La violencia y el comportamiento antisocial son características
consistentes y centrales en la historia de la humanidad. Acercamientos
a entender sus causas, manifestaciones y formas de evitarlas
es el objeto de muchas disciplinas, entre ellas la psicología.
La investigación científica realizada hasta ahora, es capaz de
ofrecer explicaciones sobre las causas y tratamientos de ciertos
problemas de comportamiento. En muchas ocasiones los problemas
de conducta tienen un inicio temprano, donde el niño
presenta un comportamiento repetitivamente oposicionista,
impulsividad y agresión a otros niños, con un ambiente tipificado
como violento e inestable. Cuando ese niño se desarrolla se
tienden a producir una serie de hitos como el fracaso escolar, uso
de drogas, contactos con la justicia o sistemas de salud mental
(Loeber y Farrington, 2000). Gracias a décadas de investigación,
se sabe mucho acerca de cómo identificar este conjunto de
problemas, cuándo y cómo intervenir y cuándo no.
La investigación sobre el comportamiento agresivo y antisocial
de los jóvenes, ha señalado consistentemente una gran heterogeneidad
dentro de este grupo de jóvenes antisociales en términos
de características de comportamiento, de su curso y desarrollo
y de las causas de esos problemas de conducta (White
y Frick, 2010). Es decir, en jóvenes con el mismo resultado
de comportamiento (problemas de conducta, delincuencia) se
encuentran diferentes caminos que explican el desarrollo de
esa conducta disruptiva; por lo tanto, resulta crucial poder clasificar
adecuadamente a este grupo de jóvenes para entender
mejor los mecanismos que operan detrás de ese heterogéneo
grupo de problemas de conducta.
Uno de los criterios de clasificación que se pueden utilizar en
este grupo de sujetos es la presencia o no del rasgo de insensibilidad
afectiva (CU), entendido como una falta de empatía,
una falta de culpa, de remordimientos y de insensibilidad hacia
las emociones de los demás. Se ha mostrado que, en muestras
de niños, tanto clínicas como comunitarias, la presencia del
rasgo de CU emerge constantemente como distintivo frente
a otros aspectos de la psicopatía como la impulsividad y
el narcisismo (Frick, Bodin y Barry, 2000). La impulsividad
no diferencia ni distingue subgrupos dentro de los niños con
problemas de conducta severos y de inicio temprano, o adolescentes
con problemas de conducta graves y delincuencia,
mientras que elevados niveles del rasgo de CU caracterizan a un grupo de jóvenes antisociales con características asociadas
a la psicopatía adulta (Essau, Sasagawa y Frick, 2006). Los
niños que tienen problemas de conducta y además presentan
el rasgo de CU tienen patrones de comportamiento antisocial
más severos y estables en el tiempo (López-Romero, Romero
y Luego, 2011). Además, comparados con los niños que presentan
sólo problemas de conducta, los niños con el rasgo de
CU minimizan las consecuencias que su agresión provoca en
sus víctimas, no son intimidados por la posibilidad de recibir
un castigo por su mal comportamiento, muestran una menor
empatía hacia la emoción de tristeza y tienen mayor probabilidad
de iniciar un consumo de sustancias a edades tempranas
(Pardini y Byrd, 2012). Resultados similares a los encontrados
en niños, han mostrado que las niñas que presentan el rasgo
de CU junto con problemas de conducta tienen comportamientos
antisociales más severos y persistentes que las niñas
que presentan sólo trastornos de conducta (Pardini, Stepp,
Hipwell, Stouthamer-Loeber y Loeber, 2012).
Modelo de J. Blair en el desarrollo de la psicopatía infantojuvenil
Como hemos señalado a lo largo de estas páginas parece que la
psicopatía tiene su origen en etapas tempranas del desarrollo.
Hemos enfatizado la importancia de saber detectar aquellas
características temperamentales que resultan precursoras de
conductas antisociales en la infancia y en la edad adulta. Dado
que estas características psicopáticas aparecen temprano en el
desarrollo de un individuo necesitamos encontrar un marco
teórico que pueda explicar la evolución de dicho trastorno.
Uno de los modelos que es capaz de explicar el desarrollo de
este trastorno desde la infancia es el modelo de Mecanismos de
Inhibición de la Violencia (VIM), propuesto por Blair en 1995.
Este modelo surge de posiciones etologistas que proponen que
en especies de animales sociales existen una serie de mecanismos
para el control de la agresión. Estos mecanismos se ponen
en marcha cuando en la víctima animal se producen una serie
de señales que indican que se rinde y que el animal vencedor
capta cesando así su conducta agresiva. Blair (1995) supone
que en los humanos existen mecanismos análogos que inhiben
la violencia (VIM), que no sólo se ponen en marcha cuando
la víctima muestra conductas de rendición, sino que también
se activan ante señales de distrés (ejemplo, expresiones faciales
de tristeza o el llanto) que inician una respuesta de retirada y
cese del ataque.
Para Blair este mecanismo de inhibición de la violencia se encuentra detrás del desarrollo moral del niño y,
por lo tanto, su fallo explicaría el desarrollo de características
psicopáticas.
Blair sugiere que el VIM es un requisito para el desarrollo de
tres aspectos de la moralidad: las emociones morales (como
la culpa, remordimiento, empatía), la inhibición del comportamiento
violento y la distinción entre transgresión moral y
convencional (Blair, 1995).
Las emociones morales
Blair (1995) considera que el arousal generado por la activación
del VIM podría ser interpretado como una emoción moral.
Cuando se activa el VIM se pone en marcha una respuesta
de retirada que implica la experimentación en el sujeto que se
retira de emociones aversivas. En la línea de esta afirmación
nos encontramos con estudios que muestran que la percepción
de distrés en otros genera una reacción emocional aversiva que
se puede medir por el arousal generado en el observador (Bandura
y Rosenthal, 1966, en Blair 1995).
Una de las emociones morales que está relacionada con la
psicopatía, precisamente por su ausencia, es la empatía.
La
empatía no es un constructo unitario y podemos distinguir
tres tipos: la empatía cognitiva (relacionada con la Teoría de
la Mente) que podríamos definir como la capacidad de representarse
mentalmente los estados de los otros (sus pensamientos,
sus deseos, sus creencias, intenciones, etc.) (Frith,
1989, en Blair 1995); la empatía motora que se definiría
como la tendencia automática para sincronizar las expresiones
faciales y mímicas, posturas y movimientos con los
de la otra persona (Hatfield, Cacioppo y Rapson, 1994, en
Blair 1995); y, por último, la empatía emocional que se refiere
a la capacidad de reconocer y experimentar las emociones
del otro (Blair, 2005). Las investigaciones en psicopatía han
mostrado que los psicópatas no presentan dificultades con
la Teoría de la Mente ni con la empatía motora, sino que
muestran serias dificultades en la empatía emocional, siendo
selectiva con algunas expresiones emocionales, como por
ejemplo la tristeza y el miedo (Blair, 2005). Es decir, que
los psicópatas son capaces de ponerse cognitivamente en el
lugar del otro, pero no sienten como el otro.
Saben cómo se
sienten los demás, pero no sienten como ellos. Este fallo en
la empatía emocional lo explicaremos más adelante cuando
hablemos de la incapacidad selectiva de los psicópatas para
reconocer expresiones emocionales.
En un desarrollo normal, la presencia de claves de distrés en
la víctima, como consecuencia de haber sufrido una agresión,
activa en el agresor un estado emocional aversivo (que
Blair relaciona con la activación del VIM). Esta situación
repetida varias veces acaba por generar un condicionamiento
clásico en el que las claves de distrés son el estímulo
incondicionado (EI) y la activación del VIM la respuesta
incondicionada (RI).
En resumen, el buen funcionamiento de las emociones morales
es el primer requisito para el desarrollo de una conducta
moral adecuada y es precisamente este tipo de emociones las
que fallan en los niños y adultos con psicopatía.
Inhibición del comportamiento violento
La activación del VIM genera una respuesta de retirada que
inhibe el comportamiento violento. En el desarrollo de un
niño normal se produce un reforzamiento negativo para la
respuesta del cese de la agresión o inhibición de la misma que
significa dejar de experimentar las emociones negativas transmitidas
por la víctima. Por lo tanto, lo que se consigue es que
el niño aprenda a no ejecutar conductas agresivas. Si, por el
contrario, lo que ocurre es que se refuerza la conducta agresiva,
evidentemente, el niño no asociará el daño causado en
el otro con emociones negativas (Blair, 1995). Cuando estos
mecanismos funcionan correctamente y los padres introducen
bien la norma, con el paso del tiempo será menos probable que
el niño inicie comportamientos violentos.
En la psicopatía, al
no experimentar las emociones negativas transmitidas por la
víctima (no se activa el VIM), es más difícil que se produzca
el reforzamiento negativo explicado anteriormente y, por
lo tanto, no se produce una inhibición del comportamiento
violento. A esta situación tenemos que añadir que los niños
con características psicopáticas tienen serias dificultades para
aprender del castigo, y por lo tanto no experimentan ansiedad
ante la realización de una conducta agresiva.
Probablemente estas dificultades de aprendizaje descritas, que
Blair asocia a la no activación de los mecanismos de inhibición
de la violencia, puedan ser entendidas por la presencia en este
tipo de niños del rasgo de CU descrito anteriormente.
Distinción entre transgresión moral/convencional
La distinción entre transgresión moral y convencional se encuentra
presente en los juicios que realizan tanto adultos como
niños. La transgresión moral (ej. herir a otros) ha sido definida
por las consecuencias que tiene en los derechos y bienestar
de los demás, está centrado en la víctima. Por otra parte, la
transgresión convencional (ej. hablar en clase) se ha definido
por los efectos que provoca en el orden social, es decir, son
transgresiones de comportamiento que implica violar convenciones
sociales (Blair, 1995).
Tanto los adultos como los niños
juzgan como más serias y menos permisivas las transgresiones
morales que las convencionales. Las normas morales son menos
permisibles, en el sentido de que si una figura de autoridad
(ej. la profesora) legitima una transgresión moral el niño no
suele realizar la conducta, en cambio en el caso de las normas
convencionales no ocurre así. Hay determinados actos que se
juzgan como no permitidos sin necesidad de que haya una
regla explícita que lo prohíba, estos actos se encuentran dentro
de las normas morales. Esta distinción entre las normas morales
y convencionales se encuentra presente en los niños desde
los 39 meses y en todas las culturas (Blair, 1995).
La distinción entre la transgresión moral y convencional radica
en la activación del VIM. Por definición, las transgresiones
convencionales no implican la activación del VIM ya que, al
no haber víctimas implicadas, se produce sólo una alteración
del orden social. En el caso de las transgresiones morales, al
tener una víctima se produce una activación de las estructuras
encargadas del procesamiento de las claves de distrés en el otro
que conlleva una inhibición del comportamiento y la generación
de un estado emocional aversivo.
En resumen, en un desarrollo normal la activación del VIM
genera la producción de emociones morales que a su vez generan
la inhibición del comportamiento violento, el desarrollo de
una conducta empática y la expresión de culpa. La puesta en
marcha de este mecanismo es lo que ayuda a distinguir entre
una norma moral y una norma convencional.
En el caso de los niños con características psicopáticas no se
produce la activación de este sistema (VIM), por lo tanto, no
se inhibe el comportamiento violento, no se genera una conducta
empática ni la expresión de culpa. Todo ello tiene como
consecuencia una incapacidad para distinguir entre transgresiones
morales y transgresiones convencionales.
Las investigaciones en las que Blair y su equipo han puesto a
prueba este modelo llegan a la conclusión de que los psicó-
patas, tanto adultos como niños, no son capaces de distinguir
entre los dos tipos de normas (moral/convencional), muestran
menos referencias al bienestar de la víctima cuando tienen que
justificar algunas de las transgresiones, y no son capaces de
atribuir correctamente estados emocionales en los otros (Blair,
1995).
Aportación de la neurociencia al estudio de la psicopatía
Para la correcta interpretación y comprensión de la psicopatía,
es imprescindible estudiarla desde diferentes prismas; entre
ellos, podemos destacar el individual, social, familiar, genético
y neurocientífico. No se pretende hacer aquí una revisión
exhaustiva de todas las investigaciones de neurociencia relacionadas
con la psicopatía, pero sí señalar algunas estructuras
cerebrales que han mostrado una mayor relación con esta patología.
Una de las estructuras que más se ha relacionado con el dé-
ficit emocional de los psicópatas es la amígdala, implicada en
el reconocimiento de expresiones emocionales, entre ellas, el
miedo (Blair et al., 2004).