La normalidad y la patología en la adolescencia han sido estudiadas desde sus inicios. La crisis de la adolescencia propuesta por Erikson (1950) corresponde a una crisis normativa de acuerdo a sus planteamientos sobre el desarrollo psicosocial. Para Freud (1958) el psicoanálisis de la adolescencia se centra en analizar el conflicto entre el yo y las pulsiones, paradigma de la técnica psicoanalítica clásica. En los casos normales conllevan a la formación del carácter, mientras que los casos patológicos derivan en la formación de síntomas neuróticos. A su vez, la autora puntualiza que la adolescencia implica una interrupción del crecimiento imperturbado y que el mantenimiento de un equilibrio estable en este periodo de la vida es en sí mismo anormal.
Aberastury y Knobel (1988), por su parte, definió el Síndrome de la Adolescencia Normal como un cuadro de desequilibrios extremos que configuran un estado semipatológico, el cual es perturbado y perturbador para el mundo adulto, pero absolutamente necesario debido a que en este proceso el adolescente va a restablecer su identidad. Blos (1962), por su parte, describió la adolescencia en función de cinco etapas normativas: 1) Preadolescencia, 2) Adolescencia temprana, 3) Adolescencia propiamente dicha, 4) Adolescencia tardía y 5) Postadolescencia, de las cuales se enuncia su conflicto central a continuación:
1.- En la Preadolescencia, se presenta una identificación con la madre arcaica. Para defenderse de la angustia de reengolfamiento, el adolescente varón hace un desplazamiento libidinal de la etapa oral a la anal, activándose fantasías femeninas (de hacer heces en lugar de hacer hijos). El adolescente se muestra, entonces, hostil y evasivo con las muchachas por envidia y rechazo a la identificación con la madre arcaica. La adolescente mujer se defiende de la angustia, contra-identificándose con la madre arcaica e identificándose con el padre; su desplazamiento libidinal es, por tanto, hacia la etapa fálica. Asume, entonces, actitudes masculinas, rechazando la maternidad y el cuidado corporal.
2.- En la Adolescencia temprana sucede un investimento libidinal de un amigo del mismo sexo, es decir una elección de objeto narcisista y homosexual. La importancia que cobra dicho amigo consiste en una idealización que permite la reconstrucción del ideal del yo. El amigo, entonces, representa los ideales y los sustitutos del narcisismo perdido en la niñez.
3.- En la Adolescencia propiamente dicha, se reedita el Complejo de Edipo. Su importancia radica en una renuncia definitiva a las fantasías de incesto y parricidio con los primeros objetos. No obstante, en el proceso ocurren variaciones intensas en el estado de ánimo, idealizaciones y devaluaciones constantes, actitudes de rebeldía y agresión, desequilibrios importantes en la autoestima, decatexis de la realidad externa, hipercatexis del sí mismo e hipercatexis sensorial e, importantemente, cambios en las elecciones de objeto. Del objeto homosexual en la adolescencia temprana se atraviesa por la bisexualidad hasta, finalmente, la elección de objeto heterosexual no incestuoso.
4.- En la Adolescencia tardía se consolidan las funciones yoicas, especialmente la capacidad restauradora y sintética-integrativa del yo, facilitando la adaptación a las condiciones endopsíquicas y ambientales. Por otro lado, se va estructurado la formación del carácter, se establece una posición sexual irreversible, los problemas y asuntos no resueltos se hacen más concretos y específicos y se posibilita la integración de las experiencias traumáticas, cuya resolución será tarea para la vida (formación de traumas residuales).
5.- La Postadolescencia se caracteriza, finalmente, por asumir roles adultos en la selección ocupacional y en la elección de pareja, coadyuvando en los pasajes a la vida adulta con el matrimonio, la maternidad y la paternidad.
González (1989), desde este marco de referencia, propone asignar una edad aproximada a las etapas del desarrollo psicológico de Blos (1962): Preadolescencia, de 9 a 11 años; Adolescencia temprana, de 12 a 15 años; Adolescencia propiamente dicha, de 16 a 18 años; Adolescencia tardía, de 19 a 21 años; Postadolescencia, de 21 a 24 años. Sin embargo, aclara de antemano que en esta teoría, no existen etapas cronológicas, sino evolutivas. De hecho, Blos (1970) puntualiza que es preciso tomar en cuenta un intervalo cronológico que varía en relación con el adolescente varón y mujer en general, y con el estilo y ritmo de maduración y desarrollo de cada individuo en particular. Para el autor, toda referencia a la edad cronológica tiene que complementarse con una estimación de la edad de desarrollo.
En consecución, los estadíos del desarrollo que se han enunciado corresponden al proceso de la adolescencia normal. No obstante, Blos (1970) identifica que las desviaciones del desarrollo adolescente surgen en los comienzos de la misma, específicamente en el adolescente joven. Plantea que, a pesar de que ciertas configuraciones conflictuales de la niñez temprana se experimentan nuevamente en la adolescencia, sería un error buscar las raíces de la psicopatología adolescente en la reactivación de conflictos o traumas infantiles.
Blos (1970) arguye que la desviación del desarrollo normal puede deberse, en igual medida, a fallas en la estructura psíquica, cuya fragilidad y deficiencia se ponen de manifiesto ante una situación altamente estresante. La pubertad, de acuerdo a su perspectiva, constituye un periodo en el que el estrés se intensifica, dejando al descubierto fallas en la estructura psíquica que antes no se manifestaban o parecían irrelevantes.
El desarrollo adolescente progresa en sus primeros estadíos siguiendo los rodeos de la regresión a niveles preedípicos y pregenitales, específicamente en la Preadolescencia y Adolescencia temprana. Es posible tal nivel de regresión sólo si se logró el nivel de diferenciación yoica alcanzado en el periodo de latencia. Sin embargo, cuando las funciones yoicas no se consolidaron suficientemente y la falta de desarrollo de estas facultades alcanzó niveles críticos, se habla de una latencia incompleta o abortiva. Es imposible, entonces, que se busque una transición a la adolescencia. Sólo se encuentra un resurgimiento intensificado de formas infantiles de descarga pulsional, sin entrar en conflicto con los requerimientos adaptativos de la adolescencia (Blos, 1970).
La capacidad de resolver conflictos pulsionales, continúa Blos (1970), implica que se hayan alcanzado cambios estructurales antes de la pubertad, a través de un desarrollo yoico relativamente adecuado. Es entonces cuando los conflictos pueden ser elaborados y tolerados y cuando es posible que las influencias yoicas, superyoicas y del ideal del yo enfrenten, modifiquen y atenúen internamente las tensiones pulsionales, conllevando a una diferenciación psíquica y a una madurez emocional.
En caso contrario, se observa una intensa dependencia a los objetos, lo cual se debe a una internalización o identificación incompleta (Blos, 1970). Esto produce un carácter decididamente infantil, lo cual puede manifestarse en la conducta del niño u ocultarse en la formación de síntomas. En ambos casos, el conflicto polarizado entre el niño y el medio continúa siendo externo: El niño espera, e incluso exige, que el medio cambie, pues carece de otra medida que le permita controlar la angustia. Esto impide internalizar el conflicto, expresando entonces un esfuerzo anacrónico y abortivo para reconstruir la situación infantil, de acuerdo a su nivel de maduración.
Por otro lado, Bergeret (1974, pag. 29) realiza una crítica hacia las nociones de normalidad que se sustentan en relación a la regla o al ideal: “Si la normalidad se refiere a un porcentaje mayoritario de comportamientos o puntos de vista, desdichados quienes pertenecen a la minoría. Si, por otra parte, la normalidad se transforma en función de un ideal colectivo, ya conocemos de sobra los riesgos a que se ven expuestas incluso las mayorías, dado que quienes se adjudican la vocación de defender por la fuerza dicho ideal las reducen al silencio; se proponen así limitar el desarrollo afectivo de los demás después de haberse vistos bloqueados ellos mismos por él, y de haber elaborado, secundariamente, sutiles justificaciones defensivas”.
En ambos casos, refiere, la normalidad se determina a partir de la relación con los demás: con el ideal o con la regla. Si en su lugar, continúa, se antepusiera la comprobación de un buen funcionamiento interior, se podrían encarar las cosas de otro modo que como simples defensas proyectivas o como un proselitismo invasor e inquietante. Propone que cualquier ser humano se halla en un estado normal, sean cuales fuesen sus problemas personales profundos, cuando consigue manejarlos y adaptarse a sí mismo y a los demás sin paralizarse interiormente dentro de una prisión narcisista, ni hacerse rechazar por los demás (a través del encierro de la prisión, el hospital y el asilo), a pesar de las divergencias a que se expone en su relación con ellos (Bergeret, 1974).
De hecho, define que “la persona verdaderamente sana no es simplemente la que se declara como tal, ni mucho menos un enfermo que se ignora, sino un sujeto que conserva en sí tantas fijaciones conflictuales como la mayoría de la gente, que no haya encontrado en su camino dificultades internas o externas que superen su equipo afectivo hereditario o adquirido, sus facultades personales de defensa o de adaptación, y que se permita un juego bastante flexible de sus necesidades pulsionales, de sus procesos primario y secundario, tanto en los planos personales como sociales, evaluando la necesidad con exactitud y reservándose el derecho de comportarse de manera aparentemente aberrante en circunstancias excepcionalmente anormales”. (Bergeret, 1974, pag. 32).
Por otra parte, Bergeret (1974) plantea que la concepción de normalidad no es independiente al de estructura de personalidad. En ese sentido, propone que las estructuras psicótica y neurótica (no descompensadas) son las únicas que pueden acceder formalmente a un estado normal, a comparación de las a-estructuraciones o los estados límites que se presentan generalmente como hipernormales, como si fueras neuróticos o psicóticos, pero que a fin de cuentas carecen de una estructura fija, estable y sólida subyacente.
Para Bergeret (1974, pag. 46), “las personalidades pseudo-normales no se hallan así estructuradas en el sentido neurótico ni en el psicótico, sino que se constituyen, a veces de manera bastante duradera aunque siempre precaria, según diversos mecanismos, no muy originales, que obligan a estos sujetos a jugar el rol de la gente normal, e incluso a veces el hipernormal más que al original, con tal de no descompensarse en la depresión. Se trata, de alguna manera, de una necesidad protectora de hipomanía permanente”.
Kernberg (2004), desde su marco de análisis, señala que cuando lo normal es considerado como equivalente al promedio o al patrón predominante, es posible que el tratamiento se convierta en una cuestión de promover el ajuste, conllevando a que se pierda la utilidad de la normalidad como estándar de salud. Por otro lado, si el concepto de normalidad, se refiere a un patrón ideal de conducta, se corre el riesgo de imponer medidas ideológicamente motivadas.
Ensaya, desde esta perspectiva, una concepción de normalidad en la sexualidad, entendiéndola como “la capacidad para disfrutar un amplio rango de fantasías y actividades sexuales, además de integrar estas formas de vinculación sexual con una relación tierna y amorosa reforzada por la mutualidad del placer sexual, de la relación emocional y de la idealización de dicha relación” (Kernberg, 2004, pag. 76). En ese sentido, la normalidad implica la integración de la fantasía y actividad pregenital temprana con la fantasía y actividad genital.
McDougall (1978), por su parte, reflexiona igualmente sobre la noción de normalidad. Señala que para un analista hablar de normalidad es tratar de describir la faz de la Luna. Plantea que aunque es cierto que se puede imaginar y formular teorías sobre cómo tendría que ser, la normalidad no es el país ni el planeta del psicoanálisis. Por el contrario, su terreno comprende patologías como las neurosis con su núcleo psicótico y las psicosis con su densa franja neurótica, donde no es perceptible un criterio formal de normalidad.
Refiere, en ese sentido, que es lícito establecer una oposición entre normal y neurótico, lo que no impide que otro diga que es normal ser neurótico. Con base en esto, se está frente a las dos significaciones principales del concepto de normalidad:
1) Como norma estadística, al referir que la neurosis es un fenómeno normal; o bien 2) Como ideal, al designar algo hacia lo cual se tiende y que se considera “normalmente aceptable”.
Por otro lado, sugiere que en caso de que el analista reciba a un paciente que se denomine normal –independientemente de que presenta una patología subyacente- se está, con gran probabilidad, frente a un paciente anti-analizando. Dicho sujeto presenta un síntoma-normalidad que es invisible al ojo desnudo y que se oculta detrás de una pantalla asintomática. Además, está marcado por un sistema de ideas preconcebidas que confiere a su estructura una fuerza de robot programado, la cual le permite conservar intacto su equilibrio psíquico (McDougall, 1978).
Desde otra mirada de análisis, reflexiona que el psicoanalista que se considera normal y se atribuye el derecho de preconizar normas a sus analizandos, puede resultar tóxico para éstos, retomando que para Freud (en McDougall, 1978), ningún analista conducirá a sus analizandos más lejos que quien ha desarrollado en sí mismo la capacidad de cuestionarse.
En consecución con las nociones de la normalidad y la adolescencia, Bergeret (1974) propone un entrecruzamiento entre las líneas de desarrollo y la estructuración de la personalidad. Por línea de desarrollo comprende que las estructuras neurótica y psicótica, así como las organizaciones límite evolucionan o presentan detenciones a lo largo de diferentes etapas que inician desde la indiferenciación somatopsíquica, atravesando los estadios orales 1 y 2, los estadios anales 1 y 2, estando entre éstos últimos la divided line propuesta por Fliess (en Bergeret, 1974), el inicio del Edipo y el estadío genital, la latencia, la adolescencia y finalmente la madurez.
La adolescencia, en ese sentido, presenta para el autor transformaciones considerables y posibilidades evolutivas que permitirían que un yo pre-organizado psicóticamente, se estructure definitivamente de modo neurótico. De forma inversa, plantea que las tempestades de la adolescencia podrían acarrear a que un yo pre-organizado en el nivel neurótico, se precipite hacia la estructuración definitiva en la modalidad psicótica.
En el primer término, señala que son desdichadamente pocos los casos en los que un yo pre-organizado psicóticamente se estructura de modo neurótico. Corresponden en general a aquellos adolescentes que se han sometido a un tratamiento psicoanalítico, es decir, a un análisis de sus defensas en transferencia. Otras eventualidades se vinculan con una experiencia afectiva espontánea e intensa como para reunir un contexto interior y exterior edípico significativo, al mismo tiempo que aporten de manera inesperada elementos reparadores de la falla narcisista primaria. Como ejemplos, puede tratarse de un encuentro amoroso o una prueba dramática conflictiva que induzca a una recuperación de los fantasmas triangulares y genitales mal presentidos hasta entonces (Bergeret, 1974).
En el segundo término, expresa que si en el momento de la adolescencia, los conflictos internos o externos se manifiestan de manera intensa, el yo puede deteriorarse más, y dirigirse hacia sistemas relacionales o defensivos más arcaicos, dirigiéndose a un cuestionamiento serio y duradero de la realidad, precipitándose entonces fuera de la línea neurótica y conduciéndose hacia la estructuración psicótica definitiva (Bergeret, 1974).
Señala que una mutación de la pre-organización neurótica a la estructuración psicótica definitiva, durante la etapa de la adolescencia, suele ser más común que el pasaje en el sentido inverso. “Basta un traumatismo o un conflicto particularmente intensos (y sabemos que son frecuentes en este periodo muy agitado afectiva y socialmente) para operar ese cambio irreversible” (Bergeret, 1974, pags. 145 y 146).
Desde el tronco común de los estados límite ocurre una situación distinta: En la línea del desarrollo, se presenta un traumatismo desorganizador precoz en el estadío anal 2, antes del inicio del Edipo. Bergeret (1974, pag. 185) propone que el traumatismo debe entenderse en el sentido afectivo del término, “una intensa emoción pulsional que sobreviene en un estado todavía muy deficientemente organizado y poco maduro en cuanto a su equipamiento, sus adaptaciones y sus defensas como para hacerle frente en condiciones inofensivas”. Se trata generalmente de una tentativa real, y no fantaseada de seducción sexual.
Su efecto inmediato será el detener la posterior evolución libidinal del sujeto, por lo cual, en lugar de continuar con su desarrollo evolutivo, se constituye una pseudolatencia más precoz y duradera que la latencia normal. Esta pseudolatencia recubre el periodo de latencia, lo que debió haber sido la efervescencia afectiva de la adolescencia, con sus posibilidades de cambios, transformaciones, intensas inversiones y desinversiones afectivas, y se prolonga, incluso, en la totalidad de la edad adulta del sujeto hasta su muerte.
En caso de pseudolatencia (Bergeret, 1974) o de latencia incompleta o abortiva (Blos, 1970) no se establecen los criterios de terminación de la adolescencia que éste último autor estableció, los cuales son: 1) El segundo proceso de individuación, 2) La continuidad yoica, 3) La identidad sexual definitiva y 4) La socialización del trauma residual. En su lugar, surge de manera precoz una pseudolatencia que se prolonga a lo largo de la vida.
Lerner (2006) propone que si bien, han cambiado las épocas, la modernidad ha dejado sus marcas. Algunas de ellas colocaban al adolescente ante la presión de lo que se podría llamar su “normatización”. La noción de “normatización” implica tener un proyecto cerrado y acabado (estudios u objetivos laborales, casarse, formar una familia), y ese proyecto exige contar con un mundo dado de antemano que es la meta, el paraíso que se desea alcanzar. En el polo opuesto de la normatización se encuentra la trasgresión.
Bollas (1987), por su parte, plantea que lo “normótico” es una afección que consiste en ser anormalmente normal, designando a aquellos sujetos que a pesar de que pueden ser eficaces y operativos, su mundo subjetivo es prácticamente ausente. La noción de normótico también está relacionada con los antianalizandos de McDougall (1993), aludiendo a los pacientes robotizados en donde todo marcha bien, con excepción de que no se sienten vivos. Por supuesto, estas nociones también guardan relación con los hipernormales estados límite que propuso Bergeret (1974), y con base en estos ejemplos, los criterios entre normalidad y patología parecen no estar suficientemente marcados (Lerner, 2006).
De acuerdo con Sternbach (2006), las nociones de lo patológico remiten a cierta idea de salud o enfermedad, lo que conlleva a que en la práctica actual sea obligado interrogarse sobre las categorías psicopatológicas, pero especialmente sobre las cambiantes modalidades que adopta la producción social de la subjetividad. Consecuentemente, plantea “si será que nuestra perspectiva, aferrada a cánones identificatorios perimidos para las generaciones actuales, arroja del lado de lo patológico a aquello que simplemente sería un novedoso modo de la subjetividad” (Sternbach, 2006, pag. 54).
Hornstein (2000), finalmente, considera que sólo una psicopatología que considere la heterogeneidad de los deseos (de autoconservación, sexuales, narcisistas, agresivos) o los tipos de angustia, las modalidades defensivas, las formas de organización del aparato psíquico, la tendencia a la regresión y las funciones compensatorias que el otro desempeña, sería apta para inscribir al psicoanálisis en un paradigma de la complejidad.
BIBLIOGRAFÍAAberastury y Knobel (1988), por su parte, definió el Síndrome de la Adolescencia Normal como un cuadro de desequilibrios extremos que configuran un estado semipatológico, el cual es perturbado y perturbador para el mundo adulto, pero absolutamente necesario debido a que en este proceso el adolescente va a restablecer su identidad. Blos (1962), por su parte, describió la adolescencia en función de cinco etapas normativas: 1) Preadolescencia, 2) Adolescencia temprana, 3) Adolescencia propiamente dicha, 4) Adolescencia tardía y 5) Postadolescencia, de las cuales se enuncia su conflicto central a continuación:
1.- En la Preadolescencia, se presenta una identificación con la madre arcaica. Para defenderse de la angustia de reengolfamiento, el adolescente varón hace un desplazamiento libidinal de la etapa oral a la anal, activándose fantasías femeninas (de hacer heces en lugar de hacer hijos). El adolescente se muestra, entonces, hostil y evasivo con las muchachas por envidia y rechazo a la identificación con la madre arcaica. La adolescente mujer se defiende de la angustia, contra-identificándose con la madre arcaica e identificándose con el padre; su desplazamiento libidinal es, por tanto, hacia la etapa fálica. Asume, entonces, actitudes masculinas, rechazando la maternidad y el cuidado corporal.
2.- En la Adolescencia temprana sucede un investimento libidinal de un amigo del mismo sexo, es decir una elección de objeto narcisista y homosexual. La importancia que cobra dicho amigo consiste en una idealización que permite la reconstrucción del ideal del yo. El amigo, entonces, representa los ideales y los sustitutos del narcisismo perdido en la niñez.
3.- En la Adolescencia propiamente dicha, se reedita el Complejo de Edipo. Su importancia radica en una renuncia definitiva a las fantasías de incesto y parricidio con los primeros objetos. No obstante, en el proceso ocurren variaciones intensas en el estado de ánimo, idealizaciones y devaluaciones constantes, actitudes de rebeldía y agresión, desequilibrios importantes en la autoestima, decatexis de la realidad externa, hipercatexis del sí mismo e hipercatexis sensorial e, importantemente, cambios en las elecciones de objeto. Del objeto homosexual en la adolescencia temprana se atraviesa por la bisexualidad hasta, finalmente, la elección de objeto heterosexual no incestuoso.
4.- En la Adolescencia tardía se consolidan las funciones yoicas, especialmente la capacidad restauradora y sintética-integrativa del yo, facilitando la adaptación a las condiciones endopsíquicas y ambientales. Por otro lado, se va estructurado la formación del carácter, se establece una posición sexual irreversible, los problemas y asuntos no resueltos se hacen más concretos y específicos y se posibilita la integración de las experiencias traumáticas, cuya resolución será tarea para la vida (formación de traumas residuales).
5.- La Postadolescencia se caracteriza, finalmente, por asumir roles adultos en la selección ocupacional y en la elección de pareja, coadyuvando en los pasajes a la vida adulta con el matrimonio, la maternidad y la paternidad.
González (1989), desde este marco de referencia, propone asignar una edad aproximada a las etapas del desarrollo psicológico de Blos (1962): Preadolescencia, de 9 a 11 años; Adolescencia temprana, de 12 a 15 años; Adolescencia propiamente dicha, de 16 a 18 años; Adolescencia tardía, de 19 a 21 años; Postadolescencia, de 21 a 24 años. Sin embargo, aclara de antemano que en esta teoría, no existen etapas cronológicas, sino evolutivas. De hecho, Blos (1970) puntualiza que es preciso tomar en cuenta un intervalo cronológico que varía en relación con el adolescente varón y mujer en general, y con el estilo y ritmo de maduración y desarrollo de cada individuo en particular. Para el autor, toda referencia a la edad cronológica tiene que complementarse con una estimación de la edad de desarrollo.
En consecución, los estadíos del desarrollo que se han enunciado corresponden al proceso de la adolescencia normal. No obstante, Blos (1970) identifica que las desviaciones del desarrollo adolescente surgen en los comienzos de la misma, específicamente en el adolescente joven. Plantea que, a pesar de que ciertas configuraciones conflictuales de la niñez temprana se experimentan nuevamente en la adolescencia, sería un error buscar las raíces de la psicopatología adolescente en la reactivación de conflictos o traumas infantiles.
Blos (1970) arguye que la desviación del desarrollo normal puede deberse, en igual medida, a fallas en la estructura psíquica, cuya fragilidad y deficiencia se ponen de manifiesto ante una situación altamente estresante. La pubertad, de acuerdo a su perspectiva, constituye un periodo en el que el estrés se intensifica, dejando al descubierto fallas en la estructura psíquica que antes no se manifestaban o parecían irrelevantes.
El desarrollo adolescente progresa en sus primeros estadíos siguiendo los rodeos de la regresión a niveles preedípicos y pregenitales, específicamente en la Preadolescencia y Adolescencia temprana. Es posible tal nivel de regresión sólo si se logró el nivel de diferenciación yoica alcanzado en el periodo de latencia. Sin embargo, cuando las funciones yoicas no se consolidaron suficientemente y la falta de desarrollo de estas facultades alcanzó niveles críticos, se habla de una latencia incompleta o abortiva. Es imposible, entonces, que se busque una transición a la adolescencia. Sólo se encuentra un resurgimiento intensificado de formas infantiles de descarga pulsional, sin entrar en conflicto con los requerimientos adaptativos de la adolescencia (Blos, 1970).
La capacidad de resolver conflictos pulsionales, continúa Blos (1970), implica que se hayan alcanzado cambios estructurales antes de la pubertad, a través de un desarrollo yoico relativamente adecuado. Es entonces cuando los conflictos pueden ser elaborados y tolerados y cuando es posible que las influencias yoicas, superyoicas y del ideal del yo enfrenten, modifiquen y atenúen internamente las tensiones pulsionales, conllevando a una diferenciación psíquica y a una madurez emocional.
En caso contrario, se observa una intensa dependencia a los objetos, lo cual se debe a una internalización o identificación incompleta (Blos, 1970). Esto produce un carácter decididamente infantil, lo cual puede manifestarse en la conducta del niño u ocultarse en la formación de síntomas. En ambos casos, el conflicto polarizado entre el niño y el medio continúa siendo externo: El niño espera, e incluso exige, que el medio cambie, pues carece de otra medida que le permita controlar la angustia. Esto impide internalizar el conflicto, expresando entonces un esfuerzo anacrónico y abortivo para reconstruir la situación infantil, de acuerdo a su nivel de maduración.
Por otro lado, Bergeret (1974, pag. 29) realiza una crítica hacia las nociones de normalidad que se sustentan en relación a la regla o al ideal: “Si la normalidad se refiere a un porcentaje mayoritario de comportamientos o puntos de vista, desdichados quienes pertenecen a la minoría. Si, por otra parte, la normalidad se transforma en función de un ideal colectivo, ya conocemos de sobra los riesgos a que se ven expuestas incluso las mayorías, dado que quienes se adjudican la vocación de defender por la fuerza dicho ideal las reducen al silencio; se proponen así limitar el desarrollo afectivo de los demás después de haberse vistos bloqueados ellos mismos por él, y de haber elaborado, secundariamente, sutiles justificaciones defensivas”.
En ambos casos, refiere, la normalidad se determina a partir de la relación con los demás: con el ideal o con la regla. Si en su lugar, continúa, se antepusiera la comprobación de un buen funcionamiento interior, se podrían encarar las cosas de otro modo que como simples defensas proyectivas o como un proselitismo invasor e inquietante. Propone que cualquier ser humano se halla en un estado normal, sean cuales fuesen sus problemas personales profundos, cuando consigue manejarlos y adaptarse a sí mismo y a los demás sin paralizarse interiormente dentro de una prisión narcisista, ni hacerse rechazar por los demás (a través del encierro de la prisión, el hospital y el asilo), a pesar de las divergencias a que se expone en su relación con ellos (Bergeret, 1974).
De hecho, define que “la persona verdaderamente sana no es simplemente la que se declara como tal, ni mucho menos un enfermo que se ignora, sino un sujeto que conserva en sí tantas fijaciones conflictuales como la mayoría de la gente, que no haya encontrado en su camino dificultades internas o externas que superen su equipo afectivo hereditario o adquirido, sus facultades personales de defensa o de adaptación, y que se permita un juego bastante flexible de sus necesidades pulsionales, de sus procesos primario y secundario, tanto en los planos personales como sociales, evaluando la necesidad con exactitud y reservándose el derecho de comportarse de manera aparentemente aberrante en circunstancias excepcionalmente anormales”. (Bergeret, 1974, pag. 32).
Por otra parte, Bergeret (1974) plantea que la concepción de normalidad no es independiente al de estructura de personalidad. En ese sentido, propone que las estructuras psicótica y neurótica (no descompensadas) son las únicas que pueden acceder formalmente a un estado normal, a comparación de las a-estructuraciones o los estados límites que se presentan generalmente como hipernormales, como si fueras neuróticos o psicóticos, pero que a fin de cuentas carecen de una estructura fija, estable y sólida subyacente.
Para Bergeret (1974, pag. 46), “las personalidades pseudo-normales no se hallan así estructuradas en el sentido neurótico ni en el psicótico, sino que se constituyen, a veces de manera bastante duradera aunque siempre precaria, según diversos mecanismos, no muy originales, que obligan a estos sujetos a jugar el rol de la gente normal, e incluso a veces el hipernormal más que al original, con tal de no descompensarse en la depresión. Se trata, de alguna manera, de una necesidad protectora de hipomanía permanente”.
Kernberg (2004), desde su marco de análisis, señala que cuando lo normal es considerado como equivalente al promedio o al patrón predominante, es posible que el tratamiento se convierta en una cuestión de promover el ajuste, conllevando a que se pierda la utilidad de la normalidad como estándar de salud. Por otro lado, si el concepto de normalidad, se refiere a un patrón ideal de conducta, se corre el riesgo de imponer medidas ideológicamente motivadas.
Ensaya, desde esta perspectiva, una concepción de normalidad en la sexualidad, entendiéndola como “la capacidad para disfrutar un amplio rango de fantasías y actividades sexuales, además de integrar estas formas de vinculación sexual con una relación tierna y amorosa reforzada por la mutualidad del placer sexual, de la relación emocional y de la idealización de dicha relación” (Kernberg, 2004, pag. 76). En ese sentido, la normalidad implica la integración de la fantasía y actividad pregenital temprana con la fantasía y actividad genital.
McDougall (1978), por su parte, reflexiona igualmente sobre la noción de normalidad. Señala que para un analista hablar de normalidad es tratar de describir la faz de la Luna. Plantea que aunque es cierto que se puede imaginar y formular teorías sobre cómo tendría que ser, la normalidad no es el país ni el planeta del psicoanálisis. Por el contrario, su terreno comprende patologías como las neurosis con su núcleo psicótico y las psicosis con su densa franja neurótica, donde no es perceptible un criterio formal de normalidad.
Refiere, en ese sentido, que es lícito establecer una oposición entre normal y neurótico, lo que no impide que otro diga que es normal ser neurótico. Con base en esto, se está frente a las dos significaciones principales del concepto de normalidad:
1) Como norma estadística, al referir que la neurosis es un fenómeno normal; o bien 2) Como ideal, al designar algo hacia lo cual se tiende y que se considera “normalmente aceptable”.
Por otro lado, sugiere que en caso de que el analista reciba a un paciente que se denomine normal –independientemente de que presenta una patología subyacente- se está, con gran probabilidad, frente a un paciente anti-analizando. Dicho sujeto presenta un síntoma-normalidad que es invisible al ojo desnudo y que se oculta detrás de una pantalla asintomática. Además, está marcado por un sistema de ideas preconcebidas que confiere a su estructura una fuerza de robot programado, la cual le permite conservar intacto su equilibrio psíquico (McDougall, 1978).
Desde otra mirada de análisis, reflexiona que el psicoanalista que se considera normal y se atribuye el derecho de preconizar normas a sus analizandos, puede resultar tóxico para éstos, retomando que para Freud (en McDougall, 1978), ningún analista conducirá a sus analizandos más lejos que quien ha desarrollado en sí mismo la capacidad de cuestionarse.
En consecución con las nociones de la normalidad y la adolescencia, Bergeret (1974) propone un entrecruzamiento entre las líneas de desarrollo y la estructuración de la personalidad. Por línea de desarrollo comprende que las estructuras neurótica y psicótica, así como las organizaciones límite evolucionan o presentan detenciones a lo largo de diferentes etapas que inician desde la indiferenciación somatopsíquica, atravesando los estadios orales 1 y 2, los estadios anales 1 y 2, estando entre éstos últimos la divided line propuesta por Fliess (en Bergeret, 1974), el inicio del Edipo y el estadío genital, la latencia, la adolescencia y finalmente la madurez.
La adolescencia, en ese sentido, presenta para el autor transformaciones considerables y posibilidades evolutivas que permitirían que un yo pre-organizado psicóticamente, se estructure definitivamente de modo neurótico. De forma inversa, plantea que las tempestades de la adolescencia podrían acarrear a que un yo pre-organizado en el nivel neurótico, se precipite hacia la estructuración definitiva en la modalidad psicótica.
En el primer término, señala que son desdichadamente pocos los casos en los que un yo pre-organizado psicóticamente se estructura de modo neurótico. Corresponden en general a aquellos adolescentes que se han sometido a un tratamiento psicoanalítico, es decir, a un análisis de sus defensas en transferencia. Otras eventualidades se vinculan con una experiencia afectiva espontánea e intensa como para reunir un contexto interior y exterior edípico significativo, al mismo tiempo que aporten de manera inesperada elementos reparadores de la falla narcisista primaria. Como ejemplos, puede tratarse de un encuentro amoroso o una prueba dramática conflictiva que induzca a una recuperación de los fantasmas triangulares y genitales mal presentidos hasta entonces (Bergeret, 1974).
En el segundo término, expresa que si en el momento de la adolescencia, los conflictos internos o externos se manifiestan de manera intensa, el yo puede deteriorarse más, y dirigirse hacia sistemas relacionales o defensivos más arcaicos, dirigiéndose a un cuestionamiento serio y duradero de la realidad, precipitándose entonces fuera de la línea neurótica y conduciéndose hacia la estructuración psicótica definitiva (Bergeret, 1974).
Señala que una mutación de la pre-organización neurótica a la estructuración psicótica definitiva, durante la etapa de la adolescencia, suele ser más común que el pasaje en el sentido inverso. “Basta un traumatismo o un conflicto particularmente intensos (y sabemos que son frecuentes en este periodo muy agitado afectiva y socialmente) para operar ese cambio irreversible” (Bergeret, 1974, pags. 145 y 146).
Desde el tronco común de los estados límite ocurre una situación distinta: En la línea del desarrollo, se presenta un traumatismo desorganizador precoz en el estadío anal 2, antes del inicio del Edipo. Bergeret (1974, pag. 185) propone que el traumatismo debe entenderse en el sentido afectivo del término, “una intensa emoción pulsional que sobreviene en un estado todavía muy deficientemente organizado y poco maduro en cuanto a su equipamiento, sus adaptaciones y sus defensas como para hacerle frente en condiciones inofensivas”. Se trata generalmente de una tentativa real, y no fantaseada de seducción sexual.
Su efecto inmediato será el detener la posterior evolución libidinal del sujeto, por lo cual, en lugar de continuar con su desarrollo evolutivo, se constituye una pseudolatencia más precoz y duradera que la latencia normal. Esta pseudolatencia recubre el periodo de latencia, lo que debió haber sido la efervescencia afectiva de la adolescencia, con sus posibilidades de cambios, transformaciones, intensas inversiones y desinversiones afectivas, y se prolonga, incluso, en la totalidad de la edad adulta del sujeto hasta su muerte.
En caso de pseudolatencia (Bergeret, 1974) o de latencia incompleta o abortiva (Blos, 1970) no se establecen los criterios de terminación de la adolescencia que éste último autor estableció, los cuales son: 1) El segundo proceso de individuación, 2) La continuidad yoica, 3) La identidad sexual definitiva y 4) La socialización del trauma residual. En su lugar, surge de manera precoz una pseudolatencia que se prolonga a lo largo de la vida.
Lerner (2006) propone que si bien, han cambiado las épocas, la modernidad ha dejado sus marcas. Algunas de ellas colocaban al adolescente ante la presión de lo que se podría llamar su “normatización”. La noción de “normatización” implica tener un proyecto cerrado y acabado (estudios u objetivos laborales, casarse, formar una familia), y ese proyecto exige contar con un mundo dado de antemano que es la meta, el paraíso que se desea alcanzar. En el polo opuesto de la normatización se encuentra la trasgresión.
Bollas (1987), por su parte, plantea que lo “normótico” es una afección que consiste en ser anormalmente normal, designando a aquellos sujetos que a pesar de que pueden ser eficaces y operativos, su mundo subjetivo es prácticamente ausente. La noción de normótico también está relacionada con los antianalizandos de McDougall (1993), aludiendo a los pacientes robotizados en donde todo marcha bien, con excepción de que no se sienten vivos. Por supuesto, estas nociones también guardan relación con los hipernormales estados límite que propuso Bergeret (1974), y con base en estos ejemplos, los criterios entre normalidad y patología parecen no estar suficientemente marcados (Lerner, 2006).
De acuerdo con Sternbach (2006), las nociones de lo patológico remiten a cierta idea de salud o enfermedad, lo que conlleva a que en la práctica actual sea obligado interrogarse sobre las categorías psicopatológicas, pero especialmente sobre las cambiantes modalidades que adopta la producción social de la subjetividad. Consecuentemente, plantea “si será que nuestra perspectiva, aferrada a cánones identificatorios perimidos para las generaciones actuales, arroja del lado de lo patológico a aquello que simplemente sería un novedoso modo de la subjetividad” (Sternbach, 2006, pag. 54).
Hornstein (2000), finalmente, considera que sólo una psicopatología que considere la heterogeneidad de los deseos (de autoconservación, sexuales, narcisistas, agresivos) o los tipos de angustia, las modalidades defensivas, las formas de organización del aparato psíquico, la tendencia a la regresión y las funciones compensatorias que el otro desempeña, sería apta para inscribir al psicoanálisis en un paradigma de la complejidad.
Aberastury, A. y Knobel, M. (1988) La adolescencia normal: Un enfoque psicoanalítico. Barcelona: Paidós
Bergeret, J. (1974) La personalidad normal y patológica. España: Gedisa
Blos, P. (1962) Psicoanálisis de la adolescencia. Argentina: Juan Pablos
Blos, P. (1970) Los comienzos de la adolescencia. Argentina: Amorrortu
Erikson. E. (1950). Infancia y sociedad. México: Siglo XXI
Freud, A. (1958) Psicoanálisis del desarrollo del niño y del adolescente. Argentina: Paidós
González, J. (1989) Teoría y técnica de la terapia psicoanalítica de adolescentes. México: Trillas
Hornstein, L. (2000) Narcisismo: autoestima, identidad, alteridad. Buenos Aires: Paidós
Kernberg, O. (2004) Agresividad, narcisismo y autodestrucción en la relación psicoterapéutica. México: Manual Moderno
Lerner, H. (2006) Adolescencia, trauma, identidad. En MC Hornstein (comp.) Adolescencias: trayectorias turbulentas. Argentina: Paidós
McDougall, J. (1978) Alegato por una cierta anormalidad. Argentina: Paidós
Sternbach, S. (2006) Adolescencias, tiempo y cuerpo en la cultura actual. En MC Hornstein (comp.) Adolescencias: trayectorias turbulentas. Argentina: Paidós
No hay comentarios:
Publicar un comentario