miércoles, 13 de julio de 2011

CONDUCTA ANTISOCIAL EN ADOLESCENTES: FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN. Mª Elena de la Peña Fernández, UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID, FACULTAD DE PSICOLOGÍA.

MODELOS Y TEORÍAS EXPLICATIVAS DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL

Introducción

A lo largo de la historia, diversas teorías han intentado dar respuestas al por qué de la delincuencia y cuáles son sus causas. Algunas de ellas se han centrado en configuraciones biológicas de los individuos, otras han subrayado la importancia de los mecanismos sociales y otras, en cambio, han llamado la atención sobre características psicológicas o psicosociales.
Estos enfoques han ido dando lugar a distintas teorías a lo largo del tiempo, pero con un éxito desigual. La supervivencia y la aceptación de cada una de las teorías han tenido que ver con diversas circunstancias, no sólo con su propia valía científica, sino también con el contexto social, institucional, académico e ideológico-político en el que aparecían, favoreciendo determinadas explicaciones y siendo desechadas otras (Romero, 1998).

El estudio de la conducta antisocial o la delincuencia ha vivido, a lo largo de la historia, intensas fluctuaciones entre el interés manifestado por los factores individuales y los factores externos o sociales como causas explicativas de dichos comportamientos. Estas fluctuaciones han sido determinantes para entender la proliferación de determinadas teorías frente a otras y cómo han ido surgiendo a lo largo del tiempo. Si miramos hacia atrás, veremos como existió un claro desplazamiento de las variables de interés y metodología a utilizar, desde lo más Biológico-Psicológico-Psiquiátrico hasta lo más Sociológico. En los últimos tiempos ha comenzado a surgir de nuevo el interés por los factores biopsicológicos en la comprensión de la conducta antisocial, apareciendo nuevas teorías que integran variables de carácter interno o individual a los diferentes contextos de socialización, ya sean a nivel macro o microsocial.

Ante la dificultad que supone clasificar las teorías existentes, existiría la posibilidad de organizarlas dentro de un continuo en función del tipo de variables al que recurren a la hora de explicar la conducta antisocial, yendo, por tanto, desde el polo de lo más “interno o individual”, que recogería aquellas que parten de un enfoque psicobiológico, hacia el polo opuesto de lo más “externo o social” con teorías que defienden un enfoque puramente social.
En medio de este continuo se situarían todas aquellas que, alejandose de las posturas polarizadas, defienden enfoques psicobiosociales, psicosociales y multifactoriales, enfoque que hoy por hoy, es el que parece explicar de forma satisfactoria la multicausalidad del comportamiento antisocial .

A continuación, se describen los principales modelos y teorías explicativas sobre la génesis y/o mantenimiento de las conductas antisociales. Los factores de riesgo integrados en estas teorías constituyen los aspectos más relevantes a tener en cuenta, no sólo para la comprensión y explicación del propio comportamiento antisocial, sino también de cara a su oportuna prevención e intervención.

Del enfoque psicobiológico al psicobiosocial

Si comenzamos desde el polo de lo más “interno o individual”, es decir, aquellos autores que defienden que el comportamiento delincuente o antisocial se explica en función de la existencia de variables internas al propio individuo, nos encontraríamos primero con aquellas teorías que integran exclusivamente factores biológicos y psicológicos como fenómenos explicativos de la conducta antisocial. Dentro de este enfoque psicobiológico, las teorías más representativas serían las Evolucionistas, la Teoría de la personalidad de Cloninger (1987) y la Teoría de Eysenck (1964). Si avanzamos en el continuo podríamos encontrar cómo se va a añadir a los factores internos anteriormente expuestos, la importancia explicativa de ciertas variables que tienen que ver con los ámbitos de socialización más importantes, como pueden ser la familia y el contexto educativo-pedagógico. A esta nueva integración la denominaremos biopsicosocial, que estaría representada junto con la última reformulación de la Teoría de Eysenck (1983) sobre la conducta antisocial, por la Teoría de las personalidades antisociales de Lykken (1995) y la Taxonomía de Moffitt (1993).

Teorías Evolucionistas

El punto de partida de estas teorías sobre el estudio de la agresión y la violencia, se sitúa en la hipótesis de que las diferencias entre hombres y mujeres son más pronunciadas para aquellos tipos de agresión más extremos. De esta forma, los hombres mostrarían mayor agresión física que las mujeres mientras que habría una menor diferenciación para la agresión verbal. Asimismo, los hombres expresarían mayor impulsividad y hostilidad, siendo las diferencias ostensiblemente menores que para el caso anterior. Para la ira o el enfado apenas se constataría la existencia de diferencias (Archer et al., 1995).

Esta hipótesis se ha ido constatando ampliamente a través de múltiples estudios que usan tanto técnicas de auto-informe como experimentales, en los que invariablemente se muestra la existencia de mayores diferencias para la agresión física que para la verbal (Hyde, 1984). La práctica ausencia de dimorfismo sexual para la ira es además consistente con los diferentes estudios realizados sobre este tipo de emoción asociada al comportamiento agresivo (Averill, 1983). Asimismo, datos sobre actos violentos severos también sugieren que la diferencia sexual está más bien localizada en el grado de escalamiento de las acciones que siguen a la ira que en la frecuencia con la que el hombre o la mujer llegan a ser agresivos (Andreu et al., 1998; Archer, 1994).

Acorde al paradigma de la psicología evolucionista y teniendo presente la teoría de la selección sexual darwiniana (Trivers, 1972), el origen último de la violencia entre hombres sería optimizar la competición reproductiva entre aquellos varones sexualmente maduros dada, principalmente, su mayor variabilidad en el éxito reproductivo. De esta forma, se predeciría una mayor competitividad y toma de riesgos en hombres que en mujeres (Wilson y Daly, 1993), una disminución de las diferencias sexuales en agresión conforme avance la edad de los sujetos y, un aumento de la agresión física en aquellos hombres con pocos recursos físicos
(Archer et al., 1995).

Asimismo, desde esta perspectiva, determinadas circunstancias serían predictoras de la violencia en el hombre: a) en respuesta a un desafío de la auto-estima o reputación por otros individuos del mismo sexo (Campbell, 1986; Daly y Wilson, 1988); b) en la búsqueda de status o reputación en un ambiente competitivo; c) en los celos y posesividad sexual de la mujer (Daly y Wilson, 1988; Daly, Wilson y Weghorst., 1982) y d) en la disputa por determinados recursos, especialmente aquellos que son importantes para el status y para la atracción sexual de individuos del otro sexo (Buss, 1989, 1992; Ellis, 1992; Feingold, 1992). Por tanto, de forma simplificada, podríamos hablar, siguiendo a Archer et al. (1995), de tres situaciones básicas que serían predictoras de la agresión en el hombre: auto-estima y reputación, posesividad sexual y obtención de recursos.

Los planteamientos evolucionistas parten del reconocimiento de que a la conducta delictiva subyace un sustrato genético o procesos de heredabilidad biológica. Christiansen (1970) y Cloninger, Segvardsson, Bohman y Von Knorring (1982), basándose en ideas neodarwinistas, plantean que si hay genes que influyen en la criminalidad es porque ésta presenta ventajas para la reproducción de la especie y debió tener algún tipo de función adaptativa para nuestros ancestros (Ellis, 1998).

De esta forma y lejos de pretender desarrollar teorías generales e integradas, los evolucionistas buscan sentido a la conducta criminal, defendiendo que el delito contribuye de algún modo, a que los genes puedan transmitirse con éxito a las generaciones futuras y ofrecen explicaciones para tipos específicos de delito. Por ejemplo, la violación sería un medio para reproducirse de un modo prolífico (Thornhill y Thornhill, 1992) ya que mediante tácticas copulatorias forzosas el individuo puede transmitir sus genes sin realizar inversiones a largo plazo en la crianza de sus hijos. El motivo de los delitos de malos tratos a la pareja sería la amenaza de la infidelidad, puesto que si la pareja es infiel, el macho corre el riesgo de criar individuos que no portan sus genes, por tanto, el maltrato aparece como medio de mantener el acceso sexual exclusivo a su pareja (Smuts, 1993). De la misma forma, el maltrato infantil y el infanticidio (Belsky, 1993) se darán con más probabilidad si los recursos son limitados y el sujeto tiene más descendencia de la que pude criar; así dichos actos podrán conseguir que los esfuerzos de crianza se concentren en un número inferior de sujetos. En otros casos, el maltrato se puede dirigir hacia los hijos con “desventajas” reproductivas (anomalías físicas y mentales) y que no serán “buenos” transmisores de la información genética; o cuando no existe una relación genética entre padres e hijos (hijos adoptivos o padrastros) se predice una mayor probabilidad de negligencia y malos tratos al niño.

Otros planteamientos evolucionistas intentan explicar la delincuencia en general, sin centrarse en tipos específicos de delitos. Así, algunas teorías sostienen que el crimen es el resultado de una competitividad extrema (Charlesworth, 1988), donde las acciones utilizadas para luchar por los recursos necesarios para nuestra supervivencia pasan a ser consideradas delictivas. Una de las teorías evolucionistas más conocidas es la Tª del continuo”r/K” (Rahav y Ellis, 1990; Rushton, 1995) o del “mating/parenting” (emparejamiento/crianza) (Rowe, 1996).
El concepto de continuo”r/K” se refiere a las estrategias que utilizan los organismos a fin de reproducirse con éxito. Existe un continuo donde se sitúan todos los organismos animales, lo más próximos al polo “r” se reproducen rápida y abundantemente invirtiendo poco tiempo y esfuerzo en la crianza de la descendencia, los próximos al polo “K” se reproducen lentamente y dedican mucho tiempo y energía a la crianza. Las distintas especies se sitúan alo largo de ese continuo, los humanos seguimos una estrategia tipo “K”, por contra, la criminalidad y la psicopatía son propias de individuos tendentes a la estrategia “r”, buscando una reproducción extensa sin dedicar esfuerzos al cuidado de las crías y sin preocuparse por la estabilidad familiar o económica realizando actos considerados como “delictivos” o “psicopáticos”. La estrategia “r” es más común en los hombres por ello la teoría predice que la criminalidad será mayor en los varones. Hipotéticamente las razas donde el tipo “r” es más común, la conducta antisocial será más probable, lo que explicaría que en sujetos de raza negra se han encontrado tasas más altas de delitos que en los blancos y en éstos, tasas más altas que en los orientales (Ellis y Walsh, 1997). Estos temas han sido considerados por sus propios defensores como ideológicamente “sensibles”(Ellis, 1998) y la imagen “animal” y descarnada que nos
presentan no es precisamente una imagen atractiva o fácil de asumir (Rowe, 1996). Así, reconocen que aunque exista influencia genética, los genes no “determinan” la conducta de un modo inevitable. El aprendizaje es fundamental en la configuración del comportamiento antisocial, aunque es evidente que lo genético determinaría porque unos individuos aprenden más determinadas conductas y no otras. Los bioevolucionistas a pesar de admitir que sus teorías son demasiado nuevas para poder determinar su validez (Ellis, 1998), proporcionan explicaciones que pueden permitir generar nuevas hipótesis para la predicción del crimen.

Teoría Tridimensional de Personalidad de Cloninger

Cloninger (1987) postula la existencia de tres dimensiones de la personalidad, cada una de las cuales estaría definida según un neurotransmisor específico presente en las vías neuronales del sistema cerebral. Estas dimensiones de personalidad se pueden presentar en diferentes combinaciones en los seres humanos y estar genéticamente determinadas dando cuenta, por lo tanto, de la organización funcional que subyace a la personalidad de cada individuo. Dichas dimensiones son: la búsqueda de novedad, la evitación del daño y dependencia de la recompensa.
La búsqueda de la novedad sería una tendencia genética hacia la alegría intensa o excitación como respuesta a estímulos nuevos o a señales de potenciales premios potenciales evitadores del castigo, los que guiarían a la frecuente actividad exploratoria en búsqueda incesante de potenciales recompensas así como también la evitación activa de monotonía y el castigo potencial.

La evitación de la daño sería una tendencia hereditaria a responder intensamente a señales de estímulos aversivos, de allí que el sujeto aprende a inhibir conductas para evitar el castigo, la novedad y la no gratificación frustradora. Si el evento es conocido, el individuo va a dar una respuesta, pero si es desconocido para él, la respuesta será interrumpida. En otras palabras, esta dimensión involucra al sistema de inhibición conductual que actúa interrumpiendo las conductas cuando se encuentra algo inesperado. Las vías neuronales implicadas en este sistema presentan como neurotrasmisor principal la serotonina. El aumento en la actividad serotoninérgica inhibe también la actividad dopaminérgica, ya que ambas áreas están interrelacionadas. De este modo, se puede apreciar que al inhibir conductas, ya sea frente a castigos o a recompensas frustradas, disminuyen también las actividades exploratorias de los individuos.

La dependencia de la recompensa sería la tendencia heredada a responder intensamente a señales de gratificación, particularmente señales verbales de aprobación social, sentimentalismo y a mantener o resistir la extinción de conductas que previamente hayan sido asociadas con gratificación o evitación del castigo. En otras palabras, el sujeto responde intensamente a señales de recompensa tales como aprobación social, afecto, ayuda y se resiste a la extinción de conductas que previamente han sido asociadas a recompensas o al alivio del castigo.

Esta resistencia a la extinción es postulada como un aprendizaje asociativo del sistema cerebral, el cual es activado por la presentación de un refuerzo o al alivio de un castigo, posibilitando así la formación de señales condicionadas. La norepinefrina o noradrenalina es el principal neuromodulador en los procesos de aprendizajes asociativos, ya que una disminución en la liberación de noradrenalina interrumpe la posibilidad de crear nuevas asociaciones, inhibiendo el proceso de condicionamiento entre estímulos y respuestas.

Los individuos que presentan altos índices en búsqueda de novedad y niveles promedios en las otras dos dimensiones se caracterizan por ser impulsivos, exploratorios, excitables, volubles, temperamentales, extravagantes, y desordenados. Ellos tienden a comprometerse rápidamente en nuevos intereses o actividades, sin embargo se distraen o aburren con facilidad de las mismas. También, están siempre listos para pelear. En contraste, individuos que presentan bajos índices en búsqueda de novedad y niveles promedios en las otras dos dimensiones se caracterizan por ser lentos en comprometerse con nuevas actividades y a menudo, se vuelven preocupados por los detalles y requieren un considerable tiempo de reflexión antes de tomar decisiones. Ellos son descritos como típicamente reflexivos, rígidos, leales, estoicos, de temperamento lento, frugales, ordenados, y perseverantes, rasgos característicos de los sujetos pasivo- dependientes o de personalidad ansiosa (Tipo I).

En base a estas dimensiones, el autor establece dos grandes tipos de personalidad, el Tipo I y el Tipo II, que aunque dicha clasificación se ha dirigido básicamente para explicar el alcoholismo, es aplicable a cualquier problema antisocial o delincuente. Así, el Tipo II, estaría asociado con rasgos característicos de los individuos con personalidad antisocial (Cloninger, 1987), de tal forma que haciendo referencia a la tríada dimensional propuesta, encontraríamos:
a) Alta búsqueda de novedad, es decir, individuos impulsivos, exploradores, excitables, desordenados y distraídos.
b) Baja evitación del daño, es decir, individuos confiados, relajados, optimistas, desinhibidos, energéticos y descuidados.
c) Baja dependencia a la recompensa, es decir, individuos socialmente desapegados, emocionalmente fríos, prácticos, tenazmente dispuestos e independientes.

Teoría de la personalidad delictiva de Eysenck

Dentro de las aproximaciones psicobiológicas, destacaría la Teoría de la personalidad delictiva de Eysenck, quien basándose en los principios generales de su teoría de la personalidad, intenta dar una explicación de la conducta antisocial. Eysenck (1964) asume que las conductas infractoras de las normas sociales son una derivación natural del hedonismo humano, por tanto, lo que sería necesario aprender sería el comportamiento convencional. Así, a lo largo del desarrollo del individuo, se producirán múltiples asociaciones entre la infracción de normas y la administración de castigo por parte de padres, profesores, iguales y otros agentes de socialización. Por condicionamiento clásico la persona aprenderá a contener su tendencia a la transgresión y evitará esos comportamientos. Sin embargo, habrá sujetos cuyo condicionamiento sea lento y débil, presentando por tanto más dificultades para que aparezca la “conciencia social” y que ejerza como fuerza disuasoria de la conducta desviada o antisocial. Así, los sujetos introvertidos (personas reservadas, tranquilas, pacientes y fiables), debido a su mayor nivel de activación corticorreticular, mostrarán una mayor condicionabilidad e interiorizarán con mayor facilidad las pautas de conducta convencionales. Por contra, los extravertidos (seres sociables, excitables, impulsivos, despreocupados, impacientes y agresivos), serán más propensos a realizar comportamientos antinormativos, por ser mas difíciles de condicionar.
Además, el sujeto extravertido se caracterizará por el deseo de correr riesgos y de experimentar fuertes emociones, que podrían estar en la base de los comportamientos delictivos de muchos jóvenes. Por tanto, existiría una relación positiva entre extraversión y conductas desviadas.

La dimensión de neuroticismo (preocupación, inestabilidad emocional y ansiedad) también jugaría un importante papel en la conducta delictiva ya que actuaría como impulso, multiplicando los hábitos conductuales adquiridos de los extravertidos o introvertidos. Así un alto grado de neuroticismo en los extravertidos reforzaría su conducta antisociales mientras que en los introvertidos contribuiría a mejorar su socialización.

Finalmente, tras la integración del psicoticismo a su teoría de la personalidad, postulará que los delincuentes puntuarán también alto en esta dimensión, ya que sus características de frialdad afectiva, hostilidad, insensibilidad y despreocupación conllevarán a una mayor probabilidad de violar las normas sociales. Por tanto, un delincuente tenderá a ser un individuo con altas puntuaciones en las tres supradimensiones. Asimismo, no hay que olvidar que dichas dimensiones tienen una importante carga biogenética, por lo que la delincuencia se verá también influenciada por la herencia biológica. Aunque es evidente que la teoría de Eysenck parte de un enfoque psicobiológico, más tarde reconocerá la importancia del componente contextual del individuo, definiendo él mismo a su modelo explicativo de la delincuencia como “biopsicosocial” (Eysenck, 1983).

Estudios posteriores realizados en España intentan confirmar la teoría de Eysenck, encontrando que la variable psicoticismo (muy relacionada con la necesidad de estimulación) aparece más asociada al delito que la variable extraversión, mientras que la variable neuroticismo parece no tener relación con la delincuencia (Carrillo y Pinillos, 1983; Pérez, 1984; Pérez et al., 1984; Valverde, 1988). Además, Pérez (1984) encuentra que personas que tuvieran una alta necesidad de estimulación, junto con poca susceptibilidad al castigo (personas extravertidas tal y como indican Barnes 1975; Eysenck, 1976; Lynn y Eysenck, 1961; Schallin, 1971), serían más susceptibles a cometer conductas antisociales. No obstante, García-Sevilla (1985) concede mayor importancia a la baja susceptibilidad al castigo, puesto que la necesidad de estimulación sería una consecuencia de una baja sensibilidad al castigo.

Teoría de las personalidades antisociales de Lykken

A pesar de ser conocido por sus trabajos pioneros en la psicofisiología de los delincuentes y haber desarrollado un modelo donde la dotación biológica es fundamental pretendiendo reconocer la importancia de la herencia biológica en la determinación de nuestra conducta, plantea que para tener un comportamiento adaptado a las normas sociales también es necesario un proceso de socialización que nos inculque hábitos adaptados a las reglas. Este proceso dependerá por tanto de dos factores: las prácticas educativas de los padres (que han de supervisar la conducta del niño castigando las desviadas y estimulando las alternativas) y las características psicobiológicas heredadas que faciliten o dificulten el proceso de adquisición de normas. Esta interacción conducirá a una socialización satisfactoria o, por contra, a un comportamiento delictivo.

Así, Lykken (1995) distingue dos tipos de delincuentes: los sociópatas y los psicópatas. Los primeros son los más numerosos dentro de las personalidades antisociales y son el resultado de una disciplina parental deficitaria. El sustrato biológico del individuo es normal, pero la incompetencia de los padres impide la adquisición de normas sociales. Los psicópatas, por el contrario, son individuos que por su configuración psicobiológica son difíciles de socializar, incluso con padres habilidosos y competentes.

Las características psicobiológicas que dificultan la socialización según el autor serían: la impulsividad, el afán por el riesgo, la agresividad y, sobre todo, la falta de miedo. El pilar fundamental de la socialización es el castigo de las conductas desviadas; si el sujeto tiene “impulso” de cometerla sentirá miedo y se abstendría de realizarla. Pero si el sujeto es poco propenso a sentir miedo no se producirá el aprendizaje de las normas. Lykken recoge una amplia evidencia experimental que avala la “falta de miedo” en los psicópatas. Su propuesta enlaza con los trabajos que ponen de relieve las dificultades de los delincuentes en ciertas tareas del aprendizaje (Eysenck, 1964; Newman y Kosson, 1986). Por su dotación genético-biológica, ciertos sujetos tienen dificultad para aprender del castigo y su socialización fracasará. De la misma forma, Lykken insiste en la importancia de la prevención, proponiendo la necesidad de que los padres deben ser educados adecuadamente, sobre todo cuando los niños son “difíciles” y han de estar preparados para crear vínculos afectivos fuertes con sus hijos, supervisar sus conductas y ser consistentes en su educación. Un proceso de entrenamiento previo a la paternidad y la articulación de un sistema de "permisos” prevendrían el desarrollo de personalidades antisociales.

Teoría de la Taxonomía de Moffitt

La presente teoría intenta explicar la relación que existe entre edad y delincuencia. A pesar de que dichos comportamientos se manifiestan con cierta estabilidad en los individuos, lo cierto es que también podemos observar como las cifras delictivas se “disparan” al llegar a la adolescencia y decrecen posteriormente. Para explicarlo, Moffitt (1993) señala que existen delincuentes “persistentes” e individuos con una delincuencia “limitada a la adolescencia”. Ambos tipos de delincuencia responden a causas diferentes, desarrollando dos teorías complementarias.

En cuanto a la delincuencia “persistente”, sus orígenes se sitúan en etapas tempranas de la vida. Una combinación de características personales o psicobiológicas (déficits neuropsicológicos -irritabilidad, hiperactividad, impulsividad-, problemas perinatales, -malnutrición en el embarazo, exposición a agentes tóxicos, complicaciones en el parto-, y factores genéticos) y del contexto educativo-pedagógico, actuarían como motor de la conducta antisocial. Esto hace que los niños sean difíciles de educar, incluso en los ambientes más favorables. Las características de padres e hijos aparecen correlacionadas iniciándose un proceso de interacción recíproca entre un niño vulnerable y un ambiente adverso. Así el aprendizaje de las normas se vería dificultado y el individuo desarrollaría conductas socialmente inadaptadas, produciéndose además un efecto “acumulativo”. Moffitt considera que el síndrome de conducta antisocial “persistente” puede ser considerado como una forma de “anormalidad” psicopatológica.

En cuanto a la delincuencia “limitada a la adolescencia” se considera como un comportamiento normal, no patológico. Frecuentemente se produce en individuos sin historia previa de conducta antisocial. Este tipo de comportamientos se consideran un fenómeno prácticamente normativo, que no tiene relación con las características personales del individuo y que desaparece progresivamente a medida que el individuo va accediendo a los roles adultos. De esta forma, Moffitt introduce una interesante taxonomía que insta a examinar la delincuencia desde una perspectiva evolutiva y que muchos autores han comenzado a aplicarla en sus estudios sobre la delincuencia (Mazerolle et al., 1997; Raskin, White y Bates, 1997).

Del enfoque sociológico al psicosocial

Si comenzamos por el polo opuesto del continuo de lo más “externo o social”, partiendo de la idea de que la conducta antisocial se genera siempre dentro de un contexto social determinado, nos encontraríamos con el enfoque sociológico, que explicaría el comportamiento antisocial en función exclusivamente de la influencia de variables externas al individuo o relativas a su mundo social, centrándose básicamente en los factores macrosociales o más lejanos al individuo y minimizando, por tanto, el papel de los factores biológicos y psicológicos en la aparición de la conducta antisocial. Las Teorías Ecológicas o la Tª de la Anomia serían claros ejemplos del enfoque sociológico. Sin embargo, poco a poco las teorías van a ir introduciendo la importancia de las variables psicológicas para poder explicar porqué ante situaciones y contextos similares, no todos los individuos desarrollan comportamientos antisociales ni son de la misma gravedad o persistencia, dando lugar a un nuevo enfoque denominado psicosocial.

Dentro del enfoque psicosocial, habría teorías que priorizando lo social frente a lo psicológico, desplazan su interés de estudio desde los factores macrosociales o más lejanos al individuo, como la comunidad, el estatus socioeconómico o la desorganización social (p. ej., Tª de asociación diferencial, Tª de las subculturas y la Tª de la desigualdad de oportunidades) hacia los más próximos o microsociales como pueden ser la familia, el colegio y el grupo de iguales (p.ej., Modelo integrador de Elliott, Modelo del desarrollo social de Catalano y Hawkins, Modelo de coerción de Patterson, Tª integradora de Farrington). Otras, sin embargo, priorizan lo psicológico frente a lo social (p.ej., Tª del autorrechazo de Kaplan, Tª del autocontrol de Gottgredson y Hirschi, Tª de la Tensión frustración de Agnew y la Tª de la acción razonada de Fishbein y Azjen) y por último, otras defenderán una postura más integradora y multicausal (p.ej., Tª interaccional de Thornberry y la Tª de la conducta problema de Jessor y Jessor).
Así, el grupo de teorías que se describen a continuación van a situarse dentro del continuo en función de: a) el grado de importancia que concedan a las variables psicológicas para desarrollar comportamientos antisociales, comenzando así por las más sociológicas y terminando por las más psicosociales; b) si consideran, en mayor o menor medida, que la conducta antisocial se debe a los procesos deficientes de socialización de los individuos dentro de los ámbitos macrosociales como son la comunidad, las estructuras de control social o la propia desorganización social o, por el contrario, son los ámbitos microsociales como la familia, la escuela o las amistades las que guían incorrectamente la socialización del individuo; y por último, c) si defienden la multicausalidad de la conducta antisocial  .

Si tenemos en cuenta que el fin último de la investigación dentro de este área es poder llegar a prevenir dichos comportamientos, va a ser desde el enfoque psicosocial de donde partan las principales teorías explicativas que van a servir de base tanto para el desarrollo de investigaciones como para la elaboración de los principales programas de intervención, ya que, y aun considerando la importancia que puedan tener los factores biológicos, a nivel práctico, los programas preventivos trabajan básicamente con variables modificables tanto psicológicas o individuales como sociales y, dentro de estas últimas, las relativas a los ámbitos más inmediatos de interacción del joven o adolescente, los llamados “microsociales” (familia, colegio y grupo de iguales). Es precisamente desde este enfoque psicosocial multifactorial del que partirá la presente investigación.

Teorías ecológicas

El exponente más claro de las teorías ecológicas lo constituye la Escuela de Chicago, fundada por Robert E. Park, que se caracterizó por estudiar la criminalidad desde una perspectiva ecológica y puramente social, relacionando el fenómeno criminal con la estructura social en la que se desenvuelve y en función del ambiente que le rodea (cit. en Vázquez, 2003).

Las teorías ecológicas parten de la idea de que la ciudad “produce” delincuencia. En el seno de la gran urbe, existen zonas o áreas muy definidas donde ésta se concentra. Explican el efecto criminógeno de la gran ciudad acudiendo a los conceptos de desorganización y contagio inherentes a los modernos núcleos urbanos y, sobre todo, invocando al debilitamiento del control social que en éstos tiene lugar. El deterioro de los grupos primarios (familia), la modificación cualitativa de las relaciones interpersonales que se tornan superficiales, la alta movilidad y consiguiente pérdida de arraigo al lugar de residencia, la crisis de los valores tradicionales y familiares, la superpoblación, la tentadora proximidad a las áreas comerciales e industriales donde se acumula riqueza y el mencionado debilitamiento del control social crean un medio desorganizado y criminógeno (García-Pablos, 2001).

Uno de los principales trabajos que asume el esquema ecológico fue el desarrollado por Burgess (cit. en Vázquez, 2003), con la idea central de la hipótesis zonal, donde analiza la delincuencia en la ciudad de Chicago, EE.UU. Se postula la división de la ciudad en zonas concéntricas: en el interior se encontraría la zona de negocios y alrededor de ésta la zona de transición donde aparecerían fábricas, suburbios y el barrio chino. La tercera zona estaría compuesta por gente trabajadora y alrededor de éstos aparecerían las dos últimas zonas con cada vez más hogares fuera del alcance de los suburbios. Según Burgess, el área de transición sería la zona de mayor desorden y potencialmente más delincuente, ya que presenta graves carencias de integración por la constante llegada de inmigrantes de diferentes culturas y, donde los niños en particular, tienen dividida su lealtad entre sus costumbres de procedencia y su nuevo hogar.

En esta línea, Shaw y McKay (1972) concluyen que el ser delincuente no radica en la existencia de diferencia individuales, sino en las características diferenciales de los barrios donde viven, ya que demuestran que las tasas de delincuencia descienden en función directa al distanciamiento del centro de la ciudad y su zona industrializada, incrementándose cuanto más nos aproximamos a aquellos. Los autores se centran en que los barrios en los que hay un índice mayor de delincuencia acogen otros problemas como son la invasión de industrias, inmigración, desempleo, enfermedades o edificios deteriorados. Estos barrios están desorganizados socialmente y los jóvenes contactan con grupos delictivos organizados que les implican en sus actividades; aprendiendo, de esta forma, técnicas de actuación y actitudes propias de los miembros de esos grupos antisociales. Desde esta perspectiva, para los autores la solución al problema de la criminalidad, no reside en tratamientos individualizados a los delincuentes, sino en apuntalar el tradicional control social en los barrios desorganizados para lograr su estabilización.

Teoría de la anomia

Partiendo de un enfoque social, Durkheim (1897) es el primero en utilizar el término de anomia para referirse al delito, si bien es cierto que no llegó a desarrollar una teoría completa del mismo. Este concepto expresa las crisis, perturbaciones de orden colectivo y desmoronamiento de las normas vigentes en una sociedad (el orden social), debido a la transformación o cambio social producido súbitamente. Lo que se pone de relieve es que en la sociedad actual, debido a los progresos económicos, se producen una serie de crisis económicas que alteran la armonía social, produciendo unos bruscos cambios y desajustes sociales que dejan a muchos individuos sin un soporte en que apoyarse, así como sin metas que alcanzar, haciendo que el individuo se sienta perdido, desorientado y sin referencias. Es entonces cuando se produce el estado de anomia, que lleva al suicidio o la criminalidad. Por tanto, la anomia es un fenómeno social que debido a la falta de regulación suficiente, empuja a los individuos a la desintegración y al no conformismo y, en último término, al delito.

La teoría de la anomia tuvo un mayor desarrollo con Merton (1972) y su teoría de la estructura social y de la anomia. Aunque parte de los conceptos de Durkheim, para Merton la anomia no es sólo un derrumbamiento o crisis de los valores sociales o normas por determinadas circunstancias sociales, sino, ante todo, el síntoma o expresión del vacío que se produce cuando los medios socioestructurales existentes no sirven para satisfacer las expectativas culturales de una sociedad. Por lo tanto, la conducta irregular puede considerarse sociológicamente como el síntoma de la discordancia entre las expectativas culturales preexistentes y los caminos o vías ofrecidos por la estructura social para satisfacer aquéllas. Dicha discordancia fuerza al individuo a optar por cinco de las vías existentes: conformidad, innovación, ritualismo, huida del mundo o rebelión (todas ellas, excepto la primera, son constitutivas de comportamientos desviados). La elección vendrá condicionada por el grado de socialización y el modo en que interiorizó los correspondientes valores y normas.
Lo más reseñable del análisis teórico de Merton es la posible explicación de las correlaciones entre variables como la delincuencia y pobreza. La pobreza traería consigo la limitación de oportunidades, pero ambas no serían suficientes para explicar la delincuencia. Es la asociación de las limitaciones generadas por la pobreza, que dificultan la competición por los valores culturales, la que, junto a la importancia cultural del éxito como meta predominante, fomentan una conducta delictiva.

La teoría de Merton ha presentado muy a menudo evidencias empíricas poco favorables, a pesar de que muchos estudios han intentado relacionar la delincuencia y la disparidad entre aspiraciones y expectativas (Elliott y Voss, 1974; Liska, 1971). Además la teoría tradicional de la anomia, con su énfasis en los determinantes socioestructurales (clase social) se ha enfrentado a muchos estudios en los que la relación entre clase y delincuencia era, cuando menos, controvertida. De la misma forma, la teoría ha sido incapaz de explicar también la delincuencia que surge a menudo en las clases medias o por qué ciertos individuos que viven la anomia o “tensión” estructural delinquen mientras que otros no lo hacen.

Teoría de la asociación diferencial

Sütherland (1947) considera que se puede llegar a ser delincuente según el ambiente en que uno se haya desarrollado. Su teoría de la asociación diferencial, llamada también de los contactos diferenciales, postula que el comportamiento desviado o delincuencial, al igual que el comportamiento normal o social, es aprendido. Las personas al vivir en sociedad se relacionan continuamente con otras personas, pudiendo convivir y relacionarse más a menudo con personas favorables a la ley o, por el contrario, con personas que violan y fomentan la violación de la misma. De acuerdo con Sütherland, un joven se volvería delincuente o tendría más posibilidades de serlo cuando las actitudes positivas frente al comportamiento desviado superan cuantitativamente a los juicios negativos hacia el mismo, es decir, cuando haya aprendido más a violar la ley que a respetarla.

Las asociaciones y contactos diferenciales del individuo pueden ser distintos según la frecuencia, duración, prioridad e intensidad de los mismos. Lógicamente, unos contactos duraderos y frecuentes deben tener mayor influencia que otros fugaces u ocasionales, del mismo modo que el impacto que ejerce cualquier modelo en los primeros años de la vida del hombre suele ser más significativo que el que tiene lugar en etapas posteriores; y que el modelo es tanto más convincente para el individuo cuanto mayor sea el prestigio que éste atribuye a la persona o grupos cuyas definiciones y ejemplos aprende (García-Pablos, 2001).Por tanto, los jóvenes delincuentes serían miembros “sanos” de una “sociedad enferma” que simplemente han estado expuestos a un estilo de vida delictivo.
La teoría de la asociación diferencial propone el aprendizaje de la conducta criminal en interacción con otras personas mediante un proceso de comunicación. Al pasar los jóvenes la mayor parte del tiempo con su gente íntima aprenderán progresivamente a ser delincuentes a través de la intercomunicación. El aprendizaje del comportamiento criminal implicaría no sólo técnicas para la realización del mismo, sino la modulación de motivos, impulsos, razones y actitudes.

El proceso de aprendizaje del comportamiento criminal surgiría por la asociación con modelos criminales y no criminales, conllevando todos los mecanismos necesarios en cualquier proceso de aprendizaje y provocando la adquisición de un exceso de definiciones favorables a la violación de la ley. En cualquier caso, aunque el comportamiento criminal es una expresión de necesidades y valores generales, los motivos y necesidades generales no explicarían por completo el comportamiento criminal.
En síntesis, para este autor, la asociación diferencial con grupos antisociales o no antisociales, sería la única posible explicación del comportamiento criminal. Obviamente, esto es muy criticable por su marcado carácter reduccionista, y así el propio Sütherland señaló posteriormente que su teoría incumplía, entre otras cuestiones, algunas consideraciones de oportunidad para cometer actos delictivos (Binder, Geis, y Bruce, 2001).

Teoría de las subculturas

Cohen (1955) define las subculturas como aquellas estructuras que forman los grupos dentro de la sociedad y que se apartan o rechazan mayoritariamente la moralidad y ética de la mayoría. Para Cohen, la pandilla o banda de delincuentes sería un ejemplo claro de subcultura criminal, ya que las pandillas de delincuentes juveniles se reclutarían a base de muchachos frustrados por su procedencia de una clase social trabajadora. Al darse cuenta estos muchachos de su categoría inferior y entendiendo como exagerado el esfuerzo que se requiere para pasar a un estilo de vida de clase media, pueden reaccionar, repudiando los valores y pertenencias de la clase media. Así, aquel joven que no destaca entre los más “respetables” se autoafirma entre los antisociales mediante conductas de agresión y vandalismo. La escuela es el lugar donde muchos jóvenes de clase baja obtienen malos resultados, relacionándose finalmente este rendimiento con la delincuencia. El joven de clase baja formaría la subcultura en búsqueda de reducir su frustración, obteniéndose un mayor autoconcepto a través de la adquisición de valores antisociales.

Para Cohen, el joven inadaptado podría optar por tres alternativas: a) incorporarse al ámbito cultural de sus compañeros de clase media, pese a su inferioridad en condiciones; b) integrarse en la cultura de otros jóvenes de la calle, renunciando a posibles aspiraciones más elevadas; y c) integrarse en una subcultura delincuente.
Por tanto, las subculturas se formarían al existir un número de personas con similares problemas de adaptación para los cuales no habría soluciones institucionalizadas ni tampoco grupos de referencia alternativos que les dotasen de otro tipo de respuestas. En estos términos, es probable que si las circunstancias lo favorecen, estas personas “desorientadas”, acaben por encontrarse y unirse, creando una subcultura nueva que sirva de solución para sus problemas de adaptación social.

La subcultura opera como evasión a la cultura general o como reacción negativa frente a la misma; es una especie de cultura de recambio que ciertas minorías marginadas, pertenecientes a las clases menos favorecidas, crean dentro de la cultura oficial para dar salida a la ansiedad y frustración que padecen al no poder participar, por medios legítimos, de las expectativas que teóricamente a todos ofrece la sociedad. La vía criminal sería un mecanismo sustitutivo de la ausencia real de vías legitimas para hacer valer las metas culturales ideales que la misma sociedad niega a las clases menos privilegiadas (García-Pablos, 2001).

Teoría de la desigualdad de oportunidades

Esta teoría supone, en cierto modo, una combinación de las teorías de la anomia, de la asociación diferencial y de las subculturas. Cloward y Ohlin (1960) admiten la existencia de profundas desigualdades entre las diversas clases sociales a la hora de acceder legítimamente a metas cultural y socialmente aceptadas. En respuesta a esta frustración, los miembros de los grupos más deprimidos se servirían de medios ilegítimos para conseguir sus objetivos. La innovación más importante aportada por estos autores es la de considerar que los jóvenes no acceden de la misma forma a los medios ilegítimos. La adquisición de un rol o papel conformista o desviado estará determinado por una variedad de factores, como la posición económica, la edad, el sexo, la raza o la personalidad.

Sólo en aquellos barrios en que el crimen aparece de forma estable e institucionalizado habría un campo fértil de aprendizaje para los jóvenes. Así, distinguen tres tipos de subculturas delincuentes según los diferentes tipos de barrios de clase baja:
a) Subcultura criminal: Suele aparecer en barrios de clase baja relativamente estables, en los que las conductas antisociales son aceptadas como algo normal.
b) Subcultura del conflicto: Suele aparecer en barrios menos estables. Se promueve el uso de la violencia para acceder a un estatus privilegiado.
c) Subcultura de la retirada o abandono: Hay individuos que fracasan en las dos estructuras posibles de oportunidades, legítimas e ilegítimas. Se eligen formas de vida alternativas a las de su comunidad alrededor de las drogas, el alcohol u otras formas de evasión.

Quizás, la dificultad más grave de la teoría radica en que no explica porqué solo un pequeño segmento de los jóvenes de clase social baja recurren a la delincuencia, ya que las menores oportunidades legítimas afectan a todos los miembros de esa clase (Garrido, 1987).

Teoría de las técnicas de neutralización

Matza y Sykes (cits. en Vázquez, 2003) proponen como solución a las discrepancias entre la teoría de la asociación diferencial y la de las subculturas, la teoría de las “técnicas de neutralización”. Para Matza (1964), los delincuentes juveniles no son completamente diferentes de los demás jóvenes ni están en absoluto alejados del orden social dominante. La mayor parte del tiempo actúan de acuerdo a la normativa imperante. En este sentido, la delincuencia, en su mayor parte, sería trivial y ocurriría usualmente en el período entre la infancia y la edad adulta cuando la aceptación por un grupo social o generacional se considera importante. Junto con los valores convencionales sociales, existirían unos valores subterráneos que son aquellos hacia los que los jóvenes delincuentes tenderían a actuar.

La teoría de la neutralización recibe su nombre debido a que los jóvenes descubren la inconsistencia y vulnerabilidad de las leyes imperantes, que implícitamente contienen sus propias formas de neutralización. Por lo tanto, los jóvenes delincuentes lo que aprenderían serían ciertas técnicas capaces de neutralizar los valores convencionales, racionalizando y autojustificando así la conducta desviada de los patrones de las clases medias.
Según señalan los autores, dichas técnicas de autojustificación son genuinos mecanismos de defensa con los que el infractor neutraliza su complejo de culpa, autojustifica y legitima su conducta y mitiga la respuesta social. Las principales técnicas de neutralización serían: la exclusión de la propia responsabilidad, la negación de la ilicitud y nocividad del comportamiento, la descalificación de quienes han de perseguir y condenar a éste, la apelación a la supuesta inexistencia de víctimas del mismo y la invocación a instancias y móviles superiores (García-Pablos, 2001).

Teoría del control o arraigo social

Esta teoría distingue entre el control ejercido desde las fuentes externas al individuo y el control ejercido por el propio individuo (Hirschi, 1969). El primero de los agentes de control es el social y, el segundo, el autocontrol (teoría que más tarde desarrollará Gottfredson y Hirschi, 1990). La sociedad ejerce presión sobre sus miembros a través de modelos de conformidad. El control social es el mecanismo para frenar y evitar la comisión de actos delictivos y antisociales. Aquellos sujetos que no tienen vínculos sociales presentarán una mayor predisposición a delinquir que aquellos que presenten un fuerte arraigo social.
Hirschi (1969) considera cuatro variables o formas de control, representadas por un fuerte vínculo social, que explican la conducta conforme a las normas sociales:
a) Afecto: Se desarrolla mediante una interacción íntima y continuada, poniendo en evidencia la medida en que los padres o profesores supervisan el comportamiento de los hijos, así como el grado en que se comunican adecuadamente con ellos. El vínculo afectivo es más importante que el contenido específico del aprendizaje resultante del mismo.
b) Compromiso: Es el grado mediante el cual los propios intereses individuales han sido invertidos en determinadas actividades fijas o establecidas. Sería la racionalización del cálculo de las potenciales ganancias o pérdidas que los individuos registran al realizar un conducta antisocial.
c) Participación: Se supone que muchas personas se comportan de acuerdo a la ley por falta de oportunidades de hacerlo de otra forma. La delincuencia juvenil podría prevenirse ayudando a los jóvenes a estar ocupados y fuera de las calles. En este sentido, la participación, considerada como un “desgastador” natural de tiempo y energía, supone un buen agente de control social.
d) Creencia: Vínculo ideológico asociado a los valores y normas que cuentan con el respaldo social. Las creencias personales no son interiorizadas a no ser que haya un refuerzo social constante.

Así, Hirschi resalta la importancia de dos sistemas convencionales de control social, a través de los cuales los adolescentes pueden desarrollar adecuadamente sus vínculos con la sociedad: la familia y la escuela. El cariño y afecto hacia los padres, así como ser un buen estudiante, fortalece su moral y hará menos probable la comisión de delitos. La aplicación de esta teoría supone que mejorando el arraigo social de los jóvenes (apego a los padres, compromiso con valores prosociales, participación en actividades prosociales y fortalecimiento de las creencias morales) se logrará una reducción del comportamiento delictivo de los jóvenes. La teoría de Hirschi cuenta en la actualidad con un apoyo empírico considerable.

Teoría del aprendizaje social de Bandura

Las teorías del aprendizaje explican la conducta delictiva como un comportamiento aprendido, ya sea basándose en el condicionamiento clásico, el operante o el aprendizaje observacional. El aprendizaje observacional supera, en general, las limitaciones impuestas por el condicionamiento clásico y el operante; que aunque podían explicar la génesis y el mantenimiento de algunas conductas delictivas, presentan notables dificultades para explicar la totalidad de dichas conductas (la aparición de respuestas que no existen previamente en el repertorio conductual de los sujetos).

La teoría del aprendizaje social (Bandura, 1969, 1977) parte de que el sujeto puede aprender nuevas conductas mediante la observación de modelos, ya sean reales o simbólicos; representando una vía rápida y efectiva en la adquisición de las múltiples y complejas conductas que el ser humano es capaz de exhibir. El modelado jugaría un papel importante en el aprendizaje y ejecución de las conductas delictivas. Consecuentemente, los niños y adolescentes aprenderían primordialmente aquello que observan en sus padres, maestros, compañeros, personajes de la televisión o cualquier otro modelo significativo.

Para Bandura (1969), son tres las fuentes importantes de aprendizaje de la conducta agresiva: a) la influencia familiar, que sería la principal fuente de aprendizaje de la agresión, modelándola y reforzándola; b) las influencias subculturales, que son los determinantes provenientes del lugar donde reside una persona, así como los contactos que tiene con la propia subcultura y, c) el modelado simbólico, que haría referencia al aprendizaje por observación de modelos reales y/o de imágenes, palabras y acciones agresivas y amorales a
través de los medios de comunicación social.

Para Feldman (1978), añadiendo la participación conjunta de factores cognitivos y situacionales a las consideraciones del aprendizaje social, postula que no sólo se aprenderían conductas delictivas por observación de modelos, sino que existirían una serie de aspectos cognitivos moduladores que influirían sobre el aprendizaje vicario. Así, modularían al aprendizaje por observación factores tales como los valores, la consolidación de actitudes y los procesos de atribución.

Más recientemente, Bandura (1986) redenomina a la teoría del aprendizaje social bajo el nombre de teoría cognitiva social, sosteniendo la existencia de una interacción recíproca entre las influencias ambientales externas, la conducta y los factores personales y cognitivos, donde el concepto de “autoeficacia” o percepciones que tiene el individuo de sobre su capacidad de actuar, adquiere un papel central como elemento explicativo de la adquisición, mantenimiento y cambio de la conducta.

Teoría de la anticipación diferencial

Glaser (1979) postula un modelo teórico que integra elementos de la teoría de la asociación diferencial (Sütherland, 1947), de la teoría de la desigualdad de oportunidades (Cloward y Ohlin, 1960) y la del control diferencial (Hirschi, 1969). Todo ello en un marco de elementos derivados de la propia teoría del aprendizaje social de Bandura (1969, 1977).
Acorde a los postulados principales de la teoría de la anticipación diferencial, cuando un individuo realiza o rechaza la comisión de un acto delictivo lo hace en función de las consecuencias que el autor anticipa, por las expectativas que se derivan de su ejecución o no ejecución. El individuo se inclinará por el comportamiento criminal si de su comisión se derivan más ventajas que desventajas. La modulación de estas expectativas se hará en función de: a) la totalidad de los vínculos sociales convencionales y criminales del individuo; b) el aprendizaje social a través de modelos de comportamiento y refuerzo directo de conductas sociales o antisociales; y c) la percepción de necesidades, oportunidades y riesgos de las circunstancias que rodean el posible acto delictivo. Glaser puntualiza que esta teoría es aplicables sólo a los delitos intencionados, no a aquellos producto de imprudencia o negligencia.

Teoría Integradora de Schneider

Schneider (1994), ofrece una integración de las teorías sociológicas más importantes de la actualidad para explicar la delincuencia infantil y juvenil. A continuación se exponen las claves determinantes de su teoría explicativa: “La delincuencia infantil y juvenil tiene su origen en procesos defectuosos de aprendizaje social. Con los cambios sociales, el desarrollo de la sociedad y la transformación de la estructura socioeconómica cambian también el estilo de vida y las normas que determinan los comportamientos humanos. Como se aprenden los nuevos comportamientos y normas con distinta velocidad, nacen conflictos de valores y de comportamientos en el proceso de aprendizaje social. Si estos conflictos no se resuelven de manera pacífica y de común acuerdo, tendrán como consecuencias la destrucción de los valores, lo que produce, a través de la destrucción de grupos y de la personalidad, un aumento de la delincuencia. Si el desarrollo socioeconómico de ciertas áreas (barrios, vecindarios) queda atrasado, se destruye la solidaridad entre los miembros de la comunidad. Con la destrucción de la comunidad coincide el desarrollo de subculturas, de grupos de niños y jóvenes de la misma edad donde aprenden con el apoyo de grupo, costumbres y justificaciones delictivas.

El comportamiento delictivo no se aprende sólo por medio del resultado de ciertos comportamientos, sino también por medio de modelos de conducta. Puede ser aprendido en procesos de autoafirmación, por medio de habituación y falta de comprensión de la legitimación y necesidad de comportarse conforme a las normas. Un niño o un joven aprende a evaluar su comportamiento y considerarlo bueno o malo. Aprende las normas que determinan su comportamiento. Participará tanto más en comportamientos delictivos cuanto más apoyo ha obtenido hacia este tipo de comportamiento frente al comportamiento conforme con las normas sociales y cuanto más este comportamiento ha sido definido delante de él como deseable o, por lo menos, ha sido justificado como aceptable. Los niños y jóvenes delincuentes no han desarrollado afecto y apego a sus padres y profesores. La casa paterna y la escuela tienen sólo poca importancia para ellos. No han aprendido a contraer relaciones interpersonales. No persiguen unos fines a largo plazo y conformes con la sociedad. No respetan la ley. Cuando la reacción oficial a la delincuencia es demasiado fuerte, cuando representa una dramatización, agrava la delincuencia juvenil. La delincuencia primaria, que podría normalizarse, se convierte en delincuencia secundaria: el autor reincidente fundamenta su vida y su identidad en la realidad de la delincuencia: desarrolla una autoimagen delincuente” (Vázquez, 2003).

El modelo integrador de Elliot

La integración de varias teorías sobre desviación social fue el modelo que desarrolló Elliot, Huizinga y Ageton (1985) incorporando, en primer lugar, planteamientos de la teoría de la anomia como marco que explica la conducta desviada, que se centra en la disparidad entre metas y aspiraciones adoptadas por los individuos y los medios de que dispone para conseguirlas. Si la sociedad no facilita recursos para lograr las metas que ella misma inculca (éxito, status, poder económico), una reacción posible es el comportamiento desviado.
En segundo lugar, Elliot asume parte de las teorías de control social (Hirschi, 1969) según las cuales la conducta desviada aparece si no hay vinculación estrecha con la sociedad convencional; si el sujeto no asimila valores convencionales tenderá a transgredir las normas. Por último, otorga una especial importancia a los procesos de aprendizaje, principalmente en el grupo de amigos donde se modela y se refuerza la delincuencia o el consumo de drogas.
El modelo se puede considerar como una reformulación de la teoría del control social de Hirschi (1969), completándola por dos vías. En principio, señala tres factores causales por los que un individuo no se vincula con el mundo convencional: primero la “tensión” entre metas y medios que se vive en la familia y en la escuela; si el adolescente carece de oportunidades para lograr una adecuada relación con los padres o éxito académico, su unión a éstos será débil. En segundo lugar, la desorganización social debilita los vínculos convencionales; si el sujeto pertenece a vecindarios conflictivos, con escasos lazos comunitarios y dificultades socioeconómicas se implicará poco con las instituciones convencionales. En tercer lugar, los fallos en la socialización por parte de la familia o de la escuela serán determinantes en la falta de apego a estos ambientes y debilitarán también los vínculos convencionales.

Posteriormente, Elliot reformula la teoría del control social, indicando que la falta de vínculos convencionales no es suficiente para que aparezca la conducta desviada; la motivación por transgredir es inherente a la naturaleza humana, no es necesario aprender a violar las normas y si no hay apego al mundo convencional habrá tendencias desviadas; pero es necesario un paso más para que, según Elliot, aparezca desviación, que el sujeto entre en contacto con grupos de desviados, que le refuercen y le induzcan a realizar esas conductas; si el individuo no tiene lazos con la familia o la escuela se arriesga a implicarse con amigos desviados que serán la causa más directa de la conducta problema.

El modelo se ha puesto a prueba con muestras de adolescentes norteamericanos y ha sido aplicado al estudio del consumo de drogas y de la delincuencia. Estudios españoles han apoyado la teoría (Luengo, Otero, Carrillo y Romero, 1992), encontrando que la frustración de metas afectaba a los vínculos con la familia y con la escuela, lo que facilitaba la implicación con amigos delincuentes, siendo esto determinante en el desarrollo de la conducta antisocial.

Teoría de la “desventaja acumulativa” de Sampson y Laub

La “acumulación” progresiva de déficits psicosociales es el motivo último en la teoría de Sampson y Laub (1993, 1997). Su esquema teórico trata de trascender las visiones estáticas de las teorías tradicionales e intenta explicar el desarrollo de la delincuencia desde sus inicios, analizando por qué ciertos individuos tienen un comportamiento antisocial tan estable a lo largo de la vida, mientras que otros abandonan la delincuencia. La adolescencia es el centro de muchas teorías criminológicas, pero la conducta antisocial es algo mucho más dinámico, que no se limita a ese período vital. Para muchos sujetos la conducta antisocial “nace” en la infancia, muchos desisten a lo largo del tiempo, otros son delincuentes en la etapa adulta.

La teoría se fundamenta en las ideas de control social y también en los planteamientos del etiquetado. Los lazos con los entornos convencionales inhiben la aparición de la delincuencia, ya que acarreará más costes si nos sentimos queridos y protegidos por la familia, la escuela o el entorno laboral, que si nos sentimos alienados. Con ese sentimiento de pertenencia y de interdependencia, nos sentimos poseedores de cierto “capital social” que tememos perder.

En la infancia, ciertos factores estructurales, como la clase social de origen, el tamaño familiar o la propia delincuencia parental, impedirán la formación de vínculos estrechos con la familia o con la escuela. La conducta antisocial es una consecuencia probable lo que deteriorará aún más los vínculos con el medio convencional. A medida que el individuo crezca pueden ocurrir acontecimientos vitales que permitan darle un “giro” a su vida, como el establecimiento de relaciones de pareja satisfactorias o consecución de un trabajo estable, convirtiéndose para algunos sujetos, en importantes vínculos adultos que no desean perder.
Sin embargo, para otros, el proceso de “desventaja acumulativa” se ve intensificado por el contacto con los sistemas de justicia. El “etiquetado” y la institucionalización impiden la formación de redes sociales estrechas y limitan las oportunidades para cambiar de dirección, con lo que se potencia la escalada en la delincuencia. Los autores reconocen la importancia de contar con estudios longitudinales de amplio espectro para poner a prueba este tipo de planteamientos.

El modelo de la “coerción” de Patterson

El modelo de Patterson, Reid y Dishion (1992) se inscribe en una línea de trabajo con familias problemáticas (niños con problemas de conducta, maltrato o delincuencia), desarrollada desde orientaciones conductuales y del aprendizaje social. Presenta una amplia experiencia de intervención y su marco teórico intenta especificar cómo se forja la conducta antisocial

Este modelo teórico busca las raíces de los comportamientos antisociales crónicos en las primeras etapas de la vida, donde se produce una “cascada” de eventos que orientan al sujeto hacia un estilo de vida delictivo. Pero lo específico de este modelo es el hincapié que hace en las prácticas disciplinarias que tienen lugar en el medio familiar. Así, la teoría de Patterson explica cómo la conducta antisocial se desarrolla en cuatro etapas. En la primera etapa las experiencias familiares adquieren una importancia relevante y el “entrenamiento básico”en conducta antisocial es fundamental. Si las prácticas de crianza (ausencia de normas claras, los padres no refuerzan en el sentido oportuno las conductas del hijo) no son adecuadas, el niño percibe que emitiendo conductas aversivas (llorar, romper objetos, pegar, explosiones emocionales) le resulta “beneficioso” al escapar de situaciones desfavorables o permitiéndole conseguir refuerzos positivos. Esas son las primeras “conductas antisociales”del individuo. Este aprendizaje sutil hace que el niño ejerza conductas “coercitivas” o manipuladoras sobre el resto de los miembros de la familia.

La segunda etapa se inicia en el mundo escolar donde el ambiente social “reacciona” ante la conducta del sujeto. La falta de habilidades de interacción en nuevas situaciones, el rechazo de sus compañeros, evitar las tareas académicas o el desajuste escolar enfrentan al niño a sus primeros “fracasos” en el mundo. En la tercera etapa el adolescente se implica con iguales desviados y “perfecciona” las habilidades antisociales. El fracaso académico recurrente y el rechazo por parte de los compañeros hace que el sujeto se sienta excluido del mundo prosocial y, por consiguiente, buscará relacionarse con individuos semejantes a él. Las actividades antisociales se irán ampliando y se harán cada vez más severas.

Finalmente, en la cuarta etapa, el adulto desarrollará una “carrera” antisocial duradera. Las habilidades deficitarias dificultarán la permanencia en un trabajo estable, la institucionalización reducirá las oportunidades de adoptar un estilo de vida convencional, las relaciones de pareja serán problemáticas y el alcohol u otras drogas impedirán un funcionamiento ajustado. Progresivamente, el sujeto se irá confinando a una existencia marginal y las actividades antisociales se cronificarán.

Patterson aclara que cuando un individuo está en una etapa, existe una elevada probabilidad de que pase a la siguiente; pero muchos sujetos por razones diversas ven interrumpida esa progresión y el número de individuos que encontramos en cada etapa se va reduciendo a medida que avanzamos en la secuencia. Este planteamiento teórico, por tanto, se aplicaría únicamente a un tipo de delincuentes, los de “inicio temprano”. Como Moffitt (1993), estos autores indican que, además de individuos con delincuencia crónica, existen otros delincuentes de “inicio tardío” con una implicación más temporal en la conducta antisocial. Son sujetos con recursos personales (habilidades sociales, académicas,...), cuya conducta tiene poco que ver con el proceso de coerción y estaría ligada fundamentalmente a la asociación con amigos desviados.
El tema central de la progresión propuesta por Patterson son la experiencias disciplinarias en la familia y, según el modelo, un entrenamiento a los padres en habilidades de crianza adecuada, que impida o bloquee el proceso coercitivo, será un arma fundamental para intervenir sobre las conductas antisociales.

Teoría del “equilibrio de control” de Tittle.

Charles R. Tittle (1995) propone un nuevo marco teórico por el que se identifican mecanismos causales que permiten incorporar o “sintetizar” ideas de otras perspectivas, lo que él denomina “integración sintética”, siendo el proceso central de su teoría el “equilibrio o razón de control”.
La teoría de Tittle pretende ser una teoría “general” de la conducta desviada explicando aquellos comportamientos que la mayoría de un grupo social considera inaceptables o que evocan una respuesta colectiva de carácter negativo. En la conducta desviada no sólo se encontraría incluido el delito sino también otras muchas formas de comportamiento, incluidas las conductas de sumisión extrema o el sometimiento exagerado a otras personas, siendo considerada, en muchos casos, como una conducta inaceptable por los grupos sociales y, por lo tanto, encajaría dentro de la categoría de comportamientos desviados.

Según Tittle para explicar la conducta desviada deben conjugarse cuatro elementos. Por una parte, debe existir en el individuo una predisposición hacia la desviación (aquí estaría la razón de control) y deben darse una serie de circunstancias situacionales: a) una provocación (la situación estimula a manifestar la predisposición inicial (insultos, desafíos); b) una oportunidad adecuada para cometer un tipo específico de conducta (un robo no se podrá llevar a cabo si no existen bienes que sustraer); c) además el individuo ha de percibir que no existen restricciones para realizar ese comportamiento (que no existen mecanismos de control que impidan llevar a cabo la actividad deseada).
La idea fundamental es que tanto la motivación por cometer conductas desviadas como el tipo concreto de conducta dependerán de la relación existente entre la cantidad de control (o de poder) que un individuo puede ejercer y la cantidad de control a que está sometido. Esa relación es la llamada “razón de control” y está condicionada tanto por características individuales (inteligencia, personalidad, roles) como organizacionales (pertenencia a instituciones poderosas, relaciones con individuos influyentes). Si la cantidad de control a la que estamos expuestos es igual a la que podemos ejercer, existe un “equilibrio” de control y no se darán conductas desviadas. Si la relación se hace más “desequilibrada” (por déficit o exceso de control) aumenta la probabilidad de cometer dichos comportamientos, así, la conducta desviada sería un dispositivo que las personas utilizamos o bien para escapar de nuestra falta de control o bien para utilizar nuestro “superávit” de control.

La relación entre la razón de control y la probabilidad de desviación tiene forma de curva en “U”. Cuanto más alto es el desequilibrio en la razón de control, aumenta la probabilidad de aparición de la conducta desviada. La teoría también predice qué tipos específicos de desviación se producirán con distintos “desequilibrios”. Si hay un pequeño “déficit” de control, se prevé que se produzcan delitos de “depredación”(agresión, manipulación): el individuo está sometido a más control del que puede ejercer, pero no tiene demasiado coartadas sus posibilidades de acción y se sentirá motivado para superar su déficit tomando bienes de otras personas o forzándolas a hacer lo que él desee. Si el “déficit” de control es mayor, tendrá menos posibilidades de actuación, por lo que sus actos desviados serán de “desafío”, “protesta” u hostilidad hacia el contexto normativo (vandalismo). Si la carencia de control es extrema, la conducta desviada más probable será la de sumisión. En cuanto al “exceso” de control, al otro lado de la curva, ante un desequilibrio leve, el individuo deseará expresar su control, pero no podrá escapar del control de los demás y se implicará en una forma “segura” de depredación: la “explotación”(depredación indirecta: tráfico de influencias). Si el exceso de control es mayor, no percibirá demasiadas restricciones a sus acciones apareciendo grandes delitos (ecológicos, genocidios). Ante un exceso extremo son probables actos impulsivos o carentes de organización racional (pederastia, tortura sádica). Los planteamientos de Tittle son compatibles con diversas fuentes de evidencia empírica, como la relación entre delitos y edad, sexo o clase social, pero la teoría no ha sido sometida a pruebas directas de modo que, por el momento, su validez es incierta.

El modelo del desarrollo social de Catalano y Hawkins

Ambos autores desarrollan un modelo teórico que también se inspira, en parte, en los planteamientos del control social. Es el llamado “modelo de desarrollo social” (1996) que trata de integrar la evidencia empírica existente sobre los llamados “factores de riesgo” y “factores de protección” e intenta especificar los mecanismos de desarrollo de la conducta prosocial y la conducta antisocial. Dentro de las conductas antisociales se incluyen no sólo la delincuencia legalmente definida, sino también el consumo de drogas y otros comportamientos que violan las normas consensuadas en un sistema social.
Los comportamientos prosociales y antisociales se generan cuando el individuo se vincula a medios sociales en los cuales predominan esas conductas. Por ejemplo, el apego a una familia en la que predominan los comportamientos antisociales propiciará el desarrollo de conductas antisociales. Por contra, el apego a una familia prosocial generará comportamientos prosociales. Así pues el modelo de Catalano y Hawkins no se ajusta a las teorías más “puras” del control social (Hirschi), que sólo contemplan los vínculos sociales como inhibidores de la motivación “desviada” intrínseca al ser humano.

Para desarrollar apego a un entorno (familia, escuela, amigos), es necesario que interactúe con los miembros de ese medio y que esa implicación sea percibida como recompensante por el sujeto. Para Hirschi, el apego precede a la implicación, para Catalano y Hawkins es la implicación la que favorece la formación del apego. El desarrollo de estos vínculos prosociales o antisociales están condicionados por determinantes exógenos (p.ej., la pertenencia a estratos económicos desfavorecidos proporciona oportunidades para la interacción con grupos antisociales) como por la posesión de características psicobiológicas (p.ej., si un sujeto es hiperactivo puede determinar que sea incapaz de percibir oportunidades de interacción prosocial).

Catalano y Hawkins especifican “submodelos” según las distintas etapas del desarrollo: en la etapa preescolar, los vínculos a la familia y los cuidadores muy cercanos al niño son fundamentales, si las figuras familiares son antisociales propiciarán conductas agresivas o problemáticas en el niño. En la etapa escolar influyen la implicación en las actividades escolares, que si son gratificantes facilitará el desarrollo de conducta prosocial, mientras que si existe interacción con figuras antisociales se generarán conductas antisociales. En la etapa de la adolescencia los amigos se convierten en una fuerza socializadora de primer orden, las influencias pueden tener un signo prosocial o antisocial según las actitudes y conductas que dominen en dicho grupo.

Las etapas del desarrollo social no son independientes entre sí. Los procesos de una etapa influirán sobre lo que ocurra en la siguiente. Si en la etapa preescolar se adquieren comportamientos agresivos, al incorporarse a la escuela tendrá más oportunidad de implicarse con sujetos agresivos. Esta vinculación fortalece la conducta antisocial, por tanto, se reconoce la existencia de efectos recíprocos entre los elementos del modelo, idea recogida y compartida con Thornberry.
Por lo tanto, las intervenciones deben ir dirigidas a interrumpir los procesos que conducen a la actividad antisocial y fortalecer aquellos que conducen al comportamiento prosocial; adaptarlas al momento de desarrollo del individuo y realizarlas cuanto antes, ya que las conductas adquiridas en una etapa previa influye sobe los vínculos que se formen en la siguiente, debiéndose “romper” cuanto antes el ciclo del desarrollo antisocial.

Teoría de la tensión o de la frustración

Agnew (1990) hace un nivel de análisis más psicosocial y menos “estructural” que Merton y sus hipótesis muestran cierta proximidad a tradiciones psicosociales como las teorías de la frustración-agresión (Berkowitz, 1962), de la equidad (Adams, 1965) o del estrés (Compás y Phares, 1991; Pearlin, 1982). Agnew se centra en las relaciones interpersonales como fuentes de estrés, tensión o frustración. Las relaciones negativas con los demás dan lugar a que se desarrollen afectos negativos como la ira que hacen que aparezca la delincuencia, alejándose de argumentos sociológicos para centrarse en “metas” más cotidianas y más próximas al sujeto. Así, las relaciones interpersonales pueden ser negativas por varias razones, distinguiendo así tres tipos principales de frustración que pueden llevar al crimen o la delincuencia:
a) Tensión derivada del fracaso en el logro de metas u objetivos apreciados positivamente (popularidad entre amigos). Este fracaso puede mermar la autoestima provocando una valoración negativa del joven sobre sí mismo.
b) Tensión derivada del rechazo o la eliminación de logros positivos anteriormente alcanzados (p. ej., ruptura de relaciones, enfermedad o muerte de amigos, etc.).
c) Tensión derivada de la exposición a estímulos negativos o nocivos (p. ej., ser ridiculizado en clase, un accidente, malos tratos).

Un sujeto puede enfrentarse “cognitivamente” a estas experiencias minimizando el carácter aversivo de la situación (“No es tan importante”, “No es tan negativo”) o percibiéndose a sí mismo como “merecedor” de la situación. Agnew (1990) supone que las experiencias negativas crean tensión sólo cuando el sujeto considera que son injustas. Otras formas de afrontamiento pueden ser el abandono del entorno aversivo (faltando al colegio o escapándose de casa, por ejemplo), la venganza contra los responsables de esas experiencias o la alteración del estado emocional (a través de las drogas) para aliviar la tensión sentida. Al fin y al cabo, para este autor, la frustración sería el resultado de no ser tratado por los demás como a uno le gustaría serlo y el comportamiento desviado la solución para mejorar sus logros, aportar nuevos estímulos que sustituyan a los perdidos o para huir de estímulos negativos o nocivos.

La selección de estrategias antisociales o convencionales vendría condicionada por, diversas variables: el temperamento, las creencias del individuo o la exposición previa a modelos delincuentes. El modelo de Agnew supone una revitalización de los temas relacionados con la anomia especialmente en Estados Unidos. Muchos trabajos exploran su validez e implicaciones como los de Broidy (1997) y Griffin (1997).
Agnew (1998) ha desarrollado en los últimos años su teoría indicando cómo su modelo podría explicar las diferentes tasas de delitos de las comunidades y cómo podría dar cuenta de cuestiones tan actuales como la estabilidad y el cambio de la conducta delictiva (Agnew, 1997). Así, la estabilidad se produciría porque ciertas características temperamentales son rasgos estables a lo largo de la vida, igualmente, la pertenencia a ciertos entornos sociales desfavorecidos da lugar a la vivencia de tensión desde edades tempranas, creándose el efecto “bola de nieve”. Sin embargo, el aumento de la conducta antisocial en la adolescencia, se debería a que el joven se encuentra con situaciones nuevas, muchas de ellas aversivas. Además, el adolescente carece todavía de recursos para cambiar su ambiente, con lo que es más probable que la conducta antisocial aparezca como vía de afrontamiento. Esto daría lugar al “pico” de delitos que aparece en la adolescencia y que desciende con la llegada de la vida adulta (Romero, 1998).

Teoría del autorrechazo de Kaplan

En el modelo de Kaplan la autoestima es el parámetro fundamental, desarrollado en una teoría “general” de la conducta desviada (Kaplan, 1972; Kaplan y Peck, 1992), según la cual éstas (consumo de drogas, delincuencia, actividad sexual arriesgada y prematura...) responden a iguales determinantes y tienen el mismo tipo de consecuencias para el individuo, estando también relacionados con la autovaloración.
Todos tenemos una motivación por mantener una autoestima positiva y nos comportamos de modo que nuestra autovaloración se fortalezca, pero a lo largo del desarrollo se pueden generar actitudes de autorrechazo ante experiencias dentro de contextos sociales desfavorables (rechazo o negligencia de los padres, incapacidad de lograr éxito académico, situaciones de prejuicio social, falta de habilidades de afrontamiento, falta de apoyo social). Si las experiencias de autorrechazo se repiten, el sujeto no estará motivado para respetar las normas de los grupos que dañan su autoestima y se producirá la denominada “exacerbación del motivo de autoestima”, por lo que el individuo buscará cauces alternativos para recuperar la autovaloración.

El tipo de conducta desviada que se desarrolle dependerá de diversos factores. Por una parte de la visión de esas conductas en su entorno (si las drogas son accesibles y su uso es frecuente en su grupo se consumirá). Otro factor es la compatibilidad de cada conducta con los roles asumidos y aceptados por el sujeto (si el rol es importante para el sujeto optará por conductas que le permitan expresar ese papel y evitará comportamientos que amenacen esa identidad).

En la elección de la conducta influye también el “estilo de afrontamiento”. Si en situaciones problemáticas el sujeto reacciona con negación, abandono o negativismo (estilo de evitación), aparecerán conductas de consumo de drogas (que facilitan el escape, la retirada, la evasión). Si, por el contrario, el sujeto tiene un estilo de ataque (enfrentamiento, hostilidad abierta), aparecerán conductas de agresión y robo, que expresan la violencia hacia las instituciones convencionales.

La conducta desviada facilita la recuperación de la autoestima si se producen ciertas consecuencias. En primer lugar, que permita la evitación de las experiencias de autodevaluación (si consume drogas el individuo deja de percibir los atributos de sí mismo que antes rechazaba, amortiguando el malestar emocional que le producía el autorrechazo).
En segundo lugar, la conducta desviada puede facilitar el ataque (el sujeto acomete contra los grupos que le rechazan, sintiéndose poderoso y eficaz) y, finalmente, que desempeñe un papel de sustitución (encontrando un entorno en el que reconstruye su autoestima). Cuando se producen la evitación, el ataque o la sustitución la autovaloración se recuperará y la conducta desviada se mantendrá, efecto que Kaplan denomina self-enhancement. Si la conducta elegida no permite restablecer la autoestima, el sujeto experimentará con otros tipos de comportamientos desviados.

El abandono de la conducta desviada se producirá cuando haya cambios (madurativos o sociales) que le permitan mantener la autoestima dentro de los grupos convencionales. El sujeto puede adquirir habilidades y pueden producirse cambios en sus redes de apoyo social, además, la incorporación al trabajo y a nuevos roles familiares dan oportunidades para la autovaloración al margen de la conducta desviada.
Otras líneas de trabajo han sido contradictorias con esta teoría (McCarthy y Hoge, 1984; Romero, Luengo, Carrillo y Otero, 1994a; Romero, Luengo y Otero, 1994b, Romero, Luengo y Otero, 1995a). Según estos autores, la prevención de la conducta desviada debería promover el desarrollo de una autovaloración favorable, creando climas sociales de aceptación y apoyo hacia el adolescente, además de proporcionar habilidades y recursos personales que le permitan sostener una autoimagen positiva.

 Teoría del autocontrol de Gottfredson y Hirschi

Hirschi y Gottfredson (1986), desarrollan una nueva visión de la teoría del control social, donde adquieren protagonismo las diferencias interpersonales, existiendo una “propensión” individual a la criminalidad que, combinada con otras situaciones, da lugar al crimen.
Éstas ideas se publican en 1990 en la obra A general theory of crime, donde Gottfredson y Hirschi acuden al “clasicismo” criminológico para entender la naturaleza del crimen (teorías de la elección racional). El delito es una manifestación de la naturaleza humana que es hedonista y egocéntrica. Todos buscamos el placer y tratamos de evitar el dolor. Al dirigir nuestro comportamiento hacemos un “cálculo” racional y según la relación coste-beneficio, decidimos. El delito no responde a motivaciones “perversas” o diferentes al resto de los comportamientos. La característica distintiva de los crímenes es que atiende a los placeres inmediatos ignorando sus costes. Así, el crimen es muy semejante a otras conductas “desviadas” (consumo de drogas, desviaciones sexuales, delincuencia) y a otros comportamientos “imprudentes” (accidentes por exceso de velocidad). De hecho, los individuos que cometen crímenes suelen manifestar esos otros comportamientos.

La idea básica de la teoría es que esos comportamientos se derivan de la interacción oportunidad autocontrol. Muchas personas “contienen”su hedonismo, teniendo en cuenta las consecuencias negativas de su conducta, otros individuos no interiorizan esos mecanismos y carecen de autocontrol.
El autocontrol es el elemento central del modelo e integra una serie de características personales (orientación espacio-temporal, interés por experiencias arriesgadas, preferencia por tareas simples, incapacidad de planificación de comportamiento, planteamiento de objetivos a largo plazo, la indiferencia ante las necesidades o deseos de los demás, escasa tolerancia a la frustración, escasa tolerancia al dolor) que hacen que tendamos, o no, a ceder ante la tentación del delito.
El autocontrol se adquiere en las primera etapas de la vida, una vez “instaurado”, permanece estable e influye, durante toda la vida en la conducta desviada. La estabilidad del autocontrol explica por qué la conducta antisocial es estable a lo largo del tiempo y explica también la versatilidad de la conducta desviada (los delincuentes tienden a implicarse en actos “imprudentes”).

Hirschi y Gottfredson (1994) consideran relevantes para la comprensión de las conductas criminales las siguientes variables: a) el papel de la familia; b) la importancia de la oportunidad y c) el declive con la edad de la aparición de conductas antisociales. Critican, a su vez: a) la existencia de las carreras criminales; b) la existencia del crimen organizado; c) la diferenciación causal entre la delincuencia juvenil y la adulta; d) la diferenciación entre crímenes considerados de “guante blanco” y crímenes “ordinarios”; y e) la posibilidad de aprendizaje del crimen. Asimismo, niegan la importancia de “distinguir” entre tipos de delincuentes; negando incluso la importancia del grupo de iguales como “agente” de influencia sobre la conducta desviada. Sólo podemos saber si un individuo tiene bajo autocontrol examinando sus conductas delictivas, con lo cual, la idea de que un bajo autocontrol conduce al delito no puede someterse a contraste empírico. Además el modelo no explica la curva de la delincuencia en función de la edad: en la adolescencia aumentan las cifras de delitos y con la edad declinan progresivamente. No obstante, muchos trabajos posteriores se han apoyado en esta teoría (Creechan, 1994; Moore y Sellers, 1997; Nakhaie, Silverman y LaGrange, 1997).

Teoría de la acción razonada de Fishbein y Azjen

A pesar de que la teoría de la acción razonada de Fishbein y Azjen (1975) ha estado más relacionada con el consumo de drogas, en la actualidad es aplicable a cualquier tipo de conducta desviada. El punto central de la teoría se basa en la existencia de influencias directas sobre la conducta problema de expectativas, actitudes creencias y variables de la cognición social.

La teoría plantea que la “causa” más inmediata del uso de drogas, por ejemplo, será la intención para consumir o no consumir. Ésta intención está determinada por dos componentes: la actitud hacia el consumo y las creencias normativas o “normas subjetivas” sobre el consumo. Así, la actitud viene dada por dos elementos: las consecuencias (positivas y negativas) que los adolescentes esperen del consumo de drogas y, por otra parte, el valor afectivo de esas consecuencias. El adolescente muestra una actitud positiva si da más valor a los beneficios que a los costes del consumo.

Las creencias normativas vienen determinadas por dos componentes: que el adolescente perciba que personas importantes para él aprueban esperan y desean su consumo y, por otro lado, la motivación del adolescentes para acomodarse a las expectativas o deseos de esas personas. Si cree que sus amigos esperan que consuma, lo hará; si cree que el consumo es aceptado en ese entorno, consumirá. Al tomar la decisión, el adolescente, no da igual valor a la actitud que a la norma; en unos individuos influyen los costes, beneficios y actitudes; en otros; las expectativas de los demás.

La teoría ha servido para predecir muy diferentes tipos de conducta, y entre ellas, el consumo de drogas (Azjen, Timko y White, 1982) y para realizar programas de prevención. En los últimos años el modelo es ampliado por Azjen (1988) introduciendo otro elemento: la percepción del sujeto sobre la capacidad de controlar su conducta, dando lugar así a la “Tª de la acción planificada”. Si cree que no es capaz de hacerlo, no lo intentará aunque su actitud sea positiva y crea que los demás aprueban su conducta. Esta percepción de control influye de dos maneras (Petraitis, Flay y Miller, 1995). Si no tiene habilidad o recursos para conseguir drogas y utilizarlas, no consumirá; si cree que no resistirá la presión de los demás ni podrá enfrentarse a los mensajes del consumo, consumirá. El desarrollo de habilidades de resistencia es fundamental en la prevención.

Teoría del desarrollo moral y cognitivo

Los partidarios de dichas teorías atribuyen el comportamiento antisocial a ciertos procesos cognitivos: al modo de percibir el mundo, al propio contexto subjetivo, al grado de desarrollo y evolución moral, a sus normas y valores y a otras variables cognoscitivas de la personalidad. A pesar de que resulta difícil el acceso y evaluación de las mismas, son imprescindibles para la comprensión e interpretación del comportamiento antisocial (Garrido, 1987).
Siguiendo los estudios de juicio moral iniciados por Piaget (1932), Kohlberg (1980) considera que la forma en que un individuo organiza sus razonamientos en torno a las leyes y normas genera patrones de conducta eventualmente delictivos. Desde una perspectiva evolutiva el autor resalta tres grandes estadios en el proceso de formación del razonamiento moral del individuo, que determinan su mayor o menor madurez: la etapa preconvencional (se buscan gratificaciones inmediatas, tratando el sujeto tan sólo de evitar el castigo); etapa convencional (el individuo se conforma con el mero acatamiento formal de las reglas y el respeto a la autoridad); la de moralidad autónoma o etapa postconvencional, caracterizada por el profundo respeto a las opiniones y derechos de los iguales y a los principios morales universales. Clasificando delincuentes y no delincuentes en relación a su grado de evolución moral, Kohlberg halló diferencias significativas entre ambos grupos: mientras que la mayor parte de los no delincuentes pertenecían a estadios más avanzados, los delincuentes lo harían a un nivel llamativamente más bajo de razonamiento moral en comparación con los no delincuentes de su mismo medio social, encuadrándose, por lo general, en los estadios de menor dignidad evolutiva.

Así, la comprensión verdadera de la moralidad y la justicia se sitúa en la adolescencia, de ahí que la delincuencia suponga la detención en el desarrollo moral sobre los dies a trece años, quedando fijados en la etapa preconvencional. La razón de este infradesarrollo se debe a una falta de estimulación social que impide a la niño tomar en consideración las repercusiones de sus conductas sobre los demás. En la actualidad, los modelos cognitivos han impulsado una gran variedad de programas terapéuticos y preventivos, ya que aun admitiendo ser una causa no suficiente si parece ser necesaria (Garrido, 1987).

Modelo integrador de Farrington

Pese a la multitud de teorías acerca de la delincuencia juvenil, ninguna de ellas ha sido capaz de explicar satisfactoriamente el fenómeno complejo de la violencia y la delincuencia juvenil. Partiendo de los resultados del estudio longitudinal de Cambridge, formula una teoría integradora para explicar la génesis del comportamiento delictivo (Farrington, Ohlin y Wilson, 1986). En líneas generales, esta teoría integra las aportaciones de otras como la de las subculturas, la del aprendizaje social, la de la asociación diferencial, la de la desigualdad de oportunidades y la del control.

Según Farrington (1992) la delincuencia surgiría por un proceso de interacción entre el individuo y el ambiente. Así, el surgimiento de la motivación para delinquir parte de los deseos de bienes materiales, del prestigio social o de la búsqueda de sensaciones. Posteriormente, se busca un método legal o ilegal para satisfacer los deseos personales. Obviamente, el pertenecer a una clase baja va a determinar con mayor probabilidad el recurrir a formas ilegales. No obstante, la motivación para cometer actos delictivos no es constante y puede modularse por las creencias o actitudes interiorizadas acerca de la ley. Pese a estos factores, el delinquir va a estar determinado por factores situacionales inmediatos, influyendo las consecuencias de delinquir en la tendencia criminal y en el proceso de cálculo ganancias-pérdidas para la comisión de futuros delitos.
Las aplicaciones prácticas de esta teoría son mostradas por Farrington, Ohlin y Wilson (1986), concluyendo al respecto que los jóvenes pertenecientes a familias de clase baja presentan mayor propensión antisocial, ya que no pueden alcanzar legalmente sus metas. Asimismo, los maltratados por sus padres tienen más probabilidades de cometer delitos en tanto en cuanto no han adquirido la autorregulación interna de su comportamiento. Finalmente, los niños provenientes de familias delincuentes y los que se relacionan con jóvenes delincuentes tenderían a desarrollar actitudes favorables al ejercicio de conductas antisociales y contra el sistema, por lo que la delincuencia tendría justificación.

Pero Farrington señala, además, que ante un mismo ambiente, determinadas personas son más proclives a ceder ante la oportunidad de delito. Estas diferencias para la implicación de conductas desviadas son recogidas por la expresión “tendencia antisocial”, que vendría a definirse como una predisposición general, estable y consistente en el individuo, que explicaría tanto la continuidad temporal de los comportamientos antisociales como la versatilidad de la conducta desviada, esto es, el hecho de que los individuos que cometan un tipo de delitos tienden a cometer otras conductas antinormativas. Así, Farrington (1992) identifica una serie de factores que influirán en la tendencia antisocial: a) impulsividad, hiperactividad, búsqueda de sensaciones, toma de riesgos y débil capacidad para demorar la gratificación; b) débil capacidad para manipular conceptos abstractos, bajo CI, bajo logro, baja autoestima; c) baja empatía, frialdad y dureza emocional, egocentrismo y egoísmo; d) débil conciencia, débiles sentimientos de culpa o remordimientos, débiles inhibiciones internas contra la conducta antisocial; e) normas y actitudes interiorizadas que favorecen la conducta antisocial y, f) factores motivadores a largo plazo.

En definitiva, Farrington proporciona un marco explicativo dentro del cual tanto los factores individuales o psicológicos como los situacionales interactúan entre sí para dar lugar a la conducta antisocial. De la misma forma, defenderá la necesidad de adoptar un enfoque evolutivo, pondrá de manifiesto la continuidad y versatilidad del comportamiento antisocial y considerará a los delitos como un subconjunto o expresión de una categoría más amplia de comportamientos antisociales o desviados.

Teoría “interaccional” de Thornberry.

De la misma forma que Moffitt, su teoría también contemplala dimensión evolutiva y dinámica de la conducta antisocial. Asimismo, subraya que la explicación de la delincuencia es mucho más compleja que lo que mostraban las teorías tradicionales, ya que el comportamiento antisocial no responde a una causa simple y unidireccional. La delincuencia se forja a través de complejos procesos bidireccionales a lo largo del desarrollo del individuo, que no se limita a “recibir” las influencias criminógenas de su medio (familia, colegio, amigos), sino que el propio comportamiento del sujeto influye sobre esos agentes “causales”.

Thornberry (1987, 1996) traza un esquema explicativo general de carácter “integrador”, en el que se aúnan los planteamientos del control social y de la asociación diferencial. Según él, la erosión del apego a la familia o a la escuela es uno de los factores más importantes en la génesis de la delincuencia, siendo necesario, además, un contexto de aprendizaje que refuerce la aparición y mantenimiento de las conductas antisociales y le facilite la interiorización de actitudes delictivas. En contraposición a las teorías integradoras anteriores, las influencias, en su teoría, no son unidireccionales, sino recíprocas. De esta forma, el desapego a los espacios convencionales influye sobre la delincuencia; pero la propia delincuencia contribuye a debilitar, aún más, los vínculos con esos espacios. La implicación con amigos desviados aumenta la probabilidad de delincuencia en el individuo pero ésta le lleva a implicarse cada vez más con iguales delincuentes. Por eso la interpretación que se hace de muchos resultados criminológicos puede resultar sesgada.

Thornberry, al igual que Moffitt, cree necesario prestar atención a la edad del comienzo de la conducta antisocial, pero a diferencia de él cree conveniente hablar de un continuo en la edad de inicio, es decir, no hay dicotomía entre delincuentes “con inicios tempranos” y delincuentes “tardíos”, ya que hay otros que comienzan en edades intermedias.

La etiología de la conducta antisocial a edades muy tempranas (preescolar) presenta factores temperamentales, familiares (prácticas educativas inadecuadas), pedagógicos y estructurales (adversidad socioeconómica) que se entrecruzan e interactúan dando lugar a conductas desadaptativas ya en los primeros años de vida, que se mantendrán por las relaciones recíprocas entre la conducta desviada y otros factores. La conducta antisocial debilita la relación con la familia y con la escuela, fortalece la asociación con iguales desviados e impide una transición equilibrada a los roles adultos; debido a ello la actividad
delictiva se perpetúa.

En la delincuencia de inicio “intermedio” (en los años de la escuela primaria), las condiciones socioeconómicas desempeñan un papel fundamental, creando estrés en la familia e impidiendo la creación de vínculos convencionales. Así, el éxito en la escuela se dificulta y aumenta la probabilidad de relacionarse con iguales delincuentes, pudiendose perpetuar a lo largo del ciclo vital. Es evidente que cuanto más temprano sea su comienzo, más probable es que los déficits que experimenta el sujeto sean severos y, por tanto, más probable será la continuidad de la conducta antisocial. No obstante, también existe cierta probabilidad de abandono de la carrera delictiva.
Las condiciones de las que parten estos delincuentes escolares son menos extremas que las de los preescolares, teniendo mayores posibilidades de cambio. Además, en estos sujetos pueden existir factores de protección, como por ejemplo una alta inteligencia, que compensen las influencias negativas de un ambiente familiar tenso, deteniéndose así el “ciclo” acumulativo que fortalece la conducta antisocial. Según Thornberry el cambio hacia un estilo de vida convencional será más probable cuanto más tarde comience la actividad delictiva.

Para muchos individuos la delincuencia comienza en la adolescencia, en ellos la persistencia es muy poco común y, normalmente, abandonan la conducta antisocial al cabo de unos años. La base de esta delincuencia no se debe a la falta de recursos personales o sociales sino a fenómenos madurativos relacionados con la búsqueda de autonomía en la adolescencia y cuyo sentido reside únicamente en expresar la independencia personal del joven.

Concluyendo, la edad de inicio es un continuo que abarca desde la infancia hasta la adolescencia y cuanto antes aparezca la conducta antisocial, mayor probabilidad de que persista, ya que los efectos bidireccionales crearán un “bucle” de realimentación por el cual el estilo de vida delictivo se hará definitivo en la vida del sujeto.

Teoría de la conducta problema de Jessor y Jessor (1977)

Este teoría integra una amplia cantidad de factores de riesgo y de protección comentados ya por varios modelos, destacando de los anteriores por su amplitud, ya que en él se explicitan y organizan hasta cincuenta factores de riesgo diferentes como la personalidad, los contextos socializadores o el entorno sociocultural. El modelo nace a finales de los años sesenta y, desde entonces, ha sido desarrollado, ampliando y consolidado en múltiples trabajos (Donovan, 1996; Donovan y Costa, 1990; Donovan, Jessor y Costa, 1991; Jessor, 1991, 1992, 1993).

El modelo explica el desarrollo de diferentes conductas desviadas en la adolescencia: el consumo de drogas, la delincuencia o las actividades sexuales prematuras y/o arriesgadas. La teoría fue una de las primeras en reconocer que estas conductas respondían a iguales determinantes. El modelo acuñó el término de “conducta problema” para referirse a diversos comportamientos reprobables por la sociedad convencional y que son explicados por los mismos factores de riesgo. Jessor las define como actividades socialmente problemáticas, que son fuente de preocupación o que son consideradas indeseables por las normas convencionales. Cuando ocurren, provocan una respuesta control que puede ser leve (amonestación, reprobación) o severa (encarcelamiento). Así, la conducta problema forma parte de un mismo “síndrome de desviación” o de un mismo “estilo de vida” (Jessor, 1992), por lo que se opone a que se explique o intervenga sobre ellas de un modo diferenciado, como si fuesen comportamientos de distinta naturaleza. Por tanto, sugiere la necesidad de abordar la intervención de un modo unificado sin hacer esfuerzos parciales.

De acuerdo con la teoría, la conducta problema es propositiva, instrumental y funcional: el adolescente se comporta así para lograr ciertas metas importantes en su desarrollo, siendo la conducta problema una vía para ganar respeto y aceptación en el grupo de amigos, obtener autonomía respecto de los padres y enfrentarse a la ansiedad, frustración o al fracaso. Dichos objetivos son característicos del desarrollo psicosocial y no conforman psicopatología alguna, por lo que la intervención debe proporcionar recursos para lograr esas mismas metas, pero de un modo saludable.

Para explicar la aparición de la conducta problema, existen distintos sistemas de influencia psicosocial, que actuarán siempre en interacción. Primero, hay variables “antecedentes” que servirán de base para que aparezcan otras influencias más directas. Entre esas variables hay factores de carácter estructural sociodemográfico (estructura familiar, ocupación y educación de los padres) y factores de socialización (ideología de los padres, clima familiar, exposición a los medios de comunicación). Sin embargo, el núcleo de la teoría está representado por la interacción de dos tipo de variables: personales y socioambientales, que reciben el nombre de “sistema de personalidad” y “sistema de ambientes percibidos”, y respectivamente, están configurados por diferentes factores, pudiendo ser distales o proximales o favorecedores o inhibidores de la conducta problema.

El sistema de personalidad está compuesto por tres conjuntos de variables:

a) “estructura motivacional”, que hace referencia a los objetivos por los que lucha el individuo y expectativas para lograrlos (valor concedido al rendimiento académico o a la independencia);
b) “estructura de creencias personales” que integra creencias sobre la sociedad, sobre el propio individuo y sobre las relaciones entre los dos (autoestima, alienación, inconformismo) y
c) “estructura personal de control” referida a las actitudes que presenta el sujeto hacia la desviación (tolerancia a la desviación, religiosidad).

En cuanto al sistema de ambiente percibido hay dos subcomponentes: la estructura “distal”(orientación del adolescente hacia su familia o sus amigos, apoyo y control de padres y amigos, compatibilidad entre padres-amigos) y la estructura “próxima”que hace referencia a la prevalencia y aceptación de la conducta problema en los contextos psicosociales (influencia padres-amigos, apoyo ante conductas desviadas de los padres y amigos). La interacción entre los factores personales y el ambiente percibido generará dos patrones de conducta: uno desviado, llamado estructura de conducta problema (conductas desviadas) y otro ajustado a las normas, denominado estructura de conducta convencional (asistencia a la iglesia, rendimiento académico). Ambas se inhiben mutuamente.

Jessor (1991, 1992) ha propuesto una teoría más comprensiva y a la vez más compleja, bajo el nombre de “Teoría para la conducta de riesgo de los adolescentes”, que considera la existencia de una amplia gama de factores de riesgo y de protección interrelacionados entre sí de carácter biológico-genéticos (historia familiar de alcoholismo, y alta inteligencia, respectivamente), medio social (pobreza, desigualdad racial y de oportunidades como factores de riesgo y tener familias cohesionadas y escuelas de calidad serían ejemplos de factores de protección), medio percibido (modelos de conducta desviada y conflictos normativos entre padres y amigos serían factores de riesgo y de protección podríamos señalar la existencia de modelos convencionales y alto control sobre la conducta desviada), conductuales (bajo rendimiento escolar o problemas con el alcohol como factores de riesgo y la práctica religiosa y participación de asociaciones escolares o de voluntariado como ejemplos de factores de protección) y de personalidad (baja autoestima o alta propensión a correr riesgo como factores de riesgo, mientras que una valoración positiva de los logros conseguidos o de la salud serían ejemplos de factores de protección); que provocarán unas conductas de riesgo conformando un estilo de vida propio del adolescente caracterizado por la presencia de conductas problema (delincuencia, uso de drogas), relacionadas con la salud (consumo de tabaco, mala alimentación, no usar cinturón de seguridad) o conductas escolares (inasistencia o abandono) y; por último, unos resultados de riesgo relacionados con la salud (enfermedades, baja condición física), los roles sociales (fracaso escolar, problemas legales, aislamiento social, paternidad prematura), el desarrollo personal (autoconcepto inadecuado, depresión) y la preparación para la vida adulta (baja capacidad laboral y desempleo). Todos los elementos que componen dicha teoría se encuentran en continua interacción causal, recíproca y bidireccional.

Jessor defiende la idea de que las conductas de riesgos o conductas problema se deben considerar de forma conjunta, ya que son manifestaciones distintas de ese síndrome de conducta de riesgo propio de la adolescencia, por lo que la intervención debe dirigirse hacia ese estilo de vida como un todo y no sobre las conductas problema de forma independiente. Recientemente los autores han sugerido la necesidad de ampliar el modelo incorporando nuevos elementos, como los patrones de disciplina familiar o variables personales relacionadas con el autocontrol (impulsividad, búsqueda de sensaciones, demora de la gratificación) (Donovan,1996). La teoría de Jessor, hoy por hoy, ha inspirado múltiples programas de prevención y es uno de los modelos mas ambiciosos e influyentes que existen en la actualidad (Petraitis et al.,1995).

A modo de conclusión

Tras revisar de forma breve las principales teorías y propuestas teóricas más actuales sobre el origen de la conducta antisocial, podemos extraer ciertos temas emergentes y características clave en relación al estudio de dichos comportamientos:

a) La multicausalidad de la conducta antisocial: las últimas teorías de carácter integrador como las propuestas por Catalano y Hawkins, Thornberry o Jessor y Jessor, ponen en evidencia que sólo si se considera de forma conjunta la existencia de diferentes variables causales, especialmente de carácter psicológico y social, y su posible influencia diferencial sobre la aparición y mantenimiento del comportamiento antisocial, podremos llegar a tener una visión general y completa del mismo y crear programas de intervención y prevención útiles y eficaces en el manejo de dichas conductas.

b) El desarrollo evolutivo de la conducta antisocial: otras de las claves encontradas en el actual clima teórico es la necesidad de examinar la conducta antisocial desde una perspectiva evolutiva. Entender la delincuencia implica atender a muy diversos procesos que se van encadenando a lo largo de la historia vital del sujeto y no únicamente a características o a circunstancias inmediatas. Así, hemos visto como algunas de las teorías revisadas introducen la dimensión evolutiva en el estudio de dichos comportamientos. Autores como Moffitt, Patterson, Catalano y Hawkins o Thornberry, señalan que no todos los comportamientos antisociales emergen de forma súbita en la adolescencia, ya que los más graves se manifiestan desde los primeros años de vida, apareciendo conductas desadaptativas antes de las etapas escolares, que junto con la presencia de otras variables personales de predisposición o familiares, irán gestando un posible futuro delictivo. De la misma forma y, a través de la existencia de procesos acumulativos que van realimentando la conducta antisocial a lo largo del desarrollo evolutivo, pueden explicar el porque algunos individuos no solo mantienen este comportamiento sino que escalan hacia la llamada “carrera delictiva”.
Asimismo, dichos patrones evolutivos de desarrollo conformaran también diferentes “tipologías” de la conducta antisocial en función de la edad de inicio y la persistencia de la conducta antisocial. Frente a ese delincuente “crónico” y afectado por la desventaja acumulativa, existirá otro delincuente “temporal” y no persistente, cuyas causas serán muy diferentes. Por tanto, los estudio sobre conducta antisocial deberían partir de un enfoque evolutivo, teniendo en cuenta siempre las características y diferencias propias de los
comportamientos antisociales en relación a la etapa evolutiva en la que aparecen y plantear los programas de prevención dirigidos a etapas tempranas y previas a la adolescencia.

c) Efectos de relación recíproca entre la conducta antisocial y los factores de riesgo: frente a los modelos explicativos tradicionales donde el sujeto era un mero receptor pasivo de las influencias del medio, Thornberry va a ser quizás el autor más importante que junto con otros como Patterson, Catalano y Hawkins, Sampson y Laub o Agnew, van a defender la existencia de bucles o efectos recíprocos entre la conducta antisocial y los factores de riesgo que agravarán la situación del sujeto de tal forma que será difícil discernir si dichos comportamientos son efecto o causa, conllevando a que la conducta antisocial se afiance y cronifique hasta la etapa adulta. Así, la presencia de factores de riesgo tales como conflictos familiares, fracaso escolar o asociación con amigos delincuentes, pueden influir sobre la aparición de la conducta antisocial, pero dichos comportamientos, a su vez, deterioran las relaciones sociales del individuo y potencian los factores de riesgo ya existentes. Por tanto, si se tiene en cuenta la existencia de estos mecanismos interactivos, las intervenciones han de realizarse principalmente en estadios tempranos, antes de que las conducta problema lleguen a afectar al entorno del sujeto y así poder romper el ciclo causal.

d) Ampliación del objeto de estudio: de la delincuencia a la “conducta antisocial”: hoy en día, la mayoría de las teorías han rebasado el limite de la “ilegalidad” de los comportamientos como objeto de estudio. Es decir, si la mayor parte de la teorías tradicionales se han centrado fundamentalmente en el estudio del crimen o el delito, sin embargo, las teorías actuales como la de Tittle, Gottfredson y Hirschi, Moffitt, Thornberry o Jessor y Jessor, amplían sus hipótesis explicativas hacia diferentes patrones de comportamientos tales como conductas desviadas, problemáticas o simplemente transgresoras de las normas sociales, independientemente de que sean delictivas o no. Es evidente que si se defiende la perspectiva evolutiva en el estudio de la conducta antisocial y e objetivo prioritario es la prevención de los comportamientos delictivos, se debe comenzar su estudio por aquellas conductas desadaptativas que aparecen en etapas tempranas y que serán los antecedentes más claros de la actividad criminal futura. En este sentido, podemos decir que en la actualidad predominan las teorías sobre la “conducta antisocial”, cuyo objetivo va a ser la explicación de los procesos a través de los cuales un individuo tiende a realizar conductas que violan las normas sociales, siendo la delincuencia una manifestación más de esa tendencia o estilo de vida alejado de lo convencional.

e) Perspectiva psicosocial: el estudio actual de la conducta antisocial debe partir de un enfoque claramente psicosocial. Aunque no se ignora el papel que puedan tener otras variables de tipo biológico o individual y las de entornos macrosociales, es la influencia conjunta de factores personales o psicológicos y de los entornos microsociales más próximos al individuo, como la familia, el entorno escolar y el grupo de amigos, los que parecen tener en la actualidad mayor poder explicativo sobre el comportamiento antisocial y en los que se basan los principales modelos teóricos y programa de intervención dentro del campo de la
psicología.

f) Estudios longitudinales: de acuerdo con los planteamientos evolutivos o efectos recíprocos anteriormente expuestos, estudiar las causas de la conducta antisocial implica la necesidad de realizar amplios seguimientos a lo largo del desarrollo del individuo a través de estudios longitudinales para poder así analizar que tipo de variables aparecen en los distintos momentos del ciclo vital y constatar cuales son sus efectos en el comportamiento final.

Después de haber hecho un recorrido por las principales teorías e hipótesis explicativas sobre la génesis y/o mantenimiento de la conducta antisocial o comportamientos delictivo, se puede evidenciar que ninguna de ellas por sí mismas ofrecen una explicación completa del origen y de las causas de la conducta antisocial. Sólo un enfoque teórico multifactorial e integrador como el propuesto por Jessor (1991), que defienda la confluencia de diferentes factores de riesgo y de protección integrados en las diferentes teorías (personales, familiares, escolares, sociales) podría acercarse de forma más realista al tema que nos ocupa.
De la misma forma, a la hora de realizar programas preventivos, se ha de tener en cuenta el hecho multifactorial de la delincuencia y, por ello, deben sustentarse en modelos integrales que consideren todos los factores causales, ya sean internos o externos al individuo, e incluyan programas dirigidos especialmente a los ámbitos más cercanos al individuo, por ejemplo, la escuela, la familia y los amigos.

Finalmente, y como dice Becoña (1999), “la teoría sin la práctica se queda sólo en teoría”, por lo que, la presente tesis doctoral intentará poner en práctica algunos de los aspectos claves de las últimas teorías comentadas, especialmente la Teoría de la conducta problema y/o de riesgo de Jessor.

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