viernes, 14 de febrero de 2014

FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL. MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Mª Elena de la Peña Fernández (Extracto)

Introducción
En el presente capítulo se va a mostrar cómo la conducta antisocial puede verse desencadenada por multitud de factores, subrayándose, así, su multicausalidad. Cuando se estudia un fenómeno tan complejo y envuelto en una fuerte polémica conceptual, una de las estrategias más eficaces para comprenderlo consiste en conceptualizar sus determinantes, más que como causas, como factores de riesgo.
Para Berkowitz (1996), un factor de riesgo es una condición que aumenta la probabilidad de la ocurrencia de acciones agresivas aunque no de forma invariable. Loeber (1990), por otra parte, conceptualiza estos factores como eventos que ocurren con anterioridad al inicio del problema y que predicen el resultado posterior, incrementando la probabilidad de su ocurrencia por encima de los índices básicos de la población. Esta perspectiva es la que, a juicio de Berkowitz (1996), debería adoptarse al considerar todas las condiciones que pueden promover la conducta antisocial y delictiva en jóvenes y adolescentes.

Cuando se introduce el concepto de factor de riesgo suelen realizarse una serie de aclaraciones. En primer lugar, se dice que el concepto de factor de riesgo es “probabilístico”, no determinista. El que un individuo presente factores de riesgo no implica que necesariamente vaya a desarrollar conductas problemáticas; significa únicamente que, si lo comparamos con un individuo sin esos factores, tendrá una mayor probabilidad de llegar a implicarse en esas conductas. En relación con esta idea, es necesario matizar que los factores de riesgo no llegan a tener el estatus de “causas”, es decir, son elementos predictores, pero no implican una causación directa y lineal. Por otra parte, es necesario también tener en cuenta que, hoy por hoy, ningún factor de riesgo por sí solo permite predecir adecuadamente la conducta problema. Se tiende a admitir que estos factores actúan en interrelación; las distintas variables interactúan, se modulan y se influyen entre sí. Precisamente una de las dificultades con las que se encuentra la investigación sobre este tema hace referencia a cómo se articulan entre sí las distintas variables. Se conocen muchas variables predictoras de la conducta problema y, sin embargo, se sabe relativamente poco de cómo se ordenan y se relacionan esos factores entre sí (Luengo et al., 2002).

Así, cabe suponer que diferentes factores de riesgo tienen distintos mecanismos de influencia sobre la conducta. Algunos de ellos quizás ejerzan sus efectos de un modo relativamente directo, sin mediadores: si los amigos refuerzan positivamente las conductas antisociales, el individuo podrá tener más probabilidades de llevarlas a cabo, quizás sin necesidad de ningún otro proceso intermedio. En otros casos, sin embargo, la influencia puede ser indirecta: un clima familiar deteriorado puede no incidir directamente sobre la actividad desviada, pero pueden dar lugar a que el adolescente pase más tiempo fuera de casa y tenga una mayor probabilidad de contactos con amigos problemáticos; éste sería el factor con efecto “próximo” o directo sobre la conducta desviada. En otras ocasiones, la influencia de los factores de riesgo puede ser “condicional”, es decir, pueden actuar haciendo que el sujeto sea más vulnerable a otros factores. Una baja asertividad, por ejemplo, podría facilitar la conducta antisocial no porque en sí misma induzca a ella, sino porque la baja asertividad puede hacer al sujeto más vulnerable a la influencia de los amigos.
Bien es cierto que no se pueden hacer simplificaciones con respecto a los factores específicos que codeterminan la conducta antisocial. Su complejidad, así como los distintos niveles de su influencia (biológicos, psicológicos, sociales y jurídicos), unidos a la heterogeneidad conceptual de los comportamientos antisociales, excluyen respuestas simples.

No obstante, se puede decir mucho sobre las influencias que sitúan a jóvenes y adolescentes en riesgo de emitir conductas desviadas y de los posibles mecanismos en los que operan muchas de estas influencias. La cuestión de más interés es conocer quién es más propenso a convertirse en antisocial y cuáles son los factores que conducen a tal situación.
Asimismo, pensar en términos de probabilidad sobre las condiciones que pueden potenciar la conducta violenta es útil en muchos ámbitos de la vida, incluyendo las ciencias naturales, la educación y las ciencias sociales. Para tomar una decisión en cualquiera de estas áreas es necesario considerar la probabilidad de que cierto hecho se produzca o no, y en base al conocimiento e información disponibles, estimar la probabilidad (grande, moderada o pequeña) de que el suceso se produzca realmente. De este modo, la revisión de los factores que en este capítulo se exponen permitirá hacer estimaciones razonables o afirmaciones de probabilidad sobre las condiciones que promueven la conducta antisocial.
El objetivo principal de este capítulo es, por tanto, identificar los factores que colocan a los individuos bajo riesgo de comportamiento antisocial. Este riesgo hace fundamentalmente referencia al incremento de la probabilidad de la conducta sobre los índices básicos de la población (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Se ha de tener en cuenta que, además de hablar de factores de riesgo de las conductas antisociales, que hacen referencia a aquellas características individuales y/o ambientales que aumentan la probabilidad de la aparición de dichas conductas o un mantenimiento de las mismas; existen los factores de protección. Un factor de protección es una característica individual que inhibe, reduce o atenúa la probabilidad del ejercicio y mantenimiento de las conductas antisociales. En este sentido, los factores de riesgo y de protección no son más que los extremos de un continuo y que un mismo factor será protector o de riesgo según el extremo de la escala en que esté situado. Así, por ejemplo, el rasgo impulsividad puede ser un factor de riesgo de conductas antisociales cuando tiene un valor elevado en los individuos, mientras que sería un factor de protección cuando su valor es muy bajo. La presencia o ausencia de los mismos no es una garantía de la presencia o ausencia de conductas antisociales respectivamente. Asimismo, a mayor número de factores de riesgo habrá mayor probabilidad de que aumente la probabilidad de aparición de conductas antisociales.

Clasificación de los factores de riesgo

Los factores de riesgo no son entidades que actúen aisladamente determinando unívocamente unas conductas sino que al interrelacionarse, predicen tendencias generales de actuación. Esto conduce a que la exposición de los principales factores de riesgo para el ejercicio de conductas antisociales se realice atendiendo a dos grandes grupos: 1) factores ambientales y/o contextuales y, 2) factores individuales. Asimismo, los factores individuales se subdividen, a su vez, en: a) mediadores biológicos y factores bioquímicos, b) factores biológico-evolutivos, c) factores psicológicos y, d) factores de socialización (familiares, grupo de iguales y escolares).

Factores ambientales y/o contextuales

La sociedad constituye el marco general donde cohabitan tanto los individuos como los grupos. Los medios de comunicación de masas, las diferencias entre zonas, el desempleo, la pobreza y una situación social desfavorecida, así como las propias variaciones étnicas, son claros factores de riesgo de cara a cometer comportamientos desadaptados y antisociales 

Los medios de comunicación de masas

Aunque en algunos momentos se ha supuesto que contemplar imágenes violentas podría incluso reducir las conductas agresivas (la llamada hipótesis de la “catársis”, Lorenz, 1966), lo cierto es que se dispone en la actualidad de una amplia evidencia sobre el efecto contrario (Bushman y Anderson, 2001; Donnerstein, 2004; Huesmann, Moise y Podolski, 1997; Huesmann, Moise, Podolski y Eron, 2003; Meyers, 2003; Wheeler, 1993).

En 1975, la comunicación especial de Rothenberg sobre el “Efecto de la Violencia Televisada en Niños y Jóvenes” alertó a la comunidad sobre los efectos perniciosos de la visión de la violencia televisiva en el normal desarrollo del niño al incrementar tanto los niveles de agresividad física como la conducta antisocial. Esta comunicación, al igual que otras procedentes de organizaciones profesionales como la Academia Americana de Pediatría o la APA (Asociación de Psicología Americana) que llegaban a similares conclusiones, estaba fundamentada en los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre las “Causas y Prevención de la Violencia” (Baker y Ball, 1969) y en el Informe sobre “Televisión y Desarrollo: El Impacto de la Violencia Televisada” (Surgeon General’s Scientific Advisory Committee on Television and Social Behavior, 1972). Con posterioridad, estos resultados fueron reforzados por el informe del Instituto Nacional de Salud Mental: “Televisión y conducta: Diez años de progreso científico e implicaciones para los ochenta” (Pearl, Bouthilet y Lazar, 1982) en el que, de nuevo, se exponía un amplio consenso desde la literatura científica acerca de que la exposición a la violencia televisiva incrementaba la agresividad física exhibida por niños y adolescentes (Brandon, 1996).

Es por ello que se ha hecho necesario regular legalmente cuales deben ser los programas, contenidos y horarios de emisión de la programación infantil. Para ello, la Ley 25/1994, del 12 de Julio, incorpora al ordenamiento jurídico español, la Directiva de la Unión Europea de 1989 sobre la coordinación de disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros, relativas al ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva, siendo el artículo 17 de dicha ley, el que se refiere expresamente a la protección de los menores frente a la programación (Vázquez, 2003).

De esta forma, el estudio científico de los efectos perniciosos de la observación de la violencia en la televisión fue desarrollándose hasta quedar conceptualizado hoy en día como un importante factor de riesgo del comportamiento agresivo (Donnerstein, 2004). Entendiendo éste como un conjunto de condiciones presentes en el individuo o en el ambiente que producen un aumento en la probabilidad de desarrollar un determinado problema como es, en este caso, la conducta violenta (Donnerstein, 1998; Drewer, Hawkins, Catalano y Neckerman, 1995; Huesmann et al., 2003; Lefkowitz, Eron, Walder y Huesmann, 1977; Meyers, 2003); llegando a conformarse lo que hoy en día se denomina la Teoría del Efecto Causal entre la visión de la violencia televisiva y la conducta agresiva. Aunque no hay suficiente evidencia empírica que la apoye (Freedman, 1984; Lynn, Hampson y Agahi, 1989), según Björkqvist (1986), la mayor parte de ésta parece estar a favor de la Teoría del Aprendizaje Social que postula que la observación de imágenes violentas provoca un incremento de la conducta agresiva debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento instrumental vicario (Bandura, 1973).

Del Barrio (2004b) señala que para explicar la acción de la televisión sobre la aparición de la agresión se recurre a varias teorías: 1) identificación, mediante aprendizaje vicario, 2) desensibilización, inhibiendo la respuesta de desagrado innata hacia la agresión y, 3) las condiciones personales, temporales, familiares y ambientales en las que el niño ve la televisión. Así, los mecanismos psicológicos a través de los cuales la observación de violencia televisada puede llegar a facilitar la expresión de la conducta agresiva o antisocial, implican el aprendizaje, por parte de los jóvenes, de que determinados tipos de agresión o violencia están justificados o son más aceptados bajo determinadas circunstancias, legitimando así la agresión a través de la violencia observada en los medios de comunicación (Watt y Krull, 1977). La exposición a la violencia incrementaría, por tanto, el nivel de tolerancia, enseñando a los niños observadores a elevar el nivel de la conducta agresiva considerada como “aceptable” (Donnerstein, Slaby y Eron, 1994; Drabman, Thomas y Jarvie, 1977; Huesmann y Miller, 1994; Huesmann, et al., 1997; Huesmann et al., 2003; Livingstone, 1996; Meyers, 2003; Molitor y Hirsch, 1994; Schneider, 1994) hasta llegar a relacionarse con la aparición de comportamientos altamente violentos, como puede ser el homicidio (Bushman y Anderson, 2001; Heide, 2004; Wheeler, 1993).

Entre la gran cantidad de factores que han sido analizados en diversas investigaciones con objeto de determinar los efectos de la observación de la televisión violenta en el comportamiento agresivo, caben destacar el carácter justificado o injustificado de ésta (Andreu, Madroño, Zamora y Ramírez, 1996; Berkowitz y Powers, 1979; Peña, Andreu y Muñoz-Rivas., 1999), la visión de la violencia recompensada o castigada y la presencia de armas (Paik y Comstock, 1994), la identificación personal con la agresión y sus consecuencias (Rowe y Herstand, 1986), las actitudes y creencias normativas hacia la agresión interpersonal y la visión de la lencia televisada (Huesmann, Eron, Czilli y Maxwell, 1996; Walker y Morley, 1991), la identificación personal con los personajes agresivos (Huesmann et al., 1984, 2003), las atribuciones y la evaluación moral de los perpetradores de la violencia (Rule y Ferguson, 1986) y la valoración de la agresión observada; especialmente relevante cuando definimos el límite entre la agresión aceptada y la agresión censurable (Mustonen y Pulkkinen, 1993). Asimismo, como ya señaló Gunter (1985), el contexto moral del comportamiento debe ser un factor más a considerar ya que es un importante mediador en la percepción de la conducta antisocial.

Un trabajo reciente llevado a cabo por Huesmann et al. (2003) muestra que los niños que ven televisión violenta tienen una conducta más agresiva 15 años más tarde en comparación al grupo control, afectando más a los hombres que a las mujeres y a los niños más que a los adolescentes o a los adultos. Meyers (2003) encuentra resultados en la misma dirección, añadiendo cómo la agresión futura correlaciona más fuertemente con aquellos sujetos que previamente tenían altos niveles de agresión. En la misma investigación se encuentra que la educación paterna y el éxito escolar son las variables que presentan una mayor correlación negativa con la agresión y con ver televisión violenta, tanto en niños como en niñas, pudiendo ser consideradas como los factores de protección más importantes para estas variables.
 Entre las últimas investigaciones sobre el tema, se ha encontrado otro efecto indeseable de la violencia televisiva, hasta ahora menos estudiado, como es la influencia que tiene en sujetos que no son agresivos. Parece ser que la visión de escenas violentas incrementa en ellos el miedo a ser víctima y temor a ser agredido en el mundo real y, este miedo, les puede llegar a convertir en objetivos de la agresión de compañeros agresivos o violentos (Del Barrio, 2004b; Donnerstein, 2004).