Arminda
Aberastury, en su trabajo “La inclusión de los padres en el cuadro de la
situación analítica y el manejo de esta situación a través de la
interpretación”, escrito en 1957, plantea el caso conocido como “H. El niño
homicida” (Revista de la Asociación Psicoanalítica Argentina). Resulta
impactante la vigencia que hoy, a más de 50 años, guardan sus ideas. Lo
considero un clásico de la literatura psicoanalítica de niños, en el sentido
que Italo Calvino (¿Por qué leer los clásicos?) otorga a este término: un
clásico es un texto que nunca termina de decir lo que tiene para decir. Tal vez
la relectura de este texto no sea inútil en relación con la violencia que vemos
surgir y ejecutarse en la escuela, en la calle y en los ámbitos domésticos.
H.,
de cuatro años, había matado a su primo de pocos meses. Luego del episodio,
desde el día en que él mismo, sus familiares y la sociedad lo señalaron como
autor del crimen, presenta un cuadro de anorexia seria. El padre consulta al
psicoanalista Enrique Pichon-Rivière por este motivo, omitiendo la temática del
homicidio y preguntando al final: “¿Usted cree que comerá?”. El niño es
derivado a Arminda Aberastury, quien, en razón de que H. no se separaba un
instante de los padres y ellos no lo dejaban solo después del crimen, decide la
inclusión de los mismos en las entrevistas. Esto, que no era usual en su
práctica, la llevó a considerar “la pareja madre e hijo, o padre e hijo, como
una sola persona: ‘el paciente’”; es decir, como un solo discurso. Si bien la
interpretación habrá de apuntar al hijo, actuará también sobre los padres. Se
podría también pensar que son los padres quienes se incluyen activamente, desde
que su respuesta a las interpretaciones desnuda en ellos la búsqueda de una
palabra.
En
las entrevistas preliminares, el padre afirma que el crimen fue planeado y
ejecutado “a puertas cerradas” por el niño. Estas afirmaciones, dice Arminda
Aberastury, resultaron ser una fantasía del padre. La madre, al final de la
entrevista, revela como al pasar un hecho importante: el bebé estaba acostado
en el cochecito que había sido de H. Este protestó vivamente al ser despojado y
revindicó sus derechos sobre ese cochecito. El mismo día del crimen, al verlo
en casa de su primo, lloró y protestó porque lo quería para él. Esto no
resultaría extraño para nadie advertido de las usuales situaciones de celos.
Pero lo extraño, por lo menos llamativo, es que, entonces, el padre dice que le
había recomendado a su esposa no dejar solo a H. con su primo porque “lo miraba
de un modo raro”.
El
eje del trabajo analítico por parte de Arminda Aberastury estará puesto en el
pasaje a la palabra, ya que no se hablaba del tema, y en la elaboración del
dolor, la culpa y la rabia celosa. Propongo escuchar lo que sigue de ese
historial, desde la perspectiva de la construcción del fantasma parental.
El
padre en una entrevista dijo: “Yo era como él, muy diablo, pero nunca maté a
nadie, ni a un animal. Todavía ahora que soy un hombre de cuarenta años, cuando
mi mamá me pide que mate a una gallina para el puchero, no puedo”. Luego
relatará haber sido abandonado a los once meses por sus padres, que lo dejaron
con sus abuelos. Estos padres tuvieron después nueve hijos –el niño que fue
muerto es hijo de uno de los menores–. Y agregará: “Yo era muy mimado... por
eso era diablo como él”. Simultáneamente, en esa sesión, H. toma un revólver de
juguete y apuntando al vientre de la analista dispara un tiro, luego de haber
vacilado en dirigirlo al aire o a sí mismo. En otro momento, en que el hijo
dramatiza en un juego cómo una fuerza incontrolable lo impulsó al crimen, el
padre está relatando cómo en su fábrica estalló una tapa compresora y quemó a
un obrero.
Cuando
Arminda escucha el relato de los padres, reconstruye el crimen y brinda esta
versión: H. quiso sacar del cochecito al bebé, que entonces se cayó al suelo;
para no oír los gritos del bebé, H. le tapó la cara con algodón; cuando vio que
esto no era eficaz, lo golpeó con un frasco en la cabeza. Rápidamente la
analista comprende que por detrás del homicidio hay un pacto: la madre dejó al
bebé en manos de H., pese a la advertencia (¿sugerencia?) del padre, que había
observado la mala animosidad de H. hacia su primo. La afirmación paterna de que
el crimen fue planeado y ejecutado a “puertas cerradas” por el niño es leída
por Arminda Aberastury como reconstrucción del padre pero de otro crimen
realizado “a puertas cerradas” –es decir, en la fantasía del padre–: el crimen
de sus hermanos.
Recordemos
la secuencia: el padre había relatado haber sido abandonado a los once meses
por sus padres, que lo dejaron con sus abuelos para luego tener nueve hijos;
simultáneamente, H. toma el revólver de juguete y lo dispara al vientre de la
analista, tras vacilar en dirigirlo al aire o a sí mismo. Después la cadena
asociativa articula el crimen del niño con la muerte-accidente de un obrero de
una fábrica. Al mismo tiempo este padre, que iguala a su hijo con él, siente la
necesidad de aclarar que nunca mató a nadie. Padre e hijo tenían el mismo
conflicto. El hijo ejecutó lo que el padre fantaseó “a puertas cerradas”.
Arminda Aberastury concluye que lo que era fantasía en el padre fue acción en
el niño.
El
trabajo escrito por Aberastury fue comentado por un grupo de analistas –entre
ellos Diego García Reinoso, Enrique Pichon-Rivière, Felipe Usandivaras y Emilio
Rodrigué–, quienes llegan a la conclusión de que el criminoso era el grupo y
que en el caso se ve cómo se reparten los papeles en el grupo.
Jacques
Lacan advierte que el sujeto se estructura en y por el lenguaje. El niño llega
a un mundo parlante, donde es hablado y significado por el Otro. En la manera
de proceder con ese baño de palabras, se estructurará su manera de ser y de
pensar. En ese universo de lenguaje, al niño le ha sido asignado un lugar desde
la fantasía –que Lacan denomina fantasma– del Otro encarnado por los padres (El
Seminario, Libro XIV, “La lógica del fantasma”). En ese sentido, el fantasma es
un guión que antecede a la llegada del niño, es una pequeña historia muy
detallada: hay una escena, un decorado, hay personajes que desarrollan
acciones; allí el niño tiene asignado un papel, en relación con el deseo del
Otro, deseo que no es visto directamente sino, en todo caso, entrevisto.
Volviendo
al caso, marcaré una secuencia que constituye lo que Maud Mannoni (El niño, su
“enfermedad” y los otros) llamaría discurso colectivo. Del discurso del padre:
“Yo era como él, muy diablo, pero nunca maté a nadie (...) Yo era muy mimado,
por eso era diablo como él”. Del discurso del niño: el juego con el revólver. A
través de la palabra diablo –la encarnación suprema del mal–, se puede
establecer una genealogía entre padre e hijo y una articulación entre “ser
mimado” y “ser diablo” pasando por “ser abandonado”. Una genealogía que no pudo
tramitarse de otras maneras, que no pudo jugarse para permitirles encontrar
alguna inscripción simbólica. Así podemos entender esa frase que se ha
convertido en aforismo: “Lo que no se inscribe en lo simbólico retorna desde lo
real”. En todo caso, para ser mimado, para tener un lugar en el Otro, tendría
que ser diablo.
De
la madre, poco sabemos. Pero hay un dato. Arminda Aberastury, dirigiéndose al
niño que no se soltaba de la madre, le interpreta: “Tenés miedo y te prendés de
mamá porque no querés que conmigo te pase lo que te pasó con tu primo, que te
separaste de ella y estabas solo con toda tu rabia”. En ese momento la madre la
interrumpe y dice con violencia: “Señora, mi marido ordenó que no hay que
hablarle más del asunto”. Entonces Arminda, dirigiéndose al niño, le dice que
ese dolor y esa pena las tenía encerradas y que era necesario hablar del asunto
y recordarlo para sacarlo afuera. Hoy, y en cuanto a todos los órdenes de
violencia para los que pueda servir la relectura de este texto, podríamos hacer
nuestra la intervención de Aberastury: “De aquello de lo que no se puede
hablar, mejor hablar”.
*
Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Profesor en la Carrera de
Especialización en Psicoanálisis con Niños de UCES-APBA. Texto extractado del
artículo “El lugar de los padres en la violencia del niño”, publicado en la
revista Cuestiones de Infancia.
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