PRIMERA INFANCIA.
La evidencia indica que los niños más pequeños son los que tienen mayor probabilidad de sufrir maltrato, debido a una serie de razones: tienen más dificultades para regular sus emociones, necesitan mucha atención por parte de los cuidadores y, dada su vulnerabilidad, tienen mayores posibilidades de hechos violentos.
Por este motivo, Egley (1991, en Belsky, 1993 ) sostiene que la mayoría de los niños maltratados tiene una edad que gira alrededor de dos cumbres de edades : los tres y los ocho años. Cuando son muy pequeños, como no pueden manifestar verbalmente el trato negligente o punitivo, sus lesiones recientes o cicatrizadas se encargaran de delatar estas actitudes coercitivas. En algunos casos, las consecuencias físicas pueden ser fatales y determinantes para la vida del niño; en otros, originan deficiencias psicomotoras, problemas neurológicos y deterioro neuropsicológico que suelen arrastrar a lo largo del ciclo vital. Un bebe maltratado no tendrá nunca un desarrollo afectivo normativo, produciéndole un apego inseguro que le impedirá mantener relaciones eficaces con el medio circundante más próximo; además este apego potencia conductas de evitación y de evitación- aproximación con adultos desconocidos para el niño (Aber, Allen, Carlson y Ciccheti, 1989). Por otro lado estos mismos autores destacan la importancia de la primera infancia en ambientes normativos y afirman que medios familiares punitivos pueden producir deficiencias en el desarrollo infantil. O sea, es muy posible que el niño no se individualice y no consiga su autonomía, ni empiece a controlar sus propias emociones, tampoco desarrollará el lenguaje pre- lingüístico junto con las combinaciones de palabras y, finalmente, no potenciará la autoconfianza, la iniciativa, su integración y comprensión en las redes sociales.
Los niños de estas edades también pueden ser víctimas de abusos sexuales. Muchas investigaciones manifiestan que los incestos más usuales entre padre e hija aparecen incluso cuando la víctima no ha alcanzado la edad de cinco años. Con estas edades la hija es incapaz de diferenciar si estos actos son adecuados o no y sólo cuando se habla de “guardar el secreto” es cuando advierte que estas actividades no son normativas. Estas relaciones incestuosas se desenvuelven por medio de engaños y no suelen ser violentas ; en cambio, cuando es producto de una violación extrafamiliar, van acompañadas de altas dosis de agresividad y una vez consumado el acto, asesinan a la víctima para silenciar el hecho ( Gallardo, 1988 ).
SEGUNDA INFANCIA.
En este sector evolutivo se mencionará las deficiencias intelectuales, los problemas afectivos, los conductuales, y el conocimiento social del niño maltratado. La literatura sostiene que los niños maltratados alcanzan puntuaciones más bajas en los test de inteligencia que los normativos e, incluso, se siguiere que aquellos presentan mayores deficiencias en las habilidades lingüísticas. Posiblemente, estas deficiencias no obedezcan al mismo hecho maltratante, sino al medio ambiente deficitario de la familia, en donde la estimulación, la comunicación y la dinámica familiar están gravemente deterioradas. Por otro lado, es muy posible que todo el potencial cognitivo del niño se centre en lograr una adaptación camaleónica con la intención expresa de evitar los actos maltratantes, en vez de ir potenciando sus habilidades exploratorias y manipulativas, por ejemplo.
Respecto a los problemas afectivos y conductuales, suelen manifestar una autoestima baja y altos niveles de conducta internalizantes (aislamiento, ansiedad, depresión, miedo y conductas autodestructivas) y de conductas externalizantes (hiperactividad, agresividad con adultos e iguales, problemas de conducta y aparición de conductas antisociales como robo y fuga del hogar o de las instituciones de acogida). Algunos manifiestan ausencia de expresión de sentimientos e incluso problemas de encopresis, enuresis y quejas psicosomáticas (dolores de estomago, etc., o de difícil localización).
Asimismo, también muestran problemas en el desarrollo cognitivo social. Un punto interesante al respecto es la atribución de culpa; los trabajos de investigación señalan que los niños maltratados se atribuyen así mismos la culpa de los hechos punitivos, considerando a los padres maltratantes como personas buenas. Otro aspecto cognitivo social, muy ligado al ámbito atribucional, es el locus de control externo, los datos encontrados afirman que los niños maltratados manifiestan un lugar de control externo ; es decir, creen en la casualidad, el destino, la suerte o el azar determinan lo que ocurre en su vida. La empatía es otra variable en donde los maltratados responden escasamente a medidas de role – taking afectivo y cognitivo; es decir, manifiestan poca sensibilidad social y habilidad para poder discriminar las emociones observadas en otras personas. Además, estos niños, expresan desde edades muy tempranas desviaciones en la conducta prosocial y a la hora de resolver problemas interpersonales tienden a expresar conductas agresivas y aversivas (gritar, destruir objetos, etc.) con el grupo de iguales y con algunos miembros de la familia, como padres o hermanos.
El desarrollo del juicio moral también presenta alteraciones en estos niños que han sufrido abuso. Estos suelen considerar las trasgresiones que violan los derechos o el bienestar de otros niños, como más permisibles, sobre todo cuando estos actos originaban un daño importante. La evaluación de iguales también ha sido estudiada en este tema y los resultados señalan que los maltratados no suelen ser elegidos preferentemente por sus compañeros a la hora de realizarse unas determinadas tareas, debido posiblemente a las conductas agresivas o coercitivas que expresan en el centro escolar con los propios iguales. Por último, otro resultado consistente en la literatura es que los maltratados originan muchos problemas en la escuela: no rinden intelectualmente y su comportamiento es disruptivo, enfrentándose no sólo a los iguales, sino también al propio maestro, lo cual contribuye a un fracaso escolar difícil de superar.
ADOLESCENCIA.
Resulta interesante precisar aquí si el maltrato que está recibiendo el adolescente es una continuación del sufrido desde la infancia o es el resultado de un empeoramiento en las interacciones padres – hijos tan típicas en esta etapa. La conducta antisocial y las fugas del hogar o de las instituciones de acogida fueron las manifestaciones más frecuentes, existiendo una relación entre el tipo de delito cometido y el grado de maltrato sufrido ; es decir, a mayor disciplina parental experimentada, mayor fue la violencia expresada a la víctima. Normalmente, el consumo descontrolado de alcohol y la inclinación incipiente hacia las drogas son actitudes que van muy unidas a las conductas antisociales y a las fugas de casa.
Por regla general, el abuso sexual más generalizado es el efectuado con la población femenina. Las consecuencias que produce este tipo de abuso pueden aparecer en la primera y en la segunda infancia, en la adolescencia los efectos a corto plazo y las consecuencias a largo plazo en la adultez. El trastorno por estrés postraumático es una manifestación típica del abuso sexual en donde el hecho abusivo no puede ser ni asimilado y ni resuelto por la víctima, bloqueándola emocionalmente.
Desde un ámbito más general, los efectos que produce un abuso sexual a corto plazo son : problemas de sueño, sentimientos de culpabilidad, manifestaciones psicosomáticas, ansiedad, agresividad, hiperactividad, conductas autodestructivas, masturbación compulsiva, fugas del hogar, fracaso escolar y sentimientos de culpabilidad e impotencia en relación con el agresor ( Bagley y King, 1991 ; Lindon y Nourse, 1994 ).
ADULTEZ.
Los efectos a muy largo plazo del maltrato físico no se han demostrado consistentemente en la literatura. Por ejemplo, Martín y Elmer (1992) diseñaron un trabajo longitudinal con adultos que habían sufrido malos tratos hacía unos 23 años. Los resultados revelaron una ausencia de síntomas internalizados y externalizados; además no consumieron drogas y fueron capaces de mantener un empleo y crear con eficacia una familia. Sin embargo, manifestaron mucha suspicacia y resentimiento al comparárseles con el grupo normativo de adultos. En cambio, otros estudios descubrieron en la etapa adulta altos índices de agresividad y de ira que desembocaron en algunos casos en acciones criminales.
Un tema relacionado con la adultez es la transmisión intergeneracional del maltrato físico. Ello implica que los niños maltratados físicamente, cuando se convierten en padres maltratarán igualmente a sus hijos, de la misma manera que sus padres hicieron con ellos mismos, produciéndose así una polea de transmisión mediante la cual el maltrato pasa de una generación a otra (Kaufman y Zigler, 1989). Sin embargo, datos opuestos, (Widom, 1989 ) indican que la mayoría de los padres maltratantes no lo fueron en su infancia. Estas informaciones contradictorias señalan que este fenómeno no es tan simple, comprobándose que la metodología empleada para obtener información y el propio diseño utilizado ofrece datos dispares. Ante esto, los tres autores mencionados anteriormente afirman que esta transmisión intergeneracional del maltrato infantil dista mucho de ser una consecuencia inevitable del hecho de haber sido maltratado y cuando surge pudiera ser afectado por otros factores (problemas familiares, alcoholismo, drogadicción, etc. ).No obstante, cuando ocurre esta trasmisión, aproximadamente corresponde a un tercio de los padres maltratantes; entonces, surge la pregunta: ¿Qué mecanismos conductuales y psicológicos son los responsables de esta transmisión?
Los mecanismos para que aparezca dicha transmisión intergeneracional, no son bien conocidos. Sin embargo, existe una serie de procesos mediadores (Pianta, Egeland y Erickson, 1989; Belsky, 1993) a los que se les puede atribuir su aparición: teoría del aprendizaje y teoría del apego fundamentalmente. El niño aprende por modelado, por reforzamiento directo, por entrenamiento bajo coerción y por entrenamiento inconsistente, que el maltrato físico es una técnica apropiada para corregir conductas indeseables en la infancia y este aprendizaje aumenta la posibilidad de que en la adultez, repita estos mismos actos con sus propios hijos. Igualmente, a simple vista, bajo el prisma del apego, parece que aquellos niños cuyas relaciones primarias no estuvieron basadas en el amor y la confianza, es muy posible que en la edad adulta presenten dificultades a la hora de proporcionar un cuidado adecuado y de poder establecer relaciones adecuadas con el hijo. Sin embargo, esta opinión tampoco está muy clara al comprobarse la ausencia de este ciclo intergeneracional de la violencia en madres que perdonaron a sus progenitores por el trato recibido en su niñez; estas madres fueron concientes del maltrato sufrido en su infancia y llegaron a reconocer los efectos de estos actos punitivos en ellas mismas, así como las consecuencias potenciales en las relaciones con el hijo ( Main y Goldwyn,1984; en Belsky, 1993 ).
Caso aparte es el abuso sexual que suele generar unas consecuencias a largo plazo cortocircuitando el normal desarrollo integral de la persona. Manifiestan problemas en el ajuste sexual: disfunción sexual como frigidez, promiscuidad, aversión hacia la actividad sexual, insatisfacción en las relaciones sexuales, prostitución y preferencia para mantener relaciones incestuosas. Por otro lado, suelen expresar problemas interpersonales, entre ellos se destacan los conflictos de miedo con el marido a la hora del acto sexual, el aislamiento social y la dificultad para lograr y mantener las relaciones humanas. También suelen evidenciar una serie de síntomas psicológicos como ataques de ansiedad, trastornos del sueño, depresión, conducta suicida, síntomas somáticos, obesidad, masoquismo, neurosis, ataques psicóticos/esquizofrénicos, desórdenes en la alimentación y deficiente imagen corporal (Bagley y King, 1991; Finkelhor, 1986).
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