viernes, 30 de agosto de 2013

AGRESIÓN Y CONDUCTA ANTISOCIAL EN LA ADOLESCENCIA: UNA INTEGRACIÓN CONCEPTUAL. Mª Elena Peña Fernández. José Luis Graña Gómez. Departamento de Psicología Clínica. Universidad Complutense de Madrid.

Resumen
Comprender el fenómeno de la violencia en niños y adolescentes es una tarea compleja para investigadores y profesionales implicados en su prevención y tratamiento. En este artículo se presenta un revisión conceptual de la conducta antisocial, prestando especial énfasis en sus relaciones con otros conceptos tales como la criminalidad y la delincuencia juvenil. A partir de su revisión, se ofrece una integración conceptual de la denominada “conducta antisocial” de modo que nos permita comprender con mayor facilidad cómo las conductas problemáticas pueden llegar a convertirse en graves problemas de conducta disocial por efecto de un serie de factores de riesgo a lo largo del desarrollo evolutivo del menor.
PALABRAS CLAVE: conducta antisocial, violencia, delincuencia juvenil, factores de riesgo.

Abstract
Understanding  the  phenomenon of violence in children and teenagers is a complex subject for researchers and professionals implied in their prevention and treatment. In this paper a conceptual review of antisocial behavior is presented, emphasizing  its relationships with other concepts such as crime and juvenile delinquency. From this review, this paper  offers a conceptual integration of antisocial behavior to allows understanding how the problematic behaviors can become serious problems of antisocial behavior for the effect of  a series of risk  factors along the minor evolutionary development.
KEY WORDS: antisocial behavior, violence, juvenile delinquency, risk factors.

Introducción

La conducta antisocial es un problema que presenta serias consecuencias entre los niños  y adolescentes. Los menores que manifiestan  conductas  antisociales se caracterizan,  en general, por presentar  conductas  agresivas repetitivas,  robos, provocación de incendios, vandalismo, y, en general, un quebrantamiento serio de las normas en el hogar y la escuela. Esos actos constituyen con frecuencia problemas de referencia para el tratamiento psicológico, jurídico y psiquiátrico. Aparte de las serias consecuencias inmediatas de las conductas antisociales, tanto para los propios agresores como para las otras personas con quienes interactúan, los resultados a largo plazo, a menudo, también son desoladores. Cuando los niños se convierten en adolescentes y adultos, sus problemas suelen continuar en forma de conducta criminal, alcoholismo, afectación psiquiátrica grave, dificultades de adaptación manifiestas en el trabajo y la familia y problemas interpersonales (Kazdin, 1988).

La conducta antisocial hace referencia básicamente a una diversidad de actos que violan las normas sociales y los derechos de los demás. No obstante, el término de conducta antisocial es bastante ambiguo, y, en no pocas ocasiones, se emplea haciendo referencia  a un amplio conjunto de conductas claramente sin delimitar. El que una conducta se catalogue como antisocial, puede depender de juicios acerca de la severidad de los actos y de su alejamiento de las pautas normativas, en función de la edad del niño, el sexo, la clase social y otras consideraciones. No obstante, el punto de referencia para la conducta antisocial, siempre es el contexto sociocultural en que surge tal conducta; no habiendo criterios objetivos para determinar qué es antisocial y que estén libres de juicios subjetivos acerca de lo que es socialmente apropiado (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Estas conductas que infringen las normas sociales y de convivencia reflejan un grado de severidad que es tanto cuantitativa como cualitativamente diferente del tipo de conductas que aparecen en la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia. Las conductas antisociales incluyen así una amplia gama de actividades tales como acciones agresivas, hurtos, vandalismo, piromanía, mentira, absentismo escolar y huidas de casa, entre otras. Aunque estas conductas son diferentes, suelen estar asociadas, pudiendo darse, por tanto, de forma conjunta. Eso sí, todas conllevan de base el infringir reglas y expectativas sociales y son conductas contra  el entorno, incluyendo propiedades y personas (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Desde una aproximación psicológica, se puede afirmar que las actividades o conductas anteriormente citadas, que se engloban dentro del término conducta antisocial se podrían entender como un continuo, que iría desde las menos graves, o también llamadas  conductas problemáticas, a las  de mayor gravedad, llegando incluso al homicidio y el asesinato. Loeber (1990), en este sentido,  advierte que el  término conducta antisocial se reservaría para aquellos actos más graves, tales  como robos deliberados, vandalismo y agresión física. Lo cierto es que aunque toda esta serie de conductas son diferentes, se consideran juntas, ya que suelen aparecer asociadas, a la vez que se muestran de formas diferentes según la edad de inicio en el niño y/o adolescente.

Uno de los principales problemas que surgen a la hora de abordar el estudio de la conducta antisocial desde cualquier aproximación, es sin lugar a dudas el de su propia conceptualización. Esta dificultad podría estar relacionada, entre otros factores, con el distinto enfoque teórico del que parten los autores en sus investigaciones a la hora de definir conceptos tan multidimensionales como los de delincuencia, crimen, conducta antisocial o trastornos de conducta (Otero, 1997). 

Es evidente que la existencia de distintas interpretaciones que surgen desde los diferentes campos de estudio (sociológico, jurídico, psiquiátrico o psicológico), y que tratan de explicar la  naturaleza y el significado  de la  conducta antisocial, generan orientaciones diversas y se acaban radicalizando en definiciones sociales, legales o clínicas (Otero, 1997). No obstante, se ha de tener presente que a lo largo de la historia de las diferentes disciplinas científicas que han estudiado la conducta antisocial, se han venido  aplicando numerosos  términos  para referirse  a este  tipo de conductas que transgreden claramente las normas, tales como delincuencia, criminalidad, conductas desviadas, conductas problemáticas, trastornos o problemas de conducta. A pesar de que las conductas a las que se refieren son las mismas, existen ciertas diferencias que son necesarias resaltar.

Para Loeber (1990), la llamada conducta problemática haría más bien referencia a pautas persistentes de conducta emocional  negativa en niños,  tales como un temperamento difícil, conductas oposicionistas o rabietas. Pero no hay que olvidar que muchas de estas conductas antisociales surgen de alguna manera durante el curso del desarrollo normal, siendo algo relativamente común y que, a su vez, van disminuyendo cuando el niño/a va madurando, variando en función de su edad y sexo. Típicamente, las conductas problemáticas persistentes en niños pueden provocar síntomas como impaciencia, enfado, o incluso respuestas de evitación en sus cuidadores o compañeros y amigos. Esta situación puede dar lugar a problemas de conducta, que refleja el término paralelo al diagnóstico psiquiátrico de “trastorno de conducta” y cuya sintomatología esencial consiste en un patrón persistente de conducta en el que se violan los derechos básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a la edad (APA, 2002).

Dicha nomenclatura nosológica se utiliza comúnmente para hacer referencia a los casos en que los niños o adolescentes manifiestan un patrón de conducta antisocial, pero debe suponer además un deterioro significativo en el funcionamiento diario, tanto en casa como en la escuela, o bien cuando las conductas son consideradas incontrolables por  los familiares o amigos,  caracterizándose éstas  por  la frecuencia, gravedad, cronicidad, repetición y diversidad. De esta forma, el trastorno de conducta quedaría reservado  para  aquellas conductas antisociales clínicamente significativas y que sobrepasan el ámbito del normal funcionamiento (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Las características de la conducta antisocial (frecuencia, intensidad, gravedad, duración, significado, topografía y cronificación), que pueden llegar a requerir atención clínica, entroncan directamente con el mundo del derecho y la justicia. Y es aquí donde entran en juego los diferentes términos sociojurídicos de delincuencia, delito y/o criminalidad.

La delincuencia implica como fenómeno social una designación legal basada normalmente en el  contacto oficial  con  la justicia. Hay,  no  obstante, conductas específicas que se pueden denominar delictivas. Éstas incluyen delitos que son penales si los comete un adulto (robo, homicidio), además de una variedad de conductas que son ilegales por la edad de los jóvenes, tales como el consumo de alcohol, conducción de automóviles y otras conductas que no serían delitos si los jóvenes fueran adultos. En España, esta distinción es precisamente competencia de los Juzgados de Menores (antes Tribunales Tutelares de Menores), que tienen la función de conocer las acciones u omisiones de los menores que no hayan cumplido los 18 años (antes 16 años) y que el Código Penal u otras leyes codifiquen como delitos o faltas, ejerciendo una función correctora cuando sea necesario, si bien la facultad reformadora no tendría carácter represivo, sino educativo y tutelar (Lázaro, 2001).

Los trastornos de conducta y la delincuencia coinciden parcialmente en distintos aspectos, pero no son en absoluto lo mismo. Como se ha mencionado con anterioridad, trastorno de conducta hace referencia a una conducta antisocial clínicamente grave en la que el funcionamiento  diario  del individuo  está alterado. Pueden realizar o  no conductas definidas como delictivas o tener o no contacto con la policía o la justicia.

Así, los jóvenes con trastorno de conducta no tienen porqué ser considerados como delincuentes, ni a estos últimos que han sido juzgados en los tribunales se les debe considerar como poseedores de trastornos de conducta. Puede haber jóvenes que hayan cometido alguna vez un delito pero no ser considerados por eso como “patológicos”, trastornados emocionalmente o con un mal funcionamiento en el contexto de su vida cotidiana. Aunque se puede establecer una distinción, muchas de las conductas de los jóvenes delincuentes y con trastorno de conducta, coinciden parcialmente, pero todas entran dentro de la categoría general de conducta antisocial.

Desde un punto de vista que resalta más lo sociológico de este fenómeno conductual, se habla comúnmente de desviación o conductas desviadas, definidas éstas como aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan, perturban) a los miembros de una sociedad, aunque no necesariamente a todos (Higgins y Buttler, 1982).

Este  término  es  un fenómeno subjetivamente  problemático,  es  decir,  un fenómeno complejo de creación social; de ahí que podamos decir que no hay ninguna conducta, idea o atributo inherentemente desviada y dicha relatividad variará su significado de un contexto a otro (Garrido, 1987; Goode, 1978).

Se podría conceptualizar la conducta delictiva dentro de este discurso como una forma de desviación; como un acto prohibido por las leyes penales de una sociedad. Es decir, tiene que existir una ley anterior a la comisión que prohíba dicha conducta y tiene que ser de carácter penal, que el responsable ha de ser sometido a la potestad de los Tribunales de Justicia. Pero de la misma forma que la desviación, el delito es igualmente relativo, tanto en tiempo como en espacio. Las leyes evolucionan, y lo que en el pasado era un delito, en la actualidad puede que no lo sea (consumo de drogas) o al contrario. El espacio geográfico limitaría igualmente la posibilidad de que una conducta pueda ser definida como delito o no (Garrido, 1987).

El delincuente juvenil, por tanto, es una construcción sociocultural, porque su definición y tratamiento  legal responden  a distintos factores en distintas naciones, reflejando una mezcla de conceptos  psicológicos y legales.  Técnicamente, un delincuente juvenil es aquella persona que no posee la mayoría de edad penal y que comete un hecho que está castigado por las leyes. La sociedad por este motivo no le impone un castigo, sino una medida de reforma, ya que le supone falto de capacidad de discernimiento  ante los modos de  actuar legales e  ilegales.  En  España ha surgido actualmente una reforma de los antiguos Tribunales de Menores, así como de las leyes relativas a los  delincuentes juveniles, la Ley Orgánica  5/2000 reguladora  de la responsabilidad penal del menor. Tal reforma ha procurado conseguir una actuación judicial más acorde con los aspectos psicológicos del desarrollo madurativo del joven.

Los  términos delincuencia y  crimen aparecen en numerosos textos como sinónimos de conducta antisocial, sin embargo ambos términos implican una condena o su posibilidad, sin embargo, todos los estudios han demostrado que la mayoría de los delitos no tienen como consecuencia que aparezca alguien ante los tribunales y que muchas personas que cometen actos por los cuales podrían ser procesados nunca figuren en las estadísticas criminales. Además, los  niños  por  debajo de  la edad de responsabilidad penal participan en una conducta antisocial por la que no pueden ser procesados. Para entender los orígenes de la delincuencia es crucial, por tanto, que se considere la conducta antisocial que está fuera del ámbito de la ley y también los actos ilegales que no tienen como consecuencia un procedimiento legal, además de los que sí la tienen.

En este sentido, y para el propósito que guía la presente tesis doctoral, el término de conducta antisocial se empleará desde una aproximación conductual para poder así, hacer referencia fundamentalmente a cualquier tipo de conducta que conlleve el infringir las reglas o normas sociales y/o sea una acción contra los demás, independientemente de su  gravedad o de  las consecuencias que  a  nivel jurídico  puedan acarrear.

Consecuentemente,  se prima el  criterio social sobre  el estrictamente jurídico.  La intención no es otra que ampliar el campo de análisis de la simple violación de las normas jurídicas,  a la  violación de todas las normas que regulan la vida colectiva, comprendiendo las normas sociales y culturales.

Tal y como señala Vázquez (2003), la inclusión de un criterio no solamente jurídico en la definición de la conducta antisocial presentaría la ventaja de centrar la atención en  factores sociales  o exógenos, y en  factores  personales o endógenos; cambiando el enfoque de la intervención y abordando directamente el problema real.

Así, la conducta antisocial quedaría  englobada  en un contexto  de  riesgo social, posibilitando una prevención e intervención temprana en el problema que entroncaría directamente con los intereses de las distintas disciplinas de la psicología interesadas en este problema.

Conducta antisocial durante la infancia y adolescencia

Aunque para muchos investigadores es evidente la alta estabilidad y continuidad que presenta a lo largo del tiempo tanto la conducta antisocial (Hinshaw, Lahey y Hart,1993; Huesmann, Eron, Lefkowitz y Walder, 1984) como  la agresión (Hart, Hofmann, Edelstein y Keller, 1997; Henry, Avshalom, Moffitt y Silva, 1996; Newman, Caspi, Moffitt  y Silva,  1997), también  es cierto que  la conducta  antisocial  y las manifestaciones agresivas y/o violentas difieren en cuanto a su topografía en relación al estadio evolutivo de desarrollo en el que se encuentre el niño (Moffitt, 1993).

Aunque la agresión física y la violencia se han asociado a la adolescencia, tiene su inicio en una etapa anterior. Así, encontraremos que en la etapa preescolar (2-4 años) los niños muestran ya conductas físicamente agresivas, tales como rabietas sin motivo y peleas, que suelen estar motivadas por la adquisición de juguetes, golosinas u otros recursos preciados, por lo que se  consideran  actos  agresivos de  tipo instrumental.

Durante el transcurso de la infancia intermedia, a partir de los 5 o 6 años, la agresión física y otras  formas de  conducta antisocial manifiesta, como  por  ejemplo, la desobediencia, comienzan a descender a  medida  que  el niño se va haciendo más competente a la hora de resolver sus disputas de forma más amigable (Loeber  y Stouthamer-Loeber, 1998;  Tremblay et al., 1996). Sin embargo, la agresión hostil (especialmente en los chicos) y la agresión verbal (especialmente en las mujeres) muestra un ligero incremento con la edad, aun cuando la agresión instrumental y otras formas de conducta antisocial van disminuyendo. La explicación de este cambio, según Hartup (1974), estaría en el proceso madurativo, cuanto mayor es el niño,  más capacitado está para detectar la intencionalidad agresiva de las conductas de los otros, por lo que es más probable que responda al ataque de forma hostil hacia quien le hace

Es interesante señalar que mientras la mayoría de los niños se van implicando cada vez menos en los intercambios agresivos y antisociales durante el transcurso de su infancia, una minoría de jóvenes o adolescentes continúan participando de modo aún más frecuente en actividades antisociales y agresivas (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998). El nivel de violencia de estos adolescentes es más elevado durante la primera adolescencia (10 a 13 años) que durante la segunda (14-17 años), e incluso son más peligrosos aquellos adolescentes cuya pubertad es precoz (Cota-Robles, Neiss y Rowe, 2002), debido al impacto y desajuste que provoca tanto a nivel biológico como social.

Así, continuarán manifestando comportamientos más encubiertos, como hacer novillos, robar en tiendas o consumir sustancias, y posteriormente, y durante la adolescencia, pueden ir apareciendo  delitos  más graves  contra  la propiedad, seguidos  de delitos agresivos y violentos.

Si evolutivamente las conductas antisociales y agresivas tienden a disminuir, ¿porqué hay un incremento de arrestos juveniles por conductas antisociales agresivas o violentas al final de la adolescencia o principios de la edad adulta? (Cairns y Cairns, 1986; Loeber  y Farrington, 1999). Loeber  y Stouthamer-Loeber (1998) sugieren al respecto que probablemente los adolescentes jóvenes que han sido más agresivos o violentos durante su infancia aumentan sus conductas antisociales y agresiones físicas o violentas a lo largo de la adolescencia. Es obvio que a pesar de que la agresión se manifiesta de formas diferentes según la edad, es un atributo bastante estable. Los niños que hacia los dos años eran más agresivos tendían a seguir siéndolo a los cinco. Otras investigacioneslongitudinalesrebelan que la conducta agresiva que los niños muestran entre los tres y diez años es un predictor de sus inclinaciones agresivas o antisociales más graves a lo largo de la vida (Hart et al., 1997; Henry et al., 1996; Newman et al., 1997; Tremblay, 2001; 2003). 

De la misma forma, Rutter  et al. (2000) ponen  de manifiesto también  que, cuanto mayor sea el número de infracciones o conductas antisociales que comete una persona, mayor es la probabilidad de que se impliquen en conductas agresivas violentas, apareciendo estas, a finales de la adolescencia y principios de la edad adulta. Henry et al. (1996) a partir del estudio longitudinal de Dunedin, ponen de manifiesto cómo la conducta antisocial de inicio temprano, que tiende a persistir en los últimos años de la adolescencia, estaba asociada a un incremento de la probabilidad de que los delitos cometidos en dichos años implicaran violencia.

Sin embargo, y apesar de estos estudios que ponen de manifiesto la correlación que  existe entre conductas agresivas y otras conductas antisociales, sólo reflejan tendencias, ya que no implica necesariamente que el niño que fue muy agresivo siga siéndolo con el tiempo y se implique  en más comportamientos antisociales, ni que aquellos que comenzaron su carrera antisocial en etapas más tardías y, tuvieron una infancia sin la presencia de comportamientos agresivos, no comentan actos violentos en la adolescencia o edad adulta (Windle y Windle, 1995). De la misma forma, la presencia de conductas agresivas o violentas no  tienen  porque aparecer  unida  a  la conducta antisocial invariablemente, existiendo comportamientos antisociales no agresivos.

La investigación criminológica ha permitido detectar un número importante de variables individuales y ambientales relacionadas con la aparición y mantenimiento de tendencias antisociales (Pérez, 1987; Romero, Sobral y Luengo,  1999). La elevada disposición para manifestar conductas agresivas suele ser un aspecto más, no el único, de un patrón de comportamiento antisocial, siendo muy difícil encontrar variables que ejerzan una influencia selectiva en la aparición de conductas agresivas y no lo hagan en la de otros comportamientos antinormativos. Asimismo, la mayoría de delincuentes que muestran conductas violentas  de manera  persistente suelen presentar, además,  una amplio abanico de conductas antisociales. Por este razón, creemos que el estudio de la mayor  parte  de  los delincuentes  violentos  debe  abordarse  en  el  mismo marco metodológico  y conceptual que el utilizado  para toda la conducta  antisocial. Consideramos que la conducta agresiva es sólo una (aunque muy grave) de las múltiples manifestaciones de un estilo de vida “socialmente desviado” (Torrubia, 2004).

Durante las últimas décadas, la investigación sobre las bases neurobiológicas, cognitivas sociales de la agresión ha aportado conocimientos muy notables sobre los factores relevantes de las conductas agresivas, independientemente de que estas sean delictivas o no (Tobeña, 2001). Los humanos  podemos aprender a  comportarnos violentamente por observación de modelos y por procesos de aprendizaje instrumental, pero las características temperamentales y las capacidades cognitivas de los individuos pueden facilitar o  dificultar la aparición y consolidación de pautas estables  de comportamiento agresivo. En cuanto a los factores ambientales que contribuyen a dicho desarrollo se han propuesto, entre otras, las influencias parentales, la influencia de los iguales y el nivel socioeconómico (Lahey, Waldman, McBurnett, 1999). Respecto a los factores individuales que intervienen en la gestación de la conducta violenta estarían la adaptación escolar, la reactividad  emocional, la impulsividad, la búsqueda  de sensaciones, la baja percepción del riesgo o daño, entre otros (Del Barrio, 2004a). La importancia y el peso de dichas variables podría ser distinta para los diversos subgrupos de individuos antisociales. Muchos individuos antisociales poseen factores de riesgo individuales  y/o han estado  expuestos  a  muchos  de esos  factores ambientales; la interacción de  todos  ellos en  las diferentes etapas evolutivas configura perfiles específicos de predisposición hacia determinados tipos de conductas antisociales y, entre ellas, las de tipo violento.

Integración conceptual de la conducta antisocial

La literatura relacionada con el estudio de la conducta antisocial, ha puesto en evidencia la existencia de los diferentes conceptos que han venido utilizándose para referirse a un estilo de comportamiento caracterizado, básicamente, por la manifestación de una serie de conductas  personales que están al margen del orden socialmente establecido. Así, los más importantes han sido “conductas problemáticas”, “conductas desviadas”, “conductas antisociales”, “problemas de conducta o trastornos de conducta”, “conductas delictivas, delito o criminalidad”. A pesar de que todos estos conceptos se utilizan indistintamente para definir un estilo de comportamiento que, en mayor o menor grado, transgrede las normas sociales, cada uno de ellos tiene  acepciones  distintas dependiendo de la aproximación teórica de origen.

El objetivo fundamental en este apartado será intentar realizar una integración de dichos conceptos, siendo imprescindible situarlos dentro de un continuo evolutivo o de desarrollo, para dar así un mayor sentido a la compleja aparición y mantenimiento de la conducta antisocial de los niños y adolescentes.

A pesar de que cuando hablamos de conductas antisociales, tendemos a situarlas en etapas más avanzadas  del desarrollo  de los  niños, la aparición de  las primeras manifestaciones tiene lugar en la primera  infancia. Dichas  conductas deben ser consideradas como “normativas” en el sentido de que aparecen en la gran mayoría de los niños y son propios de su etapa evolutiva. Son a éstas a las que denominaríamos como conductas problemáticas, sobre las que actúan tanto el entorno familiar como el escolar a nivel pedagógico con el objetivo de modificarlas y por tanto, la desaparición sucesiva de dichas conductas será lo esperable.

En la medida en que estas conductas estén influidas por la presencia de diversos factores de riesgo, se producirá un incremento de la frecuencia, intensidad y gravedad de dichas conductas, provocando así, el mantenimiento persistente en estadios evolutivos más avanzados y, apareciendo consecuentemente, un patrón de comportamiento que va a infringir o transgredir las normas socialmente establecidas, recibiendo denominaciones tales como conductas desviadas o la propiamente dicha conducta antisocial. A pesar de que ambos términos identifican dicho patrón de comportamiento, difieren tanto en la amplitud y precisión de su definición como en la aproximación teórica de la que parten. Así, el término de “conducta desviada” parte de un enfoque sociológico a partir del cual, la transgresión de la norma social estará en función del grado en que se aparta o desvía de lo estadísticamente “normal” o “frecuente”, a la vez que considera cualquier tipo de conducta, ideas o atributos que ofenden o disgustan a los miembros de una sociedad (p.ej. uso de  tatuajes, piercings o vestimentas propias de grupos  minoritarios). Es evidente que este término es demasiado amplio y relativo como para tenerse en cuenta a la hora de abordar de forma objetiva el problema en cuestión, y más aún, si el objetivo final es realizar una intervención de carácter preventivo o terapéutico. Por esto, quizás, el enfoque conductual sea el más adecuado de cara  a  precisar la topografía  de la conducta, sus parámetros y sus consecuencias. Estos elementos descriptivos junto con la tendencia a transgredir las normas sociales serán los que definirán el concepto de conducta antisocial, a la vez que determinarán su gravedad clínica o problemática legal.

La mayor parte del comportamiento antisocial tienden a disminuir por sí solo según va avanzando la edad del niño y su proceso madurativo. De la misma forma que pasaba con las conductas problemáticas de carácter normativo, la presencia de diversos factores de riesgo pueden producir un incremento de la frecuencia, intensidad y gravedad de dichas  conductas, pudiendo así  provocar en una minoría  de adolescentes el mantenimiento persistente en estadios evolutivos más avanzados, apareciendo entonces, un  patrón  de comportamiento que  va infringir o  transgredir las  normas legales o jurídicas, siendo denominados como crimen, delito  o  delincuencia. Este tipo de conductas estarían tipificados como delito en el código penal y serían motivo de condena si fueran cometidos por un adulto (p. ej. robo, tráfico de drogas, homicidio), habiendo otras que, sin ser delitos en la vida adulta, se considerarían como tal en la minoría de edad (p. ej. consumo de drogas o conducir vehículos). Es evidente que una vez llegado a este punto, el adolescente puede desistir en su comportamiento antisocial-delictivo, pero si los factores de riesgo que le facilitaron la situación actual persisten, habrá mayor probabilidad  de que se mantenga durante la vida adulta,  pudiéndose producir una escalada  tanto  en el número de transgresiones  como en su  gravedad, apareciendo aquellos delitos más agresivos y violentos y comenzando así su carrera delictiva que le llevará a reincidir a lo largo de toda su vida (Moffitt, 1993; Patterson y Yoerger, 2002; Thornberry, 1997).

Otra  posibilidad  conceptual  tiene  que  ver con aquella minoría  de niños  o adolescentes que, manifestando un comportamiento antisocial que infringe las normas sociales, su frecuencia, intensidad, gravedad, cronicidad, repetición y diversidad, les provoca un deterioro clínicamente significativo en el funcionamiento diario y en todas las áreas de su vida: personal, familiar, escolar y social, denominándose como problemas o trastornos de  conducta.  Dentro de ésta  conceptualización, pueden  aparecer otros términos que hacen referencia a los diagnósticos más comunes que comparten la presencia de dicho patrón de comportamiento, tales como “trastorno disocial”, “trastorno negativista desafiante” o “trastorno antisocial de la personalidad”. De la misma forma, dichos trastornos pueden desaparecer con  una intervención psicoterapéutica o tratamiento psicológico o, por el contrario, también existe la posibilidad de que si no se tratan, desarrollen conductas delictivas. Aquí, la presencia de psicopatología sería un factor de riesgo más, que potenciaría junto con otros, el progreso hacia una carrera delictiva (ver Cuadro 1).

A tenor de estas consideraciones, el término de conducta antisocial sería el más adecuado para  hacer referencia a un  patrón  de comportamiento que  aparece en  la infancia  o adolescencia,  que  se caracteriza por violar o transgredir las  normas socialmente establecidas o los derechos de los demás y que puede ser limitado a una determinada fase del desarrollo evolutivo del menor o por el contrario, puede ser un patrón persistente de comportamiento. A su vez, se caracterizaría por la presencia de diferentes conductas, desde las meramente problemáticas hasta llegar a las más graves, violentas o delictivas. Es decir, este término englobaría a todos los demás, pero no necesariamente. 

En relación a otros términos asociados a la conducta antisocial como son la agresión y/o la violencia, decir que no son términos sinónimos que se puedan utilizar indistintamente, sino que deben ser considerados como posibles manifestaciones del comportamiento antisocial, pero no exclusivos ni necesarios, al igual que otros, como son el consumo de drogas, robos, vandalismo o absentismo escolar. Si bien es cierto, que la presencia de conductas violentas supone una gravedad que entroncaría claramente con el término “delito” y nos pondría en evidencia del peligro en el que se encontraría el adolescente, ya que si contamos con la influencia de diferentes factores de riesgo personales y sociales asociados, es muy probable que su comportamiento persista hasta la edad adulta y pueda llegar a ser condenado, siendo este el primer peldaño de una carrera  delictiva. Digamos por tanto, que pueden existir conductas antisociales sin violencia, que su presencia agravaría el patrón comportamental y que suelen aparecer en fases avanzadas de su desarrollo, sobre todo en la adolescencia y principios de la edad adulta (Broidy et al., 2003; Pfeiffer, 2004; Thornberry, 2004; Tremblay, 2001, 2003).

Así, el Cuadro 2., integra los aspectos diferenciales y compartidos que puedan existir entre los diferentes conceptos relacionados con  la conducta  antisocial. Se considera el  concepto de conducta problema como el  más global, que incluye comportamientos considerados como problemáticos por sus propias características, pero que a su vez pueden ser clasificados como normativos o propios del desarrollo evolutivo del niño (p. ej. las pataletas de un niño al separase de los  padres, peleas con los compañeros) o, por el contrario, desviados de la norma. Estos últimos corresponden más bien al concepto social de conducta desviada, término muy general que incluye tanto comportamientos infrecuentes o molestos para la mayoría de la sociedad (p. ej., tatuajes o  vestimentas  de algunos grupos  minoritarios),  así como comportamientos  que transgreden las normas sociales o violan los derechos de los demás, correspondiendo finalmente éstos al concepto de conducta antisocial.

Como podemos observar en el Cuadro 2., las conductas antisociales pueden cumplir criterios legales para ser denominadas como delitos (p. ej. robar, vandalismo), pudiendo cumplir también criterios diagnósticos para ser consideradas como parte de un trastorno psicopatológico (p. ej. trastorno disocial). Pueden presentarse, a su vez, asociadas a comportamientos agresivos y/o violentos (p. ej. homicidio, abuso sexual) o no tienen por qué cumplir ninguna de estas acepciones (p. ej. absentismo escolar). Esta variedad  de conceptos ponen en  evidencia  la gran heterogeneidad de  dichos comportamientos.

Mientras que todos los delitos son considerados conductas antisociales, no todos los trastornos  psicopatológicos conllevan la presencia de dichas conductas.  Una conducta antisocial puede ser delito y formar parte de un trastorno clínico, por ejemplo, la conducta de robo manifestada dentro de un trastorno disocial. De la misma forma, la conducta antisocial puede o no presentar conductas agresivas y/o violentas. Por ejemplo, mientras que el robo no tiene  por  qué  ir unido a dichas conductas,  otras como el asesinato o el terrorismo suponen el extremo máximo en un continuo de violencia. Lo mismo ocurre con las conductas agresivas: si suponen una transgresión de las normas sociales pueden ser consideradas como antisociales, pero existe la posibilidad de que estas conductas sean socialmente aceptadas y adaptativas, por lo que habría una serie de comportamientos agresivos que quedarían fuera de dicho epígrafe (p. ej. agredir físicamente a otro que te ataca en defensa propia o para defender a un ser querido).

Por lo tanto, tendríamos dentro de las interrelaciones entre estos conceptos, diferentes subtipos de conductas antisociales. Por un lado, aquellas que son delito y además aparecen asociadas a  un  trastorno clínico (p.ej. consumo de drogas en un adolescente con trastorno negativista desafiante), aquellas que son delitos agresivos y/o violentos (p. ej. violencia doméstica o maltrato hacia un hermano), aquellas conductas agresivas y/o violentas que aparecen dentro de un trastorno clínico (p. ej. maltrato físico a los animales por parte de un adolescente con trastorno disocial) y, finalmente, aquellas que cumplen las tres características, es decir, son delito, son agresivas y/o violentas y además aparecen dentro de un trastorno clínico (p.  ej. el adolescente  con trastorno disocial que maltrata a su pareja). Por último, quedaría señalar que el  concepto de agresión hace referencia no sólo a conductas agresivas y/o violentas en sí mismas, sino además, a un estado agresivo que tendría que ver más bien con la presencia de variables de carácter temperamental y que preceden o potencian la aparición de la conducta agresiva como son la ira y la hostilidad.

En  conclusión, hemos intentado ofrecer un marco  teórico  de integración conceptual ya que creemos que sería importante resaltar la necesidad de llevar a cabo investigaciones derivadas de un cuerpo teórico bien asentado. Como señala Becoña (2002), partir de un buen modelo o teoría explicativa conlleva siempre la realización de buenos programas preventivos y de intervención, estando siempre  supeditada la efectividad  de éstos a los  cambios producidos por el desarrollo  y evolución de los modelos teóricos.

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Cuadro 1.   Diferentes conceptos relacionados con la aparición y desarrollo de la

conducta antisocial









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