Existen numerosos fenómenos unidos a la adolescencia y juventud que preocupan enormemente a nuestra sociedad; tanto es así, que podríamos decir que esa etapa de la vida se ha convertido en sí misma en un “fenómeno que preocupa”. Esta preocupación ha favorecido una intensa investigación del mundo adolescente desde distintos ámbitos científicos, pero también ha contribuido a crear una imagen un tanto distorsionada de los adolescentes como problemáticos y fuera de control.
La gran mayoría de los comportamientos juveniles que generan malestar y alarma se engloban en dos grandes categorías conductuales: la conducta antisocial y las conductas de riesgo. En esta comunicación vamos a centrarnos en la conducta antisocial, especialmente en la violencia, desde la perspectiva criminológica.
Desde los años noventa, la Criminología conoce un importante desarrollo teórico y empírico unido a algunos cambios fundamentales en su forma de acercarse al delito y al delincuente: la ampliación del objeto de estudio a todas las conductas antisociales y el ánimo de integrar aportaciones muy diversas a su tradicional perspectiva sociológica (psicológicos, biológicos, antropológicos, etc.). Daremos un repaso a algunos de los aspectos más significativos de la conducta antisocial y violenta de los jóvenes para ofrecer finalmente una teoría explicativa que se caracteriza por ese ánimo integrador.
LA CONDUCTA ANTISOCIAL DESDE UNA PERSPECTIVA EVOLUTIVA
Se denomina conducta antisocial a toda vulneración de las normas sociales, en este caso por parte de adolescentes y jóvenes. La conducta antisocial se refiere a hechos muy dispares que implican un desajuste con las normas sociales y/o legales o dañan a los demás (Romero et al., 1998). Estos hechos incluyen desde mentiras, conductas agresivas (peleas o gamberradas), hasta actos delictivos o el consumo de drogas.
Tradicionalmente, se tendía a estudiar esas conductas de forma aislada e incluso se desarrollaban teorías explicativas diferentes para cada una de ellas. Sin embargo, la investigación ha puesto de manifiesto que existe una significativa interrelación entre las distintas conductas antisociales y que se da un alto grado de coocurrencia de las mismas en un mismo sujeto (Huizinga y Jakob-Chien, 1998). Además, las mismas variables influyen en la aparición de distintas conductas antisociales y se ha comprobado que conductas leves acompañan y/o preceden a conductas antisociales más graves; de hecho, algunos de esos comportamientos problemáticos permiten predecir un posterior comportamiento delictivo. Asimismo, las conductas antisociales están íntimamente relacionadas con ciertos desórdenes de conducta que aparecen en la infancia y adolescencia (Kazdin, 1988), con las conductas de riesgo (algunas conductas como el consumo de drogas, conducir bebido, no usar casco, etc. forman parte de ambas categorías conductuales) y con el riesgo de ser víctima (Huizinga y Jakob-Chien, 1998).
La Criminología contemporánea afronta el estudio de la conducta antisocial y violenta desde una perspectiva evolutiva, de cambio a lo largo del desarrollo, que ha permitido saber que el comportamiento antisocial y violento no es un comportamiento que aparece de repente y se mantiene invariable a lo largo de la vida del sujeto. Bien al contrario, el inicio en ese tipo de conductas en un joven guarda relación con su comportamiento durante la infancia y con el que va a manifestar posteriormente, durante la edad adulta. Así, quienes han sido etiquetados en su infancia como “problemáticos” tienen más probabilidad de ser adolescentes violentos y, posteriormente, adultos antisociales1 (Loeber y Sthouthamer-Loeber, 1998).
Sin embargo, se sabe que la edad es un importante correlato de la conducta antisocial y/o violenta y que la mayoría de quienes cometen actos de este tipo lo hacen durante la adolescencia y los abandonan a medida que avanzan hacia la madurez (Elliot, 1994; Warr, 1998). También se ha comprobado que, aunque la conducta antisocial más grave se mantenga estable, las manifestaciones de la misma varían a medida que el sujeto va evolucionando. La relación entre conducta antisocial, sea o no violenta, y edad ha llevado a los autores a defender la idea de que experimentar con ciertas conductas antisociales o de riesgo, en función de la edad, es, desde el punto de vista estadístico, parte del desarrollo normal (Kazdin, 1987; Moffitt, 1993). Aunque la violencia en general no es uno de los temas que más preocupan a los españoles (CIS, 2001), en torno a la violencia juvenil se ha ido creando una cierta alarma social asociada a dos creencias ampliamente extendidas: que cada vez hay más jóvenes violentos y que sus conductas violentas son también más dañinas.
Esta percepción de un incremento, cuantitativo y cualitativo, de la violencia juvenil se tiene en el conjunto de los países occidentales; sin embargo no existen datos que permitan concluir que este incremento es real. A nivel internacional, aunque algunos datos oficiales sí muestran un aumento en las tasas de delitos violentos entre los jóvenes, estudios más profundos basados tanto en datos oficiales como en autoinformes, confirman esa tendencia cuando se toman como referencia los últimos 50 años (Rutter et al., 2000), no cuando se habla de la última década (Surgeon General, 2000), incluso en ciertos países occidentales se está detectando un descenso de este problema. Hay que tener en cuenta a este respecto, que los datos fiables sobre delincuencia en general, y sobre violencia en particular, son muy recientes, lo que dificulta en gran medida estudiar los cambios en la violencia juvenil. Por otra parte, comparar distintas épocas atendiendo sólo a ciertas cifras no parece ni adecuado ni válido.
En el caso de España, la policía señala un cierto aumento de los delitos violentos cometidos por menores en los años noventa (de un 7,8% en 1992 a un 10% en 1997 de delitos violentos cometidos por cada 10,000 menores) (Observatorio de la Seguridad Publica, 1999). No obstante, como se puede ver en la figura 2, los delitos violentos de los jóvenes se han estabilizado y aun disminuido a partir del año 2000. Además, también se señala que después de cierto crecimiento de los incidentes violentos protagonizados por grupos subculturales juveniles, estos incidentes han ido estabilizándose o descendiendo desde el 95-96 (Espejo-Saavedra, 1998) y han pasado de contabilizarse 192 agresiones de estos grupos en 1992 a 66 en el 2001 según el Consejo Regional de Seguridad en Madrid.
En cuanto a los datos de autoinforme, hay que tener en cuenta que los primeros trabajos se hicieron en los inicios de los años noventa, por lo que el período que se puede estudiar es relativamente corto y que es difícil comparar distintos trabajos por muestras, edades, tipo de cuestionario utilizado, etc. A pesar de ello, es interesante señalar que con muestras nacionales Rechea et al. (1995) encontraron en 1992 una prevalencia de conductas violentas contra personas en el último año de un 22,7% y de vandalismo de un 21,9%; Elzo et al. (1999) siete años después encontraron unos porcentajes del 16,8 y del 7,7% y, en un trabajo reciente realizado en la comunidad andaluza (Marín y Rivero, 2003) se hallaron prevalencias del 17,6% y del 7% respectivamente. Estos datos no avalan en absoluto un incremento de la prevalencia de jóvenes que se implican anualmente en conductas violentas2 (tampoco un descenso ya que las muestras de Elzo y Marín y Rivero abarcan un tramo de edad más amplio y a mayor edad, mayor abandono). Los datos recogidos por los sondeos de opinión del INJUVE en los últimos años (2001 a 2003) tampoco muestran prevalencias superiores a las comentadas. Con respecto a otras conductas antisociales, los mayores cambios se han producido en el consumo de alcohol y otras drogas.
En general, los autores defienden que lo que se ha incrementado en realidad, tanto en España como en el resto de países occidentales, es la “presentación” de temas violentos en los medios de comunicación y la importancia de la violencia como tema de referencia social (Martín, 1998). Además, la violencia de los jóvenes se percibe en muchos casos como una violencia que altera el sistema que los adultos han creado para sí y para los jóvenes, por lo que sus manifestaciones y consecuencias son magnificadas.
Otros elementos sociales y demográficos que contribuyen a esta percepción de un incremento de la conducta antisocial juvenil son la ampliación de la adolescencia y juventud y los cambios en algunos patrones de socialización. Así, con la aparición de una nueva etapa evolutiva, la adolescencia, y el alargamiento de la juventud, varias generaciones están compartiendo las conductas y estilos de vida propios de los jóvenes, entre los que se incluyen las conductas antisociales y transgresoras. Por lo que se refiere a los cambios en la socialización, existe la creencia de que las agencias socializadoras se han desinstitucionalizado, que han perdido autoridad moral (ver Gil, 1998) y no son capaces de educar a los menores en el respeto a las normas y la aceptación de deberes. Existe aún otro mito sobre la violencia juvenil en nuestro país: que ésta es una violencia nueva, distinta de las conocidas hasta ahora. Si bien aparecen ciertos aspectos novedosos, como vamos a ver, en conjunto parece que es la misma “nueva” violencia protagonizada por jóvenes en las últimas décadas.
En el trabajo de Marín y Rivero (2003) la comparación entre distintos grupos de edad lleva a los autores a afirmar que en las generaciones anteriores menos jóvenes se implicaban en conductas violentas y, además, eran menos reincidentes. Quizás las diferencias encontradas puedan deberse a factores relacionados con el recuerdo o la propia percepción de sí mismo de los jóvenes de más edad, que posiblemente abandonaron esas conductas hace tiempo y se sientan ya bastante alejados de las conductas de los adolescentes.
Parte de la alarma social está vinculada también a que es innegable que la violencia y, en general, la conducta antisocial, no se limita sólo a los jóvenes de barrios conflictivos o de las capas sociales más desfavorecidas.
Esto choca de forma importante con la creencia de que la mejora en la educación y el nivel de vida de nuestro país iba a acabar con la delincuencia juvenil. Los jóvenes de ahora tienen mejor educación, más medios y posibilidades y mejor nivel de vida que cualquier generación anterior y, sin embargo, siguen mostrando las mismas conductas antisociales.
Tomando como referencia, para analizar las formas que toma la violencia juvenil en nuestro país y sus aspectos novedosos, la descripción de Elzo (1999) que señala la existencia de siete modalidades que podríamos agrupar en tres:
• Violencia con trasfondo político o ideológico: en este grupo se incluiría la violencia racis- ta y xenófoba4, la violencia nacionalista, la de carácter étnico, y cualquier violencia que se ejerza como defensa de una determinada orientación política, sea ésta de extrema derecha, de extrema izquierda, revolucionaria, anti-globalización, etc.
• Violencia reactiva: violencia protagonizada por jóvenes que reaccionan agresivamente a la frustración que les crea la dificultad de adquirir los bienes de la sociedad del bienestar.
• Violencia gratuita: modalidades de violencia que no responden ni a objetivos estratégicos/ideológicos, ni aparentemente a situaciones de tensión, exclusión o desarraigo social. Se podrían incluir en este grupo tanto los actos vandálicos como las peleas, riñas o ataques que forman parte de determinados estilos de vida juveniles marcados por la búsqueda de diversión y/o la búsqueda de identidad.
La violencia política ha sido común a lo largo de la historia y, si tenemos en cuenta que la edad es uno de los principales correlatos de la violencia, es lógico pensar que este tipo de violencia ha sido protagonizado por jóvenes desde siempre. Lo que ha podido cambiar de un momento a otro son las ideologías que se defienden o la consideración social de las mismas.
Con respecto a la violencia como respuesta a la frustración, se relaciona según los autores con la obstrucción de los canales de integración social (Gil, 1998) y la falta de oportunidades o medios para alcanzar los objetivos sociales deseados (por ejemplo, estatus social) (Elzo, 1999). Esta explicación de la violencia juvenil es ya clásica en Criminología y se corresponde, en general, con las teorías de la tensión; por tanto no es nueva.
Finalmente, la violencia gratuita que aparece en lugares de ocio o que sirve de elemento aglutinador e identitario en grupos de jóvenes, tampoco es desconocida. Antes en España se daba en las fiestas de pueblos y ciudades, podía aparecer como enfrentamiento entre “peñas” o entre grupos de jóvenes de distintos pueblos/barrios y ahora aparece en los lugares de “marcha” y, a veces, enfrenta a grupos subculturales entre sí. Este tipo de violencia se entiende como parte de los ritos de paso; en cualquier comunidad o cultura el paso de niño a adulto supone un cambio de estatus social tan importante que se “celebra” o se representa a través de los llamados ritos de paso y el uso de la violencia en estos ritos es algo habitual en muchas culturas incluida la nuestra; ciertamente cambian las formas que adoptan esos ritos, pero no su función ni sus objetivos. Por tanto, en conjunto, ni los tipos de violencia que manifiestan los jóvenes, ni las funciones de las mismas son nuevas; en todo caso, lo nuevo estaría en los contextos donde ocurre y en los cambios en los estilos de vida de los jóvenes.
Aunque constantemente se habla del aumento del racismo entre los jóvenes y de su falta de valores, lo cierto es que el racismo y la xenofobia son minoritarios entre los jóvenes españoles (Calvo, 1998), que resultan ser en su mayoría solidarios, y en un grado importante, comprometidos socialmente. Por otro lado, no debemos olvidar que la participación en manifestaciones políticas violentas está muchas veces controlada y manipulada por adultos.
Por lo que respecta a los contextos, es evidente que cuando se habla de violencia juvenil se está hablando fundamentalmente de violencia urbana, y especialmente de la que ocurre en las grandes urbes. No es que los jóvenes urbanos sean más violentos, sino que el estilo de vida en las ciudades puede favorecer la aparición de manifestaciones violentas. En las ciudades, entre otras cosas, es más fácil que las reuniones de jóvenes se conviertan en aglomeraciones (para ir de marcha, a un concierto, o al fútbol, etc.) y el control social informal es menor. Además, los problemas sociales se agudizan (exclusión, marginación, desorganización social), los cambios son más rápidos y, en el caso de la violencia racista o xenófoba, la presencia de extranjeros y/o personas de otras razas es más evidente.
Por otra parte, la vida en las grandes ciudades también ha influido decisivamente en que las pandillas o cuadrillas de amigos se hayan transformado en algunos casos en grupos subculturales (las denominadas “tribus”) en un afán por distanciarse y distinguirse de otros grupos. En lugares donde la mayoría de la gente no se conoce entre sí, la necesidad de distinguirse puede dar lugar a buscar la identidad del grupo no sólo a través de la música, la ropa, el pelo, sino también a través de la confrontación entre grupos y del culto a una imagen violenta (Oriol et al., 1996; Fernández, 1998). A menudo ese culto a la imagen “violenta” no se traslada a la realidad, no toma forma en conductas violentas, excepto en ocasiones contadas.
Tenga lugar o no en zonas urbanas, la violencia juvenil aparece fundamentalmente en los contextos que le son más propios a los jóvenes: en las relaciones con los iguales y, sobre todo, en los momentos y espacios reservados al ocio. En estos espacios se pueden dar disputas entre grupos por cuestiones de territorialidad, de identidad y, además, por el posible efecto del consumo de alcohol y drogas (Elzo, 1999). Los cambios en la cultura juvenil y en los estilos de ocio se reflejan también en su conducta antisocial (sobre este tema ver por ejemplo Comas, 2003).
Por último, hay que destacar el papel que con relación a la búsqueda de identidad social juegan los medios de comunicación. La creciente atención que se presta a las conductas antisociales y violentas juveniles y su tratamiento en los medios de comunicación tienden a crear la imagen de que ser joven es ser rebelde, contestatario, trasgresor, arriesgado y, en cierta medida, agresivo o violento. De esta forma, la violencia se convierte en una escenificación, en una forma de comunicación de los jóvenes, pues saben que se presta más atención a cualquier acto violento o antisocial que lleven a cabo que a su participación en actividades prosociales.
Así, podemos concluir que, aun sabiendo poco de los cambios reales en la violencia y la conducta antisocial juvenil, parece bastante claro que son fenómenos que han sido amplificados enormemente, que se han generalizado a toda la juventud y que han favorecido la creación de una imagen social de la juventud como grupo peligroso que no se ha sabido controlar ni disciplinar, llegando a crear una situación de “pánico moral”, al igual que ocurre en la mayoría de los países europeos (Akeström, 1998).
Los datos, en cambio, nos dicen que la violencia la ejercen una minoría de jóvenes y que son los jóvenes las principales víctimas de distintos tipos de violencia y agresiones por parte de otros jóvenes y adultos6 (Fernández, 1998; Marín y Rivero, 2003); también indican que las conductas
Aunque los adultos son quienes mayor temor muestran ante la violencia juvenil, lo cierto es que son los jóvenes quienes tienen un mayor riesgo de ser víctimas y esto está relacionado con su estilo de vida. En general, la mayoría de las víctimas de la violencia juvenil son chicos agredidos por otros chicos en contextos relacionados con la diversión, el alcohol y los amigos. Lógicamente, dado el menor riesgo antisocial de las chicas y que las agresiones suelen darse entre jóvenes del mismo sexo, las chicas tienen menos riesgo de ser víctimas de las agresiones juveniles.
En conjunto pues, existen cambios en la conducta antisocial y violenta juvenil, pero no asistimos a un incremento tan espectacular ni a manifestaciones tan extrañas como algunas veces se argumenta; parece más bien que asistimos a la situación descrita por Pearson (1994), del delito juvenil como una novedad permanente, debido tanto a una cierta amnesia histórica sobre este fenómeno como a la sorpresa y distancia con que percibimos a los jóvenes una vez que pasamos a la edad adulta.
Este análisis sería válido también para un tipo especial de violencia juvenil, la violencia escolar, que se tratará con más profundidad en otra comunicación. Es evidente que la violencia escolar ha existido siempre pero la reacción social que provocaba era distinta, y no había tanta conciencia de sus consecuencias (Ortega, 2000). Varias matizaciones pueden hacerse respecto a este fenómeno; la primera de ellas es que la violencia institucional, de profesor a alumno parece haber descendido. La segunda es que los comportamientos agresivos, sean directos o indirectos, son, no sólo bastante habituales en los niños, sino que se consideran parte normal del desarrollo, siempre que se ajusten a los patrones de cada edad en frecuencia y tipo (Kazdin, 1988). La segunda es que aunque existe una importante alarma entre los docentes, los episodios de amenaza/acoso en el ámbito escolar responde al mismo patrón que los episodios de violencia juvenil: se dan fundamentalmente entre compañeros de la misma edad, del mismo curso y del mismo sexo. Por último, las conductas más prevalentes son las agresiones verbales, las malas relaciones y la agresión indirecta; las menos habituales son el aislamiento y la agresión física (socialmente consideradas más graves). Además, gran parte de las quejas de los adultos se refieren más a conductas disruptivas, faltas de disciplina, de respeto, etc., que a agresiones verbales o físicas (Ortega y Angulo, 1998; Defensor del Pueblo, 2000).
¿DISTINTAS FORMAS DE VIOLENCIA, DISTINTAS CAUSAS?
Aunque las formas de violencia descritas en el punto anterior aparentan tener claras diferencias entre sí, lo cierto es que en la realidad todas ellas se entrecruzan y no son tan fácilmente distinguibles como podría parecer. Además, la investigación criminológica ha puesto de manifiesto que los jóvenes antisociales son más versátiles que especializados y que las tipologías de jóvenes antisociales o de jóvenes violentos no sirven apenas para explicar por qué algunos jóvenes se implican en ese tipo de conductas. En nuestra opinión, los diferentes tipos de violencia comentados (y otros) serían distintas manifestaciones de un mismo fenómeno, por lo que tienen causas y factores de riesgo comunes, aun cuando existan elementos distintivos importantes.
Así, en la violencia estratégica de grupos vinculados a ideologías racistas o xenófobas es fácil descubrir tanto un afán identitario, como fuertes sentimientos de frustración. También en la pertenencia a grupos nacionalistas y/o políticamente extremos podemos descubrir el anhelo de buscar una identidad, un lugar social. Todo ello explica el hecho de que cuando se pregunta a muchos de estos jóvenes sobre cuestiones políticas, desconozcan en gran medida tanto la ideología que defienden como la que atacan.
Finalmente, hay que señalar que algunos de los actos violentos de estos grupos muestran también un importante componente lúdico, como ocurre en lo que se ha denominado violencia gratuita. Por su parte, en la violencia gratuita se puede observar un cierto rechazo de lo políticamente correcto, aunque no llegue a ser una clara manifestación de resistencia o disidencia políticas. Por ejemplo, la violencia, sea física o psíquica, contra las chicas puede entenderse como expresión de un “revival” del machismo y de un rechazo de igualdad y de los valores considerados femeninos (Elzo, 1999). De hecho, podemos ver cómo algunas de las películas, series o videojuegos de mayor seguimiento entre los jóvenes son muy “incorrectos” si se toman como referencia los valores supuestamente hegemónicos en nuestra sociedad.
Un claro elemento común entre distintos tipos de violencia y conducta antisocial es que son fundamentalmete actividades grupales (Warr, 2002), que se suelen llevar a cabo con amigos de la misma edad y sexo (Rechea et al., 1995; Mirón et al., 1997; Elzo, 1999). Además, la investigación en este campo muestra que tener amigos antisociales correlaciona y predice la comisión de conductas antisociales (Elliot y Menard, 1996; Warr y Stafford, 1991; Lipsey y Derzon, 1998) e incluso, que las intervenciones preventivas que se hacen agrupando jóvenes antisociales tienen el efecto paradójico de incrementar la conducta antisocial (Dishion et al., 1999). Algunos autores sugieren incluso que los cambios en la prevalencia relacionados con la edad podrían explicarse por la gran influencia de los amigos en la adolescencia y su paulatino decremento en la edad adulta (Warr, 1998 y 2002).
El grupo de amigos juega un papel fundamental en la socialización del joven, especialmente en lo relativo a la transmisón de la cultura juvenil y de lo que significa ser joven, que incluye, como hemos señalado, las formas de ocio y las conductas de riesgo y trasgresión. Además, el grupo favorece la disminución del control individual y la difusión de la responsabilidad, lo que facilita la comisión de actos violentos o contra las normas.
Siendo el papel de los amigos fundamental para entender la violencia juvenil, la investigación criminológica también ha puesto de manifiesto que existe una selección de esos amigos. La selección de los amigos se hace por afinidad en muy diversos ámbitos, también en lo relativo a las conductas problemáticas, de manera que los jóvenes prosociales tienden a relacionarse con otros iguales prosociales y los antisociales con otros antisociales (Matsueda y Anderson, 1998; Esbensen y Huizinga, 1993), lo que reforzará y estimulará su estilo de conducta.
Para poder dar cuenta de muchos de los fenómenos que hemos visto hasta aquí, como la continuidad y discontinuidad en la conducta antisocial, las características evolutivas de la adolescencia, el papel del contexto social y los amigos y la selección social de éstos, Terry Moffitt (1993) ha planteado una teoría muy interesante que integra además gran parte del conocimiento acumulado sobre factores de riesgo. Según esta autora, los jóvenes antisociales persistentes (con una conducta antisocial continuada desde la infancia) difieren de los jóvenes cuyas conductas antisociales se limita a la adolescencia en la etiología y el desarrollo de sus conductas, así como en las prognosis de sus evoluciones.
Por lo que se refiere a los jóvenes con una conducta antisocial limitada a la adolescencia, que conforman la mayoría de los jóvenes antisociales a esas edades, Moffitt explica su conducta por el momento evolutivo que atraviesan. En su opinión los adolescentes de hoy “están atrapados en un ‘vacío madurativo’ (maturity gap), rehenes cronológicos de un tiempo, atrapados entre la edad biológica y la edad social” (Moffitt, 1993: 687) que puede durar de 5 a 10 años. Cuando los adolescentes comienzan a sentir el desasosiego del ‘vacío madurativo’ entran en un grupo social de referencia (la escuela secundaria o el Instituto) donde van a encontrar modelos de iguales que ya han perfeccionado algunas formas antisociales de sobrellevarlo: un estilo de vida que les hace parecer más adultos (fuman, tienen dinero como consecuencia de sus conductas ilícitas, tienen “pareja”, pasan de sus padres y maestros, etc.).
Así pues, los adolescentes están motivados a comportarse como adultos en una situación que los adultos les niegan y tienen modelos que imitar (el grupo de iguales o de amigos). Desde el punto de vista de los adultos estas conductas tienen consecuencias negativas para los adolescentes. Pero, ¿lo ven así los adolescentes? Para ellos estas conductas tienen reforzadores importantes en ese momento vital, como hemos comentado a lo largo del texto, por ejemplo, encuentran en ellas formas de parecer mayores, arriesgados, “jóvenes”, de hacer género e, incluso, de divertirse.
No obstante, estos son jóvenes sanos, cuya conducta antisocial se entiende como parte del comportamiento normativo en la adolescencia, y responden adaptativamente a las contingencias cambiantes. Si los mecanismos motivacionales y de aprendizaje iniciaron y mantuvieron su conducta antisocial, también las contingencias cambiantes la pueden extinguir. Al crecer, los adolescentes van alcanzando algunos de los privilegios codiciados por ellos y su percepción de las consecuencias de la conducta antisocial cambia del refuerzo al castigo.
Por todo ello, este grupo de jóvenes serán los responsables fundamentalmente de las conductas antisociales que sirven a los adolescentes para alcanzar sus deseos de reconocimiento y privilegio: robos o hurtos pequeños, vandalismo, alteración del orden público y consumo de sustancias. Esto concuerda plenamente con nuestro análisis sobre los cambios en este ámbito en nuestro país: el supuesto incremento en la prevalencia de jóvenes violentos y antisociales se daría en este grupo y se puede observar en que las conductas que más han cambiado son las menos dañinas para los otros, el aparente poco respeto de las normas cívicas y de educación y el consumo de drogas.
La explicación cambia para los sujetos que presentan una conducta antisocial estable desde la época preescolar hasta la edad adulta (entre un 5 y un 10% de la población de jóvenes), ya que la autora defiende que se deben buscar sus orígenes muy temprano en su vida. Por eso establece este origen en diferencias individuales en el funcionamiento neuropsicológico del sistema nervioso del niño. Estas deficiencias neuropsicológicas pueden ser tan mínimas que por lo general no se detectan salvo que se haga un examen específico7. Estas disfunciones afectan a las habilidades del niño, tanto conductuales como cognitivas y conforman un temperamento difícil: alto nivel de actividad, irritabilidad, pobre autocontrol y bajas habilidades cognitivas.
Los efectos de estas disfunciones suelen corregirse en los primeros años de vida del niño, cuando éste se educa en un ambiente de buena crianza. Sin embargo, si un niño con un temperamento difícil se desarrolla en un hogar desfavorecido, las repuestas que recibe a sus conductas tienen más posibilidades de exacerbarle que de corregirle. Así, bajo tales circunstancias perjudiciales, las conductas difíciles se convierten gradualmente en conductas problema y/o antisociales lo que puede producir una carencia de habilidades sociales. Esta combinación de niños vulnerables y difíciles con un contexto de crianza adverso es el punto de partida de una estructura de conductas antisociales persistente a lo largo de la vida.
¿Cómo se mantiene este estilo antisocial más allá de la niñez? Las interacciones negativas establecidas en la niñez con la familia se trasladan a la escuela cuando llega el momento. Según Moffitt esta continuidad se debe fundamentalmente a que el sujeto no es capaz de aprender alternativas prosociales a sus conductas antisociales. Además, los déficits de lenguaje y razonamiento se van convirtiendo en fracaso escolar, limitando también la posibilidad de desarrollo de habilidades laborales. El adolescente termina atrapado en un estilo de vida desviado por las consecuencias de las interacciones entre sus características personales y las reacciones del ambiente a las mismas. Conforme pasan los años, se va dando una acumulación de consecuencias que hacen muy difícil el cambio.
Los factores de riesgo asociados a este problema pueden darse antes del nacimiento del niño (consumo de drogas o pobre alimentación de la madre durante el embarazo), durante el nacimiento (sufrimiento fetal) o posteriormente en los primeros meses de vida (por negligencia o maltrato).
Así los persistentes con un patrón de conducta antisocial no normativo (y con leves problemas neuropsicológicos, pobre autocontrol, relaciones interpersonales problemáticas, débil conexión con otras personas) coinciden con los jóvenes que llevan a cabo la mayoría de las conductas más graves, como la violencia contra las personas, y dan cuenta de más de la mitad de los delitos cometidos por menores.
Los trabajos realizados en España muestran igualmente que existe un 5-10% de jóvenes anti- sociales de carácter persistente. Así, los estudios sobre violencia escolar han puesto de relieve que las agresiones escolares casi desaparecen a partir de los dieciséis años, pero a partir de esa edad se agudizan los casos más graves, que darán paso a la violencia juvenil más seria (Ortega y Angulo, 1998). Además, los investigadores vienen señalando que los jóvenes con mayor riesgo antisocial son los que muestran un patrón de conducta desinhibido y bajo autocontrol (Romero et al., 1999; Bartolomé y Rechea, 2001) y que estos jóvenes tienden a juntarse en un proceso claro de selección social.
Aunque no existen estudios al respecto, analizando la información disponible sobre los jóvenes violentos en España (ver Bartolomé y Rechea, en prensa), creemos que es muy posible que este grupo de persistentes coincida básicamente con el “núcleo duro” de distintos grupos violentos (Skins, Ultras, jóvenes de Kale Borroca), es decir con la minoría más activa y dañina de esos grupos, que son también quienes mantienen más tiempo esa conducta. En estos casos el grupo (y su ideología) proporciona justificaciones y reconocimiento o da respuesta a sus problemas de relación y conducta.
En resumen pues, desde esta teoría, para entender la conducta antisocial y violenta de los jóvenes es más importante, en general, conocer la historia conductual de un joven que el tipo de violencia que práctica (política, subcultural, gratuita...) Además, esta teoría tiene implicaciones prácticas interesantes. Así, gran parte de las intervenciones preventivas que se han venido realizando son adecuadas fundamentalmente para los jóvenes con un patrón persistente. En cambio, para la mayoría de los jóvenes con conductas antisociales, que muestran en realidad un patrón de conducta adaptado a su contexto social y cultural, la madurez será la mejor prevención y tratamiento; cuanto más se les alargue el vacio madurativo, más tiempo estarán implicados en estas conductas. Quizás por esta razón algunos programas de prevención han sido contraproducentes o no han tenido efectos importantes sobre estos jóvenes (ver por ejemplo López et al., 2002), pues intentan adaptar o hacer competente a quien ya lo es.
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Raquel Bartolomé Gutiérrez
Profesora de Psicología Social
Universidad de Castilla-La Mancha
Cristina Rechea Alberola
Catedrática de Psicología
Directora del Centro de Investigación en Criminología
Universidad de Castilla-La Mancha
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