La alteración estructural y funcional de los circuitos cerebrales implicados en la modulación emocional está asociada a la aparición de conductas violentas. La hipofunción del córtex prefrontal, unida a la hiperactividad de las estructuras subcorticales, se vincula a la agresión de corte impulsivo.
Objetivo.
Revisar el estado actual de las investigaciones de neuroimagen sobre las
posibles alteraciones en sujetos que presentan
conductas violentas y antisociales, considerando las implicaciones para su
prevención y tratamiento.
Desarrollo.
Cada vez existe mayor evidencia a favor de un correlato neuroanátomico que representaría un factor de vulnerabilidad en el desencadenamiento de conductas
agresivas y antisociales. Recientes estudios empleando técnicas de neuroimagen
muestran el papel crucial del córtex prefrontal y del sistema límbico, que son
circuitos cerebrales encargados de la regulación emocional y de la génesis de
comportamientos agresivos de carácter impulsivo.
Se pone de manifiesto la importancia en el equilibrio funcional relativo de estas regiones y el papel de la impulsividad y el deficitario control emocional en la aparición de estas conductas. Asimismo, se aboga por la diferenciación entre agresión impulsiva y agresión premeditada, y la posible existencia de mecanismos subyacentes diferentes.
Se pone de manifiesto la importancia en el equilibrio funcional relativo de estas regiones y el papel de la impulsividad y el deficitario control emocional en la aparición de estas conductas. Asimismo, se aboga por la diferenciación entre agresión impulsiva y agresión premeditada, y la posible existencia de mecanismos subyacentes diferentes.
Conclusiones.
Desde la perspectiva de la neuropsicología es relevante el estudio de los posibles correlatos neuroanatómicos y funcionales de las conductas agresivas de
carácter impulsivo, que, junto con la investigación de factores psicosociales,
pueda aportar una visión integral que favorezca la comprensión de la conducta
antisocial.
Palabras
clave. Agresión impulsiva. Conducta antisocial. Emoción. Función ejecutiva.
Impulsividad. Neuropsicología. Psicopatía.
Introducción
La
agresión se ha entendido tradicionalmente como la
manifestación de comportamiento que tiene intención de provocar daño físico a
otro individuo con
el fin de promover la conservación del organismo y la supervivencia de la
especie. El hecho de que
esta conducta se haya preservado a lo largo del tiempo
y la evolución refleja su valor adaptativo en determinados
contextos caracterizados por ambientes hostiles y situaciones de escasez. Sin
embargo, en el caso de los seres humanos, la conducta violenta
reflejaría la expresión de agresividad dirigida hacia otros sujetos de forma
indiscriminada y recurrente,
sin ningún tipo de ganancia o valor evolutivo, y representa un problema clínico
grave que acarrea
consecuencias negativas para el individuo y la
sociedad [1-3].
Aunque
por el momento no existe una comprensión completa de los complejos mecanismos que
subyacen a la conducta agresiva y antisocial, se poseen
hallazgos científicos y un cuerpo creciente de literatura que muestra que la
violencia está asociada
con factores genéticos, neurobiológicos y psicofisiológicos,
lo que está impulsando el resurgimiento de la criminología biológica. Para
comprender la etiología de este fenómeno de la forma más exacta
y certera posible, hay que tener en cuenta la
interacción de variables biológicas con aspectos psicosociales
y de aprendizaje. En la prevención de estos
actos y el tratamiento de los agresores y delincuentes impulsivos, es crucial
considerar que los
individuos con alto riesgo biológico pueden ser particularmente
vulnerables a los efectos negativos de
la exposición a ambientes adversos a lo largo de su
vida [4-8].
Los
rasgos nucleares del trastorno antisocial de la
personalidad son los comportamientos impulsivos, sin reparar en las
consecuencias negativas de
las conductas, la ausencia de responsabilidades personales
y sociales, con déficit en la solución de problemas,
y la pobreza afectiva, sin sentimientos de
amor ni culpabilidad. Como consecuencia de todo
ello, estas personas carecen del mínimo equipamiento cognitivo y afectivo
necesario para asumir los valores aceptados socialmente, lo que suele traducirse
en la transgresión constante de las normas establecidas y en un patrón general
de desprecio y violación de los derechos de los demás. Por otra
parte, la psicopatía se ha ido perfilando como una
constelación de rasgos de naturaleza afectiva, interpersonal
y conductual altamente significativa en
el estudio del comportamiento antisocial adulto.
En
la actualidad, la literatura científica nos ofrece abundantes
datos que muestran la utilidad de este constructo
para identificar delincuentes con indicadores graves en su carrera criminal, incluyendo altas
tasas de delitos, alta probabilidad de delitos violentos,
agresión en el contexto de las cárceles, alta
propensión a la reincidencia y mala respuesta al
tratamiento. En un artículo anterior [6] se revisaron los hallazgos actuales de
la neuropsicología en
el caso de la psicopatía, por lo que, aunque el presente
artículo se centra en la agresión impulsiva, se
hará mención al caso de la psicopatía con objeto de
ilustrar las diferencias entre los dos subtipos de agresión
[9-11].
Los
hallazgos acumulados hasta la fecha parecen indicar
que es probable la existencia de un correlato neuroanatómico
que ayude a explicar las conductas agresivas
e impulsivas. La impulsividad se ha definido como la tendencia a emitir una
respuesta de forma
rápida, en ausencia de reflexión, y se caracteriza por comportamientos
inadecuados, poco planificados y que frecuentemente ponen al individuo en riesgo
de implicación delictiva. A partir de los resultados de estudios llevados a
cabo con pacientes que sufren
daño neurológico, se tiene evidencia de que daños
graves en la materia gris y blanca del córtex prefrontal
conllevan expresiones de personalidad pseudopsicopática.
Investigaciones más recientes han
puesto de manifiesto que individuos ‘neurológicamente sanos’ con diagnóstico de
trastorno antisocial de la personalidad presentan déficit prefrontales sutiles
[9,12-16].
Sin
embargo, como señalan Damasio et al [17], hay
que tener precaución para no caer en la trampa frenológica establecida detrás
de la identificación de un área cerebral-función, ya que los efectos patológicos
asociados con una región cerebral determinada sólo pueden ser comprendidos
adecuadamente en el contexto de sistemas neurológicos multicomponentes. De esta manera, la disfunción de
los circuitos prefrontales está probablemente acompañada de un funcionamiento inadecuado en varias
estructuras subcorticales, sus interconexiones y en el equilibrio relativo en
la actividad de estas regiones. Se mantiene la hipótesis de que esta compleja
red incluye ciertas regiones del lóbulo prefrontal,
como las zonas orbitofrontal y ventromedial, el córtex cingulado anterior y
estructuras subcorticales,
como la amígdala, el hipocampo o el
hipotálamo, todas ellas relacionadas con las funciones ejecutivas y la
regulación emocional.
Desde una perspectiva evolutiva, Barkley [18] define las funciones ejecutivas como modelos de acción autodirigidos que permiten al individuo maximizar globalmente los resultados sociales de su conducta una vez que ha considerado simultáneamente las consecuencias inmediatas y demoradas de las distintas alternativas de respuesta [14,19,20].
Desde una perspectiva evolutiva, Barkley [18] define las funciones ejecutivas como modelos de acción autodirigidos que permiten al individuo maximizar globalmente los resultados sociales de su conducta una vez que ha considerado simultáneamente las consecuencias inmediatas y demoradas de las distintas alternativas de respuesta [14,19,20].
Desde
una perspectiva de las neurociencias actuales, se ha considerado al constructo
de la impulsividad como involucrado en las deficiencias de la función
ejecutiva para el control de la conducta en presencia
de reforzadores salientes [8,21-23]. Alteraciones en la regulación de la
emoción, conducta y cognición,
fundamentalmente los procesos involucrados en la función ejecutiva, se han
vinculado a la conducta
antisocial y a la vulnerabilidad y el mantenimiento en el abuso de drogas
[8,13,24,25].
La
relación entre daño en el lóbulo frontal y criminalidad
es particularmente intrigante y compleja. Gracias a la aparición y
disponibilidad de las nuevas
técnicas de neuroimagen, ha sido posible la localización
de áreas cerebrales que pueden ser disfuncionales en delincuentes agresivos y
violentos.
La
investigación de la conducta violenta y criminal es
crucial, debido a que ésta sigue siendo un relevante problema social todavía
enigmático, cuyos hallazgos
pueden afectar a los futuros marcos de trabajo
en criminología, de forma que los avances científicos
logren ser adaptados para prevenir el crimen
y la violencia, favoreciendo la configuración de un sistema judicial cada vez
más moderno y eficaz
[6,9,26,27]. En consecuencia, en este trabajo nos
proponemos repasar los hallazgos actuales de las
técnicas de neuroimagen que permiten detectar alteraciones
en sujetos que presentan agresión impulsiva, lo que podría permitir desarrollar
estrategias de prevención y tratamiento.
Neurobiología
de la agresión impulsiva
Existen
múltiples clasificaciones de la conducta agresiva, pero la de mayor solidez y,
por tanto, la más empleada
en la actualidad es la diferenciación entre agresión
premeditada y agresión impulsiva. Estos dos
subtipos se han identificado claramente en personas que han cometido actos
delictivos, y es probable que se acompañen de mecanismos subyacentes distintos.
La agresión instrumental o premeditada tiene lugar de forma fría por parte del agresor hacia la víctima, y es empleada con el fin de conseguir determinados propósitos. En cambio, la agresión reactiva o impulsiva suele estar asociada con emociones negativas intensas, como ira o miedo, y tiene lugar como respuesta a una amenaza percibida en el medio, acarreando importantes consecuencias negativas para el propio agresor.
Recientes investigaciones con potenciales evocados encuentran que la impulsividad se podría relacionar con agresión descontrolada cuando se combina con una reacción emocional encolerizada y con agresión controlada y premeditada, más cercana a la psicopatía, en ausencia de reacción emocional [2,4,28-30].
La agresión instrumental o premeditada tiene lugar de forma fría por parte del agresor hacia la víctima, y es empleada con el fin de conseguir determinados propósitos. En cambio, la agresión reactiva o impulsiva suele estar asociada con emociones negativas intensas, como ira o miedo, y tiene lugar como respuesta a una amenaza percibida en el medio, acarreando importantes consecuencias negativas para el propio agresor.
Recientes investigaciones con potenciales evocados encuentran que la impulsividad se podría relacionar con agresión descontrolada cuando se combina con una reacción emocional encolerizada y con agresión controlada y premeditada, más cercana a la psicopatía, en ausencia de reacción emocional [2,4,28-30].
El
grupo de Raine [31] llevó a cabo un estudio en
el que dividieron a un grupo de asesinos en dos:depredadores
(agresión premeditada) y afectivos (agresión
impulsiva). Los autores encontraron que la
corteza prefrontal de los asesinos afectivos presenta tasas de actividad bajas.
Por otra parte, los asesinos depredadores tenían un funcionamiento frontal relativamente bueno, lo que corroboraría la hipótesis de que una corteza prefrontal intacta les permite mantener bajo control su comportamiento, adecuándolo a sus fines criminales. Ambos grupos se caracterizan porque presentan mayores tasas de actividad en la subcorteza derecha que los del grupo control. Por esta mayor actividad subcortical, los asesinos de uno y otro grupo pueden ser más proclives a comportarse agresivamente, pero los depredadores tienen un funcionamiento prefrontal lo bastante bueno para regular sus impulsos agresivos, manipulando a otros para alcanzar sus propias metas, mientras que los asesinos afectivos, al carecer de control prefrontal sobre sus impulsos, tienen arranques agresivos, impulsivos y desregulados.
Por otra parte, los asesinos depredadores tenían un funcionamiento frontal relativamente bueno, lo que corroboraría la hipótesis de que una corteza prefrontal intacta les permite mantener bajo control su comportamiento, adecuándolo a sus fines criminales. Ambos grupos se caracterizan porque presentan mayores tasas de actividad en la subcorteza derecha que los del grupo control. Por esta mayor actividad subcortical, los asesinos de uno y otro grupo pueden ser más proclives a comportarse agresivamente, pero los depredadores tienen un funcionamiento prefrontal lo bastante bueno para regular sus impulsos agresivos, manipulando a otros para alcanzar sus propias metas, mientras que los asesinos afectivos, al carecer de control prefrontal sobre sus impulsos, tienen arranques agresivos, impulsivos y desregulados.
Se
ha señalado que la impulsividad es uno de los
factores explicativos más importantes de la conducta
violenta y también de otras conductas, como
la hiperactividad, el alcoholismo, el suicidio y
la conducta adictiva. Todas ellas pertenecen a la constelación
de la violencia, actuando como multiplicadoras de ésta, y podrían compartir
sustratos biológicos
comunes [13,15,16,19,32-34].
Las
personas impulsivas tienden a seleccionar refuerzos
inmediatos a pesar de las posibles consecuencias negativas futuras. Este
déficit en las funciones
ejecutivas implicaría una alteración en la
regulación de la emoción, la cognición y la conducta, y estaría asociado a una
hipofunción del lóbulo
frontal. Así, los sujetos impulsivos fracasarían a
la hora de emplear la información disponible en el
medio para prever las consecuencias de sus actos e
inhibir la conducta en presencia de reforzadores salientes
[9,25].
A
partir de evidencias como éstas, se mantiene la
hipótesis de que la violencia impulsiva está relacionada con alteraciones en
los sistemas cerebrales que
gobiernan el control emocional, ya que se caracteriza por un grave déficit para
regular el afecto y
controlar los impulsos agresivos, y es altamente comórbida
con diversos trastornos mentales, como la
depresión, el trastorno límite de la personalidad o
el abuso de sustancias, en los que el componente emocional
se encuentra, asimismo, afectado. Los individuos
con alteraciones funcionales o estructurales en el sistema regulador del afecto
podrían, por
tanto, manifestar comportamientos descontrolados y dominados por la ira, debido
a su estilo de
respuesta dirigido por la estimulación externa y
la incorrecta interpretación de esta información como
amenazante, a pesar de que sus capacidades de
inteligencia general, razonamiento lógico y conocimiento declarativo de las
normas sociales y morales
se encontrarían probablemente preservadas [6,13,35,36].
En
los últimos años, se han llevado a cabo múltiples estudios empleando modernas
técnicas de neuroimagen
estructurales y funcionales, que han permitido
localizar áreas que podrían ser disfuncionales en sujetos agresivos y
violentos. En el caso de la agresión
impulsiva, Davidson et al [21] postulan que la
agresión impulsiva se manifestaría como resultado de una disfunción en un
conjunto coordinado de estructuras
cerebrales que funcionarían para regular la respuesta emocional, e incluiría
las regiones orbitofrontal
y ventromedial del lóbulo prefrontal, y
estructuras subcorticales, como la amígdala o el hipocampo,
muy relacionadas con la emoción y los instintos.
Si estas regiones se encontrasen afectadas, tanto
en su estructura como en su funcionamiento, podrían
predisponer a los individuos a comportamientos irresponsables y violentos
[12,37].
Diferencias
funcionales y estructurales en
regiones anteriores del córtex
Actualmente
se sabe que el daño en los lóbulos frontales
provoca un deterioro de la intuición, del control
del impulso y de la previsión, lo que conduce a un comportamiento socialmente
inaceptable y
poco adaptativo. Esto es particularmente cierto cuando
el daño afecta a la superficie orbital de los lóbulos
frontales. Los pacientes que sufren de este síndrome ‘pseudopsicopático’ se caracterizan por su
demanda de gratificación instantánea y no se ven
limitados por costumbres sociales o miedo al castigo
[6,9,38,39].
En
el plano neuropsicológico, el área anterior de los
lóbulos frontales se ha asociado a las funciones ejecutivas, responsables de
procesos como la planificación, flexibilidad, memoria de trabajo,
monitorización e inhibición para la obtención de metas; y también
están implicadas en la regulación de estados emocionales que se consideran
adaptativos para la
consecución de tales objetivos. Varios estudios han
mostrado un peor rendimiento en pruebas cognitivas de lenguaje, percepción y
habilidades psicomotoras en sujetos violentos frente a sujetos normales. Si las
dificultades en el control de impulsos están relacionadas
con ciertas alteraciones cerebrales, el rendimiento
en test cognitivos y de habilidades podría ser mejor predictor de la conducta
antisocial que
otras medidas de personalidad [40,41].
El
sustrato anatómico del síndrome disejecutivo subyacente
al comportamiento psicopático se refleja en diferencias vinculadas al lóbulo
frontal, como muestran
las técnicas de neuroimagen. Diversos estudios
que emplean tomografía por emisión de positrones
y técnicas de imagen de resonancia magnética funcional sobre la respuesta de
inhibición y el procesamiento
de estímulos novedosos sugieren la importancia
del papel de la corteza prefrontal, especialmente la corteza prefrontal lateral
derecha y una red
de regiones asociadas en la respuesta inhibitoria.
Por
otra parte, sabemos que lesiones en la corteza frontal
hacen que los individuos respondan agresivamente a estímulos triviales que en
sujetos sin lesión no provocan ninguna respuesta agresiva. Estos individuos
suelen responder con agresión impulsiva y
con síntomas de gran irritabilidad [10,42-48].
A
pesar de que los resultados provenientes de los
estudios de neuroimagen no han sido totalmente consistentes y que la disfunción
cerebral no supone
un precursor necesario en la conducta violenta, diferencias sutiles en el
funcionamiento de varias
regiones de la corteza frontal que median y controlan
la conducta parecen estar implicadas en la
expresión de comportamiento agresivo y antisocial. Estos déficit han resultado
ser más frecuentes en
delincuentes impulsivos, no necesariamente violentos, que en delincuentes
instrumentales [2,49].
En
consonancia con lo anterior, Raine [11] sugiere que
la inmadurez en los lóbulos frontales puede llevar a un comportamiento violento
debido a un funcionamiento ejecutivo deficitario con problemas en
atención sostenida, flexibilidad ante el cambio de
contingencias, autorregulación y toma de decisiones. Este dato es congruente
con la reflexión de Luria
[50], en la que asemejó la conducta impulsiva de los pacientes con lesiones
prefrontales con la
conducta de chicos jóvenes, en los que la corteza prefrontal continúa su
maduración durante los años
escolares.
La
emoción en la agresión impulsiva
Se
piensa que hay cierta dificultad en los individuos impulsivos
para conectar áreas cognitivas y emocionales y, por tanto, una alteración en la
producción de los juicios morales. El área ventromedial del
córtex prefrontal se ha asociado a capacidades volitivas,
motivacionales y de regulación emocional. Una reciente investigación llevada a
cabo por el
grupo de Damasio [35] muestra respuestas emocionales disminuidas e inadecuada
regulación de la ira
y la frustración en pacientes con lesiones focales bilaterales
en la corteza prefrontal ventromedial a partir
de la ejecución de tareas que implican juicio moral
y social, lo que demuestra que la emoción desempeña
un papel crítico en estos aspectos. Curiosamente, los sujetos de este mismo
estudio exhiben un rendimiento adecuado en tareas de razonamiento lógico, capacidad de inteligencia general y un
tratamiento declarativo de normas sociales (distinguir el bien del mal)
preservados.
A
pesar de estos resultados, todavía existe desconocimiento acerca del papel
específico de cada área
prefrontal en la regulación emocional y cognitiva, por lo que los datos deben interpretarse con
cautela. Por otra parte, ninguna región cerebral funciona independientemente;
así, hallazgos de
recientes investigaciones serían coherentes con los resultados de un estudio llevado a cabo por Liddle
et al [51] en el que investigaron la inhibición de la respuesta en una muestra
de sujetos psicópatas
y encontraron que este proceso implica la
integración y cooperación activa de muchas regiones, incluyendo la corteza
frontal ventromedial y
dorsolateral. La primera región es fundamental en
el comportamiento adaptativo desde el punto de
vista de la selección natural, y en él se incluyen decisiones
de tipo emocional, mientras que la segunda es la encargada de reflexionar en la
toma de decisiones
y las acciones que se derivan de ellas. La comunicación
ineficaz entre estas áreas frontales representaría
una ausencia de inhibición o ‘freno’ emocional,
que podría facilitar la aparición de conductas antisociales [6,12,35,51].
Los
hallazgos empíricos descubiertos hasta la fecha
ponen de relieve el papel crucial del circuito neural
orbitofrontal en la impulsividad y la emoción. Esta área, extensamente interconectada con la
amígdala, recibe información somatosensorial de
las áreas de asociación, que es procesada para la creación
de memorias condicionadas o con valencia emocional que están disponibles en los
procesos de toma de decisión [17,52].
El procesamiento de información de carácter social y los aspectos relacionados con la inhibición del comportamiento, la reflexividad y la representación del refuerzo o del castigo atribuidos a las interacciones sociales son capacidades bajo el control del área orbitofrontal. La desregulación de este tipo de procesos probablemente contribuirá a la aparición de conductas impulsivas de diversa índole, pudiendo desembocar en comportamientos agresivos. Existe evidencia de funcionamiento disminuido de las secciones medial y lateral del córtex orbitofrontal de adultos con trastorno explosivo intermitente durante el procesamiento de caras que expresaban enfado [37,53], y evidencias de estudios que emplearon resonancia magnética funcional acerca de la participación del córtex orbitofrontal en un circuito relacionado con la regulación de la emoción negativa.
Específicamente, los individuos con una mayor activación en el córtex prefrontal izquierdo parecían tener más éxito en suprimir emociones negativas que aquellos con niveles de activación más bajos [21]. Estos resultados apoyan la sugerencia de Dougherty et al [54] acerca de que una actividad aumentada en el córtex orbitofrontal puede impedir la aparición de una respuesta externa secundaria a ira inducida.
El procesamiento de información de carácter social y los aspectos relacionados con la inhibición del comportamiento, la reflexividad y la representación del refuerzo o del castigo atribuidos a las interacciones sociales son capacidades bajo el control del área orbitofrontal. La desregulación de este tipo de procesos probablemente contribuirá a la aparición de conductas impulsivas de diversa índole, pudiendo desembocar en comportamientos agresivos. Existe evidencia de funcionamiento disminuido de las secciones medial y lateral del córtex orbitofrontal de adultos con trastorno explosivo intermitente durante el procesamiento de caras que expresaban enfado [37,53], y evidencias de estudios que emplearon resonancia magnética funcional acerca de la participación del córtex orbitofrontal en un circuito relacionado con la regulación de la emoción negativa.
Específicamente, los individuos con una mayor activación en el córtex prefrontal izquierdo parecían tener más éxito en suprimir emociones negativas que aquellos con niveles de activación más bajos [21]. Estos resultados apoyan la sugerencia de Dougherty et al [54] acerca de que una actividad aumentada en el córtex orbitofrontal puede impedir la aparición de una respuesta externa secundaria a ira inducida.
Por
otro lado, la hipótesis de las neuronas espejo [55,56] propone que la zona
cortical conocida como
lóbulo de la ínsula tendría un papel clave en el
reconocimiento de las emociones de uno mismo y
de los otros. Singer et al [57] llevaron a cabo un experimento
de resonancia magnética funcional en que
se probaban dos situaciones: en la primera, los sujetos
recibían un electroshock doloroso mediante electrodos
puestos en las manos, mientras que en la segunda
veían la mano de un ser querido a la que se habían
aplicado también los mismos electrodos. A estos
sujetos se les decía que las personas observadas habían padecido el mismo
procedimiento que el
que acababan de experimentar ellos mismos.
Se ha constatado que, en ambas situaciones experimentales, se activaban sectores de la ínsula anterior y de la corteza cingulada anterior, lo que muestra que no sólo la percepción directa del sufrimiento, sino también su evocación se dan mediante un mecanismo espejo. Estos resultados son congruentes con los de un estudio anterior de Hutchinson et al [58]; muy recientemente, también se ha constatado que lesiones en el sistema córtex insular-córtex prefrontal ventromedial favorecen la toma de decisiones arriesgadas, pues estas estructuras operan en la implementación de sesgos conservadores [59].
Se ha constatado que, en ambas situaciones experimentales, se activaban sectores de la ínsula anterior y de la corteza cingulada anterior, lo que muestra que no sólo la percepción directa del sufrimiento, sino también su evocación se dan mediante un mecanismo espejo. Estos resultados son congruentes con los de un estudio anterior de Hutchinson et al [58]; muy recientemente, también se ha constatado que lesiones en el sistema córtex insular-córtex prefrontal ventromedial favorecen la toma de decisiones arriesgadas, pues estas estructuras operan en la implementación de sesgos conservadores [59].
Tomados
en conjunto, los datos sugieren que los
humanos captamos emociones, al menos emociones negativas intensas, a través de
un mecanismo directo de cartografiado en el que intervienen partes
del cerebro que generan respuestas motoras viscerales.
En la vida social, la emoción suele ser un elemento
contextual clave que señala el propósito de
un acto [55,56,60]. Conviene resaltar que esta interpretación
de la comprensión de las emociones no
se aleja mucho de la avanzada por el grupo de Damasio
[61,62]; tanto sentir una emoción en primera persona como reconocer otra ajena
dependerían de la implicación de las zonas de la corteza somatosensorial
y de la ínsula. Para experimentar empatía
no basta con compartir la perspectiva del otro,
sino que se requiere preocupación ante su propio
dolor y sentir lo que está sintiendo la otra persona,
aunque fuera a menor escala. Pues bien, la
empatía es el inhibidor más potente que se conoce contra la violencia y la
crueldad. Así, las neuronas espejo podrían estar en la base de la empatía y presentar
algún tipo de alteración en los agresores violentos
y, en alguna medida, en la génesis de todas las conductas antisociales que
futuras investigaciones habrán de estudiar [63].
Desequilibrio
funcional córtex-estructuras
subcorticales
Las
diferencias encontradas en elementos estructurales y funcionales en individuos
agresivos no solamente se encuentran en la corteza. La amígdala, el
hipocampo y la corteza prefrontal se integran en el
sistema límbico que gobierna la expresión de las emociones,
a la vez que el tálamo transmite inputs desde
las estructuras subcorticales límbicas hasta la
corteza prefrontal. Asimismo, el hipocampo, la amígdala
y el tálamo son de gran importancia para el
aprendizaje, la memoria y la atención. Anormalidades en su funcionamiento
pueden relacionarse tanto
con las deficiencias a la hora de dar respuestas condicionadas al miedo como
con la incapacidad de aprender de la experiencia, deficiencias estas que caracterizan
a los delincuentes violentos. La amígdala
desempeña, además, un papel importante en el reconocimiento de los estímulos
afectivos y
socialmente significativos, por lo que su daño se traduce
en una carencia de miedo y, en el caso del ser
humano, en una reducción de la excitación autónoma [11,64,65]. Estudios de
neuroimagen con sujetos
psicópatas revelan anormalidades estructurales y funcionales en esta zona,
aunque sus resultados no son consistentes. Así, se ha informado de actividad
reducida en la amígdala de psicópatas durante el procesamiento de estímulos de
carga afectiva, condicionamiento al miedo y tareas de reconocimiento emocional
[65]. Por el contrario, otras investigaciones con individuos con trastorno
antisocial de la personalidad muestran una actividad aumentada
de la amígdala en el visionado de estímulos
de contenido emocional negativo y durante condicionamiento
aversivo [66,67]. Estos datos, en principio
contradictorios, pueden explicarse a partir de las supuestas diferencias
mencionadas en los correlatos
neurobiológicos diferenciales subyacentes a la agresividad impulsiva e
incontrolada y los actos
violentos premeditados, respectivamente.
Estas
estructuras subcorticales, ampliamente implicadas
en la regulación y expresión emocional, están
intensamente interconectadas con el córtex prefrontal y otras regiones de la
corteza. Los últimos
avances en este campo apuestan por un posible
desequilibrio funcional de estructuras corticales frontales y regiones
subcorticales en la manifestación de comportamiento agresivo de carácter
reactivo. Recientes revisiones [4,36,37] aluden a una
perturbación en el sistema de control ‘de arriba abajo’
referente a la modulación del córtex prefrontal sobre los actos agresivos
desencadenados por estímulos
que provocan ira. Se postula un desequilibrio entre la influencia reguladora
prefrontal y una respuesta
elevada de la amígdala y otras regiones límbicas
implicadas en la evaluación afectiva. La incapacidad
para regular emociones negativas puede ser resultado de la alteración de la
capacidad del córtex
prefrontal para inhibir la activación emocional procedente de las estructuras
subcorticales. La alteración
en el control regulatorio puede dar lugar a
reactividad emocional negativa descontrolada y, consecuentemente,
a comportamientos violentos.
Estos
datos son congruentes con el modelo de Davidson
et al acerca de la regulación emocional [21],
y provienen de investigaciones realizadas mediante técnicas de neuroimagen
funcionales y estructurales. Se considera que la agresión impulsiva se
relaciona con la falta de inhibición que la corteza orbitofrontal
ejerce sobre la amígdala, involucrando circuitos serotoninérgicos, de forma que
una disminución
de la actividad de serotonina correlacionaría con agresión impulsiva. Además,
también se
encuentra cierto consenso con respecto a una hiperactividad dopaminérgica en
regiones cerebrales relacionadas
con la motivación y procesamiento de refuerzos
en sujetos con arranques de agresividad y dificultades
para demorar gratificaciones [68-71].
Conclusiones
La
revisión actual de la bibliografía sobre la neuroanatomía del comportamiento
antisocial y violento pone
de relieve el papel crucial de las áreas anteriores de la corteza cerebral en
la expresión de agresividad impulsiva. Cada vez existen más datos que indican
que la baja actividad de la corteza prefrontal puede predisponer a la violencia
por una serie de
razones. En el plano neuropsicológico, un funcionamiento prefrontal reducido
puede traducirse en
una pérdida de la inhibición o control de estructuras subcorticales,
filogenéticamente más primitivas, como la amígdala, que se piensa que está en la
base de los sentimientos agresivos [21,72]. En el plano
neurocomportamental, se ha visto que lesiones prefrontales se traducen en
comportamientos arriesgados,
irresponsables, transgresores de las normas,
con arranques emocionales y agresivos, que
pueden predisponer a actos violentos. En el plano
de la personalidad, las lesiones frontales en pacientes
neurológicos se asocian con impulsividad, pérdida
de autocontrol, inmadurez, falta de tacto, incapacidad
para modificar o inhibir el comportamiento de forma adecuada, lo que puede
facilitar los
actos violentos. En el plano social, la pérdida de flexibilidad
intelectual y de habilidades para resolver problemas, así como la merma de la
capacidad para
usar la información suministrada por indicaciones verbales que nacen del mal
funcionamiento prefrontal,
pueden deteriorar seriamente habilidades sociales necesarias para plantear
soluciones no
agresivas a los conflictos. En el plano cognitivo, las
lesiones prefrontales causan una reducción de la
capacidad de razonar y de pensar que pueden traducirse
en fracaso académico y problemas económicos, predisponiendo así a una forma de
vida criminal
y violenta [5,6,9].
Las
diferentes investigaciones informan sobre regiones
específicas de la corteza prefrontal que pueden
vincularse a comportamiento agresivo, como
el córtex orbitofrontal y las regiones ventromedial y dorsolateral; sin
embargo, todavía hay muchas
incógnitas con respecto al papel específico de cada una de éstas áreas. Tampoco
está clara la
implicación de áreas subcorticales relacionadas con
la emoción, como la amígdala y el hipocampo, aunque cada vez existe más
evidencia acerca de las
diferencias funcionales de estas estructuras en agresores
violentos frente a sujetos normales. Los últimos
descubrimientos abogan por una falta de equilibrio
entre el funcionamiento de regiones anteriores de la corteza y estructuras
subcorticales, probablemente
secundaria a alteraciones vinculadas a las vías que conectan estas estructuras
muy relevantes
en la regulación emocional. Los últimos avances
en técnicas de neuroimagen funcionales y estructurales
han mejorado nuestra comprensión de las estructuras y vías subyacentes a la
manifestación de actos violentos, pero la elevada complejidad de los circuitos
neurales implicados requiere un
estudio más preciso en el futuro.
Por
otra parte, se ha intentado poner de manifiesto la importancia en la distinción
del carácter diferencial
de distintos tipos de agresividad. Parece ser que la clasificación tradicional
que distingue entre
agresión reactiva mediada por un déficit en el control
de los impulsos con actividad emocional intensa y agresividad premeditada y
controlada característica de los sujetos psicópatas es secundada por correlatos
neurobiológicos distintos. Así, se habla de un
hipofuncionamiento del córtex prefrontal, junto con
hiperactividad del sistema límbico en la expresión de comportamientos
caracterizados por la impulsividad, sean o no de carácter violento [4,36,37].
La
información arrojada en esta revisión debe integrarse
con otros datos provenientes de otras disciplinas.
Es importante el estudio de factores genéticos, neurofisiológicos y neuroendocrinos en la génesis
de la conducta violenta. El comportamiento agresivo
y violento es el resultado de múltiples factores. No debemos olvidar que las
disfunciones del sistema
nervioso sólo suponen una predisposición hacia
la violencia; por tanto, se requiere la existencia de otras variables
medioambientales, psicológicas y sociales que potencien o reduzcan esta
predisposición biológica [5,11,12,73,74].
Fiscalía y Juzgado de Menores de Toledo. Ministerio de Justicia. Toledo (M.A. Alcázar-Córcoles). Departamento de Psicología Biológica y de la Salud; Facultad de Psicología; Universidad Autónoma de Madrid; Cantoblanco, Madrid
(M.A. Alcázar-Córcoles, L. Bezos-Saldaña). Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológico; Universidad de Granada; Granada (A. Verdejo-García). Centro de Investigación del Medicamento; Instituto de Investigación; Hospital de la Santa Creu i Sant Pau; Barcelona, España (J.C. Bouso-Saiz).
Correspondencia:
Dr. Miguel Ángel Alcázar Córcoles. Departamento de Psicología Biológica y de la Salud. Despacho 12. Facultad de Psicología.Universidad Autónoma de Madrid. Ivan Pavlov, 6. E-28049 Cantoblanco (Madrid).
E-mail: miguelangel.alcazar@uam.es
Cómo citar este artículo:
Alcázar-Córcoles MA, VerdejoGarcía A, Bouso-Saiz JC, BezosSaldaña L. Neuropsicología de la agresión impulsiva. Rev Neurol 2010; 50: 291-9. © 2010 revista de Neurología
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