La vida de la Ley de Responsabilidad Penal del Menor no ha sido fácil. Desde su publicación a principios de 2000, gobernando el Partido Popular, su trayectoria ha estado jalonada de ataques y propuestas de cambios, especialmente en momentos en los que algún acto delictivo cruel y sangriento cometido por menores tiene una presencia reiterada en los medios de comunicación.
Alrededor del doloroso entierro de una víctima, es fácil dejarse llevar por la rabia y pedir para menores la aplicación de sanciones similares a las utilizadas con delincuentes adultos. Se piden rebaja de la edad penal y mano muy dura contra los asesinos. La idea es simple: cuanto más baja la edad y cuando más dura la mano, mucho mejor.
La investigación evolutiva tiene demostrado que a partir de los 14 o 15 años las capacidades cognitivas de chicos y chicas son similares a las de los adultos. Pero también que los adolescentes son más impulsivos, más sensibles a la presión del grupo, y tienden a centrarse en las consecuencias a corto plazo de sus actos, prestando escasa atención a muchas de sus consecuencias futuras, sobre todo en situaciones de alto contenido emocional. Estudios recientes con técnicas de neuroimagen han mostrado cómo en los años que siguen a la pubertad hay una enorme sensibilidad ante las recompensas inmediatas, así como mayores dificultades para el control de impulsos y para la ajustada previsión de consecuencias. Por ello son típicas de la adolescencia conductas exploratorias que a veces tienen algún componente antisocial, pero que no deben interpretarse –porque no lo son– como el inicio de una carrera criminal. La inmensa mayoría de adolescentes y jóvenes hacen luego una transición hacia las conductas adultas consideradas responsables y adecuadas. No nos encontramos, pues, ante una juventud que deba ser considerada delincuente y peligrosa.
Pero hay algunos chicos y chicas que hacen daño a otras personas. En excepcionales casos extremos, el daño puede llevar –como recientemente en Seseña– a la muerte de la víctima. Y es ahí donde bulle la sangre que pide palo y tente tieso. Puesto que la responsabilidad penal está ahora en los 14 años, si el autor o autora del terrible acto tiene 12, se pide que la edad penal baje a esa edad. ¿Y si quien comete el asesinato tuviera 10 años? Pues que se rebaje a 9, por si acaso. Y, eso sí, mano dura. Cuanto más dura, mejor.
Mientras que en la mayor parte de los países europeos la responsabilidad penal de los menores está fijada, como en España, a partir de los 14 años, en el Reino Unido el planteamiento es más severo, con la edad penal a los 10 años. A principios de los 90, dos niños de esa edad asesinaron a un pobre pequeño de dos años. Los asesinos fueron juzgados y condenados por un tribunal ordinario. Por la edad y la forma en que fueron juzgados y cumplieron su sentencia, éste es un buen ejemplo de justicia penal punitiva aplicada a quienes ni siquiera han llegado aún a la pubertad. Hace algunas semanas, poco después de que cumplieran su condena y fueran puestos en libertad, uno de los dos chicos, ya mayor de edad, fue detenido bajo la acusación de un grave delito. Al menos en este caso, el tratamiento penal de adulto a una edad muy temprana ha demostrado no ser eficaz para recuperar a este chico y para proteger a posibles víctimas.
La última etapa de la infancia y más aún la adolescencia, son períodos de una enorme plasticidad en que las relaciones que chicos y chicas mantienen con su entorno son fundamentales para la adquisición de las competencias precisas para convertirse en adultos responsables. Para quienes deben ser apartados de la sociedad por sus delitos, no es lo mismo un centro orientado a su recuperación que otro dedicado a su custodia. Los centros para menores procuran ofrecer a los adolescentes antisociales un contexto favorable, no limitando su acceso a experiencias necesarias para alcanzar la madurez. Por el contrario, las cárceles son entornos aversivos en los que el contacto con otros delincuentes adultos servirá para fortalecer en ellos sus tendencias antisociales. No es de extrañar que la mayoría de estudios encuentren que, en igualdad de condiciones, la reincidencia es mayor en los menores internados en centros penitenciarios ordinarios. No parece, por tanto, que a largo plazo la reclusión desde pronto en prisiones cumpla la función de proteger a la sociedad, ya que bien puede estar contribuyendo a la reincidencia de los menores encarcelados.
Tendemos a dividir la sociedad en víctimas y verdugos, en lobos y corderos. Tendemos a pensar que ni nosotros ni nuestros hijos estamos en el lado oscuro. Pero si uno de nuestros hijos adolescentes entrara en algún momento en contacto con el sistema penal, ¿querríamos para él una ley punitiva aplicada en un entorno carcelario adulto o una ley rehabilitadora que le permitiese no sólo cumplir una pena, sino también integrarse luego en la sociedad?El principal problema de la Ley del menor no es su contenido, que es acorde con la doctrina internacional mayoritaria y que tiene un enfoque fundamentalmente reeducativo. Lo que habría que mejorar es su aplicación en centros cada vez mejores, cada vez mejor dotados y cada vez más eficazmente orientados a la rehabilitación y reintegración social de quienes han cometido delitos.
Por lo demás, los debates en torno a la rebaja de la edad penal sólo sirven para poner descarnadamente al desnudo las contradicciones de algunas posturas adultas, que sostienen al mismo tiempo que un chico o una chica de 12 años ya tiene suficiente madurez como para tomar decisiones que deben ser juzgadas penalmente como las de los adultos, pero que ese mismo chico o chica son a los 16 años todavía inmaduros para votar o para decidir por su cuenta sobre el curso de un embarazo. Una falta de sentido tan palmaria como la de convertir en asesor sobre materias penales a un hombre que ha tenido la desgracia de verse desgarrado por el asesinato de su hija.
Alfredo Oliva y Jesús Palacios
Profesores del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Sevilla
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