Introducción
Los trastornos del comportamiento constituyen, como grupo, el diagnóstico más frecuente en Psiquiatría Infanto-Juvenil, caracterizados por la presencia crónica de una gran variedad de conductas antisociales repetitivas, y de inicio más temprano en niños que en niñas (hacia los 7 años para los primeros frente a los 13 para las segundas). Su prevalencia se estima entre el 4 y el 9%, siendo además 5 veces más frecuente en varones (Offord y cols., 1987).
Las conductas características son diversas (agresividad, robos, incendios, fugas, mentiras), y con frecuencia se asocian con hiperactividad, impulsividad, dificultades cognitivas y de aprendizaje y habilidades sociales pobres. Si bien estas conductas, en menor intensidad, pueden verse como parte del desarrollo normal de niños y adolescentes, su severidad, frecuencia y cronicidad las hacen marcadamente diferentes en las poblaciones clínicas. Cuestiones como la psicopatología presente en los padres, la genética, el ambiente y otros factores psicosociales y, por supuesto, el propio temperamento, juegan un papel relevante en su génesis (Kazdin, 1995).
En relación con su diagnóstico, el DSM-IV-TR establece distinciones entre el Trastorno Oposicionista Desafiante (TOD) y el Trastorno de Conducta (TC) (APA, 2002). El TOD consiste en un patrón de conducta negativista, hostil y desafiante de al menos 6 meses de duración con comportamientos presentes tales como encolerizarse, discutir con adultos y desafiarles activamente, molestar deliberadamente a otras personas, acusar a otros de errores o faltas propias, ser colérico y rencoroso, etc., debiendo descartarse para su diagnóstico otras causas y que tales comportamientos sean normales dentro de la edad y el nivel de desarrollo del niño. Por otra parte, el TC presenta un patrón repetitivo y persistente de comportamiento en el que se violan los derechos básicos de otras personas o normas sociales importantes propias de la edad (agresión a personas y animales, destrucción de la propiedad, fraudulencia o robo, violaciones graves de normas), debiendo especificarse la gravedad y el momento de inicio (infancia o adolescencia). Así, el TOD representa una variante más temprana en su aparición y menos grave del TC.
Por otra parte, la CIE-10 (OMS, 2000) establece los Trastornos Disociales (TD) como categoría única, definiéndolos como trastornos caracterizados por una forma persistente y reiterada de comportamiento disocial, agresivo o retador. Los contempla como desviaciones más graves que la simple «maldad» infantil o rebeldía adolescente, implicando un patrón de comportamiento duradero con manifestaciones como peleas o intimidaciones, crueldad hacia otras personas y animales, destrucción grave de pertenencias ajenas, incendio, robo, mentiras reiteradas, faltas a la escuela y fugas, rabietas frecuentes y graves y desobediencia.
El TOD del DSM-IV correspondería aquí a una subcategoría de los TD, el Trastorno Disocial Desafiante y Oposicionista, caracterizado por conductas marcadamente desafiantes y desobedientes y comportamientos disruptivos sin actos de delincuencia o formas más agresivas del Trastorno Disocial. Además, incluye en los Trastornos Hipercinéticos el diagnóstico de Trastorno Hipercinético Disocial, evitando así la multiplicación de diagnósticos en este trastorno, tan frecuente en la clínica y tan frecuentemente asociado a los Trastornos Disociales.
Las diferencias individuales en relación con la agresividad son casi tan estables en el tiempo como las diferencias en la inteligencia (Olweus, 1979), por lo que la presencia de trastornos del comportamiento en la infancia y de delincuencia en la adolescencia predicen un patrón persistente de violencia en la edad adulta (Pulkkinen, 1987). Ello supone que este grupo clínico es un grupo de alto riesgo evolutivo, debiendo por ello prestarse especial atención a su tratamiento.
Otro hecho especialmente importante es la frecuente presencia de comorbilidad. Los trastornos del comportamiento (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, Trastorno Oposicionista Desafiante, Trastorno de Conducta) suelen presentarse juntos (Verhulst y Koot, 1995), lo que ha llevado a algunos autores a plantear, dado su notable solapamiento, que el Trastorno de Conducta y el TOD no son entidades diferentes (Schachar y Wachsmuth, 1990). Por otra parte, el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) se presenta junto con el Trastorno de Conducta en hasta un 45-70% de los casos (Ferguson y cols., 1991). Los trastornos ansiosos y la depresión son también diagnósticos comórbidos frecuentes (en un 30-50% de los casos –Zoccolillo y cols., 1992-), así como trastornos del eje II como el trastorno borderline de la personalidad, el retraso mental y los trastornos del desarrollo (Steiner y cols., 1997). Por ello, en la evaluación de este tipo de trastornos es preciso ir más allá de las simples conductas disruptivas para estudiar e identificar factores ambientales y trastornos neurológicos y psiquiátricos subyacentes y potencialmente tratables que puedan estar contribuyendo a la existencia de dichas conductas (Gérardin y cols., 2002).
En general se admite que no existen tratamientos únicos efectivos frente a los trastornos del comportamiento en la infancia y la adolescencia, y que la farmacoterapia no constituye la primera línea de tratamiento (Kazdin, 2000). Las intervenciones deben planificarse como multimodales, dirigidas a cada una de las áreas disfuncionales y diseñadas teniendo en cuenta el contexto del paciente, incluyendo siempre técnicas conductuales e intervenciones psicosociales. De entre éstas, se han identificado tres como potencialmente eficaces: el entrenamiento de padres en manejo de conductas (dirigido a modificar las interacciones padres-hijo en el hogar), el entrenamiento en habilidades cognitivas de resolución de problemas (centrado en los procesos cognitivos asociados a la conducta social), y la terapia multisistémica (centrada en el individuo y los sistemas familiar y extrafamiliar como vía para reducir los síntomas y promocionar las conductas sociales).
En relación con la farmacoterapia, algunos autores sostienen que sólo es útil cuando hay trastornos comórbidos presentes (Waddell y cols., 1999), mientras que otros consideran su uso ante el fracaso de otras intervenciones, la presencia de trastornos potencialmente respondedores a fármacos, o la existencia de agresividad explícita como síntoma predominante. En cualquier caso, sí existe consenso acerca de que por sí sola es insuficiente, aunque es útil para el manejo de crisis, intervenciones a corto plazo, y dirigida a trastornos concomitantes (Steiner y cols., 1997).
Hay evidencias de que distintos tipos de trastornos del comportamiento exigen diferentes modelos de intervención. La farmacoterapia es apropiada en casos de conductas agresivas y destructivas acompañadas de impulsividad o explosividad, pero ineficaz ante conductas más encubiertas, como el robo o las mentiras. No debe además olvidarse el carácter heterogéneo de la etiología de estos trastornos. Ningún fármaco reducirá las influencias ambientales adversas o los entornos familiares caóticos (Campbell y cols., 1992).
Antes de iniciar cualquier intervención psicofarmacológica deben identificarse y evaluarse cuidadosamente los síntomas diana sobre los que se pretende intervenir, a fin de valorar con claridad el cambio que pueda surgir de su tratamiento. Debe obtenerse también la historia de los tratamientos previos, que ayudará a realizar la indicación medicamentosa de forma más adecuada y a descartar aquéllos fármacos ya demostrados ineficaces o intolerables por sus efectos secundarios. Igualmente deben identificarse o descartarse trastornos presentes potencialmente causales de los trastornos del comportamiento a tratar, dirigiendo la elección farmacológica en función de ellos si existieran. Finalmente, en caso de obtener una respuesta clínica significativa, debe mantenerse el tratamiento de 6 a 9 meses para, posteriormente, retirarlo por un período de 4 semanas y reevaluar los síntomas diana. A lo largo de todo este proceso no debe olvidarse que el fin último del tratamiento es hacer que el paciente sea más respondedor ante las intervenciones psicosociales, por lo que una adecuada respuesta al fármaco no debe implicar que se obvien dichos aspectos del tratamiento.
Los fármacos utilizados frente a los trastornos del comportamiento son aquellos también usados en los síndromes neuropsiquiátricos habitualmente acompañados de agresividad y otras conductas alteradas, tales como los neurolépticos, los psicoestimulantes o los anticomiciales (Gutiérrez Casares y cols., 2002), así como otros con posibles propiedades antiagresivas. Los estudios disponibles sobre dichos fármacos son heterogéneos tanto en métodos como en la elección de pacientes, lo que en muchos casos lleva a conclusiones provisionales de eficacia, poco contrastadas y que dificultan en extremo la elaboración de guías clínicas de tratamiento coherentes frente a dichos trastornos.
A continuación se revisarán los grupos farmacológicos más frecuentemente empleados en el tratamiento de los trastornos del comportamiento en la adolescencia, con especial atención a aquellos de utilidad más contrastada, tanto por el diseño de los estudios como por su rigor metodológico, aunque sin olvidar otros menos cuidadosamente estudiados pero con una posible utilidad clínica.
Tratamiento farmacológico de los trastornos del comportamiento en la adolescencia Antipsicóticos típicos.
Los neurolépticos han sido el tratamiento más comúnmente usado en los trastornos del comportamiento, sobre todo en pacientes con frecuentes hospitalizaciones y en retrasos mentales. Sin embargo, al menos en relación con el grupo de los llamados «típicos», no está claro si sus propiedades antiagresivas son específicas o derivan de un efecto conductual inespecífico secundario a sus efectos sedantes (Campbell y cols., 1992). Además, sus posibles efectos secundarios a corto y largo plazo pueden plantear dificultades a nivel clínico. El riesgo de aparición de discinesias tardías y de problemas a nivel cognitivo debe tenerse en cuenta a la hora de tomar la decisión de su uso, sobre todo si se prevé su mantenimiento a largo plazo.
El haloperidol, en un estudio frente a litio y placebo, se demostró estadística y clínicamente superior al placebo e igual al litio en un grupo de niños de 5 a 13 años diagnosticados de Trastorno de Conducta con un perfil de agresividad severa y explosiva y coeficiente intelectual normal. Las dosis óptimas oscilaron entre 1 y 6 mgr/día, administrado tres veces al día (Campbell y cols., 1984). Otros estudios (Cunningham y cols.,1968; Werry y cols., 1975; Naruse y cols., 1982) han comunicado igualmente la eficacia de este neuroléptico en la reducción de conductas agresivas. Otros neurolépticos como la molindona (Greenhill y cols., 1981; Greenhill y cols., 1985), la tioridazina (Greenhill y cols., 1985), la clorpromacina (Campbell y cols., 1982) y el pimocide (Naruse y cols., 1982), parecen igualmente eficaces en el control de los trastornos del comportamiento en la infancia y la adolescencia, si bien el cuerpo de estudios sobre ellos es menor que sobre el haloperidol.
A pesar de esta eficacia, su uso clínico se ha visto limitado por sus frecuentes efectos secundarios, entre los que se incluyen sedación (que puede interferir con el aprendizaje) (Campbell y cols., 1982; 1984), síntomas parkinsonianos, distonías agudas, discinesias tardías (Gualtieri y cols., 1984) (especialmente preocupantes dada la edad de los pacientes y el carácter crónico de los síntomas tratados, lo que asegura un largo período de exposición al tratamiento) y síndromes neurolépticos malignos (Gillberg, 2000). Ello ha llevado a algunos autores a proponer el uso de los antipsicóticos en estos trastornos sólo tras el fracaso de otras medicaciones en el control de los síntomas diana (Pine y Cohen, 1999), así como al incremento en el uso de antipsicóticos atípicos en niños y adolescentes (Schur y cols., 2003).
Antipsicóticos atípicos.
Los llamados antipsicóticos atípicos (risperidona, olanzapina, quetiapina, ziprasidona, clozapina) se distinguen de los anteriores fundamentalmente por su perfil más favorable de efectos secundarios. Se ha propuesto para ellos una acción antiagresiva específica basada en su actividad sobre los sistemas serotoninérgico y/o dopaminérgico (Citrome y Volavka, 1997), aunque aún no se ha establecido una explicación satisfactoria definitiva a este respecto.
La clozapina, si bien ha demostrado su eficacia en el control de la agresividad en pacientes adultos afectos de trastornos psicóticos (Rabinowitz y cols., 1996; Volavka, 1999), apenas dispone de estudios en población infanto-juvenil. No obstante, una serie clínica de 10 niños y adolescentes afectos de trastorno bipolar, esquizofrenia u otros trastornos psicóticos (Kowatch y cols., 1995) refiere reducción en la agresividad previa mostrada por estos pacientes. En relación con sus efectos secundarios, se ha postulado un posible mayor riesgo de agranulocitosis en relación con la juventud del paciente (Alvir y cols., 1993), así como de hiperglucemia (Koller y cols., 2001).
La risperidona se ha demostrado eficaz en la reducción de los trastornos del comportamiento en niños y adolescentes tanto con retraso mental (Turgay y cols., 2000; Buitelaar y cols., 2001; Snyder y cols., 2002) como en trastornos del espectro autista (McDougle y cols., 1998; McCracken y cols., 2002) y en pacientes con un coeficiente intelectual normal (Findling y cols., 2000; Simeon y cols., 2002).
El estudio de Findling y cols. (2000), de diez semanas de duración, doble ciego y controlado con placebo, incluye 20 niños y adolescentes con un coeficiente intelectual normal, tratados en régimen ambulatorio con risperidona con una dosis media de 0,028 mg/kg/día. El estudio de Buitelaar y cols. (2001) es también un estudio controlado, en el que se incluyen 38 adolescentes con retraso mental tratados con risperidona a una dosis media de 2,9 mg/día. En ambos, el tratamiento con risperidona se asoció a una reducción estadísticamente significativa de las conductas agresivas motivo del tratamiento. En un estudio multicéntrico más amplio, 110 niños con coeficientes intelectuales entre 35 y 84 tratados por agresividad con risperidona (dosis media de 0,033 mg/kg/día) o placebo (Turgay y cols., 2000), se encontraron reducciones significativas favorables a la primera ya desde la primera semana de tratamiento, procediendo además el único abandono por efectos secundarios del grupo placebo.
Finalmente, el estudio de Simeon y cols. (2002) presenta la evaluación retrospectiva de los autores en el tratamiento de 106 niños y adolescentes catalogados como «resistentes a tratamiento» y con múltiples diagnósticos psiquiátricos y tratamientos concomitantes, refiriendo una mejoría marcada en el 35% de los sujetos, moderada en el 37% y media en el 12%, y destacando dicha mejoría en las conductas agresivas, síntomas psicóticos (como por otra parte era de esperar), habilidades sociales, trastornos del humor, hipersensibilidad e insight. Además, se apunta a una mejor respuesta en los pacientes con dosis de risperidona mayores (alrededor de 1,5 mg/día) y con tiempo de tratamiento más prolongado (entre 10 y 16 meses).
Sandor y Stephens (2000), en una revisión retrospectiva de la historia clínica de 28 pacientes entre 5 y 18 años con síndrome de Gilles de la Tourette en tratamiento con risperidona a una dosis media de 2 mg/día, determinaron una reducción de las conductas agresivas en el 79% de los pacientes. Un último estudio interesante, retrospectivo también, es el llevado a cabo por Kewley (1999), en el que examina la eficacia de la risperidona (entre 0,5 y 6 mg/día) en 30 sujetos de 6 a 21 años diagnosticados de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad con Trastorno Oposicionista Desafiante y/o Trastorno de Conducta comórbidos de inicio temprano (otros diagnósticos comórbidos eran Trastorno Bipolar, dificultades del aprendizaje, síndrome de Asperger y tics o síndrome de Gilles de la Tourette). Este autor refiere una mejoría muy significativa de los síntomas en el 67% de los pacientes, y sólo dos retiradas del tratamiento por ineficacia (más tres por aumento de peso).
En relación con su seguridad y efectos secundarios, se refieren fundamentalmente aumento de peso y sedación transitoria (Findling y cols., 2000; Turgay y cols., 2000; Buitelaar y cols., 2001), síntomas extrapiramidales con dosis moderadas a altas (Armenteros y cols., 1997 –dosis media de 6,6 mg/día-), en cualquier caso de carácter generalmente transitorio y menos importantes que los referidos con los «típicos», y elevación significativa de la prolactina (Findling y cols., 2000), a veces asociada a galactorrea (Gupta y cols., 2001).
Los estudios disponibles sobre el uso de olanzapina son aún escasos. Un estudio abierto en niños, adolescentes y adultos con trastornos generalizados del desarrollo (Potenza y cols., 1999) refiere disminución de las conductas auto y heteroagresivas en estos pacientes, con una dosis final media de 7,8 mg/día. Previamente, en un estudio sobre dos casos (Horrigan y cols., 1997), se hallaba también una disminución en las conductas agresivas. Soderstrom y cols. (2002) presentan una serie de 6 casos de adolescentes (14 a 19 años) tratados con olanzapina (5 a 20 mg/día) por agresividad severa, y con diagnósticos psiquiátricos diversos, tras sucesivos tratamientos sin éxito. Cuatro de los pacientes mejoraron notablemente, mientras que en los dos restantes los efectos secundarios (aumento de peso) sobrepasaron en importancia a la mejoría. Además, los 6 pacientes refirieron una sensación de bienestar, calma y liberación del estrés. En cuanto a sus efectos secundarios, destacan cierta sedación (Potenza y cols., 1999), elevación de la prolactina (Wudarsky y cols., 1999), incremento del apetito y aumento de peso (Potenza y cols., 1999), e hiperglucemia e hipertrigliceridemia (Domon y Webber, 2001).
Con quetiapina y ziprasidona no se han publicado estudios en población infanto-juvenil en los que se evalúe la respuesta de síntomas en relación con trastornos del comportamiento. De los pocos estudios disponibles en este rango de edad (Martin y cols., 1999; Healy y cols., 1999; McConville y cols., 2000; Salle y cols., 2000; Patel y cols., 2002), se desprende un perfil de tolerabilidad y efectos secundarios leve, similar al de los anteriores antipsicóticos «atípicos».
Litio.
El litio ha sido usado en la clínica psiquiátrica infanto-juvenil durante años con un perfil antiagresivo específico, llegando incluso a señalarse como crítica la valoración de su empleo en niños y adolescentes agresivos (Campbell y cols., 1978), sobre todo ante el fracaso o la no disponibilidad de otras alternativas psicoterapéuticas (Lena, 1980), debido fundamentalmente a su mejor perfil de efectos secundarios respecto a los antipsicóticos típicos (nótese las fechas de referencia de tales indicaciones).
Uno de los primeros estudios realizados con litio en agresividad sin relación con sintomatología psicótica es el publicado por Sheard y cols. (1976), estudio a doble ciego frente a placebo con 66 sujetos de 16 a 24 años encarcelados por crímenes que implicaron gran agresividad (y con historias previas de conductas agresivas y antisociales crónicas), en el cual el litio demostró una eficacia significativa en la reducción de las conductas agresivas (medidas en relación con violaciones de normas que implicaron violencia). Campbell y cols. (1984), en un estudio doble ciego de litio frente a haloperidol y placebo en 61 niños de 5 a 13 años hospitalizados por trastornos del comportamiento resistentes a tratamiento y con diagnóstico de Trastorno de Conducta, encuentran que ambos fármacos activos son significativamente superiores al placebo en el control de la sintomatología conductual, con un perfil de efectos secundarios más favorable para el litio (y una superioridad del litio frente al haloperidol medida con la Global Clinical Judgments Scale).
Un estudio posterior de este mismo grupo (Campbell y cols., 1995) de litio frente a placebo en 50 niños (5 a 12 años) ingresados con diagnóstico de Trastorno de Conducta por agresividad severa resistente a tratamiento de nuevo demostró la superioridad del litio en el control de los trastornos del comportamiento. En dos estudios similares, Malone y cols. (1994, 2000) encuentran al litio significativamente superior al placebo en el control de la sintomatología comportamental en niños y adolescentes (edad media de 12 años, 8 y 40 pacientes, respectivamente) diagnosticados de Trastorno de Conducta y hospitalizados por trastornos del comportamiento resistentes en el tratamiento ambulatorio.
Finalmente, Rifkin y cols. (1997) refieren ineficacia del litio en un estudio a doble ciego frente a placebo en 26 adolescentes entre 12 y 17 años diagnosticados de Trastorno de Conducta y hospitalizados por trastornos del comportamiento, si bien debe destacarse como principal sesgo del estudio su corta duración (dos semanas), lo que a juicio de los autores podría explicar el resultado negativo (así como una respuesta peor en adolescentes que en edades menores, extremo este no estudiado con posterioridad).
Los principales efectos secundarios relacionados con la utilización del litio en niños y adolescentes incluyen nauseas, diarrea, acné, molestias abdominales, sedación, temblor, polidipsia, poliuria y aumento de peso (Kowatch y Bucci, 1998). Parece que por debajo de los 12 años la aparición de efectos secundarios correlaciona inversamente con la edad, y que los niños autistas desarrollan más rápidamente estos efectos secundarios que niños y adolescentes diagnosticados de Trastorno de Conducta y con un coeficiente intelectual normal (Campbell y cols., 1991). Dada además la potencial toxicidad de este fármaco, se recomienda en niños y adolescentes extremar el control de sus niveles séricos, dentro del rango habitual de 0,6 a 1,2 mEq/lt, e instaurarlo nunca antes de la realización previa de un examen físico completo, medición de electrolitos, creatinina, BUN y calcio en sangre, pruebas de función tiroidea, electrocardiograma, hemograma y test de embarazo en el caso de chicas en edad fértil.
Anticonvulsivantes.
Desde hace ya largo tiempo ha existido en la clínica un gran interés por la posible utilidad de este grupo de fármacos en el tratamiento de los trastornos del comportamiento en la infancia y la adolescencia, tanto asociados a epilepsia como a trastornos afectivos (Pine y Cohen, 1999). Igualmente, la naturaleza súbita y episódica de las conductas agresivas ha llevado a especular sobre su posible relación con una actividad eléctrica anormal en el sistema límbico (especialmente en el lóbulo temporal) (Campbell y cols., 1992). No obstante, hasta la fecha hay aún pocos estudios que avalen la eficacia de estos fármacos en el control de los trastornos comportamentales en este grupo de población.
La carbamacepina es un anticonvulsivante con aparentes propiedades antimaníacas y antiagresivas específicas (Post, 1987), aunque con un mecanismo de acción sólo parcialmente conocido. Sin embargo, mientras que en dos estudios abiertos (Mattes, 1990; Kafantaris y cols., 1992) se ha sugerido su eficacia en el tratamiento de conductas agresivas en niños y adolescentes, en el único estudio doble ciego frente a placebo existente hasta la fecha en pacientes agresivos (de 5 a 12 años) con Trastorno de Conducta (Cueva y cols., 1996) la carbamacepina no obtuvo cifras superiores al placebo. Si bien existen tres estudios previos frente a placebo con resultados positivos (citados en Ryan y cols., 1999), los criterios diagnósticos utilizados en ellos y el hecho de que la mayor parte de los sujetos presentaran «EEGs anormales» plantean problemas metodológicos actualmente insalvables para la valoración de sus resultados. Los efectos secundarios más frecuentes con este fármaco fueron diplopia, disartria, visión borrosa, disminución transitoria de las células sanguíneas de la serie blanca (Kafantaris y cols., 1992) y reacciones alérgicas cutáneas (Campbell y cols., 1992), pudiendo además en algunos casos aparecer toxicidad conductual (Reiss y O’Donnell, 1984; Pleak y cols., 1988).
El mecanismo de acción del ácido valproico tanto en las convulsiones como en el trastorno bipolar es también sólo parcialmente conocido, aunque parece implicar mecanismos de potenciación GABAérgica (Kowatch y Bucci, 1998). Dos estudios, uno abierto y otro controlado frente a placebo (de 10 y 20 pacientes, respectivamente), parecen avalar su eficacia en la reducción de las conductas agresivas en adolescentes con trastornos del comportamiento (Donovan y cols., 1997; 2000), aunque no hay estudios posteriores más amplios y prolongados en el tiempo al respecto que repliquen estos resultados. Los efectos secundarios más frecuentes en este grupo de edades son nauseas, aumento del apetito, aumento de peso, sedación, trombocitopenia, pérdida de pelo transitoria, temblor y vómitos (Kowatch y Bucci, 1998).
En relación con los nuevos anticonvulsivantes recientemente en uso, los únicos datos disponibles se refieren a casos puntuales de niños (dos en una comunicación y tres en la otra) tratados con gabapentina por epilepsias resistentes, señalándose un aumento de las conductas agresivas que motivó en todos ellos la retirada del tratamiento (Wolf y cols., 1995; Tallian y cols., 1996).
Metilfenidato.
Desde la primera referencia, ya en 1937, respecto a la utilidad de los psicoestimulantes sobre las conductas agresivas en un grupo heterogéneo de niños en tratamiento residencial (Bradley, 1937), numerosos estudios han indicado la utilidad de este tipo de psicofármacos en la disminución de las conductas agresivas de niños y adolescentes con Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, tanto con como sin Trastorno de Conducta comórbido (Hinshaw y cols., 1989; Gadow y cols., 1990; Kaplan y cols., 1990; Pelham y cols., 1991). No obstante, debe hacerse notar que la agresividad es un síntoma secundario pero con frecuencia presente en esta patología, con lo que cabe pensar que tal mejoría pueda deberse más bien a la mejoría del propio trastorno que a una respuesta específica de la agresividad ante este tipo de fármacos. De hecho, la experiencia aporta resultados contradictorios en niños diagnosticados de Trastorno de Conducta sin TDAH, en los que el metilfenidato no reduce los niveles de agresividad en algunos estudios (Campbell y cols., 1992), aunque sí en otros (Klein y cols., 1997). A este respecto, Connor y cols. (2002), en un meta-análisis de 28 estudios (683 pacientes) en los que los pacientes recibieron psicoestimulantes para el tratamiento de trastornos del comportamiento asociados a TDAH, encontraron un efecto beneficioso significativo del tratamiento sobre dichos síntomas, y que dicho efecto era independiente, pero de magnitud similar, a los efectos sobre los síntomas nucleares del TDAH. Es importante señalar los riesgos asociados a este tipo de tratamientos. Si bien su tolerabilidad es buena en general, pueden presentarse ansiedad, cambios de humor, disminución del apetito, dolores de cabeza y molestias digestivas. Pero, sobre todo, en este grupo de pacientes debe tenerse en cuenta el potencial de abuso de tales fármacos, por lo que en adolescentes que presenten riesgo de conductas adictivas pudiera ser inadecuada su utilización clínica (Pine y Cohen, 1999).
Antidepresivos (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina ISRS).
Dada la frecuente comorbilidad de Trastorno de Conducta y depresión, se ha considerado a los antidepresivos como fármacos potencialmente activos en los trastornos del comportamiento. De entre estos, los ISRS, por la relación establecida entre serotonina e impulsividad, parecen ser la clase con más posibilidades de éxito (Gérardin y cols., 2002). Un estudio abierto con fluoxetina en 8 adolescentes con depresión mayor, Trastorno de Conducta y abuso de sustancias (Riggs y cols., 1997) y dos con trazodona en pacientes pediátricos con diagnósticos diversos (Ghaziuddin y Alessi, 1992; Zubieta y Alessi, 1992) refieren una mejoría de las conductas agresivas. Posteriormente, en un estudio abierto de citalopram en monoterapia con 12 pacientes de 7 a 15 años seleccionados para el estudio por presentar conductas agresivas impulsivas (Armenteros y Lewis, 2002), y con diagnósticos de Trastorno Oposicionista Desafiante, Trastorno de Conducta, Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, Fobia Social y/o Trastorno de Ansiedad Generalizada, se obtuvo una mejoría significativa de las conductas agresivas en los 11 sujetos que completaron el estudio, con dosis de 20 a 40 mg/día. No obstante, no existen hasta la fecha otros estudios controlados que puedan confirmar este perfil inicialmente beneficioso.
Agonistas adrenérgicos α2: clonidina y guanfacina.
Algunos estudios abiertos con clonidina han referido la utilidad de esta en el tratamiento de los trastornos del comportamiento (Comings y cols., 1990; Kemph y cols., 1993; Schvehla y cols., 1994; Chandran, 1994), con dosis alrededor de los 0,4 mg/día. No obstante, dichos resultados se han atribuido (al menos en parte) al efecto puramente sedante de la clonidina. Se ha propuesto también para ella una acción de control de la hiperactividad y la hiperactivación, lo que parece confirmarse en parte por los resultados positivos mostrados en el control del TDAH con y sin Trastorno de Conducta tanto en el meta-análisis de Connor y cols. (1999) como en un posterior estudio controlado con metilfenidato y con la combinación de ambos psicofármacos realizado por el mismo autor (Connor y cols., 2000).
Sin embargo, sus potenciales efectos secundarios cardiovasculares y las referencias existentes a muertes súbitas por fallo cardiaco recomiendan gran cautela con uso en la clínica, al menos hasta que se disponga de datos de eficacia y seguridad más contrastados (Riddle y cols., 1999).
β-bloqueantes.
Una revisión llevada a cabo por Connor y cols. (1993) encontró que, sobre un total de 175 pacientes niños, adolescentes y adultos tratados con â-bloqueantes, 145 (un 83%) mostraron mejorías en sus conductas agresivas. Un estudio abierto posterior (Connor y cols., 1997), con nadolol como tratamiento concomitante con otros fármacos en jóvenes con retrasos del desarrollo, señala igualmente una eficacia en el tratamiento de la agresividad, aunque no hay estudios controlados hasta la fecha actual que corroboren tales datos. Sus efectos secundarios más frecuentes son sedación, hipotensión, bradicardia, broncoconstricción, hipoglucemias en diabéticos, mareos y trastornos del sueño (Coffey, 1990), por lo que su uso requiere controles del pulso, tensión arterial y electrocardiograma (Campbell y cols., 1992).
Moduladores de respuesta: influencias psicosociales y el efecto placebo.
El ambiente psicosocial del adolescente puede tanto afectar a la respuesta al tratamiento como proporcionar datos predictivos sobre la intensidad de la misma. La presencia de conductas criminales en los padres, así como el abuso de drogas y alcohol en los mismos, la violencia familiar y ambiental, los hogares rotos, las discusiones parentales o el estatus socioeconómico son algunas de las influencias adversas que contribuyen a la aparición y mantenimiento de los trastornos comportamentales (Kazdin, 1995). Sin embargo, su efecto real sobre la respuesta al tratamiento no ha sido aún examinado en ningún ensayo clínico.
Sí se ha observado, no obstante, que un grupo sustancial de niños y adolescentes ingresados por la presencia de repetidas y severas conductas agresivas muestran una disminución de tales síntomas durante la fase placebo previa al tratamiento activo (Campbell y cols., 1995). Sánchez y cols. (1994), en un estudio dirigido a diferenciar qué factores determinaban las diferencias entre los respondedores a placebo y los no respondedores, evalúan a los 25 niños de 6 a 12 años diagnosticados de Trastorno de Conducta con un perfil de conductas agresivas y explosivas que en un estudio a doble ciego de litio frente a placebo habían sido asignados al brazo de placebo (2 semanas de tratamiento en régimen de hospitalización). De estos, 10 son considerados respondedores (1 marcadamente y 9 moderadamente, según la Global Clinical Judgement Scale), presentando frente a los no respondedores un ambiente psicosocial más deteriorado. Estos 10 pacientes tenían hogares significativamente más violentos y al menos un padre arrestado alguna vez por algún crimen, así como una hiperactividad menos severa que el resto. Ello sugiere, según los autores, que un ambiente terapéutico altamente estructurado puede, en ciertas condiciones, determinar por sí solo una mejoría en las conductas del niño, por lo que debe incidirse en las intervenciones psicosociales con mayor énfasis en aquellos pacientes procedentes de ambientes familiares adversos (sobre todo si marcadores biológicos como la hiperactividad no están presentes).
Posteriormente, Malone y cols. (1997), con un diseño similar esta vez en adolescentes (edades de 9 a 17 años), encuentran que 21 pacientes (el 48% de la muestra inicial) pierden durante la fase de placebo los criterios de inclusión del estudio de trastornos del comportamiento, recomendando la realización de un ensayo con placebo de al menos una semana ante todo ingreso determinado por trastornos conductuales tanto para valorar la sensibilidad del caso a las intervenciones psicosociales como para evitar una falsa atribución de éxito al fármaco que pueda llevar a un largo tratamiento innecesario para el paciente.
Discusión.
El litio es el fármaco más documentado para el tratamiento de los trastornos del comportamiento en la adolescencia, y en principio con menos efectos secundarios que los antipsicóticos (aunque las evidencias crecientes sobre los antipsicóticos atípicos podrían pronto modificar ese hecho), pero con una serie de limitaciones debido a las exigencias de su manejo (un estricto control clínico) que limitan su uso práctico en esta población de pacientes. Debe además tenerse en cuenta la indicación hecha por Malone y cols. (2000) sobre la posible subestimación de sus efectos secundarios en estas edades, por lo que se precisarán más estudios controlados con placebo para determinar su utilidad clínica real. Los resultados con otros eutimizantes como la carbamacepina y el ácido valproico son aún escasos y contradictorios, aunque prometedores en algunos aspectos.
Los fármacos antipsicóticos son, en la práctica clínica, los medicamentos estándar para el tratamiento de los trastornos del comportamiento en la adolescencia. Aunque su eficacia mediante estudios controlados está menos documentada que la del litio, tales estudios con los nuevos antipsicóticos son crecientes, y su mejor perfil de efectos secundarios respecto a los llamados típicos, junto con su mayor facilidad de manejo respecto al litio los hacen muy prometedores (sugiriéndose incluso su futuro papel como fármacos de primera línea en el tratamiento de las conductas agresivas, incluso combinados con el tratamiento de la patología de base si la hubiere –Pappadopulos y cols., 2003-). Parecen pues necesarios futuros estudios que documenten su eficacia frente al litio.
Diversos estudios sugieren la utilidad del metilfenidato en el tratamiento de los trastornos del comportamiento en el adolescente cuando concurre un diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, y uno lo hace incluso en ausencia de este último (Klein y cols., 1997), aunque su potencial como sustancia de abuso limita su uso en esta población.
Respecto al resto de los grupos farmacológicos revisados, la experiencia es aún muy escasa, o sus efectos secundarios demasiado arriesgados, como para considerarlos hoy por hoy clínicamente útiles si no existe una indicación estricta para su uso en relación con un diagnóstico primario a los trastornos del comportamiento. No debe olvidarse, finalmente, la eficacia a corto plazo de la hospitalización y el placebo en algunos casos.
Así pues, las evidencias acerca de la eficacia de la farmacoterapia en los trastornos del comportamiento en la adolescencia es todavía limitada, debiendo, en la práctica clínica, individualizarse su empleo en función de las condiciones específicas de cada paciente. Al margen de las situaciones de crisis, la medicación debe combinarse con un programa racional de intervención psicosocial, realizando una evaluación global de cada paciente en la que se incluyan psicopatología y contexto (diagnósticos psiquiátricos primarios, capacidades y vulnerabilidades personales, ambiente familiar y social, desarrollo académico, disfunciones cognitivas). La medicación debe dirigirse tanto a los trastornos del comportamiento en sí como a la psicopatología de base, seleccionando cuidadosamente los síntomas diana de los cuales se espera un cambio (pues conductas más internalizantes, como el robo o las mentiras, es más difícil que respondan a un tratamiento farmacológico).
Implicaciones clínicas.
En relación con la farmacoterapia en el Trastorno de Conducta, la American Academy of Child and Adolescent Psychiatry indica, en sus Practice Parameters (Steiner y cols., 1997), que, en todos los casos, la intervención farmacológica es insuficiente para su manejo y tratamiento, debiendo formar parte del tratamiento fundamentalmente para trastornos comórbidos y síntomas diana. La medicación debe recomendarse sólo en base a la experiencia clínica y a su eficacia demostrada en pacientes, aunque se carece de estudios controlados de eficacia en pacientes con Trastorno de Conducta y otros trastornos comórbidos.
Sin embargo, los estimulantes para el TDAH, los antidepresivos para los trastornos ansiosos y del humor, las dosis bajas de tranquilizantes mayores para la ideación paranoide con agresividad, y los anticonvulsivantes para las epilepsias parciales complejas podrían ser útiles. Los antidepresivos, el litio, la carbamacepina y el propanolol carecen de estudios científicos rigurosos que demuestren su eficacia. El riesgo de los neurolépticos puede exceder su utilidad en el tratamiento del Trastorno de Conducta, por lo que su uso requiere una consideración rigurosa.
Si bien existen múltiples guías, protocolos y recomendaciones posteriores a esta para el tratamiento de los trastornos del comportamiento en niños y adolescentes, la más reciente guía clínica a este respecto (Pappadopulos y cols., 2003), avaladam por el Center for the Advancement of Children’s Mental Health y la New York State Office of Mental Health, propone estas 14 recomendaciones en el tratamiento de jóvenes agresivos:
1. Evaluación diagnóstica como primer paso antes de usar cualquier tratamiento farmacológico, con el fin de desarrollar un modelo conceptual-etiológico y una formulación clínica de los síntomas del paciente;
2. Valoración de los efectos de los tratamientos y de su resultado, utilizando tanto escalas estandarizadas como el propio juicio clínico;
3. Iniciar el tratamiento con una aproximación psicosocial y psicoeducativa, utilizando la medicación, cuando sea preciso, siempre en el contexto de una aproximación más amplia que incluya programas de control de contingencias, entrenamiento de padres y psicoeducación;
4. Usar como primera línea farmacológica tratamientos adecuados a la psicopatología presentada por el paciente, intentando buscar siempre un régimen de monoterapia;
5. Usar un antipsicótico atípico antes que uno típico en el tratamiento de la agresividad, dado su mejor perfil de seguridad, y teniendo en cuenta que no hay datos que avalen la superioridad de un atípico sobre los otros;
6. Estrategias de dosificación conservadoras (empezar con poco, ir despacio, subir despacio), no considerando ineficaz un fármaco sin un período mínimo de dos semanas de tratamiento a una dosis apropiada (2-4 mg/día para la risperidona si no hay síntomas psicóticos);
7. Probar técnicas de manejo psicosocial en las crisis antes del uso de un psicofármaco;
8. Evitar el uso frecuente de medicación de emergencia para el control de las conductas, considerando que de ser necesaria debe valorarse la optimización del tratamiento crónico;
9. Valorar rutinaria y sistemáticamente la presencia de efectos secundarios (signos vitales, control de peso, función cardiaca, síntomas extrapiramidales, síntomas asociados a alteraciones de los niveles de prolactina, función hepática y metabolismo de la glucosa hemoglobina A1c-);
10. Asegurarse de haber realizado un ensayo adecuado (en dosis y duración) antes de plantear el fracaso de un fármaco y su cambio por otro;
11. Si es preciso cambiar el fármaco, probar con otro antipsicótico atípico, planteando tras el fracaso de dos atípicos el uso de un antipsicótico típico, un estabilizante del humor o un ensayo en politerapia, y reservando la clozapina sólo para cuando hayan fracasado tres o más ensayos de tratamiento farmacológico;
12. Considerar la adición de un estabilizante del humor si la respuesta a un primer antipsicótico atípico es parcial;
13. Si el paciente no responde a un ensayo en régimen de polifarmacia, considerar la retirada de uno o más fármacos, priorizando para su retirada los de mayores efectos secundarios potenciales, los de menor eficacia demostrada y los que con más probabilidad puedan interactuar con otros fármacos, y haciéndolo mediante pequeños decrementos a lo largo de 2 4 semanas;
14. Considerar la discontinuación del tratamiento cuando se ha logrado la remisión de los síntomas diana durante 6 o más meses (salvo si hay un trastorno psiquiátrico de base que aconseje su mantenimiento, historia previa de recaídas, o si la sintomatología tratada es de muy larga evolución), retirando la mitad de la dosis utilizada cada dos semanas y valorando los síntomas antes de cada nueva disminución.
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