En el presente capítulo se va a mostrar cómo
la conducta antisocial puede verse desencadenada por multitud de factores,
subrayándose, así, su multicausalidad. Cuando se estudia un fenómeno tan
complejo y envuelto en una fuerte polémica conceptual, una de las estrategias
más eficaces para comprenderlo consiste en conceptualizar sus determinantes,
más que como causas, como factores de riesgo.
Para Berkowitz (1996), un factor de riesgo es
una condición que aumenta la probabilidad de la ocurrencia de acciones
agresivas aunque no de forma invariable. Loeber (1990), por otra parte,
conceptualiza estos factores como eventos que ocurren con anterioridad al
inicio del problema y que predicen el resultado posterior, incrementando la
probabilidad de su ocurrencia por encima de los índices básicos de la
población. Esta perspectiva es la que, a juicio de Berkowitz (1996), debería
adoptarse al considerar todas las condiciones que pueden promover la conducta
antisocial y delictiva en jóvenes y adolescentes.
Cuando se introduce el concepto de factor de
riesgo suelen realizarse una serie de aclaraciones. En primer lugar, se dice
que el concepto de factor de riesgo es “probabilístico”, no determinista. El
que un individuo presente factores de riesgo no implica que necesariamente vaya
a desarrollar conductas problemáticas; significa únicamente que, si lo
comparamos con un individuo sin esos factores, tendrá una mayor probabilidad de
llegar a implicarse en esas conductas. En relación con esta idea, es necesario
matizar que los factores de riesgo no llegan a tener el estatus de “causas”, es
decir, son elementos predictores, pero no implican una causación directa y
lineal. Por otra parte, es necesario también tener en cuenta que, hoy por hoy,
ningún factor de riesgo por sí solo permite predecir adecuadamente la conducta
problema. Se tiende a admitir que estos factores actúan en interrelación; las
distintas variables interactúan, se modulan y se influyen entre sí.
Precisamente una de las dificultades con las que se encuentra la investigación
sobre este tema hace referencia a cómo se articulan entre sí las distintas
variables. Se conocen muchas variables predictoras de la conducta problema y,
sin embargo, se sabe relativamente poco de cómo se ordenan y se relacionan esos
factores entre sí (Luengo et al., 2002).
Así,
cabe suponer que diferentes factores de riesgo tienen distintos mecanismos de
influencia sobre la conducta. Algunos de ellos quizás ejerzan sus efectos de un
modo relativamente directo, sin mediadores: si los amigos refuerzan
positivamente las conductas antisociales, el individuo podrá tener más
probabilidades de llevarlas a cabo, quizás sin necesidad de ningún otro proceso
intermedio. En otros casos, sin embargo, la influencia puede ser indirecta: un
clima familiar deteriorado puede no incidir directamente sobre la actividad
desviada, pero pueden dar lugar a que el adolescente pase más tiempo fuera de
casa y tenga una mayor probabilidad de contactos con amigos problemáticos; éste
sería el factor con efecto “próximo” o directo sobre la conducta desviada. En
otras ocasiones, la influencia de los factores de riesgo puede ser
“condicional”, es decir, pueden actuar haciendo que el sujeto sea más vulnerable
a otros factores. Una baja asertividad, por ejemplo, podría facilitar la
conducta antisocial no porque en sí misma induzca a ella, sino porque la baja
asertividad puede hacer al sujeto más vulnerable a la influencia de los amigos.
Bien
es cierto que no se pueden hacer simplificaciones con respecto a los factores
específicos que codeterminan la conducta antisocial. Su complejidad, así como
los distintos niveles de su influencia (biológicos, psicológicos, sociales y
jurídicos), unidos a la heterogeneidad conceptual de los comportamientos
antisociales, excluyen respuestas simples.
No
obstante, se puede decir mucho sobre las influencias que sitúan a jóvenes y adolescentes
en riesgo de emitir conductas desviadas y de los posibles mecanismos en los que
operan muchas de estas influencias. La cuestión de más interés es conocer quién
es más propenso a convertirse en antisocial y cuáles son los factores que
conducen a tal situación.
Asimismo,
pensar en términos de probabilidad sobre las condiciones que pueden potenciar
la conducta violenta es útil en muchos ámbitos de la vida, incluyendo las
ciencias naturales, la educación y las ciencias sociales. Para tomar una
decisión en cualquiera de estas áreas es necesario considerar la probabilidad
de que cierto hecho se produzca o no, y en base al conocimiento e información
disponibles, estimar la probabilidad (grande, moderada o pequeña) de que el
suceso se produzca realmente. De este modo, la revisión de los factores que en
este capítulo se exponen permitirá hacer estimaciones razonables o afirmaciones
de probabilidad sobre las condiciones que promueven la conducta antisocial.
El
objetivo principal de este capítulo es, por tanto, identificar los factores que
colocan a los individuos bajo riesgo de comportamiento antisocial. Este riesgo
hace fundamentalmente referencia al incremento de la probabilidad de la
conducta sobre los índices básicos de la población (Kazdin y Buela-Casal,
2002).
Se
ha de tener en cuenta que, además de hablar de factores de riesgo de las
conductas antisociales, que hacen referencia a aquellas características
individuales y/o ambientales que aumentan la probabilidad de la aparición de
dichas conductas o un mantenimiento de las mismas; existen los factores de
protección. Un factor de protección es una característica individual que
inhibe, reduce o atenúa la probabilidad del ejercicio y mantenimiento de las
conductas antisociales. En este sentido, los factores de riesgo y de protección
no son más que los extremos de un continuo y que un mismo factor será protector
o de riesgo según el extremo de la escala en que esté situado. Así, por
ejemplo, el rasgo impulsividad puede ser un factor de riesgo de conductas
antisociales cuando tiene un valor elevado en los individuos, mientras que
sería un factor de protección cuando su valor es muy bajo. La presencia o
ausencia de los mismos no es una garantía de la presencia o ausencia de
conductas antisociales respectivamente. Asimismo, a mayor número de factores de
riesgo habrá mayor probabilidad de que aumente la probabilidad de aparición de
conductas antisociales.
Clasificación de los factores de riesgo
Los
factores de riesgo no son entidades que actúen aisladamente determinando
unívocamente unas conductas sino que al interrelacionarse, predicen tendencias
generales de actuación. Esto conduce a que la exposición de los principales
factores de riesgo para el ejercicio de conductas antisociales se realice
atendiendo a dos grandes grupos: 1) factores ambientales y/o contextuales y, 2)
factores individuales. Asimismo, los factores individuales se subdividen, a su
vez, en: a) mediadores biológicos y factores bioquímicos, b) factores
biológico-evolutivos, c) factores psicológicos y, d) factores de socialización
(familiares, grupo de iguales y escolares).
Factores ambientales y/o contextuales
La
sociedad constituye el marco general donde cohabitan tanto los individuos como
los grupos. Los medios de comunicación de masas, las diferencias entre zonas,
el desempleo, la pobreza y una situación social desfavorecida, así como las
propias variaciones étnicas, son claros factores de riesgo de cara a cometer
comportamientos desadaptados y antisociales
Los medios de comunicación de masas
Aunque
en algunos momentos se ha supuesto que contemplar imágenes violentas podría
incluso reducir las conductas agresivas (la llamada hipótesis de la “catársis”,
Lorenz, 1966), lo cierto es que se dispone en la actualidad de una amplia
evidencia sobre el efecto contrario (Bushman y Anderson, 2001; Donnerstein,
2004; Huesmann, Moise y Podolski, 1997; Huesmann, Moise, Podolski y Eron, 2003;
Meyers, 2003; Wheeler, 1993).
En
1975, la comunicación especial de Rothenberg sobre el “Efecto de la Violencia
Televisada en Niños y Jóvenes” alertó a la comunidad sobre los efectos
perniciosos de la visión de la violencia televisiva en el normal desarrollo del
niño al incrementar tanto los niveles de agresividad física como la conducta
antisocial. Esta comunicación, al igual que otras procedentes de organizaciones
profesionales como la Academia Americana de Pediatría o la APA (Asociación de
Psicología Americana) que llegaban a similares conclusiones, estaba
fundamentada en los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre las
“Causas y Prevención de la Violencia” (Baker y Ball, 1969) y en el Informe
sobre “Televisión y Desarrollo: El Impacto de la Violencia Televisada” (Surgeon
General’s Scientific Advisory Committee on Television and Social Behavior,
1972). Con posterioridad, estos resultados fueron reforzados por el informe del
Instituto Nacional de Salud Mental: “Televisión y conducta: Diez años de
progreso científico e implicaciones para los ochenta” (Pearl, Bouthilet y
Lazar, 1982) en el que, de nuevo, se exponía un amplio consenso desde la
literatura científica acerca de que la exposición a la violencia televisiva
incrementaba la agresividad física exhibida por niños y adolescentes (Brandon,
1996).
Es
por ello que se ha hecho necesario regular legalmente cuales deben ser los
programas, contenidos y horarios de emisión de la programación infantil. Para
ello, la Ley 25/1994, del 12 de Julio, incorpora al ordenamiento jurídico
español, la Directiva de la Unión Europea de 1989 sobre la coordinación de
disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados
miembros, relativas al ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva,
siendo el artículo 17 de dicha ley, el que se refiere expresamente a la
protección de los menores frente a la programación (Vázquez, 2003).
De
esta forma, el estudio científico de los efectos perniciosos de la observación
de la violencia en la televisión fue desarrollándose hasta quedar
conceptualizado hoy en día como un importante factor de riesgo del
comportamiento agresivo (Donnerstein, 2004). Entendiendo éste como un conjunto
de condiciones presentes en el individuo o en el ambiente que producen un
aumento en la probabilidad de desarrollar un determinado problema como es, en
este caso, la conducta violenta (Donnerstein, 1998; Drewer, Hawkins, Catalano y
Neckerman, 1995; Huesmann et al., 2003; Lefkowitz, Eron, Walder y Huesmann,
1977; Meyers, 2003); llegando a conformarse lo que hoy en día se denomina la
Teoría del Efecto Causal entre la visión de la violencia televisiva y la
conducta agresiva. Aunque no hay suficiente evidencia empírica que la apoye
(Freedman, 1984; Lynn, Hampson y Agahi, 1989), según Björkqvist (1986), la
mayor parte de ésta parece estar a favor de la Teoría del Aprendizaje Social
que postula que la observación de imágenes violentas provoca un incremento de
la conducta agresiva debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento
instrumental vicario (Bandura, 1973).
Del
Barrio (2004b) señala que para explicar la acción de la televisión sobre la
aparición de la agresión se recurre a varias teorías: 1) identificación,
mediante aprendizaje vicario, 2) desensibilización, inhibiendo la respuesta de
desagrado innata hacia la agresión y, 3) las condiciones personales,
temporales, familiares y ambientales en las que el niño ve la televisión. Así,
los mecanismos psicológicos a través de los cuales la observación de violencia
televisada puede llegar a facilitar la expresión de la conducta agresiva o
antisocial, implican el aprendizaje, por parte de los jóvenes, de que
determinados tipos de agresión o violencia están justificados o son más
aceptados bajo determinadas circunstancias, legitimando así la agresión a
través de la violencia observada en los medios de comunicación (Watt y Krull,
1977). La exposición a la violencia incrementaría, por tanto, el nivel de tolerancia,
enseñando a los niños observadores a elevar el nivel de la conducta agresiva
considerada como “aceptable” (Donnerstein, Slaby y Eron, 1994; Drabman, Thomas
y Jarvie, 1977; Huesmann y Miller, 1994; Huesmann, et al., 1997; Huesmann et
al., 2003; Livingstone, 1996; Meyers, 2003; Molitor y Hirsch, 1994; Schneider,
1994) hasta llegar a relacionarse con la aparición de comportamientos altamente
violentos, como puede ser el homicidio (Bushman y Anderson, 2001; Heide, 2004;
Wheeler, 1993).
Entre
la gran cantidad de factores que han sido analizados en diversas
investigaciones con objeto de determinar los efectos de la observación de la
televisión violenta en el comportamiento agresivo, caben destacar el carácter
justificado o injustificado de ésta (Andreu, Madroño, Zamora y Ramírez, 1996;
Berkowitz y Powers, 1979; Peña, Andreu y Muñoz-Rivas., 1999), la visión de la
violencia recompensada o castigada y la presencia de armas (Paik y Comstock,
1994), la identificación personal con la agresión y sus consecuencias (Rowe y
Herstand, 1986), las actitudes y creencias normativas hacia la agresión
interpersonal y la visión de la lencia televisada (Huesmann, Eron, Czilli y
Maxwell, 1996; Walker y Morley, 1991), la identificación personal con los
personajes agresivos (Huesmann et al., 1984, 2003), las atribuciones y la
evaluación moral de los perpetradores de la violencia (Rule y Ferguson, 1986) y
la valoración de la agresión observada; especialmente relevante cuando
definimos el límite entre la agresión aceptada y la agresión censurable
(Mustonen y Pulkkinen, 1993). Asimismo, como ya señaló Gunter (1985), el
contexto moral del comportamiento debe ser un factor más a considerar ya que es
un importante mediador en la percepción de la conducta antisocial.
Un
trabajo reciente llevado a cabo por Huesmann et al. (2003) muestra que los
niños que ven televisión violenta tienen una conducta más agresiva 15 años más
tarde en comparación al grupo control, afectando más a los hombres que a las
mujeres y a los niños más que a los adolescentes o a los adultos. Meyers (2003)
encuentra resultados en la misma dirección, añadiendo cómo la agresión futura
correlaciona más fuertemente con aquellos sujetos que previamente tenían altos
niveles de agresión. En la misma investigación se encuentra que la educación
paterna y el éxito escolar son las variables que presentan una mayor
correlación negativa con la agresión y con ver televisión violenta, tanto en
niños como en niñas, pudiendo ser consideradas como los factores de protección
más importantes para estas variables.
Entre las últimas investigaciones sobre el
tema, se ha encontrado otro efecto indeseable de la violencia televisiva, hasta
ahora menos estudiado, como es la influencia que tiene en sujetos que no son
agresivos. Parece ser que la visión de escenas violentas incrementa en ellos el
miedo a ser víctima y temor a ser agredido en el mundo real y, este miedo, les
puede llegar a convertir en objetivos de la agresión de compañeros agresivos o
violentos (Del Barrio, 2004b; Donnerstein, 2004).