martes, 1 de marzo de 2011

¿La estructura clínica de los pibes chorros?. Ernesto Schvartz

“…niño silvestre / que acechando la acera viene y va / niño de nadie /que buscándose la vida / desluce la avenida y le da mala fama a la ciudad… /…si el pegamento no le pudre los pulmones / si escapa de los matones, / si sobrevive al látigo quizás / llegue hasta viejo / entre cárceles y “fierros” / sembrando el cerro / de más niños silvestres, al azar…”
“Niño Silvestre” – Joan Manuel Serrat

En los años de mi experiencia de trabajo con chicos de “sectores populares” (como le gusta decir a una Trabajadora Social amiga), he oído y visto algunas intervenciones médicas y psicológicas en cuanto a cómo ubicar clínicamente a estos sujetos.
Se los intentaba ubicar un poco más acá o un poco más allá de cierta normalidad ideal, o un poco más acá o un poco más allá de no se sabe bien qué cosa.
¿Existe una estructura clínica peculiar de estos sujetos? ¿Existe el tan mentado “perfil” de los pibes chorros que postulan los psicologistas?
He escuchado, en estos años, diagnósticos tan lapidarios y a la vez tan vacíos de sentido como: “retardos madurativos” “inadaptados”, “idiocias”, “trastornos de personalidad”, “trastornos de conducta”, “psicóticos”, “trastornos antisociales”, “esquizofrénicos”…
Intentaban una terapéutica basada en el “chaleco”, sea este químico o de los denominados de “contención” y/o “aislamiento” y ubicarlos en cierta “fenomenología diagnóstica” del DSM IV.
De esta forma lo que se terminaba haciendo era “psiquiatrizar” la adolescencia.
No voy a hacer una defensa ingenua de estos chicos basada en el diagnóstico social, donde sólo son víctimas de un sistema totalmente resquebrajado y deteriorado, menos continente y destituido de su función apuntaladora, lo cual por otro lado es cierto. Voy a intentar puntear una escucha de varios años en donde la tarea fue intentar la aparición, en el discurso de estos sujetos, de un atravesamiento de su propia singularidad.
Lógicamente que será preciso para esto, tener en cuenta las coordenadas de la realidad: las determinaciones socioeconómicas, los efectos de la miseria, la segregación y la exclusión social, para hacer lugar a la manera particular y singular, de ese sujeto, de arreglárselas con esa realidad.
En el mejor de los casos, en las entrevistas, aparecían actos delictivos o de situaciones extremas bajo la forma sustitutiva del síntoma. En ocasiones el trabajo fue, hacerlos entrar, en las vías del síntoma, ya que las cuestiones clínicas que remiten a las consecuencias en los sujetos, del modelo neoliberal actual, con su secuela extrema: exclusión social, desocupación, marginalidad, etc., encuentran su límite para el ingreso en las vías del síntoma, pues impiden cierta elaboración simbólica que pudiera dar una forma sintomática a lo Real.
Otras veces me he encontrado con actos que tenían toda la estofa del “acting”, y la mayoría, que eran claramente “pasajes al acto” que los hacían salir eyectados de realidades vividas bastantes complejas.
Pero en todos los casos me encontré, por sobre todas las cosas, que era la primera vez que se los intentaba escuchar.
Uno de los riesgos de esta escucha era quedar eclipsados por la pregnancia imaginaria de la situación social, o por la dureza de una historia terrible.
Victimizar al sujeto, dificulta el reconocimiento del mismo como deseante y no permite escuchar, no permite reconocer el deseo del sujeto en transferencia, lo que a veces lleva a la imposibilidad de un tratamiento.
Habría que tener mucho cuidado de no interpretar como falta de recursos una negativa a hablar de quien requiere asegurarse del otro antes de abrir una pregunta a su padecimiento.
En las primeras entrevistas, estos jóvenes intentaban asegurarse de a quien tenían enfrente, y que lo que tenían para decir no iba a usarse para complicarlos más en la situación de privación de libertad en la cual se encontraban.
Ellos tenían claro que no pertenecía al juzgado, pero la pregunta que sobrevolaba era: “¿qué quiere este tipo de mi?”.Garantía del otro que, en la mayoría de sus historias estaban resquebrajadas o directamente no existían, por situaciones de abandono o exclusión.
Asegurarse que el Otro no iba a ofrecerles repetitivamente, y ahora bajo la forma de la transferencia, ese mundo de desamparo y vulnerabilidad al cual eran arrojados, en la mayoría de los casos, desde su niñez.
La “Casa de Admisión”, era un lugar donde eran derivados los niños y jóvenes que cometían un delito en el ámbito de la Capital Federal
Fue un proyecto que tuvo como parte de sus objetivos y espíritu fundacional el frenar el ingreso masivo de los niños y jóvenes a los Institutos de Menores, evaluando el riesgo para sí o para terceros e intentando una derivación más pertinente en cada caso.
En la diversidad de la población elijo entonces un recorte clínico de un jovencito de los denominados “Chicos de la calle”.

Juan, (no es casual que haya elegido este nombre ficticio para nominarlo, por lo genérico del nombre), ingresa al “Centro de Admisión y Derivación de Adolescentes del Circuito Penal” (dependiente en ese entonces del CONNAF), por segunda vez, ahora con dieciséis años.
Hace dos que vive en la calle en la “ranchada” de Constitución.
En la anterior oportunidad había sido derivado a un Hogar que contaba con varios profesionales para su atención: acompañantes–educadores, convenio con el pueblo cercano para concurrir a la escuela y al club deportivo; así como la infraestructura adecuada: dormitorios confortables, canchas de distintos deportes, huerta, pileta de natación…
Pero… ¿era esto lo que Juan deseaba?…
¿Cómo maniobrar para que algo distinto surja en transferencia?... ¿Qué era lo que a Juan lo atraía tanto de volver a la calle?... ¿Cómo lograr que no se repitiera el mismo circuito en esta segunda oportunidad?... Me preguntaba una y otra vez…
Juan se escapó a las pocas horas…
Seguramente no es muy difícil advertir adonde se dirigió.
Juan subsiste con el dinero que recauda abriendo puertas de taxis, y frecuenta tanto un Comedor de la zona, como un Centro de Tránsito donde se asea, desayuna y realiza talleres de teatro y malabares. En ocasiones juega al fútbol.
Posee el primario incompleto, pues interrumpió séptimo grado, cuando vivía con su familia.
Su abuela paterna se ocupaba de él.
Su familia vive en un barrio humilde de los que abundan en el Gran Buenos Aires, manteniéndose con lo que aportan tíos y primos que trabajan en la construcción.
Su madre solía abandonar el hogar, primero por períodos que duraban semanas o incluso meses. Un día, cuando él contaba con cinco años, aproximadamente, se fue y nunca se supo más nada de ella. Desapareció en forma definitiva. “...es como si se la hubiera tragado la tierra”...-dirá.
Lo único que conserva de ella es una foto medio destruida que siempre lleva entre sus pertenencias.
Después de la desaparición de la madre, vivieron con su padre y la abuela paterna que se hacía cargo de ellos.
Su padre, de características violentas y adicto a la cocaína, se encuentra detenido en el Penal de Olmos por participar de un secuestro extorsivo, desde hace tres años.
Lo golpeaba desde muy pequeño, aunque la presencia de su madre cuando vivía con ellos, lograba que la golpiza fuese menos severa.
Años más tarde, la posición se revirtió y eran “muy buenos amigos” -según el decir de Juan- “… ¡¡si hasta íbamos juntos a bailar!!...” o “…¡¡nos fumábamos un porro juntos!!...
Su comienzo en la calle coincide con el fallecimiento del único referente que lo sostenía, su abuela.
Esta pérdida, resultó insoportable para el joven y se fue a buscar “…una vida mejor…”, como el mismo dice.
Ya en la calle, se integró rápidamente en la “ranchada de Consti”, pues logró “apretar” a una pareja, y con eso invitó a la cena del día.
Los lazos fraternales entre él y estos jóvenes se fueron afianzando, entre demostraciones de afecto y lealtad. “…Mis hermanos… de calle” -dirá más tarde.
Había conseguido un lugar de pertenencia que lo valoraba y le daba un lugar, aunque nos parezca contradictorio a nosotros, que justamente en la calle encuentre esto perdido.
Además Juan encontró también allí a su amada. Su “mujer”, como el mismo decía.
Los métodos anticonceptivos poco conocidos por él y su joven pareja, hicieron que pronto quede embarazada.
María vivía también en la calle desde hace poco menos tiempo que él y había estado en varios Hogares desde pequeña porque no ha conocido a ninguno de sus padres.
Nunca ha sido dada en adopción.
Sí convivió con “familias sustitutas” con pésimos resultados.
Cuando Juan habla de ella se le iluminan sus ojos…
El encuentro con el otro sexo trajo además una situación de futura paternidad para Juan que pareció tomar con gusto.
La presente causa judicial, una “tentativa de robo”, tenía como fundamento la compra de una medicación para “su mujer” que ya llevaba cuatro meses de embarazo y que fuera recetada por un médico ante un desmayo de María.
Al tratarse de una “Admisión” me veía urgido por el Programa y por el Juzgado a hacer un informe con una “sugerencia”.
Si sugería una derivación a un Hogar, sabía el final de esa historia, repitiendo su “entrada” anterior. Se iba a fugar y hubiera repetido el circuito con una nueva causa judicial.
Pero si sugería su permanencia en un Instituto de Seguridad, lo ayudaba a repetir, vía identificación paterna, la historia de su padre, y esto iba a tener las peores consecuencias futuras.
Lógicamente no podía sugerir que lo dejen en la calle, porque esto de ninguna manera podía ser aceptado por el Juzgado interviniente, ni contribuía a modificar absolutamente nada de su cotidianeidad.
Ante esta realidad me conecto con el Programa “Chicos de la Calle”, también del CONNAF para que trabajen con él desde la calle.
El Juzgado tampoco aceptó la propuesta.
Fue entonces donde decidí ponerle todas las cartas sobre la mesa a Juan.
El joven se angustió y entre sollozos me pedía que no quería volver a perder lo único que a esta altura le importaba que eran “su mujer” y su futuro hijo.
La Trabajadora Social, que también trabajaba en el caso, me recordó un término que fue acuñando con el tiempo: “fugadero”. Me explicó que eran aquellos jóvenes que uno sabía que se iban a “fugar” de donde son derivados, pero que ninguna otra posibilidad ni Programa los abarcaba.
El problema que se me suscitaba entonces era que tampoco de esta manera podíamos hacer que nuestra intervención apueste a algo diferente para Juan, repitiendo de alguna manera, también la falta de un “garante” que debería ocupar el Otro, en relación a los adolescentes.
¿Era éste el lugar que Juan me proponía transferencialmente?
El desarrollo de las entrevistas -que en realidad fueron bastante pocas, seis o siete- vía la transferencia que para mi sorpresa se había instalado, me permite hacer esa observación.
Juan pedía las entrevistas, ya tenía estudiado los días y horarios en los cuales yo concurría al Centro, y esperaba con ansiedad esos días.
Arrinconado como estaba -tanto él como yo-, arriesgo una estrategia diciéndole: “que yo sabía que se iba a fugar del Hogar, pero que no quedaba otra opción (ni a él ni a mí), que yo le iba a sugerir al Juzgado que lo derive a un Hogar, pero que cuando se vaya de allí debía ir a ver a esta persona (le doy el nombre de una Trabajadora Social con la cual había hablado previamente y la dirección del CONNAF), que lo iba a orientar”.
Yo apostaba a que algo de la “garantía” se ponga en juego.
Pasaron cuatro años sin que sepa demasiadas cosas de Juan.
Me sorprende un día un llamado telefónico al Centro. Era Juan, que a esta altura tenía veinte años.
Me contaba que gracias a la intervención que habíamos tenido, se sentía muy a gusto con la profesional que lo seguía asistiendo, que vivía junto a su pareja y a su hija de cuatro años en una pensión del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y que tras un curso de capacitación laboral de panadería, se hallaba buscando trabajo.
Se hace un prolongado silencio, como si tomara impulso. Me dice que había terminado la escuela primaria, se había recibido, y quería que yo le entregue el título en la entrega de diplomas.
Una inmensa emoción me embargó… Es en ese momento que la Trabajadora Social mencionada, que a decir verdad tiene una escucha bastante psicoanalítica, por cierto, me mira y me dice: “… ¿pero qué título quiere que le des?… ¿de qué título se trata?...”

En casi todos estos jóvenes hay familias atravesadas por violencias de distintos tipos, humillaciones, ausencias, expulsiones, abandonos, pérdidas… Ante semejante pasado, optan en la calle por un presente duro y amenazante, y un futuro totalmente incierto.
Sustituyen la verticalidad necesaria en una familia, por los códigos horizontales de la “ranchada” transformándose en verdaderos “hermanos… de calle”.
Si bien estos vínculos sólo pueden sostenerse en alianzas asociadas a circunstancias presentes y en muchos casos precarias e inestables, la calle funciona para ellos como un espacio de sociabilización, un organizador y una matriz de vínculos y funciones desarticuladas en lo familiar, que parece rearmarse, parece organizarse.
¿No habría entonces algo en juego del orden de una nueva pérdida de un “grupo-familia” que lo aloje, si se lo mandaba nuevamente a un Hogar?
Aunque parezca paradójico, insisto con la pregunta: ¿la calle lo aloja?
Cada “ranchada” tiene sus códigos y funcionan protegiéndose entre sus miembros, donde los roles de cada integrante -como en todo grupo humano- no son iguales. Se protegen unos a otros ante las amenazas permanentes que implica el vivir en la calle, y tienen sus bases en una unión en donde seguramente dichas amenazas y desafíos los mantienen unidos.
De todas maneras, aunque precarios, funcionan como sustituyendo la carencia familiar.
Si bien habrá que tener en cuenta que no todos los sujetos quieren su bien, y proponérselo como analistas puede llevar a lo peor, es dable, al menos tener como direccionalidad, como horizonte, la emergencia del deseo también de estos jóvenes.
La apuesta consistiría entonces en no rehusar, sino en hacerle un lugar a lo Real en transferencia, atendiendo a las formas en que se presenta, posibilitando la emergencia de lo singular de cada uno y tendiendo a hacerlos entrar en las vías del análisis.
La apuesta siempre será al sujeto, se trate de la estructura clínica de que se trate, sin masificar el deseo ni aniquilar al sujeto. Se tratará entonces de alojar el desamparo frente al desamparo social y hasta a veces familiar. Amparar, alojar, para que vía el sostenimiento de la transferencia, algo surja.
Ofrecer un anclaje frente a la falta de anclajes, para que su forma de convocar al otro no sea bajo la forma del delito.
Formas de desamparo que como obstáculo y motor, nos convocan, pues no son ajenas a nuestra intervención como analistas.
Maniobrar con los distintos modos en que se presenta en la clínica la exclusión y el desamparo, constituyen también, el desafío del psicoanálisis teniendo en cuenta la subjetividad de esta época.

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