La adolescencia, en muchas culturas, es un rito de pasaje: rápido, eficaz, obligatorio. En la nuestra ese rito parece aletargarse, y no sólo lleva a la “adolescentización” de la sociedad sino también a que los jóvenes queden excluidos (por desencanto, por falta de proyectos colectivos) de la construcción de la esfera pública. Eso puede conducir al exceso de consumo o de calma; el joven y la sociedad deciden. Se suman al asunto una mirada desde el cine y una reflexión sobre la “cultura juvenil”.Gritos, peleas, andares desgarbados y presurosos, insultos, melodramas privados que se vociferan a los cuatro vientos, borracheras que terminan en desbunde… excesos de la adolescencia que no se calma y que se extiende más y más.
¿Qué es la adolescencia? ¿Una etapa de la vida pautada por la emergencia de los caracteres sexuales secundarios? ¿Una necesaria rebelión de hijos contra padres, para comenzar a tomar distancia de sus figuras avasallantes y totalitarias? ¿La manifestación del profundo desencanto que suscita el quiebre en la ilusión de la omnipotencia del mundo adulto?
La evidencia etnográfica sobre el pasaje de la niñez a la vida adulta en sociedades premodernas no occidentales desbarata la concepción etnocéntrica de un período de vida prolongado en el que la persona adolece un pasaje extendido, dilatado, interminable. Los ritos de paso que atañen a la pubertad están entre los más universales e insistentes entre los acontecimientos de la vida, junto al nacimiento, el matrimonio y la muerte. Estos ritos suelen consistir en acciones simbólicas por las cuales se logra la transfiguración de la persona desde un estado anterior, caducado, a uno nuevo, revitalizado.
Es fundamental la relativa corta duración de la ceremonia. Un rito no se extiende durante años, sino durante días, como mucho. En ese tiempo concentrado, simbólicamente denso, el pasaje se realiza con eficacia, sin dejos indecisos, sin indeterminaciones, sin restos dudosos sobre el estatuto de la persona que prolonguen un “adolecer” indeterminado durante un período prolongado de la vida.
Una primera constatación: la pubertad es un hecho fisiológico, universal, mientras que la adolescencia es un fenómeno cultural, particular. En la cultura occidental la genealogía, la historia cultural de la adolescencia, no es difícil de trazar.
LA ERA DEL ROCK. Como resultado de una poderosa alianza comercial entre la industria cinematográfica y la naciente industria musical del rock and roll en los años cincuenta y sesenta, nace una nueva sensibilidad juvenil del esparcimiento, el disfrute y la acción. En su libro Rock en el cine, Eduardo Guillot escribe: “la temática del rock celebra el tiempo libre, exalta el fin de los períodos de obligación y de compromiso (escuela, trabajo, tiempo familiar) e introduce en actividades recreativas de los bienes de consumo, así como de la sexualidad”. Figuras mediáticas de los ídolos del rock como Elvis Prestley, Bill Haley, Chuck Berry, Frankie Lymon, Jhonny Brunette, Eddie Cochran, Little Richard, Fats Domino, Sam Katzman… estrellas del rock que desfilaron por la pantalla grande en películas de tramas simples que eran una excusa para exhibirlos en situaciones melodramáticas, de actitud rebelde y en típicos amoríos estudiantiles (Love me tender, 1956; Loving you, 1957; El rock de la cárcel, 1957). El público juvenil de posguerra estaba deseoso de estos argumentos fáciles y entretenidos. En este contexto, la adolescencia queda develada como un producto comercial de las industrias culturales que los jóvenes adoptaron por sensualidad, moda y popularidad. Los principios hedonísticos que caracterizan a la adolescencia son apreciables desde ya. Se enaltece el descompromiso social, en pos del ímpetu individualista y el efluvio narcisista del “yo siento”, la constante referencia a uno mismo y la búsqueda del goce propio.
El sociólogo francés Michel Maffesoli crea el término “tribalismo posmoderno” para referirse a esas nuevas formas de socialidad juveniles despreocupadas, desinteresadas de los problemas serios, “reales” y agobiantes del mundo adulto.
Se identifican dos principios antagónicos de socialidad: uno apolíneo y otro dionisíaco, retomando las clásicas categorías nietzscheanas. El principio apolíneo está regido por la razón práctica, por el ser útil, productivo y eficiente, enfrentar responsablemente las condiciones socioeconómicas en las que uno mismo está inserto y hacer algo digno con ello como lo quiere la cultura de trabajo. El principio dionisíaco obedece a la impulsividad, al ímpetu, a la emotividad, a la búsqueda del esparcimiento y del goce. Dionisio no quiere saber nada con responsabilidades diurnas, está abocado a los placeres de la noche. Nada de obligaciones para con los demás, ningún encadenamiento al trabajo, a la realidad productiva. Dionisio vive en una realidad de puro relajamiento, de puro disfrute. Llevado esto al plano social, no cabe imaginar que exista una persona completamente desligada de la realidad productiva del trabajo: los adolescentes están bajo la tutela de sus padres, quienes sí deben hacer frente a esas condiciones.
INVASIONES BÁRBARAS. A partir de estos principios, no es difícil entender que existen dos tiempos de análisis: un tiempo apolíneo del trabajo y un tiempo dionisíaco del consumo. Trabajar y estudiar son actividades ejemplares del tiempo apolíneo, mientras que mirar televisión, leer novelas, salir de noche a un boliche, escuchar música y beber alcohol, son ejemplo de acciones dionisíacas. Un tiempo “tensa” al individuo, mientras que el otro lo “distiende”, nos resarce por la privación de disfrute que padecemos en el cotidiano gris en el que transcurre el día.
Maffesoli acude a las imágenes del “bárbaro” y la “tribu” en tanto arquetipos primordiales del desorden e informalidad. Por tanto, los términos son usados en un sentido metafórico, alegórico y romántico.
La imagen del bárbaro nos remite a un hombre primitivo, en un sentido más mítico que histórico, que persigue fines gozosos simples, anteriores a complejas representaciones sobre el mundo y a la sofisticación civilizada del orden adulto. El “bárbaro” se ocupa, no se pre-ocupa. Actúa, no planifica. Nike supo captar este espíritu y las ansias de adolescencia en el mundo contemporáneo con su lema Just do it.
Nunca la esfera pública. Toda la energía impulsiva se repliega en lo privado, en lo que importa a uno y hace gozar. Energía que se consume en puntos de fuga del cuerpo social y que por su naturaleza no quiere ser más que derroche, esparcimiento, explosión y difuminación.
Ahora, ¿qué son esos puntos de fuga? ¿Qué son esas brechas por donde la energía social que excede a las instituciones viene a animar acciones contra-institucionales?
Hay una pequeña diferencia de intensidad entre tomar una cerveza con amigos en un bar y tomar una cerveza en la calle. Hay una gran diferencia de intensidad entre tomar en la calle, conversando tranquilo, y efectuar destrozos en la vía pública luego de un partido de fútbol, por ejemplo.
El consumo de alcohol como medio de relajamiento se entiende. Pero, ¿por qué destruir las vidrieras de una zapatería? ¿Por qué arrancar la cartelería publicitaria de las paradas de ómnibus y las lámparas en su interior? ¿Por qué destruir teléfonos públicos y pintarrajear monumentos?
La potencia con la que irrumpe lo dionisíaco se convierte en contra-institucional y destructivo para el espacio público dotado de cualidades apreciables por el imaginario social.
LA CULTURA CÍNICA. La juventud en sí es complicada, y la superposición de lo adolescente con sus características culturales la vuelve aun más compleja. A la búsqueda de uno mismo, propia de la juventud, se yuxtapone en la adolescencia una visión dislocada de los problemas del mundo, una mirada romántica asqueada por el tedio de la vida moderna.
La ineficacia de la esfera pública y sus espacios de socialización para integrar a la persona incide directamente en la potencia con que lo barbárico irrumpe en escena. La discordancia entre aspiraciones individuales y oportunidades reales de realización que ofrece el sistema. La distancia entre la realidad y el ideal, siempre es un vacío generador de violencia simbólica.
Pensar la adolescencia por su intensidad emotiva, por su carácter romántico, nos conduce al asunto de los excesos. Temas manoseados los de las alcoholizaciones, las drogadicciones y la sexualidad itinerante, sobre todo la práctica de sexo oral. Y sin embargo, temas vigentes. La cultura del exceso está íntimamente vinculada a lo que Baudrillard llama “hiperrealidad”: alta definición en las imágenes mass mediáticas, espectacularidad de la escena, goce por el vértigo y la celeridad, mostrar todo y no dejar nada cubierto para la sugestión y el sentido figurado. Anular la metáfora: diferencia entre seducción artística y fascinación mediática. Esencia de la pornografía.
Menos raciocinio y más acción. Hay toda una imaginería publicitaria que gira en torno al tópico. “Necesitamos menos críticos, necesitamos disfrutar más”, dice la voz del reciente comercial de Coca-Cola, mientras se ven los ojos anegados en lágrimas de una chica en el cine conmocionada por un melodrama de Hollywood.
La adolescencia, no como etapa de la vida natural, inexpugnable, sino como lugar cultural en el que se ubica el sujeto. La adolescentización de la población responde a una actitud de pose, de simulacro distensivo, de estar en la onda cool, de la distracción sin preocupación. El lugar adolescente es ese lugar de puro consumo. Graciela Alfano, por tomar una figura cualquiera de la farándula argentina, con 58 años, es más adolescente que un joven liceal activista o gremialista, sensibilizado con los problemas colectivos.
Ahora bien, ¿por qué los jóvenes en la edad que el sentido común suele adjudicar a la adolescencia son tan susceptibles a estas macro tendencias sociales? ¿Qué lugar viene a llenar el consumo hedonístico en la vida cotidiana?
El grito de la “tribu” no es un contra-discurso, no es una alternativa social racional. Es una exclamación, un grito en la calle, más forma que contenido, y se disuelve rápidamente en las grietas de la superficie del cuerpo social, sin alcanzar aún sus profundidades orgánicas.
Jóvenes y descontrol
Voces contra una vieja cultura
Rosalba Oxandabarat
Un grupo procedente de un colegio privado se sube al 116. Pocitos, privado, uniforme –más celulares última generación, relojes, esa “pulserita de plata”, las nenas–; nada habla de escasez. Inocentes. Les espera la leche, la clase particular, el gimnasio, cómo te fue en el colegio, pedile a papá, decile a mamá. Pero falta un rato para la leche; en seguida uno o una de ellos abre la boca y se instala el ruido; gritan, dicen palabrotas muchas, sujeto y verbo sin predicado, todo en función de hacer reír o al menos hacerse escuchar por sus pares. Doce, trece años, unos verdaderos pollos recién asomados a la adolescencia, o ni eso, haciendo como si, y todos en el ensayo general de la autosuficiencia, el desprejuicio (“¿qué es desprejuicio, profesora?”); roncos, chillones, lanzados. Quizá ni lo saben, pero están haciendo el ensayo general del descontrol. No controlo palabras ni gestos ni actitudes; encontrar complicidad, aprobación, es una especie de borrachera sin la cual es muy difícil el día a día. Después me arreglaré –la vida lo exige– para dejar de controlar otras cosas.
No hay modo de escaparle. No hay discurso capaz de hacerle la competencia a la sugestión brutal del muito loco. Ni discurso ni prototipos ni ideales (“¿qué quiere decir ideales, profesora?”) que indiquen que hay otra manera interesante de ser y estar.
Al final, esa identificación adolescencia-descontrol es muy fuerte, muy fundada, bien alimentada, sistemática y continuamente, desde todas las plataformas imaginables, especialmente desde esas que más les gustan. Así se construyó toda una cultura.
Desde James Dean a la fecha (“¿quién era James Dean profesora?”), con aquellas competencias de auto y Sal Mineo y todo, el mundo –el mundo occidental– sabe que los adolescentes, en razón de la intensidad de lo que sienten, quieren escapar, armar un mundo propio, levantar barreras. “Debería quitarse el saludo a todos los que tienen más de treinta años”, ¿qué dice?, a todos los que tienen más de 18, a menos que pague unas birras. Y de todas maneras, siempre habrá alguien –mayor de 18– que les venda las birras, para el buche y para la imaginación, porque la caja registradora no descansa, y la publicidad y el cine y toda la industria del espectáculo tampoco. El que para, muere.
¿Qué vino primero, la adolescencia “problemática” o la oferta dedicada a alimentar el consciente y el inconsciente de la adolescencia problemática? Quién lo sabe, pero la cosa –esa cultura– ya está instalada y como inamovible, y se sigue presentando como nueva aunque venga repitiendo lo mismo, o casi, al menos desde hace cuarenta años (será uruguaya, pues). Los Beatles vistos desde hoy parecen unos bebotes de catecismo, pero la cosa se desencadenó rápido, abajo y arriba del escenario, inspirándose los unos a los otros. Desde el rock se abrieron flores interminables, heavy, punky, funky, cunky y como sea –disculpen errores y omisiones, yo del rock no pasé, y casi ni eso–, todo cada vez más rápido, más loco, más furioso. Unos tipos de negro –además de hacer música, claro– se contorsionan en interminables escenarios con luces de semáforo alucinado, frente a un público en estado de adoración. Es como una demostración de fuerza, con connotaciones sexuales (“¿que es connotación, profesora?”), desafiante; acá estoy, idiotas, soy invencible, me tomo todo, me rompo todo. Son ellos, los ídolos. Sus temas se trasmiten, se beben sus biografías, tan desprolijas, a veces tan trágicas, otras tan rendidoras. La cultura del descontrol tiene, y tiene hace rato, quien le cante y quien la encarne.
En los jóvenes siempre hay la necesidad, o la nostalgia, de la épica, dijo alguien una vez. El Aquiles de fines del siglo xx y lo que va del xxi anda escaso de troyanos para liquidar –a veces se los inventa–, y para entretenerse le quedan las costumbres que –supone– son oficiales, adultas, consensuadas.
Genes difíciles de derrotar; hasta el siglo xix, por lo menos, los hombres –el concepto de adolescente no existía– podían andar en asuntos de guerra desde los 14 o 15 años. A los de hoy, tan Peter Pan en otros asuntos, les queda desplegar su potencia en los recitales, los estadios y las salidas etariamente delimitadas. Han sumado con bastante éxito a las muchachas. Y las voces que lo instan a una actitud más “constructiva” los hacen, con razón, morir de aburrimiento. Falta la voz, las voces, que atrapen ese fuego, lo iluminen, les haga sentir que hay intensidad fuera de la locura, del reviente, del descontrol. No sé por qué, pero frente al fracaso adulto multidisciplinario –sobre todo si multidisciplinario– me entra la sospecha de que esas voces, si han de llegar (está por verse) sólo podrán nacer desde ellos mismos.
Cine y excesos juveniles
Los indeseables, y los necesarios
Diego Faraone
Quizá ninguna película hable tan bien de los excesos como Trainspotting. Allí está esa juventud desaforada, violenta y antisocial que desde una voz en off increpa al espectador, cuestionando algunos nichos de la sociedad biempensante. “Elige una carrera, una familia, una tevé inmensa. Elige lavarropas, autos, cedés y abrelatas eléctricos. Elige la buena salud y el colesterol bajo. Elige las hipotecas a plazo fijo. Elige una primera casa. Elige a tus amigos. Elige la ropa informal. Elige un traje de tres piezas comprado en cuotas... y preguntarte quién mierda eres un domingo temprano. Elige sentarte en el sofá y mirar programas estupidizantes mientras comes comida chatarra. Elige pudrirte en un hogar miserable, siendo una vergüenza para los malcriados que has creado para remplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida. ¿Por qué querría elegir todo eso? (…) ¿Las razones? No hay razones. ¿Quién las necesita si hay heroína?”.
Y este grito maleducado surge en el preciso momento en que ellos deben comenzar a cargar con la mochila de su futuro, justo cuando se les impone madurar de golpe y pensar en una orientación y una independencia. Y su elección es ser yonquis. El yonqui no trabaja, no tiene pareja, ni responsabilidades, ni una moral aparente. Reniega del futuro, sólo le importa el hoy y su único credo es sorber el exceso hasta lo imposible, sin pensar en consecuencias. En cambio, los protagonistas de Réquiem por un sueño no eran antisociales sino que, por el contrario, buscaban integrarse a la sociedad y al sueño americano mediante su gusto por los excesos, vendiendo y traficando la heroína que tanto gustaban consumir, y obteniendo un rechazo violento, nefasto e irreversible. En Kids los adolescentes protagonistas buscaban desflorar todas las vírgenes que pudieran, y beber y drogarse hasta perder la conciencia, mientras el virus del sida los sobrevolaba, sin que ellos lo supieran. ¿Las razones para su comportamiento? Padres ausentes, una educación lamentable, instituciones en decadencia.
Algunas películas asiáticas, como las japonesas L’amant y All about Lily Chou-Chou y la surcoreana Samaritan girl, dan cuentas del extendido hábito por el cual colegialas de buen pasar se prostituyen con hombres mayores para obtener dinero fácil. La francesa El odio se enfoca en tres jóvenes de la banlieue parisina, hartos del maltrato policial, de la marginalización y de la exclusión, y expone notablemente el imparable círculo vicioso de violencia en el que se encuentran y que reproducen.
En todos los casos existen grandes riesgos pero, ante todo, una necesidad imperiosa, desesperada de escapar de los esquemas y del sitio que la sociedad les ha deparado. Lo curioso es que en el cine uruguayo los excesos parecen ir en sentido contrario. Exceso de aletargamiento mental, de inacción, de pelotudismo. Alguien dijo acertadamente que los protagonistas de Whisky podrían ser los adolescentes de 25 watts varias décadas después, y en un punto intermedio se podría colocar a ese treintón errante, apático, casi zombi de Hiroshima. La injustamente desestimada La perrera tenía un final memorable, y parecía dar alguna razón a esta inmovilidad. El hijo rebelde, indignado, procedente de La Pedrera se distanciaba de su padre y de la estabilidad hogareña y se jugaba a probar suerte en Montevideo. Aquí no lograba dar con los pocos amigos que podían ayudarlo y se veía forzado a pasar la noche dormitando, sentado, en la terminal de Tres Cruces. Es evidente que al poco tiempo tendría que tragarse todo su orgullo y volver, cabizbajo, a rogarle cobijo a su padre. La perrera parecía decir que la sociedad, igual de apática y estanca que los personajes que pueblan estas películas, no da posibilidades a la juventud, y que en este país ni siquiera existe la posibilidad de rebelarse cuando es necesario. Y el riesgo aquí no es menor, y se encuentra en los daños que los mismos personajes acaban infligiéndose a sí mismos. A nadie le extrañaría que los protagonistas de Whisky murieran de cáncer al cabo de unos años, como una última somatización de décadas de frustración acumulada.
Aunque Miss Tacuarembó hable también de una imposibilidad, al menos da cuentas, en su forma, en su contenido y en su propia afectación y desparpajo, de que el exceso, ese otro exceso juvenil, festejante y festejable, es posible. Y que por fortuna no todos los uruguayos somos zombis.
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