INTRODUCCIÓN
En
el momento actual la hiperactividad del niño se ha convertido en un “síndrome”
o, aún más, en una “enfermedad” de moda, particularmente en la psiquiatría
anglosajona, de cultura sanitaria y medios asistenciales muy diferentes a los
nuestros. Pese a ello está siendo importada y descrita por ciertos medios, de
prensa y también científicos de nuestro país, como si se tratara de una
situación clínica de descubrimiento y tratamiento reciente. Se trata sin
embargo de un concepto de larga y controvertida historia que conviene repasar
con algún detalle para no incurrir en un reduccionismo excesivo que puede
conducir a decisiones clínicas y terapéuticas excesivamente simplificadoras.
Por sorprendente que pueda parecer, sobre todo a quienes ya hemos conocido hace
décadas el mismo fenómeno, (en los años setenta ya con la hiperactividad y entonces
y posteriormente con conceptos también controvertidos como el de disfunción
cerebral mínima o el de dislexia) asistimos a la reactivación y promoción, con
un interesado etiquetaje de “nuevo descubrimiento científico”, de hechos
clínicos sobradamente conocidos y de propuestas terapéuticas ensayadas desde
hace mucho tiempo.
Una
vez más, se trata de encajar hechos clínicos complejos en un viejo y estrecho
paradigma, resucitado por la actual orientación psiquiátrica denominada
“neo-kraepeliniana”, que tiende al ideal decimonónico del llamado “modelo
médico”: “una causa, una enfermedad, un tratamiento”. Ideas que resurgen con el
auge de la psiquiatría biológica y de sus investigaciones y descubrimientos, e
influenciadas también por el generoso, e interesado, mecenazgo de una industria
farmacéutica de extraordinario poder económico y mediatico, y de gran
influencia en los medios de opinión y expresión científicos y universitarios.
Autores poco sospechosos de ignorar los hechos biológicos han resaltado que, en
las tendencias actuales, “las afirmaciones sobrepasan considerablemente las
pruebas” (RUTTER, 2000). Un experto observador y protagonista de la psiquiatría
americana (EISENBERG, 1986), lo ha resumido en pocas palabras: “el punto de
vista “sin cerebro” ha sido sustituido por otro punto de vista “sin mente” igualmente estrecho y limitado”.
El
debate científico enfrenta a autores, inicial y fundamentalmente
norteamericanos, que defienden la existencia de una entidad clínica
diferenciada y con una etiopatogenia orgánica determinada, denominada
“Trastorno de hiperactividad-déficit de atención”, con otros, fundamentalmente
europeos pero también norteamericanos, que no están de acuerdo en atribuirle el
carácter de una categoría diagnóstica específica porque juzgan que se trata de
una agrupación sintomática, tradicionalmente denominada “inestabilidad
psicomotriz”, sin ninguna relación etiopatológica determinable con lesión o
disfunción cerebral precisa alguna, y dependiente de múltiples factores
etiopatogénicos, no solo biológico-temperamentales, sino también psicológicos y
psicopatológicos, familiares y socio-educativos.
ACERCA
DE DOS MODELOS DE (IN)COMPRENSIÓN POSIBLES.
Indudablemente
existen diferentes maneras de situarse frente a los hechos clínicos y a las
diferentes opciones de tratarlos. La formación recibida y la experiencia de
cada cual, así como el lugar de trabajo y los contactos profesionales y
recursos terapéuticos que permite y ofrece, son seguramente, tanto por su
riqueza como por sus carencias, los factores más determinantes del estilo de
comprensión clínica y respuesta terapéutica de cada profesional. Al tratarse de
fenómenos experienciales, interactivos y, en cierto modo, azarosos, condicionan
diversos estilos y etapas en cada profesional.
Sin
embargo, se pueden tratar de agrupar, y seguramente afirmar que, todas las
modalidades de actividad profesional oscilan entre dos polos o modelos de
comprensión que, a su vez, condicionan supuestos etiopatogénicos y, en
consecuencia, opciones terapéuticas diferentes. Que ambas puedan ser integradas
o, por el contrario esgrimidas como argumentos recíprocamente excluyentes
dependerá de la formación, experiencia y elasticidad de cada (equipo)
profesional. Pero además condicionará la colaboración o descalificación entre
profesionales que emiten diagnósticos, orientaciones terapéuticas y opiniones
diferentes, conllevando, en caso de desacuerdo, además del riesgo del
descrédito de la objetividad de nuestros criterios diagnósticos, cierto
desconcierto, sufrimiento y hasta desconfianza de los pacientes y sus familias.
La
hiperactividad es un síndrome clínico en el que las repercusiones de todo lo
expuesto resultan particularmente manifiestas. Frente a ella la actitud, es
decir la predisposición, del profesional puede ser distinta, predominando una
actitud de reflexión e intento de comprensión de los fenómenos latentes que
subyacen al comportamiento hiperactivo, o, en el otro polo, el interés por la
observación, descripción objetiva y cuantificación del fenómeno manifiesto más
visible. Obviamente la prioridad elegida condicionará una posición “de espera”
(y de apertura a la aparición de eventualidades psicopatológicas acompañantes o
determinantes) o “de confirmación” (de un diagnóstico claro a confirmar o a
evidenciar). La comprensión y reflexión estará centrada en el funcionamiento
mental y en sus mecanismos repetitivos de orden psicopatológico en el primer
caso, y en el segundo en la descripción y objetivación de síntomas
“cuantificables”, por ejemplo a través de cuestionarios, a los que ingenua o
interesadamente se atribuye un valor de “prueba diagnóstica”.
Esta
actitudes se plasman en dos tipos de actividad en la exploración clínica, que
buscará un diálogo abierto a la indagación en el primero, y una observación
destinada a completar y cerrar una recopilación de datos objetivables en el
otro.
Ambos
tipos, de predisposición y de actividad exploratoria, van unidos a que el
objeto de estudio al que apuntan es diferente. La comprensión del funcionamiento mental se
interesa por la articulación de los síntomas con mecanismos psíquicos,
conscientes e inconscientes, y en particular por la persistencia repetitiva y
limitante de algunos de ellos, así como por su psicogénesis, relacionada con
mecanismos de interiorización e identificación y por tanto influenciada, tanto
en su origen como en su mantenimiento, por la interacción con personas
significativas del entorno. El conjunto interactivo constituido por: la
persistencia limitante de ciertos mecanismos mentales defensivos y constitutivos;
los conflictos, intrapsíquicos y con el entorno, que conllevan un particular
sufrimiento emocional y afectivo; los problemas relacionales consecuentes y
repetitivos; constituirán los ejes que permitan confirmar la consolidación
estable y predominante de un tipo de funcionamiento estructurado y permanente,
que configura un tipo de diag-nóstico, el diagnóstico estructural y con ello delimitar si se trata, o no, de
algo calificable de psicopatológico. En contraste, si el objeto a estudiar es
la conducta observable y la detección de
los síntomas en sí mismos, esta adición, sumario y catalogación, método que ha
sistematizado con el éxito consabido el sistema de clasificación americano (DSM
en sus diferentes versiones) facilitará un diagnóstico sintomático
fundamentalmente.
En
cuanto al tipo de relación, entre las manifestaciones sintomáticas y la
problemática subyacente, que el primer modelo de comprensión considera en su
perspectiva, es una relación de continuidad, que entiende que existe una co-relación y
codeterminación entre los diversos elementos, (y no solo entre los
intrapsíquicos y los relacionales-síntomas externos visibles, sino también con
el funcionamiento mental - estructura psíquica subyacente y determinante; y
además también entre psicogénesis-biografía y organización del aparato
psíquico- estructura).
Para
el segundo modelo, en cambio, esta relación es de contigüidad, pero no de
co-determinación, puesto que los fenómenos sintomáticos son considerados, como
corresponde a un “modelo médico”, como procesos “mórbidos”, es decir con una
etiopatogenia diferenciada y por tanto independientes. Por eso se habla de
relación de “co-morbilidad” y lo que interesa es el registro de las frecuencias
y combinaciones con las que estos procesos independientes se presentan, sobre
todo con vistas e establecer que puntos comunes pueden existir en sus
independientes determinismos causales (o por decirlo más claramente, tratar de
establecer cuales son los mecanismos biológicos específicos subyacentes).
Propongo
denominar a estos modelos de comprensión “complejo”, al primero, que centra su
concepción en la interacción, y “sencillo” el segundo que entiende más bien el
diagnóstico como una suma de causas y síntomas. Seguramente y en función de las
preferencias de cada cual, se podrá calificarlos respectivamente de
excesivamente “complicado” el pri-mero, y de exageradamente “simple” hasta
alcanzar un reduccionismo exagerado, al segundo.
DE
LA TEORÍA A LA PRÁCTICA, DE LA COMPRENSIÓN A LA INTERVENCIÓN.
Como
decíamos anteriormente, estos modelos de comprensión son inseparables de un
estilo de intervención y de opción terapéutica, que lógicamente tendrá en
cuenta sus correspondientes teorías y evidencias clínicas acerca de las causas
del trastorno, y de como responde al tratamiento propuesto.
Es
aquí donde se pueden apreciar diferencias notables entre las opciones de
quienes confían en la eficacia y necesidad de abordar un tratamiento basado en
una relación terapéutica, mas o menos prolongada, con el paciente y también con
alguna relación o intervención con el entorno familiar y escolar del niño, y
las de quienes optan por atribuir el trastorno a una causa neurobiológica, y en
consecuencia, prescribir un tratamiento medicamentoso, casi siempre un
estimulante anfetamínico.
Los
primeros basan su decisión en su propia experiencia clínica, obtenida en el
tratamiento de un número limitado de casos tratados prolongadamente y
exhaustivamente y estudiados tanto en sus características individuales como
familiares. A ojos de los criterios actualmente imperantes en la psiquiatría
que se autodenomina “basada en la evidencia”, es precisamente esta dedicación
intensiva a un número limitado de casos la que constituye su “debilidad
científica” puesto que la “evidencia clínica” sólo puede obtenerse con “estudios
clínicos controlados” que comparen los resultados de diferentes tratamientos
aplicados a colectivos constituidos por un gran número de casos y con
“diagnósticos homogéneos”. Obviamente esta “exigencia metodológica” obliga a
establecer “criterios diagnósticos objetivos”, en los que la hiperactividad
quede diferenciada de su “mezcla” con otros componentes psicopatológicos
“comórbidos” (GREENHALGH, 1997). O sea que la idea de una hiperactividad “no
pura”, es decir correlacionada con, e inseparable de otros síntomas o de
fenómenos psico (pato)lógicos, plantea complicaciones metodológicas difíciles
de resolver. Dicho al revés, el reclutamiento de una amplio número de
“hiperactividades puras” simplifica el método. Y son muchos los autores,
partidarios de la llamada “psiquiatría basada en la evidencia” que se han
sentido obligados a llamar la atención sobre la muy frecuente “coexistencia de
comorbilidad” asociada a la hiperactividad y sobre los diagnósticos basados
sencillamente en la insuficiente observación clínica de la psicopatología
subyacente a la sintomatología más visible, la hiperactividad. Es decir que lo
que se separa, un tanto artificialmente por la necesidad conceptual de
diferenciar diagnósticos “homogéneos” e individualizables, vuelve a presentarse
en la realidad clínica evidente como algo inseparable, y la confluencia de
fenómenos “comórbidos” es el resultado de una fragmentación previa, arbitraria
por conceptual e ideológica, de fenómenos psicopatológicos inseparables porque
son interactuantes y codeterminantes.
Pero
parece legítimo, para llegar a conclusiones válidas, el aspirar a comparaciones
en números significativos de los resultados, objetivamente evaluados, obtenidos
con diferentes tratamientos. Esto exige, además de planteamientos metodológicos
correctos, exigencias éticas y medios asistenciales que permitan una
disponibilidad amplia y razonable de recursos terapéuticos, cosa que en nuestra
realidad sanitaria y, aún más en la estadounidense (que es a la que más se
refieren, como modelo a seguir, ciertos trabajos y muchos artículos de prensa)
están lejos de ser una realidad presente. Conviene que recordemos algunas
peculiaridades asistenciales de la psiquiatría estadounidense y de las
conclusiones a las que conduce, antes de importarlas directamente a nuestro
medio, mimetismo actualmente creciente en nuestro país, sin duda por efecto de
la fascinación que ejercen sus modelos médicos y culturales, y por la promoción
propia facilitada por su dominación lingüística, económica y mediática.
La
lectura de las revistas científicas estadounidenses de psiquiatría de niños y
adolescentes (fundamentalmente Journal of the American Academy of Child and
Adolescent Psychiatry, pero también Archives of General Psychiatry y American
Journal of Psychiatry, entre otras) permite ver claramente que privilegian
ciertos temas: neuroquímica, neuro-imagen, efectos de los medicamentos,
genética y bioquímica de los trastornos, así como trabajos epidemiológicos.
Predomina de forma aplastante la ya citada tendencia “homogeneizante”, con
grupos de pacientes en general muy amplios, analizados con parámetros empíricos y numéricos, y con neta prioridad a
la obtención de datos con validez estadística, que permitan una “medicina
basada en la evidencia”. La inmensa mayoría de trabajos, y la formación de los
profesionales, están basadas en los criterios diagnósticos del DSM-IV, y se
refieren exclusivamente a autores anglosajones y, convencidos lógicamente de
que el inglés es el único lenguaje científico oficial, desconocen totalmente los
trabajos de otras procedencias.
Las
descripciones clínicas de casos, el interés por la vida interior del niño y por
sus propios sentimientos personales, la comprensión clínica y profunda de su
personalidad, el sufrimiento y las características relacionales e interactivas
del niño y la familia, frecuentes en otras culturas psiquiátricas, están
totalmente ausentes. Temas importantes en otras orientaciones y países, y
también desarrollados por autores americanos o anglófonos –los conceptos
psicodinámicos de mecanismos de defensa y de conflicto intrapsíquico (FRAIBERG,
1987); la importancia del apego en las primeras relaciones y organización
psíquica (BOWLBY, 1951,1969; AINSWORTH, 1979; HOLMES,1993; MONTAGNER 1988,
RUTTER, 1995; ZEANHA y cols., 1993); las primeras interacciones y su influencia
en la modulación del temperamento y otras funciones constitutivas de la
personalidad (KENNEL Y KLAUS, 1998, STERN, 1993, 1995); el interés de
seguimiento en profundidad del caso individual como descubrimiento de factores
traumáticos inabordables con estudios transversales (TERR, 1981, 1991)– han
quedado muy relegados y casi desaparecido en los programas de formación
(MALDONADO-DURA Y HELMIG, 2001).
Los
clínicos se interesan en particular, o más bien exclusivamente, por los
“criterios diagnósticos”, de los trastornos, es decir, sus síntomas, su
severidad, su frecuencia y su coexistencia con otros síntomas. Esta concepción
descarta por “poco científica” la consideración de vivencias subjetivas, de
relatos “narrativos” de la biografía y relaciones del niño, puesto que el “caso
individual” no permite ni comparaciones estadísticas, ni conclusiones válidas
respecto a la eficacia comparada en grandes cohortes de casos de los
tratamientos utilizados. Pero, sobre todo, son las características económicas
específicas de su sistema sanitario-asistencial (basado en la prioridad de la
financiación basada en, e impuesta por, seguros privados, cuya extensión es
correlativa a la escasez del sector sanitario público o semipúblico) las que han
condicionado algunas de las características de su ideología y práctica
clínicas.
Así,
por ejemplo, las características emocionales o del comportamiento que no sean
fácilmente simplificables y codificables, dificultan y retrasan que los seguros
financien las consultas de diagnóstico y tratamiento. Al haberse generalizado,
en salud y en psiquiatría, los criterios de gestión y evaluación de la
industria privada, el profesional que tarde “demasiado” en establecer un
diagnóstico será “menos productivo”; la duración de las hospitalizaciones,
siempre muy breves, también se calcula estadísticamente conforme a la “duración
media normal correspondiente” a cada diagnóstico; el psiquiatra que “prolonga
excesivamente” su relación terapéutica con un paciente es “excesivamente
costoso”. En resumen, el diagnóstico rápido es obligatorio y determina un
protocolo homogéneo y uniforme de intervenciones terapéuticas muy breves, con
objetivos de evaluación de cambios en comportamiento y síntomas claros y
medibles, y con duración y coste idénticos para todos los pacientes “de iguales
características”.
Sobra
añadir que son varias las consecuencias derivadas de este estado de cosas: la
inclusión creciente de problemas psicológicos y psiquiátricos en el campo de la
pediatría “rápida” e individual y en detrimento de los equipos especializados
en psiquiatría, y aun más si al denominarse “de salud mental” son considerados
como “menos médicos” (a pesar de que también se tiende por razones exclusivas
de ahorro económico a sustituir profesionales médicos por otros de inferiores
salarios); la frecuencia creciente de las prescripciones medicamentosas “protocolizadas” en detrimento
de otras opciones terapéuticas “más difíciles de homogeneizar y de evaluar” (y
dejamos de lado el espinoso tema de la neutralidad y procedencia de los
trabajos que muestran la “evidencia” del menor coste sanitario de los fármacos
frente a otras opciones); el desinterés por la prevención, la promoción de la
salud o el diagnóstico precoz, “sin diagnóstico confirmado no hay trastorno”;
la no financiación de las intervenciones terapéuticas centradas en el medio
familiar, “lo social no es medicina”, sobre todo si dan prioridad a
consideraciones psicodinámicas que al proponer relación y escucha prolongan y
complican, es decir “encarecen”, tanto el diagnóstico como el tratamiento; la
prioridad, por no decir exclusividad, concedida a las “intervenciones en
crisis”, muy frecuentemente en consulta ambulatoria no especializada, sin
seguimiento posterior y sin ninguna posibilidad de interconsulta con otras
especialidades médicas (BUSSING, 1998); la judicialización, con exclusión del
sistema sanitario y de proyectos de readaptación, de los comportamientos
violentos y conductas antisociales (HALLER, 2000); o sencillamente la exclusión
del acceso a cualquier atención sanitaria de muchos niños (GELTMAN y cols.,
1996; SMITH y cols., 2000).
Podría
parecer maniqueo contraponer a estos fenómenos las características esenciales
de los sistemas socio-sanitarios públicos, basados en el principio del derecho
universal a la salud y la seguridad social. Como son sobradamente conocidas las
características de un sistema como el nuestro, con sus ventajas, inconvenientes
y carencias, y habiendo señalado ya algunos de los riesgos que nuestro papanatismo
nos podría hacer importar, ignorando la autocrítica que los propios
estadounidenses han realizado repetidas veces, me parece más útil cederles el
protagonismo de sus propios logros y de los males derivados, no lo olvidemos,
de todo progreso.
Volveré
por ello, más adelante, sobre algunos trabajos actuales que replantean
exhaustivamente estas cuestiones, (Informe de la Conferencia de Consenso sobre
Diagnóstico y Tratamiento del Trastorno de Hiperactividad – Déficit de Atención
del Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos, 2000), pese a lo cual no
suelen ser tan citados como otros menos rigurosos. Aunque podría haber
preferido presentar de entrada algunas de las conclusiones recientes y
categóricas de estos autores, me ha parecido más interesante comenzar por un
repaso, (“conocer la historia para no volver a repetirla”), de la sorprendente
y aleccionadora evolución de los numerosos y controvertidos conceptos
referentes a la hiperactividad.
SOBRE
LA HIPERACTIVIDAD.
Revisión
histórica de un concepto recurrente.
Un
repaso por la literatura psiquiátrica muestra la abundante terminología
utilizada desde comienzos de siglo: inestabilidad psicomotriz, hipercinesia,
hiperactividad, lesión cerebral mínima, disfunción cerebral mínima, déficit de
atención con o sin hiperactividad. Tales cambios tienen mucho que ver con la
inexistencia de criterios diagnósticos objetivos homogéneos, con la
multiplicidad y heterogeneidad de los síntomas y/o psicopatología asociados y
con la imposibilidad hasta ahora de atribuir al trastorno una etiología única.
En la literatura científica anglófona, la inestabilidad infantil se describe a
comienzos de siglo y ya entonces se le atribuye una causalidad orgánica. Ya en
1902, STILL agrupa bajo la denominación de “Brain damage syndrome” (“Síndrome
de lesión cerebral”), sus observaciones de niños, mayoritariamente varones, que
presentan una hiperactividad importante al comenzar sus aprendizajes escolares.
Distingue tres subgrupos: niños con lesiones cerebrales importantes, niños con
antecedentes de traumatismos craneales o de meningoencefalitis agudas con
eventuales lesiones cerebrales no detectables clínicamente, y niños cuya
hiperactividad no podía ser atribuida a ninguna etiología precisa (STILL,
1902). También la mayor frecuencia de inestabilidad e inquietud motoras en los
deficientes mentales, campo clínico predominante entonces en estos inicios de
la psiquiatría infantil, y la frecuente asociación de estas con anomalías
orgánicas, llevó a postular a ciertos autores una común etiología lesional a
deficientes e hiperactivos. Sin embargo, también entonces, otros trabajos no
admitían tal vinculación observando que niños, manifiestamente hiperactivos en
la edad escolar, no habían presentado en observaciones clínicas neonatales
previas ningún indicio de sufrimiento cerebral (TREDGOLD, 1908).
Tras
la encefalitis epidémica de 1918, se describió frecuentemente como secuela un
comportamiento hiperactivo (HOHMAN, 1922. STRECKER y EBAUGH, 1923),
reforzándose por ello la vinculación de la hiperactividad con las lesiones
orgánicas. Progresivamente se fue desarrollando la idea de que, pese a que la
lesión cerebral no pudiera apreciarse clínicamente, la existencia de la
hiperactividad era suficiente para “demostrar” su existencia, y ya en 1926, SMITH
propone reemplazar el término de “lesión cerebral” por el de “lesión cerebral a mínima” (SMITH, 1926).
La
hipótesis lesional de la hiperactividad también es atribuida por otros autores
a traumatismos cerebrales (STREKER Y EBAUGH,1925) a lesiones perinatales
(SCHILDER,1931) y hasta aparece el “Síndrome de impulsividad orgánica”, (KAHN y
COHEN, 1934), autores estos que postulaban que hiperactividad, impulsividad,
trastornos de conducta y hasta la labilidad emocional, eran consecuencia de
alteraciones orgánicas del tronco cerebral de etiologías varias (traumas,
alteraciones pre y perinatales, defectos congénitos). Se pensó también entonces
que múltiples y variados “signos neurológicos menores” confirmaban estás
múltiples alteraciones causales.
Otros
trabajos anglosajones recusaban estas terminologías considerando que se
derivaban de posicionamientos etiopatogénicos poco rigurosos. CHILDERS, ya en
1935, diferencia netamente niños hiperactivos y niños con lesiones cerebrales,
porque éstas sólo están presentes en una pequeña proporción de aquellos
(CHILDERS, 1935).
Las
hipótesis organicistas se apoyaron también en los trabajos de BRADLEY que, en
1937, publica un estudio sobre 30 niños de entre 5 y 14 años, de inteligencia
normal, cuyos trastornos del comportamiento y rendimientos escolares, habían
mejorado considerablemente con la administración de una anfetamina
(bencedrina). Esta publicación pasó entonces desapercibida pero, a partir de
los años 50 con el descubrimiento de los neurolépticos, en 1952, y de otro
psicoestimulante, el metifenidato, en 1957, se asiste a un desarrollo
extraordinario de la utilización de la quimioterapia con niños hiperactivos, y
en 1977, BARKLEY realiza una recensión de 110 trabajos consagrados al empleo de
psicoestimulantes en la hiperactividad (BRADLEY, 1937; BARKLEY, 1977).
Previamente,
en 1963, un grupo de expertos neurólogos (Oxford International Study Group of
Child Neurology) opinaba que la lesión cerebral no debería inferirse basándose
solo en signos del comportamiento y recomendaba reemplazar el término de
“lesión cerebral mínima” por el de “disfunción cerebral mínima” (minimal brain
dysfunction), que acababan de proponer otros autores (CLEMENTS y PETERS, 1962;
BAX y MACKEITH, 1963). Con ello quedaban rebajadas las expectativas de
evidenciar las certezas etiológicas avanzadas en muchos trabajos psiquiátricos
previos, y también posteriores, desplazándose de la connotación de “daño
lesional” a la de “alteración funcional”, más abierta a la complejidad
neurobiológica cerebral. Me interesa subrayar que, tanto este grupo, como otros
grupos de expertos constituidos posteriormente en USA, insistían en la
heterogeneidad de los niños hiperactivos, y en la coexistencia de alteraciones
en la percepción y coordinación motora, labilidad emocional, trastornos de
atención y memoria, alteraciones del aprendizaje, trastornos del lenguaje y,
con menor frecuencia, los dudosos “signos neurológicos menores”, de los que no
pocos neurólogos cuestionan su etiología neurológica.
EISENBERG,
en 1957, introdujo un nuevo término: “hiperkinetic” (traducido como
hipercinesia o hiperkinesia), para designar a niños “con una actividad motriz
excesiva respecto a la normal para su edad y sexo” (EISENBERG,1957). Este
término será para diversos autores un síntoma o un nuevo síndrome. LAUFER,
DENHOFF y cols, hablan de “Síndrome
hiperkinético” y “Trastorno impulsivo-hiperkinético” para subrayar
la intrincación entre hiperactividad, impulsividad, distraibilidad y
dificultades escolares (LAUFER y DENHOFF,1957).
A
pesar de esta confusión terminológica los investigadores continuaron sus
indagaciones sobre la etiología orgánica de la inestabilidad, y se realizaron,
con este objetivo, numerosos estudios retrospectivos y longitudinales en los
años 60 y 70. PRECHTL, comparando 400 recién nacidos con lesiones durante
embarazo y parto con otros 100 niños sin patología alguna, encuentra en el 50 %
de los primeros lo que denomina síndrome de hiperexcitabilidad del recién
nacido” (hipertonía, temblores de miembros, umbral muy bajo del reflejo de
Moro), constatando posteriormente que muchos de ellos presentan un síndrome
“coreiforme”. Por el contrario RUTTER y cols. concluyen que no existe relación
significativa entre los trastornos del comportamiento (hiperactividad incluida)
y complicaciones neo-natales (PRECHTL, 1961; RUTTER, GRAHAM y BIRCH, 1966).
Por
paradójico que parezca la historia de la hiperactividad y de la credibilidad
social en cuanto a la seriedad científica del concepto y de su tratamiento se
verá muy afectada por la aparición, en 1970, de un artículo... ¡periodístico!,
(MAYNARD, 1970), que denunciaba el abusivo uso de psicoestimulantes en ciertos
ambientes sociales, con la connivencia de ciertos medios escolares, médicos y
de la industria farmacéutica. Aunque posteriormente se cuestionó la exactitud
de sus datos, el impacto socio-político del artículo llegó hasta la
intervención de las máximas instituciones políticas estadounidenses que
denunciaron la utilización abusiva de psicoestimulantes y otros psicofármacos
en poblaciones de entornos socio-económicos y raciales desfavorecidos (ver
SNEYERS, 1979). La masiva campaña “anti-psicoestimulantes” desencadenada en la
prensa y medios políticos estadounidenses facilitó el posterior éxito de las
tesis que atribuían la etiología de la hiperactividad a los colorantes
alimenticios y que generó un amplio movimiento político-social que consiguió un
decreto-ley presidencial limitando el uso de aditivos alimenticios
(FEINGOLD,1975).
Como
feliz consecuencia de todo ello se multiplicó la financiación de
investigaciones y de la literatura científica dedicadas a la hiperactividad
(ver Tabla 1, ROSS y ROSS, 1982), que se ha convertido en un trastorno
hiperdiagnosticado, discutido y tema predominante de interés científico... y de
polémica, sobre todo en cuanto a la utilización y eficacia de los
psicoestimulantes en su tratamiento.
Sin
tomar partido en la polémica, WEISS y cols., muestran, tras un estudio
longitudinal, que el pronóstico de la afección no está directamente ligado a la
administración de estimulantes y, en particular, que la posterior eclosión de
actos antisociales es igual de frecuente en el grupo de niños hiperactivos
tratados con ellos que en los que no los reciben (correlación ésta,
hiperactividad - conductas antisociales, hipotetizada en otros trabajos)
(WEISS, KRUGER y cols, 1975; WEISS, HETCHMAN y cols, 1985).
Varios
autores, (BANDURA, 1974; BELL y HARPER, 1977; CHESS, 1979), han considerado que
la hiperactividad es la expresión más ruidosa de la interacción entre el niño y
un medio familiar caótico, subrayando la importancia, terapéutica y pronóstica,
de modificar el medio familiar. Otros han reprochado, a quienes se limitan a un
tratamiento sintomático de la hiperactividad, que dejan a un niño con dificultades
enfrentarse en solitario con un medio socio-familiar que favorece el desarrollo
de conductas antisociales (CUNNINGHAM y BARKLEY,1979).
En
trabajos estadounidenses muy recientes parece abrirse paso la idea
“revolucionaria” de que la hiperactividad “podría tener más relación” con
factores sociales y educativos que con factores biológicos. Los autores que
defienden esta posición han señalado que es difícil que sea bien recibida por
el predominio de corrientes ideológicas muy apoyadas por toda una infraestructura
científica y por incentivos económicos muy importantes (programas sociales y
escolares de tratamiento e investigación, sistemas escolares especializados
altamente subvencionados, industria farmacéutica). (JENSEN, MRAZEK y cols,
1997).
Volveremos
sobre estas cuestiones más adelante al resumir las conclusiones del informe del
comité de expertos reunido por las autoridades sanitarias de Estados Unidos en
1998 (National Institutes of Health Consensus Development Conference Statement:
Diagnosis and Treatment of Attention Déficit Hiperactivity Disorder ADHD,
1988).
En
la literatura científica europea (alemana y francesa sobre todo) también se
recogen importantes aportaciones.
En
Alemania, KRAEPELIN (1898), refiriéndose sobre todo a los adultos describía los
“psicópatas inestables”, postulando que sufrían de un trastorno de la
personalidad. DEMOOR (1901), describía, en niños escolares, la “corea mental”,
entidad que diferenciaba del retraso mental, y que se asociaba a un
“desequilibrio afectivo y emocional”, a una “falta de inhibición y atención”.
En
Francia, BOURNEVILLE (1897), es el primero en describir los “débiles
inestables”. Posteriormente también otros autores, (BONCOUR y BONCOUR, 1905;
NATHAN y DUROT, 1913), describiendo los “escolares inestables” relatan cuadros
clínicos muy semejantes a lo que hoy llamamos hiperactividad.
HEUYER
(1914), insistirá en la frecuencia de “trastornos del carácter y de los
instintos morales” que presentan los niños inestables, y VERMEYLEN (1923),
describe los “débiles disarmónicos”.
Por
estos años en España, RODRÍGUEZ LAFORA (1917) describe los “idiotas
enequéticos” refiriéndose a deficientes con una “actividad inusitada que no les
permite estar quietos un momento”. Es de destacar que este autor relaciona
clara y explícitamente esta actividad “con la débil atención…” “…pues es sabido
que la atención exige una cierta inhibición muscular… capacidad que aumenta con
el grado de inteligencia”. Además diferencia estos niños de otros “inestables
de constitución psicopática” a los que describe como “mentalmente normales,
pero que no pueden fijar su atención… son los llamados “nerviosos” por sus
padres e “indisciplinados” por sus maestros”.
En
Francia, WALLON, en su tesis de 1925 sobre “El niño turbulento”, describe las
leyes del desarrollo motor y el paso obligatorio del niño, en su evolución
normal, por cuatro estadíos psicomotores (impulsivo, emotivo, sensorio-motor,
proyectivo) que considera fundamentales en la formación de la personalidad. En
otro trabajo posterior de 1955 propone tres variedades de niños inestables:
“asinérgicos”, “epileptoides”, y “subcoreicos” (WALLON,1925; WALLON 1955).
MICHAUX (1950), sostiene que “los inestables
son los anormales afectivos más numerosos”. AJURIAGUERRA, recogiendo trabajos
anteriores, subraya el polimorfismo de la inestabilidad y la sitúa en “una
línea continua entre dos polos: el de la inestabilidad coreica, de Wallon, y el
de la inestabilidad afectivo-caracterial” que él entiende como “más vinculada a
un desorden motor constitucional”, la primera, y a un “ desorden de la
organización de la personalidad, que el niño sufre en una edad precoz y que le
impide establecer relaciones estables válidas”, la segunda (AJURIAGUERRA,
1970).
BERGES
(1985) ha insistido en los aspectos relacionales de la inestabilidad. Desde una
perspectiva psicoanalítica, DIATKINE y DENIS (1985), afirman detectar siempre,
bajo la inestabilidad, un comportamiento hipomaníaco destinado a evitar la
percepción de sentimientos depresivos a través de “defensas maníacas”. En desacuerdo
con ellos, pero, en mi opinión, sin comprender del todo este carácter dinámico
de defensa activa contra la depresión que atribuyen a los mecanismos
hipomaníacos, DUGAS y MOUREN, distinguen la hipomanía de la hiperactividad por
la presencia y ausencia, respectivamente en una y otra, de manifestaciones
afectivas (exaltación, euforia, optimismo) e intelectuales (logorrea, fuga de
ideas, juegos de palabras) y por la tendencia a la desmoralización y la
depreciación propia del niño hiperactivo opuesta al sentimiento de omnipotencia
del niño hipomaníaco eufórico (DUGAS y MOUREN, 1980; DUGAS y Cols, 1987).
Esta
revisión permite sintetizar que en la literatura científica reseñada:
1.
El niño hiperactivo ha sido conocido y descrito por lo menos desde principios
del siglo XIX, en todos los países con tradición psiquiátrica y con una gran
semejanza clínica en cuanto a los síntomas principales.
2.
Las denominaciones que ha recibido son múltiples en función, sobre todo, de la
diversidad de síntomas asociados y de la heterogeneidad de variantes clínicas,
y de las diferentes hipótesis etiológicas.
3.
Ha persistido la indefinición de criterios diagnósticos que permitan delimitar
qué casos son incluibles o no en la categoría, o cuantificar objetivamente la
severidad del trastorno.
4.
La diversidad de posiciones de los autores, que pueden considerar que la
hiperactividad forma parte de un conjunto psicopatológico asociado e
inseparable de otras dificultades psicológicas o, por el contrario, otorgarle
la consideración de síndrome o enfermedad específica.
El
informe de los expertos del instituto de salud mental de Estados Unidos (NIH
consensus conference statement on ADHD, 1998). Como colofón y conclusión de
esta revisión histórica resumiremos el más reciente informe de expertos
existente, que tiene un gran interés por su procedencia y por la experiencia y
cantidad de los expertos participantes, porque reconsidera todos los trabajos
hasta entonces publicados, porque establece unos criterios consensuados entre
opiniones contrapuestas, y porque reactualiza muchas de las consideraciones y
discusiones precedentes...y de las futuras. También resulta llamativo que, a
pesar del peso institucional y científico que lo avala (el Instituto Nacional
de la Salud de Estados Unidos y los autores con más altas cotas de trabajos
publicados al respecto) y de sus cuidadas matizaciones obligadas por su
carácter de documento “político”, no ha tenido sin embargo tanta acogida y
audiencia en los medios habituales como otros “informes” mucho menos
documentados y más sesgados y cuestionables. Seguramente conviene reflexionar
sobre el porqué de este relativo silencio.
El
Instituto Nacional de la Salud USA encargó este informe porque la
hiperactividad se había convertido en este país en un problema social y de
salud pública, sobre todo por la frecuencia creciente tanto del diagnóstico
como del consumo de anfetaminas destinadas a su tratamiento, en muchos casos
como tratamiento exclusivo. El fenómeno había llegado a despertar la atención y
la inquietud de muchos medios de comunicación.
Como
hemos señalado un fenómeno parecido ya se produjo en los años setenta, pero las
recomendaciones de prudencia en cuanto al diagnóstico y las limitaciones en la
utilización de anfetaminas de entonces (concretamente se consideraban
contraindicadas por debajo de los seis años) no evitaron el incremento espectacular
de los años noventa, que algunos han calificado de “dramático” (ZITO, SAFER y
cols, 2000; DOUBLE, 2002).
El
diario “New York Times” se alarmaba al constatar que en su país, solo en el año
2000, se habían prescrito a entre 1y 2 millones de niños, 20 millones de
recetas de anfetaminas, por valor de 758 millones de dólares. Esto representaba
un incremento, en un solo año, del 13 % de prescripciones. También señalaba que
la Academia Americana de Pediatría estimaba que entre el 4 y el 12 % de los niños
de entre 6-12 años están afectados de hiperactividad. (Reseñas publicadas en la
prensa española, “EL Correo”, 21 agosto 2001)
.
También
en medios científicos (Informe de la Academia Americana de Psiquiatría de Ñiños
y Adolescentes sobre: Uso de medicamentos estimulantes, del año 2002) los datos
al respecto han suscitado alarma y debate. En tres años, entre 1990-1993, el
diagnóstico de hiperactividad en atención primaria pasó de 1,6 millones a 4,2
millones de niños, de ellos el 90 % fueron medicados y el 71 % recibieron
metilfenidato (SWANSON y cols., 1995). En el mismo período la fabricación de
este producto se triplicó casi (de 1.784 kg/año a 5.110 kg/año). Solo en el año
1996 se prescribieron 10 millones de recetas de metilfenidato (VITIELLO y
JENSEN, 1997). Varios estudios epidemiológicos constataron que los porcentajes
de niños escolares tratados con este fármaco durante al menos 12 meses eran
espectaculares y, sobre todo, muy variables, yendo desde un 6 % hasta un 20% de
la población escolar. (SAFER y cols., 1996; LEFEVER y cols., 1999; ANGOLD y
cols, 2000). Y aún hay otros datos más sorprendentes como que solo 1 de cada 8
niños que reúnen criterios diagnósticos de hiperactividad reciben un
tratamiento con estimulantes realizado adecuadamente (estudio realizado en
cuatro lugares distintos por JENSEN y cols., 1999) o que, en una comunidad
rural de Carolina del Norte, el 72 % de escolares que recibían metilfenidato no
reunían los criterios diagnósticos básicos (ANGOLD et al., 2000).
Es
en este contexto cuando el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos
solicita a un comité de expertos el informe cuyas preguntas y conclusiones
resumo. Conviene aclarar antes que estos “informes de consenso” suelen
únicamente reflejar los puntos de vista concordantes de todos los expertos y
que un “consenso político” lleva a respetar las opiniones, compromisos y líneas
de investigación de cada grupo, y también a silenciar los puntos de vista
divergentes o minoritarios.
En
su INTRODUCCIÓN destaca que el ADHD (Trastorno de Déficit de
Atención-Hiperactividad) es el trastorno más frecuentemente diagnosticado,
estimando que afecta al 3-5 % de la población en edad escolar y que conlleva
dificultades familiares y escolares así como
efectos adversos a largo plazo: “académicos, vocacionales, sociales,
emocionales y consecuencias psiquiátricas”. Subraya la polémica existente en
cuanto a su diagnóstico y su tratamiento (en particular las dudas en cuanto al
uso y abuso de anfetaminas). Las preguntas que se plantean son: qué evidencias
científicas apoyan que el ADHD es un trastorno; cuál es su impacto sobre
individuos, familias y sociedad; cuáles son los tratamientos efectivos; cuáles
son los riesgos del uso de medicamentos estimulantes y otros tratamientos;
cuáles son las prácticas de diagnóstico y tratamientos existentes y cuáles los
obstáculos para una adecuada identificación, evaluación e intervención; y
cuáles son las directrices para futuras investigaciones.
Sus
repuestas, resumiendo y seleccionando lo, a mi juicio, más destacable son:
Sobre el diagnóstico
•
Puede hacerse en forma fiable en una entrevista clínica pero no hay una prueba
diagnóstica independiente válida.
•
No hay datos para indicar que se debe a una anomalía cerebral.
•
No existe un límite cualitativo que lo separe y diferencie de los índices de
inatención o actividad continua presentes en la población normal.
•
No es un desorden aislado y las comorbilidades (condiciones coexistentes)
pueden relacionarse con confusiones e inconsistencias de algunas investigaciones.
•
Aún cuando se ha estimado su prevalencia en un 3-5 % se han denunciado amplios
rangos de prevalencia y se diagnostica mucho menos en otros países. Debe ser
mejor estudiado en diferentes poblaciones y mejor definido.
•
En el capítulo de riesgos se señala que con frecuencia se confunde el
diagnóstico de ADHD con el uso de sustancias estimulantes.
Deben
realizarse esfuerzos y estudios adicionales para validar el diagnóstico:
descripción cuidadosa de los casos, uso de criterios diagnósticos específicos, repetidos
estudios de seguimiento, estudios de la familia, estudios epidemiológicos y
estudios de tratamiento con el máximo alcance posible y que incluyan (grupos
comparativos) sujetos normales. La identificación de subgrupos homogéneos podrá
facilitar la definición de alteraciones estructurales y funcionales.
Sobre
el impacto del trastorno
•
Tiene consecuencias sociales y académicas a largo plazo: mayor porcentaje de
accidentes y de trastornos de conducta, asociados luego a consumo de drogas y
conductas antisociales.
•
Las familias de niños con ADHD, o con otros trastornos de conducta y
enfermedades crónicas, tienen elevados niveles de frustración parental,
conflictos conyugales y divorcios. Los costes sanitarios del trastorno
representan una seria carga económica frecuentemente no cubierta por seguros
sanitarios.
•
Consumen una desproporcionada parte de recursos y atención sanitaria, judicial,
escolar y social, cuyo coste, imposible de precisar, es sin duda grande. En
1995 los costes educativos adicionales destinados a los niños hiperactivos
pueden superar los 3 billones de dólares (unos 600.000 millones de pesetas).
•
Las familias se encuentran en una dolorosa decisión entre quienes defienden
exageradamente los efectos beneficiosos del tratamiento y quienes exageran sus
peligros.
Sobre
el tratamiento
•
Se han utilizado una amplia variedad de tratamientos:
psicofármacos,
tratamientos psicosociales, de herbolarios y homeopáticos, biofeedback,
dietéticos, meditación y entrenamiento en estimulación perceptiva (es de
destacar que el informe no menciona
específicamente el término psicoterapia ni una sola vez).
•
Los tratamientos medicamentosos y psicosociales han sido los más investigados,
en la mayoría de los casos hasta los 3 meses, y los estudios demuestran su
eficacia. No hay estudios de resultados a largo plazo, ni tampoco sobre logros
educativos u ocupacionales, consecuencias delictivas o sociales.
•
Los estudios apoyan la eficacia, a corto plazo, del metilfenidato, de otras
anfetaminas y de la pemolina con pocas diferencias entre ellos. Sin embargo es
el metilfenidato el más utilizado y estudiado.
•
El efecto es beneficioso, a corto plazo, sobre los síntomas determinantes
(defining) y la agresividad asociada,
mientras el sujeto está medicado. Sin embargo no normalizan la conducta, ni
tampoco los logros académicos ni las habilidades sociales.
•
Estudios a corto plazo con antidepresivos (desimipramina) muestran mejoría en
las evaluaciones de padres y maestros. Los resultados con impipramina son
inconsistentes. Los datos existentes respecto a la eficacia de otros numerosos
psicofármacos utilizados no permiten sacar conclusiones.
•
El tratamiento psicosocial ha incluido numerosas estrategias conductuales (en
el aula), asesoramiento (training) de padres, terapia clínica de conducta
(padres y maestros), tratamiento cognitivo conductual.
•
El tratamiento cognitivo-conductual no resulta efectivo.
En
contraste, la terapia clínica conductual, la orientación (training) de padres,
y el manejo de situaciones (contingency
management) tienen efectos beneficiosos. Las intervenciones intensivas directas
con niños (como programas en campamentos de verano) han producido mejoras en
áreas importantes de funcionamiento.
•
La medicación, supervisada intensivamente durante un año, puede ser superior al
tratamiento conductual, en cuanto a los síntomas esenciales (inatención,
hiperactividad/impulsividad, agresión). La combinación de medicación y
tratamiento conductual, mejora las habilidades sociales y es juzgada más
favorable por padres y maestros. Medicación y tratamiento sistemáticos eran
superiores a la respuesta comunitaria rutinaria, que a menudo incluye el uso de
estimulantes.
En
el estado actual de los conocimientos no puede responderse a por lo menos cinco
preguntas importantes:
1.
No se puede determinar si la combinación de estimulantes y tratamientos
psicosociales puede mejorar el funcionamiento con dosis reducidas de
estimulantes.
2.
No hay datos sobre el tratamiento del ADHD, tipo inatento, que podría incluir
un alto porcentaje de chicas.
3.
No hay datos concluyentes sobre el tratamiento de adolescentes y adultos.
4.
No hay información sobre tratamientos a largo plazo, (a más de un año), que
suelen ser prescritos en este trastorno crónico.
5.
Dada la evidencia de problemas cognitivos asociados con el ADHD, deficiencias
en la memoria y procesos de lenguaje, y la demostrada ineficacia de los
tratamientos en la mejoría de logros escolares, es necesaria la aplicación y
desarrollo de métodos dirigidos a estos puntos flacos.
Sobre
los riesgos del uso de estimulantes y otros tratamientos.
•
No hay evidencias de que el uso cuidadoso sea dañino a largo plazo. Las
reacciones adversas están, normalmente, relacionadas con la dosificación.
•
A dosis moderadas pueden asociarse disminución de apetito e insomnio. Puede
haber efectos negativos sobre el crecimiento, pero la estatura final no parece
resultar afectada.
•
Es sabido que pueden incurrirse en un potencial abuso de psicoestimulantes.
Dosis elevadas, sobre todo de anfetaminas, pueden causar daños del sistema
nervioso central, daños cardiovasculares e hipertensión. También han sido asociadas
a comportamientos compulsivos y, en sujetos vulnerables, con trastornos
motores. Un pequeño porcentaje de niños y adultos, ha presentado efectos
alucinógenos.
•
El grado de evaluación y seguimiento llevado a cabo por médicos de atención
primaria varía significativamente (pudiendo ser inapropiado e implicando
marcadas diferencias en las prescripciones y dosificaciones).
•
Son conflictivas las conclusiones sobre si el uso de anfetaminas puede implicar
el riesgo de un abuso posterior de tales sustancias. El diagnóstico de ADHD
suele confundirse con el uso de medicación estimulante.
•
El aumento de disponibilidad de medicación estimulante tiene riesgos para la
sociedad, pues puede conducir a la sobreoferta y uso ilícito. No hay por ahora
evidencias de que el incremento de producción haya tenido efectos considerables
sobre el consumo. Se necesita vigilar el control del uso y abuso sobre todo
entre los escolares de último curso.
Sobre
las prácticas diagnósticas y terapéuticas y los impedimentos para una intervención
apropiada.
•
Existen grandes variaciones, respecto a la frecuencia de diagnóstico del
trastorno y a la administración de fármacos estimulantes, entre diferentes
tipos de profesionales (pediatras, médicos de familia, neurólogos, psicólogos y
psiquiatras).
•
Los médicos de familia recetan más que psiquiatras y pediatras, lo cual puede
deberse, en parte al limitado tiempo que dedican al diagnóstico.
•
La propensión a recetar medicación puede eliminar los incentivos para otras
intervenciones educativas relevantes.
•
A los profesionales de atención primaria les gusta menos reconocer los
trastornos comórbidos (coexistentes).
•
Los diagnósticos se realizan frecuentemente de manera inconsistente, siendo a
veces “sobre” o “infra” diagnosticados. Se tiende a confiar más en la
información de los padres que en la escolar.
•
Hay una desconexión y escasa comunicación entre quienes diagnostican y los
servicios escolares, el seguimiento es inadecuado y fragmentario y dificulta la
supervisión y detección temprana de muchos efectos adversos de la terapia.
•
Una “clínica basada en la escuela” con una aproximación grupal, (de los
especialistas de salud mental, hacia padres, profesores, psicólogos escolares)
mejoraría el acceso a la evaluación y tratamiento.
•
Los profesionales de atención primaria con un tiempo adecuado para consultar
con los equipos escolares, deberían ser capaces de una evaluación y diagnóstico
adecuados, y de derivar a salud mental especializada.
•
La falta de cobertura por parte de los seguros supone una barrera que limita
severamente la identificación, evaluación e intervención adecuadas, así como el
acceso a servicios de salud mental especializados.
•
Existen barreras en relación al género, raza, factores socio-económicos y
distribución geográfica de los pacientes que solicitan una evaluación.
•
La no consolidación de una categoría especial de educación especial para el
ADHD, y las consecuentes disputas sobre si es responsabilidad económica de
educación o de sanidad la cobertura de servicios especiales, limitan las
posibilidades de una atención adecuada.
Directrices
para investigaciones futuras
•
La Investigación básica es necesaria para definir mejor el ADHD. Debe incluir
estudios sobre el desarrollo y procesos cognitivos.
•
Deberían respetar los aspectos dimensionales del trastorno y las condiciones
comórbidas (coexistentes). Por tanto es una necesidad importante la
investigación de criterios diagnósticos específicos.
•
Son necesarios:
–
estudios adicionales a largo plazo (superiores a un año) dada la persistencia
del trastorno.
–
estudios prospectivos, hasta la edad adulta, de los
riesgos
y beneficios asociados a los tratamientos infantiles con psicoestimulantes.
–
estudios para determinar los efectos de terapias psicotrópicas sobre el
funcionamiento cognitivo y la actividad escolar.
–
estudios sobre los efectos de los tratamientos educativos en los logros
académicos.
–
estudios para determinar si la combinación de estimulantes y tratamientos
psicosociales puede mejorar el funcionamiento de una dosis reducida de
estimulantes.
–
estudios para determinar riesgos y beneficios asociados en niños menores de 5
años tratados con estimulantes.
•
Debe prestarse mayor atención a los programas de desarrollo integrado
(enseñanza a profesores para reconocer el trastorno y proporcionar programas
especiales, estrategias de aula, atención adaptada en educación postsecundaria)
Conclusiones
del informe
•
La hiperactividad es uno de los principales problemas de salud pública. Los
niños con ADHD padecen con frecuencia dificultades y deterioros en múltiples
facetas.
•
Su diagnóstico y tratamiento ha generado polémica en mucho sectores públicos y
privados. La mayor controversia continúa siendo el uso de psicoestimulantes a
corto y largo plazo.
•
No existe un test eficaz para diagnosticar el ADHD. Es importante determinar
unos criterios de diagnóstico específicos que respeten los aspectos
dimensionales y las condiciones comórbidas (coexistentes).
•
Los tratamientos efectivos han sido evaluados a corto plazo (3 meses). Estos
estudios incluyen pruebas de la eficacia de estimulantes y tratamientos
conductuales con efectos positivos sobre los síntomas esenciales y la
agresividad asociada. La falta de mejoras consistentes más allá del núcleo
sintomático conduce a la necesidad de estrategias de tratamiento combinadas.
Hay escasez de datos sobre tratamientos a largo plazo (más de 14 meses). No se
pueden hacer recomendaciones concluyentes sobre tratamientos a largo plazo.
•
Los riesgos del tratamiento, en particular de medicación estimulante son de un
interés considerable. Es evidente la amplia variación en su uso en diferentes
comunidades y profesionales que denota una falta de consenso.
•
Es necesario un mejor conocimiento por parte de los servicios de salud acerca
de su evaluación, tratamiento y seguimiento. Las barreras económicas y la falta
de cobertura están impidiendo el diagnóstico y tratamiento adecuados. La falta
de coordinación con servicios de educación especial representa un considerable
coste para la sociedad.
•
Finalmente, tras años de experiencia e investigación clínica, nuestro
conocimiento acerca de su causa o causas, sigue siendo especulativo. En
consecuencia no tenemos estrategias para su prevención.
Hasta
aquí la transcripción, traducida y resumida, del informe. Desde la perspectiva
de este trabajo, algunos comentarios al informe resultan imprescindibles.
Comentarios
al informe
1.
El reconocimiento del carácter complejo del trastorno, “no es un trastorno
aislado”, y de la necesidad de definir mejor un diagnóstico “que respete la
comorbilidad coexistente” y las características “del desarrollo y procesos
cognitivos” (términos varias veces repetidos en el informe). En otros términos,
aspecto siempre ausente en la psiquiatría americana sometida a los planteamientos
y peculiaridades clasificatorias del DSM, el reconocimiento implícito de la
complejidad psicopatológica de la hiperactividad y de su inserción en una
comprensión global del funcionamiento mental. En contrapartida también llama la
atención el silencio total acerca de cuáles son estos trastornos “comórbidos”
que habitualmente acompañan a la hiperactividad (¿quizás por un no acuerdo
entre expertos respecto al tipo o concepto de psicopatología subyacente?).
2.
El reconocimiento del carácter especulativo de las etiologías atribuidas al
trastorno y de la inexistencia de evaluaciones a largo plazo de los resultados
terapéuticos, tanto de los psicoestimulantes como aún más de otros
tratamientos, contrasta llamativamente con la alegre generalización en muchos medios,
de un lado, de la idea de un tratamiento medicamentoso específico (anfetaminas)
que responde a la supuesta etiología de la enfermedad, y de otro, de la
descalificación de otros tratamientos que a menudo la acompaña. Desde la
perspectiva de quien se interesa por la psicoterapia como instrumento
terapéutico también sorprende, aunque sea habitual en la psiquiatría americana
actual, el que no sea mencionada como tal, cosa que sin duda debe relacionarse
con los criterios asistenciales actuales y sus implicaciones económicas
(además, seguramente, de las ideológicas).
3.
El señalamiento de los extraordinarios costes económicos que supone el
trastorno se menciona claramente pero, curiosamente, se dan datos concretos de
los (excesivos) costes educativos y de la necesidad de modificar las
intervenciones y medios escolares, sin mencionar para nada los también muy
espectaculares costes del gasto en fármacos (en particular metilfenidato), que
otros medios sí han revelado. Aunque es cierto que atribuyen (a la atención
primaria y médicos de familia) que “la propensión a recetar medicación puede
eliminar los incentivos para intervenciones educativas” y que también mencionan
el obstáculo que suponen las limitaciones impuestas por las aseguradoras, se
echa de menos, aunque tampoco sorprende demasiado a estas alturas, una opinión
y toma de posición más clara respecto a la influencia de los intereses
económicos de la industria farmacéutica en la práctica psiquiátrica actual.
4.
Algunos aspectos no dejan de resultar paradójicos o hasta contradictorios,
aunque su carácter de documento “de consenso“ permite suponer que ha cedido a
las presiones de las diferentes tendencias representadas en el grupo. Así por
ejemplo parece cuestionar los gastos excesivos que suponen los programas de
ayudas escolares especiales y en las recomendaciones finales aconseja
desarrollar, “mejor” pero también “más” este campo. También parece que
preconiza una mayor prudencia en el uso de estimulantes, pero sin embargo,
propone realizar estudios para conocer “riesgos y beneficios de su uso en
menores de 5 años” lo que prácticamente supone una “autorización por parte de
expertos” para que sea utilizado con niños muy pequeños, cosa que
desaconsejaban informes y recomendaciones anteriores y que ha sido uno de los
motivos fundamentales de la alarma social actual.
5.
Llama la atención los cuestionamientos múltiples que se hacen, entre otros: de
los criterios y rigor en los diagnósticos y de las variadísimas prácticas
clínicas que los sustentan; de la prescripción, seguimiento y evaluación de los
tratamientos; del sistema sanitario y educativo; de las insuficiencias de la
investigación básica y la necesidad de desarrollarla. Por este motivo hay que
insistir, en su interés y en la facilidad con que afirmaciones mucho menos
fundamentadas y acríticas que estas son trasplantadas a nuestros medios
profesionales, sin tener para nada en cuenta las características del país y
contexto del que proceden.
SINTOMATOLOGÍA
CLÍNICA
Datos
epidemiológicos
Hasta
1975 los datos epidemiológicos fueron escasos y muy variables debido a la
ausencia de rigor metodológico y de la imprecisión de los criterios
diagnósticos utilizados. A partir de esta fecha se multiplicaron los estudios
más rigurosos que han evaluado la prevalencia media en torno al 3- 4 % de la
población pre-puberal, (en Estados Unidos, con criterios DSMIII, en 1982).
Estudios multicéntricos muy recientes, realizados con criterios diagnósticos
DSM-IV obtienen una prevalencia del 4,7 %, 3,4 % y 4,4 % según se trate de cuadros
con predominio del déficit de atención, de la hiperactividad o de ambas
combinadas. (ROSS y ROSS, 1982; DUGAS y cols, 1987; CANTWELL, 1996). Las cifras
varían en otros estudios y países, OFFORD y cols., (1989) en Canadá, hallan un
10% en niños y un 3,3 % en niñas, en edades entre 4-11 años.
GILLBERG
y cols., en Suecia (1989) un 7% en niños de 6 años (1,2 % en grado severo; y
5,9% moderado). Todas ellas contrastan con las mucho más bajas, 0,1 %,
obtenidas por RUTTER (1970), en su histórico trabajo epidemiológico en la isla
de Wigth, con niños de 10 años
En
España, las prevalencias oscilan entre el 4-8% (GUIMÓN y cols., 1980; BENJUMEA
y MOJARRO, 1993; GOMEZ-BENEYTO y cols, 1994, ANDRÉS y cols, 1995), variaciones
que pueden deberse a que no se estudian muestras representativas de la
población general, o a las peculiaridades de los instrumentos utilizados, como
señalan los dos últimos autores citados, que también han diferenciado
porcentajes de prevalencia diferentes en función de la severidad de la
hiperactividad (3,8 % leve, 3,8 % moderado y 0,25 % severo).
Varios
estudios han hallado variaciones importantes en las cifras de prevalencia (del
1 al 9 %) dependiendo de cual fuera el “sistema” (padres, profesores, médicos)
que identifica al niño hiperactivo, lo que demuestra que la concordancia, al
menos entre estos tres sistemas, no es elevada.
El
predominio del sexo masculino, como suele ocurrir con otros trastornos del
comportamiento, aparece netamente en todos los estudios. (Sex-ratio de 9 /1, en
muestras de poblaciones clínicas, y de 4/1 en trabajos epidemiológicos según
CANTWELL, 1996). (2 a 1 en estudios españoles, GÓMEZBENEYTO, 1994; ANDRÉS,
1995).
En
cuanto a si la prevalencia está en correlación con grupos culturales,
geográficos, o socio-económicos o con determinados entornos escolares, los
resultados son contrapuestos. En general los trabajos que postulan el carácter
genético-biológico aportan datos a favor de la no influencia de factores
socio-educativos, aunque paradójicamente también defienden la mayor incidencia
en ciertos grupos familiares (para atribuirla a factores genéticos). Otros
trabajos, en cambio, encuentran cifras de prevalencia más elevada en
poblaciones de niveles socio-económicos desfavorecidos (CANTWELL, 1996; TRITES,
1979; GÓMEZ BENEYTO, 1994). Este último autor señala que diferentes trabajos
consideran diferentes variables para definir el nivel socio-económico lo que
explicaría los diferentes resultados.
Respecto
al posible aumento de la prevalencia a lo largo de la últimas décadas, parece
más aparente que real, y estaría en relación con la mejoría de medios
diagnósticos y un despistaje más precoz, y con la gran difusión de información
en medios familiares y escolares. Como ya se ha señalado anteriormente, estas
cifras han aumentado considerablemente en los últimos años, sobre todo en
estudios estadounidenses, llegando a plantear la cuestión del abuso del
diagnóstico de hiperactividad, y de las posibles razones que lo estén
motivando.
Cuadro
clínico. Sintomatología según la edad
La
descripción clínica típica es bastante uniforme en todos los trabajos que
suelen diferenciar dos franjas de edad.
Entre
los 6-12 años
Esta
edad, que coincide con la incorporación a la disciplina escolar y primeros años
de aprendizajes y exigencias pedagógicas, y con la eclosión de las
manifestaciones clínicas, es la que se toma como referencia.
Los
síntomas fundamentales son:
•
Trastorno (déficit) de atención: El niño se distrae muy fácilmente, no puede
concentrarse en una tarea, ni finalizar actividad alguna. Le cuesta prestar
atención y a menudo parece no escuchar ni enterarse de lo que se dice, no sigue
las instrucciones y mantiene una actitud despistada con “olvidos” y
“desobediencias” muy frecuentes.
•
Hiperactividad: Movimiento constante sin objetivo concreto, tiende a tocar y
manipular todos los objetos sin una actividad organizada. Inquietud excesiva,
en especial cuando debe estar quieto o sentado. A menudo corre, salta y habla
en exceso, o más bien cuando no le toca o no debe.
•
Impulsividad: Interrumpe bruscamente su actividad, y la de los demás, pasa
constantemente y de forma imprevista de una actividad a otra. Interviene y
responde intempestivamente. Necesita control constante por su tendencia a
ignorar el peligro y el riesgo. No respeta normas habituales (de esperar su
turno, de no inmiscuirse en otros espacios o conversaciones, del orden de
intervención en el juego).
Otros
síntomas asociados. A estas perturbaciones habituales se añaden con frecuencia:
–
Labilidad emocional, con oscilaciones frecuentes de la tristeza a la euforia, y
una débil tolerancia a la frustración, que genera actitudes de irritabilidad y
de oposición, y puede llegar a reacciones brutales y descontrol de la
impulsividad. En casos extremos puede llegar a plantear la necesidad de un
diagnóstico diferencial con los llamados “trastornos disociales y del
comportamiento” caracterizados por conductas agresivo-destruc-tivas, actitudes
desafiantes y retadoras y la transgresión y violación de normas e imposiciones
sociales y familiares: robos, fugas, absentismo etc. (ver evaluación
diagnóstica).
–
Trastornos específicos del desarrollo, que afectan al aprendizaje y adquisición
del lenguaje, lectura, ortografía, cálculo etc. Esta asociación puede
entenderse desde la perspectiva de la “co-morbilidad” (sumación de procesos
patológicos sobre una fragilidad “mórbida”) o desde la de la “continuidad”
(manifestaciones diversas derivadas de una misma falla en la organización
precoz que afecta a los esquemas básicos sensorio-motores y a las funciones
cognitivas y de simbolización).
–
La alteración secundaria del rendimiento escolar, asociada a la del
comportamiento, provoca problemas de adaptación al medio, tanto escolar como
familiar, que además los refuerzan al reaccionar frecuentemente con actitudes
punitivas y de rechazo, que generan en el niño hiperactivo un descenso de la
autoestima y una vivencia de desvalorización y desánimo, a menudo mezclados con
sentimientos de marginación injusta y comportamientos de sometimiento-pasividad
agresiva (si predomina el humor depresivo) o actitudes de revancha desafiante y
de negación de sus dificultades (si predomina la euforia hipomaníaca).
–
Son numerosos los autores que incluyen como síntomas frecuentemente asociados
una gran variedad de los llamados “signos neurológicos menores” (soft
neurological signs), que tradicionalmente eran considerados la “prueba” de la
“etiología neurológica“ del síndrome de “lesión-disfunción cerebral mínima”.
Otros autores, que cuestionan su etiología neurológica, estiman que deben
atribuirse a la particular organización psicomotriz precoz de muchos de estos
niños, alterada por razones plurifactoriales complejas.
De
0-6 años
Hasta
los 18 meses
La
observación clínica suele desarrollarse casi siempre bastante más tarde por lo
que la descripción de los síntomas precoces es muchas veces retrospectiva, y
por tanto sometida al recuerdo subjetivo de padres, generalmente desbordados
por una larga convivencia con un niño “imparable”.
Suelen
ser descritos como bebés “muy movidos”, protestones y gritones. El desarrollo
motor es en general rápido y marcado, a partir del desplazamiento, gateo y
marcha, por el desconocimiento del peligro y el riesgo o repetición de
accidentes. Tienen alteraciones del sueño (dificultades para conciliar el
sueño, que suele ser ligero y con sobresaltos) y del apetito (escaso e
irregularmente repetitivo). Los periodos de calma y atención tranquila son
escasos y predomina la inquietud y la irritabilidad. No suelen buscar a la
madre, con la mirada o con la mímica, para utilizarla como punto de referencia
y orientación, y parecen recurrir menos que otros niños al abrazo y al apego
como búsqueda de contención. Es probable que se pueda generar así una
perturbación precoz de la interacción madre-hijo, y de los mecanismos de
auto-tranquilización del niño, alterándose así uno de los reguladores
habituales de la excitación y el desbordamiento del niño (DUGAS y MOUREN, 1980;
PASTOR, 1981).
La
importancia de las relaciones precoces (y de la depresión materna en
particular) y de otros factores familiares y socio-afectivos tempranos y de sus
alteraciones (en particular la depresión maternal del post-parto) en la
organización y control de los esquemas motores básicos, ha sido tan ampliamente
subrayada por numerosos investigadores que resulta altamente llamativa la
exclusión de su mención cuando se aborda la naturaleza multifactorial de la
génesis de los trastornos psicomotores y por ende de la hiperactividad
(VALAYDEN y cols., 1982; FLAVIGNY, 1988; GUEDENEY, 1989; BELLION y ABECASSIS,
1998; BERGER, 1999).
De
los 18 meses a los 3 años
El
retraso en la aparición y organización del lenguaje es frecuente y contrasta
con la precocidad motriz, en la que se mezclan ciertas habilidades de aparición
rápida (sobre todo la marcha) y cierta impulsividad y brusquedad que dan lugar
a una motricidad en su conjunto poco armónica (con frecuentes dificultades en
la motricidad fina que exige fluidez y paciencia, o lo que es igual atención
mantenida (WENDER y WENDER, 1978; TOUZIN y cols., 1997).
Los
impulsos descontrolados y la imprudencia comienzan a ser frecuentes y a
angustiar a la familia (si esta es medianamente sensata y coherente) que suele
consultar a veces ya a esta edad, en general al pediatra, si, con la entrada en
la guardería o pre-escolar, otros adultos corroboran su inquietud, o se
extrañan de un comportamiento que la familia juzga normal. El riesgo de
accidentes domésticos (contacto con enchufes, ingestiones indebidas) o
exteriores, (caídas, comportamientos temerarios diversos) suele ser mucho más
frecuente que en otros niños.
A
partir de los 4-5 años
El
comportamiento desordenado involuntaria, o a veces voluntariamente, destructor
genera rápidos conflictos desde la entrada del niño en ambientes colectivos.
Una vez en ellos, a partir de los 4-5 años la sintomatología se va asemejando a
la descrita en la edad de referencia (a partir de los 6 años).
Desde
la perspectiva de la evolución del comportamiento hiperactivo, una intervención
precoz, anterior a los 4-5 años, puede tener un valor preventivo nada
desdeñable porque evita la distorsión progresiva de las relaciones familiares y
escolares, y las interacciones desfavorables inevitables consecuentes (desde la
impaciencia, irritabilidad y reproches recíprocos hasta el rechazo-marginación
y la desesperación).
Además
desde una perspectiva global del desarrollo que entiende la organización
motora, cognitiva y afectiva como un todo interrelacionado, la intervención
terapéutica en estos momentos clave para la evolución de la personalidad y para
la función estructurante, o desestructurante, de las relaciones familiares,
resulta fundamental.
EVOLUCIÓN
POSTERIOR Y COMPLICACIONES.
Numerosos
estudios han señalado porcentajes variables de desaparición (20-50%) y de
progresiva atenuación (40-60%) de la hiperactividad en la adolescencia y en la
vida adulta, en la que persistirían las dificultades de atención y la
impulsividad. Otros encuentran una persistencia tanto de la hiperactividad como
del déficit de atención (30-40%). Se ha descrito también la aparición de
dificultades sobreañadidas: absentismo e inadaptación escolar y laboral,
dificultades de adaptación en su grupo de edad y riesgo de marginalización
progresiva, escasa auto-estima y confianza en sus posibilidades, y también mayor
incidencia de trastornos de conducta y abuso de sustancias tóxicas. Seguramente
se trata de trayectorias psico-sociales asociadas a factores múltiples, a los
que se suman las complicaciones derivadas de la hiperactividad (GITTELMAN y
cols., 1985; WEIS y cols., 1985; DUGAS, 1987; WEISS y HECHTMAN, 1994; WENDER,
1994).
Las
complicaciones evolutivas
•
El fracaso escolar.
Ligado
en parte al trastorno de atención y a los déficits cognitivos consecuentes se
agrava por los factores sobreañadidos: baja auto-estima y confianza en sus
capacidades, conflictos con compañeros y profesores, crecientes expectativas
negativas por parte de estos, inseguridad e inquietud progresivas, desinterés y
rechazo progresivo de todo lo escolar, absentismo etc.
•
Los trastornos de conducta.
Desde
una perspectiva socio-educativa es fácil de comprender su aparición y
progresión creciente a partir del panorama escolar anteriormente descrito;
desde una perspectiva médico-psiquiátrica sería el resultado de la
co-morbilidad derivada de factores etio-patogénicos comunes.
Desde
una perspectiva psicopatológica que entienda el funcionamiento mental y la
estructuración de la personalidad como un todo, de desarrollo diacrónico y en
interacción con el medio familiar y posteriormente escolar, resulta evidente
que un niño con escasa capacidad
de
contención emocional y de modulación de la expresión afectiva, si además tiene
dificultades en su organización simbólica y motriz, inevitablemente tendrá,
además de una sintomatología con hiperactividad dificultades cognitivas y de
aprendizaje, y en consecuencia, salvo que el entorno escolar sea
particularmente comprensivo y tolerante, serias dificultades para poder
adaptarse a él. La insatisfacción y sentimiento de fracaso en sus capacidades y
funcionamiento le llevan inevitablemente a la inseguridad, a la desvalorización
y escasa auto-estima y a oscilar entre el desinterés y el rechazo hacia las
propuestas escolares. Todo ello hace que tengamos que considerar la falta de
atención no solo como una limitación o incapacidad causal sino también como una
actitud derivada y resultante de por múltiples factores psicológicos y relacionales
(ver tabla nº 2). Y lo mismo cabe decir de la conducta, aún más multifactorial
en sus determinantes.
Diversos
estudios han señalado la mayor incidencia de conductas “disociales y
agresivas”, problemas “legales” y de “indisciplina”, de fugas, absentismo y
expulsiones escolares, de condenas legales (por violencias y agresiones, robos
y efracciones), de tentativas de suicidio y abuso de sustancias tóxicas. Junto
con otros autores pensamos que conviene ser muy prudentes en cuanto a la
deducción de “correlaciones” causales entre la hiperactividad y todas estas
“consecuencias” porque muy probablemente todas ellas tendrían múltiples
factores de cocausalidad.
•
El desarrollo de una personalidad antisocial en la vida adulta.
Los
resultados son muy contradictorios y van desde estudios que encuentran una
evolución mayoritaria hacia una buena integración social y profesional, hasta
otros que hablan de un aumento significativo de sociopatías y también de
alcoholismo y abuso de otras sustancias (SHELLEY y RIESTER, 1972; MORRISON y
STEWART, 1973; WEISS Y HECHTMAN, 1994). Al revisar estos trabajos con cierta
distancia temporal y geográfica resulta difícil no pensar que estén más o menos
influidos por sesgos de tipo ideológico. Seguramente sus resultados no pueden
trasplantarse a nuestro país sin ser contrastados con nuevos estudios
realizados en nuestro entorno y con una metodología rigurosa.
Factores
pronósticos.
Se
ha estudiado y resaltado el valor predictivo de ciertos factores (LONEY, 1978):
1.
El status socio-económico. Como en otros
trastornos psicológicos infantiles permite predecir el futuro social y
profesional. La prevalencia, severidad y evolución de la hiperactividad están
ligadas a él. A status más bajo, peor evolución.
2.
El nivel intelectual, en sí mismo ligado al status socioeconómico y a la
calidad del entorno educativo y de los resultados escolares.
3.
La calidad de la relación social (grado de aceptación) con sus coetáneos.
4.
El nivel y repetitividad de conductas agresivo-destructivas, que anuncian una
peor adaptabilidad ulterior.
5.
El grado de hiperactividad influencia sobre todo el nivel de estudios
alcanzado. A mayor hiperactividad menor nivel de diplomas obtenidos.
Curiosamente
la cuestión de si la personalidad u otras peculiaridades del funcionamiento
mental, subyacentes y acompañantes de la hiperactividad pueden incidir en su
pronóstico y evolución, cuestión que desde nuestra perspectiva es fundamental,
sencillamente no se plantea para los autores que tienen una visión “separada”
por no decir “pura” del trastorno como la que favorecen ciertos sistemas de
clasificación diagnóstica.
EVALUACIÓN
DIAGNÓSTICA.
La
evaluación clínica suele basarse en las entrevistas con los padres y el
niño, y las informaciones obtenidas de los profesionales
del entorno educativo.
La
cuádruple recogida de datos, obtenida del niño, de la familia, de los
profesores y del propio profesional médico-sanitario, suele presentar
observaciones convergentes, pero también frecuentes e importantes diferencias
de apreciación entre los diversos profesionales. Para tratar de homogeneizar la
evaluación del niño hiperactivo suele ser frecuente la utilización de escalas y
cuestionarios estandarizados, para padres y profesores que permiten objetivar y
cuantificar la sintomatología e intentan reducir la tendencia a la deformación
subjetiva (exageración o banalización excesivas).
Por
ello también, como se describe luego, los sistemas de clasificación de los
trastornos mentales más universalizados (DSM-IV y CIE-10) han intentado
proponer descripciones sintomáticas “objetivas” y criterios diagnósticos
precisos y “cuantificables”. Es particularmente importante la evaluación y
observación clínica y psico(pato)lógica, completa y sistemática, del niño (de
su funcionamiento global y no sólo de la hiperactividad), tanto individualmente
como acompañado de uno o de ambos padres.
La
entrevista con los padres.
La
ansiedad, el desbordamiento y la irritabilidad están frecuentemente presentes
en los padres del niño hiperactivo y hacen que la fiabilidad de su evaluación
sea variable. A menudo el criterio de ambos padres y su grado de tolerancia son
divergentes. Generalmente la madre, más tiempo presente en el hogar y más
cercana al niño, percibe las cosas con más preocupación y con mejor
conocimiento de la situación real. El padre, puede considerar como exuberancia
temperamental normal del niño, lo que para la madre es anormal, y hasta puede
acusar a ésta de intolerancia o de impaciencia. Otras veces las cosas se
invierten o se encuentran actitudes de sintonía absoluta en la que ambos padres
se incrementan mutuamente su tendencia a describir la “maldad” y
“desobediencia” permanente del hijo. Esta tendencia a las acusaciones
proyectivas por parte de los padres (“es él el que nos hace la vida imposible”)
no excluye que la hiperactividad del niño exista realmente, de hecho lo uno
refuerza lo otro. Nuestra experiencia confirma la idea general, expresada por
muchos autores de orientación psicoanalítica, de que las fantasías y temores,
conscientes o no, de los padres hacia sus hijos, determinan no solo
proyecciones psicológicas que configuran la forma, deformada subjetivamente,
con que les ven, sino también comportamientos que determinan e interactúan con
el del niño y pueden provocar que este responda en una forma que confirma lo
que los temores parentales “predecían”. MANZANO, PALACIOESPASA y ZHILKA, (2002)
han descrito y desarrollado en detalle los tipos y características de estas
interacciones en lo que denominan “escenarios narcisistas” que implican
recíprocamente a padres e hijos.
En
cualquier caso la escucha tranquila y, si es posible, empática, de ambos padres
permite recoger datos esenciales sobre la cronología, intensidad, y duración de
los síntomas, el motivo de consulta, y de las (otras) características del niño
y de su desarrollo previo (antecedentes pre, peri y post-natales; desarrollo
afectivo, cognitivo, psico-motor y del lenguaje; capacidad de relación;
escolaridad; etc.). Permitirá también detectar la calidad del clima y
relaciones familiares y las repercusiones del comportamiento del niño en la
familia (y viceversa).
Pensamos
como otros autores, que, a pesar de su subjetividad, los padres, a través de
una entrevista libre o semiestructurada, proporcionan elementos de alta
fiabilidad que permiten una evaluación psiquiátrica global válida
(RUTTER,1976).
Las
informaciones de profesores. Escalas y cuestionarios.
La
entrevista con profesores y cuidadores puede proporcionar informaciones útiles
sobre los síntomas actuales, pues tienen elementos de comparación con niños de
la misma edad y suelen conocer bien al niño y a su familia. El contraste con
las apreciaciones parentales aporta datos complementarios y proporciona
información interesante sobre el comportamiento del niño en situaciones
grupales y en situaciones que exigen concentración intelectual. Además la
observación escolar, de larga duración permite comparar situaciones evolutivas.
De cualquier manera, conviene descartar la ilusión de una descripción
totalmente objetiva por parte de los profesionales de la enseñanza que también
sufren todo tipo de vaivenes emocionales y relacionales (CHILAND, 1977).
Los
cuestionarios, destinados a padres y profesores, están estructurados como
escalas de valoración del comportamiento. Las escalas de Conners son las más
utilizadas y tienen una versión original (93 ítems para padres, 39 para
profesores) completada posteriormente por una versión reducida (48 ítems y 28
respectivamente). Ésta agrupa, en la versión padres, cinco factores (trastornos
de la conducta, problemas del aprendizaje, manifestaciones psicosomáticas,
impulsividadhiperactividad, y ansiedad) y en la versión profesores, tres
(trastornos de la conducta, hiperactividad, e inmadurez-pasividad). Son claras
y de sencilla aplicación, lo que las hace fiables y válidas para algunos
autores, aunque también han recibido diferentes críticas (CONNERS, 1982). Entre
otros muchos cuestionarios comercializados también suelen ser bastante
utilizados los de Barkley (1981): “Home Situations Questionnaire”, tambien con
versión padres y profesores; y los de Achenbach (1981): “Child Behavior
Checklist”, que tambien tiene una triple versión padres, profesores y niño
(ACHENBACH 1981; BARKLEY, 1990).
En
nuestra opinión es algo ingenuo pensar que porque estas evaluaciones estan
estandarizadas queden libres de valoraciones subjetivas, y varios estudios
muestran las diferentes “puntuaciones” que con estos instrumentos realizan
personas diferentes y cercanas con el mismo niño. En cualquier caso, hay que
subrayar que ni son un método de diagnóstico específico, ni están destinadas a
ser utilizadas como único instrumento de diagnóstico, ni tampoco a “ahorrar” un
examen clínico especializado que es, siempre, imprescindible.
La
entrevista con el niño.
Es
siempre elemento imprescindible del diagnóstico. (Igual ocurre con cualquier
otro diagnóstico, pero conviene señalarlo porque últimamente hemos visto con
frecuencia niños con diagnósticos previos de hiperactividad basados
exclusivamente en informaciones de padres y/o maestros, pero con muy escaso
conocimiento, y ningún examen clínico, del niño).
Es
el momento que permite establecer una relación con el niño, que puede
manifestar como vive sus dificultades y su sufrimiento, rara vez reconocido por
la familia. A menudo expresa sentimientos y afectos negativos, se siente
anormal e incapaz de controlar su comportamiento. Tambien desean que alguien
les pueda calmar y el sentimiento de que sus padres no puedan hacerlo aumenta
su desesperación.
Es
frecuente que durante la primera entrevista los niños hiperactivos muestren una
calma inhabitual (80 % de casos para SLEATOR y ULLMAN, 1981). La tendencia
general a la desaparición o la atenuación de la hiperactividad en función de la
calidad (capacidad de contención) y duración de la relación establecida con el
niño apoya las hipótesis socio-educativas de numerosos autores y también
permite comprobar la eficacia evidente de ayudas psicoterapéuticas adecuadas.
Pero sobre todo plantea la cuestión de qué es, cuando, como y por qué, lo que
cambia en el funcionamiento del niño en una situación de escucha particular.
Solo si se llega a comprender y sistematizar los factores que posibilitan este
cambio inicial, básico para otros cambios más estructurados y estables, se
podrá consolidar la validez de las intervenciones terapéuticas basadas en la
relación.
Ciertos
autores insisten en que los problemas asociados (“comórbidos”) deben ser
sistemáticamente explorados (Por ej., entre otros muchos, BARKLEY,1990).
Obviamente para
quienes
tienen una visión mas “estructural” de la hiperactividad, su exploración está
obligatoriamente ligada a la evaluación global del funcionamiento mental. En
ambos plateamientos se hace pues imprescindible explorar: el comportamiento
(distraibilidad, falta de atención, impulsividad, agitación, conductas
turbulentas o destructivas); la adaptación social (relaciones con amigos,
aceptación de normas, lenguaje faltón y desinhibido, escaso autocontrol y
conductas de riesgo, mala resolución de situaciones de compromiso: huidas,
fugas, robos); las funciones cognitivas
(lenguaje interno “pensar y hablar para sí mismo”, concentración mental,
interés por la lectura, rendimiento intelectual global, capacidad autocrítica y
de anticipación de las consecuencias de su comportamiento) y las capacidades de
representación simbólica (desplazamiento
y expresión de aspectos intrapsíquicos a través del juego, del dibujo o del relato
verbal; interés por personajes y temas narrativos, cuentos, cine y TV,
tebeos); aprendizajes y comportamiento
escolar (rendimiento inferior a su capacidad intelectual; dificultades
específicas de ciertos aprendizajes y en particular de los vinculados a la
organización del lenguaje, dislexia-disortografíadiscalculia); organización y coordinación motriz y su
representación en el esquema-imagen corporal
(capacidad de disfrutar lúdicamente del cuerpo y de organizarlo para
responder a juegos con reglas motrices complejas), otros problemas somáticos (inmadurez y
retraso de crecimiento, enuresis-encoprexis, infecciones frecuentes de vías
altas, manifestaciones alérgicas, alteraciones del sueño).
Particular
atención merece la exploración emocional y afectiva, habitualmente relegada a
la vista de la espectacular sintomatología hiperactiva que ocupa el primer
plano y monopoliza la atención del observador. Sin embargo subyacen bajo ella
importantes manifestaciones de inestabilidad emocional y del estado de ánimo:
escasa capacidad de contenerse con descontrol afectivo y descargas impulsivas,
dificultades para la autoregulación y modulación de la expresión de emociones
con reacciones excesivas de “intolerancia a la frustración”, humor variable,
frágil e imprevisible con fáciles y continuas oscilaciones (en particular la
alternancia entre el polo de los sentimientos de depresión, escasa auto-estima,
y desvalorización de sí mismo y el polo de manifestaciones “hipomaníacas” de
euforia, omnipotencia, negación de toda dificultad, comportamiento displicente
y despectivo que desvaloriza al otro).
Como
desarrollaré más adelante muchas de estas manifestaciones clínicas se articulan
constituyendo auténticas disarmonías evolutivas – personalidades límite
estables y persistentes.
Aunque
existen procedimientos técnicos sistematizados para la exploración de muchas de
las capacidades psicológicas descritas, (Tests y Escalas de Inteligencia,
Instrumentos para la objetivación de trastornos del lenguaje y de los
aprendizajes, de la atención y concentración, de la vigilancia y tiempo de
respuesta etc), consideramos que son solo una parte de la práctica clínica
especializada, subordinada a una exploración global del niño, y de su entorno,
y ahorramos su descripción más detallada.
En
ciertas ocasiones la observación directa del niño en el contexto de sus
relaciones con la familia, cuando la colaboración parental lo permite, y en la
escuela, puede aportar datos complementarios importantes.
Los
criterios de clasificación diagnóstica.
La
necesidad de establecer criterios de diagnóstico sistematizados que permitan
homogeneizar la observación clínica y la recogida de datos clínicos se ha
plasmado en la difusión y aceptación progresiva de los sistemas de
Clasificación Diagnóstica. Los dos sistemas más extendidos actualmente (CIE 10,
décima revisión de la Clasificación Internacional de la Enfermedades
establecida por la OMS, en 1992, y la DSM-IV, Clasificación de los Trastornos
Mentales, establecida por la Asociación Americana de Psiquiatría, en 1994), han
tratado de establecer criterios cuantitativos de diagnóstico de los “Trastornos
hipercinéticos” (que quedan diferenciados de los “Trastornos Disociales” en la
CIE 10), y de los “Trastornos por déficit de atención y comportamiento
perturbador” (que engloban conjuntamente el “Trastorno por déficit de atención
con hiperactividad” y el “Trastorno Disocial” en la DSM-IV) (CIE 10, 1992; DSM
IV, 1994).
La
CIE 10, requiere que el déficit de atención y la hiperactividad estén presentes
en más de una situación o entorno (escuela y familia por ej.), que su comienzo
sea precoz (anterior a los 6 años) y de larga duración. Subraya la necesidad de
diferenciarlo del trastorno disocial y de otros trastornos psíquicos
(trastornos ansiosos, trastornos del humor-depresivos, trastorno generalizado
del desarrollo, y esquizofrenia infantil) o neurológicos (p.ej. fiebre
reumática).
La
DSM-IV requiere la presencia “durante por lo menos 6 meses, con una intensidad
desadaptativa e incoherente con el nivel de desarrollo” de “al menos 6 síntomas
de desatención” y “al menos 6 síntomas de hiperactividad-impulsividad” que se
describen en un listado preciso (que no detallamos por ser conocidos y de fácil
consulta en los manuales de la CIE 10 y DSM-IV). Señala también que los sintomas
deben estar “presentes desde antes de los 7 años” y “en dos o más ambientes”.
Deben existir “pruebas claras de un deterioro clínicamente significativo de la
actividad social, académica o laboral”.
Además
hay que descartar que los sintomas aparezcan “en el transcurso de un trastorno
generalizado del desarrollo, esquizofrenia u otro trastorno psicótico” y que
“se explican mejor por la presencia de otro trastorno mental (p. ej. trastornos
del estado de ánimo, trastorno de ansiedad, trastorno disociativo o trastorno
de la personalidad)”.
El
diagnóstico diferencial.
Exige
en primer lugar, por parte del pediatra o del generalista, la exclusión de
causas somáticas, que pueden generar, secundariamente, la emergencia de la
hiperactividad. Pese a su escasa frecuencia, hay que reconocer y descartar
afecciones que pueden asociarse a ella: afecciones metabólicas
(hipertiroidismo, hipoglicemia), intoxicaciones (plomo), epilepsia, trastornos
neurológicos identificables (menos del 5% de casos). Restando importancia al
debate de si son trastornos causales, asociados o derivados, la exploración
somática debe detectar la presencia de eventuales “signos neurológicos menores” que, aunque
poco frecuentes, pueden ser importantes para diseñar las intervenciones
terapéuticas más adecuadas para cada caso (necesidad prioritaria de una
reeducación psicomotriz por ej.). Pueden ser de relativo interés clínico las
escalas de evaluación (de los signos neurológicos menores) propuestas por CLOSE
(1973) y por DENKLA (1985), que resumen y facilitan la aplicación de baterías
de pruebas más complejas elaboradas por el N.I.M.H –Instituto Nacional de Salud
Mental– de los EE.UU.
En
segundo lugar, el peso fundamental del diagnóstico diferencial recae en el
examen psiquiátrico destinado a evaluar la psicopatología asociada y a
descartar otros cuadros diagnósticos que puede cursar con mayor o menor grado
de hiperactividad. En este sentido, ya ha quedado reseñada la necesidad de
excluir ciertos diagnósticos bien conocidos y delimitados, tales como los
trastornos englobados en la esfera de las psicosis infantiles: trastornos
generalizados del desarrollo y esquizofrenia infantil (psicosis disociativa);
los trastornos (en general neuróticos) que cursan con manifestaciones de
ansiedad e inquietud, y los trastornos (depresivos) del humor.
En
nuestra experiencia es frecuente que detectemos bajo un cuadro de
hiperactividad “psicológicamente normal” la presencia de elementos
psicopatológicos propios de una personalidad límite (border line), que pueden
pasar desapercibidos para el no especialista y también resultan difíciles de
diagnosticar para el especialista, porque sus manifestaciones clínicas se
caracterizan por la fluctuación, variedad e inestabilidad de los síntomas
psíquicos (consistentes fundamentalmente en un descontrol emocional y de los
impulsos, la confusión entre realidad y mundo imaginario con irrupciones
bruscas de fantasías amenazantes o megalómanas, y la oscilación rápida de
estados de ánimo depresivos y eufóricos que desbordan al niño y que son muy
sensibles a las respuestas de contención de su entorno relacional: familiar,
escolar o terapéutico). Obviamente todos estos rasgos pueden pasar
desapercibidos en una observación rápida centrada en los síntomas, pero se
despliegan en cuanto se estructura una relación clínica más permisiva y
continuada.
TRATAMIENTO.
El
tratamiento debe asociar, siempre, diversos tipos de intervención terapéutica,
incluyendo, por lo menos, intervención psicoterapéutica y de apoyo y
asesoramiento a la familia y también, cuando es necesaria y útil, una ayuda
farmacológica. Por tanto no se justifica la tendencia actualmente en boga a
reducirlo exclusivamente a una rápida prescripción medicamentosa, sin
complemento terapéutico alguno. Sin embargo, en recientes estudios realizados
en E.E.U.U., se confirman datos que hablan de una marcada tendencia, en este
país, en sentido contrario (el 84% de las prescripciones de metilfenidato se
realizan en la atención primaria; el 60% por pediatras; menos del 22% de los
niños que reciben un psicoestimulante en asistencia ambulatoria reciben un
estudio diagnóstico psiquiátrico o visitas de seguimiento ni tampoco
asesoramiento alguno o psicoterapia) (RAPPLEY y Cols.,1995. KELLEHER y Cols.,
1989). No volveré a insistir en aspectos relacionados con las prácticas
terapéuticas estadonuidenses, extensamente comentadas anteriormente.
Lamentablemente no disponemos por ahora de estudios ni de datos relativos a lo
que está ocurriendo en nuestro país.
Los
psicofármacos, los psicoestimulantes y también otros, pueden ser útiles por su
efecto sintomático cooperando a mejorar la atención y a atenuar la inquietud y
la impulsividad y con ello la autoestima y la imagen de sí mismo y las
relaciones interpersonales, pero no son por ahora un remedio exclusivo y
absoluto y tampoco son eficaces en todos los casos.
Las
intervenciones educativas y pedagógicas, las reeducaciones del lenguaje y de
las dificultades escolares asociadas, las técnicas corporales (reeducación
psicomotriz), y las intervenciones terapéuticas con la familia, constituyen
complementos imprescindibles. Todas ellas permiten devolver, tanto al niño como
a sus padres, la sensación de poseer areas de actividad con un buen
funcionamento, y recuperar así la tranquilidad y autoestima mínimas
indispensables para insistir en ciertas tareas, evitando el círculo vicioso
impaciencia - ansiedad -dispersión - hiperactividad.
Los
psicofármacos.
Como
hemos reseñado en la introducción, Bradley, en 1937 y en Estados Unidos,
publicó un estudio sobre 30 niños, de entre 5 y 14 años, de inteligencia normal,
cuyos trastornos del comportamiento y resultados escolares habían mejorado
mucho con la administración de una anfetamina, la bencedrina. Posteriormente, a
partir del descubrimiento y uso extensivo de neurolépticos en los años
cincuenta, y del descubrimiento del metilfenidato (otro psicoestimulante
anfetamínico) en el año 1957, se van publicando progresivamente trabajos
relativos a sus resultados terapéuticos. (Barkley, recoge en 1977 más de 100
trabajos publicados). En la actualidad los psicoestimulantes anfetamínicos, y
en particular el metilfenidato se utiliza habitualmente, y para muchos autores
excesivamente, en los Estados Unidos (1-5 % de la población escolar, según
BOSCO y ROBIN, en 1980; del 6 al 20% actualmente, según SAFER y cols., 1996;
LeFEVER y cols., 1999; ANGOLD y cols, 2000). En otros muchos países (por ej.
Francia o Suecia) su uso es prácticamente nulo y además está limitado
legalmente, al ser considerado como un estupefaciente. En Francia,
recientemente, varios especialistas renombrados han publicado un “manifiesto
informativo” alertando sobre la extensión progresiva del (ab)uso de
psicofármacos en niños cada vez más pequeños, mencionando estudios que revelan
su prescripción en cerca de 1% de niños de entre 2-4 años, y sobre todo trasmitiendo
su inquietud y su posición “hay que reconocer que los éxitos de la
psicofarmacología tienen como contrapartida la tendencia creciente a dejar de
lado una aproximación psicopatológica, para favorecer una respuesta unívoca,
puramente medicamentosa, que priva a los pacientes de una reflexión terapéutica
sobre la significación y sentido profundo de su malestar” (BURSZTEJN, CHANSEAU,
GEISMANN, GOLSE, HOUZEL; Le Monde, 27 mayo 2000).
En
nuestro país, su uso, iniciado prudentemente hace muchos años por los
especialistas en psiquiatría infantil, parece creciente, aunque no tenemos
estudios que lo cuantifiquen. Curiosamente, y pese a todo lo dicho, se
promociona en diversos medios su empleo como un descubrimiento nuevo y
revolucionario.
La
prudencia y la resistencia frente a su uso está motivada por el temor a ciertos
efectos secundarios (excitación, insomnio) y por el riesgo de que su uso
prolongado pudiera favorecer al desarrollo ulterior de estados de dependencia o
de toxicomanías (DIATKINE y FREJAVILLE, 1973; GOLDMAN, 1998), riesgo que otros
autores han matizado (WILENS, 1999; Informe Academia Americana de Psiquiatría
del Niño y del Adolescente, 2002). La falta de certezas respecto a sus
mecanismos de acción y a su eficacia real a largo plazo son también factores de
reticencia y prevención. En cualquier caso, como ya se ha relatado, la
administración de psicoestimulantes se desaconsejaba por debajo de los seis
años, incluso en el país más propenso a su utilización, en las recomendaciones
de la Federal Drug Administration en EE UU. Sin embargo en el último informe
arriba citado, de un lado se mantiene la contraindicación, aunque de otro se
menciona la existencia de 7 estudios, a doble ciego, con pre-escolares que
confirman su eficacia, para concluir que se necesitan aún más estudios e
informes antes de que se pueda decir que su eficacia es una evidencia médica.
Por ello juzgan como “paradójico” que esta entidad estatal haya aprobado el uso
de anfetaminas en niños de 3 años, “sin que se hayan publicado datos controlados
que muestren su seguridad y eficacia”. Pese a todas estas consideraciones y
como hemos visto, se siguen usando frecuentemente con escasa supervisión y
seguimiento, hecho que ha alarmado a diferentes colectivos organizados que han
emprendido acciones jurídicas y legales para prohibir o limitar su utilización.
Psicoestimulantes.
En
la actualidad, seguramente por su frecuente uso con niños hiperactivos, son los
psicofármacos de mayor consumo en la infancia. Los más utilizados son el
metilfenidato (más del 80% de estudios), y la dextro-anfetamina, y con
frecuencia mucho menor, la cafeína y la pemolina. Se trata de fármacos
simpaticomiméticos semejantes a las catecolaminas (noradrenalina y dopamina).
a)
El metilfenidato
Derivado
de la piperidina, tiene una estructura química similar a la anfetamina. Es el
más utilizado y en algunos países el único autorizado. Su efecto estimulante
sobre el S.N.C. parece
deberse
a que aumenta la concentración de monoaminas (dopamina y noradrenalina) en el
espacio sináptico pero su mecanismo íntimo de acción no se conoce. La relación
entre su modo de acción y el efecto clínico está probablemente ligado a la
activación de la formación reticular y del cortex cerebral.
La
dosis diaria es variable. Se recomienda habitualmente entre 10-20 mgrs./día,
habiendo algunos autores que llegan a proponer hasta 40- 50 mgrs./día. El
criterio mayoritario sitúa la tasa óptima entre 0,3-0,7 mgr /kg. Algunos
autores preconizan el uso de dosis crecientes desde 0,3 mgrs./kg./día hasta 2-3
mgrs./kg./dia (38,69).
Su
farmacocinética está bien estudiada. La acción del metilfenidato es rápida,
tiene un pico plasmático máximo 1-2 horas tras la toma, una vida media de 4
horas, y la duración de acción de entre 3-6 horas. Se administra por vía oral
en dos tomas (mañana y mediodía) y a
veces en tres (8-12-16 h.) aunque algunos prefieren una sola toma cada 24 horas
(generalmente con formas depot aún no comercializadas en España).
Conviene
evitar tomas posteriores a las 17 horas porque pueden alterar el sueño. Su
efecto clínico no está en correlación con las tasas plasmáticas, que pueden
variar en cada niño para una misma dosis ingerida, razón que podría explicar en
parte las importantes variaciones existentes en cuanto a dosificaciones
recomendadas. El plazo de acción habitual es de unos quince días, aunque en un
30-50 % de casos la respuesta aparece mucho más rápidamente. En algunos casos
se observa una agravación de la sintomatología que suele ceder pronto tras la
supresión de medicación. La duración del tratamiento depende de la remisión
sintomática, aunque suele administrarse en periodos de 2-3 meses y no se
recomienda prolongarla más de 8-9 meses. Es frecuente que las pautas de
administración se adapten al calendario escolar con “descansos medicamentosos”
durante los períodos vacacionales. Ello permite verificar la remisión de los
síntomas, sin psicoestimulante y evitar una tolerancia progresiva a él. Se ha
señalado una disminución de los efectos del fármaco al prolongarse el
tratamiento (BARKLEY, 1990).
En
cuanto a su eficacia clínica, a corto y medio plazo, ha sido objeto de
numerosos estudios, sobre todo estadounidenses, que hablan de eficacia
demostrada en un 60-70 % de casos. Actúa sobre los síntomas fundamentales
(agitación, falta de atención, impulsividad) y secundariamente favorece el
funcionamiento cognitivo, social y familiar. En cambio no es eficaz para los
trastornos del aprendizaje ni los trastornos antisociales y oposicionistas del
comportamiento (SPENCER y cols., 1996; NIH-Informe de Consenso, 1999).
Son
muchos los autores que afirman que no se conocen bien sus efectos a largo plazo por la ausencia de estudios
prospectivos rigurosos que incluyan seguimientos de varios años, aunque
BARKLEY, en 1977, concluyó en un análisis de 17 estudios publicados sobre la
acción a largo plazo de los psicoestimulantes sobre los rendimientos escolares,
que su eficacia era mediocre (BARKLEY,1977; SPENCER y cols.,1996; SAIAG y
MOUREN-SIMEONI, 1998). En la misma línea, otros estudios más recientes,
realizados cuatro años después del tratamiento, resaltan que en solo un 15%
había remitido la patología, y atribuyen su persistencia a la coexistencia de
trastornos de conducta y del humor, de ansiedad y de adversidades
psicosociales. Aún más sorprendente puede parecer que no hallaban relación
entre el tratamiento y la disminución (cuatro años después) de los síntomas de
hiperactividad e impulsividad (HART y cols.,1995; BIEDERMAN Y cols.,1996.). En
otros estudios de seguimiento, desde los 3 hasta los 12 años, se constata que
el 73% que no presentaban síntomas en el seguimiento, así como el 88% de los
que presentaban síntomas residuales y el 88% de los que continuaban siendo
hiperactivos, habían recibido psicoestimulantes por periodos de entre 22 y 50
meses (LAMBERT y cols., 1987).
Respecto
a sus indicaciones hay diferencias
importantes según autores y países. Parecen extenderse a todas las formas de
hiperactividad en los Estados Unidos y, en general, son más restringidas en
Europa, donde se recomienda su uso en las formas más severas, y en particular,
en las hiperactividades con predominio del déficit de atención, y en las
asociadas con cuadros co-mórbidos (deficiencia mental, cromosoma X frágil y
otras deficiencias ligadas a alteraciones genéticas, traumatismos craneales con
afectación post-traumática importante). Los efectos secundarios más frecuentes
son la pérdida de apetito y la disminución del peso, y los trastornos del
sueño.
El
insomnio aparece más a menudo con la dexedrina que con el metilfenidato. La
irritabilidad y la ansiedad son más frecuentes que otras manifestaciones
psíquicas que también se han descrito: síndrome depresivo, indiferencia,
retraimiento y letargo.También se ha señalado en trabajos recientes el
deterioro de la capacidad cognitiva, sobre todo al emplear dosis altas (TANNOCK
y cols.,1995). El “efecto de rebote”
consistente en una agravación de la sintomatología, sobre todo al atardecer,
también ha sido observado. Uno de los efectos secundarios más temibles es la
aparición de una psicosis tóxica aguda
de tipo paranoide, con delirio y alucinaciones.
Estas
manifestaciones suelen ser proporcionales a las dosis utilizadas y casi siempre
desaparecen con su supresión. Son frecuentes y generalmente transitorios
los efectos cardio-vasculares: ligero
aumento de la presión arterial y aceleración de la frecuencia cardíaca. No se
suelen producir alteraciones electrocardiográficas ni manifestaciones de
insuficiencia cardiaca.
El
retraso del desarrollo pondero-estatural también se ha descrito por varios
autores. Los mecanismos implicados serían la pérdida de peso por disminución
del apetito y la inhibición de la secreción de la hormona del crecimiento.
Afectaría a los niños tratados con dosis superiores a 0,8 mgrs./kg./día durante
un año o más, y con dosis de 0,6 mgrs./kg./día si el tratamiento se prolonga
tres años o más (SAFER y ALLEN, 1973; DUGAS y cols., 1977).
Otro
efecto secundario temible y cuya frecuencia es un dato controvertido es el
riesgo de utilización abusiva de psicoestimulantes y su efecto predisponente a
posteriores conductas toxicománicas y alcohólicas. Varios autores se muestran
prudentes ante la aceptación generalizada de esta posibilidad evolutiva y
sugieren que su confirmación necesita la realización de más estudios
prospectivos a largo plazo (KANDEL, 1978; Informe Academia Americana, 2002). En
la práctica clínica se debe considerar el potencial riesgo de utilización
abusiva de los psicoestimulantes, tanto por parte del niño como de su entorno.
Deben conocerse por tanto los efectos de su uso excesivo (taquicardia,
midriasis, hipertensión, estereotipias motoras, irritabilidad y labilidad
emocional, cuadros paranoides) así como los signos de abstinencia (disforia,
episodios depresivos severos con ideas de suicidio) (TORO y cols.; 1998).
La
aparición de crisis epilépticas, y la presentación (o agravación si
pre-existía) de un sindrome de Gilles
de la Tourette, así como la eclosión o exacerbación de tics, también se han
observado, razón por la que estas afecciones se han convertido en contraindicaciones. Ciertos autores
consideran que el riesgo epileptógeno no es elevado y que ciertos niños con
epilepsia asociada a hiperactividad pueden utilizar los psicoestimulantes
(CHAMBERLIN, 1974; FRAS, 1974; CRUMRINE y cols.; 1987).
Todo
ello obliga a vigilar regularmente durante el tratamiento la frecuencia cardíaca
y tensión arterial, el peso y la talla, la aparición de movimientos anormales
(tics) y el cumplimiento de la posología.
En
trabajos estadounidenses muy recientes, (en particular el citado Informe de la
Academia Americana, 2002), sin duda en reacción a la extensión abusiva del uso
de anfetaminas, se reconsideran sus indicaciones y contraindicaciones. En las
indicaciones la primera es el “ADHD sin condiciones comórbidas” (que no se
especifican) y el “ADHD con comorbilidades específicas (trastorno desafiante-oposicionista,
trastorno de conducta, trastorno de ansiedad y trastornos del aprendizaje)”.
También
se incluyen la “apatía causada por condiciones médicas generales” (afectaciones
cerebrales traumáticas o degenerativas) y el
“retraso psicomotor severo”. En cuanto a lasa contraindicaciones se
señalan: uso concomitante de inhibidores de la MAO, psicosis, glaucoma y
drogodependencia. También, aunque con matices: tics motores, depresión,
trastornos de ansiedad, estados de fatiga y la edad inferior a los seis años.
Deben
tambien conocerse, y vigilarse, las interacciones medicamentosas. Potencializa
el efecto de los antidepresivos tricíclicos y de ciertos anticonvulsivantes
(fenobarbital, hidantoína), y es a su vez potencializado por algunos
neurolépticos (tioridazina). Puede inhibir los efectos sedantes de
benzodiacepinas, antihistamínicos y antidepresivos.Interfiere en el metabolismo
de ciertos anticoagulantes e hipotensores (guanetidina). Su asociación con los
IMAO puede ser altamente peligrosa (crisis hipertensivas).
b)
Otros psicoestimulantes.
La
dextro-anfetamina se prescribe en dosis de unos 20 mgrs./día. Su vida media es
de unas 7 horas y su acción algo más duradera que la del metilfeniodato, entre
6 y 18 horas. Se toma habitualmente en dosis única por vía oral, que conviene
espaciar al menos media hora de las comidas porque los agente ácidos
gastrointestinales disminuyen su absorción. Sus efectos, sintomáticos y
secundarios, y sus indicaciones y contraindicaciones son semejantes a las del
metilfenidato. Tiene también considerables interacciones farmacológicas
semejantes a las del metilfenidato. Incrementa los efectos de los IMAO y otros
antidepresivos y de ciertos narcóticos, e inhibe a los bloqueantes
beta-adrenérgicos.
La
pemolina, una oxazolidinona, se utiliza mucho menos. Su mecanismo y tiempo de
acción son menos conocidos. Su uso queda limitado a los casos en que los otros
psicoestimulantes no son bien tolerados. Se recomienda un abanico de dosis de
entre 0,6-4 mgrs./kg., en toma matutina única.
La cafeína, presente en el café, té, cola,
chocolate y cacao, suele prescribirse en dosis de 100-150 mgrs./día, en dos
tomas (lo que equivale a 6 mgrs. de dextro-anfetamina). Se absorbe rápidamente
y la tasa plasmática óptima se alcanza una hora después de la toma. Proporciona
una sensación de bienestar y mejora la atención. Ha sido utilizada en niños
hiperactivos que mejoraban con el metilfenidato pero que tuvieron que
suprimirlo por sus efectos secundarios, siendo los resultados semejantes entre
ambos. Otros autores niegan esta equivalencia y afirman que sus efectos son
semejantes a los de un placebo (FIRESTONE y cols.; 1978; DULCAN,1990).
Neurolépticos.
Los
neurolépticos más utilizados, aunque con frecuencia menor que los
psicoestimulantes, son la tioridacina, el largactil y el haloperidol. Tienen un
efecto sedativo porque inhiben el sistema dopaminergico, actuando por tanto en
sentido opuesto a los psicoestimulantes. Ciertos autores han señalado efectos
positivos, en particular para el haloperidol, pero los efectos secundarios
molestos de estos fármacos (somnolencia, apatía y pasividad, enlentecimiento,
síndrome extrapiramidal) dificultan su uso (WERRY, 1977; DUGAS y cols.; 1987;
DULCAN, 1990).
Existen
actualmente nuevos neurolépticos de reciente síntesis (olanzapina, risperidona)
con menores efectos secundarios extrapiramidales, pero aún no existen estudios
publicados respecto a su utilización en la hiperactividad.
Otros
psicofármacos
Los
ANTIDEPRESIVOS en particular los tricíclicos (imipramina, amitriptilina,
clorimipramina) han sido utilizados como tratamiento alternativo o de segunda
elección. Su eficacia parece menor y más transitoria que la de los
psicoestimulantes. También se ha utilizado, aunque con menor frecuencia, la
clonidina (con efectos superiores al placebo lo que hablaría en favor del papel
del sistema noradrenérgico en la fisiopatología), y la carbamacepina
(antiepiléptico con efectos sobre el control de impulsos).
Muy
recientemente se ha comenzado a ensayar en el tratamiento de la hiperactividad
una nueva molécula, la tomoxetina (posteriormente denominada atomoxetina para
evitar confusiones con el tamoxifen). Se trata de un inhibidor selectivo de los
transportadores de la norepinefrina presináptica con una mínima afinidad para
otros receptores noradrenérgicos. Su funcionamiento se asemeja pues al de
ciertos antidepresivos. Los estudios iniciales afirman que sus resultados en la
hiperactividad son comparables a los del metifenidato (HEILIGENSTEIN y cols.,
2000; MICHELSON y cols., 2001; KRATOCHVIL y cols., 2002).
En
cuanto a los ANSIOLÍTICOS más utilizados, en general los derivados
diacepínicos, no parecen mostrar gran eficacia directa sobre la hiperactividad,
pero en cambio sí sobre la ansiedad frecuentementente presente (para algunos
como factor asociado pero para otros como factor generador de ciertas
hiperactividades).
Las
psicoterapias.
Como
se ha señalado, pese a su carácter de tratamiento prioritario o de complemento
terapéutico imprescindible, parece que están siendo relegadas frente a la
expansión creciente de la opción farmacológica, de más fácil inicio e
instrumentación.
Este
artículo no desarrolla un análisis profundo de las razones, serias o
interesadas, que impulsan esta tendencia aunque cabe citar algunas de las
razones a tener en cuenta. Algunas derivan de los planteamientos asistenciales
de los “gestores” sanitarios: supuesta “economía” del fármaco frente a los
costes asistenciales y de formación del especialista en psicoterapia,
priorización o relegación de modelos de salud comunitarios, resistencia de
ciertos profesionales y dificultad metodológica para la evaluación de su
eficacia etc. Otras derivan de los estudios financiados y de los intereses
mediáticos, es decir económicos, movilizados a favor de la supuesta superior eficacia
terapéutica, “demostrada con evidencias médicas”, de los fármacos frente a
otras alternativas terapéuticas (el entrecomillado viene justificado por los
conocidos escándalos descubiertos en importantes revistas científicas y
reconocidos por sus responsables). Otros dependen de las peculiaridades propias
de los tratamientos psicoterapéuticos: múltiples orientaciones con
descalificaciones recíprocas; dificultades metodológicas intrínsecas; difícil
evaluación de resultados y factores de cambio; coste inevitable de un
tratamiento que exige profesionales expertos y larga duración; número
forzosamente limitado de los pacientes tratados; dificultades éticas para la
realización de estudios comparativos; resistencia a publicar datos, sea por
razones justificadas de confidencialidad, o por otras más discutibles etc.
En
todo caso existen numerosos estudios dedicados específicamente a esta cuestión
que matizan las dificultades de esta tarea. Aquí, nos limitaremos a una
descripción breve y somera de los tipos de intervención más experimentados y
utilizados.
Las
psicoterapias de tipo individual más utilizadas son las de orientación
psicodinámica (de inspiración psicoanalítica) y las cognitivo-conductuales.
Las
psicoanalíticas se practican en general a largo plazo (más de un año) y con
frecuencia de 1-2 sesiones semanales (en las que se utiliza el diálogo, a
través del juego y del dibujo).
Su
objetivo es lograr modificaciones en los mecanismos psíquicos prevalentes y
consecuentemente de los síntomas derivados. Sus practicantes entienden que la
hiperactividad es un síntoma secundario insertado en el conjunto de una
personalidad alterada, pero con efectos muy desfavorables sobre la organización
de ésta. Su eficacia clínica, evidente para sus defensores, se tiene que
enfrentar a la dificultad de quedar objetivamente demostrada, y necesita para
ello desarrollar procedimientos metodológicos y estudios de evaluación, hasta
ahora escasos, que resultan de una gran complejidad, acorde con la de las
variables que influyen en los cambios psicológicos profundos y en la
organización de la personalidad, y más cuando se pretenden obtener resultados
de cambios estructurales y estables, confirmados a largo plazo.
Desde
esta perspectiva específica, la psicoterapia psicoanalítica, que es la que
practicamos, desarrollaré posteriormente las consideraciónes clínicas derivadas
del tratamiento de niños hiperactivos, y de las problemáticas psíquicas
subyacentes, que sistemáticamente aparecen en una relación terapéutica que se
prolonga el tiempo suficiente para permitir el despliegue de ciertas
manifestaciones psíquicas, que no son únicamente las trasferenciales, y que en
los casos favorables se acompañan de cambios sintomáticos y evolutivos
altamente positivos.
Las
cognitivo-conductuales, se centran, a través de métodos diversos, en un
objetivo común: el desarrollo de capacidades de auto-control del niño sobre su
hiperactividad y su concentración. Sus criterios de valoración dan prioridad a
la atenuación o desaparición de los síntomas evaluada a corto plazo y con ello
facilitan la realización estudios comparativos de su eficacia clínica. Los
resultados publicados en diferentes estudios son solo relativamente
satisfactorios, aunque hay que valorar que en ellos la duración de los
tratamientos es particularmente breve para tratarse de una psicoterapia (de 2 a
16 semanas). Su asociación con la farmacoterapia incrementa la eficacia en
comparación con la resultante de la utilización de estos tratamientos en forma
aislada (ABIKOFF y GITTELMAN, 1985; PELHAM y MURPHY, 1986; HORN, IALONGO,
PASCOE y cols., 1991; CARLSON, PELHAM y cols., 1992).
Desde
ambas orientaciones se suelen utilizar también las psicoterapias grupales,
combinadas con la individual o independientemente de ella. Ayudan a mejorar la
auto-estima y
propia
imagen del niño que se suele sorprender de poder compartir los mismos u otros
problemas psicológicos con otros niños. Se pueden hacer grupos cerrados (los
mismos niños de principio a fin) o abiertos (con altas e incorporaciones
durante el tratamiento). También pueden variar las características clínicas de
los niños incluidos, todos hiperactivos en un grupo específico (con el
consiguiente riesgo de que la potenciación recíproca de la hiperactividad y
falta de atención y la excitación impida cualquier actividad organizada), o
diversos diagnósticos en un grupo no homogéneo (que puede favorecer la hetero y
auto-tolerancia, pero también lo contrario). En ambos casos se procura que las
edades no difieran mucho.
Las
reeducaciones de las dificultades del aprendizaje y áreas específicas del
desarrollo (lectura y escritura, lenguaje, motricidad), que pueden tener un
papel estructurante fundamental, que no se logra con tratamientos cortos
exclusivamente sintomáticos, suelen realizarse también individualmente o en
grupos reducidos de 3-4 niños.
Las
psicoterapias realizadas con el niño, se benefician y necesitan, además de la
autorización, la colaboración de la familia. Para ello se hace imprescindible
el asesoramiento y contacto regular con los padres que, en ciertos casos
(diversas patologías, clima de ansiedad y desbordamiento permanente,
acumulación de sucesos psico-sociales desfavorables) suelen necesitar una ayuda
psicoterapéutica específica.
El
impacto del trastorno sobre el comportamiento, rendimiento, y adaptación
escolares hacen que la colaboración de la escuela y el asesoramiento de sus
profesionales sean también muy importantes. Existe un consenso general en
considerar que la conducta terapéutica más adecuada y eficaz debe ser
polivalente e intentar reunir los diversos tratamientos psicoterapéuticos
citados. Y ello no solo por su propio efecto, sino porque también favorece
significativamente el cumplimiento y el seguimiento del tratamiento (también de
la farmacoterapia), y de las evaluaciones y evolución posteriores. Diversos
estudios han señalado que es la prolongación de estos tratamientos
multidimensionales durante al menos tres años el factor más correlacionado con
las mejorias más estables y duraderas (SATTERFIELD y cols., 1981 y 1987).
CONCLUSIONES.
El
denominado “trastorno de hiperactividad con déficit de atención” es un síndrome
o agrupación de síntomas que suelen presentarse juntos y que con frecuencia se
asocian a otros síntomas o dificultades psíquicas, familiares y psico-sociales.
No tiene una causalidad determinada y los factores etiológicos a considerar son
múltiples: sociales, familiares, psicológicos y psicopatológicos, y biológicos.
En la atención creciente que está despertando en medios sanitarios y de
comunicación parece perfilarse la tendencia a considerarlo vinculado
unívocamente a una supuesta etiología orgánica neurológica que llevaría a un
tratamiento específico exclusivo con psicoestimulantes. También parece confirmarse
una tendencia creciente a que este tratamiento farmacológico sea realizado en
atención primaria no especializada, con el único objetivo de una reducción
sintomática a corto plazo y sin el acompañamiento imprescindible de estudios
diagnósticos y de un seguimiento, rigurosos, que deben incluir siempre aspectos
psicosociales y psiquiátricos, que entendemos entran en el registro del
especialista. La exclusión detallada y sistemática de alteraciones somáticas y
neurológicas, asociadas con escasa frecuencia, puede tener también un carácter
más especializado.
Los
factores etiológicos múltiples ya citados conllevan opciones terapéuticas
obligatoriamente multidimensionales. A la vista de los conocimientos actuales
parece desaconsejable y poco fundado abordar su tratamiento sin una
interconsulta entre los diversos niveles sanitarios y de especialización
concernidos (atención primaria, medicina de familia, y pediatría a un primer
nivel y, en un segundo nivel asistencial, especialistas en psiquiatría y salud
mental del niño y del adolescente, y en algunos casos de neurología).
Las
posibilidades de proporcionar a los muy numerosos niños afectados un
diagnóstico y tratamiento adecuados están obviamente condicionadas, y en muchos
casos limitadas, por las posibilidades de acceder a servicios profesionales,
públicos y privados, más o menos dotados y accesibles.
La
extensión de procedimientos educativos especializados (servicios de psicología
escolar, estrategias psicopedagógicas adecuadas) puede suponer un complemento
necesario, pero no sustituir a los servicios de psiquiatría y salud mental
especializados.
En
particular, la utilización rápida y como tratamiento exclusivo de los
psicoestimulantes, con una perspectiva de reducción sintomática a breve plazo,
o de prescripción “ex juvantibus”, sin el suficiente estudio y seguimiento de
cada caso y sin la citada dimensión multidisciplinar, no esta exenta de riesgos
y no parece justificable, a pesar de su extensión creciente.
*
Este primer artículo, junto con el que se publicará en el próximo número, es el
resultado de la revisión y actualización de la ponencia presentada en XIII
Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del
Niño y del Adolescente, que bajo el título “Trastornos de la personalidad en la
infancia y en la adolescencia”, se celebró en Donostia / San Sebastián los días
27 y 28 de octubre de 2000
**
Psiquiatra. Jefe de la Unidad de Psiquiatría de Niños y Adolescentes. Comarca
Uribe Osakidetza /Servicio Vasco de Salud. Correspondencia: c/ Alangobarri, 7
bis 48990 Getxo. Vizcaya.
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