Los medios de comunicación se han ocupado con profusión de los casos de abuso sexual a menores por parte de miembros del clero de la Iglesia católica. Los autores, sacerdotes jesuitas, profesores de Psicología en la Universidad Gregoriana, publicaron en La Civiltá Católica este extenso y meduloso artículo con un enfoque psicológico y social del tema.La fenomenología pedofílica presenta algunos elementos comunes a lo que en psicología se denominan “perversiones”, “desviaciones”, “parafilias”. Con estos términos se alude a un trastorno en la modalidad de la excitación sexual, que se despierta sólo bajo condiciones muy particulares, como la visión de objetos o indumentaria (fetichismo), la utilización de ropa del otro sexo (travestismo), la observación de actos sexuales realizados por otros (voyerismo), la exhibición de la propia desnudez (exhibicionismo), el sometimiento a humillaciones o violencias, hasta causar la muerte de la pareja (sadismo, estupro) o finalmente molestar, violentar o mantener contactos sexuales con niños y adolescentes (pedofilia, efebofilia).
La cuarta edición revisada del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales(DSM IV-TR), publicado en 2000 por la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), omite los términos “perversiones” y “desviaciones”, que aparecían en las ediciones de 1994 y 1987 (DSM IV; DSM III-R), por considerar que poseen carácter condenatorio y moral, además de no ser “científicos”, y mantiene sólo la denominación de “parafilias”. Los mismos criterios de valoración se encuentran en la décima edición de la Clasificaciónestadística internacional de enfermedades y problemas relacionados con la salud (ICD-10), publicada en Ginebra en 1992.
Las parafilias se encuentran dentro de los trastornos “clínicos” (llamados disturbios del Eje I) que con frecuencia se manifiestan en la primera infancia, en la segunda o en la adolescencia; influyen de modo significativo sobre el dinamismo psíquico general del individuo, pudiendo derivar en psicosis: entre ellos, esquizofrenia, disturbiosafectivos, de ansiedad, disociativos, de adicción y demencia. La pedofilia, en particular, se define como una acción sexual específica o fantasía sexual de un sujeto mayor de 16 años, cuyo objeto son niños menores de 13 durante un período superior a 6 meses. El proceso por lo general es crónico, especialmente en aquellos que son atraídos por varones. La tasa de reincidencia de los pedófilos con preferencia hacia varones es aproximadamente el doble de los que prefieren a mujeres. El 60% de las víctimas son varones. La pedofilia, además, está vinculada a otras conductas propias de las parafilias, como el exhibicionismo, el voyerismo, la violencia sexual, el abuso de alcohol.
Un elemento importante desde el punto de vista de la psicodinámica general es la casi inexistencia de relaciones entre
pares: el pedófilo se interesa por los menores, por ser más débiles y retraídos. Esto revela su sentimiento de inferioridad, ya que la señal más clara de la salud psicológica es la existencia de relaciones íntimas y satisfactorias entre pares. También su modo de “querer el bien” (una forma de justificar su comportamiento) tiene poco que ver con las características del amor y el afecto maduros, es decir, con el respeto, la relación no posesiva y el reconocimiento de la unicidad del otro. El pedófilo no se encariña con el niño, sino con la posibilidad de ejercer poder sobre él: cuando el niño crece el “amor” desaparece. Por lo tanto, el problema no reside en la frecuencia o la cantidad de tiempo dedicado a los niños ni tampoco al hecho de estar genuinamente interesado en ellos; esto es lo necesario para desarrollar cualquier tarea educativa, profesional, ministerial, de parte de padres, educadores, animadores deportivos o comunitarios y sacerdotes. La dedicación puede resultar preocupante si el adulto no cultiva otro tipo de relaciones y sobre todo si se siente incómodo o aislado entre los adultos, revelando que su mundo interior, sus intereses e inclinaciones se orientan en otra dirección. Una pregunta esclarecedora es: “¿Con quién pasas tu tiempo libre y las vacaciones?”. Los pedófilos y efebófilos tienden a estar sólo con menores. Los adultos sanos comparten su tiempo libre con otros adultos [….] Durante la evaluación psicológica para reconocer a abusadores de niños, pregunto al sujeto quién es su mejor amigo. Frecuentemente, mencionan a un menor. Asimismo, al preguntar cuáles han sido las relaciones personales más significativas, algunos aluden a sus relaciones con menores. Esta dificultad a menudo está acompañada por un perfil de personalidad pasiva, cerrada, dependiente, falsamente dócil y remisa, pero en realidad preocupada por complacer a sus superiores y mantener cubierta sus propias inseguridades.
Otro síntoma importante, especialmente durante el crecimiento, son los comportamientos antisociales, propensos a la violencia y a una sexualidad precoz, que también se manifiesta en el modo de hablar, imaginar, relacionarse. El que ha sido abusado tiende, por lo general inconscientemente, a comportarse de manera seductora, porque suele ser la única forma de relación que conoce para ser considerado. Existe consenso respecto de que el “comportamiento sexualizado” en los niños es la campana de alarma en la detección de candidatos a probables manifestaciones abusivas. Se entiende por “comportamiento sexualizado o inapropiado” la relación sexual con juguetes o animales, la fijación a argumentos de naturaleza sexual, la masturbación compulsiva o una relación alterada con actos de naturaleza sexual. Lamentablemente, la hipersexualización emerge a costa de los afectos que, al permanecer latentes, dificultan una relación no sexualizada en desmedro de la intimidad, la ternura y el don de sí. Esto porque el sexo se manifiesta como el único modo de mostrarse y comunicación de sí mismo.
La personalidad del pedófilo
Resulta difícil delinear con precisión la personalidad del pedófilo, porque quien comete abusos no suele revelar sus tendencias y formas de pensar. Asimismo, muchos casos de violencia permanecen secretos u ocultos por vergüenza o por miedo a las consecuencias. De las últimas investigaciones realizadas surge que el abusador es en su mayoría del sexo masculino: según los datos del Centro de Estudios sobre Inversiones Sociales (CENSIS), la gran mayoría de abusos (844-90%) ocurre en la familia, y el 27% por parte de un familiar cercano; se trata de incesto. Otro dato que surge de las investigaciones es que de los casos de abuso sexual denunciados 30% son de pedofilia, 30% de efebofilia, y el resto víctimas mayores.
Un estudio realizado por Seympur e Hilda Parker sobre un grupo de 54 padres incestuosos (28 biológicos y 26 padrastros) comparado con un grupo de padres no abusadores, muestra rasgos comunes en la personalidad de los abusadores, como por ejemplo, una relación siempre problemática con sus padres (en términos de distancia, ausencia, violencia o abuso), la falta de vínculos afectivos, entendida también como carencia de contacto físico con los hijos, pobreza de relaciones, especialmente con adultos, alcoholismo o drogadicción. Los padres abusadores difieren de los no abusadores por la forma en que perciben a sus hijos. Los abusadores tienden a interpretar negativamente el comportamiento de los niños, aun cuando este comportamiento responda a formas naturales del crecimiento. Algunos estudios han mostrado que los padres abusadores tienen expectativas irreales respecto de lo que debiera ser el comportamiento apropiado de los hijos; tienden a ser más exigentes que los padres no abusadores.
Igualmente problemática puede ser una relación de indiferencia afectiva, vinculada a una experiencia de violencia o a un abandono precoz, especialmente en algunas fases sensibles del desarrollo psíquico. Los padres no incestuosos, en cambio, habían establecido una relación con sus hijos, también táctil, se mantenían atentos y bien dispuestos a sus requerimientos. Por lo tanto, el elemento central decisivo es cómo se vive el rol parental, y cómo la situación “enferma”. De tal manera el “sistema familiar” padre/madre es desplazado por el “subsistema” en el que los hijos encuentran que deben asumir, a su pesar, el rol de vice-marido y de vice-esposa.
Si bien la responsabilidad es siempre individual, la dinámica psicológica de este caso puede entenderse al considerar factores “predisponentes”, tales como: el desapego de la esposa de su cónyuge y (precozmente) de la hija; el progresivo abandono de los roles conyugales de ambos miembros de la pareja; la transformación del rol parental del padre, siempre menos padre y más “compañero” de la hija.
En casi la mitad de los casos, al verificarse el incesto padre-hija (o padrastro-hija) la armonía de la pareja ya estaba comprometida y las relaciones conyugales suspendidas desde tiempo atrás. El incesto aparece así como un potente regulador de los problemas de pareja. Otra constatación del estudio es que el pedófilo frecuentemente fue víctima a su vez de abuso, por lo general por parte de un hombre, y que, aun casado, no se siente amado por su propia mujer. Por esto sale a la búsqueda de niños de la misma edad a la que fue violado, en una suerte de flashback o “compulsión repetitiva”, un intento más actuado que pensado, de volver al pasado, a la “escena del delito” para poder revivirla de otro modo, para dar un momentáneo alivio a su angustia.
El porcentaje de abusadores que a su vez fueron abusados siendo niños casi triplica el promedio estadístico de los delitos de este tipo. Una proporción similar se observa en los comportamientos criminales, junto con un aumento significativo de problemas de salud mental y un mayor riesgo de conductas suicidas. Esto muestra las profundas y graves heridas físicas, psíquicas y cognitivas de quienes han sido abusados en la niñez. Aunque gran parte de los abusadores fueron a su vez víctimas de abusos, incluyendo aunque no exclusivamente los sexuales (como un ambiente familiar propenso a la violencia física y verbal, o la falta de afecto y comunicación), no todos ellos terminan siendo abusadores. Mucho depende de la edad y el contexto en que ocurrió el abuso: si fue un hecho aislado o reiterado, por parte de un desconocido o de una figura afectivamente significativa; importa sobre todo cómo el sujeto relee las consecuencias de su trauma. Si su estructura psicológica es suficientemente fuerte y equilibrada, si tiene capacidad para enfrentar y resistir situaciones gravemente desestabilizantes y traumáticas, si, sobre todo está en un ambiente familiar en el que puede encontrar comprensión, o bien buscar como referente a una figura externa afectivamente significativa, con quien compartir lo ocurrido, podrá reelaborarlo, tomando las distancias necesarias. Esto es lo que en psicología se llama “resiliencia”: la capacidad de encarar las dificultades en forma adaptativa; de tal forma que el episodio pueda ser “metabolizado”, rompiendo el circulo vicioso y mostrando diferentes posibilidades. Las variables a considerar son ciertamente muchas, complejas y diversas y por lo tanto no es posible, tampoco en estos casos, pensar en una simple relación causa/efecto.
La pedofilia en los sacerdotes católicos
Entre 2001 y 2010 se denunciaron ante la Congregación para la Doctrina de la Fe aproximadamente 3000 abusos por parte de sacerdotes católicos registrados en los últimos 50 años. De estas denuncias, como recuerda monseñor Charles J. Scicluna, promotor de justicia de la Congregación, “el 60% son predominantemente casos de efebofilia, debidos a la atracción sexual hacia adolescentes del mismo sexo, el 30% son casos de relaciones heterosexuales y sólo el 10% son actos de pedofilia, es decir determinados por la atracción sexual hacia niños impúberes.
En consecuencia, los casos de sacerdotes acusados de pedofilia propiamente dicha totalizan aproximadamente trescientos”. En el análisis de los datos se encuentran diversos elementos mencionados. La investigación de 36 sacerdotes abusadores, 69% católicos, mostró que en el 83% de los casos, las víctimas eran varones menores y en el 19% mujeres menores, mientras que el 3% abusaba de ambos sexos. El 48% de los abusados eran menores de 14 años. La mayor parte de los abusadores habían sufrido abusos. En la diócesis de Boston, una de las más mencionadas al respecto, el número de clérigos acusados, aun antes de la confirmación de su efectiva culpabilidad, era el 2% del total de la diócesis.
¿Por qué entonces las noticias de los últimos meses han hablado casi exclusivamente de casos ocurridos dentro de la Iglesia católica, si éstos representan apenas el 3% de los casos denunciados? Una respuesta posible radicaría en el significado particular que reviste la figura del sacerdote, en el ámbito religioso, educativo y moral. Semejante delito, aunque no fuera frecuente, despierta furia e indignación y plantea fuertes objeciones a la credibilidad de su ministerio y, dado el carácter esencialmente simbólico de su figura, a la credibilidad del sacerdote en cuanto tal. Se pueden también deducir otras motivaciones, expresadas por otra parte en forma explícita en algunos periódicos y medios. Es sabido que la posición de la Iglesia en temas de moral y sexualidad no es compartida por muchos, que temen su influencia y querrían por tanto silenciarla, desacreditándola.
La insistencia casi unívoca otorgada a los delitos de algunos curas católicos implica insinuar que también la doctrina que ellos representan carece de valor y debe ser anulada. Muchos piden entonces que los sacerdotes católicos acusados de pedofilia, además de la condena, sean reducidos al estado laical, y acusan al Vaticano de no haber actuado en este sentido. Ciertamente, este puede ser el procedimiento debido, previsto en el Código de Derecho Canónico, pero no es seguro que sea lo mejor para las víctimas potenciales, los niños, y para el mismo abusador, que a menudo se inserta en la sociedad sin un control y, abandonado a sí mismo, reitera los abusos. Tal ha sido el caso de James Porter, sacerdote de la diócesis de Fall River (Massachusetts), quien una vez despedido, no fue sometido a las autoridades civiles, se casó y poco después fue incriminado por el acoso a que sometió a la baby sitter de sus hijos.
La importancia de una formación integrada
Frente a los abusos cometidos por sacerdotes católicos surge la pregunta sobre cómo fue posible que estas personas hayan llegado a la ordenación o a la profesión religiosa. En realidad hoy resulta muy difícil identificar a un potencial pedófilo: quedan aún demasiados elementos oscuros que requieren estudios e investigaciones. A menudo se lo reconoce sólo después de verificado y comprobado el abuso. Debe también agregarse que quien tiene inclinación a la parafilia o a otros disturbios clínicos, como la pedofilia, no siempre solicita su ingreso al seminario o a la vida religiosa en la búsqueda de víctimas potenciales; muchos están atormentados por estas inclinaciones y ven en el sacramento del orden o en la consagración a la vida religiosa una suerte de mágica sanación. Pronto el pensamiento mágico se enfrenta con la realidad con trágicas consecuencias, como se advierte en el relato de quien se ha ocupado de estas tristes historias: “Los candidatos que creen que un compromiso a una vida célibe los ayudará a dejar atrás sus dificultades sexuales terminan obsesionados por el problema. ¡Cuántos abusadores de niños me han dicho que pensaban que el ministerio, el celibato, contendría sus batallas sexuales! Muchos de ellos no tuvieron problemas en los primeros diez o quince años de ministerio. Tarde o temprano, sin embargo, el problema irresuelto en el área sexual emergerá” (S. Rossetti).
De estos tristes episodios se pueden de alguna manera obtener valiosas lecciones:
-El escándalo de los abusos es doloroso, pero necesario e importante, aun purificante, para los pastores y quienes se preparan para serlo. Muchas víctimas pueden luego de muchos años comunicar finalmente su drama, el dolor, la angustia, la rabia y la vergüenza, y pueden así abrirse a la posibilidad de una mayor reconciliación. Ningún proceso o resarcimiento podrá jamás sanar estas heridas devastadoras. Algunos gestos pueden resultar sin embargo importantes. Para esto es de gran valor y significado la decisión de acoger y escuchar a las víctimas de los abusos, como lo hizo repetidamente Benedicto XVI.
-Es importante que la Iglesia reconozca la gravedad de lo ocurrido, no sólo castigando a los abusadores, sino sobre todo preguntándose qué sacerdotes quiere tener y qué hacer para formarlos sanamente, haciéndolos apóstoles idóneos, capaces de inclinarse ante las heridas y el sufrimiento de las personas que les son confiadas. Esto exige elegir con cuidado y atención a los posibles candidatos y acompañarlos adecuadamente para que puedan vivir el celibato. También es necesario afrontar el desafío espiritual subyacente: ¿qué es lo está en el centro de la fe?
-La Iglesia, cuando comunica con solicitud y transparencia su pesar por las víctimas, su compromiso por la ayuda terapéutica y su disponibilidad para colaborar con las autoridades civiles, puede también favorecer una mayor claridad y razonabilidad en la discusión pública. (Cfr. el procedimiento seguido en las arquidiócesis de Mónaco, Colonia y Bolzano, donde los obispos han adoptado una actitud que se podría definir como “proactiva”, es decir, de colaboración preventiva en relación con las autoridades y los medios).
-Celibato y pedofilia carecen de relación causal. Esto se demuestra, como dijimos, en el hecho de que, quienes han cometido actos de pedofilia son en su mayoría casados y tienen hijos; tampoco los sacerdotes que cayeron en tales prácticas vivían en castidad.
-Otra enseñanza de carácter más general, vinculada a esta tristísima experiencia, es que los sacerdotes deben tomar mayor conciencia del rol público que están llamados a desempeñar y de las repercusiones de sus determinaciones, tanto como de sus opiniones y sus juicios. Aceptado esto, debe agregarse sin más que este episodio doloroso requiere un atento screening (filtrado) además de la adecuada preparación de formadores y superiores que tienen la responsabilidad de admitir a quienes solicitan su ingreso al ministerio, ya que la solicitud puede encubrir graves dificultades en la sexualidad o en la personalidad en general.
Se trata de conocer al candidato también en su dimensión humana, especialmente en el área afectiva sexual. Más generalmente, desde el punto de vista de las ciencias humanas, se trata de observar la madurez afectiva y el equilibrio general y el dominio de los propios impulsos, requisitos fundamentales del hombre de Dios, como repetidamente los recuerdan los documentos de la Iglesia, incluyendo los recientes.
De aquí surge la importancia de un encuentro entre intelecto, afectos y voluntad en la experiencia de fe, según lo que indicaba Juan Pablo II como característica fundamental del sacerdote formado: “La promesa de Dios es asegurar a la Iglesia no sólo pastores, sino pastores “según su corazón”. El “corazón” de Dios se ha revelado a nosotros plenamente en el corazón de Cristo buen pastor […] La gente necesita salir del anonimato y del miedo, necesita ser conocida y llamada por su nombre, caminar segura los senderos de la vida, ser reencontrada si se ha perdido, ser amada, recibir la salvación como supremo don de Dios: justamente esto es lo que hace Jesús el buen Pastor” (Pastores dabo bobis). En tal representación apasionada del ideal del hombre llamado por Dios, puede manifestarse un indudable signo de honestidad y rectitud en el reconocimiento y el trabajo humilde, acompañado del deseo para superar eventuales obstáculos que tornan más difícil la libre respuesta al llamado
No hay comentarios:
Publicar un comentario