En el presente capítulo se va a mostrar cómo
la conducta antisocial puede verse desencadenada por multitud de factores,
subrayándose, así, su multicausalidad. Cuando se estudia un fenómeno tan
complejo y envuelto en una fuerte polémica conceptual, una de las estrategias
más eficaces para comprenderlo consiste en conceptualizar sus determinantes,
más que como causas, como factores de riesgo.
Para Berkowitz (1996), un factor de riesgo es
una condición que aumenta la probabilidad de la ocurrencia de acciones
agresivas aunque no de forma invariable. Loeber (1990), por otra parte,
conceptualiza estos factores como eventos que ocurren con anterioridad al
inicio del problema y que predicen el resultado posterior, incrementando la
probabilidad de su ocurrencia por encima de los índices básicos de la
población. Esta perspectiva es la que, a juicio de Berkowitz (1996), debería
adoptarse al considerar todas las condiciones que pueden promover la conducta
antisocial y delictiva en jóvenes y adolescentes.
Cuando se introduce el concepto de factor de
riesgo suelen realizarse una serie de aclaraciones. En primer lugar, se dice
que el concepto de factor de riesgo es “probabilístico”, no determinista. El
que un individuo presente factores de riesgo no implica que necesariamente vaya
a desarrollar conductas problemáticas; significa únicamente que, si lo
comparamos con un individuo sin esos factores, tendrá una mayor probabilidad de
llegar a implicarse en esas conductas. En relación con esta idea, es necesario
matizar que los factores de riesgo no llegan a tener el estatus de “causas”, es
decir, son elementos predictores, pero no implican una causación directa y
lineal. Por otra parte, es necesario también tener en cuenta que, hoy por hoy,
ningún factor de riesgo por sí solo permite predecir adecuadamente la conducta
problema. Se tiende a admitir que estos factores actúan en interrelación; las
distintas variables interactúan, se modulan y se influyen entre sí.
Precisamente una de las dificultades con las que se encuentra la investigación
sobre este tema hace referencia a cómo se articulan entre sí las distintas
variables. Se conocen muchas variables predictoras de la conducta problema y,
sin embargo, se sabe relativamente poco de cómo se ordenan y se relacionan esos
factores entre sí (Luengo et al., 2002).
Así,
cabe suponer que diferentes factores de riesgo tienen distintos mecanismos de
influencia sobre la conducta. Algunos de ellos quizás ejerzan sus efectos de un
modo relativamente directo, sin mediadores: si los amigos refuerzan
positivamente las conductas antisociales, el individuo podrá tener más
probabilidades de llevarlas a cabo, quizás sin necesidad de ningún otro proceso
intermedio. En otros casos, sin embargo, la influencia puede ser indirecta: un
clima familiar deteriorado puede no incidir directamente sobre la actividad
desviada, pero pueden dar lugar a que el adolescente pase más tiempo fuera de
casa y tenga una mayor probabilidad de contactos con amigos problemáticos; éste
sería el factor con efecto “próximo” o directo sobre la conducta desviada. En
otras ocasiones, la influencia de los factores de riesgo puede ser
“condicional”, es decir, pueden actuar haciendo que el sujeto sea más vulnerable
a otros factores. Una baja asertividad, por ejemplo, podría facilitar la
conducta antisocial no porque en sí misma induzca a ella, sino porque la baja
asertividad puede hacer al sujeto más vulnerable a la influencia de los amigos.
Bien
es cierto que no se pueden hacer simplificaciones con respecto a los factores
específicos que codeterminan la conducta antisocial. Su complejidad, así como
los distintos niveles de su influencia (biológicos, psicológicos, sociales y
jurídicos), unidos a la heterogeneidad conceptual de los comportamientos
antisociales, excluyen respuestas simples.
No
obstante, se puede decir mucho sobre las influencias que sitúan a jóvenes y adolescentes
en riesgo de emitir conductas desviadas y de los posibles mecanismos en los que
operan muchas de estas influencias. La cuestión de más interés es conocer quién
es más propenso a convertirse en antisocial y cuáles son los factores que
conducen a tal situación.
Asimismo,
pensar en términos de probabilidad sobre las condiciones que pueden potenciar
la conducta violenta es útil en muchos ámbitos de la vida, incluyendo las
ciencias naturales, la educación y las ciencias sociales. Para tomar una
decisión en cualquiera de estas áreas es necesario considerar la probabilidad
de que cierto hecho se produzca o no, y en base al conocimiento e información
disponibles, estimar la probabilidad (grande, moderada o pequeña) de que el
suceso se produzca realmente. De este modo, la revisión de los factores que en
este capítulo se exponen permitirá hacer estimaciones razonables o afirmaciones
de probabilidad sobre las condiciones que promueven la conducta antisocial.
El
objetivo principal de este capítulo es, por tanto, identificar los factores que
colocan a los individuos bajo riesgo de comportamiento antisocial. Este riesgo
hace fundamentalmente referencia al incremento de la probabilidad de la
conducta sobre los índices básicos de la población (Kazdin y Buela-Casal,
2002).
Se
ha de tener en cuenta que, además de hablar de factores de riesgo de las
conductas antisociales, que hacen referencia a aquellas características
individuales y/o ambientales que aumentan la probabilidad de la aparición de
dichas conductas o un mantenimiento de las mismas; existen los factores de
protección. Un factor de protección es una característica individual que
inhibe, reduce o atenúa la probabilidad del ejercicio y mantenimiento de las
conductas antisociales. En este sentido, los factores de riesgo y de protección
no son más que los extremos de un continuo y que un mismo factor será protector
o de riesgo según el extremo de la escala en que esté situado. Así, por
ejemplo, el rasgo impulsividad puede ser un factor de riesgo de conductas
antisociales cuando tiene un valor elevado en los individuos, mientras que
sería un factor de protección cuando su valor es muy bajo. La presencia o
ausencia de los mismos no es una garantía de la presencia o ausencia de
conductas antisociales respectivamente. Asimismo, a mayor número de factores de
riesgo habrá mayor probabilidad de que aumente la probabilidad de aparición de
conductas antisociales.
3.2.
Clasificación de los factores de riesgo
Los
factores de riesgo no son entidades que actúen aisladamente determinando
unívocamente unas conductas sino que al interrelacionarse, predicen tendencias
generales de actuación. Esto conduce a que la exposición de los principales
factores de riesgo para el ejercicio de conductas antisociales se realice
atendiendo a dos grandes grupos: 1) factores ambientales y/o contextuales y, 2)
factores individuales. Asimismo, los factores individuales se subdividen, a su
vez, en: a) mediadores biológicos y factores bioquímicos, b) factores
biológico-evolutivos, c) factores psicológicos y, d) factores de socialización
(familiares, grupo de iguales y escolares).
3.2.1. Factores ambientales y/o contextuales
La
sociedad constituye el marco general donde cohabitan tanto los individuos como
los grupos. Los medios de comunicación de masas, las diferencias entre zonas,
el desempleo, la pobreza y una situación social desfavorecida, así como las
propias variaciones étnicas, son claros factores de riesgo de cara a cometer
comportamientos desadaptados y antisociales (véase resumen Tabla 3.1.).
3.2.1.1. Los medios de comunicación de masas
Aunque
en algunos momentos se ha supuesto que contemplar imágenes violentas podría
incluso reducir las conductas agresivas (la llamada hipótesis de la “catársis”,
Lorenz, 1966), lo cierto es que se dispone en la actualidad de una amplia
evidencia sobre el efecto contrario (Bushman y Anderson, 2001; Donnerstein,
2004; Huesmann, Moise y Podolski, 1997; Huesmann, Moise, Podolski y Eron, 2003;
Meyers, 2003; Wheeler, 1993).
En
1975, la comunicación especial de Rothenberg sobre el “Efecto de la Violencia
Televisada en Niños y Jóvenes” alertó a la comunidad sobre los efectos
perniciosos de la visión de la violencia televisiva en el normal desarrollo del
niño al incrementar tanto los niveles de agresividad física como la conducta
antisocial. Esta comunicación, al igual que otras procedentes de organizaciones
profesionales como la Academia Americana de Pediatría o la APA (Asociación de
Psicología Americana) que llegaban a similares conclusiones, estaba
fundamentada en los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre las
“Causas y Prevención de la Violencia” (Baker y Ball, 1969) y en el Informe
sobre “Televisión y Desarrollo: El Impacto de la Violencia Televisada” (Surgeon
General’s Scientific Advisory Committee on Television and Social Behavior,
1972). Con posterioridad, estos resultados fueron reforzados por el informe del
Instituto Nacional de Salud Mental: “Televisión y conducta: Diez años de
progreso científico e implicaciones para los ochenta” (Pearl, Bouthilet y
Lazar, 1982) en el que, de nuevo, se exponía un amplio consenso desde la
literatura científica acerca de que la exposición a la violencia televisiva
incrementaba la agresividad física exhibida por niños y adolescentes (Brandon,
1996).
Es
por ello que se ha hecho necesario regular legalmente cuales deben ser los
programas, contenidos y horarios de emisión de la programación infantil. Para
ello, la Ley 25/1994, del 12 de Julio, incorpora al ordenamiento jurídico
español, la Directiva de la Unión Europea de 1989 sobre la coordinación de
disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados
miembros, relativas al ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva,
siendo el artículo 17 de dicha ley, el que se refiere expresamente a la
protección de los menores frente a la programación (Vázquez, 2003).
De
esta forma, el estudio científico de los efectos perniciosos de la observación
de la violencia en la televisión fue desarrollándose hasta quedar
conceptualizado hoy en día como un importante factor de riesgo del
comportamiento agresivo (Donnerstein, 2004). Entendiendo éste como un conjunto
de condiciones presentes en el individuo o en el ambiente que producen un
aumento en la probabilidad de desarrollar un determinado problema como es, en
este caso, la conducta violenta (Donnerstein, 1998; Drewer, Hawkins, Catalano y
Neckerman, 1995; Huesmann et al., 2003; Lefkowitz, Eron, Walder y Huesmann,
1977; Meyers, 2003); llegando a conformarse lo que hoy en día se denomina la
Teoría del Efecto Causal entre la visión de la violencia televisiva y la
conducta agresiva. Aunque no hay suficiente evidencia empírica que la apoye
(Freedman, 1984; Lynn, Hampson y Agahi, 1989), según Björkqvist (1986), la
mayor parte de ésta parece estar a favor de la Teoría del Aprendizaje Social
que postula que la observación de imágenes violentas provoca un incremento de
la conducta agresiva debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento
instrumental vicario (Bandura, 1973).
Del
Barrio (2004b) señala que para explicar la acción de la televisión sobre la
aparición de la agresión se recurre a varias teorías: 1) identificación,
mediante aprendizaje vicario, 2) desensibilización, inhibiendo la respuesta de
desagrado innata hacia la agresión y, 3) las condiciones personales,
temporales, familiares y ambientales en las que el niño ve la televisión. Así,
los mecanismos psicológicos a través de los cuales la observación de violencia
televisada puede llegar a facilitar la expresión de la conducta agresiva o
antisocial, implican el aprendizaje, por parte de los jóvenes, de que
determinados tipos de agresión o violencia están justificados o son más
aceptados bajo determinadas circunstancias, legitimando así la agresión a
través de la violencia observada en los medios de comunicación (Watt y Krull,
1977). La exposición a la violencia incrementaría, por tanto, el nivel de tolerancia,
enseñando a los niños observadores a elevar el nivel de la conducta agresiva
considerada como “aceptable” (Donnerstein, Slaby y Eron, 1994; Drabman, Thomas
y Jarvie, 1977; Huesmann y Miller, 1994; Huesmann, et al., 1997; Huesmann et
al., 2003; Livingstone, 1996; Meyers, 2003; Molitor y Hirsch, 1994; Schneider,
1994) hasta llegar a relacionarse con la aparición de comportamientos altamente
violentos, como puede ser el homicidio (Bushman y Anderson, 2001; Heide, 2004;
Wheeler, 1993).
Entre
la gran cantidad de factores que han sido analizados en diversas
investigaciones con objeto de determinar los efectos de la observación de la
televisión violenta en el comportamiento agresivo, caben destacar el carácter
justificado o injustificado de ésta (Andreu, Madroño, Zamora y Ramírez, 1996;
Berkowitz y Powers, 1979; Peña, Andreu y Muñoz-Rivas., 1999), la visión de la
violencia recompensada o castigada y la presencia de armas (Paik y Comstock,
1994), la identificación personal con la agresión y sus consecuencias (Rowe y
Herstand, 1986), las actitudes y creencias normativas hacia la agresión
interpersonal y la visión de la lencia televisada (Huesmann, Eron, Czilli y
Maxwell, 1996; Walker y Morley, 1991), la identificación personal con los
personajes agresivos (Huesmann et al., 1984, 2003), las atribuciones y la
evaluación moral de los perpetradores de la violencia (Rule y Ferguson, 1986) y
la valoración de la agresión observada; especialmente relevante cuando
definimos el límite entre la agresión aceptada y la agresión censurable
(Mustonen y Pulkkinen, 1993). Asimismo, como ya señaló Gunter (1985), el
contexto moral del comportamiento debe ser un factor más a considerar ya que es
un importante mediador en la percepción de la conducta antisocial.
Un
trabajo reciente llevado a cabo por Huesmann et al. (2003) muestra que los
niños que ven televisión violenta tienen una conducta más agresiva 15 años más
tarde en comparación al grupo control, afectando más a los hombres que a las
mujeres y a los niños más que a los adolescentes o a los adultos. Meyers (2003)
encuentra resultados en la misma dirección, añadiendo cómo la agresión futura
correlaciona más fuertemente con aquellos sujetos que previamente tenían altos
niveles de agresión. En la misma investigación se encuentra que la educación
paterna y el éxito escolar son las variables que presentan una mayor
correlación negativa con la agresión y con ver televisión violenta, tanto en
niños como en niñas, pudiendo ser consideradas como los factores de protección
más importantes para estas variables.
Entre las últimas investigaciones sobre el
tema, se ha encontrado otro efecto indeseable de la violencia televisiva, hasta
ahora menos estudiado, como es la influencia que tiene en sujetos que no son
agresivos. Parece ser que la visión de escenas violentas incrementa en ellos el
miedo a ser víctima y temor a ser agredido en el mundo real y, este miedo, les
puede llegar a convertir en objetivos de la agresión de compañeros agresivos o
violentos (Del Barrio, 2004b; Donnerstein, 2004).
3.2.1.2. Diferencias entre zonas, comunidad y
barrios
Quizás sean los estudios desarrollados por los
representantes de la Escuela de Chicago (Burguess, Mckenzie, Thrasher, Shaw y
McKay), dentro del marco teórico de las “Teorías Ecológicas”, los primeros en
demostrar que la delincuencia era producida por la ciudad, e incluso cabía
apreciar la existencia de áreas muy definidas, como la zona de fábricas,
ferrocarriles, oficinas y almacenes del centro de la ciudad, suburbios, barrio
chino; es decir, demostraron que la criminalidad aumentaba cuanto más se
aproximaba al centro de la ciudad y a la zona industrializada (García-Pablos,
2001).
Parece evidente, desde un punto de vista
social, que hay diferentes zonas en las que es más probable encontrar altos
niveles de delincuencia. Hope y Hough (1988) y Mayhew, Aye Maung y
Mirrless-Black (1993), por ejemplo, relacionan los índices de delincuencia con
tres tipos de zonas: 1) sub-zonas de alto nivel en las zonas céntricas
deprimidas de las ciudades (incluiría las casas de los ricos y las zonas de
edificios de propiedad privada en ocupación múltiple); 2) zonas multirraciales
que se corresponden con viviendas privadas en alquiler; y 3) complejos
urbanísticos de subvención municipal en alquileres más reducidos/pobres,
ubicados en zonas céntricas deprimidas o en el anillo exterior.
Es
posible, por ejemplo, establecer un paralelismo en cualquier ciudad española
con el estudio británico expuesto. Sirvan de ejemplo los registros de los
barrios con altos índices de delincuencia juvenil aportados por González (1987)
en Madrid y Barcelona. Así, en Madrid el orden de mayor a menor delincuencia
sería: Canillejas, San Blas, Orcasitas y Vallecas; y en Barcelona, Las Ramblas
o La Mina.
Numerosos estudios señalan que las características
de los barrios influyen en un mayor desarrollo de violencia tanto en adultos
como en niños y por igual en ambos sexos (Farrintong, Sampson y Wikström, 1993;
Hawkins et al., 1999; Kupersmidt et al., 1995; Sampson y Lauritsen, 1994;
Sampson, Raudenbush y Earls,1997; Scott, 2004; Tremblay et al., 1997).
Simcha-Fagan y Schwartz (1986), se centraron en el estudio de los efectos
contextuales del barrio en la delincuencia y encontraron que el nivel económico
de la comunidad, la subcultura de criminalidad y la desorganización
comunitaria, se relacionaban significativamente con la delincuencia registrada
oficialmente.
Stouthamer-Loeber
et al. (1993) apuntan que cuando la pobreza del barrio es extrema, el riesgo de
que se produzca violencia urbana es muy alto. De la misma forma, algunos
autores ponen en evidencia que los barrios más desfavorecidos están asociados a
una mayor presencia de sucesos vitales estresantes y, a su vez, a una mayor
presencia de conductas agresivas en los jóvenes. Attar, Guerra y Tolan (1994),
confirman esto en sus investigaciones.
En
comparación con los jóvenes que vivían en otros barrios más favorecidos, éstos
estaban expuestos a mayores sucesos estresantes, lo que provocaba un aumento de
comportamientos agresivos constatados por el profesor durante el periodo de un
año. Asimismo, es muy posible también que las condiciones de una vida
estresante derivada de vivir en un barrio desfavorecido, que provoca
incomodidades para los niños y muchos problemas a los padres, les dificulte la
tarea de criar a sus hijos de un modo constructivo (Scott, 2004).
Pero el tipo de barrio también afecta en la
edad de comienzo de las conductas antisociales de los chicos. Loeber y Wikström
(1993) encontraron que aquellos barrios peores o más desfavorecidos se
caracterizaban por un inicio más temprano de los comportamientos antisociales y
violentos (10-12 años) respecto a otros barrios. Estos resultados también
fueron confirmados por Sommers y Basking (1993).
Sampson
y Lauritsen (1994), se han dirigido hacia la búsqueda de relaciones entre
diversas características de los barrios y las tasas de crímenes violentos,
incluyendo: rotación y cambios de comunidad, heterogeneidad en la composición
racial, densidad habitacional y poblacional y desorganización social
comunitaria. Los hallazgos sugieren que la desorganización social y los cambios
comunitarios son los que más contribuyen a incrementar las tasas de violencia
dentro de una comunidad.
Maguin et al. (1995), en el Proyecto de
Desarrollo Social de Seatle, estudian prospectivamente en una muestra de
adolescentes de 18 años, la influencia de diferentes variables relacionadas con
el barrio o la comunidad sobre la delincuencia.
En
primer lugar, evaluaron la influencia de la desorganización de la comunidad a través
de una escala autoinformada de 6 items que evaluaba la percepción que tenían
los adolescentes sobre su barrio entre los 14 y los 16 años, encontrando una
mayor variedad de actos violentos a los 18 años en aquellos jóvenes que
crecieron en barrios desorganizados. En los mismos sujetos se midió el grado de
vinculación hacia el barrio a las edades de 10, 14 y 16 años a través de
autoinformes, resultando ser dicho factor menos predictor de la violencia que
haber vivido en una comunidad desorganizada.
En
segundo lugar, evaluaron la influencia de vivir en un barrio donde existiera
una alta accesibilidad a las drogas. Dicha variable se midió a través de una
escala autoinformada de tres items que evaluaba la disponibilidad de los
estudiantes a la marihuana a los 10 años y a la marihuana y a la cocaína a los
14 y 16 años. Los resultados mostraron que una mayor disponibilidad de drogas
durante la niñez y la adolescencia predecía una mayor variedad de
comportamientos violentos a los 18 años.
En
tercer lugar, y en relación con la existencia de comportamientos delictivos
llevados a cabo por adultos dentro de la comunidad, encontraron que los niños
que conocían a una mayor cantidad de adultos que vendían drogas o que
participaban en alguna otra actividad ilegal dentro del barrio, tenían una
mayor probabilidad de involucrarse en comportamientos violentos a los 18 años.
De la misma forma, Thornberry, Huizinga y Loeber (1995) y Paschall (1996),
encuentran mayor prevalencia de comportamientos violentos autoinformados a la
edad de 16 y 14-18 años respectivamente, en aquellos adolescentes que
estuvieron expuestos a la violencia o a la delincuencia en sus barrios o
comunidad.
Otros resultados a favor de la relación entre
las características del barrio y la comunidad y la conducta antisocial son los
ofrecidos por Brewer, Hawkins, Catalano y Neckerman (1995), encontrando que una
baja vinculación hacia el barrio y la desorganización en la comunidad, la
disponibilidad de drogas y armas de fuego, la exposición a violencia tanto en
el barrio como en los medios, la exposición a prejuicios raciales y la
existencia de leyes y normas comunitarias que favorecen la violencia son
factores que pueden influir en la aparición de la violencia individual. De la
misma forma, Herrenkohl et al. (2001), encuentran nuevamente, que una baja
vinculación hacia el barrio y ser varón, serían los factores de riesgo más
directos hacia el desarrollo posterior de la conducta antisocial.
Guerra,
Huesmann y Spindler (2003) sugieren en su estudio que el ser testigo de
violencia dentro la comunidad influye en el comportamiento agresivo de los
niños a través de la imitación y el desarrollo de cogniciones favorables a la
violencia a medida que los niños se hacen mayores.
En
el estudio realizado por Sampson et al. (1997) se demostró que el grado de
cohesión social y los mecanismos de control informal existentes entre los
vecinos, eran factores determinante para la prevención de la violencia, incluso
en los barrios más pobres.
Así
también, mudarse de un barrio desfavorecido a otra zona mejor, reduciría los
comportamientos antisociales (Scott, 2004). Eamon (2001) encuentra, como otro
factor protector, que cuando se vive en una barrio de alto riesgo, las
prácticas educativas parentales de carácter autoritario reducían la futura
conducta antisocial de sus hijos.
Otros
estudios han focalizado su atención en buscar relaciones entre la conducta
antisocial y el pertenecer a entornos urbanos o rurales (Elliot, Huizinga y
Menard, 1989; Farrington, 1989b; Hawkins et al., 1999). Así, estudios recientes
apuntan que a pesar de no encontrar una vinculación directa entre el tipo de
hábitat (rural y urbano) y los comportamientos antisociales, existen otros
factores observados en sus resultados que podrían hablar de un proceso de socialización
defectuoso y ser estos los culpables indirectos de la aparición de dichas
conductas, estos serían la escasa tendencia altruista (Holahan, 1996) y un
menor grado de consideración hacia los demás (Arce, Seijo y Novo, 2004)
encontrados en mayor proporción en individuos de ambientes urbanos frente a los
rurales.
3.2.1.3.
El desempleo
Parecen también evidentes las relaciones que
existen entre la falta de empleo y la delincuencia. Farrington et al. (1986),
en un estudio longitudinal de chicos procedentes de zonas deprimidas de
Londres, encontraron resultados interesantes respecto al desempleo. La
investigación arrojó tres resultados importantes: 1) los jóvenes que llevaban
al menos tres meses parados cometieron casi tres veces más delitos que el muestreo
en su conjunto; 2) el índice de delitos se incrementó cuando estaban sin
trabajo; y 3) el efecto del desempleo en la delincuencia sólo era evidente en
aquellos chicos con un alto índice anterior de delincuencia.
Podría
suponerse que la experiencia del desempleo hiciese más probable el que los
individuos antisociales robasen con más frecuencia, siendo el efecto del
desempleo relativamente inmediato. Sampson y Laub (1993) apuntan la
probabilidad de que el efecto del desempleo sea más a largo plazo, provocando
una reducción de los vínculos de la persona con la sociedad y sus valores, lo
que podría explicar que en muchos casos no existiera una estrecha relación
temporal entre las épocas de desempleo y los índices de delincuencia.
Fergusson,
Lynskey y Horwood (1997a), en el estudio longitudinal de Christchurch,
compararon las prevalencias de delincuencia en jóvenes de 17 y 18 años con el
tiempo que habían permanecido desempleados entre los 16 y 18 años. Los
resultados apuntaron claras diferencias, encontrando que el 11-12% de los
chicos condenados habían estado desempleados durante un periodo de menos de
seis meses sin embargo, la prevalencia de delincuentes aumentaba al 19,7% a la
misma vez que lo hacía el tiempo de desempleo, siendo en este caso más de seis
meses. Por contra, sólo el 2,2% de los chicos empleados habían sido condenados
por delito.
Rutter
et al. (2000) concluyen, al respecto, que el desempleo predispondría a un
incremento de las actividades delictivas protagonizadas por aquellos individuos
que ya tenían un alto riesgo debido a su propia conducta anterior,
características y antecedentes psicosociales. No obstante, añade que no se sabe
mucho de los mecanismos implicados y se necesitan más estudios al respecto que
ayuden a entender mejor la influencia de dicho factor sobre el desarrollo de la
conducta antisocial.
3.2.1.4. La pobreza y/o situación social
desfavorecida
La mayoría de las teorías sociológicas sobre
los factores determinantes de la delincuencia tienen como punto de partida el
que la mayoría de los delincuentes proceden de un medio socialmente
desfavorecido (Rutter y Giller, 1983).
Los
indicadores de la desventaja socioeconómica como la pobreza extrema y el
hacinamiento, se han asociado repetidamente con el incremento del riesgo de
exhibir conductas antisociales por parte de los adolescentes (Evans, 2004;
Farrington et al., 1990; James, 1995; Pfeiffer, 1998, 2004; Pfeiffer, Brettfeld
y Delzer, 1997; Wilmers et al., 2002). De la misma forma, Mayor y Urra (1991) y
West (1982) señalan que existe una relación significativa entre la emisión de
conductas antisociales y las clases sociales más bajas.
Sin
embargo, la interpretación de estos datos es bastante compleja, posiblemente
debido a la asociación que existe entre estas clases sociales y otras variables
como el tamaño de la familia, el hacinamiento y/o la poca atención prestada a
los niños, que constituyen otros factores de riesgo. Cuando el efecto de estos
factores han sido controlados, se ha visto como la clase social muestra poca o
ninguna relación con la conducta antisocial (Robins, 1978; Wadsworth, 1979).
Sin embargo, Elliott et al. (1989) encontraron entre los jóvenes urbanos
pertenecientes a la Investigación Nacional Juvenil de los Estados Unidos, que
la prevalencia autoinformada de asaltos con intimidación y robos, era el doble
de alta en los jóvenes pobres y de clase media.
Farrington
(1989a) en su estudio de Cambridge sobre el desarrollo de la delincuencia en
Londres, encontró que los bajos ingresos económicos en la familia a la edad de
8 años, predecía la violencia posterior y los arrestos por faltas violentas en
los jóvenes. En Estocolmo (Wikström, 1985), en Copenhaguen (Hogh y Wolf, 1983)
y en Nueva Zelanda (Henry et al., 1996) se han obtenido resultados similares.
En comparación con los datos longitudinales de Londres, en el estudio con
jóvenes de Pittsburgh, encontró que el pertenecer a familias que dependían de
la beneficiencia aumentaba significativamente los niveles de conducta violenta.
Otros estudios a nivel comunitario han
considerado cómo la pobreza contribuye al desarrollo de la violencia. Por
ejemplo, Smith y Jarjoura (1988) encontraron que las comunidades que se
caracterizaban por su pobreza y por una rápida rotación de la población tenían
tasas de crímenes significativamente mayores en comparación con áreas pobres,
pero estables o áreas de alta rotación, pero con mayores ingresos económicos
(Sampson y Lauritsen ,1994).
Conger
et al. (1994) encuentran que la presión económica afecta a la conducta
antisocial, pero indirectamente, ya que estaría mediada por la depresión de
algún progenitor, conflicto matrimonial u hostilidad de los progenitores. Un
año más tarde Conger, Patterson y Ge (1995) analizaron el efecto de la tensión
familiar en un estudio longitudinal, medido a través de una bajada en los
ingresos o por enfermedad o lesión grave. Los efectos del estrés familiar
estaban modulados por la depresión de los padres y la deficiente disciplina por
parte de éstos. No obstante, hay que señalar que los conceptos de presión
económica y de tensión familiar estaban definidos de forma general, hallándose
una relación con la conducta antisocial muy débil.
Otros
resultados a favor de la relación entre la situación social desfavorecida y la
conducta antisocial son los ofrecidos por Pfiffner, McBurnett y Rathouz (2001),
quienes hallaron un mayor índice de conducta antisocial en familias en las que
el padre biológico no estaba en casa, correlacionando este hecho con el bajo
estatus socioeconómico. La relación se invertía en aquellos casos en los que el
padre sí que estaba en el hogar.
Dos estudios realizados en Alemania, el de
Wetzels, Enzmann, Mecklenburg y Pfeiffer (2001) y Wilmers et al. (2002), ponen
en evidencia un mayor prevalencia de violencia juvenil en grupos de extranjeros
o inmigrantes, especialmente los de origen turco y yugoslavo, siendo éstos, los
que habían sufrido un aumento de pobreza y desarraigo social mayor. Eamon
(2001) señala que la relación encontrada en su estudio entre la conducta
antisocial y la pobreza, estaba mediada por la influencia de la presión de los
pares y vivir en un vecindario problemático.
Del
Barrio (2004b) señala que no hay que olvidar que las clases sociales más bajas
acumulan más factores de riesgo que hacen que se produzca un incremento de las
conductas violentas y agresivas. El nivel de educación es más bajo por lo que
no tienen acceso a una profesión segura, lo que les provocará niveles altos de
frustración y la tentación de tomar por la fuerza lo que no se puede conseguir
de otro modo. En un reciente trabajo, Evans (2004) demuestra cómo los bajos
ingresos económicos correlacionan con un cúmulo de carencias de otro orden,
entre las cuales estarían: menos supervisión de tareas escolares, más horas de
televisión, menos acceso a libros y ordenadores, más familias rotas o
desestructuradas, más violencia en el hogar, menos responsabilidad paterna y
más autoritarismo, menos seguridad policial en los barrios, peores escuelas,
menos recursos de ocio controlado, entornos más ruidosos y contaminados y peor
salud.
Finalmente,
Gelles y Cavanaugh (2004) señalan que la situación económica y las
desigualdades son dos de los factores sociales más importantes vinculados con
la violencia por varias razones. En primer lugar, por ser un poderoso estresor
vital. En segundo lugar, por correlacionar con otra serie de estresores vitales
como pueden ser el desempleo, la enfermedad, la carencia de una vivienda digna,
la falta de asistencia sanitaria, factores que se agravan si además viven en
vecindarios con un alto grado de delincuencia. Y en tercer lugar, porque puede
influir a nivel psicológico, como señala Gilligan (1996), una persona que se
encuentra en una situación de deprivación como es la pobreza, puede generar
sentimientos de vergüenza e inferioridad que potencien aún más la aparición de
la conducta antisocial.
3.2.1.5. Las variaciones étnicas
Las
variaciones étnicas también se han postulado como factor de riesgo del
comportamiento antisocial. A pesar de que los registros oficiales casi siempre
reflejan la existencia de diferencias en los índices de delincuencia entre
personas de diferentes etnias o razas, preferentemente en grupos minoritarios o
inmigrantes socialmente marginados, lo cierto es que no hay que olvidar que
éstos resultados pueden estar sesgados al menos por dos motivos, por un lado,
llaman más la atención de la policía, por lo que son más arrestados (Hagan y
Peterson, 1995; Mann, 1993)y por otro, parece que la raza o la etnia influye
más sobre la decisión de los jueces a inculparlos (Pope y Feyerherm, 1993;
Tonry, 1995). Los estudios que evalúan la prevalencia de conducta antisocial de
forma autoinformada, no encuentran diferencias significativas entre diferentes
razas (Farrington et al., 1996a). Parece ser que lo que si se evidencia en algunos
estudios es que existen diferentes patrones de comportamiento antisocial entre
la raza blanca y negra (LaFree, 1995). Así, parece que los sujetos de raza
negra son más arrestados por delitos relacionados con el robo, homicidio
involuntario y crímenes violentos, mientras que los blancos son más arrestados
por el resto de los delitos (Snyder y Sickmund, 1995).
El
FBI afirma en su informe del año 2002 que los varones jóvenes de raza negra (de
entre 18 y 24 años) presentan las tasas más altas de homicidio, siendo sus
víctimas habituales otros varones jóvenes de raza negra. Otros grupos
minoritarios residentes en Estados Unidos como los indios americanos o nativos
de Alaska, también presentan altas tasas de violencia (Gelles y Cavanaugh,
2004). Pero como añade este autor, la interpretación de estos datos no debe
olvidar que los grupos minoritarios presentan mayor probabilidad de atraer más
la atención de las autoridades oficiales, de recibir una sanción, o de tener
problemas económicos.
Sin
embargo, aún controlando los factores pobreza o los ingresos las diferencias
siguen apareciendo. Hampton, Carrillo y Kim (1998) hablan de la existencia de
otros estresores a los que estarían sometidos estos grupos minoritarios y que
podrían explicar dicha diferencia, entre otros, estarían el desempleo, la
desestructuración familiar, la densidad de población y la discriminación
individual e institucional.
De
la misma forma, otros autores señalan que factores tales como el desempleo, la
pobreza, los factores familiares de riesgo, normas culturales legitimadoras
hacia la violencia o alguna combinación interfactorial, subyacerían a las
diferencias encontradas en sus estudios (Pfeiffer, 1998, 2004; Wetzels et al.,
2001; Wilmers et al., 2002). Así, el estudio de Peeples y Loeber (1994) halla
que el índice de delincuencia de los afroamericanos que vivían en zonas que no
eran de clase marginada no difería del de los blancos.
Por
otra parte, McCord y Ensminger (1995) encontraron, en una muestra de
estudiantes afroamericanos del estudio de Woodlawn, relaciones entre
comportamientos violentos y haber sido víctima de discriminación racial,
incluyendo haber tenido problemas para encontrar trabajo y casa. Asimismo,
quienes informaron de estos incidentes de discriminación racial eran más violentos
de adultos que los que no habían sido víctimas de estos prejuicios sociales.
Tabla
3.1. Resumen de los factores de riesgo contextuales-ambientales
FACTORES
DE RIESGO ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS
1. Medios de comunicación de masas
2Baker y Ball, 1969;Pearl et al., 1982; Brandon, 1996. Lefkowitz et al., 1977; Drewer et al.,1995 Donnerstein, 1998, 2004; Huesmann et al., 2003; Meyers, 2003
Bandura, 1973; Björkqvist,1986 Watt y Krull, 1977 Drabman et al., 1977 Molitor1994; Schneider,1994. Berkowitz y Powers,
1979; Andreu et al., 1996; Peña et al., 1999
Rowe y Herstand, 1986 Paik y Comstock, 1994 Walker y Morley, 1991; Huesmann et a 1996 Huesmann et al., 1984; 200 Rule y Ferguson, 1986
Mustonen y Pulkkinen, 1993Griffiths, 1997 Huesmann et al., 2003Meyers et al., 2003 Wheeler, 1993;Bushman y Anderson, 2001;Heide, 2004 Del Barrio, 2004b;Donnerstein, 2004
La
exposición a la violencia televisiva incrementa tanto la agresividad física infantil como la conducta
antisocial.
La
observación de violencia televisada es un factor de riesgo para el
comportamiento agresivo futuro.
La
observación de imágenes violentas provoca un incremento de la conducta agresiva
debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento instrumental vicario.
La
exposición a la violencia incrementaría el nivel de tolerancia y enseñaría a
los niños observadores a elevar el nivel de conducta antisocial considerada
como aceptable
El
carácter justificado o injustificado de las escenas violentas observadas
determina el comportamiento agresivo final
La
identificación personal con la agresión y sus consecuencias determina el
comportamiento agresivo final
La
visión de violencia recompensada o castigada y la presencia de armas determina
el comportamiento agresivo final
Las
actitudes y creencias normativas hacia la agresión interpersonal y violencia
televisada, determinan el comportamiento agresivo final
La
identificación personal con los personajes agresivos, determina el
comportamiento agresivo final
Las
atribuciones y evaluación moral de los perpetradores de la violencia determina
el comportamiento agresivo final
La
valoración de la agresión observada, como aceptada o censurables, determina el
comportamiento agresivo final
Las
nuevas tecnologías permiten acceder fácilmente a material violento y
pornográfico. Esta variante de la conducta de juego excita fisiológicamente al
individuo reforzando su conducta futura y predisponiendo para el desarrollo de
un amplio abanico de conductas antisociales
La
observación infantil de violencia televisada predice más conductas agresivas a
los 15 años en varones y adolescentes, que en mujeres o adultos.
Añade
que la agresión futura será más fuerte en aquellos sujetos que previamente eran
más agresivos
La
exposición a violencia ha llegado a relacionarse con la aparición de
comportamientos suicidas.
La
visión de escenas violentas incrementa el miedo a ser víctimas y temor a ser
agredido en el mundo real, lo que los convierte en claros objetivos de
compañeros agresivos.
2.
Diferencias entre zonas, comunidades y barrios.
Simcha-Fagan
y Schwartz, 1986 Hope y Hough, 1988; Mayhew, 1993 González, 1987
Stout-hamer-Loeber
et al., 1993 Attar et al., 1994 Sampson
y Lauritsen, 1994 Maguin et al., 1995; Brewer et al., 1995 Thornberry, Huizinga
y Loeber, 1995 y Paschall,1996
Herrenkohl
et al., 2001 Guerra, Huesmann y Spindler, 2003 Scott, 2004
Sampson,
Raudenbush y Earls,1997; Eamon, 2001; Scott, 2004
El
nivel económico de la comunidad y la subcultura de criminalidad y
desorganización comunitaria del barrio, se relacionaban significativamente con
la delincuencia registrada oficialmente.
La
delincuencia se relaciona con zonas no de alto nivel en las zonas céntricas
deprimidas de las ciudades, zonas multirraciales que suelen ser viviendas
privadas en alquiler y complejos urbanísticos de subvención municipal.
Recoge
registros de diferentes ciudades españolas. En Madrid las zonas de mayor
delincuencia son: Canillejas, San Blas, Orcasitas, Vallecas...; y en Barcelona:
Las Ramblas y La Mina.
Cuando
la pobreza del barrio es extrema, el riesgo de que se produzca violencia urbana
es muy alto.
Los
barrios más desfavorecidos están asociados a una mayor presencia de sucesos
vitales estresantes y, a su vez, a una mayor presencia de conductas agresivas
en los jóvenes.
La
desorganización social y los cambios comunitarios son los que más contribuyen a
incrementar las tasas de violencia dentro de una comunidad.
Encuentran
mayor prevalencia de comportamientos violentos en aquellos adolescentes que
crecieron en barrios desorganizados, con
alta accesibilidad a drogas, alta violencia, baja vinculación al barrio,
disponibilidad de armas.
Encuentran
mayor prevalencia de comportamientos violentos en aquellos adolescentes que estuvieron expuestos
a la violencia o a la delincuencia en sus barrios o comunidad.
Encuentra
que una baja vinculación al barrio y ser varón como los factores de riesgo más
directos de las conductas antisociales futuras.
El ser testigo de violencia dentro la comunidad influye en el comportamiento agresivo de los niños a través de la imitación y el desarrollo de cogniciones favorables a la violencia a medida que los niños se hacen mayores.
El ser testigo de violencia dentro la comunidad influye en el comportamiento agresivo de los niños a través de la imitación y el desarrollo de cogniciones favorables a la violencia a medida que los niños se hacen mayores.
Las
condiciones de una vida estresante derivada de vivir en un barrio desfavorecido,
provoca incomodidades para los niños y muchos problemas a los padres y les
dificulte la tarea de criar a sus hijos de un modo constructivo.
El
grado de cohesión social y los mecanismos de control informal existentes entre
los vecinos, mudarse de un barrio desfavorecido a otra zona mejor y las
prácticas educativas parentales de carácter autoritario eran factores
determinante para la prevención de la violencia.
3.
El desempleo
Farrington
et al., 1986 Sampson y Laub, 1993 Fergusson, Lynskey y Horwood,
1997a.
Rutter y cols, 2000
Los
jóvenes que llevaban tres meses desempleados cometieron el triple de delitos
mientras estuvieron empleados. Asimismo, el índice de delitos se incrementaba
cuando estaban en el paro.
Pero
este efecto del desempleo sólo era evidente cuando el joven tenía un elevado
índice anterior de delincuencia.
Apuntan
la probabilidad de que el efecto del desempleo sea más a largo plazo,
provocando una reducción de los vínculos de la persona con la sociedad y sus
valores, lo que podría explicar que en muchos casos no existiera una estrecha
relación temporal entre las épocas de desempleo y los índices de delincuencia.
Encontraron
que el 11-12% de los chicos condenados habían estado desempleados durante un
periodo de menos de seis meses sin embargo, la prevalencia de delincuentes
aumentaba al 19,7% a la misma vez que lo hacía el tiempo de desempleo, siendo
en este caso más de seis meses. Por contra, sólo el 2,2% de los chicos
empleados habían sido condenados por delito.
El
desempleo predispone al incremento de las conductas delictivas en individuos
que ya tienen un alto riesgo por su propia conducta y características.
4.
La pobreza y/o situación social desfavorecida
Rutter
y Giller, 1983 Robins y Ratcliff,1979; Bursik y Webb, 1982; Farrington et al.,
1990; Wilmers et al., 2002; Pfeiffer, 2004; Evans, 2004. West, 1982; Mayor y
Urra, 1991 Robins, 1978; Wadsworth, 1979 Hogh y Wolf, 1983; Wikström, 1985;
Farrington, 1989a;Henry et al., 1996 Conger et al., 1994; Conger et al., 1995
Garret y cols, 1994
Pfiffner
et al., 2001 Del Barrio, 2004b; Evans, 2004 Gelles y Cavanaugh, 2004
La
mayoría de los delincuentes proceden de un medio socialmente desfavorecido
La
desventaja socioeconómica como la pobreza extrema y el hacinamiento, se han
asociado repetidamente con el incremento del riesgo a exhibir conductas
antisociales por parte de los adolescentes
Existe
una relación significativa entre la emisión de conductas antisociales y las
clases sociales más bajas
Cuando
el efecto de factores asociados a la clase social baja (tamaño familia,
hacinamiento) han sido controlados, se ha visto como la clase social muestra
poca o ninguna relación con la conducta antisocial
Los
bajos ingresos económicos o el pertenecer a familias que dependían de la
beneficiencia predecía la violencia posterior y los arrestos por faltas
violentas en los jóvenes.
La
presión económica ejerce un efecto indirecto sobre la conducta antisocial,
mediado por la depresión de algún progenitor, el conflicto matrimonial y la
hostilidad de los progenitores.
El estrés familiar estaría mediado por la depresión parental y una deficiente
disciplina.
El
alivio de la pobreza aporta beneficios al funcionamiento familiar y reduce la
aparición de conducta antisocial.
Mayor
índice de conducta antisocial en familias en que el padre no está en caso,
correlacionando con un bajo estatus socioeconómico. La relación se invertía
cuando el padre sí estaba en casa
Las
clases sociales más bajas acumulan más factores de riesgo que hacen que se
produzca un incremento de las conductas violentas y agresivas.
La
situación económica y las desigualdades son dos de los factores sociales más
importantes vinculados con la violencia por varias razones: por ser un poderoso
estresor vital, por correlacionar con otra serie de estresores vitales como
pueden ser el desempleo, la enfermedad, la carencia de una vivienda digna, la
falta de asistencia sanitaria, factores que se agravan si además viven en
vecindarios con un alto grado de delincuencia y porque puede influir a nivel psicológico.
5.
Las variaciones étnicas
Rutter
et al., 2000 Peeples y Loeber, 1994 McCord y Ensminger, 1995 Snyder y Sickmund,
1995 Farrington et al., 1996a. Wetzels et al., 2001; Wilmers et al., 2002;
Pfeiffer, 1998, 2004 Gelles y Cavanaugh, 2004
Hay
diferencias en los índices de conducta antisocial entre personas de diferentes
etnias (a favor de las minoritarias). Esto estaría mediado por factores como
desempleo, factores familiares, etc.
El
índice de delincuencia de los afroamericanos que vivían en zonas no marginales
no difería del de los blancos
Encontraron
relaciones entre comportamientos violentos y haber sido víctima de
discriminación racial, incluyendo haber tenido problemas para encontrar trabajo
y casa.
Los
sujetos de raza negra son más arrestados por delitos relacionados con el robo,
homicidio involuntario y crímenes violentos, mientras que los blancos son más
arrestados por el resto de delitos.
No
encuentran diferencias significativas entre diferentes razas
Factores
tales como el desempleo, la pobreza, los factores familiares de riesgo, normas
culturales legitimadoras hacia la violencia o alguna combinación
interfactorial, subyacerían a las diferencias encontradas entre etnias.
Los
grupos minoritarios presentan mayor probabilidad de atraer más la atención de
las autoridades oficiales, de recibir una sanción o de tener problemas
económicos, motivos por los cuales los datos estadísticos hay que tomarlos con
cautela.
3.2.2.
Factores individuales
Hasta
hace relativamente poco tiempo se consideraba que los modelos psicosociales y
biológicos no sólo eran mutuamente excluyentes sino que, además, entraban en
competencia.
Sin
embargo, hoy sabemos que todo comportamiento humano es, en mayor o menor
medida, producto de la interacción entre determinadas experiencias vitales o
variables psicosociales y un conglomerado de factores biológico-genéticos, por
tanto, la aparición de la conducta antisocial estará modulada por dicha
interacción.
3.2.2.1. Mediadores biológicos y factores
genéticos
Rutter y Giller (1983) consideraron, entre
otros, que no era demasiado útil buscar posibles influencias genéticas
subyacentes a las diferencias individuales encontradas en la propensión hacia
las conductas antisociales. No obstante, en la actualidad, el panorama es muy
distinto, puesto que los factores de riesgo genéticos y biológicos (Lahey,
McBurnett, Loeber y Hart, 1995; Raine, Brennan y Farrington, 1997; Susman y
Finkelstein, 2001), los factores neuropsicológicos y la delincuencia (Milner,
1991), y, finalmente, los vínculos con el trastorno mental (Hodgins, 1993), han
sido puestos claramente de relieve en el estudio del riesgo de comportamientos
antisociales.
En
este apartado se recogen aquellos estudios que relacionan determinadas
anormalidades bioquímicas, estructurales y funcionales que se han encontrado
vinculadas a los comportamientos antisociales y violentos (véase resumen Tabla
3.2.).
3.2.2.1.1.
Hormonas, neurotransmisores y toxinas
La
investigación sobre hormonas y comportamiento agresivo y/o violento en humanos
se ha centrado principalmente en dos tipos de estudios: a) el estudio de los
trastornos endocrinos, básicamente en los síndromes hiper e hipogonadales y, b)
los estudios correlacionales entre niveles de testosterona en plasma, saliva u
orina y conducta agresiva medida a través de cuestionarios psicológicos y/o
observaciones conductuales definidas.
Un
estudio pionero sobre la relación entre la testosterona y la agresión
auto-informada en hombres fue el realizado por Persky, Smith y Basu (1971). Se
utilizaron sujetos varones normales a los que se les administraron diversos
cuestionarios psicológicos, entre ellos, el Inventario de Hostilidad de Buss y
Durkee -BDHI- (1957). Los resultados obtenidos mostraron una correlación
significativa entre niveles superiores de testosterona, puntuaciones en el BDHI
total y la testosterona plasmática total. El segundo factor obtenido en este
cuestionario fue denominado sentimientos agresivos que también correlacionó
significativamente con la producción de la hormona. Los autores sugirieron que
la capacidad para experimentar sentimientos agresivos estaría asociada a la
actividad gonadal masculina (Aluja, 1991). Sin embargo, estudios posteriores (
Doering et al., 1975; Meyer-Bahlburg y cols,1974) no llegaron a confirmar estos
hallazgos obtenidos.
Aplicando
el BDHI a un muestra de 101 voluntarios universitarios así como otras medidas
de autoinforme, Monti, Brown y Corriveau (1977) no hallaron ninguna correlación
significativa entre la escala total de este cuestionario y la testosterona,
pero sí con la subescala
Suspicacia,
aunque de forma moderada. Sin embargo, tampoco se hallaron correlaciones entre
la estructura factorial del BDHI, compuesta por tres factores denominados
agresividad, súplica social y relajación, con los niveles de testosterona
plasmática.
Olweus,
Mattsson, Schalling y Löw (1980) utilizando otros tipos de autoinformes, entre
ellos el Multifacet Aggression Inventory for Boys (OMFAIB), obtuvieron una
relación significativa y positiva entre las subescalas relacionadas con la
agresión física y verbal y los niveles de testosterona. Estos resultados serían
concordantes con los obtenidos por Persky et al. (1971), puesto que el Factor
II del BDHI queda integrado por agresión indirecta, irritabilidad y agresión verbal.
Merece
destacarse el hecho de que los trastornos agresivos constituyen una de las
categorías principales en la que pueden agruparse los efectos psicológicos de
la administración de esteroides androgénicos-anabolizantes como la testosterona
(Salvador,
Martínez-Sanchís,
Moro y Suay, 1994). En esta línea de investigación, estudios realizados con
sujetos transexuales han mostrado que la administración de testosterona aumenta
la ira y la propensión a agredir, mientras que la administración de
antiandrógenos las reduce (Van Goozen et al., 1995).
Para
evaluar la agresividad de los sujetos, también se han empleado otros
instrumentos diagnósticos, además de los cuestionarios psicológicos, mostrando
que las relaciones entre hormonas y conducta agresiva son más consistentes
cuando se emplean escalas de observación, historiales delictivos u otros
criterios cumplimentados por terceras personas (Aluja, 1991).
Estas
relaciones también parecen más consistentes en sujetos jóvenes, sobretodo,
cuando se estudian poblaciones especialmente agresivas. Ontogenéticamente, la influencia
de la testosterona estaría modulada por la edad, de tal forma, que en el
periodo perinatal y en la adolescencia su influencia sería crucial, pero
disminuiría conforme avanza el periodo de desarrollo (Buchanan, Eccles y
Becker, 1992). Se ha de tener en cuenta, además, la relevancia creciente de los
factores sociales a medida que el sujeto madura. Estos factores sociales y de
aprendizaje son más importantes conforme vamos avanzando en la escala filogenética,
llegando a desempeñar un papel particularmente importante que debe ser
considerado.
En
función de los resultados obtenidos dentro de esta línea de investigación, se
sugiere que la propensión a experimentar sentimientos agresivos podría estar asociada
con una mayor capacidad de las gónadas masculinas para producir testosterona
mientras que, la expresión manifiesta de sentimientos de hostilidad, podría
estar más asociada a los niveles circulantes de la hormona (Suay et al., 1996).
También son de destacar los estudios realizados en situación de competición
humana, en los que se muestra una clara relación positiva entre la testosterona
y algunos aspectos de la conducta competitiva como la ambición, la dominancia,
la respuesta agresiva a la amenaza o la implicación en la competición (Salvador
et al., 1994; Suay et al., 1996).
Actualmente,
existen pruebas convincentes del vínculo entre la alta concentración de
testosterona y el aumento de la conducta agresiva en los adultos (Raine,
2002a), llegándose incluso a demostrar cómo las influencias ambientales también
se relacionan tanto con la testosterona como con el cortisol (Tremblay et al.,
1997). Así, estos autores encontraron en el estudio de Montreal, cómo los
chicos clasificados como bravucones a los 13 años, presentaban niveles más
altos de testosterona, sin embargo, los niveles bajaban en los clasificados
como agresivos. Este resultado podría evidenciar el hallazgo de que el rechazo
social reduce los niveles de testosterona. Sin embargo, a los 16 años y con el
paso de los años, dichos niveles aumentaban en los chicos agresivos. Estos
resultados son compatibles con la idea de que los andrógenos desempeñan algún
papel mediador en las relaciones causales entre las experiencias sociales y la
agresión (Rutter et al., 2000). A pesar de esto, pocos investigadores han
estudiado la existencia de interacciones biosociales. Dabbs y Morris (1990)
hallaron entre los sujetos de bajo estatus socioeconómico que aquellos que
tenían altos niveles de testosterona presentaban mayores tasas de delincuencia,
no ocurriendo esto con los que tenían un alto estatus. Scarpa et al. (1999)
constató que los niños maltratados que presentaban mayor respuesta de cortisol,
puntuaban más alto en agresión. De la misma forma, Teicher (2000) resalta que
la presencia excesiva de cortisol en sangre encontrada en niños maltratados,
puede acabar dañando el hipocampo, lugar fundamental en el control de la
agresividad.
En
relación a las hormonas femeninas, el papel que juegan en la agresión es sugerido
por sus funciones. No se espera que una mujer que se preparara o estuviera a la
mitad de un embarazo tuviera alguna disposición a ser agresiva así que
deberíamos deducir que la progesterona tendría un efecto inhibidor o reductor
de la agresión. De forma similar, cualquier mujer lactante haría bien en
defenderse contra cualquier amenaza hacia su cría y no comprometerse fácilmente
en otros encuentros agresivos que pudieran conllevar lesiones directas o
indirectas.
Por
tanto, podríamos sugerir que bajos niveles de progresterona podrían producir
algún tipo de agresión, tal y como se constata en el síndrome premenstrual,
donde algunas mujeres muestran un aumento de su irritabilidad durante la semana
previa a la menstruación y tales síntomas a menudo se alivian con suplementos
de dicha hormona (Dalton, 1964). La administración de progesterona natural es,
asimismo, efectiva para el control de la conducta sexual impulsiva y la
agresión (Moyer, 1987). Así, la agresión entre hembras y particularmente
conocida como agresión materna, está también modulada hormonalmente, de tal
forma, que algunas hormonas gonadales y suprarrenales afectan a la agresividad
durante el embarazo pero no durante la lactancia (Svare, 1981).
Por
otra parte, Carroll y Steiner (1978) informaron que altos niveles de prolactina
combinados con bajos niveles de progesterona, pueden causar ansiedad o agresiónirritable.
Dada la disminuida agresión asociada a las mujeres, esperaríamos que el
estrógeno, hormona asociada con las características sexuales femeninas,
promovería niveles más bajos de agresión.
Herrmann
y Beach (1978) informaron que las inyecciones de progesterona reducen la
irritabilidad en los sujetos. Este efecto ha sido utilizado con éxito para
disminuir problemas asociados con el síndrome premenstrual. Además,
Meyer-Bahlburg (1981) informó sobre algunos efectos en los fetos producidos por
la administración de hormonas para ayudar a sostener un embarazo. Los excesos
de progesterona prenatal producían niveles más bajos de agresión tanto en
varones como en mujeres.
A modo de conclusión y en relación con las
investigaciones realizadas entre testosterona y conducta agresiva y/o violenta,
se puede afirmar en general, la existencia de un incremento de los niveles
plasmáticos de testosterona y un mayor comportamiento antisocial en varones
(Flores, 1987; Mattsson et al., 1980; Olweus et al., 1980; Raine 2002a;
Tremblay et al., 1997). Así, se ha llegado a señalar incluso que la
testosterona es el candidato más prometedor de todos los mediadores biológicos
(Rubinow y Schmidt, 1996).
Respecto
a los neurotransmisores, hay una amplia bibliografía basada en estudios que
consideran a la serotonina como un aspecto central en la regulación de la
conducta agresiva impulsiva (Coccaro, 1989; Pedersen, Oreland, Reynolds y
McClearn, 1993; Sanmartín, 2004; Spoont, 1992; Van Praag, 1991). A través de la
enzima monoaminoxidasa (MAO) se han asociado niveles elevados de serotonina al
comportamiento antisocial. Así, la baja actividad de la MAO en las plaquetas guarda
relación con el delito violento (Belfrage, Lidberg y Oreland, 1992) y con la
delincuencia persistente (Alm et al., 1994).
En
este sentido, tal y como sugiere Gómez-Jarabo, Alcázar y Rubio, (1999), un
posible marcador biológico de la agresividad podría ser la actividad
monoamino-oxidasa (MAO) plaquetaria, una medida indirecta del funcionamiento
serotoninérgico cerebral. Una disminución de la actividad MAO ha sido descrita
en individuos violentos y en pacientes con trastornos del control de los
impulsos (Buschbaum, Coursey y Murphy, 1976; Carrasco, Sáiz y Hollander, 1994).
Los resultados obtenidos por Brunner et al., (1993) en una familia holandesa en
la que catorce de sus miembros fueron detenidos por actos violentos
continuados, indicaron la presencia de una mutación genética ligada al
cromosoma X, que ocasionaba una alteración de la enzima MAO-A y que, a su vez,
originaba una disfunción en la actividad serotoninérgica.
El
hallazgo más común en sujetos con historia de conducta violenta o impulsiva,
incluido el homicidio, es el nivel significativamente bajo del principal
metabolito de la serotonina, el ácido 5-hidroxi-indolacético (Brown et al.,
1979; Linnoila et al., 1983; Raine y Venables, 1992). En la última década, la
investigación se ha centrado en el hecho de que la disminución de la actividad
serotoninérgica se acompaña de un déficit del control de los impulsos e
irritabilidad, lo que se traduciría en una mayor probabilidad de
comportamientos violentos y no tanto en que la serotonina sea la responsable
directa de tal comportamiento agresivo (Moffitt et al., 1997; Pine et al.,
1997; Sanmartín, 2004).
Himelstein
(2003) encuentra en su estudio que el funcionamiento serotoninérgico en la
infancia, ayudaba a predecir no sólo el comportamiento agresivo futuro sino la
persistencia de éste, de tal forma, que aquellos que presentaban bajos niveles
de serotonina mostraban un comportamiento antisocial persistente en la
adolescencia y edad adulta, por contra, desistían de dicho comportamiento si
sus niveles de serotonina eran normales.
Respecto
a otros neurotransmisores, se ha encontrado que la acetilcolina aumenta la
agresión cuando se administra en el lóbulo temporal, el hipotálamo y otras
áreas neuronales en varias especies animales. La exposición accidental,
general, a los agonistas colinérgicos también puede aumentar la agresividad
humana. Otras observaciones y manipulaciones apoyan aún más el efecto
facilitador de la acetilcolina sobre la agresión (Ebel, Mack, Stefanovic y
Mandel, 1973; Grossman, 1963; MacLean y Delgado,1953). En general, varios tipos
de investigación apoyan la tesis de que la acetilcolina contribuye a la
producción de comportamientos agresivos (Renfrew, 1997).
La
noradrenalina (NA) también ha sido asociada con la agresión en experimentos psicofarmacológicos
en los que la agresión se ve incrementada o reducida de manera paralela a los
niveles de NA. También se produce una utilización elevada de la norepinefrina
durante la agresión. En humanos, los estados maníacos se producen después de aumentos
de NA o por agonistas, viéndose reducidos por la acción de los antagonistas
(Eichelman y Barchas, 1975).
Finalmente,
la dopamina (DA) es un neurotransmisor que se ha involucrado en los efectos
placenteros relacionados con la función que limita la agresión durante la
actividad del Sistema de Inhibición de la Agresión. También ha sido asociada
con el aumento de agresión en experimentos que involucran su manipulación. El
desacuerdo surge en los papeles relativos de la DA y la NA. Parte de este
desacuerdo resulta del hecho de que la DA es un precursor de la NA y los
fármacos que afectan a la agresión afectan a menudo a ambos neurotransmisores
(Alpert, Cohen, Shaywitz y Piccirillo,1981; Datla, Sen, Bhattacharya, 1992).
En
cuanto a determinadas toxinas y nutrientes, éstas también se han vinculado a un
aumento de la probabilidad de ejercer conductas antisociales. Así, los hijos de
padres alcohólicos tienen un riesgo sustancialmente mayor de exhibir conductas
antisociales, además de otros tipos de psicopatología (Scott, 2004;
Steinhausen, 1995) y especialmente cuando el consumo de alcohol es realizado en
las primeras etapas del embarazo por parte de la madre, pudiendo provocar
serios problemas, entre ellos falta de atención e hiperactividad (Streissguth,
1993). Respecto a la exposición de la nicotina, existen estudios que han
establecido un vínculo significativo entre el consumo de tabaco durante el
embarazo y el trastorno disocial y la delincuencia violenta posterior (Raine,
2002b). De la misma forma se ha encontrado como el número de cigarrillos
consumidos por la madre durante el embarazo correlacionaba con la delincuencia
violenta posterior de sus hijos y, no sólo durante la etapa adolescente, sino a
lo largo de la vida (Brennan, Grekin y Mednick, 1999; Fergusson, 1999; Rasanen
et al., 1999).
Otro
factor asociado ha sido la ingestión de plomo. Unos niveles moderadamente
elevados de plomo en el cuerpo van asociados a ligeras disminuciones del
rendimiento cognitivo (Fergusson, Horwood y Lynskey, 1997b). Sin embargo, su
relación con la agresividad no está demasiado clara. Needleman et al. (1996)
encontraron en niños de 11 años relación entre niveles elevados de plomo en
huesos y la conducta agresiva y delictiva manifestada, pero no a la edad de
7años. Otros estudios han puesto de manifiesto como diferentes
aditivosalimentarios pueden ser causa de hiperactividad, por ejemplo, aquellos
que presentan intolerancia a algún elemento de su dieta (Carter et al., 1993;
Schulte-Korne et al., 1996; Taylor, 1991) o la deficiencia vitamínica (Eysenck
y Schoenthaler, 1997) que puede reducir el rendimiento cognitivo.
3.2.2.1.2.
Sistema nervioso autónomo y estudios neurofisiológicos
La
baja reactividad autonómica ha sido asociada a la producción de conductas
delictivas, principalmente a través del hallazgo del menor número de
pulsaciones encontrado en jóvenes que cometen conductas antisociales respecto a
aquellos que no las cometen (Lösel y Bender, 1994; McBurnett, Lahey, Capasso y
Loeber, 1997; Raine, Venables y Williams, 1995; Raine, Venables y Mednick,
1997). Wadsworth (1976) encontró en la
encuesta Británica Nacional de Salud y Desarrollo, que el 81% de los
delincuentes violentos y el 67% de los delincuentes sexuales tenían frecuencias
cardiacas por debajo del promedio. Se cree que un bajo número de pulsaciones es
indicador de un temperamento temerario y/o de un bajo nivel de arousal, que
predispone a algunos individuos hacia la agresión y la violencia (Raine y
Jones, 1987). Hasta hoy, la evidencia no es suficientemente fuerte para
utilizar este indicador físico/médico como la baja frecuencia cardiaca, para
identificar a aquellos que están en riesgo de ser violentos.
Hay anormalidades neurofisiológicas que se han
asociado también al aumento de la delincuencia. En este sentido, cobran
importancia los estudios que relacionan determinadas anormalidades en el lóbulo
frontal, ya sean estructurales o funcionales, con la aparición de conductas
antisociales (Bauer, 2000; Chang, 1999; Miller, 1998; Raine, 2002b). Estos
estudios surgen a raíz de las investigaciones que relacionan la psicopatía con
el lóbulo frontal.
Así,
las reducciones del volumen de corteza gris prefrontal en pruebas de resonancia
magnética (RM) (Raine et al., 2000), se han asociado a un menor flujo sanguíneo
cerebral relativo en áreas frontales mediante tomografía por emisión de fotones
únicos (SPECT) (Brower y Price, 2001), aun menor consumo de glucosa frontal a
través de la tomografía por emisión de positrones (TEP) (Raine, 2001) y a
determinados potenciales evocados cerebrales, como la P300, pertenecientes a
áreas frontales (Kiehl, Hare, Liddle y McDonald, 1999).
3.2.2.1.3.
Embarazo y complicaciones en el parto
Los
traumas prenatales y las complicaciones durante el embarazo están de alguna
manera relacionados con comportamientos violentos en el futuro aunque los
hallazgos varían según la muestra y los métodos utilizados para identificar
dichos traumas prenatales. Kandel y Mednick (1991) encontraron que el 80% de
los delincuentes violentos presentaron mayores complicaciones durante el parto
comparado con el 30% de los delincuentes contra la propiedad y el 47% de los no
delincuentes. Sin embargo, hay evidencia de que el trauma prenatal es predictor
de la violencia sólo en los niños criados en ambientes familiares inestables
(Mednick y Kandel, 1988), sugiriendo que un ambiente familiar estable podría
servir como factor protector de la influencia de estos traumas. Además, los
traumas prenatales también predicen un mayor riesgo de hiperactividad, lo que
en sí mismo es un factor de riesgo para la violencia, sugiriendo la existencia
de diversos caminos para llegar a la conducta violenta después de haber
padecido traumas prenatales. Se debe destacar que los traumas prenatales y las
complicaciones en el parto están relacionados con el comportamiento violento
posterior, pero no así con la conducta criminal no violenta (Mednick y Kandel,
1988), sugiriendo que podrían producirse daños sobre los mecanismos cerebrales
que inhiben la conducta violenta de forma específica (Reiss y Roth, 1993).
No
obstante, debemos resaltar que Denno (1990) no encontró que las complicaciones
durante el embarazo y el parto fueran capaces de predecir arrestos por
violencia hasta los 22 años, como tampoco se encontró en el estudio de
Cambridge (Farrington, 1997b).
Varios
estudios han mostrado que la influencia de haber padecido complicaciones en el
parto sobre la conducta antisocial futura dependerá de la presencia de otros
factores de riesgo de carácter psicosocial. Así, Raine, Brennan y Mednick
(1994) encontraron como las complicaciones en el parto interactuaban con el
rechazo materno durante el primer año de vida en la predicción de la
delincuencia a los 18 años. Estos mismos autores, tras realizar un seguimiento
de los chicos, encontraron que la influencia de dicha asociación de factores
apareció sólo para la delincuencia de tipo violento (Raine, Brennan y Mednick,
1997).
Piquero
y Tibbetts (1999) en su estudio longitudinal encontró que aquellos sujetos que habían
tenido complicaciones pre/perinatales como un entorno familiar desfavorable
tenían mayor probabilidad de acabar siendo delincuentes violentos a la edad
adulta. De modo similar, complicaciones durante el embarazo junto con malas
prácticas de crianza (Hodgins, Kratzer y McNeil, 2001) o inestabilidad familiar
(Arsenault, Tremblay, Boulerice y Saucier, 2002) también predecían mayor
violencia adulta.
Por
tanto, las complicaciones en el parto, tales como la privación del oxigeno, la
extracción con fórceps y la preeclampsia, pueden contribuir a provocar daño
cerebral y ser una de las causas tempranas que se dan en niños y adultos
antisociales. Aun así, puede que las complicaciones en el parto no predispongan
al delito por sí mismas, sino que requieran la presencia de circunstancias
ambientales negativas para desencadenar la violencia posterior (Raine y Chi,
2004).
3.2.2.1.4.
Anomalías cromosómicas
A
mediados de los años 60, un estudio pionero llevado a cabo con delincuentes en
prisión, halló en esta población una excesiva presencia de la anomalía cromosómica
XYY (Jacobs et al., 1965). Aunque los comportamientos delictivos son claramente
más numerosos en los individuos XYY, en comparación con los XY de la misma
edad, peso, inteligencia y clase social, sus delitos son relativamente
triviales (Witkin et al., 1976). Más recientemente, otros estudios han
encontrado que los individuos XYY tienen un índice de delincuencia varias veces
superior al de los individuos XXY, siendo el índice de estos últimos
prácticamente igual al de la población general y no pudiendo atribuir las
diferencias a un bajo CI (Götz, 1996; Walzer, Bashir y Silbert, 1991).
Como
recogen Rutter et al. (2000), la presencia de XYY no causaría la delincuencia
directamente sino que, junto a otros factores, incrementaría la probabilidad de
ejercer conductas antisociales. La única evidencia genética con relativo poder
explicativo subyace a un trastorno genéticamente vinculado al metabolismo de la
monoaminoxidasa (Brunner et al., 1993; Brunner, 1996).
3.2.2.1.5.
La transmisión familiar
Hoy
en día se dispone de pruebas fehacientes que apoyan la influencia genética
sobre el comportamiento antisocial (Cleveland, Wiebe, Van den Oord y Rowe,
2000; Eley, Lichtenstein y Stevenson, 1999; Ge et al., 1996; Rutter, 1997). A
continuación, se presentan aquellos estudios que sitúan a la familia como
piedra angular de la posible transmisión genética de una predisposición a
realizar conductas antisociales.
1.
Estudios con familias. Se ha observado que los padres antisociales tienen más
probabilidad de tener hijos que desarrollen conductas delictivas. Un estudio
clásico de Robins (1966) situaba el comportamiento criminal del padre como uno
de los mejores predictores de la conducta antisocial del hijo.
En
los últimos años se han acumulado evidencias a favor de una heredabilidad de
las características biológicas moduladoras de la conducta delictiva.
Farrington, Barnes y Lambert (1996) encuentran que la delincuencia se concentra
marcadamente en algunas familias y se transmite en mayor grado de generación en
generación. En esta línea, se ha demostrado que aunque las variables
relacionadas con el entorno familiar van significativamente asociadas a la
delincuencia de la descendencia, su efecto es más débil que el de la
delincuencia paterna o materna después de considerar otras variables, pese a
que ambas son estadísticamente importantes (Rowe y Farrington, 1997).
Asimismo,
está tomando fuerza la posición que incide en que habría un sustancial
componente genético en la agresividad y en la conducta perturbadora,
reduciéndose su importancia sobre la delincuencia (Van der Oord, Boomsma y
Verhulst, 1994). Habitualmente se tiende a pensar que la influencia genética
sobre el delito violento es más poderosa que sobre el delito insignificante.
Sin embargo, los estudios revelan resultados opuestos a las creencias
implícitas (Bohman, 1996; Cloninger y Gottestman, 1987).
2. Los estudios con gemelos. El primer estudio
realizado con gemelos criminales fue realizado por el psiquiatra alemán Lange
(1929), quien encontró un 77% de concordancia en la criminalidad de gemelos
monozigoto (MZ) y un 12% para los dizigoto (DZ), concluyendo que la
heredabilidad jugaba un papel preponderante como causa del crimen. Christiansen
(1977) encontró una concordancia del 52% en una población de presos MZ (masculino-masculino)
en comparación con el 22% en DZ (masculino-masculino).
3.
Los estudios de adopción. Las limitaciones de los estudios con gemelos están
vinculadas a su dificultad para separar las causas genéticas de las
ambientales. Asimismo, el papel diferencial que podrían ejercer las
propensiones genéticamente condicionadas en los niños situados en entornos de
muy alto riesgo y sobre las que hay total incertidumbre acerca de su hipotética
realidad, conducen a pensar en un enfoque no tan reduccionista como es el
genético (Baumrind, 1993). Por tanto, los estudios con hijos adoptivos separan
más adecuadamente las causas genéticas y ambientales. Crowe (1974) encuentra un
incremento significativo de la criminalidad en jóvenes adoptados que tenían
madres biológicas criminales.
El
componente genético parece ser considerablemente más fuerte en el caso de la
conducta antisocial que perdura en la vida adulta en comparación con las etapas
circunscritas a la niñez y a la adolescencia en hijos adoptivos (Miles y Carey,
1997). Los datos acerca de gemelos e hijos adoptivos que, en los últimos años,
han proliferado (Bock y Goode, 1996; Carey y Goldman, 1997; Miles y Carey,
1997), evidencian eficazmente la influencia de los efectos genéticos frente a
los ambientales.
En
estos estudios, la influencia genética aparece menos en las investigaciones
llevadas a cabo con hijos adoptivos que con gemelos, apoyando la inferencia de
un valor significativo de la genética en la conducta antisocial. Sin embargo,
existen otros estudios de adopción que ponen de manifiesto que cuando se da una
interacción entre los factores genéticos y los ambientales, aumenta la
probabilidad de que aparezcan comportamientos delictivos (Cleveland et al.,
2000). Así, con una muestra de varones adoptados, tener padres biológicos
criminales y una crianza negativa por parte de los padres adoptivos, presentaba
mayor tasa de delincuencia que si considerábamos ambos factores por separado
(Cloninger et al., 1982). Los mismos resultados se obtuvieron con una muestra
de mujeres (Cloninger y Gottesman, 1987). Otros estudios han confirmado también
la interacción, encontrando mayores niveles de agresión en chicos que además de
tener padres biológicos con trastorno de personalidad antisocial y/o
alcoholismo, existía un ambiente familiar negativo en el hogar adoptivo
(Cadoret et al., 1995).
Tabla
3. 2. Resumen de factores de riesgo: mediadores biológicos y factores genéticos
FACTORES
DE RIESGO
ESTUDIOS
HALLAZGOS EMPÍRICOS
1.Hormonas,
neurotransmisores y toxinas Persky et al., 1971,Olweus et al., 1980
Salvador
et al., 1994; Rubinow y Schmidt, 1996; Raine 2002 Tremblay et al., 1997
Scarp
et al., 1999; Teicher,2000; Dalton, 1964; Carrol y Steiner, 1978; Herrmann y
Beach, 1978;Moyer1987 Coccaro, 1989; Belfrage et al., 1992; Spoont, 1992;
Pedersen et al., 1993; Alm et al., 1994; Moffitt et al., 1997; Pine et al.,
1997; Gómez Jarabo et al., 1999; Himelstein, 2003; Sanmartín, 2004. Renfrew,
1997 Eichelman y Barchas, 1975; Alpert et al.,1981; Datla et al., 1992
Streissguth, 1993; Steinhausen,1995; Scott, 2004 Fergusson, 1999; Brennan et
al., 1999; Rasanen et al., 1999; Raine, 2002 Fergusson et al., 1997; Needleman
et al.; 1996 Taylor, 1991; Carter et al., 1993; Schulte-Korne et al., 1996;
Eysenck y Schoenthaler, 1997
Relación
entre la testosterona y la agresión auto-informada en varones
Relación
entre niveles altos de testosterona y comportamiento antisocial en varones Los
líderes presentan mayores niveles de testosterona,reduciéndose
los mismos en caso de rechazo social
La
presencia excesiva de cortisol puede relacionarse con comportamientos
agresivos.
Bajos
niveles de progesterona pueden producir agresión
Alteraciones
de la serotonina predicen una mayor conducta agresiva
La
acetilcolina contribuye a la producción de los comportamientos agresivos
Niveles
altos de noradrenalina y dopamina se asocian a conductas agresivas.
El
consumo de alcohol por parte de los padres predicen conductas antisociales en
sus hijos, más grave durante el embarazo.
Existe
un vínculo significativo entre el consumo de tabaco durante el embarazo y el
trastorno disocial y la delincuencia violenta posterior de los hijos.
Niveles
moderadamente elevados de plomo en el cuerpo se asocian a disminuciones en
rendimiento cognitivo y agresividad
Diferentes
aditivos alimentarios pueden ser causa de hiperactividad, por ejemplo, aquellos
que presentan intolerancia a algún elemento de su dieta o la deficiencia
vitamínica que puede reducir el rendimiento cognitivo.
2.
SNA y estudios neurofisiológicos
Raine
et al., 1995; Raine, 1997 McBurnett et al., 1997; Lösel y Bender, 1994
Miller,
1998; Chang, 1999; Bauer, 2000; Raine, 2002 Raine et al., 2000 Brower y Price,
2001 Raine, 2001 Kiehl et al., 1999
Baja
reactividad autonómica en aquellos sujetos que cometen conductas agresivas
Anormalidades
del lóbulo frontal
Reducciones
del volumen de corteza gris prefrontal
Menor
flujo sanguíneo cerebral relativo en áreas frontales
Menor
consumo de glucosa frontal
Potenciales
evocados reducidos como el P300
2.Embarazo
y complicaciones en el parto
Kandel
y Medenick, 1991 Raine, Brennan y Mednick,1994; 1997 Piquero y Tibbetts, 1999
Hodgins, Kratzer y McNeil, 2001; Arsenault, Tremblay, Boulerice y Saucier, 2002
Raine y Chi, 2004
Los
traumas prenatales y las complicaciones durante el embarazo están de alguna
manera relacionados con comportamientos violentos en el futuro
Encontraron
como las complicaciones en el parto interactuaban con el rechazo materno
durante el primer año de vida en la predicción de la delincuencia de tipo
violento.
Aquellos
sujetos que habían tenido complicaciones pre/perinatales como un entorno
familiar desfavorable tenían mayor probabilidad de acabar siendo delincuentes
violentos a la edad adulta.
Complicaciones
durante el embarazo junto con malas prácticas de crianza o inestabilidad
familiar también predecían mayor violencia adulta.
Complicaciones
en el parto, tales como la privación del oxigeno, la extracción con fórceps y
la preeclampsia, pueden contribuir a provocar daño cerebral y ser una de las
causas tempranas que se dan en niños y adultos antisociales. Aun así, puede que
las complicaciones en el parto no predispongan al delito por sí mismas, sino
que requieran la presencia de circunstancias ambientales negativas para
desencadenar la violencia posterior.
3.
Anomalías cromosómicas
Jacobs
et al., 1965; Witkin et al., 1977; Walzer et al., 1991; Rutter et al., 2000
Bruner, 1996; Brunner et al., 1993
La
anomalía cromosómica XYY está relacionada con una mayor aparición de conductas
delictivas
Habría
un trastorno genéticamente vinculado al metabolismo de la monoaminoxidasa
4.
La transmisión familiar
a)
Estudios con familias
b)
Estudios con gemelos
c)
Estudios de adopción
Robins,
1966; Farrington, Barnes y Lambert, 1996; Rowe y Farrington, 1997 Cloninger y
Gottestman, 1987; Van der Oord et al., 1994; Bohman, 1996 Lange, 1929;
Christiansen, 1977 Crowe, 1974 Miles y Carey, 1997 Bock y Goode, 1996; Carey y
Goldman, 1997; Miles y Carey, 1997 Cloninger et al., 1982; Cloninger y
Gottesman, 1987; Cadoret et al., 1995; Cleveland et al., 2000
La
delincuencia se concentra marcadamente en algunas familias
La
influencia genética es más habitual en conducta agresivas o delitos menores que
en delitos violentos
Mayor
concordancia en la criminalidad de gemelos MZ en comparación con los DZ
Incremento
significativo en la criminalidad de jóvenes adoptados que tenían madres
biológicas criminales
El
componente genético de la conducta antisocial parece ser más fuerte para las
conductas que perduran en la adultez en comparación con las de la niñez y
adolescencia
La
influencia genética en la conducta antisocial aparece menos en los estudios de
hijos adoptivos en comparación con los gemelos apoyando un valor significativo
de la genética en la conducta antisocial
Otros
estudios de adopción que ponen de manifiesto que cuando se da una interacción
entre los factores genéticos y ambientales, aumenta la probabilidad de que
aparezcan comportamientos delictivos.
3.2.2.2.
Factores biológico-evolutivos
El
objetivo de este apartado es señalar aquellos factores vinculados a las
diferencias sexuales y por edad, que tienen un indudable valor para la
comprensión del desarrollo y mantenimiento de las conductas antisociales, así
como también de su evolución temporal
(véase
resumen Tabla 3.3.).
3.2.2.2.1.
Diferencias sexuales
Las estadísticas oficiales de todos los países
muestran claramente que hay más varones que mujeres arrestados y hallados
culpables de delitos (Defensor del Pueblo, 2000; Ministerio del Interior,
2003). Lo mismo ocurre con los estudios de investigación, uno de los resultados
más repetidos sobre la conducta antisocial es que los varones la manifiestan
con mayor frecuencia y de formas más graves que las mujeres, diferencia que se
manifiesta desde la infancia y en cualquier contexto (Cabrera, 2002; Cowie,
2000; Del Barrio, 2004a; DíazAguado y Martínez Arias, 2001; Flores, 1982;
Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004; Gelles y Cavanaugh, 2004; Moffitt,
Caspi, Rutter y Silvia, 2001; Serrano, 1983; Smith, 1995; Sobral,
Gómez-Fraguela, Romero y Luengo, 2000; Thornberry, 2004; Wilmers et al., 2002).
En
la literatura existente se ha debatido principalmente sobre el papel que
podrían tener en la agresividad distintos componentes biológicos asociados al
género. Los andrógenos prenatales, que desempeñan una función organizadora en
el desarrollo del cerebro en los seres humanos (Berkowitz, 1996; Swaab, 1991),
podrían ser una fuente de explicación de la mayor agresividad observada en
varones. Sin embargo, y a la luz de los datos actualmente disponibles, hay que
considerar que las diferencias de andrógenos en la época del nacimiento pueden
tener un mínimo papel en las diferencias de género existentes en la
agresividad.
Asimismo,
el aumento de testosterona en la pubertad de los varones ha de ser visto como
una sugerencia de investigación y no una conclusión firme (Rutter et al.,
2000).
Los
varones son más agresivos físicamente que las mujeres en la mayoría de los
escenarios naturales (Eagly y Steffen, 1986), aunque no tienen más probabilidades
de mostrar su agresividad dentro de la familia (Straus y Gelles, 1990). La
diferencia de género determina una mayor agresividad física en los varones
(Eagly y Steffen, 1986). Campbell (1995) señala, al respecto, que la
agresividad de los varones es un mecanismo para afianzar su dominio y poder,
mientras que en las mujeres lo sería para expresar sentimientos negativos. Así,
Cummings y Leschied (2001) añaden que las mujeres afirman experimentar más
sentimientos negativos antes de implicarse en peleas verbales o físicas.
Pfeiffer y Wetzels (1999) aporta pruebas de que la crianza por parte de los
padres es un factor clave en las diferencias entre los sexos, ya que los padres
condenan los actos violentos más severamente cuando son cometidos por las
chicas que por los chicos, sin embargo, parecen utilizar más el castigo físico
con los varones (Del Barrio, 2004a).
El
estudio tradicional del dimorfismo sexual en el comportamiento agresivo humano
se ha conceptualizado desde un planteamiento operacionalmente cuantitativo:
quién es más agresivo en sus acciones o en sus disposiciones comportamentales.
Parece más prudente, sin embargo, analizar sus eventuales diferencias
cualitativas: de qué manera suelen expresar su agresividad cada uno de los
sexos. En la actualidad, el punto de partida del estudio de las diferencias
sexuales en el comportamiento agresivo, se sitúa en el planteamiento general de
que estas diferencias son más pronunciadas en aquellos tipos de agresión más
extremos. A tenor de múltiples estudios realizados en este sentido, los hombres
muestran mayor agresión física que las mujeres mientras que existen menores
diferencias en cuanto a la agresión verbal.
Asimismo,
los hombres expresan mayor impulsividad y hostilidad, siendo las diferencias existentes
entre ambos sexos menores que para el caso anterior (Andreu et al., 1998;
Archer, et al., 1995; Archer, 1998).
Estos
resultados no significan que las mujeres sean menos agresivas que los varones
sino que prefieren utilizar otro tipo de estrategias agresivas no físicas,
tales como las conocidas como agresión indirecta, en las que no se produce un
enfrentamiento agresorvíctima directo, cara a cara. Por otra parte, la
representación social o la atribución hacia la agresión también diferiría: los
hombres perciben la agresión de modo más instrumental, como una manera de
controlar a los demás, mientras que las mujeres lo hacen de forma más
expresiva, como pérdida de control (Campbell y Muncer, 1994). En otras
expresiones agresivas, como la ira, apenas se constatarían diferencias entre
ambos sexos (Andreu et al., 1998; Archer et al., 1995).
Las
diferencias sexuales relacionadas con la conducta antisocial incluyen tanto los
comportamientos comúnmente observados, como los estados psicopatológicos. Los
comportamientos agresivos que ocurren más a menudo en los niños varones
incluyen luchas físicas, agresión reactiva, imitación de la agresión de otros,
juegos bruscos y fantasías agresivas (Meyer-Bahlburg, 1981). Cantwell (1981)
anota que el Trastorno de Personalidad Antisocial se diagnostica, a una edad
temprana, más a menudo en los niños que en las niñas; encontrándose, a su vez,
que es subsecuente a los diagnósticos previos de Déficit de Atención con
Hiperactividad.
Otra interpretación sería que es muy probable
que los varones tengan una mayor predisposición a inmiscuirse en situaciones
problemáticas (Rutter, 1970). Parece que los niños son más vulnerables a los
riesgos psicológicos asociados a la discordia familiar (Rutter y Quinton,
1984). En esas situaciones, las conductas hostiles de los niños tienden a hacer
que las madres se retraigan, fomentando, a su vez, una mayor hostilidad en los
niños (Jacklin y Maccoby, 1978).
La
cultura de los chicos y chicas difiere notablemente entre sí, desempeñando una
indudable influencia en el posible desarrollo de conductas antisociales. Así:
1) desde la infancia, los chicos tienden a jugar más en lugares públicos que
las chicas, las cuales juegan preferiblemente en recintos cerrados (Lever,
1976); 2) los chicos juegan en grupos grandes, mientras que las niñas se juntan
en diadas y/o triadas (Brooks-Gunn y Schempp, 1979); 3) el juego de los varones
es de un mayor contacto físico y rudeza en comparación con el de las niñas (De
Pietro, 1981); 4) hay más peleas en los grupos de chicos (Luria y Herzog,
1985); 5) los encuentros sociales entre varones tienden a estar orientados a la
dominancia o la formación de jerarquías (McLoyd, 1983); 6) el liderazgo en las
mujeres es visto como algo favorable, imitable y que permite obtener buenos
resultados, sin embargo, en los varones es visto como dominante y puede tomar
formas agresivas o de humillación (DePietro, 1981); 7) el concepto de amistad
es distinto en las mujeres que en los varones, predominando en ellas relaciones
más profundas y emotivas (Lever, 1976); 8) no queda claro si es más fácil
entrar en grupos de varones que en grupos de mujeres (McLoyd, 1983); 9) el
contenido del discurso en las mujeres tiende a crear y mantener relaciones y,
en caso de críticas, las realiza de forma aceptable frente a un estilo más
agresivo en los varones (Lever, 1976).
3.2.2.2.2.
Diferencias por edad
No
es fácil determinar si con el tiempo los niños se hacen más o menos agresivos
porque los actos agresivos o antisociales que se manifiestan a los dos años no
se pueden comparar directamente con los de un niño de distinta edad. Como
resultado, los investigadores han elegido estudiar cambios relacionados con la
edad tanto en la forma de la conducta agresiva como en las situaciones que la
provocan (Shaffer, 2002). Aunque la
conducta antisocial está más asociada a la etapa de la adolescencia, donde su
presencia es más elevada, las primeras manifestaciones agresivas y violentas
tienen su aparición a los dos o tres años de edad (Loeber y Farrington, 2001).
A partir de ahí, y durante el transcurso de la infancia, la agresión física y
otras formas de conducta antisocial manifiesta comienzan un declive a medida
que los niños se van haciendo más competentes en resolver sus disputas de una
manera más amigable (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998; Tremblay, 2000, 2001).
Sin embargo, la agresión hostil, en especial entre los chicos y la agresión
verbal en el caso de chicas, muestran un ligero incremento con la edad, aún
cuando la agresión instrumental y otras formas de conducta alborotadora se
hacen menos frecuentes.
Progresivamente,
la incidencia de peleas y otras formas de agresión manifiestas, fácilmente
detectables, sigue disminuyendo desde la infancia a lo largo de toda la
adolescencia, una tendencia válida para ambos sexos (Stanger, Achenbah y
Verhulst, 1997; Tremblay, 2000).
Para
algunos niños, sin embargo, esta disminución no es todo lo rápida que debiera
ser y continúan siendo mucho más agresivos, rebeldes y difíciles de manejar.
Existe por tanto un fuerte continuo que va desde el comportamiento antisocial
en la infancia a la conducta antisocial y la criminalidad en la edad adulta.
Así pues, la mayor parte de las conductas antisociales graves tienen sus raíces
en la infancia temprana, siendo muy pocas personas las que se convierten por
primera vez en serios antisociales en la edad adulta (Scott, 2004).
Es
evidente que no todos los niños conflictivos en edad preescolar llegan a ser
delincuentes, así como el que no todos los delincuentes han sido conflictivos
en sus etapas preescolares (Rutter et al., 2000). Moffit (1993), al respecto,
distingue la conducta antisocial estática en la adolescencia y la persistente
en la vida adulta. Obviamente, el presentar conductas antisociales en la niñez
puede ser un factor de predisposición para una mayor inadaptación social en la
adultez (Robins, 1986; Thornberry, 2004). Sin embargo, los resultados
procedentes de estudios longitudinales han de ser observados a la luz de sus
limitaciones para comprobar hipótesis causales.
Otra
vertiente investigadora con estudios longitudinales ha sido la de las llamadas
carreras delictivas. Garrido (1984) señala que estas carreras comienzan durante
el inicio y la mitad de la adolescencia. Hay dos estudios clave en la
comprensión de las carreras delictivas.
Por
un lado, estaría el de Filadelfia (Wolfgang, Figlio y Stelim, 1972) y, por el
otro, el de Londres (Farrington, 1995). En el estudio de Filadelfia los chicos
arrestados a la edad de trece años fueron más frecuentemente arrestados que
aquellos apresados por primera vez cualquier otra edad. Además, aquellos
muchachos definidos posteriormente como delincuentes crónicos sufrieron su
primer arresto con una anticipación media de dos años en relación al resto de
la muestra. En la misma línea, el estudio de Londres confirmaba que el índice
de reincidencia se elevaba marcadamente desde la primera condena hasta la
tercera y, posteriormente, solo aumentaba ligeramente; así como que unos
sujetos, los que desistían, mostraban bajas probabilidades de reincidencia y
otros, los que persistían, mostraban elevadas probabilidades.
No
obstante, como señala Farrington (1986), las carreras criminales adultas no
emergen sin previo aviso. La aparición temprana del comportamiento violento y
la delincuencia predice una mayor cronicidad y gravedad del delito violento
(Farrington, 1991; Krohn, Thornberry, Rivera y LeBlanc, 2001; Thornberry,
Huizinga y Loeber, 1995; Thornberry, 2004; Tremblay, 2001), pero no está claro
como esa pronta iniciación determina el posterior aumento de la violencia con
el paso de los años.
Farrington (1986) encuentra que los jóvenes
convictos o que admitían una historia previa de multitud de actos delictivos
era identificados como problemáticos, deshonestos y agresivos por sus
profesores, compañeros y profesores en edades tempranas, incidiendo estos datos
en una posible continuidad del comportamiento antisocial. Asimismo, Farrington
(1995) encuentra que la mitad de los jóvenes convictos por delitos violentos
entre las edades de los 10 y los 16 estaban convictos por delitos similares a
la edad de los 24, en comparación con el 8% de los que no habían sido convictos
en la adolescencia. White et al. (1990) establecieron diferencias por sexos. Se
evaluó la violencia auto-informada de 219 mujeres y 205 varones en tres edades
distintas: los 15, 18 y 21 años. La violencia a los 15 años predecía violencia
en los años posteriores en los varones, pero esta relación era menos
consistente en el caso de las mujeres. Tras medir la violencia ejercida por
niños de 6 años, Tremblay et al., (1992) obtuvieron resultados similares.
Para
finalizar, resaltaremos los resultados obtenidos en el estudio de desarrollo
juvenil de Rochester (Thornberry, 2004). Esta investigación longitudinal
compara delincuentes infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que
empiezan a delinquir durante la adolescencia, encontrando claras diferencias
tanto en la gravedad de los comportamientos como en la persistencia. Así, los
delincuentes infantiles (de inicio temprano), además de presentar mayor
presencia de factores de riesgo en el ámbito familiar, social, escolar y del
grupo de iguales, se implicaban en un mayor número de actos antisociales y
delictivos, en comportamientos más graves y violentos y en consumo de drogas, a
la vez que también presentaban una mayor persistencia de su comportamiento
hacia la adultez, relacionandose con una carrera delictiva y criminal más
extensa.
Dicho
esto, y aunque es evidente la fuerte relación que existe entre un inicio
temprano y la mayor presencia y gravedad de comportamientos antisociales tanto
en la adolescencia como en la adultez, cabe destacar que el inicio temprano no
equivale invariablemente a la delincuencia, ya que la mayoría de estos
delincuentes no terminan siendo adultos criminales, pero si es cierto que
aumenta la probabilidad (Maahs, 2001; Thornberry, 2004).
Tabla
3.3. Resumen de factores de riesgo biológico-evolutivos
FACTORES
DE RIESGO
ESTUDIOS
HALLAZGOS EMPÍRICOS
1.
Diferencias asociadas al género.
Rutter, 1970; Flores, 1982; Serrano, 1983; Smith, 1995
Rutter, 1970; Flores, 1982; Serrano, 1983; Smith, 1995
Rutter
et al., 2000 Eagly y Steffen, 1986; Straus y Gelles, 1990 Campbell, 1995 Jacklin y Maccoby, 1978; Rutter
y Quinton, 1984 Lever, 1976 Brooks-Gunn
y Schemps, 1979 DePietro, 1981 Luria y Herzog, 1985 McLoyd, 1983 Pfeiffer y
Wetzels, 1999; Del Barrio,
2004.
Cummings y Leschied, 2001 Smith, 1995; Cowie, 2000; Sobral et al. 2000;
Díaz-Aguado y Martínez Arias, 2001; Moffitt et al., 2001; Wilmers et al., 2002;
Cabrera, 2002; Garaigordobil et al., 2004; Del Barrio, 2004; Gelles y Cavanaugh,
2004; Thornberry, 2004
Los
varones se inmiscuyen en situaciones problemáticas, son arrestados y hallados
culpables de delitos en mayor proporción que las mujeres.
Las
diferencias en andrógenos en la época del nacimiento tienen un mínimo papel en
las diferencias en género en agresividad. Asimismo, no hay resultados
concluyentes en cuanto al aumento de testosterona en la pubertad
Los
varones son más agresivos físicamente que las mujeres en la mayoría de los
escenarios naturales; pero no tienen más probabilidades de mostrar su
agresividad dentro de la familia
La
agresividad de los varones juega un papel de dominio y poder
Los
niños son más vulnerables a la discordia familiar, comportándose hostilmente y
provocando la retracción de las madres
Los
chicos tienden a jugar más en lugares públicos que las chicas; el concepto de
amistad es las mujeres es más emotivo y profundo; el contenido del discurso en
las mujeres tiende a crear y mantener relaciones frente al estilo agresivo de
los varones
Los
chicos juegan en grupos grandes, mientras que las niñas en diadas o triadas
El
juego de los varones es de mayor contacto físico y rudeza; la percepción social
del liderazgo en varones es como agresiva y humillante frente a la percepción
como imitable y favorable por parte de las mujeres
Hay
más peleas en los grupos de chicos que en los de chicas
Los
encuentros sociales de los varones tienden a la dominancia y jerarquía; no se
ha demostrado claramente si es más fácil entrar en un grupo de varones que de
mujeres
La
crianza por parte de los padres es un factor clave en las diferencias entre los
sexos, ya que los padres condenan los actos violentos más severamente cuando
son cometidos por las chicas que por los chicos, sin embargo, parecen utilizar
más el castigo físico con los varones.
Las
mujeres afirman experimentar más sentimientos negativos antes de implicarse en
peleas verbales o físicas
Los
varones manifiestan con mayor frecuencia conductas antisociales y de formas más
graves que las mujeres, diferencia que se manifiesta desde la infancia y en
cualquier contexto.
2.
Diferencias asociadas a la edad.
Loeber y Farrington, 2001 Robins, 1986; Moffit, 1993 Wolfgang et al., 1972; Garrido, 1984; Farrington, 1995 Farrington, 1991; Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995; Tremblay, 2001; Krohn et al., 2001; Thornberry, 2004 Scott, 2004 Maahs, 2001; Thornberry, 2004
Loeber y Farrington, 2001 Robins, 1986; Moffit, 1993 Wolfgang et al., 1972; Garrido, 1984; Farrington, 1995 Farrington, 1991; Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995; Tremblay, 2001; Krohn et al., 2001; Thornberry, 2004 Scott, 2004 Maahs, 2001; Thornberry, 2004
Las
primeras manifestaciones agresivas y violentas tienen su aparición a los dos o
tres años de edad.
Las
conductas antisociales de la niñez / adolescencia pueden predisponer a una
mayor inadaptación social en la adultez
Las
carreras delictivas comienzan entre el inicio y la mitad de la adolescencia,
caracterizándose por una elevada reincidencia y prontitud en la aparición de
conductas antisociales.
La
aparición temprana del comportamiento violento y la delincuencia predice una
mayor cronicidad y gravedad del delito violento, pero no está claro como esa
pronta iniciación determina el posterior aumento de la violencia con el paso de
los años.
La
mayor parte de las conductas antisociales graves tienen sus raíces en la
infancia temprana, siendo muy pocas personas las que se convierten por primera
vez en serios antisociales en la edad adulta.
El
inicio temprano no equivale invariablemente a la delincuencia, pero si es cierto
que aumenta la probabilidad.
3.2.2.3.
Factores psicológicos
Los factores psicológicos hacen referencia,
básicamente, a una serie de variables y características de la personalidad, a
determinados problemas de conducta y/o psicopatológicos, así como a la
influencia diferencial de los estilos de afrontamiento y/o actitudes personales
(véase
resumen Tabla 3.4.).
3.2.2.3.1.
Hiperactividad y déficit de atención y concentración
Multitud
de estudios han relacionado una serie de características psicológicas tales
como la hiperactividad y los déficits de atención y concentración, con una
probabilidad incrementada de manifestar conductas antisociales en el futuro, a
la vez que han corroborado las diferentes características que van asociadas a
la presencia o ausencia de hiperactividad.
Así,
y siguiendo a Rutter et al., (2000), la conducta antisocial que va acompañada
de hiperactividad y/o falta de atención se destaca del resto por la presencia
de las siguientes características: a) un inicio temprano en la niñez (Campbell,
1997; Farrington et al., 1996b; Taylor, Chadwick, Heptinstall y Danckaerts,
1996; Thornberry, 2004), b) una fuerte asociación con disfunción social y
déficit en las relaciones con sus coetáneos (Stattin y Magnusson, 1995), c)
alta persistencia al entrar en la vida adulta (Farrington et al., 1996b;
Loeber, Keenan y Zhang, 1997; Moffitt et al., 1996; Thornberry, 2004), d)
asociación con problemas cognitivos (Fergusson, Horwood y Lyneskey, 1993;
Hinshaw, 1992; Rutter et al., 1997), e) buena respuesta a la medicación
estimulante (Taylor et al., 1987) y f) un fuerte componente genético (Eaves et
al., 1997; Silberg et al., 1996).
El
estudio de Loney, Whaley-Klahn, Kosier y Conboy (1983), indica que la
hiperactividad es una característica individual que no se comparte con los
hermanos. En su estudio, los niños diagnosticados como hiperactivos eran
notablemente más violentos que el total de sus hermanos varones, aunque
reconocen que aún no se comprenden bien los mecanismos por los cuales la
hiperactividad se relaciona con la violencia posterior. Asimismo, añaden, que
la evaluación de los profesores sobre los problemas de concentración que presentaban
los niños también predecía los comportamientos violentos posteriores, tanto en
la adolescencia como en la adultez, en el caso de los varones. De la misma
forma, y sugiriendo modelos multivariados para entender los comportamientos
violentos, el tener problemas de concentración también predice dificultades
académicas, lo que en sí mismo es un predictor de violencia posterior. Por
último, la evaluación de los profesores sobre la presencia de inquietud o
hiperactividad en los niños, incluyendo la dificultad para permanecer sentado,
la tendencia a estar inquieto o agitarse y la frecuencia con la que hablaban
estaban positivamente relacionados con la violencia posterior en el caso de los
varones.
Farrington
(1989a) encontró relación entre problemas de concentración, impulsividad y
conductas de riesgo en niños de 8 y 10 años y una mayor probabilidad de
autoinformar violencia entre los 16-18 años y con mayor probabilidad de haber
realizado crímenes violentos entre los 10 y los 32 años. De la misma forma,
Mannuzza, Klein, Konig y Giampino (1989) encontraron en un estudio prospectivo
de niños varones de raza blanca, diagnosticados y tratados por hiperactividad
durante la infancia frente a un grupo control, que en la edad adulta, entre los
19 a los 26 años, presentaban mayor porcentaje de delitos de robos y asaltos
registrados oficialmente.
Por
ejemplo, en el estudio longitudinal de Orebro en Suecia, también hallaron que
el 15% de los chicos que presentaban problemas de hiperactividad y dificultades
de concentración a los 13 años, fueron arrestados por comportamientos violentos
a la edad de 26 años, frente al el 3% de los demás chicos (Klinteberg,
Andersson, Magnusson y Stattin, 1993).
Así,
los niños hiperactivos e inquietos, que tienen problemas de concentración en la
escuela y que asumen conductas de riesgo, están en un mayor riesgo de
desarrollar comportamientos violentos en el futuro que aquellos que no poseen
estas características. Otro estudio longitudinal sueco señalaba la medida en
que los niños con múltiples problemas como la hiperactividad, falta de
concentración, baja motivación escolar, rendimiento por debajo del nivel
exigido y las deficientes relaciones con los de su misma edad, presentaban
mayor probabilidad de cometer conductas delictivas y abuso de alcohol en la
etapa adulta (Stattin y Magnusson, 1995).
Maguin
et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian
prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes
variables individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber
presentado a la edad de 10, 14 y 16 años problemas de hiperactividad y déficit
de atención predecía comportamientos violentos autoinformados a la edad de 18
años.
La
presencia de la hiperactividad también ha sido relacionada con la probabilidad
de manifestar actos delictivos tempranos, así como con una mayor probabilidad
dereincidencia en el delito en la vida adulta (Farrington et al., 1996c).
Estudios complementarios realizados con niños hiperactivos y/o con déficit de
atención han evidenciado también el posterior desarrollo en la adolescencia de
conductas antisociales (Campbell, 1997; Taylor et al., 1996). Así, en el
estudio longitudinal de Pittsburgh, se encontró que apesar de que la
hiperactividad se asociaba con un mayor riesgo de presentar todas las formas o
tipos de conducta antisocial, la asociación principal se daba con la persistencia
de esas conductas más que con su gravedad (Loeber et al., 1997).
De
la misma forma, estudios más recientes también confirman esta relación. Así,
Himelstein (2003) encontró que tanto la presencia de conductas agresivas como
problemas de hiperactividad en la infancia contribuían a predecir la conducta
antisocial en la adolescencia. Barkley, Fischer, Smallish, Fletcher (2004), han
señalado que los niños hiperactivos cometen actos antisociales con más
frecuencia y variedad frente a los no hiperactivos, mientras que Simonoff et
al. (2004) resaltan tras sus hallazgos que, tanto la presencia de problemas de
hiperactividad como de trastornos de conducta en la infancia, tienen un fuerte
poder predictivo sobre la aparición posterior de trastorno antisocial de la
personalidad y problemas de delincuencia en la etapa adulta.
3.2.2.3.2.
Trastornos emocionales: ansiedad y depresión
Una
segunda categoría de las características psicológicas investigadas en relación
al comportamiento antisocial y/o violento son las emociones negativas en las
que se incluyen, fundamentalmente, la ansiedad y la depresión. Muchos
individuos que ejercen conductas antisociales manifiestan una alta comorbilidad
con trastornos emocionales (Dishion, French y Patterson, 1995; Lahey y
McBurnett, 1992). En varios estudios longitudinales y epidemiológicos en
población general se ha podido comprobar la relación existente entre
perturbaciones emocionales y una mayor probabilidad de ejercer conductas
antisociales (Lund y Merrell, 2001; Nottelman y Jensen, 1995; Simonoff et al.,
1997). Asimismo, Stefuerak, Calhoun y Glaser (2004) sugieren en su estudio que
los trastorno emocionales podrían ser considerados como un canalizador hacia la
delincuencia, así como también la personalidad antisocial.
En
relación a diferencias sexuales, Smith (2002) encontró que los factores de
riesgo emocionales afectarían más a las niñas que a los niños para el
incremento de la conducta antisocial, encontrando también dichas diferencias
para los factores de riesgo familiares.
En
relación a la depresión, los hallazgos subrayan que en la medida de que la
conducta antisocial va asociada a perturbaciones depresivas, aumenta el riesgo
de que aparezcan conductas suicidas (Hinshaw et al., 1993; Rutter, Silberg y
Simonoff, 1993; Rutter et al., 1997). Sin embargo, también ha parecido una
correlación ligeramente negativa entre el nerviosismo y la ansiedad y la
posibilidad de ejercer conductas antisociales (Mitchell y Rosa, 1979), e
incluso estudios que no han mostrado tal relación (Farrington, 1989b;
Vermeiren, Deboutte, Ruchkin y Schawab, 2002; Vermeiren et al., 2004).
Respecto
a la depresión, no debemos olvidar que presenta una comorbilidad con la
agresión en el 50% de los casos, por lo que muchos jóvenes deprimidos expresan
su malestar mediante conductas oposicionistas o violentas, tanto verbalmente
como hacia uno mismo, este el caso de la adicción a las drogas, conductas de
riesgo o el suicidio (Del Barrio, 2004a). En esta dirección, Fombonne et al.
(2001) encuentra como aquellos jóvenes que presentaban depresión y trastornos
de conducta asociados, tenían mayor riesgo de cometer conductas suicidas,
delictivas y presentaban mayor disfunción social en la vida adulta. Resultados
similares fueron encontrados por Marmorstein y Iacono (2003).
Vermeiren
et al. (2002) encuentran para ambos sexos y en tres ciudades de países
distintos (Estados Unidos, Bélgica y Rusia), como la presencia de depresión,
problemas de somatización, expectativas negativas sobre el futuro y búsqueda de
sensaciones se incrementaba gradualmente y en función de la presencia de
conducta antisocial y su severidad.
Basándose
en dos estudios longitudinales realizados con sujetos canadienses y de Nueva
Zelanda, Fergusson et al. (2003) examinaron la relación entre depresión y relacionarse
con pares desviados. Ambos estudios llegaron a la conclusión de que el
asociarse con pares desviados conllevaba a un aumento de comportamientos
problemáticos y cuyas consecuencias negativas serían las que llevarían a la
depresión.
Vermeiren
et al. (2004), encuentran que los sujetos antisociales presentan más problemas
emocionales, exceptuando la ansiedad, pero contrariamente a lo esperado, los
antisociales que habían sido arrestados no presentaban mayor depresión que los
no arrestados
Diversos
estudios han mostrado también cómo los individuos con conductas antisociales
presentan trastornos o síntomas emocionales concomitantes entre los que
aparecería la depresión, características como el autoconcepto disminuido o
desconfianza hacia el otro (Achenbach, 1991; Carrasco, Del Barrio y Rodríguez,
2001; Caron y Rutter, 1991; Del Barrio, 2004a; Muñoz-Rivas, Graña, Andreu y
Peña, 2000; Thornberry, 2004; Wilde 1996).
Estos
elementos no son exclusivos de la depresión, ya que también se encuentran
estrechamente vinculados a la conducta antisocial y a la agresión. Así, los
adolescentes deprimidos y sin autoestima sienten que no tienen nada que perder
cuando se embarcan en una conducta socialmente reprobable, a la vez que no
valoran su vida, por lo que no temen ponerla en riesgo (Del Barrio, 2004a;
Wilde 1996)
.
3.2.2.3.3.
Asociación con trastornos mentales graves
a)
Conducta antisocial y el consumo de sustancias
En la actualidad, existe suficiente
bibliografía acumulativa acerca de la fuerte asociación que hay entre el
consumo de sustancias y la conducta antisocial; además de los múltiples
factores de riesgo que el consumo de drogas/alcohol y la violencia comparten
(Boles y Miotto, 2003; Dorsey, Zawitz y Middleton, 2002; Hodgins, 1993;
MacCoun, Kilmer y Reute, 2002; Marzuk, 1996; Nagin y Tremblay, 2001; Room y
Rossow, 2001; White y Gorman, 2000; White, 2004).
No obstante, existen varios modelos alternativos que intentan explicar por qué el consumo de drogas y alcohol es un factor de riesgo para la conducta antisocial en jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, en algunos adolescentes, los efectos del consumo de alcohol degeneran, en ocasiones, en conductas violentas (modelo psicofarmacológico) (Boles y Miotto, 2003; Ito et al., 1996; MacCoun et al., 2002; Parker y Auerhahn, 1999). De la misma forma, las drogas pueden provocar delitos predatorios cuyo fin es obtener dinero para costear el consumo (modelo de motivación económica) (Anglin y Perrochet, 1998; Dorsey et al., 2002; Nadelmann, 1998); o porque el mismo sistema de distribución y consumo de drogas está inherentemente vinculado al delito (modelo sistémico) (Goldstein, 1998; Miczek et al., 1994). Para otros, sin embargo, la conducta antisocial debilitaría la adherencia a las normas sociales, incrementando la implicación del individuo en el consumo ilegal de las drogas lo que les proporcionaría oportunidades y refuerzos para el incremento del consumo de dichas sustancias (Farrington, 1995; White, Brick y Hansell, 1993).
No obstante, existen varios modelos alternativos que intentan explicar por qué el consumo de drogas y alcohol es un factor de riesgo para la conducta antisocial en jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, en algunos adolescentes, los efectos del consumo de alcohol degeneran, en ocasiones, en conductas violentas (modelo psicofarmacológico) (Boles y Miotto, 2003; Ito et al., 1996; MacCoun et al., 2002; Parker y Auerhahn, 1999). De la misma forma, las drogas pueden provocar delitos predatorios cuyo fin es obtener dinero para costear el consumo (modelo de motivación económica) (Anglin y Perrochet, 1998; Dorsey et al., 2002; Nadelmann, 1998); o porque el mismo sistema de distribución y consumo de drogas está inherentemente vinculado al delito (modelo sistémico) (Goldstein, 1998; Miczek et al., 1994). Para otros, sin embargo, la conducta antisocial debilitaría la adherencia a las normas sociales, incrementando la implicación del individuo en el consumo ilegal de las drogas lo que les proporcionaría oportunidades y refuerzos para el incremento del consumo de dichas sustancias (Farrington, 1995; White, Brick y Hansell, 1993).
Finalmente,
para otros, existirían grupos de factores comunes que incrementarían su
implicación en todos los tipos de conducta desviada, incluyendo el consumo de
drogas y la violencia (modelo de causa común) (Jessor y Jessor, 1977; White y
Labouvie, 1994; White, 2004).
A
continuación se revisarán algunas de las investigaciones empíricas que ponen de
manifiesto la asociación entre la conducta antisocial y el consumo de drogas. Uno
de los primeros estudios que informó del consumo de drogas y la conducta
delictiva en jóvenes fue el de Robins y Murphy (1967), quienes con una muestra
de 235 varones seleccionados de registros de escuelas, mostraron que los
sujetos consumidores de droga se iniciaban en la marihuana y, a su vez, los
delincuentes tenían mayor probabilidad de implicarse en el consumo de drogas
que los no delincuentes. Asimismo, una vez que comenzaban en dicho consumo, los
delincuentes progresaban más rápido hacia el consumo de heroína. Desde estos
resultados, se empezó a suponer que la conducta antisocial era un predictor
significativo del consumo de drogas.
Otro
de los trabajos pioneros en este campo fue el realizado por Jacoby, Weiner,
Thornberry y Wolfgang (1973). Este estudio retrospectivo examinó la relación
entre el consumo de marihuana/heroína y la manifestación posterior de
actividades delictivas. La muestra estaba compuesta por 995 adolescentes con
edades comprendidas entre los 10 y 18 años de edad, seleccionados a través de
registros oficiales y entrevistas. Los hallazgos señalaron una relación
positiva y significativa entre el consumo de drogas y la actividad delictiva.
Se demostró que, en primer lugar, el consumo de drogas seguía a la actividad
delictiva y, por tanto, el consumo de drogas como causa de la delincuencia no
tenía suficiente apoyo empírico. También se halló que los consumidores de
drogas manifestaban mayores conductas antisociales que los no consumidores y
que ésta aumentaba progresivamente con la edad.
Goode
(1972) investigó al respecto la relación entre el consumo de marihuana y la
realización de actos delictivos en 559 hombres de la población general, de
edades comprendidas entre los 15 y los 34 años de edad. Comprobó si entre el
consumo de marihuana y la delincuencia existía una relación causal o no. Cuando
se les preguntó a los sujetos sobre la comisión de delitos bajo el consumo de
alcohol o marihuana en las últimas 24 horas, los jóvenes no habían consumido
marihuana pero sí alcohol, especialmente en la realización de delitos
violentos. También encontró una relación significativa entre el consumo de
marihuana y la delincuencia autoinformada, pero rechazaron cualquier relación
causal.
Siguiendo
esta línea argumental, Gold y Reimer (1974) analizaron los datos de una muestra
de 1395 adolescentes entre 11 y 18 años. Se les aplicó un cuestionario que
medía la comisión de delitos (desde leves a graves) y el consumo de marihuana y
otras drogas. Encontraron que el consumo de sustancias, sobre todo marihuana,
aumentaba con la edad, quizás porque los padres ya no lo veían como una delito
grave y por el aumento de autonomía en el joven. No obstante, la delincuencia
disminuyó tanto en hombres como en mujeres según aumentaba la edad de los
jóvenes. Estos datos apoyaban la hipótesis causal, ya que el consumo de
marihuana correlacionó con el mismo tipo de variables predictoras y con la
frecuencia de realización de conductas antisociales.
En
el estudio de ÓDonnell et al. (1976) la muestra estuvo compuesta por 3.024
hombres con edades comprendidas entre los 20 y 30 años. Este estudio analizó la
relación entre droga y conducta antisocial de modo retrospectivo pidiendo a los
sujetos que recordasen la realización de estas conductas desde los 12 años de
edad. Los resultados indicaron que ambas secuencias temporales –consumo de
marihuana/delincuencia o delincuencia/consumo de marihuana- son posibles. Si
los jóvenes habían consumido a los 16 años, este consumo precedía a la
realización de actos antisociales (robar); si los sujetos habían consumido a
partir de los 17 años, ya habían realizado delitos previos (robar un coche). De
este estudio, se dedujo, entre otras cuestiones, la dificultad de encontrar una
relación causal definitiva entre ambos comportamientos.
Otros
trabajos como el de Inciardi (1980), con una muestra de 514 escolares (con edad
media de 19,3 años) y otra muestra compuesta por 166 consumidores localizados
en la calle (19,8 años de media), evidenció que, en los estudiantes, el consumo
se iniciaba a los 15 años y la delincuencia a los 14 años, mientras que en los
jóvenes de la calle, el consumo de heroína comenzaba a los 13 y los delitos a
partir de los 14 años. Estos resultados evidenciaron que los patrones de
consumo y de actividad delictiva variaban en función del tipo de consumidores
considerados, del lugar y de la influencia de otras variables tales como el
nivel socioeconómico, el lugar de residencia y de otros factores
socioambientales.
Windle (1990) encontró que manifestar de forma
temprana conductas antisociales, no relacionadas con el consumo de drogas,
predecía prospectivamente diversas formas de uso de sustancias en la
postadolescencia, especialmente el consumo de alcohol. Otros estudios, sin
embargo, han mostrado una relación recíproca baja o ausente entre el uso de
sustancias y la delincuencia (Dembo, Williams, Wothke y Schmeidler, 1994, Dembo
et al.,1995).
White
y Labouvie (1994) examinaron la estructura de la conducta problema a través del
análisis de los datos de un muestreo longitudinal prospectivo recogidos de una
muestra compuesta por preadolescentes o adolescencia temprana (12 años),
mediana adolescencia (15 años) y adolescencia tardía (18 años), en ambos sexos.
Los modelos estructurales revelaron que el uso de sustancias y la delincuencia
representaban dos dimensiones distintas de la “conducta problema”. Así, los
hallazgos de estos estudios desafían la tendencia que existe a intentar
comprender los problemas de conducta de forma independiente.
Estudios
más novedosos como los realizados por Van Kammen, Loeber y StouthamerLoeber
(1991), mostraron la existencia de una progresión de los jóvenes en las
distintas sustancias (cerveza, vino-tabaco, licores-marihuana y otras drogas
ilegales). Además, a mayor involucración en el consumo, mayor era la
posibilidad de ocurrencia de problemas y conductas antisociales en los de mayor
edad. Por tanto, habría una coexistencia de consumo de sustancias y
delincuencia, e incluso una progresiva implicación en ambas.
Los
estudios llevados a cabo por la NHSDA en Estados Unidos (SAMHSA, 1997), con
amplias muestras de adolescentes entre los 12 y los 17 años, obtuvieron
porcentajes de jóvenes que manifestaron cometer delitos por consumo de
sustancias. Los mayores porcentajes giraron en torno al 73,7% de haber cometido
un delito contra la propiedad habiendo consumido cocaína, alcohol y cannabis;
seguido del 69,1% de haber cometido cualquier delito violento habiendo
consumido alcohol, cannabis y cocaína; así como de un 21,2% que afirmaron
cometer delitos violentos sólo con consumo de alcohol. Parece, por tanto,
evidente la relación lineal entre el consumo de drogas y la conducta antisocial.
De
la misma forma, y teniendo en cuenta algunos resultados obtenidos en España,
Otero (1997), utilizó en su estudio varias muestras, una de escolarizados, otra
de jóvenes institucionalizados, otra en tratamiento y por último de
consumidores de la calle. Aquí sólo se comentarán los resultados encontrados en
la muestra de población general escolarizados, compuesta de 3.982 sujetos
(1.972 varones y 2.010 mujeres) con edades comprendidas entre los 14 y 18 años,
dada fundamentalmente su aplicación a los resultados obtenidos en la presente
investigación doctoral. En este estudio, las variables utilizadas fueron el
consumo de drogas (legales, ilegales y médicas), la frecuencia de consumo, las
conductas delictivas y su frecuencia como variables dependientes, y variables
familiares, grupo de iguales y personales como independientes.
Los resultados de este estudio indican que : a) el alcohol es el tipo de consumo que mayor relación estadística muestra con todas las actividades delictivas; b) la conducta contra normas es la actividad delictiva que, excepto para la heroína, presenta una mayor covariación con todos los tipos de consumo; c) el cannabis aparece como la sustancia ilegal más relacionada con las actividades delictivas; d) el consumo de heroína alcanza la mayor asociación con la conducta de vandalismo.
A modo de resumen, parece evidente que la relación droga-conducta antisocial y delictiva no puede entenderse de forma global, sino que es necesario contextualizar en función del tipo de muestra, e, incluso, a qué sustancia y conducta delictiva se está haciendo mención. Teniendo en cuenta el resto de muestras del trabajo de Otero (1997), la explicación de la necesidad económica en la delincuencia-droga, únicamente parece razonable para el grupo de adolescentes en tratamiento, pero no se cumple para los adolescentes escolarizados, institucionalizados o de la calle.
Los resultados de este estudio indican que : a) el alcohol es el tipo de consumo que mayor relación estadística muestra con todas las actividades delictivas; b) la conducta contra normas es la actividad delictiva que, excepto para la heroína, presenta una mayor covariación con todos los tipos de consumo; c) el cannabis aparece como la sustancia ilegal más relacionada con las actividades delictivas; d) el consumo de heroína alcanza la mayor asociación con la conducta de vandalismo.
A modo de resumen, parece evidente que la relación droga-conducta antisocial y delictiva no puede entenderse de forma global, sino que es necesario contextualizar en función del tipo de muestra, e, incluso, a qué sustancia y conducta delictiva se está haciendo mención. Teniendo en cuenta el resto de muestras del trabajo de Otero (1997), la explicación de la necesidad económica en la delincuencia-droga, únicamente parece razonable para el grupo de adolescentes en tratamiento, pero no se cumple para los adolescentes escolarizados, institucionalizados o de la calle.
Más
recientemente, el estudio realizado por Mason y Windle (2002) examinó la
existencia de relaciones recíprocas entre el uso de sustancias y la delincuencia
autoinformada a través de una muestra de 1.218 estudiantes de secundaria. Se
utilizó un longitudinal para investigar las interrelaciones entre los patrones
dentro de la generalización de las dos conductas-problemas. Los análisis
revelaron que el modelo de ecuaciones estructurales entre el policonsumo de
sustancias y la delincuencia, en general, era evidente en los varones pero no
en las mujeres. En los varones, el efecto de la delincuencia sobre el abuso de
sustancias fue relativamente bajo pero consistente en el tiempo, mientras que
el efecto del uso de sustancias sobre la delincuencia fue mayor pero
restringido a aquellos adolescentes de menor edad.
Finalmente,
se puede afirmar que existe una asociación positiva entre el consumo de drogas
y la conducta antisocial y delictiva. Además, la involucración en el consumo de
drogas de los adolescentes se asocia diferencialmente con distintas conductas
contra las normas sociales y de convivencia en el caso de los sujetos
escolarizados (Otero, 1997).
b)
Conducta antisocial y otros trastornos psicopatológicos
También
los trastornos psicóticos se han relacionado con la comisión de determinados
delitos (destrucción de propiedad y crímenes violentos) que pueden tener su
origen en procesos mentales anormales como las percepciones distorsionadas, el
razonamiento defectuoso y la regulación afectiva defectuosa de las psicosis
(Hersh y Borum, 1998; Marzuk, 1996; Taylor, 1993). Es conveniente señalar que
el riesgo no se derivaría del propio diagnóstico de psicosis sino de los
propios síntomas. La psicosis no solo se ha relacionado como el origen de
conductas antisociales, sino que ha sido considerada como posterior al comienzo
de las conductas antisociales en la niñez (Robins, 1966). Psicopatológicamente,
este hallazgo sería comprensible en términos de una conducta antisocial
intrínseca a las manifestaciones precoces de la esquizofrenia.
En relación a otros diagnósticos como el
autismo o el síndrome de Asperger, la proporción de delitos asociados es
todavía más pequeña y ocasional (Tantam, 1988; Wolff, 1995), aunque algunos
delitos parecen derivarse de la insensibilidad a los estímulos sociales, típico
del autismo.
Sin
embargo, los trastornos psicopatológicos más asociados a la conducta antisocial
son el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno
disocial, el trastorno negativista desafiante, bien porque ponen en riesgo al
niño o adolescente para que las desarrolle o porque dichos diagnósticos
conllevan en si mismo la presencia de estas conductas (APA, 2002; Kazdin y
Buela-Casal, 2002; Lahey, Waldman y McBurnett, 1999; Loeber et al., 2000;
Rutter et al., 2000). De la misma forma, la presencia de trastornos de la
personalidad, y más concretamente la psicopatía, en la edad adulta,
correlacionan con una mayor delincuencia violenta (Hare, 1991; Hare, 1998;
Hare, Clark, Grann y Thornton, 2000 Moltó, Poy y Torrubia, 2000), mayor
reincidencia (Rice y Harris, 1997) y quebrantamiento de la pena (Torrubia et
al., 2000).
3.2.2.3.4.
Iniciación temprana en la delincuencia, conductas violentas y otras conductas
antisociales
La
temprana aparición de la conducta violenta y delincuencia, predicen
comportamientos violentos más serios y una mayor cronicidad de los mismos
(Farrington, 1991; Krohn et al., 2001; Pfeiffer, 2004; Thornberry et al., 1995;
Thornberry, 2004; Tolan y Thomas, 1995; Tremblay, 2001). White (1992) evaluó la violencia
autoinformada por 219 chicas y 205 chicos a los 15, 18 y 21 años, en el
proyecto de Salud y Desarrollo Humano de Rutgers. La violencia a los 15 años
predecía violencia en los años posteriores en el caso de los chicos, pero de
forma menos consistente en el caso de las chicas.
Existe
un grado de continuidad en el comportamiento violento. Hamparian, Davis,
Jacobson y McGraw (1985) encontraron que el 59% de los jóvenes violentos eran
arrestados en la edad adulta, y el 42% de estos delincuentes adultos recibían
cargos por delitos violentos. Farrington (1995) encontró que la mitad de los
jóvenes detenidos por un acto violento entre los 10 y 16 años, eran detenidos
nuevamente por actos violentos a la edad de 24 años.
Mitchell
y Rosa (1979) encontraron que tanto el robo como los comportamientos
destructivos llevados a cabo entre los 5 y los 15 años predecían delitos
violentos en la adultez, mientras que la desobediencia informada por los padres
no era un predictor de violencia posterior en su muestra. Robins (1966)
consideró la conducta desviada en la infancia y la violencia en la adultez en
su estudio de 524 pacientes psiquiátricos y encontró que los hombres con una
historia de comportamiento antisocial entre los 6 y 17 años, eran culpados con
mayor frecuencia de robo, violación, asesinato y crímenes sexuales en la edad
adulta. Sin embargo, este patrón no se encontró en el caso de las mujeres, lo que
sugiere que hay menor consistencia en la conducta antisocial de las mujeres en
comparación a los hombres.
En
el estudio de Cambridge, Farrington (1989a) encontró que la presencia de
problemas de disciplina entre los 8 y 10 años, la delincuencia autoinformada,
el fumar regularmente cigarrillos y las relaciones sexuales tempranas a los 14
años, predecían violencia posterior en el caso de los chicos. Maguin y cols
(1995) encontraron que los jóvenes que informaban haber vendido drogas entre
los 14 y 16 años, mostraban una mayor variedad de comportamientos violentos a
los 18. Farrington (2001) señala que haber sufrido detenciones por delitos no
violentos en la adolescencia era mayor predictor de la violencia en la etapa
adulta que las detenciones por delitos violentos, aun cuando ambas ejercían
como factores de riesgo importantes para la violencia posterior. De la misma
forma, Himelstein (2003) encuentra en su estudio que el factor de riesgo que
más proporción de la varianza explicaba sobre la conducta antisocial en la
adolescencia, era haber mostrado agresividad durante la infancia.
Existen, por tanto, consistentes evidencias
que sugieren que el involucrarse en cualquier forma de comportamiento
antisocial en la infancia o adolescencia, está asociado con un mayor riesgo de
violencia futura, especialmente en el caso de los chicos, sin embargo, y como
apunta Maahs (2001), sería insuficiente como causa única.
Por
último, Thornberry (2004), en su investigación longitudinal de Rochester
compara delincuentes infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que
empiezan a delinquir durante la adolescencia, encontrando claras diferencias
tanto en la gravedad de los comportamientos como en la persistencia. Así, los
delincuentes infantiles (de inicio temprano), no sólo se implicaban en un mayor
número de actos antisociales y delictivos, sino también en el consumo de
drogas, en relaciones sexuales a edades tempranas y comportamientos más graves
y violentos, además de presentar una mayor persistencia de su comportamiento hacia
la adultez, relacionandose con la aparición de una carrera delictiva y criminal
más extensa.
3.2.2.3.5.
Variables de personalidad: impulsividad, búsqueda de sensaciones, empatía,
autoestima y agresividad
Numerosos
estudios han relacionado determinadas características de la personalidad con la
conducta antisocial. Son varias las teorías psicológicas que señalan los rasgos
de personalidad diferenciales de los delincuentes (Cloninger, 1987; Eysenck,
1977; McCrae y Costa, 1985; Zuckerman, 1994) y muchas han sido las variables de
personalidad asociadas al riesgo de implicación en conductas delictivas.
Cuando
se analiza la estructura de la personalidad de niños y adolescentes se hallan
distintas variables en función de los distintos marcos teóricos de partida.
Existen dos modelos bastantes próximos: las tres dimensiones de Eysenck y
Eysenck (1978) (neuroticismo, extraversión y psicoticismo) y los cinco grandes
o Big-Five de McCrae y Costa (1985) (amabilidad, apertura a la experiencia,
neuroticismo, extraversión y responsabilidad).
El
neuroticismo y la extraversión han sido las estructuras básicas constantemente
relacionadas con la conducta antisocial, delincuencia o violencia. Así, Del
Barrio (2004b), señala que la extraversión propicia en sí misma una forma de
vida en la que el comportamiento antisocial florece con más probabilidad debido
a las siguientes características: búsqueda de sensaciones, baja percepción del
riesgo y baja capacidad para la gratificación. Respecto al neuroticismo, se ha
encontrado también en población española asociación con la delincuencia, tanto
en adultos como en niños (Del Barrio, Moreno y López, 2001; Sobral, Romero,
Luengo y Marzoa, 2000). Respecto a los nuevos factores de Big-Five, los
hallazgos son parecidos, los jóvenes violentos tienen niveles más bajos de
responsabilidad y amabilidad (John et al., 1994). La conducta antisocial, por
tanto, estaría positivamente relacionada con los factores de neuroticismo,
extraversión y psicoticismo, mientras que, por el contrario, se muestra
negativamente relacionada con responsabilidad, amabilidad y apertura a la
experiencia (Del Barrio, 2004b).
Sin embargo, se prestará exclusivamente
atención a aquellas variables procedentes de las teorías de la activación, la
impulsividad y la búsqueda de sensaciones, empatía, autoestima, así como a la
agresividad, puesto que son las que han generado un cuerpo de resultados con
mayor solidez y consistencia.
Puesto
que, como se ha señalado en repetidas ocasiones, la conducta antisocial
constituye un fenómeno multicausal, son necesarios acercamientos no
fragmentarios y parcialistas, que den cabida a agrupaciones de distintos
factores (Elliot et al., 1985). En este sentido, se ha subrayado la
conveniencia de realizar acercamientos longitudinales que tengan en cuenta la
consistencia y estabilidad de los rasgos de la personalidad(Barnea, Teichman y
Rahav, 1992)
•
La impulsividad
Eysenck y Eysenck (1978) relacionaron la
impulsividad con su teoría de los tres superrasgos de personalidad:
extraversión, neuroticismo y psicoticismo. La impulsividad, en una definición
amplia (impulsividad como asunción de riesgos, no planificación e irreflexión)
correlacionaría positivamente con la extraversión y psicoticismo mientras que,
la impulsividad en una definición más restringida correlacionaría positivamente
con el neuroticismo y el psicoticismo. En un sentido amplio de la definición de
impulsividad ésta correlacionaría con la delincuencia. Sin embargo, las
predicciones son matizables en tanto en cuanto Eysenck y Eysenck (1978) admiten
que el término psicoticismo usado por ellos no se corresponde con el contenido
general del concepto.
Existen
estudios al respecto que parecen constatar que la impulsividad presenta una
relación más potente con el neuroticismo que con la extraversión (Romero,
Luengo, Carrillo y Otero, 1994c; Schweizer, 2002). Se entiende por impulsividad
la tendencia a responder rápidamente y sin reflexión a los estímulos,
cometiendo por ello un alto porcentaje de errores en la respuesta (Schweizer,
2002). Aunque la confusión conceptual es una de las características más
dominantes del constructo impulsividad, si está claro que conjuga aspectos como
las dificultades para considerar las consecuencias de la propia conducta, un
estilo rápido o precipitado y poco meditado a la hora de tomar decisiones, las
dificultades para planificar el propio comportamiento y la incapacidad para
ejercer un control sobre él (McCown y DeSimone, 1993), sin olvidar un aspecto
especial de la impulsividad, que es la incapacidad que el sujeto tiene para
diferir la gratificación (Roberts y Erikson, 1968). De esta forma, todas estas
características que implica la impulsividad incrementarían la probabilidad de
aparición de conductas antisociales y violentas, siendo considerada como uno de
los factores de riesgo más potentes de tales conductas ( Huang et al., 2001;
Patterson, 1992).
En
cualquier caso, habría una estrecha covariación entre la impulsividad y la
delincuencia tanto en muestras de sujetos institucionalizados (Eysenck y
McGurk, 1980; Royse y Wiehe; 1988), como en la población general (Eysenck,
1981; Farrington, 1989a; Rigby, Mak y Slee, 1989) o autoinformada (Carrillo,
Romero, Otero y Luengo, 1994; Sobral et al., 2000b). Asimismo, a través de
estudios longitudinales se ha puesto de relieve la capacidad de la impulsividad
para predecir la evolución de la conducta antisocial de los jóvenes (Luengo,
Carrillo, Otero y Romero, 1994).
El
análisis del estudio de Cambridge de 411 chicos de Londres, realizado por
Farrington (1989a) encontró también que la impulsividad en la niñez era
predictora tanto de la violencia autoinformada como de la violencia registrada
oficialmente. La evidencia de estos estudios revela, consistentemente, una
relación positiva entre hiperactividad, problemas de atención y concentración,
impulsividad y conductas de riesgo, con posteriores conductas violentas. Cuando
estos factores se combinan resultan particularmente más relevantes en la
predicción de la violencia. Caspi et al. (1994), en un estudio con doble
muestreo para varones y mujeres, asociaban la delincuencia a un débil
autocontrol o a una elevada impulsividad, así como a una emotividad negativa
(tendencia a estar enojado, ansioso o irritable).
Tremblay,
Pihl, Vitaro y Dobkin (1994) demostraron la relación existente entre la
impulsividad mostrada por los niños en el jardín de infancia y su posterior
predicción de la delincuencia a los 13 años. White et al., (1994) encontraron
que la impulsividad conductual era un predictor de la delincuencia más fuerte
que la impulsividad cognitiva.Así, Krueger, Caspi, Moffittt y White (1996)
encontraron que los niños que manifestaban dificultades para retrasar las
satisfacciones o bajo autocontrol a la edad de 12 años, se asociaba a la
presencia de conductas antisociales y no con dificultades emocionales. Stuewig
(2001) encuentra que la impulsividad está relacionada con la conducta
antisocial junto con otros factores como la búsqueda de sensaciones, el
temperamento, logro académico y uso de sustancias por parte de los pares, de tal
forma que, de sus modificaciones dependerá de que dicha conducta desista o
persista en el tiempo.
Estudios
con muestra española también confirman dicha relación. Así, Sobral et al.
(2000a) confirman en su estudio como la impulsividad se muestra como una
variable de suma importancia en la explicación de la conducta antisocial. Pero
además, encuentran como puede potenciar los efectos de una serie de factores de
riesgo cuando se asocia a ellos, como bajo apoyo parental y apego escolar,
pertenencia a grupos desviados, y en el caso de las chicas, déficits
socioeconómicos. También encuentran como los varones presentan mayores niveles
de impulsividad y, por tanto, de conducta antisocial. De la misma forma,
Mestre, Samper y Frías (2002) encontraron en una muestra de adolescentes que
aquellos que eran más impulsivos e inestables emocionalmente, eran los más
propensos a emitir comportamientos agresivos y antisociales. A resultados
similares han llegado Garaigordobil et al. (2004) en una muestra infantil de 10
a 12 años. Estos resultados apoyan los encontrados por Bandura (1999);
Eisenberg, Fabes, Guthrie y Reiser (2000).
Luengo
et al. (2002) señalan que la impulsividad aparece asociada a otra serie de
variables que potencian su poder predictivo sobre la conducta antisocial. Por
un lado, estos jóvenes impulsivos presentan dificultades en la resolución de
problemas y la toma de decisiones, en la demora de la gratificación y en tener
una perspectiva temporal a largo plazo que les ayudaría a prestar atención a
las consecuencias de sus conductas. De la misma forma, Schweizer (2002) ha
encontrado pruebas que demuestran que la impulsividad correlaciona
negativamente con el razonamiento. Dichas dificultades pondrían al adolescente
en riesgo de implicarse en conductas problemáticas.
•
La búsqueda de sensaciones
En
lineas generales, este rasgo de personalidad representa la necesidad de buscar
y experimentar sensaciones novedosas, variadas y complejas, de las que pueden
derivarse riesgos físicos y/o sociales (Zuckerman, 1979; p. 10). Zuckerman
relaciona la búsqueda de sensaciones con el componente impulsivo de la
extraversión, la carencia de acuerdo con las normas sociales, la
irresponsabilidad y el bajo auto-control. De forma contraria, la ausencia de
búsqueda de sensaciones indica conformidad con las normas sociales y un
comportamiento controlado y convencional.
La
búsqueda de sensaciones ha mostrado su relación con estar involucrado en
actividades desviadas (Del Barrio, 2004a; Levine y Singer, 1988; Newcomb y
McGee, 1991). Son muchos los estudios que muestran una relación positiva entre
la búsqueda de sensaciones y la conducta antisocial autoinformada en sujetos de
población general. Esta interrelación se hace evidente, además, tanto en
muestras de adultos (Levenson, Kiehl y Fizpatrick, 1995; Pérez y Torrubia,
1985) como en muestras de adolescentes (Luengo, Otero, Mirón y Romero, 1995;
Romero, 1996; Simó y Pérez, 1991) y de niños (Kafry, 1982).
Agnew
(1990), encontró en sus trabajos que la búsqueda de riesgo y aventuras, la curiosidad
y el deseo de superar el aburrimiento eran las razones más frecuentes dadas por
los jóvenes a la hora de explicar su conducta delictiva. Maguin et al. (1995),
en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian prospectivamente en una
muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables individuales
sobre la delincuencia, encontrando que el haber llevado a cabo conductas de
riesgo a la edad de 14 y 16 años, predecía los comportamientos violentos
autoinformados a la edad de 18 años.
En
un estudio realizado por Otero, Romero y Luengo (1994), utilizando la técnica
de análisis de datos de los modelos de ecuaciones estructurales, se pudo
verificar que la puntuación total en la búsqueda de sensaciones posibilitaba la
predicción de la conducta antisocial en un periodo de seguimiento de tres años.
De la misma forma, Schmeck y Poustka (2001) confirman la relación entre el
temperamento difícil y los problemas de agresión y violencia en niños y
jóvenes, pero sobre todo cuando este tipo de temperamento se asocia con una
alta necesidad de búsqueda de sensaciones. Herrero, Ordoñez, Salas y Colom
(2002) constatan, a través de una muestra de delincuentes en prisión y
adolescentes, como aquellas personalidades antisociales puntuaban más alto en
ausencia de miedo, búsqueda de sensaciones e impulsividad, no encontrando
diferencias en estas variables al comparar los adolescentes con los presos,
llegando incluso los adolescentes a puntuar más alto en impulsividad, rasgo
propio de esta etapa.
Para
finalizar, Romero et al. (1999) proponen la conveniencia de examinar por
separado los distintos factores que forman parte del constructo “búsqueda de
sensaciones” y, en especial, la “desinhibición” y “búsqueda de experiencias”
que parecen ser las dimensiones más estrechamente ligadas a la conducta
antisocial, sobre todo en muestras de adolescentes. Por el contrario, la
“búsqueda de emociones y aventuras” estarían más débilmente relacionadas con
dichas conductas.
•
La Empatía
En
el área de la delincuencia se han desarrollado amplias líneas de trabajo en
torno a un componente específico de la habilidad social: la empatía. Se define
como una respuesta afectiva para la aprehensión y comprensión del estado
emocional del otro (Eisenberg et al., 1996) o la capacidad para “ponerse en
lugar” del otro. Gladstein (1984) (cit. en Del Barrio, 2004a) añadiría otra
faceta, la de sentir necesidad de ayudar al que lo necesita. Estudios con niños
o jóvenes antisociales y delincuentes han mostrado que éstos presentan ciertos
déficits a la hora de identificar y comprender los estados internos de los
otros (pensamientos, perspectivas, sentimientos) (Bandura, Barbarelli, Caprara
y Pastorelli, 1996; Del Barrio, Mestre y Carrasco, 2003; Del Barrio, 2004b;
Garaigordobil et al., 2004; Mestre et al., 2002; Sezov, 2002). Este déficit
parece especialmente acusado en la capacidad para “sentir” los afectos de los
demás (Calvo, González y Martorell, 2001; Mirón, Otero y Luengo, 1989; Romero,
1996).
Los
individuos antisociales parecen mostrar una menor capacidad para
“identificarse” con los sentimientos de otras personas. Esto supondrá una menor
inhibición a la hora de infligir algún daño a los demás. En contraposición, la
empatía es la base de la conducta altruista, que resulta incompatible con agredir
al otro, es lo que se considera conducta prosocial.
Numerosos
estudios han demostrado empíricamente la relación positiva que existe entre
empatía y la conducta prosocial (Bandura et al., 1996; Fuentes et al., 1993;
Hoffman, 1990). Así pues, la empatía favorecería los actos altruistas y
limitaría la conducta antisocial (Hoffman, 1990; Sobral et al., 2000b). En
relación a esto, Mestre et al. (2002) encuentran en su estudio que la empatía
aparece como el principal motivador de la conducta prosocial, tanto en sus
componentes cognitivos como emocionales, e inhibidora de la conducta agresiva.
Una
de las razones por las que las chicas son menos agresivas que los chicos se
debe a sus altos niveles de empatía (Worthen, 2000) y las consecuentes
capacidades para hacer amigos y pertenecer a grupos. Por tanto, si se promueve
la empatía, ésta facilitará la conducta afectiva hacia los demás, el respeto
hacia la propiedad ajena y la medición para evitar las agresiones y la
violencia, conformandose como un factor de protección de la conducta
antisocial.
•
La Autoestima
En
el campo de la conducta problema, muchos autores han asumido que, en alguna
medida, la autoimagen y la autovaloración son factores implicados en la
etiología de la conducta desviada. Ya en los años 50, ciertos representantes de
las teorías del control social (Reckless, Dinitz y Murray, 1956) sostuvieron
que en condiciones sociales de alto riesgo, los individuos con un autoconcepto
positivo mostraban una menor vulnerabilidad hacia la conducta antisocial. Utilizando
términos actuales, el autoconcepto sería un “factor de protección” que
amortigua los efectos de una situación de riesgo. Otros autores han teorizado
sobre la autoestima postulando mecanismos de compensación, donde la conducta
problema (violencia, consumo de drogas) sería un medio para restaurar una
autoestima deteriorada (Kaplan, 1984; Steffenhagen, 1980; Toch, 1992). En
contraposición, otros consideran que la sobrevaloración de sí mismos también
puede provocar el mismo efecto, fundamentalmente en la infancia media (Edens,
1999, cit. en Del Barrio, 2004b), ya que produce percepciones narcisistas que
dificultan una buena integración en el grupo. De la misma forma, Baumeister,
Smart y Boden, (1996) confirma esta idea, añadiendo como una alta autoestima
puede llevar al adolescente a responder de forma agresiva ante cualquier
situación que el considere inaceptable o que amenace su ego.
La
evidencia empírica sobre la relación autoestima-conducta problema ha mostrado
aspectos contradictorios. Algunos trabajos han apoyado la hipótesis de la
compensación (Kaplan, 1978) aunque, en general, la correlación entre autoestima
y conducta desviada se muestra débil (McCarthy y Hoge, 1984). No obstante,
existen diversos trabajos que han hallado correlaciones entre bajo autoconcepto
o baja autoestima y mayor presencia de conductas amenazantes y agresivas (Calvo
et al., 2001; Garaigordobil et al., 2004; Marsh, Parada, Yeung y Healey, 2001;
O’Moore y Kirkham, 2001) y otros que han encontrado una relación positiva entre
autoimagen negativa y algunos factores de riesgo de la conducta antisocial,
como son la depresión, el bajo rendimiento académico, falta de vínculos
familiares, pocas habilidades sociales y baja autoeficacia (Alonso y Román,
2003; Bosacki, 2003; Carrasco y del Barrio, 2003; Del Barrio, Frías y Mestre,
1994; Simons, Partenite y Shore, 2001).
Sin embargo, en los últimos años, se ha
sugerido que para entender adecuadamente tal relación, habrá que atender a la
naturaleza multidimensional de la autoestima (Romero et al., 1995a). Desde esta
perspectiva, se plantea la necesidad de tener en cuenta que las personas
podemos mantener autovaloraciones distintas en diferentes campos de nuestra
experiencia; por ejemplo, un individuo puede valorarse positivamente en cuanto
a sus capacidades académicas y, sin embargo, autorrechazarse en el campo de la
interacción social. Por tanto, para examinar la asociación entre la autoestima
y la conducta desviada, habrá que evaluar esas diferentes dimensiones, por lo
que los trabajos que se limitan a analizar la autoestima “global” pueden
enmascarar el tejido de relaciones entre la conducta y los distintos “campos”
de la autoestima.
De hecho, cuando se examinan diferentes dimensiones se encuentra que la conducta problema se relaciona negativamente con la autoestima en la familia y en la escuela; sin embargo, se relaciona positivamente con la autoestima en el ámbito de los amigos (Romero, Luengo y Otero, 1998). Se ha sugerido que las hipótesis relacionadas con la “autocompensación” podrían ser reconsideradas en sintonía con estos hallazgos (Leung y Lau, 1989). Quizás, efectivamente, una baja autoestima sirva de motivación a la conducta problema, es decir, una baja autoestima en la familia y en la escuela la que conduciría a rechazar las normas convencionales. La conducta problemática podría restaurar en alguna medida la autovaloración pero únicamente en el ámbito de los amigos.
De hecho, cuando se examinan diferentes dimensiones se encuentra que la conducta problema se relaciona negativamente con la autoestima en la familia y en la escuela; sin embargo, se relaciona positivamente con la autoestima en el ámbito de los amigos (Romero, Luengo y Otero, 1998). Se ha sugerido que las hipótesis relacionadas con la “autocompensación” podrían ser reconsideradas en sintonía con estos hallazgos (Leung y Lau, 1989). Quizás, efectivamente, una baja autoestima sirva de motivación a la conducta problema, es decir, una baja autoestima en la familia y en la escuela la que conduciría a rechazar las normas convencionales. La conducta problemática podría restaurar en alguna medida la autovaloración pero únicamente en el ámbito de los amigos.
•
La agresividad
Muchos
investigadores han encontrado cierta relación y continuidad desde la
agresividad temprana hacia la conducta antisocial en la adolescencia y la
presencia de crímenes violentos (Loeber, 1990; Loeber y Hay, 1996; Olweus,
1979; Pfeiffer, 2004; Thornberry, 2004; Tremblay, 2001; Velázquez et al.,
2002).
Es
obvio que la agresividad es un atributo bastante estable, los niños que hacia
los 2 año Iannotti y Zahn-Waxler, 1989; cit. en Shaffer, 2002). Estudios
longitudinales realizados en Islandia, Nueva Zelanda y EE.UU. rebelan, además,
que la cantidad de conducta agresiva que
muestran los niños entre 3 y 10 años de edad, es un predictor de sus inclinaciones agresivas y antisociales a
lo largo de su vida (Hart et al., 1997; Henry et al., 1996; Newman et al., 1997). Huessmann
et al. (1984), por ejemplo, realizaron un estudio longitudinal durante 22 años
en un grupo de 600 participantes. En conclusión, los niños de 8 años muy
agresivos presentaron a los 30 años de edad, mayores tasas de hostilidad y
agresiones a sus parejas e hijos, así como condenas por delitos criminales.
Otros
estudios también han señalado que el comportamiento agresivo medido entre la
edad de los 6 y los 13 años predice consistentemente la violencia en varones
(Farrington, 1989a; Olweus, 1979). En la misma línea, Stattin y Magnusson
(1989) encontraron que dos tercios de los niños que ejercen agresiones contra
los profesores entre los 10 y los 13 años presentan posteriormente historias de
delitos violentos a la edad de 26 años. Sin embargo, esta relación no aparecía
en el caso de las mujeres. Mc Cord y Ensminger (1995) encontró que casi la
mitad de los niños que habían sido clasificados como agresivos por sus
profesores a los 6 años, habían sido arrestados por crímenes violentos a la
edad de 33, comparado con un tercio de sus compañeros no agresivos.
Estos autores, encontraron resultados similares en chicas, en contraposición a los hallazgos de Stattin y Magnusson (1989). Estos estudios muestran una relación consistente entre la agresividad en los chicos desde los 6 años y el comportamiento violento posterior, manteniéndose, incluso en muestras hiperactivas (Loney, Kramer y Milich, 1983). De la misma forma, Barrera et al., (2002) y Hilmstein (2003) encuentran que la agresividad infanto-juvenil predecía comportamientos antisociales en un futuro próximo. A pesar de que muchos de los chicos que presentan un comportamiento agresivo durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos, lo cierto es que la conducta agresiva temprana y persistente, es una característica individual maleable que predice violencia futura (Thornberry, 2004).
Estos autores, encontraron resultados similares en chicas, en contraposición a los hallazgos de Stattin y Magnusson (1989). Estos estudios muestran una relación consistente entre la agresividad en los chicos desde los 6 años y el comportamiento violento posterior, manteniéndose, incluso en muestras hiperactivas (Loney, Kramer y Milich, 1983). De la misma forma, Barrera et al., (2002) y Hilmstein (2003) encuentran que la agresividad infanto-juvenil predecía comportamientos antisociales en un futuro próximo. A pesar de que muchos de los chicos que presentan un comportamiento agresivo durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos, lo cierto es que la conducta agresiva temprana y persistente, es una característica individual maleable que predice violencia futura (Thornberry, 2004).
Magnusson
y Bergman (1990) encontraron al respecto que la agresividad se relacionaba con
la delincuencia solamente cuando formaba parte de una constelación de problemas
de comportamiento, sugiriendo así que era necesario considerar la conducta en
términos de patrones generales y no solo de unos supuestos rasgos aparte. De
forma semejante, Quinsey, Book y Lalumiere (2001) y Garaigordobil et al. (2004)
encuentran altas correlaciones entre medidas de agresividad y conductas
agresivas y puntuaciones en conducta antisocial.
Para
terminar, señalar que la subdivisión de la agresividad en diferentes tipologías
parece potencialmente muy útil (Ramírez y Andreu, 2003), pero se sabe poco
acerca de la validez de los subtipos o de su importancia relativa para la
conducta antisocial (Vitiello y Stoff, 1997).
3.2.2.3.6.
Inteligencia
Se
ha indicado en numerosas ocasiones que los comportamientos antisociales o
violentos correlacionan negativamente con el cociente intelectual. Diversos
estudios han mostrado la relación que existe entre déficits intelectuales y
violencia, tanto en muestras de delincuentes (Rutter y Giller, 1988) como de
estudiantes (Huesman, Eron y Yarmel, 1987), encontrando en este último
correlación con bajos logros académicos. Otros autores han propuesto que la
inteligencia modula el tipo de conducta antisocial (Heilbrum, 1982),
encontrando violencia más impulsivas en psicópatas con un CI bajo frente a
delitos de tipo sádico en aquellos que eran más inteligentes. Otros, han
mostrado cómo el desarrollo cognitivo facilita la integración social y su
deficiencia la dificulta (Donnellan, Ge y Wenk, 2002). Así, algunos han puesto
en evidencia que una baja inteligencia se asocia a una peor adaptación al
ámbito penitenciario, tanto en jóvenes como en adultos (Ardil, 1998; Forcadell,
1998; Miranda, 1998).
Los
delincuentes, especialmente los reincidentes, tienden a presentar un cociente
intelectual (CI) ligeramente inferior - cerca de 8 puntos en general- al de los
no delincuentes.
Esta
asociación ha sido confirmada en estudios epidemiológicos y longitudinales
recientes (Lynam, Moffit y Stouthamer-Loeber, 1993; Maguin y Loeber, 1996;
Moffitt, 1993). Así, se ha visto que un bajo CI va asociado a la conducta
antisocial incluso después de tener en cuenta el nivel de logro académico,
aunque puede que la asociación sea un tanto reducida. La relación entre el CI,
dificultades de lectura y perturbaciones del comportamiento y conducta
antisocial se aplica en buena medida a aquellas de inicio temprano y no a las
que comienzan en la adolescencia (Robins y Hill, 1966; Stattin y Magnusson,
1995). Scott (2004) añade que un bajo CI por sí solo, no aumenta mucho el
riesgo de comportamientos antisociales, pero en combinación con prácticas de
crianza inadecuadas y otros factores de riesgo como la hiperactividad, sí
tienen un efecto interactivo.
Aunque
la relación entre el CI y la delincuencia ha resultado ser muy sólida, a tenor
de los datos existentes no permite extraer ninguna conclusión firme. La
investigación actual pone un mayor énfasis en el estudio de las diferencias
individuales en los procesos cognitivos que generan un sesgo en las
evaluaciones de los sucesos interpersonales (Ross y Fabiano, 1985).
Así
por ejemplo, se ha constatado que los jóvenes agresivos se muestran más
inexactos en la interpretación de las conductas de los otros en situaciones
poco ambiguas y tienden a percibir intenciones hostiles en las interacciones
interpersonales ambiguas (Dodge, 1986). Se ha puesto de manifiesto asimismo,
que estos sujetos generan muy pocas soluciones afectivas a las situaciones
interpersonales problemáticas y tienden a producir soluciones más agresivas
cuando sufren rechazo social (Asarnow y Callan, 1985). Por otra parte, un buen
desarrollo de las habilidades cognitivas, en especial las verbales, podría
actuar como un factor de protección en el desarrollo de la conducta antisocial
(Lynam et al., 1993).
En este sentido, Isaza y Pineda (2000), encontraron en una muestra de jóvenes delincuentes un ejecución deficiente en pruebas que exigían habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal, poniendo de relieve las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los adolescentes infractores. Raine et al., (2002) también encontraron una asociación entre déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos antisociales en la adolescencia, presentando además, en edades más tempranas, déficits espaciales. De la misma forma, Garaigordobil et al. (2004) encuentran mayores deficiencias en las capacidades verbales en aquellos niños que presentan más conducta antisocial.
En este sentido, Isaza y Pineda (2000), encontraron en una muestra de jóvenes delincuentes un ejecución deficiente en pruebas que exigían habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal, poniendo de relieve las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los adolescentes infractores. Raine et al., (2002) también encontraron una asociación entre déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos antisociales en la adolescencia, presentando además, en edades más tempranas, déficits espaciales. De la misma forma, Garaigordobil et al. (2004) encuentran mayores deficiencias en las capacidades verbales en aquellos niños que presentan más conducta antisocial.
Por
tanto, los individuos con bajas capacidades intelectuales y con ciertos sesgos
cognitivos poseen peores habilidades interpersonales, siendo éstas las que
dificultarían el proceso de socialización y facilitarían la aparición de la
conducta antisocial (Torrubia,2004).
Rutter et al. (2000, p. 205) concluyen al respecto: “es posible que las
deficiencias cognitivas que incrementan el riesgo lo hacen porque suponen
alguna deficiencia en la detección intención-estímulo o en la planificación
previa al decidir cómo responder a los desafíos sociales”. Esto podría
interpretarse en términos de una deficiencia cognitiva que causaría riesgos no
por ser deficiencia intelectual, sino porque el CI inferior estaría asociado a hiperactividad
e impulsividad. Así, el riesgo de desarrollar conductas antisociales provendría
de esos rasgos más que del propio nivel cognitivo en sí.
3.2.2.3.7.
Actitudes y creencias normativas
Las
denominadas teorías cognitivas del procesamiento de la información enfatizan la
importancia que las actitudes, creencias y otras cogniciones sociales que se
desarrollan durante la infancia y la adolescencia desempeñan en el
comportamiento antisocial. En particular, Huesmann (1988), Huesmann y Eron
(1989) y Huesmann et al., (1996), conceptualizan las creencias normativas como
aquellas que hacen referencia a la aceptabilidad, justificación o adecuación
del comportamiento agresivo, que son importantes mediadores y/o moduladores,
contribuyendo de forma considerable al éxito de programas preventivos contra
este tipo de comportamientos antisociales en jóvenes y adolescentes. Según los
resultados obtenidos hasta el momento con el programa de prevención que estos
autores realizaron en los EE.UU., las creencias normativas pueden verse
modificadas a lo largo de la infancia y adolescencia bajo determinadas
condiciones de intervención familiar, escolar y social. Por consiguiente, estos
cambios afectarán posteriormente al comportamiento agresivo y,
consecuentemente, podrán prevenirse determinados tipos de violencia y conducta
antisocial.
En
este sentido, determinados patrones de repuesta como la deshonestidad, las
actitudes y creencias normativas y las actitudes favorables a la violencia, han
sido relacionadas como predictores de violencia posterior (Ageton, 1983;
Elliot, 1994; Farrington, 1989; Maguin et al., 1995; Thornberry, 2004; Williams,
1994; Zhang, Loeber, y StouthamerLoeber, 1997), siendo estas correlaciones más
débiles en el caso de las chicas (Williams, 1994). Es posible que las actitudes
antisociales sean síntomas del mismo constructo subyacente de violencia y que
persista durante toda la vida. Asimismo,
se ha encontrado que un amplio rango de procesos cognitivo-sociales están
distorsionados o son deficitarios en los niños agresivos (Coie y Dodge, 1997;
Dodge y Schwartz, 1997; Lochman y Dodge, 1994). Así, presentan deficiencias en
la atribución (con un locus de control típicamente externo), en la solución de
problemas, la tendencia a considerar que el daño que se produce en circunstancias
ambiguas o neutras deriva de un intento hostil por parte de quien lo provoca,
lo que llaman sesgo atribucional hostil (Crick y Dodge, 1996; Guerra y Slaby,
1990), en la evaluación de conductas que favorecen la agresión, en la baja valoración
de las características típicas de los jóvenes agresivos, abrigando ideas
positivas acerca de la agresividad, considerándola socialmente normativa (Dodge
y Schwartz, 1997).
Estas distorsiones cognitivas se agudizan a medida que sus iguales los rechazan, mostrando al final de la adolescencia actitudes recelosas y llevándoles a reaccionar de forma explosiva y desviada (Scott, 2004). De la misma forma, Thorberry, (2004) también ha encontrado como aquellos chicos antisociales de inicio temprano presentaban más actitudes favorables al uso de la violencia y la delincuencia como forma de solucionar los problemas, frente a los de inicio tardío o los no delincuentes.
Estas distorsiones cognitivas se agudizan a medida que sus iguales los rechazan, mostrando al final de la adolescencia actitudes recelosas y llevándoles a reaccionar de forma explosiva y desviada (Scott, 2004). De la misma forma, Thorberry, (2004) también ha encontrado como aquellos chicos antisociales de inicio temprano presentaban más actitudes favorables al uso de la violencia y la delincuencia como forma de solucionar los problemas, frente a los de inicio tardío o los no delincuentes.
Un
interesante estudio llevado a cabo en nuestro país, describe el papel que juega
la percepción de las figuras de autoridad formales e informales en la
inclinación a la conducta delictiva (Molpeceres, Llinares y Bernad, 1999). Los
resultados sugieren que: a) la percepción de mayor o menor actividad en las
figuras de autoridad relevantes apenas tiene incidencia en la mayor o menor
implicación en conductas delictivas y transgresoras; b) que la percepción de
competencia y firmeza es relevante en relación a las figuras de autoridad
formales pero no en relación al padre; c) que la mayor o menor violencia y
crueldad percibida es relevante en relación a todas las figuras de autoridad y,
d) que tienden a aparecer diferencias en el juicio afectivo y moral de las tres
figuras de autoridad en función de la tendencia a la transgresión, aunque estas
diferencias son más acusadas en relación a las figuras de autoridad formal.
Los
resultados de estos estudios sugieren que un patrón de conductas y actitudes
tempranas que desafíen las reglas básicas del comportamiento tales como la
honestidad y la veracidad estará asociado con conductas violentas posteriores.
Por lo tanto, las intervenciones que busquen ayudar a los jóvenes a desarrollar
creencias positivas y modelos de conducta que rechacen la violencia, la mentira
y el desobedecer a las reglas y a las leyes, así como también actitudes
positivas hacia el cumplimiento de las normas, serían prometedoras para la
reducción de los riesgos hacia la violencia. Estos hallazgos destacan la
importancia de lo que algunos han denominado “alfabetización” social y
emocional (Goleman, 1995), esto es, el vida social, aprendiendo a respetar
turnos, esperar en cola o decir la verdad.
No
obstante, son muchas las formas en las que la violencia puede expresarse y
muchas también las que se aducen para llegar a justificarla o legitimarla.
Bandura (1973), al respecto, destaca una serie de situaciones que
consistentemente se han implicado en la mayor producción de manifestaciones
agresivas y antisociales en los sujetos:
a) la atenuación de la agresión por comparación ventajosa, que consiste en disminuir los alcances de las propias acciones agresivas;
b) la justificación de la agresión en función de principios elevados, fundamentándose la agresión en función de una serie de valores más elevados;
c) el desplazamiento de la responsabilidad, logrando que la gente se conduzca de manera más agresiva cuando cualquier figura de autoridad asume la responsabilidad;
d) la difusión de la responsabilidad, ocultando y difundiendo la propia responsabilidad por realizar prácticas agresivas;
e) la deshumanización de las víctimas, desvalorizando a las víctimas se les puede agredir cruelmente sin que haya sentimientos de culpabilización o arrepentimiento;
f) el falseamiento de las consecuencias, reduciendo al mínimo las consecuencias lesivas producidas en el agredido; y
g) la desensibilización graduada, proceso incremental a través del cual, tras la ejecución repetida de actos agresivos, se van extinguiendo el malestar y el autorreproche, aumentando así el nivel de agresión de forma progresiva hasta que, por último, se llegan a cometer actos violentos y antisociales sin el menor remordimiento.
a) la atenuación de la agresión por comparación ventajosa, que consiste en disminuir los alcances de las propias acciones agresivas;
b) la justificación de la agresión en función de principios elevados, fundamentándose la agresión en función de una serie de valores más elevados;
c) el desplazamiento de la responsabilidad, logrando que la gente se conduzca de manera más agresiva cuando cualquier figura de autoridad asume la responsabilidad;
d) la difusión de la responsabilidad, ocultando y difundiendo la propia responsabilidad por realizar prácticas agresivas;
e) la deshumanización de las víctimas, desvalorizando a las víctimas se les puede agredir cruelmente sin que haya sentimientos de culpabilización o arrepentimiento;
f) el falseamiento de las consecuencias, reduciendo al mínimo las consecuencias lesivas producidas en el agredido; y
g) la desensibilización graduada, proceso incremental a través del cual, tras la ejecución repetida de actos agresivos, se van extinguiendo el malestar y el autorreproche, aumentando así el nivel de agresión de forma progresiva hasta que, por último, se llegan a cometer actos violentos y antisociales sin el menor remordimiento.
Asimismo,
las investigaciones llevadas a cabo por Luengo (1985) y Romero (1996) ponen de
manifiesto que la conducta desviada correlaciona con ciertas preferencias de
valores con relevancia personal inmediata (placer, tiempo libre, sexo) y
presentan un menor aprecio de los valores con trascendencia social más a largo
plazo (solidaridad, justicia) o aquellos ligados a la socialización más
convencional (religión, familia, orden, salud). Es importante señalar, que los
valores anteriormente relacionados con la conducta antisocial, también lo están
con variables tales como la impulsividad o la búsqueda de sensaciones (Luengo
et al., 2002).
3.2.2.3.8.
Recursos personales y valores ético-morales
Es
obvio que no todos los individuos que están expuestos a la acción de diferentes
factores de riesgo manifiestan comportamientos antisociales. Existen un
conjunto de variables cuyas influencias pueden cancelar o atenuar el efecto de
los factores de riesgo conocidos y así, incrementar de algún modo la
resistencia hacia ellos. Este sería el caso de la práctica y participación en
asociaciones culturales, deportivas o religiosas y valores ético-morales.
Son
muchos los estudios que ponen en relevancia la acción protectora de la religión
o religiosidad y la moralidad frente a la conducta antisocial de los
adolescentes (Barber, 2001; Fabian, 2001; Jang y Jhonson, 2003; Lozano et al.,
1992; Oetting, Donnermeyer y Deffenbacher, 1998; Peiró, Del Barrio y
Carpintero, 1983; Regnerus, 2001; Ruiz, Lozano y Polaino, 1994). Ruiz et al.
(1994), señalaron que entre los adolescentes encuestados que no manifestaban
conductas antisociales, había un numero mayor de creyentes, tanto practicantes
como no practicantes, que en el grupo que manifestaban algún comportamiento
antisocial.
Estos
datos confirmaron los encontrados con anterioridad por Peiró et al. (1983),
quienes mostraron que la religión y la moral podrían ser entendidos como
factores de protección, al constituir un marco de referencia para los jóvenes
en el que predominaban los valores prosociales y en el que coexistían grupos de
referencia ajenos a la práctica de la conducta
desviada.
En
esta misma linea, Fabian (2001) señala que ha pesar de los numerosos estudios
que se han llevado a cabo sobre que factores predicen el comportamiento
antisocial, se ha prestado poca atención a la moral como un posible factor de
riesgo. Así, en su estudio con adultos, encuentra que aquellos que habían
cometido actos delictivos puntuaban más bajo en razonamiento moral que los no
delincuentes, sin embargo, no había diferencias entre delincuentes violentos y
no violentos. También añaden que el tener un alto razonamiento moral estaría
asociado a diversos factores protectores, entre ellos, una buena educación
familiar y la importancia otorgada a la religión.
Oetting
et al. (1998) resaltan que tanto el uso de sustancias como otras conductas
desviadas se aprenderían a través de tres ámbitos principales o fuentes
primarias, la familia, el colegio y los amigos. Sin embargo, habría otras
fuentes de socialización secundarias, entre ellas la religión, que influirían
en el proceso de socialización de las fuentes primarias reduciendo su impacto
y, por lo tanto, disminuyendo o frenando la manifestación de comportamientos
desviados. De la misma forma, Jang y Johnson (2003) señalan como la presencia
de emociones negativas o trastornos emocionales serían un factor de riesgo
hacia el comportamiento desviado, actuando aquí la religión como un importante
neutralizador de dichas emociones. Barber (2001) encuentra en una muestra de
niños palestinos, que el tener creencias religiosas actuaba como un factor
protector de la conducta desviada, amortiguando el efecto de los factores de
riesgo a los que estaban expuestos.
Regnerus
(2001), añade que la religión protege a los adolescentes de que se involucren
en la delincuencia a través de tres vías: 1) la proximidad paternos filial que
existe entre familias religiosas, 2) a través de limitar o disminuir la influencia
de los pares, 3) a través del contexto de la comunidad.
Es
importante resaltar, que no sólo hay evidencias de su poder protector, sino que
su ausencia podría actuar como factor de riesgo hacia una mayor involucración
en comportamientos antisociales. Así, Stack, Wasserman y Kern (2004) evalúan la
presencia de actos antisociales consistentes en la visión de pornografía a
través de la red. Postulan que las creencias más convencionales estarían
asociadas con menos conductas desviadas, entre ellas, las creencias políticas,
las creencias favorables hacia el matrimonio y las creencias religiosas. Los
resultados señalaron que de todos los factores propuestos, el mejor predictor
del uso de pornografía era las ausencia de creencias religiosas.
Por
otra parte, el realizar o participar en actividades deportivas ha sido
considerado como otra fuente de comportamientos prosociales que, de la misma
forma que la religión, actuarían como inhibidores de la conducta antisocial,
asociándose a otras fuentes de enseñanza, ya que el deporte en sí mismo no garantiza
que se desarrollen dichas conductas prosociales (Mckenney y Dattilo, 2001).
Así, Stronski et al. (2000) encontraron en su estudio que unos de los factores
protectores frente al consumo de drogas era el participar de forma regular en
asociaciones deportivas junto con presentar buenos logros académicos, el tipo
de educación recibida y el contar con un confidente dentro de la familia.
Duncan,
Duncan, Strycker y Chaumeton (2002) examinaron en una muestra de niños de 10,
12 y 14 años la relación existentes entre las actividades antisociales (consumo
de sustancias y otros conductas) y prosociales (actividad física, deporte
organizados, actividades no deportivas organizadas, voluntariado y actividades
religiosas). Encontraron que el participar en deportes organizados y
actividades físicas estaba inversamente relacionado con el consumo de
sustancias para todas las edades. Langbein y Bess (2002) señalan que los
colegios con un elevado nº de alumnos presentaban más problemas de conductas
antisociales entre el alumnado, disminuyendo éstas, si se aumentaba la
programación de actividades deportivas.
Otros
autores han señalado el importante papel que pueden tener los deportes de
riesgo como forma de canalizar de forma socializada la alta necesidad de
búsqueda de sensaciones y desinhibición, factores que aparecen asociados a la
adolescencia y a la manifestación de conductas antisociales (Sánchez y Cantón,
2001).
Tabla
3.4. Resumen de factores de riesgo psicológicos
FACTORES
DE RIESGO
ESTUDIOS
HALLAZGOS EMPÍRICOS
1.
Hiperactividad, déficit de atención, impulsividad y toma de riesgos.
Farrington,
1989; Manuza et al., 1989; Maguin et al., 1995 Farrington et al., 1996; Taylor
et al., 1996; Campbell, 1997 Klinteberg et al., 1993; Stattin y Magnusson, 1995
Himelstein, 2003 Barkley, Fischer, Smallish, Fletcher, 2004 Simonoff, Elander,
Holmshaw, Pickles, Murray y Rutter,2004
Los
problemas de concentración, hiperactividad, impulsividad y las conductas de
riesgo en niños se han relacionado con una mayor probabilidad de autoinformar
violencia como con haber realizado crímenes violentos en edades posteriores.
La
hiperactividad se relaciona con la posibilidad de realizar actos delictivos y
antisociales tempranos
Estudios
longitudinales que relacionan variables como la hiperactividad, desánimo y/o
baja motivación escolar, dificultades de concentración, déficits en las
relaciones sociales y un bajo rendimiento con el aumento de la probabilidad de
ejercer conductas violentas en la etapa adulta
Tanto
la presencia de conductas agresivas como problemas de hiperactividad en la
infancia contribuían a predecir la conducta antisocial en la adolescencia.
Los
niños hiperactivos cometen actos antisociales con más frecuencia y variedad
frente a los no hiperactivos.
Tanto
la presencia de problemas de hiperactividad como de trastornos de conducta en
la infancia, tienen un fuerte poder predictivo sobre la aparición posterior de
trastorno antisocial de la personalidad y problemas de delincuencia en la etapa
adulta.
2.
Desórdenes internalizantes: nerviosismo / ansiedad y depresion
Lahey
y McBurnett, 1992; Dishion et al., 1995 Farrington, 1989b Achenbach, 1991;
Caron y Rutter, 1991 Stefuerak, Calhoun y Glaser, 2004 Smith, 2002 Del Barrio,
2004 Fombonne, Wostear, Cooper, Harrington y Rutter,2001; Marmorstein y Iacono,
2003. Fergusson, Wanner, Vitaro, Horwood y Swain, 2003 Vermeiren, Jones,
Ruchkin, Deboutte y Schawab, 2004 Achenbach, 1991; Caron y Rutter, 1991; Wilde
1996; Muñoz-Rivas, Graña, Andreu y Peña, 2000; Carrasco et al., 2001; Del
Barrio, 2004; Thornberry, 2004
Los
individuos que ejercen conductas antisociales suelen manifestar comórbidamente
trastornos emocionales
El
nerviosismo y la ansiedad muestran una ligera correlación negativa con la
posibilidad de ejercer conductas antisociales
Los
individuos con conductas antisociales presentan concomitante la depresión y
características como el autoconcepto disminuido
Los
trastorno emocionales podrían ser considerados como un canalizador hacia la
delincuencia, así como también la personalidad antisocial.
Los
factores de riesgo emocionales afectarían más a las niñas que a los niños para
el incremento de la conducta antisocial, encontrando también dichas diferencias
para los factores de riesgo familiares.
La
depresión presenta una comorbilidad con la agresión en el 50% de los casos, por
lo que muchos jóvenes deprimidos expresan su malestar mediante conductas
oposicionistas o violentas, tanto verbalmente como hacia uno mismo, este el
caso de la adicción a las drogas, conductas de riesgo o el suicidio.
Aquellos
jóvenes que presentaban depresión y trastornos de conducta asociados, tenían
mayor riesgo de cometer conductas suicidas, delictivas y presentaban mayor
disfunción social en la vida adulta.
El
asociarse con pares desviados conllevaba a un aumento de comportamientos
problemáticos y cuyas consecuencias negativas serían las que llevarían a la
depresión.
Los
sujetos antisociales presentan más problemas emocionales, exceptuando la
ansiedad, pero contrariamente a lo esperado, los antisociales que habían sido
arrestados no presentaban mayor depresión que los no arrestados
Los
individuos con conductas antisociales presentan trastornos o síntomas
emocionales concomitantes entre los que aparecería la depresión, características
como el autoconcepto disminuido o desconfianza hacia el otro.
3.
Asociación con trastornos mentales
a)
consumo de drogas
b)
Otros trastornos psicopatológicos
Hodgins,
1993; Marzuk, 1996;Otero, 1997; Leonard, 2000; Room y Rossow, 2001; Nagin y
Tremblay, 2001; Dorsey et al., 2002; MacCoun et al., 2002; White et al., 2002;
Boles y Miotto, 2003; Thornberry,2004; White, 2004 Jessor y Jessor, 1977; White
y Labouvie, 1994; White, 2004 Windle, 1990; White et al., 1993; Farrington,
1995; Dembo et al., 1994, 1995 Ito et al., 1996; Parker y Auerhahn, 1999;
MacCoun et al., 2002; Boles y Miotto, 2003 Anglin y Perrochet, 1998; Nadelmann,
1998; Goldstein, 1998; Dorsey et al., 2002; MacCoun et al., 2002 Mason y Windle
(2002) Robins, 1966 Taylor, 1993; Marzuk, 1996; Hersh y Borum, 1998 Lahey,
Waldman y McBurnett, 1999; Loeber, Burke, Lahey, Winters y Zera, 2000; Rutter
et al., 2000; Kazdin y Buela-Casal, 2001; APA, 2002 Hare, 1991; Hare,
1998;Moltó, Poy y Torrubia, 2000; Hare, Clark, Grann y Thornton, 2000
El
alcoholismo y los problemas de drogas son las psicopatologías más relacionadas
con la delincuencia juvenil
La
conducta antisocial aumenta la probabilidad de consumo de sustancias y
viceversa, compartiendo ciertas causas comunes.
La
presencia de conducta antisocial en la infancia y adolescencia aumenta el
riesgo de problemas con el alcohol y las drogas más adelante
El
consumo de grandes cantidades de alcohol aumenta la probabilidad de que
aparezcan conductas criminales debido a su efecto desinhibidor, estando
asociado con una serie de delitos conflictivos y violentos.
El
consumo de drogas, hace que aumenten los robos y delitos no violentos
encaminados a obtener dinero para la compra de drogas, mientras que los
traficantes pueden emplear la violencia para proteger su negocio.
El
policonsumo de sustancias y la delincuencia, en general, era evidente en los
varones pero no en las mujeres. En los varones, el efecto de la delincuencia
sobre el abuso de sustancias fue relativamente bajo pero consistente en el tiempo,
mientras que el efecto del uso de sustancias sobre la delincuencia fue mayor
pero restringido a aquellos adolescentes de menor edad.
Las
conductas antisociales podrían actuar de factor de riesgo infantil con respecto
a un posterior desarrollo de esquizofrenia.
Los
trastornos psicóticos se han relacionado con la comisión de determinados
delitos (destrucción de propiedad y crímenes violentos) que pueden tener su
origen en procesos mentales anormales como las percepciones distorsionadas, el
razonamiento defectuoso y la regulación afectiva defectuosa de las psicosis.
Los
trastornos psicopatológicos más asociados a la conducta antisocial son el
trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno disocial, el
trastorno negativista desafiante, bien porque ponen en riesgo al niño o
adolescente para que las desarrolle o porque dichos diagnósticos conllevan en
si mismo la presencia de estas conductas.
La
presencia de trastornos de la personalidad, y más concretamente la psicopatía,
en la edad adulta, correlacionan con una mayor delincuencia violenta.
4.
Iniciación temprana en la violencia y delincuencia
Farrington,
1986, 1991; 1995; Thornberry et al., 1995 White et al., 1992 Farrington, 1991;
Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995; Tolan y Thomas, 1995; Tremblay, 2001; Krohn
y col., 2001; Pfeiffer, 2004; Thornberry, 2004
El
comportamiento violento y la delincuencia, los comportamientos deshonestos y
agresivos en la escuela, el estar convicto en la adolescencia, son predictores
de comportamiento violento y/o delictivo en la etapa adulta
La
contigüidad entre las manifestaciones violentas en la adolescencia y la etapa
adulta se da de forma más consistente en los varones con respecto a las mujeres
La
temprana aparición de la conducta violenta y delincuencia, predicen
comportamientos violentos más serios y una mayor cronicidad de los mismos.
Los
delincuentes infantiles (de inicio temprano), no sólo se implicaban en un mayor
número de actos antisociales y delictivos, sino también en el consumo de drogas,
en relaciones sexuales a edades tempranas y conductas más graves y violentas,
además de presentar una mayor persistencia de su comportamiento hacia la
adultez, relacionandose con la aparición de una carrera delictiva y criminal
más extensa.
5.
Variables de personalidad
a)
Impulsividad
b)
Búsqueda de sensaciones
c)
Empatía
d)
Autoestima
e)
Agresividad
Eysenck
y Eysenck, 1978 Eysenck y McGurk, 1980; Royse y Wiehe, 1988 Eysenck, 1981;
Farrington, 1989; Rigby et al., 1989; Carrillo et al., 1994. Caspi et al., 1994
Tremblay et al., 1994 Sobral et al., 2000; Eisenberg et al., 2000; Mestre,
Samper y Frías, 2002;Luengo et al., 2002; Garaigordobil, Álvarez y Carralero,
2004. Zuckerman, 1979 Levine y Singer, 1988; Newcomb y McGee, 1991,Del Barrio,
2004; Simó y Pérez, 1991; Luengo et al., 1995; Romero, 1996; Schmeck y Poustka,
2001 Herrero et al., 2002 Romero, Sobral y Luengo,1999 Bandura et al., 1996;
Mestre et al., 2002; Sezov, 2002; Del Barrio et al., 2003; Del Barrio, 2004b;
Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004 Mirón, Otero y Luengo, 1989; Romero,
1996; Calvo, González y Martorell, 2001 Hoffman, 1990; Fuentes, Apodaka,
Etxebarría et al., 1993; Bandura, Barbaranelli, Caprara y Pastorelli,
1996;Hoffman, 1989, 1990; Sobral et al., 2000 Worthen, 2000 Baumeister et al.,
1996. Calvo y col.s, 2001; O’Moore y Kirkham, 2001; Marsh et al., 2001;
Garaigordobil et al., 2004 Del Barrio et al., 1994; Simons et al., 2001;
Bosacki, 2003; Alonso y Román, 2003; Carrasco y del Barrio, 2003. Olweus, 1979;
Farrington, 1989 Loeber, 1990; Loeber y Hay, 1996; Tremblay; 2001; Velázquez,
Cabrera, Chaine, Caso-López y Torres, 2002; Thornberry, 2004; Pfeiffer, 2004
Taylor et al., 2003 y Hilmstein, 2003; Thornberry, 2004
La
impulsividad (impulsividad propiamente dicha, asunción de riesgos,
no-planificación e irreflexión) correlacionaría positivamente con la
extraversión y el psicoticismo, así como con la manifestación de conductas
delictivas
Hay
una estrecha covariación entre la impulsividad y la delincuencia, demostrada en
muestras de institucionalizados
Hay
una estrecha covariación entre la impulsividad y la conducta antisocial,
demostrada en la población general
La
delincuencia se asociaba a un débil autocontrol o a una elevada impulsividad,
así como a una emotividad negativa
Hay
relación entre la impulsividad de los niños en el jardín de infancia y la
predicción de delincuencia a los 13 años
La
impulsividad se muestra como una variable de suma importancia en la explicación
de la conducta antisocial y potencian los efectos de una serie de factores de
riesgo cuando se asocia a ellos, como bajo apoyo parental y apego escolar,
pertenencia a grupos
desviados,
y en el caso de las chicas, déficits socioeconómicos.
También
encuentran como los varones presentan mayores niveles de impulsividad
La
búsqueda de sensaciones se relaciona con la carencia de acuerdo con las normas
sociales, responsabilidad y auto-control.
La
búsqueda de sensaciones se relaciona con la implicación en actividades
desviadas o antisociales.
Aquellas
personalidades antisociales puntuaban más alto en ausencia de miedo, búsqueda
de sensaciones e impulsividad, no encontrando diferencias en estas variables al
comparar los adolescentes con los presos, llegando incluso los adolescentes a
puntuar más alto en impulsividad, rasgo propio de esta etapa.
La
“desinhibición” y “búsqueda de experiencias” que parecen ser las dimensiones
más estrechamente ligadas a la conducta antisocial, sobre todo en muestras de
adolescentes..
Estudios
con niños o jóvenes antisociales y delincuentes han mostrado que éstos
presentan ciertos déficits a la hora de identificar y comprender los estados
internos de los otros (pensamientos, perspectivas, sentimientos).
Este
déficit parece especialmente acusado en la capacidad para “sentir” los afectos
de los demás.
Existe
una relación positiva entre empatía y la conducta prosocial.
Así
pues, la empatía favorecería los actos altruistas y limitaría la conducta
antisocial
Una
de las razones por las que las chicas son menos agresivas que los chicos se debe
a sus altos niveles de empatía y las consecuentes capacidades para hacer amigos
y pertenecer a grupos.
Una
alta autoestima puede llevar al adolescente a responder de forma agresiva ante
cualquier situación que el considere inaceptable o que amenace su ego.
Existen
correlaciones entre bajo autoconcepto o baja autoestima y y mayor presencia de
conductas amenazantes y agresivas
Otros
han encontrado una relación positiva entre autoimagen negativa y algunos
factores de riesgo de la conducta antisocial, como son la depresión, el bajo
rendimiento académico, falta de vínculos familiares, pocas habilidades sociales
y baja autoeficacia
Es
apreciable una continuidad entre el comportamiento antisocial y muestras de
agresividad temprana con respecto a un posterior ejercicio de delitos más
graves y violentos.
La
agresividad infanto-juvenil predice comportamientos antisociales en un futuro.
A pesar de que muchos de los chicos que presentan un comportamiento agresivo
durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos, lo cierto es que la
conducta agresiva temprana y persistente, es una característica individual
maleable que predice violencia futura.
6.
Inteligencia
Maguin
y Loeber, 1996 Robins y Hill, 1966; Stattin y Magnusson, 1995 Rutter et al.,
2000 Isaza y Pineda, 2000 Raine, Yaralian, Reynolds, Venables y Mednick, 2002
Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004
Los
delincuentes, sobre todo los reincidentes, tienden a tener un CI ligeramente
inferior a los no delincuentes
La
relación entre el bajo CI y dificultades de lectura con la manifestación de
conductas antisociales se aplica a variedades de comportamiento antisocial de
inicio temprano y no a las que comienzan en la adolescencia
Aunque
la relación CI-delincuencia ha resultado muy firme, puede que las deficiencias
cognitivas se asocien a la hiperactividad o impulsividad y no directamente a
las conductas delictivas
Los
jóvenes delincuentes presentan una ejecución deficiente en pruebas que exigían
habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal, poniendo de relieve
las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los
adolescentes infractores.
Existe
una asociación entre déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos
antisociales en la adolescencia, presentando además, en edades más tempranas,
déficits espaciales.
Existen
mayores deficiencias en las capacidades verbales en aquellos niños que
presentan más conducta antisocial
7.
Actitudes y creencias
Farrington,
1989; Elliot, 1994; Maguin y Loeber, 1995 Lochman y Dodge, 1994 Molpeceres et
al., 1999 Ageton, 1983; Farrington, 1989; Elliot, 1994; Williams, 1994; Maguin
et al., 1995; Zhang, Loeber, y Stouthamer-Loeber, 1997; Thornberry, 2004
Romero, 1996
La
deshonestidad, las actitudes y creencias antisociales, las actitudes favorables
a la violencia y la hostilidad contra la policía son predictores de la
violencia posterior en varones
Un
amplio rango de procesos cognitivo-sociales están distorsionados o son
deficitarios en los niños agresivos: atribución típicamente externa, solución
de problemas, evaluación de conductas que favorecen la agresión y una baja
valoración de las características típicas de los jóvenes agresivos
La
percepción de las figuras de autoridad formales e informales modula la
aparición de conductas delictivas
La
deshonestidad, las actitudes y creencias normativas y las actitudes favorables
a la violencia han sido relacionadas como predictores de violencia posterior.
La
conducta desviada correlaciona con ciertas preferencias de valores con
relevancia personal inmediata (placer, tiempo libre, sexo) y presentan un menor
aprecio de los valores con trascendencia social más a largo plazo (solidaridad,
justicia) o aquellos ligados a la socialización más convencional (religión,
familia, orden, salud)
8.
Recursos personales y valores éticomorales
Peiró
et al.,1983 Ruiz, Lozano y Polaino,1994 Fabian, 2001 Oetting et al., 1998 Jang
y Johnson, 2003 Barber, 2001 Regnerus, 2001 Stack, Wasserman y Kern,2004
Mckenney y Dattilo, 2001 Stronski, Ireland, Michaud, Narring y Resnick, 2000
Duncan, Duncan, Strycker y Chaumeton, 2002 Langbein y Bess, 2002 Sánchez y
Cantón, 2001
La
religión y la moral podrían ser entendidos como factores de protección, al
constituir un marco de referencia para los jóvenes en el que predominaban los
valores prosociales y en el que coexistían grupos de referencia ajenos a la
práctica de la conducta desviada.
Los
adolescentes encuestados que no manifestaban conductas antisociales, había un
numero mayor de creyentes, tanto practicantes como no practicantes, que en el
grupo que manifestaban algún comportamiento antisocial.
Aquellos
que habían cometido actos delictivos puntuaban más bajo en razonamiento moral
que los no delincuentes, sin embargo, no había diferencias entre delincuentes
violentos y no violentos. El tener un alto razonamiento moral estaría asociado
a diversos factores protectores, entre ellos, una buena educación familiar y la
importancia otorgada a la religión.
El
uso de sustancias como otras conductas desviadas se aprenderían a través de
tres ámbitos principales o fuentes primarias, la familia, el colegio y los
amigos. Sin embargo, habría otras fuentes de socialización secundarias, entre
ellas la religión, que influirían en el proceso de socialización de las fuentes
primarias reduciendo su impacto y, por lo tanto, disminuyendo o frenando la
manifestación de comportamientos desviados.
La
presencia de emociones negativas o trastornos emocionales serían un factor de
riesgo hacia el comportamiento desviado, actuando aquí la religión como un
importante neutralizador de dichas emociones.
El
tener creencias religiosas actuaba como un factor protector de la conducta
desviada, amortiguando el efecto de los factores de riesgo a los que estaban
expuestos una muestra de niños palestinos.
La
religión protege a los adolescentes de que se involucren en la delincuencia a
través de tres vías: 1) la proximidad paternos filial que existe entre familias
religiosas, 2) a través de limitar o disminuir la influencia de los pares, 3) a
través del contexto de la comunidad.
Las
creencias más convencionales estarían asociadas con menos conductas desviadas,
entre ellas, las creencias políticas, las creencias favorables hacia el
matrimonio y las creencias religiosas.
Los
resultados señalaron que de todos los factores propuestos, el mejor predictor
del uso de pornografía era las ausencia de creencias religiosas.
El
realizar o participar en actividades deportivas es una fuente de
comportamientos prosociales que actuarían como inhibidores de la conducta
antisocial.
Uno
de los factores protectores frente al consumo de drogas era el participar de
forma regular en asociaciones deportivas junto con presentar buenos logros
académicos, el tipo de educación recibida y el contar con un confidente dentro
de la familia.
El
participar en deportes organizados y actividades físicas estaba inversamente
relacionado con el consumo de sustancias.
Los
colegios con un elevado nº de alumnos presentaban más problemas de conductas
antisociales entre el alumnado, disminuyendo éstas, si se aumentaba la
programación de actividades deportivas.
Los
deportes de riesgo como forma de canalizar de forma socializada la alta
necesidad de búsqueda de sensaciones y desinhibición, factores que aparecen
asociados a la adolescencia y a la manifestación de conductas antisociales.
3.2.3.
Factores de socialización
La
manifestación de conductas antisociales queda también bajo la acción de una
compleja interacción entre la características intrínsecas de los individuos y
las influencias provenientes de diversos grupos sociales. Esta afirmación es
claramente encuadrable en la teoría del aprendizaje social de Bandura (1969,
1977), que considera el proceso de socialización como una adquisición de
conductas y valores determinada, en su mayor parte, por un conglomerado de
relaciones sociales en las que el individuo está inmerso.
Las
variables sociales más inmediatas o propias del entorno específico de relación
interpersonal del adolescente, pueden constituir factores de riesgo, en tanto
en cuanto, pueden modular la conducta del individuo por simple imitación u
observación de una figura o modelo “inadecuado”, reforzando finalmente aquellas
conductas concordantes con las del modelo, claramente inadecuadas o impidiendo
que se lleve a cabo de forma adecuada el proceso de socialización de éste.
3.2.3.1.
Factores familiares
La
familia es el primer ámbito social para el individuo y el contexto más primario
de socialización, ya que trasmite valores y visiones del mundo e instaura las
primeras normas de conducta. Las experiencias familiares en la niñez determinan
comportamientos adultos. Al respecto, los tipos de comportamiento que han sido
estudiados como consecuencia de las experiencias familiares han sido los
llamados “problemáticos”, tales como psicopatologías, agresión y delincuencia.
Se ha prestado, sin embargo, menos atención a características positivas de los
individuos. Así, por ejemplo, la responsabilidad y el altruismo han sido
obviadas en la mayoría de las ocasiones. Aunque se incida en factores de riesgo
para conductas problemáticas, la familia también puede ejercer de factor
protector enseñando o reforzando actitudes prosociales (véase resumen Tabla
3.5.).
3.2.3.1.1.
Criminalidad de los padres
La
comisión de delitos por parte de los padres es un factor de riesgo para el
ejercicio de conductas antisociales en sus hijos (Farrington, 1995; Loeber y
Farrington, 2000). A pesar de que McCord (1979) no encontró una relación
positiva entre los comportamientos desviados paternos, medidos por la presencia
de conductas tales como alcoholismo o haber sido arrestado por embriaguez o
delitos serios y las conductas violentas manifestadas por sus hijos, existen
numerosos estudios que ponen en evidencia dicha relación. Así, Baker y Mednick
(1984) compararon las tasas de arrestos por delitos violentos que presentaban
los jóvenes daneses cuyos padres no eran delincuentes con aquellos cuyos padres
habían tenido dos o más delitos criminales registrados en el registro de
policía nacional de Dinamarca. Los chicos entre 18 y 23 años con padres
criminales eran más propensos a cometer delitos violentos que aquellos cuyos
padres no eran delincuentes. En el
estudio de Cambrigde, Farrington (1989a) encontró relación entre el arresto
parental, antes del décimo cumpleaños de sus hijos y, el aumento de los delitos
violentos autoinformados y registrados oficialmente por parte de los últimos en
la adolescencia.Moffitt (1987) investigó la posible existencia de un componente
biológico en la influencia de la criminalidad parental en las conductas violentas
de los hijos. Ella estudió los registros criminales de 5.659 niños daneses
adoptados (cuyos padres adoptivos no tenían historia criminal) y los registros
de sus padres biológicos, encontrando que los chicos en la etapa adulta cuyos
padres eran criminales no presentaban mayores registros de delitos violentos
que aquellos con padres no criminales. Sus hallazgos no apoyan una relación
biológica entre la criminalidad del padre y la conducta violenta del hijo,
sugiriendo que las normas violentas y o conductas violentas deben ser
aprendidos en la familia.
3.2.3.1.2.
Maltrato infantil
Se
han llevado a cabo estudios que se centran en el maltrato infantil como un
factor de riesgo en el posterior desarrollo de las conductas antisociales
(Carrasco, Rodríguez y del Barrio, 2001; De Bellis et al., 2002; Gregg y
Siegel, 2001; Ito et al., 1993; MalinoskyRummell y Hansen, 1993; Pfeiffer,
1998, 2004; Pincus, 2003; Riggs, 1997; Stein, 1997; Teicher, 2004; Wilmers et
al., 2002).
En
su estudio, Widom (1989), consideró los índices de arrestos criminales por
delitos violentos (asesinato, homicidio, violación, asalto y robo) de adultos
que habían sufrido abusos o negligencias a partir de registros oficiales.
Cuando se compararon con sujetos que no tenían historia de abuso previo,
aquellos adultos que habían sufrido abusos sexuales tenían una tendencia
ligeramente mayor de comisión de delitos violentos. Aquellos que habían sufrido
abusos físicos tenían también una tendencia ligeramente superior de haber sido
arrestados por violencia, mientras que aquellos que habían sido objeto de
negligencias eran los más proclives a cometer delitos violentos en la
adolescencia. Zingraff, Leiter, Mayers y
Johnson (1993) utilizando el registro central de abuso infantil y negligencia
de Carolina del Norte, encontraron resultados similares al analizar las tasas
de arresto por delitos violentos en jóvenes con historia de abuso o negligencia
y aquellos sin historia de maltrato. También encontraron una asociación
positiva entre la frecuencia del maltrato y la violencia. Smith y Thornberry
(1995) mostraron que los adolescentes con historia de abuso y de negligencia
eran más violentos según sus autoinformes. Esta relación permanece aún cuando
se controla el género, la raza, el estatus socioeconómico, la estructura
familiar y la mobilidad familiar.
Estos
hallazgos han sido apoyados por el Estudio Nacional de Comorbilidad en los
Estados Unidos (Kessler, Davis y Kendler, 1997). La agresión por parte del
padre en ausencia de otras problemáticas tenía un índice de probabilidades del
2,5 para el trastorno de conducta antisocial en los niños y del 4,4 para el
trastorno de personalidad antisocial en los adultos. Es posible deducir al
respecto que los malos tratos o desatención en la infancia, son un factor de
riesgo de la conducta antisocial y que es así, especialmente, cuando la
conducta antisocial forma parte de un trastorno de personalidad más general.
En
el estudio longitudinal realizado por Widom y Maxfield (1996), recogieron entre
1967 y 1971, una muestra de 908 niños de edades preescolares hasta los once
años, a partir de registros judiciales de malos tratos físicos, abusos sexuales
o abandono. Se emparejaron con niños controles de la misma edad, raza,
vecindario, escuela y hospital de nacimiento y sin antecedentes de malos
tratos. Entre 1987 y 1988 se efectuaron las primeras medidas de la conducta en
los registros de delincuencia y criminalidad, que incluía cualquier tipo de
arresto, salvo los derivados de
infracciones de tráfico. En 1994 se repitieron las medidas, para garantizar que
más del noventa y nueve por ciento de los individuos hubiera superado ya el
pico de máxima incidencia de actos delictivos (que se sitúa entre los veinte y
los veinticinco años). Los resultados concluyen que los niños y las niñas
(estas últimas con menor incidencia) con historias de malos tratos infantiles,
tienen una mayor probabilidad de presentar delincuencia y criminalidad que los
controles, tanto en las etapas juveniles como al pasar a la edad adulta.
En
una investigación sobre la predicción de las conductas de los niños, realizada
por Egeland, Yates, Appleyard y Van Dulmen (2002), concluyeron que el maltrato
físico en la infancia, la negligencia emocional y la enajenación, predecía
problemas de comportamiento en los primeros años de escuela y conllevaría a una
conducta antisocial en la adolescencia. De acuerdo con el planteamiento de
Serbin y Karp (2004) existiría una trasferencia intergeneracional en la cual
los niños agredidos presentarían secuelas que incluirían fracaso escolar,
mayores conductas de riesgo, embarazos adolescentes y pobreza familiar; estilos
que estarían mas relacionados con conductas agresivas y crueles hacia los
demás, incluidos sus propios hijos.
Según
estudios recientes, las víctimas de maltrato físico infantil tiene mayor riesgo
de ser violentos con los iguales (Manly, Kim, Rogosch y Cicchetti, 2001), con
la pareja en estudiantes de colegio y universidad (Wolfe, Scott, Wekerle y
Pittman, 2001), para la agresión sexual en la edad adulta (Merrill, Thomsen,
Gold y Milner, 2001) y para el abuso sexual y maltrato físico a sus propios
hijos (Milner y Crouch, 1999). Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf (2003) encuentran
en su estudio que el haber sufrido maltrato en la infancia, era un factor de
riesgo para el desarrollo posterior de conductas antisociales, aumentando dicho
riesgo si se daba conjuntamente con inestabilidad familiar. Wilmers et al.,
(2002), también encuentra correlaciones entre la victimización por violencia
física parental sufrida por los jóvenes y la violencia activa autoinformada.
De la misma forma, Pfeiffer, Delzer, Enzmann y Wetzels (1998) encuentran que la violencia intrafamiliar correlaciona con la situación económica. Así, los menores cuyos padres estaban en el desempleo o recibían subsidios, eran maltratados dos veces más que los menores cuyas familias no pasaban por esta clase de dificultades. Los resultados también reflejan que cuanto más intensa y continuada era la violencia parental mayor era la tasa de violencia autoinformada (Wilmers et al., 2002).
De la misma forma, Pfeiffer, Delzer, Enzmann y Wetzels (1998) encuentran que la violencia intrafamiliar correlaciona con la situación económica. Así, los menores cuyos padres estaban en el desempleo o recibían subsidios, eran maltratados dos veces más que los menores cuyas familias no pasaban por esta clase de dificultades. Los resultados también reflejan que cuanto más intensa y continuada era la violencia parental mayor era la tasa de violencia autoinformada (Wilmers et al., 2002).
En
relación al maltrato psicológico, Glaser, Prior y Lynch (2001), informaron de
una serie de problemas encontrados en niños maltratados emocionalmente, dentro
de los cuales el comportamiento antisocial y/o delictivo estaba presente, a la
vez que otros considerados como factores de riesgo de dichas conductas, como
baja autoestima, ansiedad, bajo rendimiento académico, agresividad e
inasistencia al colegio, entre otros.
Las
situaciones violentas como puede ser el maltrato, pueden repercutir en la
víctima a través del estrés producido a nivel cerebral, lesionando áreas
relacionadas con el control de las respuestas agresivas o violentas . El estrés
continuado es una variable que puede determinar cambios sociales,
neurofisiológicos y neuropsicológicos antes de que una persona exhiba conductas
delictivas y hacerles más vulnerables. Al respecto, la investigación con niños
y adolescentes llevadas a cabo por De Bellis et al. (2002), obtuvo resultados
que sugieren que el Trastorno por Estrés Postraumático, relacionado con el
maltrato, está asociado con adversidades en el desarrollo del cerebro,
concretamente, una reducción del volumen intracraneal de la corteza prefrontal,
siendo los niños más vulnerables a estos efectos que las niñas. De la misma forma,
Ito et al., (1993) confirman la asociación existente entre haber sido
maltratado, la presencia de anomalías EEG y un incremento marcado de la
frecuencia de violencia autoinflingida y dirigida hacia los demás.
Recientemente se ha descubierto que la reducción del área del cuerpo calloso
está fuertemente vinculada a un historial de negligencia en varones y abuso
sexual en mujeres (Teicher, Dumont e Ito, 2004).
También, una hipersecreción de cortisol puede ser consecuencia directa de estar sufriendo maltrato y es cierto que, la presencia excesiva de esta hormona en sangre puede acabar dañando el hipocampo, lugar que juega un papel decisivo en el despliegue de la agresividad (Teicher, 2000). Otros tipos de deficiencias neurológicas relacionadas con el maltrato infantil, son las anomalías en el EEG, disfunción en el sistema límbico, deficiencias en la interconexión entre hemisferios o reducción del volumen del hipocampo y la amígdala, que pueden llevar a la aparición de conductas violentas o problemas psiquiátricos en la edad adulta (Teicher, 2004).
También, una hipersecreción de cortisol puede ser consecuencia directa de estar sufriendo maltrato y es cierto que, la presencia excesiva de esta hormona en sangre puede acabar dañando el hipocampo, lugar que juega un papel decisivo en el despliegue de la agresividad (Teicher, 2000). Otros tipos de deficiencias neurológicas relacionadas con el maltrato infantil, son las anomalías en el EEG, disfunción en el sistema límbico, deficiencias en la interconexión entre hemisferios o reducción del volumen del hipocampo y la amígdala, que pueden llevar a la aparición de conductas violentas o problemas psiquiátricos en la edad adulta (Teicher, 2004).
3.2.3.1.3. Prácticas educativas inadecuadas
La dificultad de los padres para desarrollar
expectativas claras en el comportamiento de sus hijos, la pobre supervisión
parental hacia los niños y la disciplina excesivamente severa, permisiva o
inconsistente, representan una constelación de pautas educativas familiares que
predicen la posterior conducta antisocial (Capaldi y Patterson, 1996; Hawkins,
Arthur y Catalano, 1995; Jang y Smith, 1991; Loeber y Farrington, 2000;
Molinuevo, Pardo, Andion y Torrubia, 2004; Patterson et al., 1992; Villar,
Luengo, Gómez-Fraguela y Romero, 2003). De hecho, el maltrato infantil se ha
llegado a interpretar como una forma extrema de las pobres pautas educativas
(Loeber y Farrington, 1999). Así, los padres de los adolescentes problemáticos
emplean la fuerza y aplican o amenazan con el castigo físico, utilizando una
disciplina drástica y caracterizada por la pérdida del control emocional de los
padres, la exhibición irracional de la fuerza y las palizas repentinas. El
castigo es inconsistente, con una manifestación errática que combina
restricciones excesivas y tolerancia inadecuada.
En
lo que se refiere a las prácticas educativas, se ha hallado que la conducta
antisocial se relacionan con un menor grado de supervisión parental (Jang y
Smith, 1991). De acuerdo con Diana Baumrind (1978) (cit. Luengo et al., 2002),
existirían tres grandes “tipos” de prácticas educativas. Un primer tipo sería
el “autoritario” (o “represivo”, “coercitivo”), que estaría fundamentado en el
castigo y la amenaza, donde las normas se imponen por la fuerza, de forma que
se prima la obediencia y no la comprensión del sentido de las reglas, es decir,
se caracterizaría por un elevado control y un bajo apoyo. Un segundo tipo sería
el estilo “permisivo”: las normas y los límites a la conducta están difusos y
el control parental es escaso. Finalmente, nos encontraríamos con un estilo
llamado “con autoridad” (McKenzie, 1997) o “autorizado”. En este caso, se
produce una combinación de control y apoyo. El control es firme, pero no rígido
y las normas son comunicadas de un modo claro y razonado; se estimula la
participación de los hijos en la toma de decisiones y se fomenta
progresivamente la adquisición de la autonomía.
En diversos trabajos se ha puesto de relieve que la conducta problema se relaciona tanto con un estilo excesivamente permisivo (Dishion, Andrews y Crosby, 1995) como con patrones basados en la amenaza y la hostilidad (Shedler y Brook, 1990; cit. Luengo et al., 2002). El estilo “con autoridad” es el que se ha mostrado “protector” contra diversos tipos de conductas desadaptadas. El enfoque autoritario fomenta o bien la sumisión ansiosa o bien la hostilidad por parte del adolescente, dificultando en todo caso la asunción del autocontrol. El enfoque permisivo tampoco favorece el autocontrol (para que éste se genere deben existir previamente un control externo y unos límites claros).
En diversos trabajos se ha puesto de relieve que la conducta problema se relaciona tanto con un estilo excesivamente permisivo (Dishion, Andrews y Crosby, 1995) como con patrones basados en la amenaza y la hostilidad (Shedler y Brook, 1990; cit. Luengo et al., 2002). El estilo “con autoridad” es el que se ha mostrado “protector” contra diversos tipos de conductas desadaptadas. El enfoque autoritario fomenta o bien la sumisión ansiosa o bien la hostilidad por parte del adolescente, dificultando en todo caso la asunción del autocontrol. El enfoque permisivo tampoco favorece el autocontrol (para que éste se genere deben existir previamente un control externo y unos límites claros).
Mientras
que el estilo “con autoridad”, favorece una adquisición gradual de responsabilidad
y control interno, ya que las normas se acompañan de razonamiento, negociación
y apoyo, siendo interiorizadas con mayor eficacia. Además, en lo que a prácticas educativas se
refiere, un resultado frecuente es la importancia de la consistencia en la
transmisión y aplicación de las normas (Reilly, 1979). Cuando las normas se
aplican con diferente criterio en diferentes puntos del tiempo o cuando existen
diferencias en su aplicación entre las distintas figuras de autoridad, perderán
utilidad como reguladoras del comportamiento.
En el estudio de Cambridge-Somerbille, McCord et al. (1959, cit. Loeber
y Farrington, 1999) encontraron que tanto un estilo permisivo como un estilo
punitivo de disciplina parental predecían arrestos por violencia entre jóvenes varones.
En un seguimiento de la misma muestra, McCord (1979) encontró que una pobre
supervisión parental y el nivel de agresividad utilizado por los padres como
disciplina, predecíanarrestos por delitos personales a la edad de 40 años.
Wells
y Rankin (1988) encontraron una relación curvilínea entre la rigidez parental y
la violencia autoinformada en una muestra de chicos de 10º grado. Los niños con
padres muy estrictos informaban niveles más altos de violencia. Los niños con
padres muy permisivos informaron los segundos niveles más altos de violencia y
los niños cuyos padres no eran ni demasiados estrictos ni demasiados
permisivos, informaron de los niveles más bajos de violencia. En su estudio la
regulación-restricción parental (supervisión) no fue predictora de violencia
posterior. Sin embargo, era menos probable que los chicos cuyos padres les
castigaban de una forma consistente, cometieran delitos contra las personas en
comparación con aquellos cuyos padres les castigaban de forma inconsistente. En
este sentido, Farrington (1989a) encontró que un estilo de crianza pobre, un
estilo parental autoritario, una pobre supervisión, una disciplina parental
dura, una actitud parental cruel-pasiva-negligente y discrepancias parentales
sobre la crianza de los niños, predecían violencia posterior, ya fueran medidos
por autoinformes o por arrestos oficiales por delitos violentos.
En
el Proyecto de Desarrollo Social de Seattle, Maguin et al. (1995) investigaron
las prácticas de manejo familiar a las edades de 10, 14 y 16 años, utilizando
autoinformes a través de los cuales los niños valoraban las prácticas de
crianza de sus padres (establecimiento de reglas claras, supervisión y el uso
de premios y refuerzos). Se encontró que un pobre manejo familiar a la edad de
14 y 16 años era predictor de la violencia autoinformada por los jóvenes a la
edad de 18 pero, sin embargo, los informes de un pobre manejo familiar que
proporcionaban los niños de 10 años no eran predictores significativos de
violencia a esa misma edad. En un análisis realizado en una submuestra del
estudio de Seattle, Williams (1994) encontró que el manejo familiar proactivo a
la edad de 14 años era un predictor negativo de violencia autoinformada a la
edad de 18 años, tanto en afroamericanos como euroamericanos de ambos sexos.
Así, Serbin y Karp (2004) plantean que un estilo parental constructivo
caracterizado por calidez emocional y prácticas disciplinarias consistentes,
actuaría como un factor protector de la conducta antisocial.
En
relación al comportamiento estricto de los padres con sus hijos se ha
encontrado un patrón de contigüidad entre ambos (Wells y Rankin, 1991). Así,
los jóvenes cuyos padres habían sido severos informaban del mismo tipo de
comportamiento. Los chicos con padres muy permisivos informaban de un menor
comportamiento violento que los anteriores, pero mayor que aquellos cuyos
padres no habían sido ni muy flexibles ni muy estrictos. En cualquier caso, los
chicos cuyos padres habían sido consistentes en sus castigos predecían una
menor posibilidad de comisión de delitos por sus hijos, frente a aquellos
padres que habían sido inconsistentes. De la misma forma, Ardelt y Day (2002)
encuentra que la consistencia de las prácticas educativas parentales así como
una buena supervisión adulta, estarían asociados negativamente con la conducta
antisocial en adolescentes. Shek y Tang (2003) señalan que un buen
funcionamiento familiar asociado a estilos parentales positivos, así como a un
apoyo interpersonal dentro de la familia estaría asociado con menos niveles de
conducta antisocial en la adolescencia.
Por
contra, un estilo parental coercitivo utilizado durante la niñez y adolescencia
aumentaba el riesgo de conducta antisocial para ambos sexos así como el riesgo
de depresión en el caso de las niñas (Compton et al., 2003). Recientemente,
Molinuevo et al. (2004) han encontrado también que una escasa monitorización y
supervisión por parte de los padres evaluada de forma retrospectiva, se mostró
relacionada con la presencia de conducta antisocial autoinformada en tres
muestras diferentes: delincuentes juveniles y estudiantes y niños. Xie, Cairns y Cairns (2001) muestran en su
estudio longitudinal que la calidad de las relaciones de crianza correlaciona
negativamente con la agresión y positivamente con un buen nivel de adaptación
de los hijos, popularidad, competencia académica y calidad del grupo de amigos.
En población española, se ha encontrado datos que apoyan un estilo de crianza
paterno “autorizado”, que da apoyo, controla la conducta de sus hijos y es flexible
en las normas, produce efectos beneficiosos sobre la conducta agresiva de sus
hijos (Roa y Del Barrio, 2002; Del Barrio, 2004b). Así, entre todas las
posibles combinaciones, aquella que une la falta de afecto y la ausencia de
normas es la que produce consecuencias más desastrosas en el proceso de
socialización.
3.2.3.1.4.
Relaciones afectivas e interacción entre padres-hijos
La
presencia de vínculos afectivos débiles, la falta de confianza en los padres,
patrones de comunicación poco fluidos o relaciones tensas y conflictivas entre
padres e hijos, son también un claro factor de riesgo para el desarrollo de
comportamientos problemáticos o antisociales (Brody y Forehand, 1993; Brook et
al., 1990; Frías, Corral, López, Díaz y Peña, 2001; Hanson, Henggeler, Haefele
y Rodick, 1984; Loeber y Farrington, 2000; Mirón, Luengo, Sobral y Otero-López,
1988; Romero, Luengo, Gómez-Fraguela y Otero, 1998). La calidad de las
relaciones entre los padres y los hijos es fundamental. Si la relación es
cálida y afectuosa, el índice de delincuencia juvenil disminuye (Loeber y
Dishion, 1983).
Sin
embargo, las pautas educativas erróneas han sido típicamente relacionadas con
un aumento del riesgo de cometer delitos en los hijos mientras que la
interacción padres-hijos y el fuerte apego familiar han sido considerados
habitualmente como factores que protegerían potencialmente a los hijos contra
el desarrollo del comportamiento delictivo (Catalano y Hawkins, 1996). No
obstante, la evidencia disponible ha llevado a postular que no es posible
determinar consistentemente cómo ejercen su efecto protector estos dos últimos
factores (Farrington, 1993a).
Mas
allá de las estrategias parentales que se utilicen para el manejo de los hijos,
el grado en que los padres interactúan y se compenetran con sus hijos, también
ha sido hipotéticamente considerado como un predictor del comportamiento
delictivo y violento. Williams (1994) encontró que la comunicación
paterno-filial y la compenetración a la edad de 14 años, estaba inversamente
relacionado con la violencia autoinformada a la edad de 16 años. Esta relación
era relativamente consistente en los varones, en los afroamericanos y en los
euroamericanos, pero era notablemente más débil en el caso de las chicas.
De
forma similar, Farrington (1989a) encontró que los hijos (de 12 años en el
momento de la investigación) cuyos padres no se comprometían en las actividades
de ocio de sus hijos, reportaban más conductas violentas durante la
adolescencia y la adultez y era más probable que fuesen detenidos por delitos
violentos. Un bajo compromiso parental en la educación de sus hijos a la edad
de 8 años también predecía violencia posterior, al igual que una carencia de
interacción y de compenetración parental en la vida de sus hijos parecía contribuir
al riesgo de manifestar comportamientos violentos futuros.
Un
estudio longitudinal reciente ha hallado que el tener relaciones positivas con
los padres y profesores así como el establecer compromisos, actúa como factor
protector a la hora de mostrar problemas comportamentales (Crosnoe, Glasgow y
Dornbusch, 2002). Estos descubrimientos indican, en general, que los
adolescentes que informan relaciones cálidas con sus padres se muestran mejor
organizados en casa, se sienten emocionalmente vinculados a los profesores,
actúan adecuadamente en la escuela, valoran los logros académicos y, a la vez, se
protegen de las influencias negativas de sus posibles compañeros con conductas antisociales,
aunque estas diferencias no son uniformes en relación al género y a los
distintos tipos de comportamiento. Para finalizar, Laird, Pettit, Dodge y Bates
(2003), señalan que los padres que informan mantener una buena relación con sus
hijos y pasan mucho tiempo juntos, se asocia con menos comportamientos
antisociales, encontrandose también estos resultados a la inversa.
3.2.3.1.5.
Vinculación o Apego familiar
De
acuerdo con la teoría del control social de Hirschi (1969), el apego a la
familia inhibe en general el crimen y la delincuencia. No obstante, hay que ser
cauto con esta afirmación ya que son pocos los estudios que han investigado
específicamente la relación entre el apego familiar y el comportamiento
violento. Williams (1994) encontró que la vinculación o apego familiar
autoinformado por los jóvenes a la edad de 14 años, no predecía violencia
posterior en los autoinformes.
Elliott
(1994) también encontró que no existía una relación significativa entre la vinculación
familiar y la violencia. Considerando que se ha encontrado en algunos estudios una
relación entre la criminalidad parental y la violencia posterior de los hijos,
los estudios que buscan una relación entre la vinculación familiar y la
conducta violenta deberían distinguir entre la vinculación hacia una familia
con miembros prosociales y la vinculación hacia una familia con miembros
antisociales o delincuentes, para así determinar si la vinculación a una
familia con miembros prosociales podría inhibir una violencia posterior, tal como
se hipotetiza en la teoría del control (Foshee y Bauman, 1992). Ageton (1983) investigó la relación entre una
variable relacionada denominada “etiquetamiento familiar negativo” y las
agresiones sexuales en una muestra de varones del Estudio Nacional Juvenil. La
agresión sexual fue medida a través de autoinformes sobre haber intentado tener
relaciones sexuales con alguien en contra de su voluntad, presionar a un amigo o
pareja para realizar un acto sexual o amenazar o herir físicamente a alguien
para tener sexo.
Un
alto nivel de “etiquetamiento familiar negativo” medido uno y dos años antes,
estaba positivamente asociado con haber ejercido agresiones sexuales en varones
entre los 13 y 19 años.
En
un estudio realizado por Contastino (1996), se observa que la mayor parte de
los niños diagnosticados de conductas agresivas patológicas, muestran un apego
inseguro a la vez que presentan puntuaciones más altas en conductas agresivas y
violentas a través del CBCL de Achenbach y Edelbrock (1983). Otro estudio
longitudinal ha mostrado que un apego inseguro entre los seis meses y los tres
años de vida es un buen predictor de la agresividad escolar mostrada a los 9
años y sobre todo, si se combina con hostilidad materna (Egeland, Carlson y
Sroufe, 1993). En esa misma dirección apuntan los datos de Simons et al.
(2001), demostrando que el apego está mediando en el desarrollo de
características tales como la cognición social y la autoestima, al tiempo que
también lo hace con la agresión. De esta forma, los adolescentes con bajo apego
tienen también bajos niveles de cognición social, autoestima y alta conducta
agresiva.
Otros
estudios, como el realizado con adolescentes alemanes por Werner y Silbereisen (2003)
encontraron que la cohesión familiar se asociaba con comportamientos
antisociales sólo en el caso de las chicas y no para los chicos, lo que podría
explicar como las chicas tienen una mayor sensibilidad a los estresores
familiares y al rol parental en el desarrollo comportamental. Finalmente,
Thornberry (2004) ha encontrado como los niños o adolescentes que inician sus
primeras conductas antisociales en edades tempranas se caracterizan por mostrar
un débil vínculo de apego entre padres e hijos, frente aquellos que se inician
en la adolescencia.
3.2.3.1.6.
Conflictos maritales
Muchas
investigaciones han mostrado que la inexistencia de una adecuada relación entre
el padre y la madre o la existencia de relaciones tensas y conflictivas en el
medio familiar, ha sido relacionada consistentemente con la manifestación de
actividades antisociales por parte de los hijos (Borduin, Pruitt y Henggeler,
1986; Brody y Forehand, 1993; Cantón, Cortés y Justicia, 2002; Farrington,
1989a; Rutter y Giller, 1983; Wells y Rankin, 1991). Estas correlaciones se
observan tanto en familias “intactas” (ambos padres presentes en el hogar) como
en “hogares rotos” (Hawkins, Catalano y Miller, 1992).
Farrington
(1989a) encontró correlaciones moderadas entre la desarmonía parental, la violencia
autoinformada y los arrestos por crímenes violentos en los adolescentes. McCord
(1979) también encontró una relación entre los conflictos maritales medidos a
través de registros de casos y los registros oficiales de delitos violentos en
una muestra de 201 niños; equiparandose a los hallazgos del estudio juvenil de
Cambridge-Somerville, el cual mostraba que los niños criados en familias con
altos niveles de conflicto tenían mayor probabilidad de ser arrestados por
delitos violentos.
Maguin
et al. (1995) encontraron que los conflictos familiares vividos a la edad de 10
años, no estaban asociados con la violencia autoinformada a la edad de 18 años.
Sin embargo, altos niveles de conflicto familiar a las edades de 14 y 16 años
eran predictores de conductas violentas autoinformadas por los jóvenes a la
edad de 18 años. Elliott (1994) encontró que los individuos que habían estado
expuestos a episodios violentos entre sus padres eran más violentos en su etapa
adulta. El ser testigo de violencia del padre hacia la madre era tan perjudicial
para los menores como el recibir la violencia directamente (Frías et al.,
2001). Estos resultados vienen a confirmar que la exposición a niveles elevados
de conflicto familiar/marital incrementa notablemente el riesgo de violencia.
Villar
et al. (2003) encuentran que un alto grado de conflictividad familiar unido a
un bajo nivel de comunicación o un estilo educativo permisivo se relacionaba
con una mayor probabilidad de que los adolescentes se implicaran en conductas
antisociales. Por el contrario, un bajo grado de conflictividad familiar y una
alta comunicación entre adolescentes y padres, se presentaban como factores
protectores de dichas conductas.
Thornberry
(2004) ha encontrado una relación constante entre el inicio temprano de la delincuencia
y la adversidad familiar. Así, los delincuentes infantiles o de inicio temprano
tienen una mayor probabilidad de proceder de familias muy conflictivas y con
alto grado de hostilidad entre ellos, frente aquellos que se inician en la
adolescencia.
3.2.3.1.7.
Actitudes parentales favorables hacia la violencia
Existen
estudios que evidencian que las actitudes que tienen los padres sobre los problemas
de conducta y de salud tales como, abuso de alcohol y drogas en la
adolescencia, predicen las conductas de los adolescentes (Peterson, Hawkins, Abbott
y Catalano, 1994). Sin embargo, este tópico ha sido muy poco investigado en
relación a los efectos de las actitudes parentales en la conducta violenta de
los niños. En el proyecto de desarrollo social de Seattle, cuando los niños
tenían 10 años, se les preguntaba a los padres una única pregunta acerca del grado
en el que ellos aprobaban la conducta violenta en los niños. Los hijos de los
padres que eran mas tolerantes en cuanto a la conducta violenta, tenían una
mayor probabilidad de informar comportamientos violentos a los 18 años (Maguin
et al., 1995). Resultados similares fueron encontrados por Herrenkohl et al.
(2001). Sin embargo, se necesita más investigación sobre la relación entre las
actitudes parentales acerca de la violencia y la violencia manifestada en la
adolescencia.
3.2.3.1.8.
Eventos familiares estresantes
Los
sucesos estresantes familiares han sido relacionados con un amplio rango de trastornos
psiquiátricos y psicopatológicos. La influencia de los sucesos familiares estresantes
sobre el comportamiento violento de los hijos fue explorada por Elliot (1994)
en adolescentes con edades comprendidas entre los 11 y los 17 años. Utilizó una
escala de 15 items para evaluar los estresores familiares que incluía desde
enfermedades graves, como desempleo, separación y divorcio hasta accidentes
graves. Elliott encontró que no existía una relación entre el número de
estresores familiares y la violencia infantil posterior. Los hallazgos de Elliot,
confirmaron algunos estudios previos en los que factores como la pérdida de un progenitor
condicionaban mínimamente el desarrollo de conductas antisociales (Rutter,
1971; Rutter y Giller, 1983).
Sin
embargo, hay algún hallazgo que puede ayudar a comprender el papel de un estresor
en el origen y/o mantenimiento de las conductas antisociales. Se ha encontrado
que muchos niños de padres en proceso de divorcio muestran un alto nivel de
perturbación comportamental antes de que el divorcio tenga lugar pero no
después (Block, Block y Gjerde, 1986). En este sentido, estudios como el de
Conger et al. (1994) vienen a confirmar estos resultados hallando un aumento de
las conductas antisociales “durante” y no “después”de un evento estresante.
Así, la relación entre la presión económica y la conducta antisocial sería indirecta
y estaría mediatizada por factores como la depresión de algún progenitor, el conflicto
matrimonial y la hostilidad de los progenitores.
También
se ha sugerido que los cambios de residencia pueden ser un factor de estrés predictor
del comportamiento violento. Sin embargo, se ha evidenciado que podrían estar relacionados
con otros factores tales como la pobreza o inestabilidad familiar que
inhibirían al niño a desarrollar lazos con el colegio y vecindad y, contribuir
esto, a aumentar el riesgo de violencia. Existe muy poca investigación en
relación a este tema. En los datos de Seattle, Maguin et al. (1995) encontraron
que el numero de cambios de residencia vividos en el año anterior por los niños
de 16 años, predecía las conductas violentas autoinformadas a la edad de 18, no
siendo predictores significativos los cambios de residencia vividos a los 14
años.
Estos
hallazgos podrían indicar que estos cambios tienen un efecto a corto plazo en
la conducta interrumpiendo los lazos afectivos con el colegio o el barrio y que
estos efectos disminuyen con el tiempo al formarse nuevos vínculos en el nuevo
ambiente. Se necesita más investigación para determinar la contribución que
tiene el cambio de residencia en el comportamiento violento.
Por
último, Robertson (2003) encuentra que aquellos sujetos que estuvieron
sometidos a estrés durante la etapa escolar, presentaban mayor prevalencia de
delincuencia, depresión o consumo de alcohol, siendo ésta última menos
frecuente. Asimismo, la influencia negativa de los pares sería la variable que
mediaría entre el estrés y la comisión de delitos, mientras una baja autoestima
mediaría hacia la depresión. El estudio de Shek y Tang (2003) confirma de nuevo
que altos niveles de estrés percibido por los adolescentes estaría asociado con
mayores signos de violencia futura.
3.2.3.1.9.
Separación de los padres y de las relaciones paterno-filiales
La
evidencia de que los delincuentes juveniles proceden en general de hogares desintegrados
ha sido mostrada por multitud de estudios (Borduin et al., 1986; Farrington, 1989;
Rutter y Giller, 1983; Wells y Rankin, 1991). Sin embargo, no está nada claro
que ese tipo de familias faciliten en todos los casos un mayor riesgo de
conductas antisociales (Loeber y Dishion, 1983).
La
ruptura de la relación entre padres-hijos está relacionada con el
comportamiento violento de los hijos, aunque como ha sido comentado
anteriormente, parece que la relación con la violencia se establece
precisamente durante el evento estresante, no siendo una factor determinante en
el futuro de dicho comportamiento (Block et al., 1986). No obstante, Farrington
(1989a) encontró que la separación de padres-hijos antes de los 10 años
predecía la violencia autoinformada en la adolescencia y en la etapa adulta así
como los arrestos por delitos violentos, confirmando así, los resultados
obtenidos en el estudio nacional británico anterior (Wadsworth, 1979), que
mostraban que las familias “rotas” antes de los 10 años, eran predictoras de
arrestos por delitos violentos antes de los 21 años. De forma similar, en el estudio
de Dunedin, las familias monoparentales a la edad de 13 años predecían arrestos
por violencia a la edad de 18 años (Henry et al., 1996).
En
esta línea, Pfiffner et al. (2001) examinaron las características de familias
con conductas antisociales. La conclusión más relevante de este estudio fue que
en aquellas familias en las que el padre biológico estaba en casa, había una
menor sintomatología vinculada con conductas antisociales en el padre, madre e
hijos y un estatus socioeconómico más elevado. Por el contrario, aquellas
familias que registraban una ausencia del padre, tenían mayor probabilidad de
aparición de conductas antisociales, así como un estatus socioeconómico más
bajo. Asimismo, en un estudio sobre la estabilidad del comportamiento antisocial,
se encontró que el pertenecer a una familia monoparental estaba asociado a un incremento
del comportamiento antisocial (Pevalin, Wade y Brannigan, 2003). Gordon (2003) encuentra que la separación y
divorcio de los padres junto con el hecho de que los padres se volvieran a
casar después, fueron factores significativos a largo plazo de un aumento de
problemas comportamentales y psicológicas en los hijos, encontrando diferencias
en cuanto al género. Así, las mujeres presentaban más depresión y los varones
más problemas de conducta. Sin embargo, resalta que dicha influencia estaría
mediada por distintos factores tales como el apoyo social percibido y la
cohesión familiar.
De
la misma forma, Del Barrio (2004b) señala que los hogares monoparentales son la
estructura familiar que mayor relación guarda con la agresión, ya que la mayor
parte de las veces esta situación se produce por abandono o por divorcio de los
padres, quedando el hogar a cargo de la mujer. En lineas generales, se supone
que el divorcio, el abandono o viudedad no producen directamente efectos
negativos en los niños, pero sí lo hacen las circunstancias que suelen
acompañarlos: malas relaciones entre los padres, deterioro de la situación económica,
falta de tiempo para una adecuada supervisión y sobrecarga laboral, siendo en estos
casos donde aparecen la indisciplina, los problemas de conducta y el bajo
rendimiento escolar.
En
un seguimiento realizado del estudio de Woodlawn, McCord y Ensminger (1995) investigaron
la relación entre el abandono temprano del hogar de los niños y su posterior violencia.
Los investigadores, utilizando datos retrospectivos, determinaron si los participantes
del estudio abandonaron inicialmente sus casas antes o después de los 16 años y
encontraron que el abandono temprano del hogar estaba asociado con mayores
niveles de violencia posterior, tanto en mujeres como varones.
Así, vemos como la separación padre-hijos se
puede producir por múltiples causas, siendo éstas las que predicen un
comportamiento violento posterior de los jóvenes y sugiriendo, además, la
importancia que cobran los estudios multivariados sobre la relación entre la
familia y otros constructos en la predicción de la violencia.
3.2.3.1.10. Padres adolescentes
La
conducta antisocial se ha visto asociada también con la maternidad adolescente
y con aquellas relaciones con hombres antisociales, viéndose seguidas estas
conductas de un alto índice de ruptura de la relación de cohabitación, de
dificultades de crianza y de un mayor índice de interrupción de la misma
(Quinton y Rutter, 1988; Quinton, Pickles, Maughan y Rutter, 1993).
Conseur,
Rivara, Barnoski y Emanuel (1997), encontraron que ser hijo de madre soltera,
está asociado a más del doble de riesgo de llegar a ser un infractor crónico;
mientras que el haber nacido de una madre menor de 18 años, está asociado a un
aumento de más del triple en el riesgo de llegar a ser un infractor crónico. El
grupo más alto de riesgo se concentra precisamente en aquellos varones nacidos
de madres que tienen menos de 18 años cuando se produjo el nacimiento, siendo
su riesgo de acabar siendo un infractor crónico, once veces mayor que el del
grupo de más bajo riesgo. Otros estudios obtienen resultados muy comparables
(Kolvin et al., 1990; Loeber y Farrington, 2000; Maynard, 1997; Moffitt y
Caspi, 1997).
Finalmente,
Rutter et al., (2000) señalan que dado que todos los estudios dejan de ver que
el ser padre o madre en la adolescencia va asociado a otros factores de riesgo,
entre ellos, dificultades de crianza, acortamiento de la educación, pobreza,
falta de apoyo de una pareja, es probable que gran parte del riesgo que afecta
al niño se deba al efecto de estos factores más que a la edad de los padres en
sí misma.
3.2.3.1.11.
El tamaño de la familia
El
tamaño de la familia, como el número de hermanos o la presencia de ambos padres
en
el hogar, se ha relacionado con un aumento de la probabilidad de ejercer
conductas antisociales. Sin embargo, con el tiempo se ha visto que el poder
predictivo de estas variables depende o está en función de otras relativas al
funcionamiento del hogar, como las prácticas de crianza o la calidad de las
relaciones. Es decir, un mayor número de hijos conllevará un menor grado de
supervisión, lo cual incidirá sobre la conducta problema, al igual que un hogar
roto donde falta uno de los padres conlleva mayores conflictos (Pevalin et al.,
2003). Por lo tanto, lo importante no es la cantidad de personas presentes en
el núcleo familiar sino la calidad de las relaciones (Luengo et al., 2002).
Al
respecto, Offord (1982) postuló que el riesgo se origina, no en las pautas de
crianza sino en la influencia de hermanos o hermanas delincuentes, a través de
algún tipo de efecto de “contagio”. Estos datos son concordantes con diversos
estudios en los que se aprecia que el riesgo de delincuencia está un función
del número de hermanos y hermanas delincuentes (Farrington et al., 1996b; Rowe
y Farrington, 1997).
Sin
embargo, Rowe y Farrington (1997) ofrecen una visión alternativa, postulando
que el mecanismo explicativo reside en una tendencia de los individuos
antisociales a tener familias grandes, estando el riesgo, en parte,
genéticamente mediado. Parece que existe una asociación más directa con la
delincuencia familiar que con el tamaño de la familia, por lo que podría
considerarse más correcto el papel de la familia numerosa como un factor
asociado casualmente al riesgo de conducta antisocial.
Tabla
3.5. Resumen de factores de riesgo familiares
FACTORES
DE RIESGO
ESTUDIOS
HALLAZGOS EMPÍRICOS
1.
Criminalidad de los padres
McCord,
1982 Farrington, 1989a
Habría
una relación positiva entre los comportamientos desviados paternos, medidos por
la presencia de conductas como alcoholismo del padre o el haber estado convicto
por embriaguez y/o un crimen grave, y las conductas violentas registradas de
sus hijos
Existe
relación entre el arresto parental antes del décimo cumpleaños de sus hijos y
el aumento de los crímenes violentos registrados oficialmente y autoinformados
por parte de los jóvenes en la adolescencia
2.
Maltrato infantil
Widom,
1989 Kessler et al., 1997Gregg y Siegel, 2001; Pincus, 2001; De Bellis et al.,
2002; Wilmers et al., 2002; Teicher, 2002, 2003, 2004. Egeland, Yates,
Appleyard y Van Dulmen, 2002 Serbin y Karp, 2004Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf,
2003 Wilmers et al. 2002Teicher, 2004
Los
sujetos que habían sufrido abusos sexuales por parte de sus padres tenían una
tendencia ligeramente mayor a cometer delitos violentos. Los que habían sufrido
abusos físicos tenían una tendencia aumentada a haber sido arrestados por
violencia.
Finalmente,
los que habían sufrido negligencias eran los más proclives a cometer delitos
violentos en la adolescencia
Los
malos tratos o desatención son un factor de riesgo de conducta antisocial,
siendo así sobre todo, cuando la conducta antisocial forma parte de un
trastorno de personalidad más general
El
maltrato infantil como un factor de riesgo en el posterior desarrollo de las
conductas antisociales.
El
maltrato físico en la infancia, la negligencia emocional y la enajenación,
predecía problemas de comportamiento en los primeros años de escuela y
conllevaría a una conducta antisocial en la adolescencia.
Existiría
una trasferencia intergeneracional en la cual los niños agredidos presentarían
secuelas que incluirían fracaso escolar, mayores conductas de riesgo, embarazos
adolescentes y pobreza familiar; estilos que estarían mas relacionados con
conductas agresivas y crueles hacia los demás, incluidos sus propios hijos.
El
haber sufrido maltrato en la infancia, era un factor de riesgo para el
desarrollo posterior de conductas antisociales, aumentando dicho riesgo si se
daba conjuntamente con inestabilidad familiar.
Existen
correlaciones entre la victimización por violencia física parental sufrida por
los jóvenes y la violencia activa autoinformada.
Existen
deficiencias neurológicas relacionadas con el maltrato infantil, como anomalías
en el EEG, disfunción en el sistema límbico, deficiencias en la interconexión
entre hemisferios o reducción del volumen del hipocampo y la amígdala, que
pueden llevar a la aparición de conductas violentas o problemas psiquiátricos
en la edad adulta.
3.
Pautas educativas inadecuadas
Patterson,
1982; Patterson et al., 1984; Capaldi y Patterson, 1996 Farrington, 1989a Wells
y Rankin, 1991Xie, Cairns y Cairns, 2001Roa y Del Barrio, 2002; Del Barrio
2004. Ardelt y Day, 2002Shek y Tang, 2003Serbin y Karp, 2004 Compton, Snyder,
Schrepferman, Bank y Shortt, 2003 Molinuevo, Pardo, Andion y Torrubia, 2004
El
fracaso de los padres para crear expectactivas claras en el comportamiento de
los hijos, la pobre monitorización y supervisión, así como la disciplina severa
e inconsistente, predicen la posterior delincuencia y abuso de sustancias
Los
niños con mala pauta de crianza, estilo parental autoritario, pobre
supervisión, actitud parental cruel / pasiva / negligente y un desacuerdo de
los progenitores acerca de la pauta de crianza, son predictores de violencia
posterior medida a través de auto-informes o el registro de crímenes violentos
Los
jóvenes cuyos padres habían sido estrictos tienen mayor probabilidad de ejercer
dichas conductas, exhibiendo mayores conductas violentas
La
calidad de las relaciones de crianza correlaciona negativamente con la agresión
y positivamente con un buen nivel de adaptación de los hijos, popularidad,
competencia académica y calidad del grupo de amigos.
Un
estilo de crianza paterno “autorizado”, que da apoyo, controla la conducta de
sus hijos y es flexible en las normas, produce efectos beneficiosos sobre la
conducta agresiva de sus hijos. Así, entre todas las posibles combinaciones,
aquella que une la falta de afecto y la ausencia de normas es la que produce
consecuencias más desastrosas en el proceso de socialización.
La
consistencia de las prácticas educativas parentales así como una buena supervisión
adulta, estarían asociados negativamente con la conducta antisocial en
adolescentes.
Un
buen funcionamiento familiar asociado a estilos parentales positivos, así como
a un apoyo interpersonal dentro de la familia estaría asociado con menos
niveles de conducta antisocial en la adolescencia.
Un
estilo parental constructivo caracterizado por calidez emocional y prácticas
disciplinarias consistentes, actuaría como un factor protector de la conducta
antisocial.
Un
estilo parental coercitivo utilizado durante la niñez y adolescencia aumentaba
el riesgo de conducta antisocial para ambos sexos así como el riesgo de
depresión en el caso de las niñas.
Una
escasa monitorización y supervisión por parte de los padres evaluada de forma
retrospectiva, se mostró relacionada con la presencia de conducta antisocial
autoinformada en tres muestras diferentes: delincuentes juveniles y estudiantes
y niños.
4.
Interacción padres-hijos
Hanson
et al., 1984; Mirón et al., 1988; Frías et al., 2001 Loeber y Dishion, 1983 Farrington,
1993 Catalano y Hawkins, 1996 Crosnoe et al., 2002Laird, Pettit, Dodge y Bates,
2003
Los
vínculos afectivos débiles entre el hijo y los padres predicen el desarrollo de
comportamientos antisociales
Una
relación con los padres cálida y afectuosa predice un índice de delincuencia
juvenil baja
Pese
a que el apego familiar y la interacción padres-hijos son considerados factores
protectores, no se ha determinado consistentemente cómo ejercen este efecto
Las
pautas educativas erróneas se relacionan con un aumento del riesgo de cometer
crímenes por los hijos. Sin embargo, el fuerte apego familiar y la interacción
padres-hijos son factores protectores frente al desarrollo de conducta
delictiva
El
tener relaciones positivas con los padres y profesores, así como el establecer
compromisos, actúa de factor protector a la hora de mostrar problemas
comportamentales
Los
padres que informan mantener una buena relación con sus hijos y pasan mucho
tiempo juntos, se asocia con menos comportamientos antisociales, encontrandose
también estos resultados a la inversa.
5.
Apego familiar
Hirschi, 1969 Elliot, 1994Simons et al., 2001 Wernet y Silbereisen, 2003 Thornberry, 2004
Hirschi, 1969 Elliot, 1994Simons et al., 2001 Wernet y Silbereisen, 2003 Thornberry, 2004
El
apego a la familia inhibe el crimen y la delincuencia No hay relación
significativa entre la falta de apego familiar y la violencia.
El
apego está mediando en el desarrollo de características tales
como
la cognición social y la autoestima, al tiempo que también lo hace con la
agresión. De esta forma, los adolescentes con bajo apego tienen también bajos
niveles de cognición social, autoestima y alta conducta agresiva.
La
cohesión familiar se asociaba con comportamientos antisociales sólo en el caso
de las chicas y no para los chicos, lo que podría explicar como las chicas
tienen una mayor sensibilidad a los estresores familiares y al rol parental en
el desarrollo comportamental.
Los
niños o adolescentes que inician sus primeras conductas antisociales en edades
tempranas se caracterizan por mostrar un débil vínculo de apego entre padres e
hijos, frente aquellos que se inician en la adolescencia.
6.
Conflictos maritales
Rutter
y Giller, 1983; Borduin et al., 1986; Farrington, 1989a; Wells y Rankin, 1991 Elliot,
1994 Maguin et al.,1995 Frías et al., 2001 Villar et al., 2003
La
inexistencia de una adecuada relación entre el padre y las madres se relaciona
con la manifestación de actividades antisociales por parte de los hijos
Los
individuos que han sido expuestos a episodios violentos entre sus padres son
más violentos en su etapa adulta
Los
conflictos familiares vividos a la edad de 10 años, no estaban asociados con la
violencia autoinformada a la edad de 18 años. Sin embargo, altos niveles de
conflicto familiar a las edades de 14 y 16 años eran predictores de conductas
violentas autoinformadas por los jóvenes a la edad de 18 años.
El
ser testigo de violencia del padre hacia la madre era tan perjudicial para los
menores como el recibir la violencia directamente. Estos resultados vienen a
confirmar que la exposición a niveles elevados de conflicto familiar/marital
incrementa notablemente el riesgo de violencia.
Un
alto grado de conflictividad familiar unido a un bajo nivel de comunicación o
un estilo educativo permisivo se relacionaba con una mayor probabilidad de que
los adolescentes se implicaran en conductas antisociales. Por el contrario, un
bajo grado de conflictividad familiar y una alta comunicación entre
adolescentes y padres, se presentaban como factores protectores de dichas conductas.
7.
Actitud parental favorable hacia la violencia
Peterson
et al, 1994. Maguin et al., 1995; Herrenkohl et al., 2001.
Las
actitudes que tienen los padres sobre los problemas de conducta y de salud
tales como, abuso de alcohol y drogas en la adolescencia, predicen las
conductas de los adolescentes
Cuando
los niños tenían 10 años, se les preguntaba a los padres una única pregunta
acerca del grado en el que ellos aprobaban la conducta violenta en los niños.
Los hijos de los padres que eran mas tolerantes en cuanto a la conducta
violenta, tenían una mayor probabilidad de informar comportamientos violentos a
los 18 años
8.
Eventos familiares estresantes
Rutter,
1971; Rutter y Giller, 1983; Elliot, 1994 Block et al., 1986; Conger et al., 1994
Maguin et al., 1995 Robertson 2003; Shek y Tang, 2003.
Los
sucesos vitales estresantes tienen una influencia mínima en el desarrollo de
conductas antisociales
El
efecto de los eventos estresantes en la predicción de comportamiento antisocial
es “durante” y no “después”
El
numero de cambios de residencia vividos en el año anterior por los niños de 16
años, predecía las conductas violentas autoinformadas a la edad de 18, no
siendo predictores significativos los cambios de residencia vividos a los 14
años. Estos hallazgos podrían indicar que estos cambios tienen un efecto a
corto plazo en la conducta interrumpiendo los lazos afectivos con el colegio o
el barrio y que estos efectos disminuyen con el tiempo al formarse nuevos
vínculos en el nuevo ambiente.
Aquellos
sujetos que estuvieron sometidos a estrés durante la etapa escolar, presentaban
mayor prevalencia de delincuencia, depresión o consumo de alcohol, siendo ésta
última menos frecuente.
Asimismo,
la influencia negativa de los pares sería la variable que mediaría entre el
estrés y la comisión de delitos, mientras una baja autoestima mediaría hacia la
depresión. El estudio de confirma de nuevo que altos niveles de estrés
percibido por los adolescentes estaría asociado con mayores signos de violencia
futura.
9.
Separación de los padres
Rutter
y Giller, 1983; Borduin et al., 1986; Farrington, 1989; Wells y Rankin, 1991 Loeber
y Dishion, 1982 Block et al., 1986 Farrington, 1989 Gove y Crutchfield, 1982; Cerbkowich
y Giordano, 1987; Laub y Sampson, 1988 Mirón, 1990 Henry et al., 1996 Pfiffner
et al., 2001 Pevalin, Wade y Brannigan, 2003 Gordon, 2003 Del Barrio, 2004b
En
líneas generales, los delincuentes juveniles provienen de hogares desintegrados.
El
provenir de un hogar desintegrado no va a determinar unívocamente la aparición
de conductas delictivas.
La
relación entre la ruptura matrimonial y el aumento de la manifestación de
comportamientos violentos es durante dicho acontecimiento y no después.
La
separación padres-hijos antes de los 10 años predecía violencia auto-informada
en chicos londinenses en la adolescencia y etapa adulta, así como en las
estadísticas oficiales por crímenes violentos.
La
desintegración del hogar no predice de forma significativa la aparición de
conductas antisociales.
En
la predicción de las conductas antisociales s más importante la calidad de las
relaciones que la presencia o ausencia de uno de los
padres.
Las
familias monoparentales a la edad de 13 años predecían arrestos por violencia a
la edad de 18 años.
Las
familias con el padre biológico en casa muestran una menor sintomatología
vinculada a conductas antisociales en el padre, madre e hijos. Asimismo, el
estatus socioeconómico solía ser más elevado. Estas relaciones se invertían en
el caso que el padre
estuviese
ausente.
El
pertenecer a una familia monoparental estaba asociado a un incremento del
comportamiento antisocial.
La
separación y divorcio de los padres junto con el hecho de que los padres se
volvieran a casar después, fueron factores significativos a largo plazo de un
aumento de problemas comportamentales y psicológicas en los hijos, encontrando
diferencias en cuanto al género. Así, las mujeres presentaban más depresión y
los varones más problemas de conducta. Sin embargo, resalta que dicha influencia
estaría mediada por distintos factores tales como el apoyo social percibido y
la cohesión familiar.
Los
hogares monoparentales son la estructura familiar que mayor relación guarda con
la agresión, ya que la mayor parte de las veces esta situación se produce por
abandono o por divorcio de los padres, quedando el hogar a cargo de la mujer.
10.
Padres adolescentes
Quinton
y Rutter, 1988; Quinton et al., 1993 Rutter et al., 1990 Conseur et al., 1997;
Kolvin et al., 1990; Maynard, 1997; Moffitt y Caspi, 1997; Loeber y Farrington,
2000
La
conducta antisocial de muchas jóvenes se asocia con la maternidad adolescente y
con relaciones compulsivas con hombres antisociales. Además, hay un alto índice
de ruptura de la relación de cohabitación junto con dificultades de crianza y
un mayor índice de interrupción de la misma
El
patrón de relación entre conducta antisocial y paternidad adolescente, así como
las consecuencias derivadas de la misma, es menos consistente en los varones
El
ser hijo de madres soltera está relacionado con el doble de riesgo de llegar a
ser un infractor crónico. El haber nacido de una madre menor de 18 años se
asocia a un aumento de más del triple en el riesgo de llegar a ser un infractor
crónico. El mayor riesgo se da cuando se ha nacido de una madre que era menor
de 18 años, llegando el riesgo a once veces mayor con respecto al grupo de más bajo
riesgo
11.
El gran tamaño de la familia
Offord,
1982 Farrington et al., 1996; Rowe y Farrington, 1997 Pevalin, Wade y
Brannigan, 2003
El
formar parte de familias numerosas es un factor de riesgo debido a la
influencia por efecto de contagio” de los hermanos o hermanas delincuentes
El
riesgo de delincuencia está modulado por el número de hermanos y hermanas
delincuentes. Los resultados se atribuyen a factores genéticos
Un
mayor número de hijos conllevará un menor grado de supervisión, lo cual
incidirá sobre la conducta problema, al igual que un hogar roto donde falta uno
de los padres conlleva mayores conflictos
3.2.3.2.
Factores escolares
El colegio es otro órgano de socialización
prioritario, entre cuyas funciones no sólo se encuentra la formación para un
funcionamiento socialmente adaptado sino que facilita las primeras
interacciones con los iguales y figuras de autoridad distintas a las familiares
y la consecución de sus primeros logros socialmente reconocidos.
El rendimiento académico, el bajo interés en
la educación y la baja calidad de la escuela son indicadores de diferentes
constructos relacionados con la escolarización. Se han postulado diversos
mecanismos a través de los cuales los factores escolares influyen en el comportamiento
antisocial y violento (véase resumen Tabla 3.6.).
En
líneas generales, los factores escolares se han mostrado consistentemente más protectores
que los factores familiares. Así, Crosnoe et al. (2002) encontraron que al
apego hacia los profesores, los logros académicos, la orientación hacia la
escuela, la supervisión de los padres, el vínculo con los padres y la
organización familiar, son factores de protección frente al desarrollo de
conductas violentas.
3.2.3.2.1.
Fracaso académico
Farrington (1989a) encontró que bajos niveles
de rendimiento académico durante la enseñanza primaria predecían futuros
arrestos por violencia. El 20% de aquellos niños cuyos profesores informaban de
un bajo nivel de rendimiento en la enseñanza primaria a la edad de 11 años,
fueron arrestados por delitos violentos en la etapa adulta, frente a un 10% del
resto de la muestra con rendimiento normal. Asimismo, el mantener bajos niveles
de rendimiento en la etapa de educación secundaria, casi duplicaba la
probabilidad de arrestos por violencia en la vida adulta. Denno (1990) encontró
que los logros académicos a la edad de 7 años y entre los 13 y 14 años, estaban
inversamente relacionados con la emisión de delitos violentos tanto en varones
como en mujeres. En contraste con los hallazgos encontrados para otras
variables o factores de riesgo, la relación entre el rendimiento académico y la
violencia posterior era más fuerte para las mujeres que para los varones. Maguin et al. (1995) encontraron que los
informes de los padres sobre un bajo rendimiento de sus hijos a la edad de 10,
14 y 16 años, predecían la violencia autoinformada por estos chicos a la edad
de 18 años. El fracaso académico desde los primeros niveles era predictor de un
incremento en el riesgo de llevar a cabo comportamientos violentos posteriores.
Resultados semejantes fueron obtenidos por Maguin y Loeber (1996) quienes encontraron
una relación significativa entre un pobre rendimiento académico y el comienzo o
mayor prevalencia de la delincuencia, así como con la escalada en la frecuencia
y gravedad de los actos antisociales.
A pesar de que el fracaso escolar es un factor
de riesgo importante de la conducta antisocial, no es determinante. Sin
embargo, ha de tenerse muy en cuenta en los niños y jóvenes que acumulan otros
factores de riesgo, especialmente los referidos a problemas familiares, niveles
bajos de desarrollo y consumo de drogas (Del Barrio, 2004a). Así, la peligrosidad
del bajo rendimiento escolar tiene que ver con la percepción de futuro y con la
pertenencia a un grupo, por lo que los sujetos con bajo rendimiento tienen
problemas para integrarse dentro de las normas sociales y junto con las bajas
aspiraciones que presentan, la posibilidad de que aparezca el comportamiento
agresivo o violento se incrementa.
No
obstante, pese a la relación encontrada entre el fracaso académico y el riesgo
de emitir conductas antisociales, no queda claro si el riesgo principal se
deriva de las bajas capacidades cognitivas (bajo CI) o del propio fracaso
escolar (Rutter et al., 2000). En cualquier caso, el fracaso académico es
considerado como un factor de riesgo en numeroso estudios (Carrasco y del
Barrio, 2002, 2003; Del Barrio, 2004a; Díaz-Aguado, 2004; Loeber y Farrington,
1999) y, el logro académico actuaría como claro factor de protección (Bandura, Barbarelli,
Caprara y Pastorelli, 2001; Crosnoe et al., 2002).
3.2.3.2.2.
Apego o vinculación escolar
La
escuela presenta abundantes elementos positivos como institución social y pedagógica:
a) los buenos modelos de comportamiento del profesorado; b)las expectativas de los
alumnos adecuadamente altas con una respuesta eficaz; c) una enseñanza
interesante y bien organizada; d) un buen uso de las tareas para casa y un
seguimiento del progreso; e) unas buenas ocasiones de que los alumnos asuman
responsabilidad y, f) una atmósfera ordenada y un estilo de liderazgo que
proporcione dirección pero sea receptivo a las ideas de los demás y promueva
una elevada moral en el personal y en los alumnos (Rutter et al., 1997). Es indudable
que la presencia de estos factores incrementa el apego y el vínculo del joven
con la escuela, reduciendo la posibilidad de aparición de conductas
antisociales. Asimismo, las relaciones de apoyo mutuo entre el hogar y el
colegio también son importantes.
Desde
las teorías del control social (Hirschi, 1969) se ha enfatizado la importancia
del apego o del compromiso hacia la escolarización y el colegio como
importantes factores protectores contra el delito (Catalano y Hawkins, 1996).
Los sujetos que presentan conductas problemáticas tienden a mostrar un cierto
desapego emocional respecto al entorno escolar, actitudes más negativas hacia
él y expectativas negativas respecto a su éxito académico a la vez que perciben
la educación académica como poco útil o relevante (Marcos y Bahr, 1995; Swaim,
1991).
La
evidencia disponible generalmente apoya la hipótesis de que un bajo nivel de vinculación
con el colegio predice comportamientos violentos, aún cuando, de alguna manera,
estos resultados puedan variar según qué indicadores de compromiso escolar se
hayan utilizado (Loeber y Farrington, 1999).
En
un análisis de una submuestra de afroamericanos y euroamericanos obtenida del proyecto
de Desarrollo Social de Seattle, Williams (1994) encontró que el vínculo con el
colegio está más fuertemente relacionado con la reducción de la violencia entre
los afroamericanos varones y menos relacionado con la violencia entre los
euroamericanos mujeres.
Maguin
et al. (1995) investigaron a partir de los datos del estudio de Seattle, la relación
entre el bajo compromiso con el colegio a los 10, 14 y 16 años y el
comportamiento violento de forma autoinformada a la edad de 18 años. Un bajo
nivel de compromiso hacia el colegio a la edad de 10 años no predecía violencia
posterior pero a los 14 y 16 años, si lo predecía. De forma similar, bajas
aspiraciones educacionales a la edad de 10 años no predecía violencia
posterior, sin embargo, baja aspiraciones educacionales a los 14 y 16 años, si predecían
comportamientos violentos a los 18 años; aunque con menos fuerza que el bajo compromiso
hacia el colegio. En contraste, Elliott (1994) en el estudio juvenil nacional, informó
que el vínculo escolar no era un predictor significativo de delitos violentos
serios. De la misma forma, Mitchell y Rosa (1979) encontraron que no existía
una asociación entre lo que informaban los padres sobre el nivel de agrado que
sentían sus hijos por el colegio y los delitos contra las personas registrados
oficialmente durante los 20 y 30 años.
Sin
embargo, en la actualidad, Crosnoe et al. (2002) encontraron que aquellos adolescentes
con un mayor vínculo hacia la escuela tenían menos posibilidades de verse inmiscuidos
en situaciones problemáticas. Para esos alumnos, los costes percibidos por ejercer
un comportamiento no aceptable eran suficientes para disuadirles de realizar conductas
antisociales. De la misma forma, Thornberry (2004) encuentra en delincuentes de
inicio temprano un menor apego por los maestros y el centro escolar, en
comparación con el grupo de inicio en la adolescencia y, en especial, con los
no delincuentes.
3.2.3.2.3.
Absentismo y abandono escolar
Hacer
novillos y abandonar el colegio, podrían ser indicadores conductuales que ponen
de manifiesto un bajo nivel de compromiso con la escolarización, pero también
podrían haber otras razones por las que los niños faltan al colegio o lo
abandonan de forma temprana (Janosz, Le Blanc, Boulerice y Tremblay, 1996).
Farrington
(1989a) mostró cómo aquellos jóvenes con mayor índice de faltas a clase entre
los 12 y los 14 años y aquellos que abandonaron el colegio antes de los 15
años, eran más propensos a desarrollar conductas violentas en la adolescencia y
la etapa adulta. Los hallazgos de Farrington constituyen uno de los numerosos
estudios que han mostrado como faltar a clase o hacer novillos constituye un
factor de riesgo sustancial para la delincuencia.
Ahora
bien, podría considerarse que la falta de asistencia a clase es un factor de
riesgo que contribuye a facilitar el paso a la delincuencia, en tanto en cuanto
proporciona oportunidades adicionales para la conducta desviada (Farrington,
1995; Robins y Robertson, 1996).
Thornberry
(2004) encuentra en delincuentes de inicio temprano un menor compromiso con los
estudios y con la asistencia al colegio, en comparación con el grupo de inicio
en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.
3.2.3.2.4.
Elevada delincuencia y vandalismo en la escuela
Con
respecto a la delincuencia en la etapa escolar, Farrington (1989a) encontró que
los chicos que tenían altos índices de delincuencia a la edad de 11 años
informaban levemente, aunque significativamente, más comportamiento violento
que otros jóvenes al llegar a la adolescencia y la etapa adulta.
El
vandalismo escolar se puede manifestar en agresiones físicas por parte de los alumnos
contra profesores o contra sus compañeros, violencia contra objetos y cosas de
la escuela, amenazas, insultos, intimidación, aislamiento o acoso entre los
propios escolares. Este último fenómeno ha venido ha llamarse bullying
(Lawrence, 1998; Schneider, 1993). El bullying es una forma de violencia entre
niños que suele ocurrir en el colegio y en sus alrededores. Bajo este término
se engloban tres formas de violencia: física (golpes, peleas, escupir), verbal
(insultos, menosprecios, amenazas) y psicológica (falsos rumores, intimidaciones).
Como
conclusión, señalar que hay abundantes testimonios de que la conducta perturbadora,
difícil o desafiante y el vandalismo en la etapa escolar son predictores de posteriores
actividades antisociales y criminales (Loeber et al., 1997; Nagin y Tremblay; 1999;
Raviv et al., 2001; Rutter et al., 2000; Trianes, 2004).
3.2.3.2.5.
Traslados de colegio
En
el estudio de Maguin et al. (1995), se les preguntó a los padres y jóvenes a
los 14 y 16 años del Proyecto de Desarrollo Social de Seattle, que indicaran el
número de veces en que los niños habían cambiado de colegio durante el año
anterior. Los jóvenes que habían tenido más cambios de colegio eran más
violentos a los 18 años frente a aquellos que no se habían cambiado. Nuevamente
es importante no olvidar, que al igual que otros factores, los traslados de
colegio se relacionan con otras variables que a su vez también predicen la
violencia.
3.2.3.2.6.
Aspiraciones o preferencias ocupacionales
Hogh
y Wolf (1983) consideraron la relación entre las aspiraciones o preferencias ocupacionales
y la violencia en una muestra de 7.917 varones. Se administró una prueba que evaluaba
las preferencias ocupacionales de los participantes de 12 años, que consistía
en valorarar 51 ocupaciones de acuerdo a sus preferencias. Posteriormente, se
organizaron por categorías jerarquizadas de acuerdo con el supuesto estatus
profesional. Los investigadores encontraron que los participantes que mostraban
preferencias por trabajos de menor estatus tenían una mayor probabilidad de
estar registrados por la policía de Dinamarca por faltas violentas entre los 15
y 22 años.
Tabla
3.6. Resumen de factores de riesgo escolares
FACTORES
DE RIESGO
ESTUDIOS
HALLAZGOS EMPÍRICOS
1.
Fracaso académico
Farrington,
1989a; Maguin y Loeber, 1996 Gottfredson, 1991 Rutter et al., 2000 Crosnoeet
al., 2002 Del Barrio, 2004 Rutter et al., 2000 Loeber y Farrington, 1999;
Carrasco y del Barrio, 2002, 2003; Díaz-Aguado, 2004; Del Barrio, 2004. Bandura
et al., 2001; Crosnoeet al., 2002
El
pobre rendimiento académico se relaciona con el inicio y aumento en la
frecuencia y en la gravedad de las conductas antisociales
Existe
una relación inversa entre la habilidad intelectual y la delincuencia
controlando el estatus socioeconómico
Aunque
haya relación entre el fracaso académico y el riesgo de conductas antisociales,
no está claro si es por las bajas capacidades cognitivas o por el fracaso
escolar
El
logro académico actuaría como factor protector de las conductas antisociales
La
peligrosidad del bajo rendimiento escolar tiene que ver con la percepción de
futuro y con la pertenencia a un grupo, por lo que los sujetos con bajo
rendimiento tienen problemas para integrarse dentro de las normas sociales y
junto con las bajas aspiraciones que presentan, la posibilidad de que aparezca
el comportamiento agresivo o violento se incrementa.
Pese
a la relación encontrada entre el fracaso académico y el riesgo de emitir
conductas antisociales, no queda claro si el riesgo principal se deriva de las
bajas capacidades cognitivas (bajo CI) o del propio fracaso escolar.
El
fracaso académico es considerado como un factor de riesgo en numeroso estudios.
El
logro académico actuaría como claro factor de protección
2.
Apego escolar
Hirschi, 1969 Rutter et al.,1997 Maguin et al., 1995 Catalano y Hawkins, 1996 Loeber y Farrington, 1999 Crosnoe et al., 2002 Thornberry, 2004
Hirschi, 1969 Rutter et al.,1997 Maguin et al., 1995 Catalano y Hawkins, 1996 Loeber y Farrington, 1999 Crosnoe et al., 2002 Thornberry, 2004
El
apego o compromiso hacia la escuela puede actuar de factor protector frente al
crimen.
Hay
una serie de factores que incrementan el apego y el vínculo del joven con la
escuela, reduciendo la posibilidad de aparición de conductas antisociales.
Éstas son: buenos modelos de conducta en el profesorado, expectativas de los alumnos
altas con respuestas eficaces, enseñanza interesante y bien organizada, buen
uso de las tareas para casa, unas buenas ocasiones de que los alumnos asuman responsabilidad,
una atmósfera ordenada y un estilo de liderazgo que proporcione dirección y
promueva una elevada moral en los alumnos
Un
bajo nivel de compromiso hacia el colegio a la edad de 10 años no predecía
violencia posterior pero a los 14 y 16 años, si lo predecía. De forma similar,
bajas aspiraciones educacionales a la edad de 10 años no predecía violencia posterior,
sin embargo, baja aspiraciones educacionales a los 14 y 16 años, si predecían
comportamientos violentos a los 18 años; aunque con menos fuerza que el bajo
compromiso hacia el colegio.
Un
bajo nivel de apego a la escuela predice un posterior comportamiento violento,
y viceversa
La
evidencia disponible generalmente apoya la hipótesis de que un bajo nivel de
vinculación con el colegio predice comportamientos violentos, aún cuando, de
alguna manera, estos resultados puedan variar según qué indicadores de compromiso
escolar se hayan utilizado.
Los
adolescentes con mayor vínculo hacia la escuela tienen menos posibilidades de
ejercer conductas problemáticas debido a los constes percibidos por ejercer
dichos comportamientos
Los
delincuentes de inicio temprano presentan un menor apego por los maestros y el
centro escolar, en comparación con el grupo de inicio en la adolescencia y, en
especial, con los no delincuentes.
3.
“Hacer novillos”
Farrington,
1989a Farrington, 1995; Robins y Robertson, 1996 Thornberry, 2004
Los
jóvenes con mayor índice de absentismo escolar entre los 12 y los 14 años son
más propensos a desarrollar conductas violentas en la etapa adulta, así como a
estar convictos por delitos violentos
La
inasistencia a clase sería un factor que contribuiría a facilitar el paso a la
delincuencia al proporcionar oportunidades adicionales para la mala conducta
Los
delincuentes de inicio temprano presentan un menor compromiso con los estudios
y con la asistencia al colegio, en comparación con el grupo de inicio en la
adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.
4.
Elevada delincuencia y vandalismo en la escuela
Farrington,
1989a Schneider, 1993 Lawrence, 1998 Rutter et al., 2000 Loeber, Keen y Zhang,
1997; Nagin y Tremblay; 1999; Rutter et al., 2000; Raviv et al., 2001; Trianes,
2004
Los
jóvenes con altos índices de delincuencia a los 11 años informaban levemente,
aunque significativamente, más comportamiento violento que otros jóvenes en la adolescencia
y etapa adulta
El
vandalismo escolar consiste en agresiones físicas por parte de los alumnos
contra profesores o compañeros; violencia contra objetos y cosas de la escuela;
violencia entre los propios escolares.
Las
amenazas, insultos, intimidación, aislamiento o acoso entre los propios
escolares se denomina bullying
La
conducta perturbadora, difícil o desafiante y el vandalismo, constituyen
importantes precursores de actividades antisociales y criminales posteriores
La
conducta perturbadora, difícil o desafiante y el vandalismo en la etapa escolar
son predictores de posteriores actividades antisociales y criminales.
5.
Traslados del colegio
Maguin
et al., 1995.
Los
jóvenes que habían tenido más cambios de colegio eran más violentos a los 18
años frente a aquellos que no se habían cambiado.
6.
Aspiraciones o preferencias ocupacionales
Hogh
y Wolf, 1983.
Los
investigadores encontraron que los participantes que mostraban preferencias por
trabajos de menor estatus tenían una mayor probabilidad de estar registrados
por la policía de Dinamarca por faltas violentas entre los 15 y 22 años.
3.2.3.3.
Relación con el grupo de iguales
En este apartado se muestra finalmente la relación
existente entre la manifestación de conductas antisociales y la existencia de
las mismas en grupos similares (hermanos, compañeros y pandillas). Es indudable
que el tener hermanos y/o amigos implicados en estas conductas influirá en la
conducta de los sujetos expuestos a las mismas (véaseresumen Tabla 3. 7.).
3.2.3.3.1.
Hermanos delincuentes
Como ya ha quedado expuesto anteriormente, el
que los padres sean criminales es un factor de riesgo para la violencia.
Además, ya ha sido comentado cómo el formar parte de una familia numerosa puede
influir en la presencia de conductas antisociales (Farrington et al., 1996;
Offord, 1982; Rutter y Giller, 1983).
Farrington
(1989a) encontró que tener hermanos delincuentes a la edad de 10 años, predecía
arrestos por violencia pero no predecía la violencia cuando ésta era
autoinformada en la adolescencia y en la adultez. Un 26 % de los chicos del
estudio de Cambridge que tenían hermanos delincuentes a la edad de 10 años eran
arrestados por violencia frente al 10% del resto de la muestra. Farrington
también encontró una asociación positiva entre la frecuencia de los problemas
conductuales de los hermanos cuando los sujetos tenían 10 años y posteriores
arrestos por violencia.
Los datos del estudio de Seattle sugieren que
la relación entre la delincuencia de los hermanos y la violencia de los sujetos
es más fuerte cuando la medida de la delincuencia de los hermanos es más
próxima a la medida de la violencia del sujeto y más cercano a la adolescencia (Maguin
et al., 1995). Esto puede reflejar los cambios de las influencias que tienen
los hermanos durante el proceso del desarrollo. Tal como los amigos
delincuentes, los hermanos antisociales y delincuentes, aparentemente, tienen
su mayor correlación con la violencia en los sujetos durante la adolescencia.
Sorprendentemente, Williams (1994) encontró que la influencia que ejercen los
hermanos delincuentes era más fuerte en las chicas que en los chicos.
Parece
que el riesgo de delinquir puede estar determinado por el número de hermanos o
hermanas delincuentes. Sin embargo, Offord (1982), mostró cómo el riesgo sólo
está asociado al número de hermanos y no de hermanas. Rowe y Farrington (1997),
encuentran al respecto datos relativamente concordantes.
La
asociación se daba más con la delincuencia de los hermanos o hermanas mayores
que de los menores y también más con la de los hermanos del mismo sexo que con
los del sexo opuesto. Semejantes resultados obtiene el estudio llevado a cabo
por Ardelt y Day (2002), donde el tener hermanos mayores delincuentes
constituía el factor de riesgo de mayor peso del comportamiento antisocial
posterior, aunque también, pero con menor peso, el tener amigos delincuentes.
3.2.3.3.2.
Compañeros o amigos delincuentes
Mientras
que en los años preescolares la familia es el entorno dominante y el colegio pasa
a serlo en la posterior infancia y preadolescencia, en la adolescencia, los
amigos constituyen la principal fuente de influencia (Catalano y Hawkins,
1996). Así, el grupo de iguales va siendo cada vez más importante a la hora de
desarrollar y establecer sus actitudes y normas sociales. Esto es así, tanto en
lo positivo (red de apoyo social) como en lo negativo, favoreciendo la
delincuencia (Fuchs, Lamnek y Luedtke, 1996; Tillmann et al., 1999).
Ya
Sutherland (1939, cit. en Luengo et al., 2002), partiendo de su teoría de la asociación
diferencial decía que las conductas desviadas se adquieren en la relación con
los grupos más próximos al sujeto, donde se expone a conductas y actitudes de
carácter desviado, lo que dará lugar a que interiorice más “definiciones”
favorables a la transgresión que “definiciones” favorables a lo convencional.
Parece
que los individuos que cometen actos delictivos tienden a tener amigos delincuentes
y muchas actividades consideradas antisociales se emprenden junto con otras personas
(Reiss, 1988). Así, Otero et al. (1994) constatan que la desviación de los
amigos suele ser uno de los factores de riesgo con mayor capacidad de determinación
de la conducta antisocial del adolescente.
Ageton
(1983), encontró que los adolescentes cuyos amigos no aprobaban los comportamientos
delincuentes tenían menor probabilidad de informar haber cometido asaltos sexuales
posteriores. Elliott (1994) informó, resultados similares en todas las formas
de violencia. El asociarse con pares que desaprueban el comportamiento
delincuente podría inhibir la violencia posterior.
Dishion
et al. (1995), hallaron en varones de 13 y 14 años de edad que las interacciones
positivas con amigos no correlacionan con el comportamiento antisocial. Sin embargo,
el tener amigos antisociales correlacionaba positivamente con una mayor probabilidad
de ejercer conductas antisociales por parte de los adolescentes. La existencia
de amigos antisociales proporcionaría el contexto adecuado para poder realizar
conductas coercitivas. Asimismo, el aumento de la probabilidad de ejercer
dichas conductas no sería tanto por la observación directa de las mismas sino
por la falta de habilidades sociales. Por otra parte, Patterson et al. (1992)
señalan que el tener compañeros o amigos antisociales podría estar mediado por
una ausencia de supervisión parental, lo que le permitiría al joven permanecer
más tiempo bajo su influencia, apareciendo así la relación con la delincuencia futura.
Moffitt
(1993) resalta que los amigos delincuentes pueden contribuir en la divulgación de
la violencia durante la adolescencia, pero podrían ser menos relevantes en
predecir la conducta violenta persistente durante el curso de la vida en
aquellos infractores que inician tempranamente su comportamiento agresivo y
violento. En la misma dirección, algunos estudios al respecto indican que,
aunque las influencias son operativas a todas las edades, son más intensas
durante la etapa adolescente (Bartusch, Lynam, Moffitt y Silva, 1997; Thornberry
y Krohn, 1997). Estudios recientes confirman estos hallazgos. Laird et al.
(2001) muestran que el rechazo temprano de los compañeros influye en la precocidad
de la aparición de conductas delictivas, mientras que la asociación con
compañeros agresivos es más frecuente en los casos donde se da la aparición más
tardía de la delincuencia. Por contra, Thornberry (2004) encuentra que los
delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden a asociarse más con
iguales delincuentes que aquellos que comienzan a desviarse en la adolescencia.
Herrenkohl
et al. (2001) también confirman en su estudio que el relacionarse con pares antisociales
tendrían grandes y persistentes efectos sobre el comportamiento violente
posterior, así como también que la relación con los pares a la edad de 14 años,
sería uno de los mediadores más potentes de los factores de riesgo tempranos.
Fergusson,
Swain-Campbell y Horwood (2002), recientemente ha encontrado a partir de una
investigación longitudinal, que el tener amigos con comportamientos desviados
estaba asociado positivamente al ejercicio por parte de sujetos de entre 14 y
21 años de crímenes violentos, crímenes contra la propiedad, abuso de alcohol,
abuso de cannabis y dependencia a la nicotina. De la misma forma, Wilmers et
al. (2002) encontró en su encuesta con escolares alemanes, que la mayoría de
los delitos violentos cometidos autoinformados se daban en aquellos chicos que
previamente habían dicho tener amigos desviados, siendo responsables del 54,3%
de todos los actos delincuentes violentos informados por los alumnos en 1999.
El estudió también señaló que a mayor frecuencia e intensidad de exposición a
la violencia intrafamiliar y peor estatus socieconómico, mayor tasa de menores
que decían tener amigos desviados.
3.2.3.3.3.
Pertenencia a bandas
Cairns,
Cadwallader, Estell y Neckerman (1997) postularon tres vías fundamentales para
referirse a la importancia de las bandas en la comisión de las conductas
antisociales: a) representan la reunión de individuos agresivos y dominantes
que tienen un papel de control de las redes sociales en las que operan; b)
muchos individuos que ingresan en bandas son jóvenes desarraigados y alienados
que se escapan de casa y se convierten en personas sin techo; c) algunas bandas
operan como prósperos negocios que están edificados sobre el tráfico de drogas
ilegales o al menos participan intensamente en él.
En
relación a la diferencia que existe entre las bandas y los “simples” grupos de adolescentes
antisociales, Klein (1995) señala que las primeras tendrían una mayor identidad
y liderazgo. Thornberry (1999) concluyó al respecto que las bandas se
diferenciaban de los grupos de coetáneos delincuentes en que tienen una
asociación mucho más fuerte con las conductas antisociales y una mayor
probabilidad de cometer delitos violentos.
Numeroso
estudios con adolescentes han encontrado claras evidencias de la relación que
existe entre la manifestación de comportamientos antisociales o desviados y el
ser miembro de una banda. Por ejemplo, el pertenecer a una banda se ha
relacionado con presentar mayor promiscuidad sexual (Bjerregaard y Smith, 1993;
Le Blanc y Lanctot, 1999), mayor consumo de alcohol y drogas (Bjerregaard y
Smith, 1993; Cohen, Williamns, Bekelman y Crosse, 1994; Thornberry, Krohn,
Lizotte y Chard-Wierschem, 1993), mayor violencia (Friedman, Mann y Friedman,
1975; Le Blanc y Lanctot, 1999), pertenencia de un arma (Bjerregaard y Lizotte,
1995) y más delincuencia general (Curry y Spergel, 1992; Esbensen y Huizinga,
1993; Le Blanc y Lanctot, 1999).
Estudios
recientes sugieren que el pertenecer a una banda contribuye a la delincuencia más
allá de la mera influencia de tener pares delincuentes (Battin et all, 1997).
La investigación también sugiere que está asociado con delitos más serios y
violentos en la juventud (Thornberry, 1999). Como se demostró a través de los
datos de Seattle, el pertenecer a una banda a los 14 y 16 años predecía
comportamientos violentos a los 18 años (Maguin et al., 1995). Así, tres de los
estudios longitudinales más importantes llevados a cabo con adolescentes, el de
Rochester (Thornberry, 1996), el de Seattle (Hill, Howell, Hawkins y Battin,
1996) y el de Denver (Huizinga, 1997) confirmaron que los jóvenes que
presentaban conductas antisociales presentaban mayor probabilidad de pertenecer
o ser miembro de una banda, a la vez que participaban en más actos delictivos y
violentos.
Thornberry
(2004) ha encontrado que los delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden
más asociarse con iguales delincuentes y a formar parte de bandas, que los que inician
su comportamiento antisocial en la adolescencia o los jóvenes no antisociales.
Tabla
3. 7. Resumen de factores de riesgo del grupo de iguales
FACTORES
DE RIESGO ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS
1. Hermanos delincuentes
Offord,
1982; Rutter y Giller, 1983; Farrington et al., 1996 Farrington, 1989a Offord,
1982; Rowe y Farrington, 1997 Maguin et al., 1995 Ardelt y Day, 2002.
El
formar parte de una familia numerosa podría influir en la presencia de
conductas antisociales
La
delincuencia de los hermanos a los 10 años predice el estar convicto por
violencia, pero no la violencia autoinformada en la adolescencia y etapa adulta
El
riesgo de mayores conductas antisociales estaba asociado al número de hermanos
y no de hermanas.
Además,
se vincula más a los hermanos mayores y a los del mismo sexo.
La
relación entre la delincuencia de los hermanos y la violencia de los sujetos es
más fuerte cuando la medida de la delincuencia de los hermanos es más próxima a
la medida de la violencia del sujeto y más cercano a la adolescencia.
El
tener hermanos mayores delincuentes constituía el factor de riesgo de mayor
peso del comportamiento antisocial posterior, aunque también, pero con menor
peso,
el
tener amigos delincuentes.
2. Compañeros delincuentes
Reiss,
1988 Elliot, 1994 Dishion et al., 1995 Thornberry y Krohn, 1997 Fuchs, Lamnek y
Luedtke, 1996; Tillmann et al., 1999. Fergusson et al., 2002 Laird et al., 2001
Herrenkohl et al.; 2001 Thornberry, 2004
Los
individuos que cometen actos delictivos tienden a tener amigos delincuentes
emprendiendo muchas actividades antisociales junto a ellos
Aquellos
adolescentes con compañeros desfavorables hacia las conductas delictivas tienen
menos probabilidades de cometer delitos violentos
El
tener amigos antisociales correlaciona positivamente con una mayor probabilidad
de ejercer conductas antisociales por parte de los adolescentes, reflejando una
falta
de habilidades sociales. Sin embargo, las interacciones positivas con los
amigos no correlacionan con el comportamiento antisocial
Las
influencias de los coetáneos son más intensas durante la etapa adolescente
El
grupo de iguales va siendo cada vez más importante a la hora de desarrollar y
establecer sus actitudes y normas sociales. Esto es así, tanto en lo positivo
(red de apoyo
social)
como en lo negativo, favoreciendo la delincuencia
El
tener amigos con comportamientos desviados se asocia positivamente con ejercen
crímenes violentos y contra la propiedad, abuso de alcohol y de cannabis, y
dependencia a la nicotina entre los 14 y los 21 años
El
rechazo temprano de los compañeros influye en la precocidad de la aparición de
conductas delictivas, mientras que la asociación con compañeros agresivos es
más
frecuente en los casos donde se da la aparición más tardía de la delincuencia.
El
relacionarse con pares antisociales tendrían grandes y persistentes efectos
sobre el comportamiento violente posterior
Los
delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden a asociarse más con
iguales delincuentes que aquellos que comienzan a desviarse en la adolescencia.
3. Las bandas
Cairns
et al., 1997 Klein, 1995 Battin et al, 1997 Thornberry, 2003, 2004
Las
bandas representan la reunión de individuos agresivos y dominantes que tienen
un papel de control de las redes sociales en las que operan., agrupando a
jóvenes desarraigados que escapan de casa. Algunas operan como negocios
prósperos al ampara del tráfico de drogas y la participación intensa en él
Las
bandas se diferencian de los grupos de adolescentes antisociales en que tienen
una identidad y liderazgo claros
El
pertenecer a una banda contribuye a la delincuencia más allá de la mera
influencia de tener pares delincuentes.
El
pertenecer a una banda está asociado con delitos más serios y violentos en la
juventud.
Como
conclusión y tras la revisión efectuada de los factores de riesgo y de
protección relacionados con la conducta antisocial, parecen poner de relieve
que dichos comportamientos sólo pueden ser entendidos desde una perspectiva
multicausal, en la que van a confluir factores de riesgo de diversa índole.
Además, dichos factores no son estáticos sino que están en continua
interacción, afectándose mútuamente y, afianzando, realimentando y cronificando
la conducta antisocial.
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