Quisiera entablar un diálogo, más que ofrecer una exposición académica. Lo que tengo para ofrecer son algunas reflexiones sobre la clínica de la adolescencia derivadas de mi práctica. La experiencia de la que voy a hablarles es la de ya muchos años en Australia. Aunque trabajé varios años anteriormente en Buenos Aires, mi experiencia clínica lleva ahora muchos más años en Australia. No estoy seguro de que los adolescentes australianos tengan los mismos problemas que los españoles, pero sospecho que debe haber al menos algunos elementos en común.
Una adolescencia prolongada
En Australia y en otros países a los que se llama desarrollados la adolescencia se ha convertido en gran medida en la edad modelo e ideal, y efectivamente para muchos en la edad más prolongada de la vida, tanto desde el punto de vista subjetivo como desde la perspectiva de las ideologías dominantes y de la organización socioeconómica misma, en tanto el adolescente de nuestros días es un consumidor activo. Creo que esto es válido aún para las capas más marginales de la población, tanto aquellos que por falta de recursos están relativamente fuera del ciclo de producción y consumo generado por el discurso capitalista, como aquellos que pertenecen a los sectores aristocráticos tradicionales para quienes el modelo familiar antiguo todavía tiene peso. Para todos la adolescencia se ha extendido en el tiempo y en el espacio.
Si usamos como referencia el estudio ya clásico de Philippe Ariès, Centuries of Childhood, antes de la revolución industrial la adolescencia era reconocida como una edad entre otras, pero con duración bien delimitada. En el siglo XX se la identificó, al menos en el idioma inglés, con los años –teen (de allí proviene teenagers, los jóvenes de trece a diecinueve años), con prolongaciones más o menos variables según las condiciones familiares y sociales en los distintos lugares.
En el período en que nos toca vivir, desde aún antes del comienzo del último cuarto del siglo XX, y al menos en Australia, ser adolescente es el ideal tanto de niños pequeños como de adultos “maduros”, de escolares y de profesionales, de pre-púberes y de quienes tienen que prestar atención al peso y al nivel de colesterol.
Hablar de adolescencia de este modo no es un modo particularmente psicoanalítico de hablar: algunos colegas rechazan la noción misma de una clínica de la adolescencia y pueden argüir que lo único de interés específicamente psicoanalítico, en cuanto al período o edad adolescente, es la pubertad, a la que Freud dedicara el tercero de sus Ensayos sobre la vida sexual. La adolescencia no es como tal un concepto psicoanalítico: ni concepto fundamental, ni derivado de los fundamentales; es un término simplemente descriptivo, inscrito en el lenguaje mucho antes de la emergencia del psicoanálisis, y semánticamente bajo la influencia de categorías extra-analíticas—psicológicas, sociológicas y de la lengua común. La referencia freudiana a la pubertad sería mucho más específica, de acuerdo con este punto de vista, porque atañe a transformaciones reales que afectan al cuerpo sexuado, y más específicamente al pubis (de ahí pubertad), lo que requiere del sujeto una reorganización: una nueva organización significante e imaginaria para negociar el empuje pulsional inédito y las formas cambiantes del cuerpo. De todos modos, la pubertad, en el sentido psicoanalítico, no puede considerarse como un proceso únicamente fisiológico. Es un proceso corporal y el cuerpo, en tanto que sede del ser hablante, no es reducible al organismo fisiológico. La pubertad no es reducible a la maduración de los caracteres sexuales y del aparato reproductor. El proceso de sexuación y de desarrollo de la capacidad de reproducción involucrado en la pubertad es un proceso de inscripción significante, lo que necesariamente implica, aún en la normalidad, la no-inscripción, ya que no todo puede inscribirse. Esto significa que la temporalidad de la pubertad no puede reducirse a la cronología de la maduración somática.
En las sociedades en las que aún ahora los ritos de iniciación marcan la entrada del sujeto en la madurez sexual, la pubertad recibe una definición temporal mucho más reducida y precisa que en nuestras sociedades industrialmente desarrolladas, en las que las marcas culturales para la pubertad existen pero son más indefinidas en el tiempo.
Como venimos diciendo desde hace ya largo tiempo los psicoanalistas que seguimos las enseñanzas de Freud y Lacan, no trabajamos con niños, ni con adolescentes, ni con adultos, sino con analizantes que son sujetos. Lo que para el discurso analítico cuenta es su historia más que su desarrollo psicobiológico. Sin embargo, creo que es legítimo hablar de una clínica de la adolescencia, tal como es válido hablar de psicoanálisis con niños (o con adolescentes) porque ciertamente existen temas, presentaciones sintomáticas, constelaciones de lazos familiares y preocupaciones existenciales que son relativamente típicas de esta edad de duración cada vez más indefinida que llamamos adolescencia. Esta clínica de la adolescencia está dominada por las nuevas formas de goce que se imponen a un cuerpo en proceso de formación sexual.
Podemos reconocer la prevalencia del modelo-ideal adolescente al que me refería antes en los gestos, el lenguaje cotidiano, el vestido, la ilusión de una vida fácil y libre de responsabilidades y obligaciones familiares, ocupacionales y sociales; en el desdén por el trabajo y todo lo que no aparezca como goce irrestricto. Estas no son sólo formas de presentación imaginaria en la vida social: están inscritas en el orden simbólico, que es histórico y que orienta y es al mismo tiempo desbordado por las exigencias e imposiciones de lo real.
En una obra reciente, Charles Melman habla de una nueva economía psíquica. Este concepto me parece discutible; quiero decir: no es tan fácil de aceptar. Pero tiene el mérito de inscribir en terminología freudiana un estado de cosas que es de orden transindividual y pertenece tanto a la cultura y su malestar como a la intimidad éxtima de los sujetos contemporáneos. Como concepto, la idea de una nueva economía psíquica es discutible porque no estamos aún en posición de juzgar con claridad qué es lo que nos pasa en tanto sujetos y criaturas de este siglo XXI que, pese a ser tan joven, ya se comporta como un viejo, con viejas triquiñuelas y vicios anacrónicos. Yo mismo me siento muchas veces tentado de decir frases como “los fenómenos sin precedentes de nuestro tiempo”, “las versiones inéditas del síntoma” o “las singularidades incomparables de nuestras estructuras familiares”. Es bueno reconocer e identificar positivamente lo nuevo y lo singular, único o irreproducible; pero no es cuestión de olvidar los límites impuestos por el lenguaje y nuestra condición de seres hablantes, condición del inconsciente mismo y sus formaciones, cuya existencia es sólo posible por la conformación estructural invariante de la historia cambiante.
Como dijera Lévi-Strauss con relación a la institución familiar: si se puede concebir (en el pensamiento) una variante de esta institución, y si es materialmente posible, entonces se la ha de hallar, realizada, en la vida concreta de alguna comunidad. Esto significa que si se rastrea en la historia siempre han de encontrarse antecedentes, en otras culturas y tiempos, de formas de organización familiar y social que parecen ser únicas y exclusivas de nuestro tiempo, inconcebibles o imposibles pensadas retrospectivamente, cuando en realidad ya han existido de algún modo.
Inversamente, si los adolescentes de nuestros días (incluyendo aquellos que son adolescentes por vocación) exhiben patologías peculiares y bizarras es porque, en primer lugar, existen condiciones estructurales que hacen que estas patologías devengan necesarias y no sean meramente contingentes; y en segundo término, porque las patologías contemporáneas, aunque determinadas estructuralmente, no se fabrican en molde. Esto ha sido siempre así: la psicopatología inscribe en formas aberrantes tanto la sumisión del sujeto a las palabras que le son impuestas (y no solamente en la psicosis) como las tentativas frustras del sujeto de librarse de su yugo. Con esto quiero decir que, sin perder la capacidad de sorpresa—que es esencial en el discurso analítico y una de las manifestaciones del deseo del analista: sorpresa ante lo real irreducible—debemos también mantener una referencia equilibrante a la estructura, condición de la historia y sus vicisitudes.
En los años 50, Erik Erikson se hizo famoso con su libro Childhood and Society y su concepto de identidad. En el mundo psicoanalítico de habla inglesa sus ideas se volvieron norma y marco de referencia obligado en la clínica de los adolescentes. Erikson postulaba que la crisis del adolescente—crisis de identidad—es patogénica si el adolescente no logra encontrar un ideal unificador que sosiegue el torbellino pulsional de las identificaciones parciales, múltiples, inconsistentes y contradictorias. El conflicto entre, por un lado, las identificaciones derivadas de los valores tradicionales, familiares, étnicos, socioculturales, y por otro lado los valores atomizados producidos por la anomia cultural moderna, lleva a un estado subjetivo de fragmentación que puede terminar en patologías irreversibles, a menos que el adolescente consiga sintetizar en su ego tal disparidad de influencias. Si lo logra, según Erikson, la crisis de la adolescencia habrá sido fértil y positiva; si no lo logra quedará detenido en su desarrollo, será incapaz de madurar y sufrirá alguna forma de psicopatología (concebida como una formación regresiva).
No he de discutir aquí las dificultades conceptuales de este analista de la ego-psychology cuyas observaciones clínicas son a pesar de todo interesantes y hasta útiles. Si me refiero a la doctrina que Erikson estableciera hace cincuenta años es porque pienso que esa doctrina refleja en buena medida el mundo adolescente de entonces. En los cincuenta años que siguieron a la publicación de Infancia y Sociedad ese mundo ha variado; el mundo mismo es, como decía antes, cada vez más adolescente y las posiciones subjetivas que ocupamos en él se han desplazado y, en cierto sentido, revertido. Los valores tradicionales ya no representan un polo conflictivo poderoso para el sujeto; no ofrecen resistencia al discurso capitalista en su versión actual, que reduce al sujeto a ser un consumidor. Esta reducción, aunque no elimina la división del sujeto, tampoco crea un conflicto subjetivo del mismo nivel que el conflicto instalado en el adolescente de Erikson. No es que no cree un conflicto: mientras haya sujeto habrá conflicto, incluyendo la oposición del sujeto a las imposiciones y exigencias del discurso capitalista, aún cuando este discurso persiga la eliminación radical del sujeto en tanto sujeto deseante. La paradoja del discurso capitalista radica en que aunque intente eliminar al sujeto del deseo y aunque desaliente todo vínculo social que no favorezca el circuito de producción y consumo, de lograrlo—si realmente eliminara a los sujetos y a sus lazos sociales—el resultado sería su propia aniquilación.
La destrucción de la experiencia
En gran medida este efecto de aniquilación ya se ha venido produciendo desde hace tiempo. Corresponde a lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben llama la destrucción de la experiencia, lo que en nuestro propios términos podríamos llamar una forclusión generalizada, característica del malestar en la cultura contemporánea. Por destrucción de la experiencia Agamben entiende el hecho manifiesto de que buena parte de nuestras vidas se va en experiencias que no son registradas, que no se inscriben en la memoria: acciones que efectuamos como autómatas sin saber por qué y sin querer saber por qué; acciones que no hemos de olvidar porque nunca han sido inscritas en la memoria—desde el quedar estancado por horas inútiles e insalubres en autopistas y aeropuertos (gracias a los tremendos avances tecnológicos de que “disfrutamos”), hasta formas de goce cuyo designio es vaciar el tiempo y el pensamiento, con o sin la asistencia de agentes químicos, formas de goce destinadas a ser olvidadas, o sea, no registradas en el momento mismo de ser experimentadas, ya que de todos modos no merecen ser recordadas porque, como decía Lacan del goce en general, corresponden a lo que no sirve para nada.
La vida actual del adolescente (incluido al adolescente por vocación), su vida escolar, de ocio y entretenimiento, y hasta de trabajo, se compone de muchísimas cosas que no sirven para nada, que aniquilan la experiencia de la vida como tal.
En el libro que mencionara anteriormente, Charles Melman habla de la liquidación colectiva de la transferencia, concepto que me parece complementario del de la destrucción de la experiencia, en tanto que experiencia inscrita en el sentido estrictamente freudiano de inscripción psíquica (Niederschriften. Cf. carta 52 a Fliess). En este sentido, hay que estar de acuerdo con Melman en cuanto a que nuestro estado de cosas promueve una economía psíquica que, aunque no sea tan nueva como él piensa, tiende a un estado de vaciamiento, de no-inscripción o forclusión y anti-transferencia generalizadas, manifiesto de múltiples maneras en formas esquizofreniformes—en el arte y las relaciones humanas en general, amorosas o de otro tipo, en la vida política y las relaciones de producción mismas. Es bien sabido que en todos los niveles de la vía económica moderna es difícil, si no imposible, planear nada, ni siquiera a medio plazo, dada la atomización de intereses y la irrefrenable pasión por el goce inmediato que prevalece en nuestras vidas individuales y nuestras relaciones. El sujeto contemporáneo, adolescente o no, vive en un estado de bulimia pasiva generalizada, sometido a un goce feroz impuesto (de nuevo, a la manera de las palabras impuestas del psicótico).
La división subjetiva del adolescente no pasa, como en otros tiempos, de un lado, por el eje de querer y al mismo tiempo no querer seguir siendo un niño, versus el eje opuesto de querer y al mismo tiempo no querer ser adulto. Es el ser adulto, el ser del adulto, el que está en crisis de “identidad”, correlativa del declinar de la función del padre, e incluso del declinar de la función de la madre, y de la debilidad de la organización de la familia. En Australia, según estudios recientes que son de fiar, el 30 por ciento de los jóvenes varones tienen decidido alrededor de los veinte años de edad no ser padres jamás—y esto de manera bien concreta, por medio de una vasectomía, por ejemplo; y las mujeres jóvenes no se quedan muy atrás, el 27 por ciento de ellas han tomado la misma decisión de no tener hijos nunca. A ello han de sumarse las nuevas formas de organización familiar en las que el padre ni siquiera figura en la nomenclatura familiar: parejas de lesbianas y homosexuales varones con hijos, combinación de una mujer lesbiana y un homosexual varón, o parejas heterosexuales en las que el hombre ocupa la posición tradicionalmente reservada a la madre. Los niños de hoy pueden muy bien criarse en medios familiares en los que las necesidades individuales de protección, educación y cariño son respetadas y satisfechas del mejor modo posible, pero donde la orientación sexual y la prescripción exogámica de juntarse y reproducirse no están reguladas de modo claro, sino que adhieren a una doctrina implícita de libre albedrío, versión ideológica moderna del empuje hacia el goce.
Este empuje hacia el goce no restringido va de la mano con la promoción de la adolescencia como edad ideal, ideal de goce sin reservas; de ahí la popularidad de las drogas que, sea estimulando, sea adormeciendo, “liberan” al sujeto de sus ataduras transferenciales y compromisos sociales. Esta situación tiene como efecto clínico inmediato algo que constituye malas noticias para el psicoanálisis, ya que el discurso capitalista no promueve sino que por el contrario denigra la palabra y sus efectos posibles, en favor del goce directo no mediatizado por el habla. La demanda de análisis no es algo que se le ocurra fácilmente ni espontáneamente al adolescente de hoy en día, al menos en Australia, aún cuando siempre encontremos en nuestra práctica excepciones notables, que confirman que el psicoanálisis es posible y tiene algo que decir a quien quiera escuchar a su inconsciente.
La familia
En su artículo de 1938 sobre la familia Lacan señalaba que el nacimiento del psicoanálisis mismo está ligado al declinar de la función del padre en los tiempos en que Freud era un niño. (La investigación biográfica posterior de la relación de Freud con su padre lo confirma. Irónicamente, el padre de entonces, que ocupaba una posición de privilegio y poder, estaba, precisamente por ello, expuesto a que en el ejercicio de su función se revelara su impotencia fundamental, su carácter fraudulento en relación al ideal imposible de realizar que encarnaba. En el siglo y medio transcurrido desde el nacimiento de Freud, la caída del padre se ha oficializado, por decirlo así. Esporádicamente han surgido aberraciones sintomáticas: padres que quieren ser más padres que el Santo Padre, cuyos estragos Lacan subrayaba en su “Cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”—tanto padres de familia como líderes políticos. Hoy en día, cuestionar al padre es de rutina, y ya casi ni interesa: ya no existe ninguna correspondencia entre el prestigio y la autoridad.
Lévi-Strauss ha señalado que en la sociedad contemporánea el avance tecnológico de los medios de comunicación favorece las influencias que él llama “horizontales”, en contraposición a los modos de influencia tradicionales, o “verticales”, es decir, de una generación a la siguiente. La autoridad para el adolescente no pasa por el padre hoy en día, sino por otro adolescente, uno más listo que él, conocedor de todas las triquiñuelas electrónicas posibles e inversionista en Wall Street vía Internet.
No creo yo que estemos cerca de la extinción de la familia como institución social, como algunos autores arguyen. En tanto que institución, la familia, al decir de Lévi-Strauss, es simultáneamente la condición y la negación de la cultura. Por cierto, al menos en Australia, la proporción de individuos que no están interesados en constituir una familia es inquietante, y no es inconcebible que de seguirse propagando esa tendencia la humanidad se acabara en una generación, o que su existencia dependiera de seres humanos engendrados en laboratorio. Pero, por las razones que fueran, mientras subsista un deseo de reproducción existirá la necesidad de algún tipo de organización familiar, alguna forma de asistir al infans desamparado en su afán de supervivencia. Las nuevas formas de organización familiar, por bizarras que nos parezcan, no significan la muerte de la familia sino todo lo contrario: sus nuevas formas de vida. Si estudiamos la historia de la institución familiar encontramos en todos los tiempos y lugares tipos de familia que nos parecen totalmente extraños, impracticables a nuestros ojos y que, sin embargo, se las han arreglado para preservar esta especie defectuosa a la que pertenecemos.
Correlativamente—y esto es de importancia en la clínica del adolescente—, que el discurso dominante (el capitalista) tenga como efecto la forclusión generalizada del sujeto no implica que el yo esté en vías de extinción. Por el contrario, el yo contemporáneo está mas fortalecido que nunca. El yo, en el que Lacan reconociera el síntoma mayor del hombre de los años 50 (la “personalidad neurótica” de entonces) y hasta la enfermedad de ese hombre por antonomasia, ha “progresado” para convertirse en agente de goce incesante e insaciable, con la peligrosa variante de intolerancia del goce ajeno presente en las renovadas formas de racismo, nacionalismo y fundamentalismo religioso y político que dominan nuestra vida pública.
El yo del siglo XXI es el yo del narcinismo, la condensación entre narcisismo y cinismo, término bien pertinente acuñado por Colette Soler: narcisismo sin vergüenza en su voluntad de goce, que ni siquiera requiere justificar el cinismo que sustenta, puesto que la moralidad actual lo impone—moralidad que debe ser distinguida de la ética, de la reflexión sobre nuestros actos, y respecto de la cual el discurso analítico es una de los pocos que puede ofrecer un espacio.
Si el pensamiento contemporáneo se ha achicado a la medida de nuestro lenguaje fundamental—esto es, Microsoft Windows—, el cuerpo, sede del yo, se ha expandido en términos virtuales y reales. Los artefactos (gadgets) modernos producto de una tecnología de un poder sin precedentes, expanden fantásticamente los límites del cuerpo y lo moldean hasta las fronteras de su resistencia material.
El cuerpo
Si existe una problemática específicamente adolescente en nuestro trabajo, es la del cuerpo—y esto vale para las tres estructuras clínicas.
Es lo real no representado del cuerpo lo que trastorna al niño que ingresa en la pubertad, y los años que siguen a la pubertad propiamente dicha, como tan bien lo describiera Freud, serán cruciales para la consolidación de la estabilidad psíquica o la sucesión de rupturas desequilibrantes que caracterizan las diversas psicopatologías. Uno podría ganar la impresión, dada la proliferación de imágenes de cuerpos cubiertos y descubiertos que nos invade, de que tal proliferación debería facilitar la inscripción simbólica de los cambios que subjetivamente no tienen precedentes en el cuerpo juvenil cambiante. No es así sin embargo: el discurso dominante estimula las exigencias pulsionales sin darles el tiempo y el espacio necesarios para su inscripción. Es un efecto superyoico, tiránico, que dificulta una relación pacífica con el cuerpo—el propio y el del Otro. No tiene nada en común con el efecto pacificador de los rituales de iniciación de las culturas llamadas “primitivas”, “preindustriales” o (en la terminología de Lévi-Strauss) “congeladas, donde la aprobación cultural del ingreso a la madurez sexual permite regular el goce de manera que pueda llegar a ser placentero.
El goce típico del adolescente actual no es placentero sino compulsivo. El mandato superyoico de gozar, que engañosamente parece promover la libertad sexual pulsional y abolir las prohibiciones, nos recuerda la corrección que Lacan introdujera a la fórmula “sin la prohibición impuesta por la ley, todo está permitido”. Por el contrario, Lacan propuso, “sin la prohibición impuesta por la ley, nada está permitido”, dado que el permiso es la otra faz de la prohibición inscrita en ley. Cuando nada está permitido, es un “sálvese quien pueda” para todos, con el agravante de que “salvarse” ha pasado a ser sinónimo de gozar, del que nadie se salva sin quedar maltrecho.
Un cuerpo modelado
Una joven de quince años vino a verme por una ambición vocacional que la atormentaba. Quería ser modelo y dedicaba todos sus esfuerzos a lograrlo—cursos, dietas, gimnasia, lecciones de pose en público: todo lo había hecho y seguía haciéndolo para cumplir su ilusión. Trabajaba en un supermercado después de la escuela para pagar los gastos considerables que generaba su ambición y que, de todos modos, requería la colaboración de los padres, gente de recursos bien modestos. Ahora bien, era evidente que esta triste muchacha, sea cual fuere el criterio que se aplicara y por más benévolo y condescendiente que fuera el juicio estético que se formulara en su caso, nunca llegaría a ser modelo: bajita, gordita, con los ojos algo extraviados y la piel cubierta por el acné, no encuadraba en ningún modelo de los modelos femeninos establecidos. Se había embarcado en un régimen infernal que comprendía una serie de aparatos y ejercicios antinaturales para reducir su cintura y alargar su estatura, incluida una máquina para estirar las piernas, que le habían prometido habría de prolongarle los huesos. Incrédulo, le pregunté si había crecido algo como resultado de estos procedimientos aberrantes y me dijo: “Un centímetro, no está mal, es el promedio”. Era muy simpática, podía hablar bastante bien y la intervención analítica, aunque breve, le fue favorable. Lo curioso del caso, según lo que me contó, es que nadie de quienes supuestamente tenían influencia sobre ella, sus padres y maestros, le habían llamado la atención sobre la insensatez de su proyecto (dejo de lado la cuestión de la insensatez global de la industria de modelos). Sus padres no querían decepcionarla, me confesó una vez que se armó de coraje para escuchar la verdad, aunque ella sabía que ellos pensaban que se trataba de una causa perdida. Pero había una tía paterna que la incitaba con entusiasmo a que prosiguiera con la carrera de modelo. La tía había querido ser modelo ella misma, pero se había conformado con ser peluquera. En este caso, los fantasmas familiares, en su forma tradicional de transmisión, se empalmaban con un ideal cultural que, como el Dios de Schreber, no respeta el cuerpo humano; hasta parece ser totalmente ignorante en materia del cuerpo humano, como diría Schreber. Pese a todo, podría decir que mi paciente tuvo suerte, por no haber optado por la anorexia o la bulimia vomitiva como medio de adelgazar su cuerpo. Su proyecto de transformación corporal fue accesible al discurso analítico y ella pudo incorporar (literalmente: inscribir en su cuerpo) lo que aprendió en el análisis: significantes menos feroces que los propiciados por la industria de la belleza, que siempre ha existido, pero que ahora tiene el respaldo incondicional del discurso de la ciencia, con lo que esta implica: la noción (errónea claro está) de la neutralidad ética de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, sustentada por un crudo cinismo y hedonismo y una concepción arrogante de infalibilidad de la ciencia.
Entre nosotros, los psicoanalistas, los adolescentes se han ganado la fama de ser intratables e inaguantables,. No es este un simple prejuicio: son realmente difíciles, aunque no en la misma forma que en los tiempos de Erikson y de James Dean. No se trata de que no sean contestatarios, porque de la rebeldía, por poca causa que tenga, siempre algo se puede aprender. A mí me preocupa mucho más el cinismo y la simultánea desesperanza de estos jóvenes que nos llegan a la consulta y cuya única satisfacción en la vida es suspenderla, viajar a otros planetas, con la dimensión suicida que ello implica.
Entiéndase bien: los analistas no tenemos el derecho a generalizar. Siempre insistimos en que trabajamos con singularidades, con sujetos únicos e irrepetibles. Además, sólo podemos trabajar con una ínfima proporción de la población. Por lo tanto, no hablo en términos de valor universal. Por otra parte, sigo recibiendo y tratando adolescentes que presentan cuadros clínicos que siguen los modelos tradicionales, si se puede hablar en estos términos (neurosis obsesiva, fobias, histerias, aunque estas sean más atípicas, y casos de psicosis, más esquizofrenias que paranoias hoy en día). Pero aún en estos casos que presentan sintomatologías tradicionales, en la mayoría de los adolescentes que he visto últimamente, según me cuentan mis colegas en Australia y lo que escucho en nuestros seminarios y presentaciones clínicas, los efectos de la destrucción de la experiencia, núcleo del malestar en nuestra cultura, son patogénicos de manera directa. No se trata, como diría algún manual de psiquiatría, de “factores sociales y culturales que contribuyen a una predisposición” a la neurosis o a la psicosis, sino de causas directas en las que convergen la voluntad de goce (para usar la expresión de Lacan) pulsional con la voluntad de goce del discurso dominante. Puedo ilustrar esta faceta de este estado de cosas con otro caso.
Fuera del discurso
Un segundo caso, de psicosis paranoica esta vez, ilustra otro aspecto del malestar en la cultura, aspecto que ha adoptado características francamente siniestras en el sentido freudiano de lo siniestro (das Unheimliche). Se trata de un muchacho de dieciocho años en el momento de la primera consulta, con un diagnóstico psiquiátrico de borderline personal disorder (trastorno límite de la personalidad). Pese a los signos y síntomas evidentes de psicosis paranoica detectables en la entrevista psicoanalítica, al no presentar confusión ni estados alucinatorios obvios los establecimientos psiquiátricos por los que había pasado le habían impuesto esa categoría diagnóstica por descarte. Lo curioso del caso es que, pese a ello, el paciente había sido bombardeado con medicación antipsicótica y presentaba efectos secundarios severos a raíz de ella. El desencadenante del episodio psicótico que había sufrido unos dieciocho meses antes se había atribuido a un primer encuentro con la marihuana que, al menos en Australia, ahora se considera, en la psiquiatría oficial, como un factor precipitante común de las psicosis esquizofrénicas. De haberle escuchado contar su historia los psiquiatras que lo habían tratado anteriormente, habrían reconocido en este muchacho (claro está, de haber tenido una formación psicoanalítica mínima) la forclusión del Nombre del Padre y la fijación brutal de una posición de sometimiento al Otro del goce tiránico.
El punto que me interesa destacar en este caso es que, al menos donde vivo, en la práctica psiquiátrica los medicamentos han reemplazado irreversiblemente al trabajo de desarrollo de la transferencia y del discurso como mediador creativo en la relación con ese ser, el psicótico, que está ya fuera de discurso, y que lo que menos necesita es que se le expulse definitivamente del discurso. Paradójicamente, es con la psicosis que, al menos en nuestro medio, podemos demostrar en concreto la eficacia del psicoanálisis. Crecientemente maltratado y excluido de los servicios públicos de salud mental, el psicótico (el que lo puede hacer), recurre más y más al psicoanalista en la consulta privada, donde encuentra la posibilidad de la estabilización a través de la palabra y, a veces, aún mejor, de la creación sintomática. Para hacerlo, el psicoanalista tiene que estar preparado para enfrentarse con el discurso, abrumador en su poder económico, de las grandes empresas farmacéuticas, y con una práctica psiquiátrica cada vez más dominada por un horror de la transferencia y una veneración fetichista de la droga.
Pero el discurso analítico resiste. Como dijera Freud en su viaje final, a su llegada a Londres: “The struggle is not over” (“La lucha no ha cesado”). El discurso analítico es uno de los pocos que quedan en los que el vínculo social humano es lo que cuenta. Por lo que tiene su porvenir, aun cuando, como dijera Lacan, será de valor si no es sólo para unos pocos.
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