1.
Introducción
En
algunos países las administraciones educativas han lanzado campañas nacionales
a través de los medios de comunicación social con el fin de crear una cierta
conciencia social que favorezca la prevención de fenómenos violentos en las
escuelas. En otros países, como el nuestro, tal vez porque aún no se han
sufrido muchos casos extremos de violencia en las escuelas, la información
disponible sobre la cuestión es, como mínimo, muy limitada, y no se ha hecho
más que empezar en cuanto a la puesta en marcha de programas o planes de acción
para la prevención y el tratamiento de dichos fenómenos.
En
cualquier caso, los educadores somos cada vez más conscientes de la envergadura
del tema que aquí vamos a tratar; sabemos que, para comenzar, debemos
plantearlo en positivo, es decir, no se trata tanto de qué hacemos para
enfrentarnos a los casos de violencia, como de qué hacemos para convertir
nuestros centros en espacios adecuados para el aprendizaje de la convivencia en
el marco de una democracia.
2.
¿De qué estamos hablando exactamente cuando decimos "violencia
escolar"
Una
de las primeras dificultades a las que nos enfrentamos al comenzar a analizar
los fenómenos de supuesta violencia en la escuela es a la de la imprecisión en
el lenguaje. En efecto, no podemos considerar dentro de la misma categoría un
insulto u otra falta más o menos leve de disciplina o, por ejemplo, un episodio
de vandalismo o de agresión física con un arma. No obstante, existe una clara
tendencia en la opinión pública y tal vez entre muchos profesores (quienes, no
lo olvidemos, son los principales creadores de opinión sobre la enseñanza y los
centros escolares) a «meter todo en el mismo saco» y a entender, de manera
simplista, que se trata de manifestaciones distintas de un mismo sustrato violento
que caracterizaría a los niños y jóvenes de hoy. A pesar de ello, puesto que
muchos fenómenos no pueden considerarse propiamente como violentos, entiendo
como más inclusiva y adecuada la expresión de comportamiento o conducta
antisocial en las escuelas. Así, en mi opinión, son seis los tipos o categorías
de comportamiento antisocial entre los que debemos diferenciar:
A:
Disrupción en las aulas
B:
Problemas de disciplina (conflictos entre profesorado y alumnado)
C:
Maltrato entre compañeros («bullying»)
D:
Vandalismo y daños materiales
E:
Violencia física (agresiones, extorsiones)
F:
Acoso sexual
La
disrupción en las aulas constituye la preocupación más directa y la fuente de
malestar más importante de los docentes. Su proyección fuera del aula es
mínima, con lo que no se trata de un problema con tanta capacidad de atraer la
atención pública como otros que veremos después. Cuando hablamos de disrupción
nos estamos refiriendo a las situaciones de aula en que tres o cuatro alumnos
impiden con su comportamiento el desarrollo normal de la clase, obligando al
profesorado a emplear cada vez más tiempo en controlar la disciplina y el
orden. Aunque de ningún modo puede hablarse de violencia en este caso, lo
cierto es que la disrupción en las aulas es probablemente el fenómeno, entre
todos los estudiados, que más preocupa al profesorado en el día a día de su
labor, y el que más gravemente interfiere con el aprendizaje de la gran mayoría
de los alumnos de nuestros centros.
Las
faltas o problemas de disciplina, normalmente en forma de conflictos de
relación entre profesores y alumnos, suponen un paso más en lo que hemos
denominado disrupción en el aula. En este caso, se trata de conductas que
implican una mayor o menor dosis de violencia —desde la resistencia o el «boicot»
pasivo hasta el desafío y el insulto activo al profesorado—, que pueden
desestabilizar por completo la vida cotidiana en el aula. Sin olvidar que, en
muchas ocasiones, las agresiones pueden ser de profesor a alumno y no
viceversa, es cierto que nuestra cultura siempre ha mostrado una
hipersensibilidad a las agresiones verbales —sobre todo insultos explícitos— de
los alumnos a los adultos (Debarbieux, 1997), por cuanto se asume que se trata
de agresiones que «anuncian» problemas aún más graves en el caso futuro de no
atajarse con determinación y «medidas ejemplares».
El
término «bullying», de difícil traducción al castellano con una sola palabra,
se emplea en la literatura especializada para denominar los procesos de
intimidación y victimización entre iguales, esto es, entre alumnos compañeros
de aula o de centro escolar (Ortega y Mora-Merchán, 1997). Se trata de procesos
en los que uno o más alumnos acosan e intimidan a otro —víctima— a través de
insultos, rumores, vejaciones, aislamiento social, motes, etc. Si bien no
incluyen la violencia física, este maltrato intimidatorio puede tener lugar a
lo largo de meses e incluso años, siendo sus consecuencias ciertamente
devastadoras, sobre todo para la víctima.
El
vandalismo y la agresión física son ya estrictamente fenómenos de violencia; en
el primer caso, contra las cosas; en el segundo, contra las personas. A pesar
de ser los que más impacto tienen sobre las comunidades escolares y sobre la
opinión pública en general, los datos de la investigación llevada a cabo en
distintos países sugieren que no suelen ir más allá del 10 por ciento del total
de los casos de conducta antisocial que se registran en los centros educativos.
No obstante, el aparente incremento de las extorsiones y de la presencia de
armas de todo tipo en los centros escolares, son los fenómenos que han llevado
a tomar las medidas más drásticas en las escuelas de muchos países (Estados
Unidos, Francia y Alemania son los casos más destacados, como cualquier lector
habitual de prensa sabe).
El
acoso sexual es, como el bullying, un fenómeno o manifestación «oculta» de
comportamiento antisocial. Son muy pocos los datos de que se dispone a este
respecto. En países como Holanda (Mooij, 1997) o Alemania (Funk, 1997), donde
se han llevado a cabo investigaciones sobre el tema, las proporciones de
alumnos de secundaria obligatoria que admiten haber sufrido acoso sexual por
parte de sus compañeros oscila entre el 4 por ciento de los chicos de la
muestra alemana y el 22 por ciento de las chicas holandesas. En cierta medida,
el acoso sexual podría considerarse como una forma particular de bullying, en
la misma medida que podríamos considerar también en tales términos el maltrato
de carácter racista o xenófobo. Sin embargo, el maltrato, la agresión y el
acoso de carácter sexual tienen la suficiente relevancia como para
considerarlos en una categoría aparte.
Y,
ya entre paréntesis, habría que apuntar dos fenómenos típicamente escolares que
también podrían categorizarse como comportamientos antisociales, aunque no se vayan
a tratar en este artículo: el primero es el absentismo, que da lugar a
importantes problemas de convivencia en muchos centros escolares; el segundo
cabría bajo la denominación de fraude en educación o, si se prefiere, de
«prácticas ilegales» (Moreno, 1992, pp. 198 y ss.), esto es, copiar en los
exámenes, plagio de trabajos y de otras tareas, recomendaciones y tráfico de
influencias para modificar las calificaciones de los alumnos, y una larga lista
de irregularidades que, para una buena parte del alumnado, hacen del centro
escolar una auténtica «escuela de pícaros».
3.
¿Qué sabemos sobre los fenómenos de comportamiento antisocial en los centros
escolares?
Para
empezar, el análisis de las distintas categorías de comportamiento antisocial
que acabamos de llevar a cabo nos permite adelantar algunas observaciones de
cierto interés. En primer lugar, podría decirse que en los centros se dan
muchos conflictos, y de muchos tipos, y no tanta violencia extrema como los
medios de comunicación —y la opinión pública que a partir de ellos se
configura— podrían estar dando a entender. La existencia de conflictos en las
instituciones escolares no solamente no debe asustarnos, ni siquiera
preocuparnos, sino que debemos entenderla como algo en principio natural en
cualquier contexto de convivencia entre personas; así, por el contrario, los
conflictos pueden ser oportunidades de aprendizaje y de desarrollo personal
para todos los miembros de la comunidad escolar.
En
segundo lugar, nuestro análisis inicial de las seis categorías deja claro,
aparte de los distintos niveles de «gravedad», que puede hablarse de dos
grandes modalidades de comportamiento antisocial en los centros escolares:
visible e invisible. Así, la mayor parte de los fenómenos que tienen lugar
entre alumnos —el bullying, el acoso sexual, o cierto tipo de agresiones y
extorsiones— resultan invisibles para padres y profesores; por otro lado, la
disrupción, las faltas de disciplina y la mayor parte de las agresiones o el
vandalismo, son ciertamente bien visibles, lo que puede llevarnos a caer en la
trampa de suponer que son las manifestaciones más importantes y urgentes que
hay que abordar, olvidándonos así de los fenómenos que hemos caracterizado por
su invisibilidad.