aquellas prácticas o actividades que van encaminadas a que el chico o chica adquiera y desarrolle una mayor autonomía y capacidad para pensar y tomar decisiones por sí mismo. Existe suficiente apoyo empírico sobre la importancia de esta dimensión de la relación parento-filial, ya que aquellos padres que estimulan a su hijo para que piense de forma independiente y tenga sus propias opiniones, a través de preguntas, explicaciones y tolerancia ante las decisiones y opiniones que no concuerdan con las suyas, tienen hijos más individualizados y con una mejor salud mental y competencia social (Allen et al., 1994; Hodges, Finnegan y Perry, 1996). Además, los intercambios verbales frecuentes entre estos padres y sus hijos servirán para estimular su desarrollo cognitivo y su habilidad para la adopción de perspectivas (Krevans y Gibbs, 1996) e influirán positivamente sobre su rendimiento académico (Kurdek y Fine, 1994). Sin embargo, aquellos padres que no aceptan la individualidad de sus hijos, que suelen reaccionar de forma negativa ante sus muestras de pensamiento independiente, limitando y constriñendo su desarrollo personal, van a tener hijos con más síntomas de ansiedad y depresión, más dificultades en el logro de la identidad personal y menor competencia social (Rueter y Conger, 1998). En muchas ocasiones estos padres utilizan estrategias de control psicológico, como descalificaciones, inducción de culpa, o manifestaciones de aceptación y afecto sólo de forma contigente al comportamiento del adolescente que ellos consideran apropiado. Este control emocional sería bien distinto a lo que podríamos definir como control conductual, que incluiría el establecimiento de límites y las estrategias de monitorización comentadas en el punto anterior. Si este control conductual ha aparecido asociado a un mejor ajuste externo, el control psicológico está relacionado con problemas emocionales (Barber, 1996; Barber et al., 1994; Garber, Robinson y Valentiner, 1997) y conductuales (Conger, Conger y Scaramella, 1997).
Aunque muchos investigadores han considerado que el fomento de la autonomía y el control psicológico serían los polos opuestos de la misma dimensión, recientemente algunos autores (Barber, Bean y Erickson, 2001; Silk, Morris, Kanaya y Steinberg, 2003) han puesto en entredicho esta consideración. Así, si como ya hemos comentado, la promoción o concesión de autonomía se refleja en la estimulación parental de la expresión y toma de decisiones independiente del adolescente, la ausencia de esta variable no implica necesariamente la presencia de control psicológico. Los padres pueden puntuar bajo en promoción de autonomía sin ser controladores, y a su vez, pueden controlar mucho psicológicamente a la vez que conceden libertad y autonomía a sus hijos, aunque, obviamente, será más frecuente encontrar una asociación negativa entre ambas variables. Existen algunos datos empíricos que apoyan la diferenciación entre estos constructos, ya que mientras que el control psicológico aparece asociado a los problemas emocionales y depresivos, la promoción de autonomía se relaciona con medidas de desarrollo positivo y con menos problemas conductuales durante la adolescencia (Hauser, Houlihan, Powers, Jacobson, Noam, Weiss-Perry, Follansbee, y Book, 1991; Silk et al., 2003).
El enfoque tipológico: el enfoque al que acabamos de hacer referencia, no estaría completo si no dedicáramos algunas líneas a su complementario, el enfoque tipológico. Este enfoque nos permite tener una visión más completa del clima familiar y de su influencia sobre el bienestar adolescente al manejar simultáneamente diferentes dimensiones, y permitir así una panorámica más clara de la relación entre padres e hijos. Probablemente, el enfoque tipológico más tradicional es el que ha considerado a los progenitores en función de su estilo educativo. A pesar de los algo más de 40 años que ya tiene esta clasificación (Baumrind, 1968; Maccoby y Martín, 1983), debemos señalar que a nuestro juicio sigue gozando de bastante buena salud, ya que lejos de considerarse “cerrada”, sigue generando investigaciones que profundizan en el constructo y analizan en mayor profundidad los efectos que estos estilos tienen sobre el desarrollo y el ajuste de niños, niñas y adolescentes. Conviene recordar en este momento que el estilo educativo no parte simplemente de la combinación de diferentes dimensiones de la conducta parental, sino que, como hemos señalado en el punto anterior, es un clima emocional, una constelación de actitudes que le son comunicadas al adolescente a través de aspectos indirectos como el tono de voz o el lenguaje no verbal (Darling y Steinberg, 1993), y que influyen en cómo las prácticas concretas son vividas por el chico y la chica.
Las investigaciones que han analizado la relación entre los estilos educativos y el ajuste adolescente han mostrado en los últimos años con bastante contundencia que el estilo democrático es el que favorece en mayor medida el desarrollo de chicos y chicas. Los hijos de padres democráticos presentan niveles más altos de autoestima y de desarrollo moral, manifiestan un mayor interés hacia la escuela, un mejor rendimiento académico y una mayor motivación (Dornbush, Ritter, Leiderman, Roberts y Fraleigh, 1987; Ginsburg y Bronstein, 1993; Glasgow, Dornbush, Troyer, Steinberg y Ritter, 1997; Lamborn et al., 1991; Pelegrina, García y Casanova, 2002), consumen sustancias como alcohol o drogas con menor frecuencia, son menos conformistas ante la presión negativa del grupo de iguales, y presentan menos problemas de conducta (Aunola, Stattin y Nurmi 2000; Darling y Steinberg, 1993; Lamborn, et al., 1991; Parra, 2001; Pelegrina, García y Casanova, 2002; Steinberg, et al., 1992). Por el contrario, los adolescentes que han crecido en un ambiente indiferente tienden a presentar toda una gama de problemas emocionales y conductuales, debido por un lado a que han carecido de un ambiente cálido y afectuoso, y por otro, a que no han tenido ningún tipo de guía ni control para su comportamiento. En niveles intermedios aparecen los adolescentes hijos de padres y madres autoritarios y permisivos; mientras que las principales dificultades de los primeros se sitúan a nivel interno, con poca confianza en ellos mismos y síntomas depresivos, los problemas de conducta son las manifestaciones desajustadas más destacables de los segundos.
Como se ha comentado, el estilo democrático es el que reporta más beneficios para el desarrollo de chicos y chicas. Los padres que manifiestan este estilo, además de ser cálidos y afectuosos con sus hijos y de supervisar y guiar su conducta, apoyan la autonomía adolescente, aceptando y animando la creciente independencia del joven, algo especialmente importante durante la segunda década de la vida. De hecho, y siguiendo a Steinberg y Silk (2002), tres son los motivos por los que el estilo democrático fomenta el bienestar adolescente: en primer lugar el adecuado balance que establece entre control y autonomía del joven; en segundo lugar los intercambios comunicativos que promueven tanto el desarrollo intelectual en concreto, como la competencia psicosocial más general; y por último, la calidez y afecto del estilo que facilita los intentos de socialización de los progenitores haciendo que sus hijos e hijas sean más receptivos a ellos.
Si se presta atención a la literatura existente sobre la evolución del estilo educativo en función de la edad, hay que señalar que aunque algunos estudios apuntan a que el estilo de madres y padres y su influencia sobre el ajuste adolescente cambia a lo largo de los años (Johnson, Shulman y Collins, 1991; Smollar y Youniss, 1989), no existen aún datos concluyentes. En cualquier caso, no sería extraño pensar que las prácticas que más favorecen el desarrollo y el ajuste no sean las mismas al inicio que en los últimos años de la adolescencia. Por otro lado, la cuestión de si chicos y chicas tienen diferentes percepciones del estilo educativo de sus progenitores tampoco ha sido respondida de forma concluyente. Mientras que algunos trabajos no encuentran diferencias de género en la percepción del estilo educativo parental (Smetana, 1995), otras investigaciones sí encuentran discrepancias entre chicos y chicas, señalando por ejemplo que entre las chicas es más frecuente el estilo autoritario, sintiéndose más controladas por sus madres y padres que sus compañeros varones (Baumrind, 1991; Dornbush et al., 1987; Parra 2001; Shek, 2000).
En la actualidad hay autores que están replanteándose algunas cuestiones sobre los estilos educativos. Algunos trabajos que están impulsando la revisión del concepto son aquellos en cuyos resultados se matiza la idea de que el estilo democrático es el mejor siempre y en todos los casos. En esta línea se encuentran estudios que por ejemplo señalan que en familias reconstituidas el estilo que más favorece, al menos en un primer momento, la autoestima de hijos e hijas es el permisivo (Barber y Lyons, 1994), o trabajos que ponen de manifiesto que en familias asiáticas y afro-americanas residentes en Estados Unidos, los hijos de padres autoritarios son los mejor adaptados (Chao, 1994; Darling y Steinberg, 1993). Se podría decir que aunque existe una relación bastante probada entre estilo democrático y ajuste adolescente, la fuerza de la relación varía dependiendo de las muestras, los contextos, y las variables de ajuste tomadas en cada estudio (Steinberg y Morris, 2001). Así, aunque hay suficiente evidencia para poder concluir que los adolescentes se benefician de un estilo democrático que combina calidez, firmeza y garantía de la autonomía psicológica, habrá que seguir profundizando sobre cómo fuerzas externas a la familia -como la red de apoyo social, las características socio-económicas del entorno o el grupo de iguales- acentúan o limitan el impacto del estilo educativo sobre el bienestar adolescente (Steinberg, 2001; Steinberg y Morris, 2001). En cualquier caso, se insiste en que en las sociedades industrializadas actuales, las características que promueve el estilo democrático –autoconfianza, motivación de logro, autocontrol, desarrollo moral o percepción de competencia- son las más deseables y las que facilitan una mejor adaptación (Steinberg, 2001).
Aunque frecuentemente se utiliza la etiqueta de estilo parental para hacer referencia a ambos progenitores, no en todas las ocasiones van a coincidir el estilo educativo del padre y de la madre. Los datos de la investigación nos indican que la situación ideal para un adolescente es la de disponer de dos padres democráticos, Sin embargo, la diferencia existente entre el ajuste psicológico y comportamental de estos chicos y chicas y el de quienes sólo tienen un padre democrático, es bastante menor que la diferencia entre quienes tienen al menos un progenitor democrático y quienes no tienen ninguno (Steinberg, 2001). Si durante la infancia la coherencia entre las prácticas y estilos educativos de los padres era un factor fundamental, al llegar la adolescencia esta coherencia resulta menos relevante que disponer de al menos un progenitor democrático.
Pero continuando con los aspectos de los estilos educativos que en la actualidad siguen generando debate, se debe señalar que una de sus principales limitaciones se refiere a su visión unidireccional de las relaciones, y a su consiguiente planteamiento de causalidad (Kerr et al., 2003). Más o menos explícitamente, el constructo de los estilos parentales parte de la idea de que son padres y madres los que a través de un determinado estilo de comportamiento ejercen su influencia directa sobre los adolescentes. Según diferentes trabajos (Kerr et al., 2003; Palacios, 1999) este planteamiento es demasiado simple y tiene algunos problemas. Quizás uno de los más básicos es que este tipo de conclusiones parten de estudios en su mayoría correlacionales, estudios que no permiten establecer relaciones causales. Otro de los problemas del modelo es que minimiza el papel de chicas y chicos, por un lado al suponer que el impacto de las prácticas educativas es el mismo independientemente de características de los jóvenes como su temperamento o su edad, y por otro, al no tener en cuenta la percepción del adolescente sobre dichas prácticas. Además, parte de la idea de que la percepción de progenitores y adolescentes sobre las prácticas disciplinarias son una misma cosa, así por ejemplo, el que un padre crea que mantiene con su hija una actitud dialogante respecto a la sexualidad porque continuamente le pregunta con qué chicos sale, o si mantiene relaciones sexuales, no significa que la chica lo entienda también así, ya que más bien puede vivirlo como una intromisión en su vida privada. Finalmente, otra crítica se basa en que parece que el estilo adoptado por padres y madres es fruto de una decisión consciente y determinada por creencias y aspectos más o menos psicológicos, por lo que debe mostrar coherencia en las diferentes situaciones de la vida cotidiana siendo independiente de la conducta de los hijos (Palacios, 1999). Esta idea no tiene en cuenta algo que todos los padres saben, y es que casi con toda seguridad, ellos modifican su comportamiento en función de la respuesta de sus hijos (Bell, 1968, Harris, 1998).
Probablemente, y teniendo en cuenta lo comentado hasta ahora, sea de mayor utilidad un modelo complejo en el que se tengan en cuenta no sólo los estilos de madres y padres, sino también las características de la situación concreta de interacción, los rasgos y percepciones del chico o la chica, o incluso, utilizando términos de Bronfenbrenner, aspectos que sobrepasen al microsistema familiar como valores, estereotipos o la presencia de redes de apoyo social. Así mismo, es importante tener en cuenta dos aspectos muy íntimamente relacionados: por un lado que el estilo educativo no es una característica del progenitor, sino de la relación particular que mantiene con su hijo, y por otro que tiene más sentido pensar en influencias bidireccionales (Kerr, et al., 2003), ya que, siguiendo a Harris (1998), no es sólo que los buenos padres produzcan buenos hijos, sino que los buenos hijos también producen buenos padres.
Las ideas de los padres sobre la adolescencia : Como ya fue comentado en el capítulo 3, muchos investigadores han analizado las ideas que los padres sostienen sobre la educación y el desarrollo y su influencia sobre cómo se relacionan con sus hijos y cómo estructuran sus experiencias y su contexto. La mayoría de estos estudios se han centrado en las ideas o creencias sobre el desarrollo de niños pequeños, siendo muy escasos los que han analizado las ideas sobre el desarrollo adolescente. No obstante, recientemente han comenzado a realizarse algunos trabajos centrados en esta etapa que han proporcionado una información interesante acerca de lo que piensan los padres sobre la adolescencia. Algunos de estos estudios han analizado las concepciones o estereotipos generales acerca de este periodo evolutivo, encontrando que tanto padres como educadores y población general mantienen una idea bastante semejante a la visión de storm and stress, es decir, como una etapa difícil en la que son frecuentes los conflictos y los problemas conductuales (Buchanan y Holmbeck, 1998; Casco, 2003; Holmbeck y Hill, 1988). Esta visión tan pesimista puede condicionar de forma negativa las interacciones entre padres e hijos, llevando a los padres a manifestar un estilo más coercitivo o autoritario (Ridao, 2003), que hará más probable el surgimiento de conflictos y la aparición de problemas de ajuste emocional en el adolescente. Otro contenido generalmente incluido en estos estudios es el referido a las expectativas evolutivas sobre la edad que padres e hijos consideran más adecuada para que se comiencen a dar ciertos comportamientos, como salir en pareja, llegar tarde a casa, o sostener relaciones sexuales.
Los datos disponibles hasta el momento nos indican que los adolescentes sostienen unas expectativas más precoces que sus padres, lo que como ya se ha puesto de manifiesto en párrafos anteriores, va tener una repercusión negativa sobre las relaciones parento-filiales (Casco, 2003; Dekovic, Noom y Meeus, 1997; Holmbeck y O´Donnell, 1991). Aunque uno de los contenidos más frecuentes de los estudios acerca de las ideas sobre la infancia tiene que ver con los valores u objetivos educativos que los padres se plantean con sus hijos, no se disponen de muchos datos referidos a la adolescencia. Los pocos existentes señalan que los padres suelen valorar más la ausencia de problemas comportamentales, y los valores convencionales como obedecer las normas, mientras que los adolescentes prefieren aquellos valores relacionados con la sociabilidad y la autonomía personal (Casco, 2003).
Influencias genéticas sobre el desarrollo adolescente : Las influencias familiares sobre el desarrollo y ajuste adolescente parecen bien fundadas, y no cabe duda de que la familia continúa representando un contexto fundamental de desarrollo, aunque deba compartir su influencia con el grupo de iguales. No obstante, y como habíamos comentado en páginas anteriores, algunos autores como Harris (1998) han señalado que los psicólogos evolutivos suelen infravalorar el papel de los factores genéticos a la hora de explicar muchas diferencias individuales en comportamientos y rasgos psicológicos, mientras que asignan una importancia excesiva al papel de las prácticas educativas familiares. Nos gustaría en este momento hacer referencia a los trabajos realizados en el campo de la genética de la conducta, ya que son muchos los estudios centrados en la etapa de la adolescencia para tratar de determinar el papel que juegan tanto la herencia como el ambiente en las diferencias individuales de muchos rasgos y comportamientos (Oliva, 1997; Rodgers y Bard, 2003).
Algunos estudios se han centrado en conductas de riesgo como el consumo de tabaco, alcohol o drogas ilegales, encontrando tanto influencias genéticas como ambientales. Sin embargo, el hallazgo más llamativo es el referido a la distinta importancia que unos y otros factores tienen en el inicio de estos hábitos, o en su mantemiento. Así, mientras que los factores sociales, especialmente aquellos que se refieren al medio compartido, tienen un mayor peso en la fase de adquisición de estas conductas, el mayor o menor consumo en sujetos habituados parece depender en mayor medida de factores genéticos (Rowe y Rodgers, 1991; Rowe, Chassin, Presson y Sherman, 1996). Otros estudios han hallado influencias genéticas tanto en la práctica de deportes (Boomsma, van den Bree, Orlebeke y Molenaar, 1989) como en la iniciación de la actividad sexual (Rodgers, Rowe y Miller, 2000). El estudio llevado a cabo por Pike y colaboradores (Pike, McGuire, Hetherington, Reiss y Plomin, 1996), puso en evidencia la existencia de una importante heredabilidad en la aparición de síntomas depresivos, con una influencia moderada del medio compartido. Por otro lado, el comportamiento antisocial recibía influencias genéticas y ambientales, tanto del medio compartido como del no compartido. Finalmente, algún aspecto más fisiológico, como la edad de la menarquía, mostró una importante heredabilidad, aunque también es destacable la proporción de varianza atribuible al medio no compartido (Doughty y Rodgers, 2000). En cuanto a las habilidades intelectuales, los datos disponibles indican que a la hora de explicar las diferencias individuales, el peso de factores genéticos va aumentando según avanza la edad, siendo la heredabilidad mayor durante la adolescencia media que en la infancia. Igualmente va disminuyendo con la edad la importancia del medio compartido (Plomin et al., 1997). Estos datos han llevado a algunos autores a sugerir que los genes que afectan al desempeño intelectual durante la adultez no se activarían hasta la adolescencia (Rodgers y Bard, 2003).
Los estudios llevados a cabo en el campo de la genética de la conducta, revelan una moderada heredabilidad en muchos de los rasgos y comportamientos adolescentes estudiados, resultando curioso que los estudios realizados en relación con el desarrollo adolescente encuentren índices de heredabilidad similares para unos aspectos comportamentales como el consumo de drogas, y otros claramente biológicos como el desarrollo puberal (Rodgers y Bard, 2003), lo que parece poner de manifiesto una estrecha interacción entre aspectos biológicos y psicológicos, genéticos y ambientales. No obstante, estos trabajos también han servido para poner de relieve la importancia de factores ambientales, especialmente de aquellos situados en el medio no compartido, es decir, aquellas experiencias familiares- o extrafamiliares- que afectan a un miembro de la familia y no a otros. Y probablemente no podría ser de otro modo, ya que es en este medio no compartido donde tienen lugar los procesos de interacción entre el sujeto y su contexto que son los principales responsables del desarrollo.
5. Implicaciones educativas para el fomento del desarrollo adolescente.
Como se ha tenido ocasión de exponer, la familia continúa siendo un contexto fundamental para el desarrollo durante los años de la adolescencia, por lo que al igual que se hizo en el capítulo anterior, los datos procedentes de la investigación van a servir para realizar algunas sugerencias de cara a la intervención dirigida a promover el desarrollo adolescente.
Un mejor conocimiento de la adolescencia
A nivel macrosistémico, sería importante tratar de cambiar la representación social marcadamente negativa que existe acerca de la adolescencia, dando una imagen más realista y alejada de los tópicos que relacionan al adolescente con la conflictividad, la violencia, el consumo de drogas o la promiscuidad. Los padres deben entender que la relación con su hijo no tiene necesariamente que empeorar de forma dramática a partir de la pubertad, ya que cuando tienen unas expectativas muy pesimistas éstas pueden terminar cumpliéndose. Así, podrían considerar que algunas actitudes o comportamientos que aparecen en su hijo son inevitables, y por lo tanto hay poco que ellos puedan hacer, llevándole a una negligencia que resultará perjudicial. Tampoco se trata de ofrecer una imagen idílica de la adolescencia, ya que, además de ser falsa, esta visión tan optimista puede desanimar y culpabilizar a aquellos padres que están atravesando dificultades en su relación con los hijos. Esta intervención puede llevarse a cabo en distintos niveles, desde campañas en los medios de comunicación hasta el trabajo directo con grupos o talleres de padres.
Con frecuencia, los padres de chicos y chicas adolescentes se quejan de lo imprevisible y desconcertante que les resulta a veces el comportamiento de su hijo, por lo que es muy importante que los padres conozcan los principales cambios que suelen tener lugar durante la adolescencia. Por ejemplo, los cambios físicos y su repercusión a nivel emocional, las nuevas capacidades cognitivas que van a llevar al adolescente a posicionamientos muy críticos y desafiantes, o el proceso de desvinculación emocional con respecto a su familia. Cuando los padres tienen información sobre todas estas transformaciones suelen mostrarse menos angustiados y reaccionan de forma más racional y reflexiva ante los comportamientos de sus hijos. Como ya hemos tenido ocasión de comentar, no sólo cambia el adolescente, también sus padres lo hacen, por lo que resulta muy conveniente que sean conscientes del momento evolutivo en que se encuentran, y de cómo puede afectar a la relación con sus hijos.
Muy relacionado con el aspecto anterior, y de una importancia también fundamental, es el conocimiento de las necesidades de los chicos y chicas durante esta etapa (Oliva, 2002). Aunque las mayores competencias del adolescente le dan una mayor autonomía que hace que muchas de las necesidades de la infancia desaparezcan o pueda satisfacerlas por sí mismo, aparecen otras nuevas, que muchas veces no resultan tan evidentes como las del niño o niña de menor edad. Entre otras necesidades podemos destacar el tener una alimentación adecuada, dormir suficientes horas, realizar actividad física y acudir a controles sanitarios. También son importantes las necesidades afectivo-sexuales que van a experimentar una intensificación a partir de la pubertad. Los adolescentes aún necesitan el cariño y apoyo parental para afrontar los numerosos retos de estos años con la suficiente seguridad emocional, y un seguimiento o control que permita detectar el surgimiento de algunos problemas que pueden llegar a ser importantes y que con frecuencia aparecen asociados a la negligencia parental. Igualmente, los adolescentes manifiestan la necesidad de disponer de una mayor autonomía y unas mayores posibilidades de tomar decisiones y participar de forma activa tanto en el entorno familiar como en el escolar y social. Es importante que los padres sean conscientes de estas necesidades y ayuden a sus hijos a satisfacerlas, ya que muchos de los problemas propios de esta etapa surgen precisamente por la falta de adecuación o ajuste entre lo que necesita el joven y lo que encuentra en su casa.
Mostrar un estilo democrático
A lo largo de este capítulo se ha hecho referencia a un importante número de estudios que confirman que el medio familiar óptimo para el desarrollo del adolescente es aquél que combina la comunicación y el afecto con las exigencias de madurez, el establecimiento de límites, el seguimiento, y el fomento de la autonomía e individualidad. A todo ello habría que añadir una cierta flexibilidad y sensibilidad para ajustarse a los muchos cambios que se producen durante estos años de la adolescencia. Por lo tanto, parece claro que el objetivo que debe perseguir cualquier intervención dirigida a favorecer el desarrollo adolescente debe ser conseguir que padres y madres muestren un estilo educativo o disciplinario democrático (Steinberg y Levine, 1997).
Mostrar afecto y apoyo y establecer una buena comunicación durante los años de la adolescencia es tan importante como lo era durante la infancia, ya que durante estos años chicos y chicas deberán hacer frente a distintas tareas evolutivas que podrán generarle mucho estrés, y van a necesitar todo el apoyo que sus padres les puedan proporcionar en estos momentos difíciles. Muchas veces los padres tienden a infravalorar los problemas de sus hijos, pero situaciones frecuentes como una ruptura con algún amigo o amiga, unas bajas calificaciones escolares, o la exclusión de un equipo deportivo pueden tener un gran impacto emocional en el adolescente. Por lo tanto, un objetivo prioritario debe ser el establecimiento o mantenimiento de una buena relación afectiva, y son muchas las cosas que los padres pueden hacer para conseguirlo. Por ejemplo, pueden dedicar tiempo a realizar alguna actividad divertida juntos, bien a solas con el adolescente o bien toda la familia junta, haciendo todo lo posible por compatibilizar los horarios.
También es importante hablar de temas que preocupen e interesen al adolescente, ya que con frecuencia las conversaciones entre padres e hijos están centradas en asuntos domésticos que suelen dar lugar a conflictos y enfrentamientos, de forma que los intercambios comunicativos suelen terminar convirtiéndose en situaciones aversivas que padres e hijos evitan. Por ello es importante romper ese círculo vicioso y volver a disfrutar de la conversación con los hijos. Establecer una sólida relación de confianza va a ser fundamental, y que los padres compartan con su hijo algunos sentimientos y preocupaciones de carácter más personal puede ayudar bastante, ya que de esta forma estarán transmitiendo el mensaje de que le consideran lo bastante maduro como para confiarle algunas preocupaciones.
Con frecuencia los padres se limitan a interrogar a su hijo, estableciendo una comunicación estrictamente unidireccional que va a ser rechazada por el adolescente por considerarla como una invasión de su esfera privada. Es frecuente que con la llegada de la pubertad se establezca una cierta incomunicación de la que los padres suelen responsabilizar a sus hijos, aunque lo cierto es que la comunicación es un asunto interpersonal, y puede decirse que los padres también son responsables del deterioro que a veces se produce en ella. Son muchos los obstáculos que dificultan una buena comunicación, por ejemplo, una gran parte de los mensajes que los padres dirigen a sus hijos están plagados de críticas a sus errores, referencias a defectos, sarcasmos y ridiculizaciones. Si se tiene en cuenta que los adolescentes están construyendo su identidad, y pueden tener muchas dudas con respecto a su valía personal, es de esperar que sean muy sensibles a estas críticas y no muestren excesivo interés por iniciar o mantener unos intercambios comunicativos que les resultan tan aversivos y que contribuyen poco a mejorar su autoestima.
Otra característica de los mensajes parentales es que suelen estar plagados de órdenes, consejos y sermones sobre lo que deberían hacer, y tampoco parece que este tipo de mensajes sea el mejor aliciente para un chico o una chica que están tratando de desvincularse afectivamente de sus padres y busca mayores niveles de autonomía. Además de suprimir este tipo de vicios, es importante que los padres se muestren menos directivos y ayuden a sus hijos a reflexionar, animándole a buscar alternativas ante un problema o una situación determinada y evitando sugerirles demasiado pronto las soluciones. También resulta fundamental que muestren una actitud receptiva, que sepan escuchar, que presten atención cuando se comuniquen con su hijo, mirándole a los ojos, dejando a un lado cualquier actividad que estuviesen realizando, y dándole tiempo para que se exprese tranquilamente y sin interrupciones. De esta forma se le trasmite el mensaje de que se está interesado en lo que está contando, y el chico o la chica se sentirán escuchados, lo que favorecerá la comunicación parento-filial.
A pesar de la controversia entre investigadores en relación con esta dimensión (Kerr et al., 2003), el control o seguimiento continúa siendo fundamental durante los años de la adolescencia, y muchos de los problemas comportamentales típicos de esta etapa suelen estar relacionados con su ausencia en el contexto familiar. No obstante, los padres de adolescentes deben mostrarse más flexibles, ya que un exceso de celo en el control puede resultar tan pernicioso como su defecto. Esta flexibilidad debe llevar a los padres ir ajustando las normas y exigencias a las nuevas necesidades y capacidades de su hijo o hija, y a ser conscientes de que unas normas que tenían sentido y validez cuando su hija tenía 9 años pueden resultar inadecuadas a los 13 ó 14 años, y que por lo tanto deben modificarse. Si un objetivo clave es favorecer la autonomía del adolescente, es muy importante que los padres vayan concediéndole de forma gradual libertad para actuar y para tomar sus propias decisiones. Sin embargo, en bastantes ocasiones los padres muestran una elevada ansiedad ante la posibilidad de que sus hijos se equivoquen y cometan errores, e intervienen continuamente para evitarlo. Se trata de una ansiedad justificada en unos padres que desean lo mejor para sus hijos, y conocen por su propia experiencia la importancia que tienen muchas de las decisiones que se toman a lo largo de la vida.
Ni que decir tiene que los padres son una fuente esencial de apoyo y de orientación para unos adolescentes que con frecuencia se encuentran muy desorientados, sin embargo, también es recomendable que los padres les dejen buscar y encontrar su propio camino y no presionen a su hijo para que se convierta en el adolescente que ellos fueron o que quisieron ser. En relación con este aspecto, puede sugerirse que a menos que la seguridad o la salud del menor esté en peligro, debe dejarse que aprenda de sus propios errores y vaya adquiriendo un sentido de la responsabilidad personal que difícilmente podría conseguir sin esa libertad para actuar.
A la vez, resulta esencial que se establezcan límites claros, razonados y justificados, y aunque en muchas ocasiones un chico o una chica reaccionan con rebeldía ante el establecimiento de límites, esto suele ocurrir cuando las normas o reglas son establecidas de forma arbitraria y unilateral por parte de los padres. No se rebelan tanto ante el límite establecido como ante la imposición autoritaria del mismo, por lo que los padres deben hablar y discutir con sus hijos las normas y regulaciones familiares antes de imponerlas. Una vez establecidas las normas es importante que los padres se muestren coherentes y consistentes a la hora de exigir su cumplimiento. A veces, los padres pueden estar cansados, y tener la tentación de tolerar determinados comportamientos que en otras ocasiones serían sancionados, con lo que sus hijos pueden llegar a discriminar cuando es más probable que el incumplimiento de las normas sea tolerado. Eso no quiere decir, que no existan ocasiones o circunstancias especiales en las que una determinada norma pueda ser modificada, pero esas ocasiones deberían ser ajenas al estado de ánimo de los padres. También debe existir coherencia entre el padre y la madre a la hora de aplicar las normas y exigir su cumplimiento. Aunque en ocasiones puedan no estar de acuerdo, deberían resolver sus discrepancias en privado y tratar de ofrecer ante su hijo un frente común.
En general, los padres deben estar informados de lo que hace su hijo o hija, y para ello es necesario que se interesen por él, le pregunten y conozcan a sus amigos y amigas, para evitar algunas situaciones de riesgo que pudieran estar produciéndose. Ya hemos comentado anteriormente que la carencia de seguimiento y de control suele llevar a problemas comportamentales, incluso cuando la relación entre padres e hijos es afectuosa. Pero igualmente deben evitar los padres mostrar una actitud inquisitorial o policial, interrogando a sus hijos acerca de algunos asuntos que ellos legítimamente pueden considerar privados, y que pueden llevar a que el adolescente se muestre aún más hermético en un intento de defender su esfera personal. De acuerdo con algunos estudios recientes ya mencionados (Stattin y Kerr, 2000), la forma más eficaz de supervisar es la auto-revelación, es decir cuando son los mismos adolescentes quienes informan a sus padres acerca de sus actividades y amigos, y esto suele ocurrir cuando existe confianza y una buena comunicación parento-filial. En estas situaciones es probable que sean los mismos adolescentes quienes tengan la iniciativa de compartir con sus padres muchas de sus preocupaciones, o de hablarle acerca de sus amigos o de sus actividades.
Podemos concluir diciendo que la mejor fórmula que tienen los padres para favorecer el desarrollo de sus hijos durante la adolescencia es la de tratar de mostrar un estilo educativo democrático, sin embargo, para muchos padres ajustarse a este estilo resulta una tarea complicada que no siempre está a su alcance. Son muchos los obstáculos que pueden surgir en el camino que les acerca a ese padre ideal: falta de recursos y habilidades parentales, escasez de tiempo o energía, dificultades familiares o conyugales, un adolescente complicado que parece imposible de manejar, etc. Incluso en el supuesto de que muchos padres sepan qué tienen que hacer para favorecer el desarrollo no van a saber cómo hacerlo, por lo que apoyar a los padres en esa tarea, ofreciéndoles sugerencias sobre cómo mostrar un estilo democrático debe ser un objetivo prioritario de toda intervención centrada en la promoción del desarrollo y en la prevención de problemas de ajuste emocional y conductual durante la adolescencia.
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