lunes, 16 de julio de 2012

HIPERACTIVIDAD Y TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD (Niños-Adolescentes). SOBRE LA HIPERACTIVIDAD* Alberto Lasa Zulueta**




INTRODUCCIÓN
En el momento actual la hiperactividad del niño se ha convertido en un “síndrome” o, aún más, en una “enfermedad” de moda, particularmente en la psiquiatría anglosajona, de cultura sanitaria y medios asistenciales muy diferentes a los nuestros. Pese a ello está siendo importada y descrita por ciertos medios, de prensa y también científicos de nuestro país, como si se tratara de una situación clínica de descubrimiento y tratamiento reciente. Se trata sin embargo de un concepto de larga y controvertida historia que conviene repasar con algún detalle para no incurrir en un reduccionismo excesivo que puede conducir a decisiones clínicas y terapéuticas excesivamente simplificadoras. Por sorprendente que pueda parecer, sobre todo a quienes ya hemos conocido hace décadas el mismo fenómeno, (en los años setenta ya con la hiperactividad y entonces y posteriormente con conceptos también controvertidos como el de disfunción cerebral mínima o el de dislexia) asistimos a la reactivación y promoción, con un interesado etiquetaje de “nuevo descubrimiento científico”, de hechos clínicos sobradamente conocidos y de propuestas terapéuticas ensayadas desde hace mucho tiempo.
Una vez más, se trata de encajar hechos clínicos complejos en un viejo y estrecho paradigma, resucitado por la actual orientación psiquiátrica denominada “neo-kraepeliniana”, que tiende al ideal decimonónico del llamado “modelo médico”: “una causa, una enfermedad, un tratamiento”. Ideas que resurgen con el auge de la psiquiatría biológica y de sus investigaciones y descubrimientos, e influenciadas también por el generoso, e interesado, mecenazgo de una industria farmacéutica de extraordinario poder económico y mediatico, y de gran influencia en los medios de opinión y expresión científicos y universitarios. Autores poco sospechosos de ignorar los hechos biológicos han resaltado que, en las tendencias actuales, “las afirmaciones sobrepasan considerablemente las pruebas” (RUTTER, 2000). Un experto observador y protagonista de la psiquiatría americana (EISENBERG, 1986), lo ha resumido en pocas palabras: “el punto de vista “sin cerebro” ha sido sustituido por otro punto de vista  “sin mente” igualmente estrecho y limitado”.
El debate científico enfrenta a autores, inicial y fundamentalmente norteamericanos, que defienden la existencia de una entidad clínica diferenciada y con una etiopatogenia orgánica determinada, denominada “Trastorno de hiperactividad-déficit de atención”, con otros, fundamentalmente europeos pero también norteamericanos, que no están de acuerdo en atribuirle el carácter de una categoría diagnóstica específica porque juzgan que se trata de una agrupación sintomática, tradicionalmente denominada “inestabilidad psicomotriz”, sin ninguna relación etiopatológica determinable con lesión o disfunción cerebral precisa alguna, y dependiente de múltiples factores etiopatogénicos, no solo biológico-temperamentales, sino también psicológicos y psicopatológicos, familiares y socio-educativos.

ACERCA DE DOS MODELOS DE (IN)COMPRENSIÓN POSIBLES.

Indudablemente existen diferentes maneras de situarse frente a los hechos clínicos y a las diferentes opciones de tratarlos. La formación recibida y la experiencia de cada cual, así como el lugar de trabajo y los contactos profesionales y recursos terapéuticos que permite y ofrece, son seguramente, tanto por su riqueza como por sus carencias, los factores más determinantes del estilo de comprensión clínica y respuesta terapéutica de cada profesional. Al tratarse de fenómenos experienciales, interactivos y, en cierto modo, azarosos, condicionan diversos estilos y etapas en cada profesional.
Sin embargo, se pueden tratar de agrupar, y seguramente afirmar que, todas las modalidades de actividad profesional oscilan entre dos polos o modelos de comprensión que, a su vez, condicionan supuestos etiopatogénicos y, en consecuencia, opciones terapéuticas diferentes. Que ambas puedan ser integradas o, por el contrario esgrimidas como argumentos recíprocamente excluyentes dependerá de la formación, experiencia y elasticidad de cada (equipo) profesional. Pero además condicionará la colaboración o descalificación entre profesionales que emiten diagnósticos, orientaciones terapéuticas y opiniones diferentes, conllevando, en caso de desacuerdo, además del riesgo del descrédito de la objetividad de nuestros criterios diagnósticos, cierto desconcierto, sufrimiento y hasta desconfianza de los pacientes y sus familias.
La hiperactividad es un síndrome clínico en el que las repercusiones de todo lo expuesto resultan particularmente manifiestas. Frente a ella la actitud, es decir la predisposición, del profesional puede ser distinta, predominando una actitud de reflexión e intento de comprensión de los fenómenos latentes que subyacen al comportamiento hiperactivo, o, en el otro polo, el interés por la observación, descripción objetiva y cuantificación del fenómeno manifiesto más visible. Obviamente la prioridad elegida condicionará una posición “de espera” (y de apertura a la aparición de eventualidades psicopatológicas acompañantes o determinantes) o “de confirmación” (de un diagnóstico claro a confirmar o a evidenciar). La comprensión y reflexión estará centrada en el funcionamiento mental y en sus mecanismos repetitivos de orden psicopatológico en el primer caso, y en el segundo en la descripción y objetivación de síntomas “cuantificables”, por ejemplo a través de cuestionarios, a los que ingenua o interesadamente se atribuye un valor de “prueba diagnóstica”.
Esta actitudes se plasman en dos tipos de actividad en la exploración clínica, que buscará un diálogo abierto a la indagación en el primero, y una observación destinada a completar y cerrar una recopilación de datos objetivables en el otro.
Ambos tipos, de predisposición y de actividad exploratoria, van unidos a que el objeto de estudio al que apuntan es diferente. La  comprensión del funcionamiento mental se interesa por la articulación de los síntomas con mecanismos psíquicos, conscientes e inconscientes, y en particular por la persistencia repetitiva y limitante de algunos de ellos, así como por su psicogénesis, relacionada con mecanismos de interiorización e identificación y por tanto influenciada, tanto en su origen como en su mantenimiento, por la interacción con personas significativas del entorno. El conjunto interactivo constituido por: la persistencia limitante de ciertos mecanismos mentales defensivos y constitutivos; los conflictos, intrapsíquicos y con el entorno, que conllevan un particular sufrimiento emocional y afectivo; los problemas relacionales consecuentes y repetitivos; constituirán los ejes que permitan confirmar la consolidación estable y predominante de un tipo de funcionamiento estructurado y permanente, que configura un tipo de diag-nóstico, el diagnóstico estructural  y con ello delimitar si se trata, o no, de algo calificable de psicopatológico. En contraste, si el objeto a estudiar es la  conducta observable y la detección de los síntomas en sí mismos, esta adición, sumario y catalogación, método que ha sistematizado con el éxito consabido el sistema de clasificación americano (DSM en sus diferentes versiones) facilitará un diagnóstico sintomático fundamentalmente.


En cuanto al tipo de relación, entre las manifestaciones sintomáticas y la problemática subyacente, que el primer modelo de comprensión considera en su perspectiva, es una relación de continuidad, que entiende que existe una  co-relación y  codeterminación entre los diversos elementos, (y no solo entre los intrapsíquicos y los relacionales-síntomas externos visibles, sino también con el funcionamiento mental - estructura psíquica subyacente y determinante; y además también entre psicogénesis-biografía y organización del aparato psíquico- estructura).
Para el segundo modelo, en cambio, esta relación es de contigüidad, pero no de co-determinación, puesto que los fenómenos sintomáticos son considerados, como corresponde a un “modelo médico”, como procesos “mórbidos”, es decir con una etiopatogenia diferenciada y por tanto independientes. Por eso se habla de relación de “co-morbilidad” y lo que interesa es el registro de las frecuencias y combinaciones con las que estos procesos independientes se presentan, sobre todo con vistas e establecer que puntos comunes pueden existir en sus independientes determinismos causales (o por decirlo más claramente, tratar de establecer cuales son los mecanismos biológicos específicos subyacentes).
Propongo denominar a estos modelos de comprensión “complejo”, al primero, que centra su concepción en la interacción, y “sencillo” el segundo que entiende más bien el diagnóstico como una suma de causas y síntomas. Seguramente y en función de las preferencias de cada cual, se podrá calificarlos respectivamente de excesivamente “complicado” el pri-mero, y de exageradamente “simple” hasta alcanzar un reduccionismo exagerado, al segundo.

DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA, DE LA COMPRENSIÓN A LA INTERVENCIÓN.

Como decíamos anteriormente, estos modelos de comprensión son inseparables de un estilo de intervención y de opción terapéutica, que lógicamente tendrá en cuenta sus correspondientes teorías y evidencias clínicas acerca de las causas del trastorno, y de como responde al tratamiento propuesto.
Es aquí donde se pueden apreciar diferencias notables entre las opciones de quienes confían en la eficacia y necesidad de abordar un tratamiento basado en una relación terapéutica, mas o menos prolongada, con el paciente y también con alguna relación o intervención con el entorno familiar y escolar del niño, y las de quienes optan por atribuir el trastorno a una causa neurobiológica, y en consecuencia, prescribir un tratamiento medicamentoso, casi siempre un estimulante anfetamínico.
Los primeros basan su decisión en su propia experiencia clínica, obtenida en el tratamiento de un número limitado de casos tratados prolongadamente y exhaustivamente y estudiados tanto en sus características individuales como familiares. A ojos de los criterios actualmente imperantes en la psiquiatría que se autodenomina “basada en la evidencia”, es precisamente esta dedicación intensiva a un número limitado de casos la que constituye su “debilidad científica” puesto que la “evidencia clínica” sólo puede obtenerse con “estudios clínicos controlados” que comparen los resultados de diferentes tratamientos aplicados a colectivos constituidos por un gran número de casos y con “diagnósticos homogéneos”. Obviamente esta “exigencia metodológica” obliga a establecer “criterios diagnósticos objetivos”, en los que la hiperactividad quede diferenciada de su “mezcla” con otros componentes psicopatológicos “comórbidos” (GREENHALGH, 1997). O sea que la idea de una hiperactividad “no pura”, es decir correlacionada con, e inseparable de otros síntomas o de fenómenos psico (pato)lógicos, plantea complicaciones metodológicas difíciles de resolver. Dicho al revés, el reclutamiento de una amplio número de “hiperactividades puras” simplifica el método. Y son muchos los autores, partidarios de la llamada “psiquiatría basada en la evidencia” que se han sentido obligados a llamar la atención sobre la muy frecuente “coexistencia de comorbilidad” asociada a la hiperactividad y sobre los diagnósticos basados sencillamente en la insuficiente observación clínica de la psicopatología subyacente a la sintomatología más visible, la hiperactividad. Es decir que lo que se separa, un tanto artificialmente por la necesidad conceptual de diferenciar diagnósticos “homogéneos” e individualizables, vuelve a presentarse en la realidad clínica evidente como algo inseparable, y la confluencia de fenómenos “comórbidos” es el resultado de una fragmentación previa, arbitraria por conceptual e ideológica, de fenómenos psicopatológicos inseparables porque son interactuantes y codeterminantes.

Pero parece legítimo, para llegar a conclusiones válidas, el aspirar a comparaciones en números significativos de los resultados, objetivamente evaluados, obtenidos con diferentes tratamientos. Esto exige, además de planteamientos metodológicos correctos, exigencias éticas y medios asistenciales que permitan una disponibilidad amplia y razonable de recursos terapéuticos, cosa que en nuestra realidad sanitaria y, aún más en la estadounidense (que es a la que más se refieren, como modelo a seguir, ciertos trabajos y muchos artículos de prensa) están lejos de ser una realidad presente. Conviene que recordemos algunas peculiaridades asistenciales de la psiquiatría estadounidense y de las conclusiones a las que conduce, antes de importarlas directamente a nuestro medio, mimetismo actualmente creciente en nuestro país, sin duda por efecto de la fascinación que ejercen sus modelos médicos y culturales, y por la promoción propia facilitada por su dominación lingüística, económica y mediática.
La lectura de las revistas científicas estadounidenses de psiquiatría de niños y adolescentes (fundamentalmente Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry, pero también Archives of General Psychiatry y American Journal of Psychiatry, entre otras) permite ver claramente que privilegian ciertos temas: neuroquímica, neuro-imagen, efectos de los medicamentos, genética y bioquímica de los trastornos, así como trabajos epidemiológicos. Predomina de forma aplastante la ya citada tendencia “homogeneizante”, con grupos de pacientes en general muy amplios, analizados con parámetros  empíricos y numéricos, y con neta prioridad a la obtención de datos con validez estadística, que permitan una “medicina basada en la evidencia”. La inmensa mayoría de trabajos, y la formación de los profesionales, están basadas en los criterios diagnósticos del DSM-IV, y se refieren exclusivamente a autores anglosajones y, convencidos lógicamente de que el inglés es el único lenguaje científico oficial, desconocen totalmente los trabajos de otras procedencias.
Las descripciones clínicas de casos, el interés por la vida interior del niño y por sus propios sentimientos personales, la comprensión clínica y profunda de su personalidad, el sufrimiento y las características relacionales e interactivas del niño y la familia, frecuentes en otras culturas psiquiátricas, están totalmente ausentes. Temas importantes en otras orientaciones y países, y también desarrollados por autores americanos o anglófonos –los conceptos psicodinámicos de mecanismos de defensa y de conflicto intrapsíquico (FRAIBERG, 1987); la importancia del apego en las primeras relaciones y organización psíquica (BOWLBY, 1951,1969; AINSWORTH, 1979; HOLMES,1993; MONTAGNER 1988, RUTTER, 1995; ZEANHA y cols., 1993); las primeras interacciones y su influencia en la modulación del temperamento y otras funciones constitutivas de la personalidad (KENNEL Y KLAUS, 1998, STERN, 1993, 1995); el interés de seguimiento en profundidad del caso individual como descubrimiento de factores traumáticos inabordables con estudios transversales (TERR, 1981, 1991)– han quedado muy relegados y casi desaparecido en los programas de formación (MALDONADO-DURA Y HELMIG, 2001).

Los clínicos se interesan en particular, o más bien exclusivamente, por los “criterios diagnósticos”, de los trastornos, es decir, sus síntomas, su severidad, su frecuencia y su coexistencia con otros síntomas. Esta concepción descarta por “poco científica” la consideración de vivencias subjetivas, de relatos “narrativos” de la biografía y relaciones del niño, puesto que el “caso individual” no permite ni comparaciones estadísticas, ni conclusiones válidas respecto a la eficacia comparada en grandes cohortes de casos de los tratamientos utilizados. Pero, sobre todo, son las características económicas específicas de su sistema sanitario-asistencial (basado en la prioridad de la financiación basada en, e impuesta por, seguros privados, cuya extensión es correlativa a la escasez del sector sanitario público o semipúblico) las que han condicionado algunas de las características de su ideología y práctica clínicas.
Así, por ejemplo, las características emocionales o del comportamiento que no sean fácilmente simplificables y codificables, dificultan y retrasan que los seguros financien las consultas de diagnóstico y tratamiento. Al haberse generalizado, en salud y en psiquiatría, los criterios de gestión y evaluación de la industria privada, el profesional que tarde “demasiado” en establecer un diagnóstico será “menos productivo”; la duración de las hospitalizaciones, siempre muy breves, también se calcula estadísticamente conforme a la “duración media normal correspondiente” a cada diagnóstico; el psiquiatra que “prolonga excesivamente” su relación terapéutica con un paciente es “excesivamente costoso”. En resumen, el diagnóstico rápido es obligatorio y determina un protocolo homogéneo y uniforme de intervenciones terapéuticas muy breves, con objetivos de evaluación de cambios en comportamiento y síntomas claros y medibles, y con duración y coste idénticos para todos los pacientes “de iguales características”.

Sobra añadir que son varias las consecuencias derivadas de este estado de cosas: la inclusión creciente de problemas psicológicos y psiquiátricos en el campo de la pediatría “rápida” e individual y en detrimento de los equipos especializados en psiquiatría, y aun más si al denominarse “de salud mental” son considerados como “menos médicos” (a pesar de que también se tiende por razones exclusivas de ahorro económico a sustituir profesionales médicos por otros de inferiores salarios); la frecuencia creciente de las prescripciones  medicamentosas “protocolizadas” en detrimento de otras opciones terapéuticas “más difíciles de homogeneizar y de evaluar” (y dejamos de lado el espinoso tema de la neutralidad y procedencia de los trabajos que muestran la “evidencia” del menor coste sanitario de los fármacos frente a otras opciones); el desinterés por la prevención, la promoción de la salud o el diagnóstico precoz, “sin diagnóstico confirmado no hay trastorno”; la no financiación de las intervenciones terapéuticas centradas en el medio familiar, “lo social no es medicina”, sobre todo si dan prioridad a consideraciones psicodinámicas que al proponer relación y escucha prolongan y complican, es decir “encarecen”, tanto el diagnóstico como el tratamiento; la prioridad, por no decir exclusividad, concedida a las “intervenciones en crisis”, muy frecuentemente en consulta ambulatoria no especializada, sin seguimiento posterior y sin ninguna posibilidad de interconsulta con otras especialidades médicas (BUSSING, 1998); la judicialización, con exclusión del sistema sanitario y de proyectos de readaptación, de los comportamientos violentos y conductas antisociales (HALLER, 2000); o sencillamente la exclusión del acceso a cualquier atención sanitaria de muchos niños (GELTMAN y cols., 1996; SMITH y cols., 2000).

Podría parecer maniqueo contraponer a estos fenómenos las características esenciales de los sistemas socio-sanitarios públicos, basados en el principio del derecho universal a la salud y la seguridad social. Como son sobradamente conocidas las características de un sistema como el nuestro, con sus ventajas, inconvenientes y carencias, y habiendo señalado ya algunos de los riesgos que nuestro papanatismo nos podría hacer importar, ignorando la autocrítica que los propios estadounidenses han realizado repetidas veces, me parece más útil cederles el protagonismo de sus propios logros y de los males derivados, no lo olvidemos, de todo progreso.
Volveré por ello, más adelante, sobre algunos trabajos actuales que replantean exhaustivamente estas cuestiones, (Informe de la Conferencia de Consenso sobre Diagnóstico y Tratamiento del Trastorno de Hiperactividad – Déficit de Atención del Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos, 2000), pese a lo cual no suelen ser tan citados como otros menos rigurosos. Aunque podría haber preferido presentar de entrada algunas de las conclusiones recientes y categóricas de estos autores, me ha parecido más interesante comenzar por un repaso, (“conocer la historia para no volver a repetirla”), de la sorprendente y aleccionadora evolución de los numerosos y controvertidos conceptos referentes a la hiperactividad.

SOBRE LA HIPERACTIVIDAD.

Revisión histórica de un concepto recurrente.
Un repaso por la literatura psiquiátrica muestra la abundante terminología utilizada desde comienzos de siglo: inestabilidad psicomotriz, hipercinesia, hiperactividad, lesión cerebral mínima, disfunción cerebral mínima, déficit de atención con o sin hiperactividad. Tales cambios tienen mucho que ver con la inexistencia de criterios diagnósticos objetivos homogéneos, con la multiplicidad y heterogeneidad de los síntomas y/o psicopatología asociados y con la imposibilidad hasta ahora de atribuir al trastorno una etiología única. En la literatura científica anglófona, la inestabilidad infantil se describe a comienzos de siglo y ya entonces se le atribuye una causalidad orgánica. Ya en 1902, STILL agrupa bajo la denominación de “Brain damage syndrome” (“Síndrome de lesión cerebral”), sus observaciones de niños, mayoritariamente varones, que presentan una hiperactividad importante al comenzar sus aprendizajes escolares. Distingue tres subgrupos: niños con lesiones cerebrales importantes, niños con antecedentes de traumatismos craneales o de meningoencefalitis agudas con eventuales lesiones cerebrales no detectables clínicamente, y niños cuya hiperactividad no podía ser atribuida a ninguna etiología precisa (STILL, 1902). También la mayor frecuencia de inestabilidad e inquietud motoras en los deficientes mentales, campo clínico predominante entonces en estos inicios de la psiquiatría infantil, y la frecuente asociación de estas con anomalías orgánicas, llevó a postular a ciertos autores una común etiología lesional a deficientes e hiperactivos. Sin embargo, también entonces, otros trabajos no admitían tal vinculación observando que niños, manifiestamente hiperactivos en la edad escolar, no habían presentado en observaciones clínicas neonatales previas ningún indicio de sufrimiento cerebral (TREDGOLD, 1908).

Tras la encefalitis epidémica de 1918, se describió frecuentemente como secuela un comportamiento hiperactivo (HOHMAN, 1922. STRECKER y EBAUGH, 1923), reforzándose por ello la vinculación de la hiperactividad con las lesiones orgánicas. Progresivamente se fue desarrollando la idea de que, pese a que la lesión cerebral no pudiera apreciarse clínicamente, la existencia de la hiperactividad era suficiente para “demostrar” su existencia, y ya en 1926, SMITH propone reemplazar el término de “lesión cerebral” por el de  “lesión cerebral a mínima” (SMITH, 1926).
La hipótesis lesional de la hiperactividad también es atribuida por otros autores a traumatismos cerebrales (STREKER Y EBAUGH,1925) a lesiones perinatales (SCHILDER,1931) y hasta aparece el “Síndrome de impulsividad orgánica”, (KAHN y COHEN, 1934), autores estos que postulaban que hiperactividad, impulsividad, trastornos de conducta y hasta la labilidad emocional, eran consecuencia de alteraciones orgánicas del tronco cerebral de etiologías varias (traumas, alteraciones pre y perinatales, defectos congénitos). Se pensó también entonces que múltiples y variados “signos neurológicos menores” confirmaban estás múltiples alteraciones causales.
Otros trabajos anglosajones recusaban estas terminologías considerando que se derivaban de posicionamientos etiopatogénicos poco rigurosos. CHILDERS, ya en 1935, diferencia netamente niños hiperactivos y niños con lesiones cerebrales, porque éstas sólo están presentes en una pequeña proporción de aquellos (CHILDERS, 1935).

Las hipótesis organicistas se apoyaron también en los trabajos de BRADLEY que, en 1937, publica un estudio sobre 30 niños de entre 5 y 14 años, de inteligencia normal, cuyos trastornos del comportamiento y rendimientos escolares, habían mejorado considerablemente con la administración de una anfetamina (bencedrina). Esta publicación pasó entonces desapercibida pero, a partir de los años 50 con el descubrimiento de los neurolépticos, en 1952, y de otro psicoestimulante, el metifenidato, en 1957, se asiste a un desarrollo extraordinario de la utilización de la quimioterapia con niños hiperactivos, y en 1977, BARKLEY realiza una recensión de 110 trabajos consagrados al empleo de psicoestimulantes en la hiperactividad (BRADLEY, 1937; BARKLEY, 1977).
Previamente, en 1963, un grupo de expertos neurólogos (Oxford International Study Group of Child Neurology) opinaba que la lesión cerebral no debería inferirse basándose solo en signos del comportamiento y recomendaba reemplazar el término de “lesión cerebral mínima” por el de “disfunción cerebral mínima” (minimal brain dysfunction), que acababan de proponer otros autores (CLEMENTS y PETERS, 1962; BAX y MACKEITH, 1963). Con ello quedaban rebajadas las expectativas de evidenciar las certezas etiológicas avanzadas en muchos trabajos psiquiátricos previos, y también posteriores, desplazándose de la connotación de “daño lesional” a la de “alteración funcional”, más abierta a la complejidad neurobiológica cerebral. Me interesa subrayar que, tanto este grupo, como otros grupos de expertos constituidos posteriormente en USA, insistían en la heterogeneidad de los niños hiperactivos, y en la coexistencia de alteraciones en la percepción y coordinación motora, labilidad emocional, trastornos de atención y memoria, alteraciones del aprendizaje, trastornos del lenguaje y, con menor frecuencia, los dudosos “signos neurológicos menores”, de los que no pocos neurólogos cuestionan su etiología neurológica.

EISENBERG, en 1957, introdujo un nuevo término: “hiperkinetic” (traducido como hipercinesia o hiperkinesia), para designar a niños “con una actividad motriz excesiva respecto a la normal para su edad y sexo” (EISENBERG,1957). Este término será para diversos autores un síntoma o un nuevo síndrome. LAUFER, DENHOFF y cols, hablan de  “Síndrome hiperkinético”  y  “Trastorno impulsivo-hiperkinético” para subrayar la intrincación entre hiperactividad, impulsividad, distraibilidad y dificultades escolares (LAUFER y DENHOFF,1957).
A pesar de esta confusión terminológica los investigadores continuaron sus indagaciones sobre la etiología orgánica de la inestabilidad, y se realizaron, con este objetivo, numerosos estudios retrospectivos y longitudinales en los años 60 y 70. PRECHTL, comparando 400 recién nacidos con lesiones durante embarazo y parto con otros 100 niños sin patología alguna, encuentra en el 50 % de los primeros lo que denomina síndrome de hiperexcitabilidad del recién nacido” (hipertonía, temblores de miembros, umbral muy bajo del reflejo de Moro), constatando posteriormente que muchos de ellos presentan un síndrome “coreiforme”. Por el contrario RUTTER y cols. concluyen que no existe relación significativa entre los trastornos del comportamiento (hiperactividad incluida) y complicaciones neo-natales (PRECHTL, 1961; RUTTER, GRAHAM y BIRCH, 1966).

Por paradójico que parezca la historia de la hiperactividad y de la credibilidad social en cuanto a la seriedad científica del concepto y de su tratamiento se verá muy afectada por la aparición, en 1970, de un artículo... ¡periodístico!, (MAYNARD, 1970), que denunciaba el abusivo uso de psicoestimulantes en ciertos ambientes sociales, con la connivencia de ciertos medios escolares, médicos y de la industria farmacéutica. Aunque posteriormente se cuestionó la exactitud de sus datos, el impacto socio-político del artículo llegó hasta la intervención de las máximas instituciones políticas estadounidenses que denunciaron la utilización abusiva de psicoestimulantes y otros psicofármacos en poblaciones de entornos socio-económicos y raciales desfavorecidos (ver SNEYERS, 1979). La masiva campaña “anti-psicoestimulantes” desencadenada en la prensa y medios políticos estadounidenses facilitó el posterior éxito de las tesis que atribuían la etiología de la hiperactividad a los colorantes alimenticios y que generó un amplio movimiento político-social que consiguió un decreto-ley presidencial limitando el uso de aditivos alimenticios (FEINGOLD,1975).

Como feliz consecuencia de todo ello se multiplicó la financiación de investigaciones y de la literatura científica dedicadas a la hiperactividad (ver Tabla 1, ROSS y ROSS, 1982), que se ha convertido en un trastorno hiperdiagnosticado, discutido y tema predominante de interés científico... y de polémica, sobre todo en cuanto a la utilización y eficacia de los psicoestimulantes en su tratamiento.
Sin tomar partido en la polémica, WEISS y cols., muestran, tras un estudio longitudinal, que el pronóstico de la afección no está directamente ligado a la administración de estimulantes y, en particular, que la posterior eclosión de actos antisociales es igual de frecuente en el grupo de niños hiperactivos tratados con ellos que en los que no los reciben (correlación ésta, hiperactividad - conductas antisociales, hipotetizada en otros trabajos) (WEISS, KRUGER y cols, 1975; WEISS, HETCHMAN y cols, 1985).
Varios autores, (BANDURA, 1974; BELL y HARPER, 1977; CHESS, 1979), han considerado que la hiperactividad es la expresión más ruidosa de la interacción entre el niño y un medio familiar caótico, subrayando la importancia, terapéutica y pronóstica, de modificar el medio familiar. Otros han reprochado, a quienes se limitan a un tratamiento sintomático de la hiperactividad, que dejan a un niño con dificultades enfrentarse en solitario con un medio socio-familiar que favorece el desarrollo de conductas antisociales (CUNNINGHAM y BARKLEY,1979).

En trabajos estadounidenses muy recientes parece abrirse paso la idea “revolucionaria” de que la hiperactividad “podría tener más relación” con factores sociales y educativos que con factores biológicos. Los autores que defienden esta posición han señalado que es difícil que sea bien recibida por el predominio de corrientes ideológicas muy apoyadas por toda una infraestructura científica y por incentivos económicos muy importantes (programas sociales y escolares de tratamiento e investigación, sistemas escolares especializados altamente subvencionados, industria farmacéutica). (JENSEN, MRAZEK y cols, 1997).
Volveremos sobre estas cuestiones más adelante al resumir las conclusiones del informe del comité de expertos reunido por las autoridades sanitarias de Estados Unidos en 1998 (National Institutes of Health Consensus Development Conference Statement: Diagnosis and Treatment of Attention Déficit Hiperactivity Disorder ADHD, 1988).
En la literatura científica europea (alemana y francesa sobre todo) también se recogen importantes aportaciones.

En Alemania, KRAEPELIN (1898), refiriéndose sobre todo a los adultos describía los “psicópatas inestables”, postulando que sufrían de un trastorno de la personalidad. DEMOOR (1901), describía, en niños escolares, la “corea mental”, entidad que diferenciaba del retraso mental, y que se asociaba a un “desequilibrio afectivo y emocional”, a una “falta de inhibición y atención”.
En Francia, BOURNEVILLE (1897), es el primero en describir los “débiles inestables”. Posteriormente también otros autores, (BONCOUR y BONCOUR, 1905; NATHAN y DUROT, 1913), describiendo los “escolares inestables” relatan cuadros clínicos muy semejantes a lo que hoy llamamos hiperactividad.
HEUYER (1914), insistirá en la frecuencia de “trastornos del carácter y de los instintos morales” que presentan los niños inestables, y VERMEYLEN (1923), describe los “débiles disarmónicos”.
Por estos años en España, RODRÍGUEZ LAFORA (1917) describe los “idiotas enequéticos” refiriéndose a deficientes con una “actividad inusitada que no les permite estar quietos un momento”. Es de destacar que este autor relaciona clara y explícitamente esta actividad “con la débil atención…” “…pues es sabido que la atención exige una cierta inhibición muscular… capacidad que aumenta con el grado de inteligencia”. Además diferencia estos niños de otros “inestables de constitución psicopática” a los que describe como “mentalmente normales, pero que no pueden fijar su atención… son los llamados “nerviosos” por sus padres e “indisciplinados” por sus maestros”.
En Francia, WALLON, en su tesis de 1925 sobre “El niño turbulento”, describe las leyes del desarrollo motor y el paso obligatorio del niño, en su evolución normal, por cuatro estadíos psicomotores (impulsivo, emotivo, sensorio-motor, proyectivo) que considera fundamentales en la formación de la personalidad. En otro trabajo posterior de 1955 propone tres variedades de niños inestables: “asinérgicos”, “epileptoides”, y “subcoreicos” (WALLON,1925; WALLON 1955).
 MICHAUX (1950), sostiene que “los inestables son los anormales afectivos más numerosos”. AJURIAGUERRA, recogiendo trabajos anteriores, subraya el polimorfismo de la inestabilidad y la sitúa en “una línea continua entre dos polos: el de la inestabilidad coreica, de Wallon, y el de la inestabilidad afectivo-caracterial” que él entiende como “más vinculada a un desorden motor constitucional”, la primera, y a un “ desorden de la organización de la personalidad, que el niño sufre en una edad precoz y que le impide establecer relaciones estables válidas”, la segunda (AJURIAGUERRA, 1970).
BERGES (1985) ha insistido en los aspectos relacionales de la inestabilidad. Desde una perspectiva psicoanalítica, DIATKINE y DENIS (1985), afirman detectar siempre, bajo la inestabilidad, un comportamiento hipomaníaco destinado a evitar la percepción de sentimientos depresivos a través de “defensas maníacas”. En desacuerdo con ellos, pero, en mi opinión, sin comprender del todo este carácter dinámico de defensa activa contra la depresión que atribuyen a los mecanismos hipomaníacos, DUGAS y MOUREN, distinguen la hipomanía de la hiperactividad por la presencia y ausencia, respectivamente en una y otra, de manifestaciones afectivas (exaltación, euforia, optimismo) e intelectuales (logorrea, fuga de ideas, juegos de palabras) y por la tendencia a la desmoralización y la depreciación propia del niño hiperactivo opuesta al sentimiento de omnipotencia del niño hipomaníaco eufórico (DUGAS y MOUREN, 1980; DUGAS y Cols, 1987).

Esta revisión permite sintetizar que en la literatura científica reseñada:
1. El niño hiperactivo ha sido conocido y descrito por lo menos desde principios del siglo XIX, en todos los países con tradición psiquiátrica y con una gran semejanza clínica en cuanto a los síntomas principales.
2. Las denominaciones que ha recibido son múltiples en función, sobre todo, de la diversidad de síntomas asociados y de la heterogeneidad de variantes clínicas, y de las diferentes hipótesis etiológicas.
3. Ha persistido la indefinición de criterios diagnósticos que permitan delimitar qué casos son incluibles o no en la categoría, o cuantificar objetivamente la severidad del trastorno.
4. La diversidad de posiciones de los autores, que pueden considerar que la hiperactividad forma parte de un conjunto psicopatológico asociado e inseparable de otras dificultades psicológicas o, por el contrario, otorgarle la consideración de síndrome o enfermedad específica.

El informe de los expertos del instituto de salud mental de Estados Unidos (NIH consensus conference statement on ADHD, 1998). Como colofón y conclusión de esta revisión histórica resumiremos el más reciente informe de expertos existente, que tiene un gran interés por su procedencia y por la experiencia y cantidad de los expertos participantes, porque reconsidera todos los trabajos hasta entonces publicados, porque establece unos criterios consensuados entre opiniones contrapuestas, y porque reactualiza muchas de las consideraciones y discusiones precedentes...y de las futuras. También resulta llamativo que, a pesar del peso institucional y científico que lo avala (el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos y los autores con más altas cotas de trabajos publicados al respecto) y de sus cuidadas matizaciones obligadas por su carácter de documento “político”, no ha tenido sin embargo tanta acogida y audiencia en los medios habituales como otros “informes” mucho menos documentados y más sesgados y cuestionables. Seguramente conviene reflexionar sobre el porqué de este relativo silencio.
El Instituto Nacional de la Salud USA encargó este informe porque la hiperactividad se había convertido en este país en un problema social y de salud pública, sobre todo por la frecuencia creciente tanto del diagnóstico como del consumo de anfetaminas destinadas a su tratamiento, en muchos casos como tratamiento exclusivo. El fenómeno había llegado a despertar la atención y la inquietud de muchos medios de comunicación.

Como hemos señalado un fenómeno parecido ya se produjo en los años setenta, pero las recomendaciones de prudencia en cuanto al diagnóstico y las limitaciones en la utilización de anfetaminas de entonces (concretamente se consideraban contraindicadas por debajo de los seis años) no evitaron el incremento espectacular de los años noventa, que algunos han calificado de “dramático” (ZITO, SAFER y cols, 2000; DOUBLE, 2002).
El diario “New York Times” se alarmaba al constatar que en su país, solo en el año 2000, se habían prescrito a entre 1y 2 millones de niños, 20 millones de recetas de anfetaminas, por valor de 758 millones de dólares. Esto representaba un incremento, en un solo año, del 13 % de prescripciones. También señalaba que la Academia Americana de Pediatría estimaba que entre el 4 y el 12 % de los niños de entre 6-12 años están afectados de hiperactividad. (Reseñas publicadas en la prensa española, “EL Correo”, 21 agosto 2001)
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También en medios científicos (Informe de la Academia Americana de Psiquiatría de Ñiños y Adolescentes sobre: Uso de medicamentos estimulantes, del año 2002) los datos al respecto han suscitado alarma y debate. En tres años, entre 1990-1993, el diagnóstico de hiperactividad en atención primaria pasó de 1,6 millones a 4,2 millones de niños, de ellos el 90 % fueron medicados y el 71 % recibieron metilfenidato (SWANSON y cols., 1995). En el mismo período la fabricación de este producto se triplicó casi (de 1.784 kg/año a 5.110 kg/año). Solo en el año 1996 se prescribieron 10 millones de recetas de metilfenidato (VITIELLO y JENSEN, 1997). Varios estudios epidemiológicos constataron que los porcentajes de niños escolares tratados con este fármaco durante al menos 12 meses eran espectaculares y, sobre todo, muy variables, yendo desde un 6 % hasta un 20% de la población escolar. (SAFER y cols., 1996; LEFEVER y cols., 1999; ANGOLD y cols, 2000). Y aún hay otros datos más sorprendentes como que solo 1 de cada 8 niños que reúnen criterios diagnósticos de hiperactividad reciben un tratamiento con estimulantes realizado adecuadamente (estudio realizado en cuatro lugares distintos por JENSEN y cols., 1999) o que, en una comunidad rural de Carolina del Norte, el 72 % de escolares que recibían metilfenidato no reunían los criterios diagnósticos básicos (ANGOLD et al., 2000).

Es en este contexto cuando el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos solicita a un comité de expertos el informe cuyas preguntas y conclusiones resumo. Conviene aclarar antes que estos “informes de consenso” suelen únicamente reflejar los puntos de vista concordantes de todos los expertos y que un “consenso político” lleva a respetar las opiniones, compromisos y líneas de investigación de cada grupo, y también a silenciar los puntos de vista divergentes o minoritarios.
En su INTRODUCCIÓN destaca que el ADHD (Trastorno de Déficit de Atención-Hiperactividad) es el trastorno más frecuentemente diagnosticado, estimando que afecta al 3-5 % de la población en edad escolar y que conlleva dificultades familiares y escolares así como  efectos adversos a largo plazo: “académicos, vocacionales, sociales, emocionales y consecuencias psiquiátricas”. Subraya la polémica existente en cuanto a su diagnóstico y su tratamiento (en particular las dudas en cuanto al uso y abuso de anfetaminas). Las preguntas que se plantean son: qué evidencias científicas apoyan que el ADHD es un trastorno; cuál es su impacto sobre individuos, familias y sociedad; cuáles son los tratamientos efectivos; cuáles son los riesgos del uso de medicamentos estimulantes y otros tratamientos; cuáles son las prácticas de diagnóstico y tratamientos existentes y cuáles los obstáculos para una adecuada identificación, evaluación e intervención; y cuáles son las directrices para futuras investigaciones.

Sus repuestas, resumiendo y seleccionando lo, a mi juicio, más destacable son: Sobre el diagnóstico
• Puede hacerse en forma fiable en una entrevista clínica pero no hay una prueba diagnóstica independiente válida.
• No hay datos para indicar que se debe a una anomalía cerebral.
• No existe un límite cualitativo que lo separe y diferencie de los índices de inatención o actividad continua presentes en la población normal.
• No es un desorden aislado y las comorbilidades (condiciones coexistentes) pueden relacionarse con confusiones e inconsistencias de algunas investigaciones.
• Aún cuando se ha estimado su prevalencia en un 3-5 % se han denunciado amplios rangos de prevalencia y se diagnostica mucho menos en otros países. Debe ser mejor estudiado en diferentes poblaciones y mejor definido.
• En el capítulo de riesgos se señala que con frecuencia se confunde el diagnóstico de ADHD con el uso de sustancias estimulantes.
Deben realizarse esfuerzos y estudios adicionales para validar el diagnóstico: descripción cuidadosa de los casos, uso de criterios diagnósticos específicos, repetidos estudios de seguimiento, estudios de la familia, estudios epidemiológicos y estudios de tratamiento con el máximo alcance posible y que incluyan (grupos comparativos) sujetos normales. La identificación de subgrupos homogéneos podrá facilitar la definición de alteraciones estructurales y funcionales.

Sobre el impacto del trastorno
• Tiene consecuencias sociales y académicas a largo plazo: mayor porcentaje de accidentes y de trastornos de conducta, asociados luego a consumo de drogas y conductas antisociales.
• Las familias de niños con ADHD, o con otros trastornos de conducta y enfermedades crónicas, tienen elevados niveles de frustración parental, conflictos conyugales y divorcios. Los costes sanitarios del trastorno representan una seria carga económica frecuentemente no cubierta por seguros sanitarios.
• Consumen una desproporcionada parte de recursos y atención sanitaria, judicial, escolar y social, cuyo coste, imposible de precisar, es sin duda grande. En 1995 los costes educativos adicionales destinados a los niños hiperactivos pueden superar los 3 billones de dólares (unos 600.000 millones de pesetas).
• Las familias se encuentran en una dolorosa decisión entre quienes defienden exageradamente los efectos beneficiosos del tratamiento y quienes exageran sus peligros.

Sobre el tratamiento
• Se han utilizado una amplia variedad de tratamientos:
psicofármacos, tratamientos psicosociales, de herbolarios y homeopáticos, biofeedback, dietéticos, meditación y entrenamiento en estimulación perceptiva (es de destacar que  el informe no menciona específicamente el término psicoterapia ni una sola vez).
• Los tratamientos medicamentosos y psicosociales han sido los más investigados, en la mayoría de los casos hasta los 3 meses, y los estudios demuestran su eficacia. No hay estudios de resultados a largo plazo, ni tampoco sobre logros educativos u ocupacionales, consecuencias delictivas o sociales.
• Los estudios apoyan la eficacia, a corto plazo, del metilfenidato, de otras anfetaminas y de la pemolina con pocas diferencias entre ellos. Sin embargo es el metilfenidato el más utilizado y estudiado.
• El efecto es beneficioso, a corto plazo, sobre los síntomas determinantes (defining)  y la agresividad asociada, mientras el sujeto está medicado. Sin embargo no normalizan la conducta, ni tampoco los logros académicos ni las habilidades sociales.
• Estudios a corto plazo con antidepresivos (desimipramina) muestran mejoría en las evaluaciones de padres y maestros. Los resultados con impipramina son inconsistentes. Los datos existentes respecto a la eficacia de otros numerosos psicofármacos utilizados no permiten sacar conclusiones.
• El tratamiento psicosocial ha incluido numerosas estrategias conductuales (en el aula), asesoramiento (training) de padres, terapia clínica de conducta (padres y maestros), tratamiento cognitivo conductual.
• El tratamiento cognitivo-conductual no resulta efectivo.
En contraste, la terapia clínica conductual, la orientación (training) de padres, y el manejo de situaciones  (contingency management) tienen efectos beneficiosos. Las intervenciones intensivas directas con niños (como programas en campamentos de verano) han producido mejoras en áreas importantes de funcionamiento.
• La medicación, supervisada intensivamente durante un año, puede ser superior al tratamiento conductual, en cuanto a los síntomas esenciales (inatención, hiperactividad/impulsividad, agresión). La combinación de medicación y tratamiento conductual, mejora las habilidades sociales y es juzgada más favorable por padres y maestros. Medicación y tratamiento sistemáticos eran superiores a la respuesta comunitaria rutinaria, que a menudo incluye el uso de estimulantes.

En el estado actual de los conocimientos no puede responderse a por lo menos cinco preguntas importantes:
1. No se puede determinar si la combinación de estimulantes y tratamientos psicosociales puede mejorar el funcionamiento con dosis reducidas de estimulantes.
2. No hay datos sobre el tratamiento del ADHD, tipo inatento, que podría incluir un alto porcentaje de chicas.
3. No hay datos concluyentes sobre el tratamiento de adolescentes y adultos.
4. No hay información sobre tratamientos a largo plazo, (a más de un año), que suelen ser prescritos en este trastorno crónico.
5. Dada la evidencia de problemas cognitivos asociados con el ADHD, deficiencias en la memoria y procesos de lenguaje, y la demostrada ineficacia de los tratamientos en la mejoría de logros escolares, es necesaria la aplicación y desarrollo de métodos dirigidos a estos puntos flacos.

Sobre los riesgos del uso de estimulantes y otros tratamientos.
• No hay evidencias de que el uso cuidadoso sea dañino a largo plazo. Las reacciones adversas están, normalmente, relacionadas con la dosificación.
• A dosis moderadas pueden asociarse disminución de apetito e insomnio. Puede haber efectos negativos sobre el crecimiento, pero la estatura final no parece resultar afectada.
• Es sabido que pueden incurrirse en un potencial abuso de psicoestimulantes. Dosis elevadas, sobre todo de anfetaminas, pueden causar daños del sistema nervioso central, daños cardiovasculares e hipertensión. También han sido asociadas a comportamientos compulsivos y, en sujetos vulnerables, con trastornos motores. Un pequeño porcentaje de niños y adultos, ha presentado efectos alucinógenos.
• El grado de evaluación y seguimiento llevado a cabo por médicos de atención primaria varía significativamente (pudiendo ser inapropiado e implicando marcadas diferencias en las prescripciones y dosificaciones).
• Son conflictivas las conclusiones sobre si el uso de anfetaminas puede implicar el riesgo de un abuso posterior de tales sustancias. El diagnóstico de ADHD suele confundirse con el uso de medicación estimulante.
• El aumento de disponibilidad de medicación estimulante tiene riesgos para la sociedad, pues puede conducir a la sobreoferta y uso ilícito. No hay por ahora evidencias de que el incremento de producción haya tenido efectos considerables sobre el consumo. Se necesita vigilar el control del uso y abuso sobre todo entre los escolares de último curso.
Sobre las prácticas diagnósticas y terapéuticas y los impedimentos para una intervención apropiada.
• Existen grandes variaciones, respecto a la frecuencia de diagnóstico del trastorno y a la administración de fármacos estimulantes, entre diferentes tipos de profesionales (pediatras, médicos de familia, neurólogos, psicólogos y psiquiatras).
• Los médicos de familia recetan más que psiquiatras y pediatras, lo cual puede deberse, en parte al limitado tiempo que dedican al diagnóstico.
• La propensión a recetar medicación puede eliminar los incentivos para otras intervenciones educativas relevantes.
• A los profesionales de atención primaria les gusta menos reconocer los trastornos comórbidos (coexistentes).
• Los diagnósticos se realizan frecuentemente de manera inconsistente, siendo a veces “sobre” o “infra” diagnosticados. Se tiende a confiar más en la información de los padres que en la escolar.
• Hay una desconexión y escasa comunicación entre quienes diagnostican y los servicios escolares, el seguimiento es inadecuado y fragmentario y dificulta la supervisión y detección temprana de muchos efectos adversos de la terapia.
• Una “clínica basada en la escuela” con una aproximación grupal, (de los especialistas de salud mental, hacia padres, profesores, psicólogos escolares) mejoraría el acceso a la evaluación y tratamiento.
• Los profesionales de atención primaria con un tiempo adecuado para consultar con los equipos escolares, deberían ser capaces de una evaluación y diagnóstico adecuados, y de derivar a salud mental especializada.
• La falta de cobertura por parte de los seguros supone una barrera que limita severamente la identificación, evaluación e intervención adecuadas, así como el acceso a servicios de salud mental especializados.
• Existen barreras en relación al género, raza, factores socio-económicos y distribución geográfica de los pacientes que solicitan una evaluación.
• La no consolidación de una categoría especial de educación especial para el ADHD, y las consecuentes disputas sobre si es responsabilidad económica de educación o de sanidad la cobertura de servicios especiales, limitan las posibilidades de una atención adecuada.
Directrices para investigaciones futuras
• La Investigación básica es necesaria para definir mejor el ADHD. Debe incluir estudios sobre el desarrollo y procesos cognitivos.
• Deberían respetar los aspectos dimensionales del trastorno y las condiciones comórbidas (coexistentes). Por tanto es una necesidad importante la investigación de criterios diagnósticos específicos.
• Son necesarios:
– estudios adicionales a largo plazo (superiores a un año) dada la persistencia del trastorno.
– estudios prospectivos, hasta la edad adulta, de los
riesgos y beneficios asociados a los tratamientos infantiles con psicoestimulantes.
– estudios para determinar los efectos de terapias psicotrópicas sobre el funcionamiento cognitivo y la actividad escolar.
– estudios sobre los efectos de los tratamientos educativos en los logros académicos.
– estudios para determinar si la combinación de estimulantes y tratamientos psicosociales puede mejorar el funcionamiento de una dosis reducida de estimulantes.
– estudios para determinar riesgos y beneficios asociados en niños menores de 5 años tratados con estimulantes.
• Debe prestarse mayor atención a los programas de desarrollo integrado (enseñanza a profesores para reconocer el trastorno y proporcionar programas especiales, estrategias de aula, atención adaptada en educación postsecundaria)

Conclusiones del informe
• La hiperactividad es uno de los principales problemas de salud pública. Los niños con ADHD padecen con frecuencia dificultades y deterioros en múltiples facetas.
• Su diagnóstico y tratamiento ha generado polémica en mucho sectores públicos y privados. La mayor controversia continúa siendo el uso de psicoestimulantes a corto y largo plazo.
• No existe un test eficaz para diagnosticar el ADHD. Es importante determinar unos criterios de diagnóstico específicos que respeten los aspectos dimensionales y las condiciones comórbidas (coexistentes).
• Los tratamientos efectivos han sido evaluados a corto plazo (3 meses). Estos estudios incluyen pruebas de la eficacia de estimulantes y tratamientos conductuales con efectos positivos sobre los síntomas esenciales y la agresividad asociada. La falta de mejoras consistentes más allá del núcleo sintomático conduce a la necesidad de estrategias de tratamiento combinadas. Hay escasez de datos sobre tratamientos a largo plazo (más de 14 meses). No se pueden hacer recomendaciones concluyentes sobre tratamientos a largo plazo.
• Los riesgos del tratamiento, en particular de medicación estimulante son de un interés considerable. Es evidente la amplia variación en su uso en diferentes comunidades y profesionales que denota una falta de consenso.
• Es necesario un mejor conocimiento por parte de los servicios de salud acerca de su evaluación, tratamiento y seguimiento. Las barreras económicas y la falta de cobertura están impidiendo el diagnóstico y tratamiento adecuados. La falta de coordinación con servicios de educación especial representa un considerable coste para la sociedad.
• Finalmente, tras años de experiencia e investigación clínica, nuestro conocimiento acerca de su causa o causas, sigue siendo especulativo. En consecuencia no tenemos estrategias para su prevención.

Hasta aquí la transcripción, traducida y resumida, del informe. Desde la perspectiva de este trabajo, algunos comentarios al informe resultan imprescindibles.
Comentarios al informe
1. El reconocimiento del carácter complejo del trastorno, “no es un trastorno aislado”, y de la necesidad de definir mejor un diagnóstico “que respete la comorbilidad coexistente” y las características “del desarrollo y procesos cognitivos” (términos varias veces repetidos en el informe). En otros términos, aspecto siempre ausente en la psiquiatría americana sometida a los planteamientos y peculiaridades clasificatorias del DSM, el reconocimiento implícito de la complejidad psicopatológica de la hiperactividad y de su inserción en una comprensión global del funcionamiento mental. En contrapartida también llama la atención el silencio total acerca de cuáles son estos trastornos “comórbidos” que habitualmente acompañan a la hiperactividad (¿quizás por un no acuerdo entre expertos respecto al tipo o concepto de psicopatología subyacente?).
2. El reconocimiento del carácter especulativo de las etiologías atribuidas al trastorno y de la inexistencia de evaluaciones a largo plazo de los resultados terapéuticos, tanto de los psicoestimulantes como aún más de otros tratamientos, contrasta llamativamente con la alegre generalización en muchos medios, de un lado, de la idea de un tratamiento medicamentoso específico (anfetaminas) que responde a la supuesta etiología de la enfermedad, y de otro, de la descalificación de otros tratamientos que a menudo la acompaña. Desde la perspectiva de quien se interesa por la psicoterapia como instrumento terapéutico también sorprende, aunque sea habitual en la psiquiatría americana actual, el que no sea mencionada como tal, cosa que sin duda debe relacionarse con los criterios asistenciales actuales y sus implicaciones económicas (además, seguramente, de las ideológicas).
3. El señalamiento de los extraordinarios costes económicos que supone el trastorno se menciona claramente pero, curiosamente, se dan datos concretos de los (excesivos) costes educativos y de la necesidad de modificar las intervenciones y medios escolares, sin mencionar para nada los también muy espectaculares costes del gasto en fármacos (en particular metilfenidato), que otros medios sí han revelado. Aunque es cierto que atribuyen (a la atención primaria y médicos de familia) que “la propensión a recetar medicación puede eliminar los incentivos para intervenciones educativas” y que también mencionan el obstáculo que suponen las limitaciones impuestas por las aseguradoras, se echa de menos, aunque tampoco sorprende demasiado a estas alturas, una opinión y toma de posición más clara respecto a la influencia de los intereses económicos de la industria farmacéutica en la práctica psiquiátrica actual.
4. Algunos aspectos no dejan de resultar paradójicos o hasta contradictorios, aunque su carácter de documento “de consenso“ permite suponer que ha cedido a las presiones de las diferentes tendencias representadas en el grupo. Así por ejemplo parece cuestionar los gastos excesivos que suponen los programas de ayudas escolares especiales y en las recomendaciones finales aconseja desarrollar, “mejor” pero también “más” este campo. También parece que preconiza una mayor prudencia en el uso de estimulantes, pero sin embargo, propone realizar estudios para conocer “riesgos y beneficios de su uso en menores de 5 años” lo que prácticamente supone una “autorización por parte de expertos” para que sea utilizado con niños muy pequeños, cosa que desaconsejaban informes y recomendaciones anteriores y que ha sido uno de los motivos fundamentales de la alarma social actual.
5. Llama la atención los cuestionamientos múltiples que se hacen, entre otros: de los criterios y rigor en los diagnósticos y de las variadísimas prácticas clínicas que los sustentan; de la prescripción, seguimiento y evaluación de los tratamientos; del sistema sanitario y educativo; de las insuficiencias de la investigación básica y la necesidad de desarrollarla. Por este motivo hay que insistir, en su interés y en la facilidad con que afirmaciones mucho menos fundamentadas y acríticas que estas son trasplantadas a nuestros medios profesionales, sin tener para nada en cuenta las características del país y contexto del que proceden.

SINTOMATOLOGÍA CLÍNICA
Datos epidemiológicos
Hasta 1975 los datos epidemiológicos fueron escasos y muy variables debido a la ausencia de rigor metodológico y de la imprecisión de los criterios diagnósticos utilizados. A partir de esta fecha se multiplicaron los estudios más rigurosos que han evaluado la prevalencia media en torno al 3- 4 % de la población pre-puberal, (en Estados Unidos, con criterios DSMIII, en 1982). Estudios multicéntricos muy recientes, realizados con criterios diagnósticos DSM-IV obtienen una prevalencia del 4,7 %, 3,4 % y 4,4 % según se trate de cuadros con predominio del déficit de atención, de la hiperactividad o de ambas combinadas. (ROSS y ROSS, 1982; DUGAS y cols, 1987; CANTWELL, 1996). Las cifras varían en otros estudios y países, OFFORD y cols., (1989) en Canadá, hallan un 10% en niños y un 3,3 % en niñas, en edades entre 4-11 años.
GILLBERG y cols., en Suecia (1989) un 7% en niños de 6 años (1,2 % en grado severo; y 5,9% moderado). Todas ellas contrastan con las mucho más bajas, 0,1 %, obtenidas por RUTTER (1970), en su histórico trabajo epidemiológico en la isla de Wigth, con niños de 10 años
En España, las prevalencias oscilan entre el 4-8% (GUIMÓN y cols., 1980; BENJUMEA y MOJARRO, 1993; GOMEZ-BENEYTO y cols, 1994, ANDRÉS y cols, 1995), variaciones que pueden deberse a que no se estudian muestras representativas de la población general, o a las peculiaridades de los instrumentos utilizados, como señalan los dos últimos autores citados, que también han diferenciado porcentajes de prevalencia diferentes en función de la severidad de la hiperactividad (3,8 % leve, 3,8 % moderado y 0,25 % severo).
Varios estudios han hallado variaciones importantes en las cifras de prevalencia (del 1 al 9 %) dependiendo de cual fuera el “sistema” (padres, profesores, médicos) que identifica al niño hiperactivo, lo que demuestra que la concordancia, al menos entre estos tres sistemas, no es elevada.

El predominio del sexo masculino, como suele ocurrir con otros trastornos del comportamiento, aparece netamente en todos los estudios. (Sex-ratio de 9 /1, en muestras de poblaciones clínicas, y de 4/1 en trabajos epidemiológicos según CANTWELL, 1996). (2 a 1 en estudios españoles, GÓMEZBENEYTO, 1994; ANDRÉS, 1995).
En cuanto a si la prevalencia está en correlación con grupos culturales, geográficos, o socio-económicos o con determinados entornos escolares, los resultados son contrapuestos. En general los trabajos que postulan el carácter genético-biológico aportan datos a favor de la no influencia de factores socio-educativos, aunque paradójicamente también defienden la mayor incidencia en ciertos grupos familiares (para atribuirla a factores genéticos). Otros trabajos, en cambio, encuentran cifras de prevalencia más elevada en poblaciones de niveles socio-económicos desfavorecidos (CANTWELL, 1996; TRITES, 1979; GÓMEZ BENEYTO, 1994). Este último autor señala que diferentes trabajos consideran diferentes variables para definir el nivel socio-económico lo que explicaría los diferentes resultados.
Respecto al posible aumento de la prevalencia a lo largo de la últimas décadas, parece más aparente que real, y estaría en relación con la mejoría de medios diagnósticos y un despistaje más precoz, y con la gran difusión de información en medios familiares y escolares. Como ya se ha señalado anteriormente, estas cifras han aumentado considerablemente en los últimos años, sobre todo en estudios estadounidenses, llegando a plantear la cuestión del abuso del diagnóstico de hiperactividad, y de las posibles razones que lo estén motivando.

Cuadro clínico. Sintomatología según la edad
La descripción clínica típica es bastante uniforme en todos los trabajos que suelen diferenciar dos franjas de edad.
Entre los 6-12 años
Esta edad, que coincide con la incorporación a la disciplina escolar y primeros años de aprendizajes y exigencias pedagógicas, y con la eclosión de las manifestaciones clínicas, es la que se toma como referencia.

Los síntomas fundamentales son:
• Trastorno (déficit) de atención: El niño se distrae muy fácilmente, no puede concentrarse en una tarea, ni finalizar actividad alguna. Le cuesta prestar atención y a menudo parece no escuchar ni enterarse de lo que se dice, no sigue las instrucciones y mantiene una actitud despistada con “olvidos” y “desobediencias” muy frecuentes.
• Hiperactividad: Movimiento constante sin objetivo concreto, tiende a tocar y manipular todos los objetos sin una actividad organizada. Inquietud excesiva, en especial cuando debe estar quieto o sentado. A menudo corre, salta y habla en exceso, o más bien cuando no le toca o no debe.
• Impulsividad: Interrumpe bruscamente su actividad, y la de los demás, pasa constantemente y de forma imprevista de una actividad a otra. Interviene y responde intempestivamente. Necesita control constante por su tendencia a ignorar el peligro y el riesgo. No respeta normas habituales (de esperar su turno, de no inmiscuirse en otros espacios o conversaciones, del orden de intervención en el juego).

Otros síntomas asociados. A estas perturbaciones habituales se añaden con frecuencia:
– Labilidad emocional, con oscilaciones frecuentes de la tristeza a la euforia, y una débil tolerancia a la frustración, que genera actitudes de irritabilidad y de oposición, y puede llegar a reacciones brutales y descontrol de la impulsividad. En casos extremos puede llegar a plantear la necesidad de un diagnóstico diferencial con los llamados “trastornos disociales y del comportamiento” caracterizados por conductas agresivo-destruc-tivas, actitudes desafiantes y retadoras y la transgresión y violación de normas e imposiciones sociales y familiares: robos, fugas, absentismo etc. (ver evaluación diagnóstica).
– Trastornos específicos del desarrollo, que afectan al aprendizaje y adquisición del lenguaje, lectura, ortografía, cálculo etc. Esta asociación puede entenderse desde la perspectiva de la “co-morbilidad” (sumación de procesos patológicos sobre una fragilidad “mórbida”) o desde la de la “continuidad” (manifestaciones diversas derivadas de una misma falla en la organización precoz que afecta a los esquemas básicos sensorio-motores y a las funciones cognitivas y de simbolización).
– La alteración secundaria del rendimiento escolar, asociada a la del comportamiento, provoca problemas de adaptación al medio, tanto escolar como familiar, que además los refuerzan al reaccionar frecuentemente con actitudes punitivas y de rechazo, que generan en el niño hiperactivo un descenso de la autoestima y una vivencia de desvalorización y desánimo, a menudo mezclados con sentimientos de marginación injusta y comportamientos de sometimiento-pasividad agresiva (si predomina el humor depresivo) o actitudes de revancha desafiante y de negación de sus dificultades (si predomina la euforia hipomaníaca).
– Son numerosos los autores que incluyen como síntomas frecuentemente asociados una gran variedad de los llamados “signos neurológicos menores” (soft neurological signs), que tradicionalmente eran considerados la “prueba” de la “etiología neurológica“ del síndrome de “lesión-disfunción cerebral mínima”. Otros autores, que cuestionan su etiología neurológica, estiman que deben atribuirse a la particular organización psicomotriz precoz de muchos de estos niños, alterada por razones plurifactoriales complejas.

De 0-6 años
Hasta los 18 meses
La observación clínica suele desarrollarse casi siempre bastante más tarde por lo que la descripción de los síntomas precoces es muchas veces retrospectiva, y por tanto sometida al recuerdo subjetivo de padres, generalmente desbordados por una larga convivencia con un niño “imparable”.
Suelen ser descritos como bebés “muy movidos”, protestones y gritones. El desarrollo motor es en general rápido y marcado, a partir del desplazamiento, gateo y marcha, por el desconocimiento del peligro y el riesgo o repetición de accidentes. Tienen alteraciones del sueño (dificultades para conciliar el sueño, que suele ser ligero y con sobresaltos) y del apetito (escaso e irregularmente repetitivo). Los periodos de calma y atención tranquila son escasos y predomina la inquietud y la irritabilidad. No suelen buscar a la madre, con la mirada o con la mímica, para utilizarla como punto de referencia y orientación, y parecen recurrir menos que otros niños al abrazo y al apego como búsqueda de contención. Es probable que se pueda generar así una perturbación precoz de la interacción madre-hijo, y de los mecanismos de auto-tranquilización del niño, alterándose así uno de los reguladores habituales de la excitación y el desbordamiento del niño (DUGAS y MOUREN, 1980; PASTOR, 1981).
La importancia de las relaciones precoces (y de la depresión materna en particular) y de otros factores familiares y socio-afectivos tempranos y de sus alteraciones (en particular la depresión maternal del post-parto) en la organización y control de los esquemas motores básicos, ha sido tan ampliamente subrayada por numerosos investigadores que resulta altamente llamativa la exclusión de su mención cuando se aborda la naturaleza multifactorial de la génesis de los trastornos psicomotores y por ende de la hiperactividad (VALAYDEN y cols., 1982; FLAVIGNY, 1988; GUEDENEY, 1989; BELLION y ABECASSIS, 1998; BERGER, 1999).

De los 18 meses a los 3 años
El retraso en la aparición y organización del lenguaje es frecuente y contrasta con la precocidad motriz, en la que se mezclan ciertas habilidades de aparición rápida (sobre todo la marcha) y cierta impulsividad y brusquedad que dan lugar a una motricidad en su conjunto poco armónica (con frecuentes dificultades en la motricidad fina que exige fluidez y paciencia, o lo que es igual atención mantenida (WENDER y WENDER, 1978; TOUZIN y cols., 1997).
Los impulsos descontrolados y la imprudencia comienzan a ser frecuentes y a angustiar a la familia (si esta es medianamente sensata y coherente) que suele consultar a veces ya a esta edad, en general al pediatra, si, con la entrada en la guardería o pre-escolar, otros adultos corroboran su inquietud, o se extrañan de un comportamiento que la familia juzga normal. El riesgo de accidentes domésticos (contacto con enchufes, ingestiones indebidas) o exteriores, (caídas, comportamientos temerarios diversos) suele ser mucho más frecuente que en otros niños.

A partir de los 4-5 años
El comportamiento desordenado involuntaria, o a veces voluntariamente, destructor genera rápidos conflictos desde la entrada del niño en ambientes colectivos. Una vez en ellos, a partir de los 4-5 años la sintomatología se va asemejando a la descrita en la edad de referencia (a partir de los 6 años).
Desde la perspectiva de la evolución del comportamiento hiperactivo, una intervención precoz, anterior a los 4-5 años, puede tener un valor preventivo nada desdeñable porque evita la distorsión progresiva de las relaciones familiares y escolares, y las interacciones desfavorables inevitables consecuentes (desde la impaciencia, irritabilidad y reproches recíprocos hasta el rechazo-marginación y la desesperación).
Además desde una perspectiva global del desarrollo que entiende la organización motora, cognitiva y afectiva como un todo interrelacionado, la intervención terapéutica en estos momentos clave para la evolución de la personalidad y para la función estructurante, o desestructurante, de las relaciones familiares, resulta fundamental.

EVOLUCIÓN POSTERIOR Y COMPLICACIONES.

Numerosos estudios han señalado porcentajes variables de desaparición (20-50%) y de progresiva atenuación (40-60%) de la hiperactividad en la adolescencia y en la vida adulta, en la que persistirían las dificultades de atención y la impulsividad. Otros encuentran una persistencia tanto de la hiperactividad como del déficit de atención (30-40%). Se ha descrito también la aparición de dificultades sobreañadidas: absentismo e inadaptación escolar y laboral, dificultades de adaptación en su grupo de edad y riesgo de marginalización progresiva, escasa auto-estima y confianza en sus posibilidades, y también mayor incidencia de trastornos de conducta y abuso de sustancias tóxicas. Seguramente se trata de trayectorias psico-sociales asociadas a factores múltiples, a los que se suman las complicaciones derivadas de la hiperactividad (GITTELMAN y cols., 1985; WEIS y cols., 1985; DUGAS, 1987; WEISS y HECHTMAN, 1994; WENDER, 1994).

Las complicaciones evolutivas
• El fracaso escolar.
Ligado en parte al trastorno de atención y a los déficits cognitivos consecuentes se agrava por los factores sobreañadidos: baja auto-estima y confianza en sus capacidades, conflictos con compañeros y profesores, crecientes expectativas negativas por parte de estos, inseguridad e inquietud progresivas, desinterés y rechazo progresivo de todo lo escolar, absentismo etc.
• Los trastornos de conducta.
Desde una perspectiva socio-educativa es fácil de comprender su aparición y progresión creciente a partir del panorama escolar anteriormente descrito; desde una perspectiva médico-psiquiátrica sería el resultado de la co-morbilidad derivada de factores etio-patogénicos comunes.
Desde una perspectiva psicopatológica que entienda el funcionamiento mental y la estructuración de la personalidad como un todo, de desarrollo diacrónico y en interacción con el medio familiar y posteriormente escolar, resulta evidente que un niño con escasa capacidad
de contención emocional y de modulación de la expresión afectiva, si además tiene dificultades en su organización simbólica y motriz, inevitablemente tendrá, además de una sintomatología con hiperactividad dificultades cognitivas y de aprendizaje, y en consecuencia, salvo que el entorno escolar sea particularmente comprensivo y tolerante, serias dificultades para poder adaptarse a él. La insatisfacción y sentimiento de fracaso en sus capacidades y funcionamiento le llevan inevitablemente a la inseguridad, a la desvalorización y escasa auto-estima y a oscilar entre el desinterés y el rechazo hacia las propuestas escolares. Todo ello hace que tengamos que considerar la falta de atención no solo como una limitación o incapacidad causal sino también como una actitud derivada y resultante de por múltiples factores psicológicos y relacionales (ver tabla nº 2). Y lo mismo cabe decir de la conducta, aún más multifactorial en sus determinantes.
Diversos estudios han señalado la mayor incidencia de conductas “disociales y agresivas”, problemas “legales” y de “indisciplina”, de fugas, absentismo y expulsiones escolares, de condenas legales (por violencias y agresiones, robos y efracciones), de tentativas de suicidio y abuso de sustancias tóxicas. Junto con otros autores pensamos que conviene ser muy prudentes en cuanto a la deducción de “correlaciones” causales entre la hiperactividad y todas estas “consecuencias” porque muy probablemente todas ellas tendrían múltiples factores de cocausalidad.
• El desarrollo de una personalidad antisocial en la vida adulta.
Los resultados son muy contradictorios y van desde estudios que encuentran una evolución mayoritaria hacia una buena integración social y profesional, hasta otros que hablan de un aumento significativo de sociopatías y también de alcoholismo y abuso de otras sustancias (SHELLEY y RIESTER, 1972; MORRISON y STEWART, 1973; WEISS Y HECHTMAN, 1994). Al revisar estos trabajos con cierta distancia temporal y geográfica resulta difícil no pensar que estén más o menos influidos por sesgos de tipo ideológico. Seguramente sus resultados no pueden trasplantarse a nuestro país sin ser contrastados con nuevos estudios realizados en nuestro entorno y con una metodología rigurosa.

Factores pronósticos.
Se ha estudiado y resaltado el valor predictivo de ciertos factores (LONEY, 1978):
1. El  status socio-económico. Como en otros trastornos psicológicos infantiles permite predecir el futuro social y profesional. La prevalencia, severidad y evolución de la hiperactividad están ligadas a él. A status más bajo, peor evolución.
2. El nivel intelectual, en sí mismo ligado al status socioeconómico y a la calidad del entorno educativo y de los resultados escolares.
3. La calidad de la relación social (grado de aceptación) con sus coetáneos.
4. El nivel y repetitividad de conductas agresivo-destructivas, que anuncian una peor adaptabilidad ulterior.
5. El grado de hiperactividad influencia sobre todo el nivel de estudios alcanzado. A mayor hiperactividad menor nivel de diplomas obtenidos.
Curiosamente la cuestión de si la personalidad u otras peculiaridades del funcionamiento mental, subyacentes y acompañantes de la hiperactividad pueden incidir en su pronóstico y evolución, cuestión que desde nuestra perspectiva es fundamental, sencillamente no se plantea para los autores que tienen una visión “separada” por no decir “pura” del trastorno como la que favorecen ciertos sistemas de clasificación diagnóstica.

EVALUACIÓN DIAGNÓSTICA.

La evaluación clínica suele basarse en las entrevistas con los padres y el niño,  y las  informaciones obtenidas de los profesionales del entorno educativo.
La cuádruple recogida de datos, obtenida del niño, de la familia, de los profesores y del propio profesional médico-sanitario, suele presentar observaciones convergentes, pero también frecuentes e importantes diferencias de apreciación entre los diversos profesionales. Para tratar de homogeneizar la evaluación del niño hiperactivo suele ser frecuente la utilización de escalas y cuestionarios estandarizados, para padres y profesores que permiten objetivar y cuantificar la sintomatología e intentan reducir la tendencia a la deformación subjetiva (exageración o banalización excesivas).
Por ello también, como se describe luego, los sistemas de clasificación de los trastornos mentales más universalizados (DSM-IV y CIE-10) han intentado proponer descripciones sintomáticas “objetivas” y criterios diagnósticos precisos y “cuantificables”. Es particularmente importante la evaluación y observación clínica y psico(pato)lógica, completa y sistemática, del niño (de su funcionamiento global y no sólo de la hiperactividad), tanto individualmente como acompañado de uno o de ambos padres.

La entrevista con los padres.
La ansiedad, el desbordamiento y la irritabilidad están frecuentemente presentes en los padres del niño hiperactivo y hacen que la fiabilidad de su evaluación sea variable. A menudo el criterio de ambos padres y su grado de tolerancia son divergentes. Generalmente la madre, más tiempo presente en el hogar y más cercana al niño, percibe las cosas con más preocupación y con mejor conocimiento de la situación real. El padre, puede considerar como exuberancia temperamental normal del niño, lo que para la madre es anormal, y hasta puede acusar a ésta de intolerancia o de impaciencia. Otras veces las cosas se invierten o se encuentran actitudes de sintonía absoluta en la que ambos padres se incrementan mutuamente su tendencia a describir la “maldad” y “desobediencia” permanente del hijo. Esta tendencia a las acusaciones proyectivas por parte de los padres (“es él el que nos hace la vida imposible”) no excluye que la hiperactividad del niño exista realmente, de hecho lo uno refuerza lo otro. Nuestra experiencia confirma la idea general, expresada por muchos autores de orientación psicoanalítica, de que las fantasías y temores, conscientes o no, de los padres hacia sus hijos, determinan no solo proyecciones psicológicas que configuran la forma, deformada subjetivamente, con que les ven, sino también comportamientos que determinan e interactúan con el del niño y pueden provocar que este responda en una forma que confirma lo que los temores parentales “predecían”. MANZANO, PALACIOESPASA y ZHILKA, (2002) han descrito y desarrollado en detalle los tipos y características de estas interacciones en lo que denominan “escenarios narcisistas” que implican recíprocamente a padres e hijos.

En cualquier caso la escucha tranquila y, si es posible, empática, de ambos padres permite recoger datos esenciales sobre la cronología, intensidad, y duración de los síntomas, el motivo de consulta, y de las (otras) características del niño y de su desarrollo previo (antecedentes pre, peri y post-natales; desarrollo afectivo, cognitivo, psico-motor y del lenguaje; capacidad de relación; escolaridad; etc.). Permitirá también detectar la calidad del clima y relaciones familiares y las repercusiones del comportamiento del niño en la familia (y viceversa).
Pensamos como otros autores, que, a pesar de su subjetividad, los padres, a través de una entrevista libre o semiestructurada, proporcionan elementos de alta fiabilidad que permiten una evaluación psiquiátrica global válida (RUTTER,1976).

Las informaciones de profesores. Escalas y cuestionarios.
La entrevista con profesores y cuidadores puede proporcionar informaciones útiles sobre los síntomas actuales, pues tienen elementos de comparación con niños de la misma edad y suelen conocer bien al niño y a su familia. El contraste con las apreciaciones parentales aporta datos complementarios y proporciona información interesante sobre el comportamiento del niño en situaciones grupales y en situaciones que exigen concentración intelectual. Además la observación escolar, de larga duración permite comparar situaciones evolutivas. De cualquier manera, conviene descartar la ilusión de una descripción totalmente objetiva por parte de los profesionales de la enseñanza que también sufren todo tipo de vaivenes emocionales y relacionales (CHILAND, 1977).
Los cuestionarios, destinados a padres y profesores, están estructurados como escalas de valoración del comportamiento. Las escalas de Conners son las más utilizadas y tienen una versión original (93 ítems para padres, 39 para profesores) completada posteriormente por una versión reducida (48 ítems y 28 respectivamente). Ésta agrupa, en la versión padres, cinco factores (trastornos de la conducta, problemas del aprendizaje, manifestaciones psicosomáticas, impulsividadhiperactividad, y ansiedad) y en la versión profesores, tres (trastornos de la conducta, hiperactividad, e inmadurez-pasividad). Son claras y de sencilla aplicación, lo que las hace fiables y válidas para algunos autores, aunque también han recibido diferentes críticas (CONNERS, 1982). Entre otros muchos cuestionarios comercializados también suelen ser bastante utilizados los de Barkley (1981): “Home Situations Questionnaire”, tambien con versión padres y profesores; y los de Achenbach (1981): “Child Behavior Checklist”, que tambien tiene una triple versión padres, profesores y niño (ACHENBACH 1981; BARKLEY, 1990).
En nuestra opinión es algo ingenuo pensar que porque estas evaluaciones estan estandarizadas queden libres de valoraciones subjetivas, y varios estudios muestran las diferentes “puntuaciones” que con estos instrumentos realizan personas diferentes y cercanas con el mismo niño. En cualquier caso, hay que subrayar que ni son un método de diagnóstico específico, ni están destinadas a ser utilizadas como único instrumento de diagnóstico, ni tampoco a “ahorrar” un examen clínico especializado que es, siempre, imprescindible.

La entrevista con el niño.
Es siempre elemento imprescindible del diagnóstico. (Igual ocurre con cualquier otro diagnóstico, pero conviene señalarlo porque últimamente hemos visto con frecuencia niños con diagnósticos previos de hiperactividad basados exclusivamente en informaciones de padres y/o maestros, pero con muy escaso conocimiento, y ningún examen clínico, del niño).
Es el momento que permite establecer una relación con el niño, que puede manifestar como vive sus dificultades y su sufrimiento, rara vez reconocido por la familia. A menudo expresa sentimientos y afectos negativos, se siente anormal e incapaz de controlar su comportamiento. Tambien desean que alguien les pueda calmar y el sentimiento de que sus padres no puedan hacerlo aumenta su desesperación.
Es frecuente que durante la primera entrevista los niños hiperactivos muestren una calma inhabitual (80 % de casos para SLEATOR y ULLMAN, 1981). La tendencia general a la desaparición o la atenuación de la hiperactividad en función de la calidad (capacidad de contención) y duración de la relación establecida con el niño apoya las hipótesis socio-educativas de numerosos autores y también permite comprobar la eficacia evidente de ayudas psicoterapéuticas adecuadas. Pero sobre todo plantea la cuestión de qué es, cuando, como y por qué, lo que cambia en el funcionamiento del niño en una situación de escucha particular. Solo si se llega a comprender y sistematizar los factores que posibilitan este cambio inicial, básico para otros cambios más estructurados y estables, se podrá consolidar la validez de las intervenciones terapéuticas basadas en la relación.

Ciertos autores insisten en que los problemas asociados (“comórbidos”) deben ser sistemáticamente explorados (Por ej., entre otros muchos, BARKLEY,1990). Obviamente para
quienes tienen una visión mas “estructural” de la hiperactividad, su exploración está obligatoriamente ligada a la evaluación global del funcionamiento mental. En ambos plateamientos se hace pues imprescindible explorar: el comportamiento (distraibilidad, falta de atención, impulsividad, agitación, conductas turbulentas o destructivas); la adaptación social (relaciones con amigos, aceptación de normas, lenguaje faltón y desinhibido, escaso autocontrol y conductas de riesgo, mala resolución de situaciones de compromiso: huidas, fugas, robos); las  funciones cognitivas (lenguaje interno “pensar y hablar para sí mismo”, concentración mental, interés por la lectura, rendimiento intelectual global, capacidad autocrítica y de anticipación de las consecuencias de su comportamiento) y las capacidades de representación simbólica  (desplazamiento y expresión de aspectos intrapsíquicos a través del juego, del dibujo o del relato verbal; interés por personajes y temas narrativos, cuentos, cine y TV, tebeos);  aprendizajes y comportamiento escolar (rendimiento inferior a su capacidad intelectual; dificultades específicas de ciertos aprendizajes y en particular de los vinculados a la organización del lenguaje, dislexia-disortografíadiscalculia);  organización y coordinación motriz y su representación en el esquema-imagen corporal  (capacidad de disfrutar lúdicamente del cuerpo y de organizarlo para responder a juegos con reglas motrices complejas),  otros problemas somáticos (inmadurez y retraso de crecimiento, enuresis-encoprexis, infecciones frecuentes de vías altas, manifestaciones alérgicas, alteraciones del sueño).

Particular atención merece la exploración emocional y afectiva, habitualmente relegada a la vista de la espectacular sintomatología hiperactiva que ocupa el primer plano y monopoliza la atención del observador. Sin embargo subyacen bajo ella importantes manifestaciones de inestabilidad emocional y del estado de ánimo: escasa capacidad de contenerse con descontrol afectivo y descargas impulsivas, dificultades para la autoregulación y modulación de la expresión de emociones con reacciones excesivas de “intolerancia a la frustración”, humor variable, frágil e imprevisible con fáciles y continuas oscilaciones (en particular la alternancia entre el polo de los sentimientos de depresión, escasa auto-estima, y desvalorización de sí mismo y el polo de manifestaciones “hipomaníacas” de euforia, omnipotencia, negación de toda dificultad, comportamiento displicente y despectivo que desvaloriza al otro).
Como desarrollaré más adelante muchas de estas manifestaciones clínicas se articulan constituyendo auténticas disarmonías evolutivas – personalidades límite estables y persistentes.
Aunque existen procedimientos técnicos sistematizados para la exploración de muchas de las capacidades psicológicas descritas, (Tests y Escalas de Inteligencia, Instrumentos para la objetivación de trastornos del lenguaje y de los aprendizajes, de la atención y concentración, de la vigilancia y tiempo de respuesta etc), consideramos que son solo una parte de la práctica clínica especializada, subordinada a una exploración global del niño, y de su entorno, y ahorramos su descripción más detallada.
En ciertas ocasiones la observación directa del niño en el contexto de sus relaciones con la familia, cuando la colaboración parental lo permite, y en la escuela, puede aportar datos complementarios importantes.

Los criterios de clasificación diagnóstica.
La necesidad de establecer criterios de diagnóstico sistematizados que permitan homogeneizar la observación clínica y la recogida de datos clínicos se ha plasmado en la difusión y aceptación progresiva de los sistemas de Clasificación Diagnóstica. Los dos sistemas más extendidos actualmente (CIE 10, décima revisión de la Clasificación Internacional de la Enfermedades establecida por la OMS, en 1992, y la DSM-IV, Clasificación de los Trastornos Mentales, establecida por la Asociación Americana de Psiquiatría, en 1994), han tratado de establecer criterios cuantitativos de diagnóstico de los “Trastornos hipercinéticos” (que quedan diferenciados de los “Trastornos Disociales” en la CIE 10), y de los “Trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador” (que engloban conjuntamente el “Trastorno por déficit de atención con hiperactividad” y el “Trastorno Disocial” en la DSM-IV) (CIE 10, 1992; DSM IV, 1994).
La CIE 10, requiere que el déficit de atención y la hiperactividad estén presentes en más de una situación o entorno (escuela y familia por ej.), que su comienzo sea precoz (anterior a los 6 años) y de larga duración. Subraya la necesidad de diferenciarlo del trastorno disocial y de otros trastornos psíquicos (trastornos ansiosos, trastornos del humor-depresivos, trastorno generalizado del desarrollo, y esquizofrenia infantil) o neurológicos (p.ej. fiebre reumática).
La DSM-IV requiere la presencia “durante por lo menos 6 meses, con una intensidad desadaptativa e incoherente con el nivel de desarrollo” de “al menos 6 síntomas de desatención” y “al menos 6 síntomas de hiperactividad-impulsividad” que se describen en un listado preciso (que no detallamos por ser conocidos y de fácil consulta en los manuales de la CIE 10 y DSM-IV). Señala también que los sintomas deben estar “presentes desde antes de los 7 años” y “en dos o más ambientes”. Deben existir “pruebas claras de un deterioro clínicamente significativo de la actividad social, académica o laboral”.
Además hay que descartar que los sintomas aparezcan “en el transcurso de un trastorno generalizado del desarrollo, esquizofrenia u otro trastorno psicótico” y que “se explican mejor por la presencia de otro trastorno mental (p. ej. trastornos del estado de ánimo, trastorno de ansiedad, trastorno disociativo o trastorno de la personalidad)”.

El diagnóstico diferencial.
Exige en primer lugar, por parte del pediatra o del generalista, la exclusión de causas somáticas, que pueden generar, secundariamente, la emergencia de la hiperactividad. Pese a su escasa frecuencia, hay que reconocer y descartar afecciones que pueden asociarse a ella: afecciones metabólicas (hipertiroidismo, hipoglicemia), intoxicaciones (plomo), epilepsia, trastornos neurológicos identificables (menos del 5% de casos). Restando importancia al debate de si son trastornos causales, asociados o derivados, la exploración somática debe detectar la presencia de eventuales  “signos neurológicos menores” que, aunque poco frecuentes, pueden ser importantes para diseñar las intervenciones terapéuticas más adecuadas para cada caso (necesidad prioritaria de una reeducación psicomotriz por ej.). Pueden ser de relativo interés clínico las escalas de evaluación (de los signos neurológicos menores) propuestas por CLOSE (1973) y por DENKLA (1985), que resumen y facilitan la aplicación de baterías de pruebas más complejas elaboradas por el N.I.M.H –Instituto Nacional de Salud Mental– de los EE.UU.

En segundo lugar, el peso fundamental del diagnóstico diferencial recae en el examen psiquiátrico destinado a evaluar la psicopatología asociada y a descartar otros cuadros diagnósticos que puede cursar con mayor o menor grado de hiperactividad. En este sentido, ya ha quedado reseñada la necesidad de excluir ciertos diagnósticos bien conocidos y delimitados, tales como los trastornos englobados en la esfera de las psicosis infantiles: trastornos generalizados del desarrollo y esquizofrenia infantil (psicosis disociativa); los trastornos (en general neuróticos) que cursan con manifestaciones de ansiedad e inquietud, y los trastornos (depresivos) del humor.
En nuestra experiencia es frecuente que detectemos bajo un cuadro de hiperactividad “psicológicamente normal” la presencia de elementos psicopatológicos propios de una personalidad límite (border line), que pueden pasar desapercibidos para el no especialista y también resultan difíciles de diagnosticar para el especialista, porque sus manifestaciones clínicas se caracterizan por la fluctuación, variedad e inestabilidad de los síntomas psíquicos (consistentes fundamentalmente en un descontrol emocional y de los impulsos, la confusión entre realidad y mundo imaginario con irrupciones bruscas de fantasías amenazantes o megalómanas, y la oscilación rápida de estados de ánimo depresivos y eufóricos que desbordan al niño y que son muy sensibles a las respuestas de contención de su entorno relacional: familiar, escolar o terapéutico). Obviamente todos estos rasgos pueden pasar desapercibidos en una observación rápida centrada en los síntomas, pero se despliegan en cuanto se estructura una relación clínica más permisiva y continuada.

TRATAMIENTO.
El tratamiento debe asociar, siempre, diversos tipos de intervención terapéutica, incluyendo, por lo menos, intervención psicoterapéutica y de apoyo y asesoramiento a la familia y también, cuando es necesaria y útil, una ayuda farmacológica. Por tanto no se justifica la tendencia actualmente en boga a reducirlo exclusivamente a una rápida prescripción medicamentosa, sin complemento terapéutico alguno. Sin embargo, en recientes estudios realizados en E.E.U.U., se confirman datos que hablan de una marcada tendencia, en este país, en sentido contrario (el 84% de las prescripciones de metilfenidato se realizan en la atención primaria; el 60% por pediatras; menos del 22% de los niños que reciben un psicoestimulante en asistencia ambulatoria reciben un estudio diagnóstico psiquiátrico o visitas de seguimiento ni tampoco asesoramiento alguno o psicoterapia) (RAPPLEY y Cols.,1995. KELLEHER y Cols., 1989). No volveré a insistir en aspectos relacionados con las prácticas terapéuticas estadonuidenses, extensamente comentadas anteriormente. Lamentablemente no disponemos por ahora de estudios ni de datos relativos a lo que está ocurriendo en nuestro país.
Los psicofármacos, los psicoestimulantes y también otros, pueden ser útiles por su efecto sintomático cooperando a mejorar la atención y a atenuar la inquietud y la impulsividad y con ello la autoestima y la imagen de sí mismo y las relaciones interpersonales, pero no son por ahora un remedio exclusivo y absoluto y tampoco son eficaces en todos los casos.
Las intervenciones educativas y pedagógicas, las reeducaciones del lenguaje y de las dificultades escolares asociadas, las técnicas corporales (reeducación psicomotriz), y las intervenciones terapéuticas con la familia, constituyen complementos imprescindibles. Todas ellas permiten devolver, tanto al niño como a sus padres, la sensación de poseer areas de actividad con un buen funcionamento, y recuperar así la tranquilidad y autoestima mínimas indispensables para insistir en ciertas tareas, evitando el círculo vicioso impaciencia - ansiedad -dispersión - hiperactividad.

Los psicofármacos.
Como hemos reseñado en la introducción, Bradley, en 1937 y en Estados Unidos, publicó un estudio sobre 30 niños, de entre 5 y 14 años, de inteligencia normal, cuyos trastornos del comportamiento y resultados escolares habían mejorado mucho con la administración de una anfetamina, la bencedrina. Posteriormente, a partir del descubrimiento y uso extensivo de neurolépticos en los años cincuenta, y del descubrimiento del metilfenidato (otro psicoestimulante anfetamínico) en el año 1957, se van publicando progresivamente trabajos relativos a sus resultados terapéuticos. (Barkley, recoge en 1977 más de 100 trabajos publicados). En la actualidad los psicoestimulantes anfetamínicos, y en particular el metilfenidato se utiliza habitualmente, y para muchos autores excesivamente, en los Estados Unidos (1-5 % de la población escolar, según BOSCO y ROBIN, en 1980; del 6 al 20% actualmente, según SAFER y cols., 1996; LeFEVER y cols., 1999; ANGOLD y cols, 2000). En otros muchos países (por ej. Francia o Suecia) su uso es prácticamente nulo y además está limitado legalmente, al ser considerado como un estupefaciente. En Francia, recientemente, varios especialistas renombrados han publicado un “manifiesto informativo” alertando sobre la extensión progresiva del (ab)uso de psicofármacos en niños cada vez más pequeños, mencionando estudios que revelan su prescripción en cerca de 1% de niños de entre 2-4 años, y sobre todo trasmitiendo su inquietud y su posición “hay que reconocer que los éxitos de la psicofarmacología tienen como contrapartida la tendencia creciente a dejar de lado una aproximación psicopatológica, para favorecer una respuesta unívoca, puramente medicamentosa, que priva a los pacientes de una reflexión terapéutica sobre la significación y sentido profundo de su malestar” (BURSZTEJN, CHANSEAU, GEISMANN, GOLSE, HOUZEL; Le Monde, 27 mayo 2000).

En nuestro país, su uso, iniciado prudentemente hace muchos años por los especialistas en psiquiatría infantil, parece creciente, aunque no tenemos estudios que lo cuantifiquen. Curiosamente, y pese a todo lo dicho, se promociona en diversos medios su empleo como un descubrimiento nuevo y revolucionario.
La prudencia y la resistencia frente a su uso está motivada por el temor a ciertos efectos secundarios (excitación, insomnio) y por el riesgo de que su uso prolongado pudiera favorecer al desarrollo ulterior de estados de dependencia o de toxicomanías (DIATKINE y FREJAVILLE, 1973; GOLDMAN, 1998), riesgo que otros autores han matizado (WILENS, 1999; Informe Academia Americana de Psiquiatría del Niño y del Adolescente, 2002). La falta de certezas respecto a sus mecanismos de acción y a su eficacia real a largo plazo son también factores de reticencia y prevención. En cualquier caso, como ya se ha relatado, la administración de psicoestimulantes se desaconsejaba por debajo de los seis años, incluso en el país más propenso a su utilización, en las recomendaciones de la Federal Drug Administration en EE UU. Sin embargo en el último informe arriba citado, de un lado se mantiene la contraindicación, aunque de otro se menciona la existencia de 7 estudios, a doble ciego, con pre-escolares que confirman su eficacia, para concluir que se necesitan aún más estudios e informes antes de que se pueda decir que su eficacia es una evidencia médica. Por ello juzgan como “paradójico” que esta entidad estatal haya aprobado el uso de anfetaminas en niños de 3 años, “sin que se hayan publicado datos controlados que muestren su seguridad y eficacia”. Pese a todas estas consideraciones y como hemos visto, se siguen usando frecuentemente con escasa supervisión y seguimiento, hecho que ha alarmado a diferentes colectivos organizados que han emprendido acciones jurídicas y legales para prohibir o limitar su utilización.

Psicoestimulantes.
En la actualidad, seguramente por su frecuente uso con niños hiperactivos, son los psicofármacos de mayor consumo en la infancia. Los más utilizados son el metilfenidato (más del 80% de estudios), y la dextro-anfetamina, y con frecuencia mucho menor, la cafeína y la pemolina. Se trata de fármacos simpaticomiméticos semejantes a las catecolaminas (noradrenalina y dopamina).
a) El metilfenidato
Derivado de la piperidina, tiene una estructura química similar a la anfetamina. Es el más utilizado y en algunos países el único autorizado. Su efecto estimulante sobre el S.N.C. parece
deberse a que aumenta la concentración de monoaminas (dopamina y noradrenalina) en el espacio sináptico pero su mecanismo íntimo de acción no se conoce. La relación entre su modo de acción y el efecto clínico está probablemente ligado a la activación de la formación reticular y del cortex cerebral.
La dosis diaria es variable. Se recomienda habitualmente entre 10-20 mgrs./día, habiendo algunos autores que llegan a proponer hasta 40- 50 mgrs./día. El criterio mayoritario sitúa la tasa óptima entre 0,3-0,7 mgr /kg. Algunos autores preconizan el uso de dosis crecientes desde 0,3 mgrs./kg./día hasta 2-3 mgrs./kg./dia (38,69).
Su farmacocinética está bien estudiada. La acción del metilfenidato es rápida, tiene un pico plasmático máximo 1-2 horas tras la toma, una vida media de 4 horas, y la duración de acción de entre 3-6 horas. Se administra por vía oral en dos   tomas (mañana y mediodía) y a veces en tres (8-12-16 h.) aunque algunos prefieren una sola toma cada 24 horas (generalmente con formas depot aún no comercializadas en España).

Conviene evitar tomas posteriores a las 17 horas porque pueden alterar el sueño. Su efecto clínico no está en correlación con las tasas plasmáticas, que pueden variar en cada niño para una misma dosis ingerida, razón que podría explicar en parte las importantes variaciones existentes en cuanto a dosificaciones recomendadas. El plazo de acción habitual es de unos quince días, aunque en un 30-50 % de casos la respuesta aparece mucho más rápidamente. En algunos casos se observa una agravación de la sintomatología que suele ceder pronto tras la supresión de medicación. La duración del tratamiento depende de la remisión sintomática, aunque suele administrarse en periodos de 2-3 meses y no se recomienda prolongarla más de 8-9 meses. Es frecuente que las pautas de administración se adapten al calendario escolar con “descansos medicamentosos” durante los períodos vacacionales. Ello permite verificar la remisión de los síntomas, sin psicoestimulante y evitar una tolerancia progresiva a él. Se ha señalado una disminución de los efectos del fármaco al prolongarse el tratamiento (BARKLEY, 1990).
En cuanto a su eficacia clínica, a corto y medio plazo, ha sido objeto de numerosos estudios, sobre todo estadounidenses, que hablan de eficacia demostrada en un 60-70 % de casos. Actúa sobre los síntomas fundamentales (agitación, falta de atención, impulsividad) y secundariamente favorece el funcionamiento cognitivo, social y familiar. En cambio no es eficaz para los trastornos del aprendizaje ni los trastornos antisociales y oposicionistas del comportamiento (SPENCER y cols., 1996; NIH-Informe de Consenso, 1999).

Son muchos los autores que afirman que no se conocen bien sus efectos  a largo plazo por la ausencia de estudios prospectivos rigurosos que incluyan seguimientos de varios años, aunque BARKLEY, en 1977, concluyó en un análisis de 17 estudios publicados sobre la acción a largo plazo de los psicoestimulantes sobre los rendimientos escolares, que su eficacia era mediocre (BARKLEY,1977; SPENCER y cols.,1996; SAIAG y MOUREN-SIMEONI, 1998). En la misma línea, otros estudios más recientes, realizados cuatro años después del tratamiento, resaltan que en solo un 15% había remitido la patología, y atribuyen su persistencia a la coexistencia de trastornos de conducta y del humor, de ansiedad y de adversidades psicosociales. Aún más sorprendente puede parecer que no hallaban relación entre el tratamiento y la disminución (cuatro años después) de los síntomas de hiperactividad e impulsividad (HART y cols.,1995; BIEDERMAN Y cols.,1996.). En otros estudios de seguimiento, desde los 3 hasta los 12 años, se constata que el 73% que no presentaban síntomas en el seguimiento, así como el 88% de los que presentaban síntomas residuales y el 88% de los que continuaban siendo hiperactivos, habían recibido psicoestimulantes por periodos de entre 22 y 50 meses (LAMBERT y cols., 1987).

Respecto a sus  indicaciones hay diferencias importantes según autores y países. Parecen extenderse a todas las formas de hiperactividad en los Estados Unidos y, en general, son más restringidas en Europa, donde se recomienda su uso en las formas más severas, y en particular, en las hiperactividades con predominio del déficit de atención, y en las asociadas con cuadros co-mórbidos (deficiencia mental, cromosoma X frágil y otras deficiencias ligadas a alteraciones genéticas, traumatismos craneales con afectación post-traumática importante). Los efectos secundarios más frecuentes son la pérdida de apetito y la disminución del peso, y los trastornos del sueño.
El insomnio aparece más a menudo con la dexedrina que con el metilfenidato. La irritabilidad y la ansiedad son más frecuentes que otras manifestaciones psíquicas que también se han descrito: síndrome depresivo, indiferencia, retraimiento y letargo.También se ha señalado en trabajos recientes el deterioro de la capacidad cognitiva, sobre todo al emplear dosis altas (TANNOCK y cols.,1995). El  “efecto de rebote” consistente en una agravación de la sintomatología, sobre todo al atardecer, también ha sido observado. Uno de los efectos secundarios más temibles es la aparición de una  psicosis tóxica aguda de tipo paranoide, con delirio y alucinaciones.

Estas manifestaciones suelen ser proporcionales a las dosis utilizadas y casi siempre desaparecen con su supresión. Son frecuentes y generalmente transitorios los  efectos cardio-vasculares: ligero aumento de la presión arterial y aceleración de la frecuencia cardíaca. No se suelen producir alteraciones electrocardiográficas ni manifestaciones de insuficiencia cardiaca.
El retraso del desarrollo pondero-estatural también se ha descrito por varios autores. Los mecanismos implicados serían la pérdida de peso por disminución del apetito y la inhibición de la secreción de la hormona del crecimiento. Afectaría a los niños tratados con dosis superiores a 0,8 mgrs./kg./día durante un año o más, y con dosis de 0,6 mgrs./kg./día si el tratamiento se prolonga tres años o más (SAFER y ALLEN, 1973; DUGAS y cols., 1977).
Otro efecto secundario temible y cuya frecuencia es un dato controvertido es el riesgo de utilización abusiva de psicoestimulantes y su efecto predisponente a posteriores conductas toxicománicas y alcohólicas. Varios autores se muestran prudentes ante la aceptación generalizada de esta posibilidad evolutiva y sugieren que su confirmación necesita la realización de más estudios prospectivos a largo plazo (KANDEL, 1978; Informe Academia Americana, 2002). En la práctica clínica se debe considerar el potencial riesgo de utilización abusiva de los psicoestimulantes, tanto por parte del niño como de su entorno. Deben conocerse por tanto los efectos de su uso excesivo (taquicardia, midriasis, hipertensión, estereotipias motoras, irritabilidad y labilidad emocional, cuadros paranoides) así como los signos de abstinencia (disforia, episodios depresivos severos con ideas de suicidio) (TORO y cols.; 1998).

La aparición de crisis epilépticas, y la presentación (o agravación si pre-existía) de un   sindrome de Gilles de la Tourette, así como la eclosión o exacerbación de tics, también se han observado, razón por la que estas afecciones se han convertido en  contraindicaciones. Ciertos autores consideran que el riesgo epileptógeno no es elevado y que ciertos niños con epilepsia asociada a hiperactividad pueden utilizar los psicoestimulantes (CHAMBERLIN, 1974; FRAS, 1974; CRUMRINE y cols.; 1987).
Todo ello obliga a vigilar regularmente durante el tratamiento la frecuencia cardíaca y tensión arterial, el peso y la talla, la aparición de movimientos anormales (tics) y el cumplimiento de la posología.
En trabajos estadounidenses muy recientes, (en particular el citado Informe de la Academia Americana, 2002), sin duda en reacción a la extensión abusiva del uso de anfetaminas, se reconsideran sus indicaciones y contraindicaciones. En las indicaciones la primera es el “ADHD sin condiciones comórbidas” (que no se especifican) y el “ADHD con comorbilidades específicas (trastorno desafiante-oposicionista, trastorno de conducta, trastorno de ansiedad y trastornos del aprendizaje)”.
También se incluyen la “apatía causada por condiciones médicas generales” (afectaciones cerebrales traumáticas o degenerativas) y el  “retraso psicomotor severo”. En cuanto a lasa contraindicaciones se señalan: uso concomitante de inhibidores de la MAO, psicosis, glaucoma y drogodependencia. También, aunque con matices: tics motores, depresión, trastornos de ansiedad, estados de fatiga y la edad inferior a los seis años.
Deben tambien conocerse, y vigilarse, las interacciones medicamentosas. Potencializa el efecto de los antidepresivos tricíclicos y de ciertos anticonvulsivantes (fenobarbital, hidantoína), y es a su vez potencializado por algunos neurolépticos (tioridazina). Puede inhibir los efectos sedantes de benzodiacepinas, antihistamínicos y antidepresivos.Interfiere en el metabolismo de ciertos anticoagulantes e hipotensores (guanetidina). Su asociación con los IMAO puede ser altamente peligrosa (crisis hipertensivas).

b) Otros psicoestimulantes.
La dextro-anfetamina se prescribe en dosis de unos 20 mgrs./día. Su vida media es de unas 7 horas y su acción algo más duradera que la del metilfeniodato, entre 6 y 18 horas. Se toma habitualmente en dosis única por vía oral, que conviene espaciar al menos media hora de las comidas porque los agente ácidos gastrointestinales disminuyen su absorción. Sus efectos, sintomáticos y secundarios, y sus indicaciones y contraindicaciones son semejantes a las del metilfenidato. Tiene también considerables interacciones farmacológicas semejantes a las del metilfenidato. Incrementa los efectos de los IMAO y otros antidepresivos y de ciertos narcóticos, e inhibe a los bloqueantes beta-adrenérgicos.
La pemolina, una oxazolidinona, se utiliza mucho menos. Su mecanismo y tiempo de acción son menos conocidos. Su uso queda limitado a los casos en que los otros psicoestimulantes no son bien tolerados. Se recomienda un abanico de dosis de entre 0,6-4 mgrs./kg., en toma matutina única.
La  cafeína, presente en el café, té, cola, chocolate y cacao, suele prescribirse en dosis de 100-150 mgrs./día, en dos tomas (lo que equivale a 6 mgrs. de dextro-anfetamina). Se absorbe rápidamente y la tasa plasmática óptima se alcanza una hora después de la toma. Proporciona una sensación de bienestar y mejora la atención. Ha sido utilizada en niños hiperactivos que mejoraban con el metilfenidato pero que tuvieron que suprimirlo por sus efectos secundarios, siendo los resultados semejantes entre ambos. Otros autores niegan esta equivalencia y afirman que sus efectos son semejantes a los de un placebo (FIRESTONE y cols.; 1978; DULCAN,1990).

Neurolépticos.
Los neurolépticos más utilizados, aunque con frecuencia menor que los psicoestimulantes, son la tioridacina, el largactil y el haloperidol. Tienen un efecto sedativo porque inhiben el sistema dopaminergico, actuando por tanto en sentido opuesto a los psicoestimulantes. Ciertos autores han señalado efectos positivos, en particular para el haloperidol, pero los efectos secundarios molestos de estos fármacos (somnolencia, apatía y pasividad, enlentecimiento, síndrome extrapiramidal) dificultan su uso (WERRY, 1977; DUGAS y cols.; 1987; DULCAN, 1990).
Existen actualmente nuevos neurolépticos de reciente síntesis (olanzapina, risperidona) con menores efectos secundarios extrapiramidales, pero aún no existen estudios publicados respecto a su utilización en la hiperactividad.

Otros psicofármacos
Los ANTIDEPRESIVOS en particular los tricíclicos (imipramina, amitriptilina, clorimipramina) han sido utilizados como tratamiento alternativo o de segunda elección. Su eficacia parece menor y más transitoria que la de los psicoestimulantes. También se ha utilizado, aunque con menor frecuencia, la clonidina (con efectos superiores al placebo lo que hablaría en favor del papel del sistema noradrenérgico en la fisiopatología), y la carbamacepina (antiepiléptico con efectos sobre el control de impulsos).
Muy recientemente se ha comenzado a ensayar en el tratamiento de la hiperactividad una nueva molécula, la tomoxetina (posteriormente denominada atomoxetina para evitar confusiones con el tamoxifen). Se trata de un inhibidor selectivo de los transportadores de la norepinefrina presináptica con una mínima afinidad para otros receptores noradrenérgicos. Su funcionamiento se asemeja pues al de ciertos antidepresivos. Los estudios iniciales afirman que sus resultados en la hiperactividad son comparables a los del metifenidato (HEILIGENSTEIN y cols., 2000; MICHELSON y cols., 2001; KRATOCHVIL y cols., 2002).
En cuanto a los ANSIOLÍTICOS más utilizados, en general los derivados diacepínicos, no parecen mostrar gran eficacia directa sobre la hiperactividad, pero en cambio sí sobre la ansiedad frecuentementente presente (para algunos como factor asociado pero para otros como factor generador de ciertas hiperactividades).

Las psicoterapias.
Como se ha señalado, pese a su carácter de tratamiento prioritario o de complemento terapéutico imprescindible, parece que están siendo relegadas frente a la expansión creciente de la opción farmacológica, de más fácil inicio e instrumentación.
Este artículo no desarrolla un análisis profundo de las razones, serias o interesadas, que impulsan esta tendencia aunque cabe citar algunas de las razones a tener en cuenta. Algunas derivan de los planteamientos asistenciales de los “gestores” sanitarios: supuesta “economía” del fármaco frente a los costes asistenciales y de formación del especialista en psicoterapia, priorización o relegación de modelos de salud comunitarios, resistencia de ciertos profesionales y dificultad metodológica para la evaluación de su eficacia etc. Otras derivan de los estudios financiados y de los intereses mediáticos, es decir económicos, movilizados a favor de la supuesta superior eficacia terapéutica, “demostrada con evidencias médicas”, de los fármacos frente a otras alternativas terapéuticas (el entrecomillado viene justificado por los conocidos escándalos descubiertos en importantes revistas científicas y reconocidos por sus responsables). Otros dependen de las peculiaridades propias de los tratamientos psicoterapéuticos: múltiples orientaciones con descalificaciones recíprocas; dificultades metodológicas intrínsecas; difícil evaluación de resultados y factores de cambio; coste inevitable de un tratamiento que exige profesionales expertos y larga duración; número forzosamente limitado de los pacientes tratados; dificultades éticas para la realización de estudios comparativos; resistencia a publicar datos, sea por razones justificadas de confidencialidad, o por otras más discutibles etc.

En todo caso existen numerosos estudios dedicados específicamente a esta cuestión que matizan las dificultades de esta tarea. Aquí, nos limitaremos a una descripción breve y somera de los tipos de intervención más experimentados y utilizados.
Las psicoterapias de tipo individual más utilizadas son las de orientación psicodinámica (de inspiración psicoanalítica) y las cognitivo-conductuales.
Las psicoanalíticas se practican en general a largo plazo (más de un año) y con frecuencia de 1-2 sesiones semanales (en las que se utiliza el diálogo, a través del juego y del dibujo).
Su objetivo es lograr modificaciones en los mecanismos psíquicos prevalentes y consecuentemente de los síntomas derivados. Sus practicantes entienden que la hiperactividad es un síntoma secundario insertado en el conjunto de una personalidad alterada, pero con efectos muy desfavorables sobre la organización de ésta. Su eficacia clínica, evidente para sus defensores, se tiene que enfrentar a la dificultad de quedar objetivamente demostrada, y necesita para ello desarrollar procedimientos metodológicos y estudios de evaluación, hasta ahora escasos, que resultan de una gran complejidad, acorde con la de las variables que influyen en los cambios psicológicos profundos y en la organización de la personalidad, y más cuando se pretenden obtener resultados de cambios estructurales y estables, confirmados a largo plazo.

Desde esta perspectiva específica, la psicoterapia psicoanalítica, que es la que practicamos, desarrollaré posteriormente las consideraciónes clínicas derivadas del tratamiento de niños hiperactivos, y de las problemáticas psíquicas subyacentes, que sistemáticamente aparecen en una relación terapéutica que se prolonga el tiempo suficiente para permitir el despliegue de ciertas manifestaciones psíquicas, que no son únicamente las trasferenciales, y que en los casos favorables se acompañan de cambios sintomáticos y evolutivos altamente positivos.
Las cognitivo-conductuales, se centran, a través de métodos diversos, en un objetivo común: el desarrollo de capacidades de auto-control del niño sobre su hiperactividad y su concentración. Sus criterios de valoración dan prioridad a la atenuación o desaparición de los síntomas evaluada a corto plazo y con ello facilitan la realización estudios comparativos de su eficacia clínica. Los resultados publicados en diferentes estudios son solo relativamente satisfactorios, aunque hay que valorar que en ellos la duración de los tratamientos es particularmente breve para tratarse de una psicoterapia (de 2 a 16 semanas). Su asociación con la farmacoterapia incrementa la eficacia en comparación con la resultante de la utilización de estos tratamientos en forma aislada (ABIKOFF y GITTELMAN, 1985; PELHAM y MURPHY, 1986; HORN, IALONGO, PASCOE y cols., 1991; CARLSON, PELHAM y cols., 1992).

Desde ambas orientaciones se suelen utilizar también las psicoterapias grupales, combinadas con la individual o independientemente de ella. Ayudan a mejorar la auto-estima y
propia imagen del niño que se suele sorprender de poder compartir los mismos u otros problemas psicológicos con otros niños. Se pueden hacer grupos cerrados (los mismos niños de principio a fin) o abiertos (con altas e incorporaciones durante el tratamiento). También pueden variar las características clínicas de los niños incluidos, todos hiperactivos en un grupo específico (con el consiguiente riesgo de que la potenciación recíproca de la hiperactividad y falta de atención y la excitación impida cualquier actividad organizada), o diversos diagnósticos en un grupo no homogéneo (que puede favorecer la hetero y auto-tolerancia, pero también lo contrario). En ambos casos se procura que las edades no difieran mucho.
Las reeducaciones de las dificultades del aprendizaje y áreas específicas del desarrollo (lectura y escritura, lenguaje, motricidad), que pueden tener un papel estructurante fundamental, que no se logra con tratamientos cortos exclusivamente sintomáticos, suelen realizarse también individualmente o en grupos reducidos de 3-4 niños.
Las psicoterapias realizadas con el niño, se benefician y necesitan, además de la autorización, la colaboración de la familia. Para ello se hace imprescindible el asesoramiento y contacto regular con los padres que, en ciertos casos (diversas patologías, clima de ansiedad y desbordamiento permanente, acumulación de sucesos psico-sociales desfavorables) suelen necesitar una ayuda psicoterapéutica específica.

El impacto del trastorno sobre el comportamiento, rendimiento, y adaptación escolares hacen que la colaboración de la escuela y el asesoramiento de sus profesionales sean también muy importantes. Existe un consenso general en considerar que la conducta terapéutica más adecuada y eficaz debe ser polivalente e intentar reunir los diversos tratamientos psicoterapéuticos citados. Y ello no solo por su propio efecto, sino porque también favorece significativamente el cumplimiento y el seguimiento del tratamiento (también de la farmacoterapia), y de las evaluaciones y evolución posteriores. Diversos estudios han señalado que es la prolongación de estos tratamientos multidimensionales durante al menos tres años el factor más correlacionado con las mejorias más estables y duraderas (SATTERFIELD y cols., 1981 y 1987).

CONCLUSIONES.
El denominado “trastorno de hiperactividad con déficit de atención” es un síndrome o agrupación de síntomas que suelen presentarse juntos y que con frecuencia se asocian a otros síntomas o dificultades psíquicas, familiares y psico-sociales. No tiene una causalidad determinada y los factores etiológicos a considerar son múltiples: sociales, familiares, psicológicos y psicopatológicos, y biológicos. En la atención creciente que está despertando en medios sanitarios y de comunicación parece perfilarse la tendencia a considerarlo vinculado unívocamente a una supuesta etiología orgánica neurológica que llevaría a un tratamiento específico exclusivo con psicoestimulantes. También parece confirmarse una tendencia creciente a que este tratamiento farmacológico sea realizado en atención primaria no especializada, con el único objetivo de una reducción sintomática a corto plazo y sin el acompañamiento imprescindible de estudios diagnósticos y de un seguimiento, rigurosos, que deben incluir siempre aspectos psicosociales y psiquiátricos, que entendemos entran en el registro del especialista. La exclusión detallada y sistemática de alteraciones somáticas y neurológicas, asociadas con escasa frecuencia, puede tener también un carácter más especializado.
Los factores etiológicos múltiples ya citados conllevan opciones terapéuticas obligatoriamente multidimensionales. A la vista de los conocimientos actuales parece desaconsejable y poco fundado abordar su tratamiento sin una interconsulta entre los diversos niveles sanitarios y de especialización concernidos (atención primaria, medicina de familia, y pediatría a un primer nivel y, en un segundo nivel asistencial, especialistas en psiquiatría y salud mental del niño y del adolescente, y en algunos casos de neurología).
Las posibilidades de proporcionar a los muy numerosos niños afectados un diagnóstico y tratamiento adecuados están obviamente condicionadas, y en muchos casos limitadas, por las posibilidades de acceder a servicios profesionales, públicos y privados, más o menos dotados y accesibles.
La extensión de procedimientos educativos especializados (servicios de psicología escolar, estrategias psicopedagógicas adecuadas) puede suponer un complemento necesario, pero no sustituir a los servicios de psiquiatría y salud mental especializados.
En particular, la utilización rápida y como tratamiento exclusivo de los psicoestimulantes, con una perspectiva de reducción sintomática a breve plazo, o de prescripción “ex juvantibus”, sin el suficiente estudio y seguimiento de cada caso y sin la citada dimensión multidisciplinar, no esta exenta de riesgos y no parece justificable, a pesar de su extensión creciente.

* Este primer artículo, junto con el que se publicará en el próximo número, es el resultado de la revisión y actualización de la ponencia presentada en XIII Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente, que bajo el título “Trastornos de la personalidad en la infancia y en la adolescencia”, se celebró en Donostia / San Sebastián los días 27 y 28 de octubre de 2000
** Psiquiatra. Jefe de la Unidad de Psiquiatría de Niños y Adolescentes. Comarca Uribe Osakidetza /Servicio Vasco de Salud. Correspondencia: c/ Alangobarri, 7 bis 48990 Getxo. Vizcaya.


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