Erikson (1950) planteó hace sesenta años que la tarea esencial de la adolescencia es desarrollar un sentimiento de identidad. Por entonces, manifestó que la identificación sana con los padres permite facilitar el proceso debido a que la identidad implica un sentimiento de solidaridad con las ideas del grupo social. Si no se supera esta fase con éxito, es previsible una confusión de roles que se caracteriza por la ausencia de un sentido del yo, o bien, a través de una identidad negativa. Ésta la definió como la acción de asumir una identidad que no es acorde con las expectativas de la familia y la sociedad, expresándose concretamente con abandono del hogar, conducta delictiva, brotes psicóticos, problemas de identidad genérica y rol sexual, afiliación a pandillas, entre otros.
Lerner (2006), décadas más tarde, expone que el adolescente tiene como trabajo psíquico central la búsqueda de su identidad o el delineamiento de su proyecto identificatorio. Por este proyecto se entiende “la autoconstrucción continua del Yo por el Yo” (Aulagnier en Palazzini, 2006). Para Blos (1979), la definición de la identidad sexual, por su parte, corresponde una de las cuatro tareas evolutivas que conducen al adolescente hacia la adultez. Para Aberastury (1970), la adolescencia es la etapa de la vida donde el individuo busca restablecer su identidad, apoyándose en las primeras relaciones objetales y en las oportunidades que el medio social le ofrece.
La identidad, de acuerdo con Lerner (2006), es un tejido de lazos complejos y variables donde se articula el narcisismo, las identificaciones y la vida pulsional. Para el autor, la identidad no es un estado, sino un proceso cuya primera fase inicia con el júbilo del bebé que se reconoce en el espejo.
Hornstein (2000), en consecuencia, expone que la identidad tiene lazos complejos con el narcisismo, la identificación, la trama pulsional, los conflictos entre instancias, la repetición y todo aquello que contribuye a la constitución del sujeto. En su análisis, lo pertinente de la identidad es menos un “quién soy” y más bien “a partir de quienes he sido construido”.
Palazzini (2006), desde un marco conceptual diferente, propone que la identidad y la adolescencia guardan una vinculación de parentesco que se hace evidente con la desconcertante pregunta ¿quién soy? Para la autora, la identidad es imagen y sentimiento. Por un lado, es una operación intelectual que describe existencia, pertenencia y representación corporal; por otro, es un sentimiento, un estado del ser, una experiencia interior que corresponde a un reconocimiento de sí que se modifica con el tiempo.
Le Du (1976, pag. 71), por su parte, plantea que la identidad se conforma de la articulación de la imagen del cuerpo y del nombre. El espejo devuelve al sujeto la imagen material de su cuerpo, pero también la imagen de su madre, padre u otro significativo que lo sostiene, que juega con él y que lo nombra. Cuando el niño está a punto de quedar atrapado en su imagen material como un objeto del mundo del cual no se diferenciaría, alguien lo llama y se da la vuelta. Se contempla una vez más en el espejo y se vuelve hacia quien lo llama: en ese movimiento repetido de desprendimiento se comienza a elaborar la identidad.
La identidad, por tanto, se articula con el empalme de lo individual y lo universal. El nombre es una institución que individualiza, pero que remite al otro que consiente en llamarlo así. La identidad conformada por el nombre es un espejo social de reconocimiento y asignación en el momento mismo en que esa imagen material es nombrada por el otro y por la sucesión de generaciones que lo anteceden (Le Du, 1976). Esta postura se sostiene en el Estadío del Espejo propuesto por Lacan (en Bleichmar, 1989).
De acuerdo a esta teoría, el bebé de seis meses aproximadamente, reacciona con júbilo ante la percepción de su imagen reflejada en el espejo, ya que se ve esculpido en una gestalt. Ésta, de acuerdo con el autor francés, constituye una imagen anticipatoria de la coordinación y la integridad que hasta ese momento no tiene, por lo tanto se identifica con algo que aún no es, pero devendrá.
Cabe señalar que antes de la formación de la gestalt, prevalece la imago fantasmática del cuerpo fragmentado, la cual, -de acuerdo a esta teoría- sigue expresándose durante la vida adulta en los sueños, delirios y procesos alucinatorios.
En la identificación con esa imagen que es devenir, sin embargo, existe una trampa ya que el infante cree ser lo que el espejo o la mirada de la madre le reflejan. Se identifica con un fantasma, con un imaginario, quedando apresado en una ilusión: Ser un héroe, ser Superman o el Llanero Solitario, ser un genio, no son más que versiones del proceso imaginario (Bleichmar, 1989). De esta manera, se queda atrapado irreversiblemente en un juego de identificaciones que lo impulsa a repetir aquella relación con la imagen anticipatoria. Cuando una mujer, por consiguiente, le dice a su hijo “eres el niño más lindo del mundo”, lo introduce en una dialéctica de la cual, el niño, el futuro adulto, no podrá escapar jamás. La introducción del orden simbólico, a través del conflicto edípico, modificará las imágenes especulares, mas no por ello acabará con éstas.
Desde esta mirada, cabe distinguir los términos yo ideal e ideal del yo. Lacan (en Bleichmar, 1989), en retorno a Freud, propone que el yo ideal es la imago anticipatoria de lo que no somos pero queremos ser. Imagen mítica y narcisista que el ser humano persigue incesantemente. El ideal del yo, por su parte, surge de la inclusión del sujeto en el registro simbólico. “Al ser imposible devenir en ese personaje legendario, poderoso, perfecto, el individuo acepta que forma parte de una estructura, de la cual es perpetuador. Su papel es transmitir la ley. Es sólo un eslabón en la cadena: el hombre entregará a sus hijos el nombre (y las normas) que a su vez recibió de su padre, quien las recibió de su propio progenitor y así sucesivamente” (Bleichmar, 1989, pag. 170).
El ingreso a la conflictiva edípica constituye, por tanto, el gran desafío a las ilusiones narcisistas forjadas en el Estadío del Espejo, matizando de manera definitiva la vivencia del Edipo. Así, yo ideal e ideal del yo están en permanente lucha e interacción.
De acuerdo con Lacan (en Bleichmar, 1989), el Complejo de Edipo se desarrolla en tres tiempos:
1) El Estadío del Espejo y la identificación narcisista en el orden imaginario,
2) La identificación con el deseo de la madre, y
3) El ingreso al orden simbólico, al asumir la castración y comprender que ni su padre ni él son el falo y que sólo pueden transmitirlo de generación en generación. Con este proceso acepta y reproduce la ley, aunque los tres estilos de identificación coexisten y se entremezclan a lo largo de la vida.
Lacan (en Bleichmar, 1989), en consecución, señala que tanto las psicosis como las perversiones se asientan sobre un estilo identificatorio del orden de lo imaginario, más que de lo simbólico. El psicótico tiene un vínculo con su madre en el que no hay espacio para un tercero que permita constituir la ecuación edípica. La madre ilusiona al hijo con la creencia de que es su falo y éste vive la ilusión de serlo. De esta manera comparten la ficción de la psicosis. La agresividad, por su parte, surge cuando se cuestiona la imagen especular que se ha construido, deriva del encuentro entre la identificación narcisista de la que es portavoz el individuo y las fracturas y escisiones a las que esta imagen es sometida.
En consecución, Lacan (en Bleichmar, 1989, pag. 172) retoma la Dialéctica del Amo y del Esclavo de la Fenomenología del Espíritu hegeliana, para señalar la relación interdependiente entre el sujeto y el semejante, específicamente la madre y el infante en la construcción de la identidad: “Se es amo porque existe el esclavo y viceversa. Dialéctica de la intersubjetividad en una organización de los lugares a través de la estructura. La mirada del otro me produce mi identidad por reflejo, a través de él sé quién soy y en ese juego narcisista me constituyo desde afuera”.
La mirada, aclara Bleichmar (1989), debe entenderse como una metáfora: lo que piensan de mí, el deseo del semejante, el lugar asignado en la familia, en el trabajo y en la sociedad. Identificación en el otro y a través del otro. Hornstein (2000), por su parte, plantea que la mirada materna es constitutiva del yo. El yo que devendrá tiene, desde el nacimiento, un carácter de exterioridad en relación con el yo materno que lo enuncia. El proceso identificatorio tiene, entonces, una determinación simbólica que yace en el inconsciente de los padres. En la teoría lacaniana, particularmente, en el deseo de la madre.
Para Winnicott (1971), en el desarrollo emocional individual, el precursor del espejo es el rostro de la madre. Enseguida se pregunta: ¿Qué ve el bebé cuando mira el rostro de la madre? Sugiere que por lo general se ve a sí mismo, lo que ella parece se relaciona con lo que ve en él, específicamente aludiendo al caso del bebé cuya madre refleja su propio estado de ánimo o la rigidez de sus defensas.
Sin embargo, continúa, muchos bebés no reciben de vuelta lo que dan, lo que conlleva a que comience a atrofiarse la actividad creadora, y de una u otra manera buscan en su alrededor otras formas de conseguir que el ambiente les devuelva algo de sí. Una madre cuyo rostro se encuentra inmóvil puede responder de algún otro modo. La mayoría de éstas responden cuando el bebé está molesto, agresivo o enfermo. Por otra parte, éste se acomoda a la idea de que cuando mira ve el rostro de la madre, no ve entonces un espejo. De manera que la percepción ocupa el lugar de la apercepción, el lugar de lo que habría podido ser el comienzo de un intercambio significativo con el mundo, un proceso bilateral en el cual el autoenriquecimiento alterna con el descubrimiento del significado en el mundo de las cosas vistas (Winnicott, 1971).
En consecución, Winnicott (1971, pag. 149) refiere que algunos bebés no abandonan del todo la esperanza y estudian el objeto y hacen todo lo posible para ver en él algún significado, que encontrarían si pudiesen sentirlo. Atormentados por el fracaso materno relativo, estudian el variable rostro de la madre, en un intento por predecir su estado de ánimo, logrando pronto hacer un pronóstico: “Ahora puedo olvidar el talante de mamá y ser espontáneo, pero en cualquier momento su expresión quedará inmóvil o su estado de ánimo predominará, y tendré que retirar mis necesidades personales, pues de lo contrario mi persona central podría sufrir un insulto”.
En dirección a la patología, plantea, se encuentra la precariedad de la predicción, obligando al bebé a esforzarse hasta el límite en su capacidad de previsión de acontecimientos. Quien es así tratado crecerá con desconcierto en lo que respecta a los espejos y lo que éstos pueden devolver. Si el rostro de la madre no responde, un espejo será entonces algo que se mira, mas no algo dentro de lo cual se mira.
Con base en estos esbozos, Winnicott (1960) plantea su teoría del verdadero y falso self. El primero aparece ligado a lo corporal y al proceso primario, surge en el gesto espontáneo del niño reflejado por su madre; mientras que el falso self, siempre reactivo, tendrá su origen en la relación de acatamiento al gesto de la madre, sobre todo si éste es imprevisible.
Por otra parte, Hornstein (2000), plantea que la identidad, el sentimiento de sí y el sí mismo, son nociones que evocan permanencia, continuidad y cohesión. El sujeto, en general, tolera cierto nivel de modificaciones en sus referencias identificatorias, que sólo en caso de acentuarse generan experiencias de despersonalización o extrañeza. Lerner (2006), en ese sentido, señala que el trabajo de identificación no acaba nunca, ya el sujeto se constituye y transforma a través de sus identificaciones. En su capital identificatorio hay movimiento y reorganización, y la presencia actual del objeto externo no sólo es causa de este movimiento sino que pasa a formar parte constituyente de su subjetividad.
Para el autor, el trabajo psíquico en el espacio de la intersubjetividad es el de hacer vínculos. El vínculo impone un trabajo al psiquismo, como es la creación de operaciones comunes, ya sean defensivas o de producción. Esto sólo es posible si se logra investir un “nosotros” fuera de los anclajes de pertenencia como dimensión en la que acción, pensamiento y erotismo encuentren destinatarios habilitados para el intercambio.
Mannoni (1984), por su parte, propone que el sujeto en la adolescencia está obligado a condenar las identificaciones pasadas, haciendo una analogía con los pájaros que mudan de plumaje. El adolescente sabe que ya no es un niño, pero tampoco un adulto. Muda en el momento de la adolescencia, como los pájaros, pero son plumas prestadas, su forma de vestir y sus opiniones, en concreto, son de prestado. De esta forma ensaya y juega con las identificaciones, antes de consolidar una identidad.
Hornstein (2000), sin embargo, contrapone una identidad en devenir de una identidad absoluta propia de las soluciones caracteropáticas de ciertos estados límite. En tales casos, las aspiraciones identitarias están regidas por una tendencia a preservar una identidad inalterable, aunque eso implica negar la incertidumbre propia de un mundo interno y externo variable. Lerner (2006, pag. 37), en ese sentido, se pregunta ¿Qué es lo que diferencia a un yo que naufraga de otro que sigue navegando?
Responde, en ese sentido, que la historia de la construcción subjetiva del yo que sigue navegando permite que éste se vuelva idealmente plástico y recurra a diferentes modalidades de “navegación” para atravesar tormentas sin naufragar, mientras que el yo que naufraga se sumerge en aguas psicopatológicas como depresiones, enfermedades psicosomáticas, fragmentaciones y adicciones.
Desde su perspectiva, el yo no se colapsa en la medida en que pueda seguir estructurando proyectos, armando historias y generando un futuro. De hecho, propone que anteriormente el acto de navegar implicaba llegar a puerto y arribar a un lugar protegido. En la actualidad, la temática pasa por navegar en sí, pues no hay promesa alguna de alcanzar un puerto seguro y abrigado. En suma, sostiene que el trauma produce una ruptura en la continuidad existencial, pero no todo trastorno en la continuidad es detención. No es detención si se puede “seguir siendo”, aludiendo al concepto winnicottiano.
En caso de psicopatología caracterológica, el adolescente recurre a crear una trinchera identitaria, un búnker en el que se siente a salvo, un refugio que lo protege de los fuertes temporales de la adolescencia (lo pulsional, lo social y el vacío), y a veces defiende obsesivamente ese refugio para sentirse seguro. Cuánto más fuerte sean los vientos, más energía pondrá para construir esa trinchera (Lerner, 2006).
Lerner (2006), décadas más tarde, expone que el adolescente tiene como trabajo psíquico central la búsqueda de su identidad o el delineamiento de su proyecto identificatorio. Por este proyecto se entiende “la autoconstrucción continua del Yo por el Yo” (Aulagnier en Palazzini, 2006). Para Blos (1979), la definición de la identidad sexual, por su parte, corresponde una de las cuatro tareas evolutivas que conducen al adolescente hacia la adultez. Para Aberastury (1970), la adolescencia es la etapa de la vida donde el individuo busca restablecer su identidad, apoyándose en las primeras relaciones objetales y en las oportunidades que el medio social le ofrece.
La identidad, de acuerdo con Lerner (2006), es un tejido de lazos complejos y variables donde se articula el narcisismo, las identificaciones y la vida pulsional. Para el autor, la identidad no es un estado, sino un proceso cuya primera fase inicia con el júbilo del bebé que se reconoce en el espejo.
Hornstein (2000), en consecuencia, expone que la identidad tiene lazos complejos con el narcisismo, la identificación, la trama pulsional, los conflictos entre instancias, la repetición y todo aquello que contribuye a la constitución del sujeto. En su análisis, lo pertinente de la identidad es menos un “quién soy” y más bien “a partir de quienes he sido construido”.
Palazzini (2006), desde un marco conceptual diferente, propone que la identidad y la adolescencia guardan una vinculación de parentesco que se hace evidente con la desconcertante pregunta ¿quién soy? Para la autora, la identidad es imagen y sentimiento. Por un lado, es una operación intelectual que describe existencia, pertenencia y representación corporal; por otro, es un sentimiento, un estado del ser, una experiencia interior que corresponde a un reconocimiento de sí que se modifica con el tiempo.
Le Du (1976, pag. 71), por su parte, plantea que la identidad se conforma de la articulación de la imagen del cuerpo y del nombre. El espejo devuelve al sujeto la imagen material de su cuerpo, pero también la imagen de su madre, padre u otro significativo que lo sostiene, que juega con él y que lo nombra. Cuando el niño está a punto de quedar atrapado en su imagen material como un objeto del mundo del cual no se diferenciaría, alguien lo llama y se da la vuelta. Se contempla una vez más en el espejo y se vuelve hacia quien lo llama: en ese movimiento repetido de desprendimiento se comienza a elaborar la identidad.
La identidad, por tanto, se articula con el empalme de lo individual y lo universal. El nombre es una institución que individualiza, pero que remite al otro que consiente en llamarlo así. La identidad conformada por el nombre es un espejo social de reconocimiento y asignación en el momento mismo en que esa imagen material es nombrada por el otro y por la sucesión de generaciones que lo anteceden (Le Du, 1976). Esta postura se sostiene en el Estadío del Espejo propuesto por Lacan (en Bleichmar, 1989).
De acuerdo a esta teoría, el bebé de seis meses aproximadamente, reacciona con júbilo ante la percepción de su imagen reflejada en el espejo, ya que se ve esculpido en una gestalt. Ésta, de acuerdo con el autor francés, constituye una imagen anticipatoria de la coordinación y la integridad que hasta ese momento no tiene, por lo tanto se identifica con algo que aún no es, pero devendrá.
Cabe señalar que antes de la formación de la gestalt, prevalece la imago fantasmática del cuerpo fragmentado, la cual, -de acuerdo a esta teoría- sigue expresándose durante la vida adulta en los sueños, delirios y procesos alucinatorios.
En la identificación con esa imagen que es devenir, sin embargo, existe una trampa ya que el infante cree ser lo que el espejo o la mirada de la madre le reflejan. Se identifica con un fantasma, con un imaginario, quedando apresado en una ilusión: Ser un héroe, ser Superman o el Llanero Solitario, ser un genio, no son más que versiones del proceso imaginario (Bleichmar, 1989). De esta manera, se queda atrapado irreversiblemente en un juego de identificaciones que lo impulsa a repetir aquella relación con la imagen anticipatoria. Cuando una mujer, por consiguiente, le dice a su hijo “eres el niño más lindo del mundo”, lo introduce en una dialéctica de la cual, el niño, el futuro adulto, no podrá escapar jamás. La introducción del orden simbólico, a través del conflicto edípico, modificará las imágenes especulares, mas no por ello acabará con éstas.
Desde esta mirada, cabe distinguir los términos yo ideal e ideal del yo. Lacan (en Bleichmar, 1989), en retorno a Freud, propone que el yo ideal es la imago anticipatoria de lo que no somos pero queremos ser. Imagen mítica y narcisista que el ser humano persigue incesantemente. El ideal del yo, por su parte, surge de la inclusión del sujeto en el registro simbólico. “Al ser imposible devenir en ese personaje legendario, poderoso, perfecto, el individuo acepta que forma parte de una estructura, de la cual es perpetuador. Su papel es transmitir la ley. Es sólo un eslabón en la cadena: el hombre entregará a sus hijos el nombre (y las normas) que a su vez recibió de su padre, quien las recibió de su propio progenitor y así sucesivamente” (Bleichmar, 1989, pag. 170).
El ingreso a la conflictiva edípica constituye, por tanto, el gran desafío a las ilusiones narcisistas forjadas en el Estadío del Espejo, matizando de manera definitiva la vivencia del Edipo. Así, yo ideal e ideal del yo están en permanente lucha e interacción.
De acuerdo con Lacan (en Bleichmar, 1989), el Complejo de Edipo se desarrolla en tres tiempos:
1) El Estadío del Espejo y la identificación narcisista en el orden imaginario,
2) La identificación con el deseo de la madre, y
3) El ingreso al orden simbólico, al asumir la castración y comprender que ni su padre ni él son el falo y que sólo pueden transmitirlo de generación en generación. Con este proceso acepta y reproduce la ley, aunque los tres estilos de identificación coexisten y se entremezclan a lo largo de la vida.
Lacan (en Bleichmar, 1989), en consecución, señala que tanto las psicosis como las perversiones se asientan sobre un estilo identificatorio del orden de lo imaginario, más que de lo simbólico. El psicótico tiene un vínculo con su madre en el que no hay espacio para un tercero que permita constituir la ecuación edípica. La madre ilusiona al hijo con la creencia de que es su falo y éste vive la ilusión de serlo. De esta manera comparten la ficción de la psicosis. La agresividad, por su parte, surge cuando se cuestiona la imagen especular que se ha construido, deriva del encuentro entre la identificación narcisista de la que es portavoz el individuo y las fracturas y escisiones a las que esta imagen es sometida.
En consecución, Lacan (en Bleichmar, 1989, pag. 172) retoma la Dialéctica del Amo y del Esclavo de la Fenomenología del Espíritu hegeliana, para señalar la relación interdependiente entre el sujeto y el semejante, específicamente la madre y el infante en la construcción de la identidad: “Se es amo porque existe el esclavo y viceversa. Dialéctica de la intersubjetividad en una organización de los lugares a través de la estructura. La mirada del otro me produce mi identidad por reflejo, a través de él sé quién soy y en ese juego narcisista me constituyo desde afuera”.
La mirada, aclara Bleichmar (1989), debe entenderse como una metáfora: lo que piensan de mí, el deseo del semejante, el lugar asignado en la familia, en el trabajo y en la sociedad. Identificación en el otro y a través del otro. Hornstein (2000), por su parte, plantea que la mirada materna es constitutiva del yo. El yo que devendrá tiene, desde el nacimiento, un carácter de exterioridad en relación con el yo materno que lo enuncia. El proceso identificatorio tiene, entonces, una determinación simbólica que yace en el inconsciente de los padres. En la teoría lacaniana, particularmente, en el deseo de la madre.
Para Winnicott (1971), en el desarrollo emocional individual, el precursor del espejo es el rostro de la madre. Enseguida se pregunta: ¿Qué ve el bebé cuando mira el rostro de la madre? Sugiere que por lo general se ve a sí mismo, lo que ella parece se relaciona con lo que ve en él, específicamente aludiendo al caso del bebé cuya madre refleja su propio estado de ánimo o la rigidez de sus defensas.
Sin embargo, continúa, muchos bebés no reciben de vuelta lo que dan, lo que conlleva a que comience a atrofiarse la actividad creadora, y de una u otra manera buscan en su alrededor otras formas de conseguir que el ambiente les devuelva algo de sí. Una madre cuyo rostro se encuentra inmóvil puede responder de algún otro modo. La mayoría de éstas responden cuando el bebé está molesto, agresivo o enfermo. Por otra parte, éste se acomoda a la idea de que cuando mira ve el rostro de la madre, no ve entonces un espejo. De manera que la percepción ocupa el lugar de la apercepción, el lugar de lo que habría podido ser el comienzo de un intercambio significativo con el mundo, un proceso bilateral en el cual el autoenriquecimiento alterna con el descubrimiento del significado en el mundo de las cosas vistas (Winnicott, 1971).
En consecución, Winnicott (1971, pag. 149) refiere que algunos bebés no abandonan del todo la esperanza y estudian el objeto y hacen todo lo posible para ver en él algún significado, que encontrarían si pudiesen sentirlo. Atormentados por el fracaso materno relativo, estudian el variable rostro de la madre, en un intento por predecir su estado de ánimo, logrando pronto hacer un pronóstico: “Ahora puedo olvidar el talante de mamá y ser espontáneo, pero en cualquier momento su expresión quedará inmóvil o su estado de ánimo predominará, y tendré que retirar mis necesidades personales, pues de lo contrario mi persona central podría sufrir un insulto”.
En dirección a la patología, plantea, se encuentra la precariedad de la predicción, obligando al bebé a esforzarse hasta el límite en su capacidad de previsión de acontecimientos. Quien es así tratado crecerá con desconcierto en lo que respecta a los espejos y lo que éstos pueden devolver. Si el rostro de la madre no responde, un espejo será entonces algo que se mira, mas no algo dentro de lo cual se mira.
Con base en estos esbozos, Winnicott (1960) plantea su teoría del verdadero y falso self. El primero aparece ligado a lo corporal y al proceso primario, surge en el gesto espontáneo del niño reflejado por su madre; mientras que el falso self, siempre reactivo, tendrá su origen en la relación de acatamiento al gesto de la madre, sobre todo si éste es imprevisible.
Por otra parte, Hornstein (2000), plantea que la identidad, el sentimiento de sí y el sí mismo, son nociones que evocan permanencia, continuidad y cohesión. El sujeto, en general, tolera cierto nivel de modificaciones en sus referencias identificatorias, que sólo en caso de acentuarse generan experiencias de despersonalización o extrañeza. Lerner (2006), en ese sentido, señala que el trabajo de identificación no acaba nunca, ya el sujeto se constituye y transforma a través de sus identificaciones. En su capital identificatorio hay movimiento y reorganización, y la presencia actual del objeto externo no sólo es causa de este movimiento sino que pasa a formar parte constituyente de su subjetividad.
Para el autor, el trabajo psíquico en el espacio de la intersubjetividad es el de hacer vínculos. El vínculo impone un trabajo al psiquismo, como es la creación de operaciones comunes, ya sean defensivas o de producción. Esto sólo es posible si se logra investir un “nosotros” fuera de los anclajes de pertenencia como dimensión en la que acción, pensamiento y erotismo encuentren destinatarios habilitados para el intercambio.
Mannoni (1984), por su parte, propone que el sujeto en la adolescencia está obligado a condenar las identificaciones pasadas, haciendo una analogía con los pájaros que mudan de plumaje. El adolescente sabe que ya no es un niño, pero tampoco un adulto. Muda en el momento de la adolescencia, como los pájaros, pero son plumas prestadas, su forma de vestir y sus opiniones, en concreto, son de prestado. De esta forma ensaya y juega con las identificaciones, antes de consolidar una identidad.
Hornstein (2000), sin embargo, contrapone una identidad en devenir de una identidad absoluta propia de las soluciones caracteropáticas de ciertos estados límite. En tales casos, las aspiraciones identitarias están regidas por una tendencia a preservar una identidad inalterable, aunque eso implica negar la incertidumbre propia de un mundo interno y externo variable. Lerner (2006, pag. 37), en ese sentido, se pregunta ¿Qué es lo que diferencia a un yo que naufraga de otro que sigue navegando?
Responde, en ese sentido, que la historia de la construcción subjetiva del yo que sigue navegando permite que éste se vuelva idealmente plástico y recurra a diferentes modalidades de “navegación” para atravesar tormentas sin naufragar, mientras que el yo que naufraga se sumerge en aguas psicopatológicas como depresiones, enfermedades psicosomáticas, fragmentaciones y adicciones.
Desde su perspectiva, el yo no se colapsa en la medida en que pueda seguir estructurando proyectos, armando historias y generando un futuro. De hecho, propone que anteriormente el acto de navegar implicaba llegar a puerto y arribar a un lugar protegido. En la actualidad, la temática pasa por navegar en sí, pues no hay promesa alguna de alcanzar un puerto seguro y abrigado. En suma, sostiene que el trauma produce una ruptura en la continuidad existencial, pero no todo trastorno en la continuidad es detención. No es detención si se puede “seguir siendo”, aludiendo al concepto winnicottiano.
En caso de psicopatología caracterológica, el adolescente recurre a crear una trinchera identitaria, un búnker en el que se siente a salvo, un refugio que lo protege de los fuertes temporales de la adolescencia (lo pulsional, lo social y el vacío), y a veces defiende obsesivamente ese refugio para sentirse seguro. Cuánto más fuerte sean los vientos, más energía pondrá para construir esa trinchera (Lerner, 2006).
Bibliografía
ABERASTURY, A. (1970). La adolescencia normal. Argentina: Paidós
BLEICHMAR, C. (1989). El psicoanálisis después de Freud. Argentina: Paidós
ERIKSON, E. (1950). Infancia y sociedad. México: Siglo XXI
HORNSTEIN, L. (2000). Narcisismo. Argentina: Paidós
LE DU, J. (1976). El cuerpo hablado. Psicoanálisis de la expresión corporal. Argentina: Paidós
LERNER, H. (2006). Adolescencia, trauma, identidad. En M.C. Rother Hornstein (Comp.) Adolescencias: trayectorias turbulentas. Argentina: Paidós
MANNONI, O. (1984). La crisis de la adolescencia. España: Gedisa
PALAZZINI, L. (2006). Movilidad, encierros, errancias: avatares del devenir adolescente. En M.C. Rother Hornstein (Comp.) Adolescencias: trayectorias turbulentas. Argentina: Paidós
WINNICOTT, D. (1971). Realidad y juego. España: Gedisa
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