viernes, 29 de noviembre de 2013

FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL.CONDUCTA ANTISOCIAL EN ADOLESCENTES: MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Mª Elena de la Peña Fernández

3.1. Introducción
En el presente capítulo se va a mostrar cómo la conducta antisocial puede verse desencadenada por multitud de factores, subrayándose, así, su multicausalidad. Cuando se estudia un fenómeno tan complejo y envuelto en una fuerte polémica conceptual, una de las estrategias más eficaces para comprenderlo consiste en conceptualizar sus determinantes, más que como causas, como factores de riesgo.
Para Berkowitz (1996), un factor de riesgo es una condición que aumenta la probabilidad de la ocurrencia de acciones agresivas aunque no de forma invariable. Loeber (1990), por otra parte, conceptualiza estos factores como eventos que ocurren con anterioridad al inicio del problema y que predicen el resultado posterior, incrementando la probabilidad de su ocurrencia por encima de los índices básicos de la población. Esta perspectiva es la que, a juicio de Berkowitz (1996), debería adoptarse al considerar todas las condiciones que pueden promover la conducta antisocial y delictiva en jóvenes y adolescentes.

Cuando se introduce el concepto de factor de riesgo suelen realizarse una serie de aclaraciones. En primer lugar, se dice que el concepto de factor de riesgo es “probabilístico”, no determinista. El que un individuo presente factores de riesgo no implica que necesariamente vaya a desarrollar conductas problemáticas; significa únicamente que, si lo comparamos con un individuo sin esos factores, tendrá una mayor probabilidad de llegar a implicarse en esas conductas. En relación con esta idea, es necesario matizar que los factores de riesgo no llegan a tener el estatus de “causas”, es decir, son elementos predictores, pero no implican una causación directa y lineal. Por otra parte, es necesario también tener en cuenta que, hoy por hoy, ningún factor de riesgo por sí solo permite predecir adecuadamente la conducta problema. Se tiende a admitir que estos factores actúan en interrelación; las distintas variables interactúan, se modulan y se influyen entre sí. Precisamente una de las dificultades con las que se encuentra la investigación sobre este tema hace referencia a cómo se articulan entre sí las distintas variables. Se conocen muchas variables predictoras de la conducta problema y, sin embargo, se sabe relativamente poco de cómo se ordenan y se relacionan esos factores entre sí (Luengo et al., 2002).

Así, cabe suponer que diferentes factores de riesgo tienen distintos mecanismos de influencia sobre la conducta. Algunos de ellos quizás ejerzan sus efectos de un modo relativamente directo, sin mediadores: si los amigos refuerzan positivamente las conductas antisociales, el individuo podrá tener más probabilidades de llevarlas a cabo, quizás sin necesidad de ningún otro proceso intermedio. En otros casos, sin embargo, la influencia puede ser indirecta: un clima familiar deteriorado puede no incidir directamente sobre la actividad desviada, pero pueden dar lugar a que el adolescente pase más tiempo fuera de casa y tenga una mayor probabilidad de contactos con amigos problemáticos; éste sería el factor con efecto “próximo” o directo sobre la conducta desviada. En otras ocasiones, la influencia de los factores de riesgo puede ser “condicional”, es decir, pueden actuar haciendo que el sujeto sea más vulnerable a otros factores. Una baja asertividad, por ejemplo, podría facilitar la conducta antisocial no porque en sí misma induzca a ella, sino porque la baja asertividad puede hacer al sujeto más vulnerable a la influencia de los amigos.
Bien es cierto que no se pueden hacer simplificaciones con respecto a los factores específicos que codeterminan la conducta antisocial. Su complejidad, así como los distintos niveles de su influencia (biológicos, psicológicos, sociales y jurídicos), unidos a la heterogeneidad conceptual de los comportamientos antisociales, excluyen respuestas simples.

No obstante, se puede decir mucho sobre las influencias que sitúan a jóvenes y adolescentes en riesgo de emitir conductas desviadas y de los posibles mecanismos en los que operan muchas de estas influencias. La cuestión de más interés es conocer quién es más propenso a convertirse en antisocial y cuáles son los factores que conducen a tal situación.
Asimismo, pensar en términos de probabilidad sobre las condiciones que pueden potenciar la conducta violenta es útil en muchos ámbitos de la vida, incluyendo las ciencias naturales, la educación y las ciencias sociales. Para tomar una decisión en cualquiera de estas áreas es necesario considerar la probabilidad de que cierto hecho se produzca o no, y en base al conocimiento e información disponibles, estimar la probabilidad (grande, moderada o pequeña) de que el suceso se produzca realmente. De este modo, la revisión de los factores que en este capítulo se exponen permitirá hacer estimaciones razonables o afirmaciones de probabilidad sobre las condiciones que promueven la conducta antisocial.
El objetivo principal de este capítulo es, por tanto, identificar los factores que colocan a los individuos bajo riesgo de comportamiento antisocial. Este riesgo hace fundamentalmente referencia al incremento de la probabilidad de la conducta sobre los índices básicos de la población (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Se ha de tener en cuenta que, además de hablar de factores de riesgo de las conductas antisociales, que hacen referencia a aquellas características individuales y/o ambientales que aumentan la probabilidad de la aparición de dichas conductas o un mantenimiento de las mismas; existen los factores de protección. Un factor de protección es una característica individual que inhibe, reduce o atenúa la probabilidad del ejercicio y mantenimiento de las conductas antisociales. En este sentido, los factores de riesgo y de protección no son más que los extremos de un continuo y que un mismo factor será protector o de riesgo según el extremo de la escala en que esté situado. Así, por ejemplo, el rasgo impulsividad puede ser un factor de riesgo de conductas antisociales cuando tiene un valor elevado en los individuos, mientras que sería un factor de protección cuando su valor es muy bajo. La presencia o ausencia de los mismos no es una garantía de la presencia o ausencia de conductas antisociales respectivamente. Asimismo, a mayor número de factores de riesgo habrá mayor probabilidad de que aumente la probabilidad de aparición de conductas antisociales.

3.2. Clasificación de los factores de riesgo

Los factores de riesgo no son entidades que actúen aisladamente determinando unívocamente unas conductas sino que al interrelacionarse, predicen tendencias generales de actuación. Esto conduce a que la exposición de los principales factores de riesgo para el ejercicio de conductas antisociales se realice atendiendo a dos grandes grupos: 1) factores ambientales y/o contextuales y, 2) factores individuales. Asimismo, los factores individuales se subdividen, a su vez, en: a) mediadores biológicos y factores bioquímicos, b) factores biológico-evolutivos, c) factores psicológicos y, d) factores de socialización (familiares, grupo de iguales y escolares).

 3.2.1. Factores ambientales y/o contextuales

La sociedad constituye el marco general donde cohabitan tanto los individuos como los grupos. Los medios de comunicación de masas, las diferencias entre zonas, el desempleo, la pobreza y una situación social desfavorecida, así como las propias variaciones étnicas, son claros factores de riesgo de cara a cometer comportamientos desadaptados y antisociales (véase resumen Tabla 3.1.).

 3.2.1.1. Los medios de comunicación de masas

Aunque en algunos momentos se ha supuesto que contemplar imágenes violentas podría incluso reducir las conductas agresivas (la llamada hipótesis de la “catársis”, Lorenz, 1966), lo cierto es que se dispone en la actualidad de una amplia evidencia sobre el efecto contrario (Bushman y Anderson, 2001; Donnerstein, 2004; Huesmann, Moise y Podolski, 1997; Huesmann, Moise, Podolski y Eron, 2003; Meyers, 2003; Wheeler, 1993).

En 1975, la comunicación especial de Rothenberg sobre el “Efecto de la Violencia Televisada en Niños y Jóvenes” alertó a la comunidad sobre los efectos perniciosos de la visión de la violencia televisiva en el normal desarrollo del niño al incrementar tanto los niveles de agresividad física como la conducta antisocial. Esta comunicación, al igual que otras procedentes de organizaciones profesionales como la Academia Americana de Pediatría o la APA (Asociación de Psicología Americana) que llegaban a similares conclusiones, estaba fundamentada en los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre las “Causas y Prevención de la Violencia” (Baker y Ball, 1969) y en el Informe sobre “Televisión y Desarrollo: El Impacto de la Violencia Televisada” (Surgeon General’s Scientific Advisory Committee on Television and Social Behavior, 1972). Con posterioridad, estos resultados fueron reforzados por el informe del Instituto Nacional de Salud Mental: “Televisión y conducta: Diez años de progreso científico e implicaciones para los ochenta” (Pearl, Bouthilet y Lazar, 1982) en el que, de nuevo, se exponía un amplio consenso desde la literatura científica acerca de que la exposición a la violencia televisiva incrementaba la agresividad física exhibida por niños y adolescentes (Brandon, 1996).

Es por ello que se ha hecho necesario regular legalmente cuales deben ser los programas, contenidos y horarios de emisión de la programación infantil. Para ello, la Ley 25/1994, del 12 de Julio, incorpora al ordenamiento jurídico español, la Directiva de la Unión Europea de 1989 sobre la coordinación de disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros, relativas al ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva, siendo el artículo 17 de dicha ley, el que se refiere expresamente a la protección de los menores frente a la programación (Vázquez, 2003).

lunes, 4 de noviembre de 2013

MODELOS Y TEORÍAS EXPLICATIVAS DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL CONDUCTA ANTISOCIAL EN ADOLESCENTES: MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Mª Elena de la Peña Fernández

2.1. Introducción

A lo largo de la historia, diversas teorías han intentado dar respuestas al por qué de la delincuencia y cuáles son sus causas. Algunas de ellas se han centrado en configuraciones biológicas de los individuos, otras han subrayado la importancia de los mecanismos sociales y otras, en cambio, han llamado la atención sobre características psicológicas o psicosociales. Estos enfoques han ido dando lugar a distintas teorías a lo largo del tiempo, pero con un éxito desigual. La supervivencia y la aceptación de cada una de las teorías han tenido que ver con diversas circunstancias, no sólo con su propia valía científica, sino también con el contexto social, institucional, académico e ideológico-político en el que aparecían, favoreciendo determinadas explicaciones y siendo desechadas otras (Romero, 1998).
El estudio de la conducta antisocial o la delincuencia ha vivido, a lo largo de la historia, intensas fluctuaciones entre el interés manifestado por los factores individuales y los factores externos o sociales como causas explicativas de dichos comportamientos. Estas fluctuaciones han sido determinantes para entender la proliferación de determinadas teorías frente a otras y cómo han ido surgiendo a lo largo del tiempo. Si miramos hacia atrás, veremos como existió un claro desplazamiento de las variables de interés y metodología a utilizar, desde lo más Biológico-Psicológico-Psiquiátrico hasta lo más Sociológico. En los últimos tiempos ha comenzado a surgir de nuevo el interés por los factores biopsicológicos en la comprensión de la conducta antisocial, apareciendo nuevas teorías que integran variables de carácter interno o individual a los diferentes contextos de socialización, ya sean a nivel macro o microsocial.

Ante la dificultad que supone clasificar las teorías existentes, existiría la posibilidad de organizarlas dentro de un continuo en función del tipo de variables al que recurren a la hora de explicar la conducta antisocial, yendo, por tanto, desde el polo de lo más “interno o individual”, que recogería aquellas que parten de un enfoque psicobiológico, hacia el polo opuesto de lo más “externo o social” con teorías que defienden un enfoque puramente social.
En medio de este continuo se situarían todas aquellas que, alejandose de las posturas polarizadas, defienden enfoques psicobiosociales, psicosociales y multifactoriales, enfoque que hoy por hoy, es el que parece explicar de forma satisfactoria la multicausalidad del comportamiento antisocial.
A continuación, se describen los principales modelos y teorías explicativas sobre la génesis y/o mantenimiento de las conductas antisociales. Los factores de riesgo integrados en estas teorías constituyen los aspectos más relevantes a tener en cuenta, no sólo para la comprensión y explicación del propio comportamiento antisocial, sino también de cara a su oportuna prevención e intervención.

2.2. Del enfoque psicobiológico al psicobiosocial

Si comenzamos desde el polo de lo más “interno o individual”, es decir, aquellos autores que defienden que el comportamiento delincuente o antisocial se explica en función de la existencia de variables internas al propio individuo, nos encontraríamos primero con aquellas teorías que integran exclusivamente factores biológicos y psicológicos como fenómenos explicativos de la conducta antisocial. Dentro de este enfoque psicobiológico, las teorías más representativas serían las Evolucionistas, la Teoría de la personalidad de Cloninger (1987) y la Teoría de Eysenck (1964). Si avanzamos en el continuo podríamos encontrar cómo se va a añadir a los factores internos anteriormente expuestos, la importancia explicativa de ciertas variables que tienen que ver con los ámbitos de socialización más importantes, como pueden ser la familia y el contexto educativo-pedagógico. A esta nueva integración la denominaremos biopsicosocial, que estaría representada junto con la última reformulación de la Teoría de Eysenck (1983) sobre la conducta antisocial, por la Teoría de las personalidades antisociales de Lykken (1995) y la Taxonomía de Moffitt (1993).

2.2.1 Teorías Evolucionistas

El punto de partida de estas teorías sobre el estudio de la agresión y la violencia, se sitúa en la hipótesis de que las diferencias entre hombres y mujeres son más pronunciadas para aquellos tipos de agresión más extremos. De esta forma, los hombres mostrarían mayor agresión física que las mujeres mientras que habría una menor diferenciación para la agresión verbal. Asimismo, los hombres expresarían mayor impulsividad y hostilidad, siendo las diferencias ostensiblemente menores que para el caso anterior. Para la ira o el enfado apenas se constataría la existencia de diferencias (Archer et al., 1995).
Esta hipótesis se ha ido constatando ampliamente a través de múltiples estudios que usan tanto técnicas de auto-informe como experimentales, en los que invariablemente se muestra la existencia de mayores diferencias para la agresión física que para la verbal (Hyde, 1984). La práctica ausencia de dimorfismo sexual para la ira es además consistente con los diferentes estudios realizados sobre este tipo de emoción asociada al comportamiento agresivo (Averill, 1983). Asimismo, datos sobre actos violentos severos también sugieren que la diferencia sexual está más bien localizada en el grado de escalamiento de las acciones que siguen a la ira que en la frecuencia con la que el hombre o la mujer llegan a ser agresivos (Andreu et al., 1998; Archer, 1994).

Acorde al paradigma de la psicología evolucionista y teniendo presente la teoría de la selección sexual darwiniana (Trivers, 1972), el origen último de la violencia entre hombres sería optimizar la competición reproductiva entre aquellos varones sexualmente maduros dada, principalmente, su mayor variabilidad en el éxito reproductivo. De esta forma, se predeciría una mayor competitividad y toma de riesgos en hombres que en mujeres (Wilson y Daly, 1993), una disminución de las diferencias sexuales en agresión conforme avance la edad de los sujetos y, un aumento de la agresión física en aquellos hombres con pocos recursos físicos (Archer et al., 1995).
Asimismo, desde esta perspectiva, determinadas circunstancias serían predictoras de la violencia en el hombre: a) en respuesta a un desafío de la auto-estima o reputación por otros individuos del mismo sexo (Campbell, 1986; Daly y Wilson, 1988); b) en la búsqueda de status o reputación en un ambiente competitivo; c) en los celos y posesividad sexual de la mujer (Daly y Wilson, 1988; Daly, Wilson y Weghorst., 1982) y d) en la disputa por determinados recursos, especialmente aquellos que son importantes para el status y para la atracción sexual de individuos del otro sexo (Buss, 1989, 1992; Ellis, 1992; Feingold, 1992).

Por tanto, de forma simplificada, podríamos hablar, siguiendo a Archer et al. (1995), de tres situaciones básicas que serían predictoras de la agresión en el hombre: auto-estima y reputación, posesividad sexual y obtención de recursos. Los planteamientos evolucionistas parten del reconocimiento de que a la conducta delictiva subyace un sustrato genético o procesos de heredabilidad biológica. Christiansen (1970) y Cloninger, Segvardsson, Bohman y Von Knorring (1982), basándose en ideas neodarwinistas, plantean que si hay genes que influyen en la criminalidad es porque ésta presenta ventajas para la reproducción de la especie y debió tener algún tipo de función adaptativa para nuestros ancestros (Ellis, 1998).

De esta forma y lejos de pretender desarrollar teorías generales e integradas, los evolucionistas buscan sentido a la conducta criminal, defendiendo que el delito contribuye de algún modo, a que los genes puedan transmitirse con éxito a las generaciones futuras y ofrecen explicaciones para tipos específicos de delito. Por ejemplo, la violación sería un medio para reproducirse de un modo prolífico (Thornhill y Thornhill, 1992) ya que mediante tácticas copulatorias forzosas el individuo puede transmitir sus genes sin realizar inversiones a largo plazo en la crianza de sus hijos. El motivo de los delitos de malos tratos a la parejasería la amenaza de la infidelidad, puesto que si la pareja es infiel, el macho corre el riesgo de criar individuos que no portan sus genes, por tanto, el maltrato aparece como medio de mantener el acceso sexual exclusivo a su pareja (Smuts, 1993). De la misma forma, elmaltrato infantil y el infanticidio (Belsky, 1993) se darán con más probabilidad si los recursos son limitados y el sujeto tiene más descendencia de la que pude criar; así dichos actos podrán conseguir que los esfuerzos de crianza se concentren en un número inferior de sujetos. En otros casos, el maltrato se puede dirigir hacia los hijos con “desventajas” reproductivas (anomalías físicas y mentales) y que no serán “buenos” transmisores de la información genética; o cuando no existe una relación genética entre padres e hijos (hijos adoptivos o padrastros) se predice una mayor probabilidad de negligencia y malos tratos al niño. 

Otros planteamientos evolucionistas intentan explicar la delincuencia en general, sin centrarse en tipos específicos de delitos. Así, algunas teorías sostienen que el crimen es el resultado de una competitividad extrema (Charlesworth, 1988), donde las acciones utilizadas para luchar por los recursos necesarios para nuestra supervivencia pasan a ser consideradas delictivas.
Una de las teorías evolucionistas más conocidas es la Tª del continuo”r/K” (Rahav y Ellis, 1990; Rushton, 1995) o del “mating/parenting” (emparejamiento/crianza) (Rowe, 1996). El concepto de continuo”r/K” se refiere a las estrategias que utilizan los organismos a fin de reproducirse con éxito. Existe un continuo donde se sitúan todos los organismos animales, los más próximos al polo “r” se reproducen rápida y abundantemente invirtiendo poco tiempo y esfuerzo en la crianza de la descendencia, los próximos al polo “K” se reproducen lentamente y dedican mucho tiempo y energía a la crianza. Las distintas especies se sitúan alo largode ese continuo, los humanos seguimos una estrategia tipo “K”, por contra, la criminalidad y la psicopatía son propias de individuos tendentes a la estrategia “r”, buscando una reproducción extensa sin dedicar esfuerzos al cuidado de las crías y sin preocuparse por la estabilidad familiar o económica realizando actos considerados como “delictivos” o “psicopáticos”. La estrategia “r” es más común en los hombres por ello la teoría predice que la criminalidad será mayor en los varones. Hipotéticamente las razas donde el tipo “r” es más común, la conducta antisocial será más probable, lo que explicaría que en sujetos de raza negra se han encontrado tasas más altas de delitos que en los blancos y en éstos, tasas más altas que en los orientales (Ellis y Walsh, 1997). Estos temas han sido considerados por sus propios defensores como ideológicamente “sensibles”(Ellis, 1998) y la imagen “animal” y descarnada que nos presentan no es precisamente una imagen atractiva o fácil de asumir (Rowe, 1996). Así, reconocen que aunque exista influencia genética, los genes no “determinan” la conducta de un modo inevitable. El aprendizaje es fundamental en la configuración del comportamiento antisocial, aunque es evidente que lo genético determinaría porque unos individuos aprenden más determinadas conductas y no otras.  Los bioevolucionistas a pesar de admitir que sus teorías son demasiado nuevas para poder determinar su validez (Ellis, 1998), proporcionan explicaciones que pueden permitir generar nuevas hipótesis para la predicción del crimen.

2.2.2.Teoría Tridimensional de Personalidad de Cloninger

Cloninger (1987) postula la existencia de tres dimensiones de la personalidad, cada una de las cuales estaría definida según un neurotransmisor específico presente en las vías neuronales del sistema cerebral. Estas dimensiones de personalidad se pueden presentar en diferentes combinaciones en los seres humanos y estar genéticamente determinadas dando cuenta, por lo tanto, de la organización funcional que subyace a la personalidad de cada individuo. Dichas dimensiones son: la búsqueda de novedad, la evitación del daño y dependencia de la recompensa.
La búsqueda de la novedad sería una tendencia genética hacia la alegría intensa o la excitación como respuesta a estímulos nuevos o a señales de potenciales premios o potenciales evitadores del castigo, los que guiarían a la frecuente actividad exploratoria en la búsqueda incesante de potenciales recompensas así como también la evitación activa de la monotonía y el castigo potencial.

La evitación de la daño sería una tendencia hereditaria a responder intensamente a señales de estímulos aversivos, de allí que el sujeto aprende a inhibir conductas para evitar el castigo, la novedad y la no gratificación frustradora. Si el evento es conocido, el individuo va a dar una respuesta, pero si es desconocido para él, la respuesta será interrumpida. En otras palabras, esta dimensión involucra al sistema de inhibición conductual que actúa interrumpiendo las conductas cuando se encuentra algo inesperado. Las vías neuronales implicadas en este sistema presentan como neurotrasmisor principal la serotonina. El aumento en la actividad serotoninérgica inhibe también la actividad dopaminérgica, ya que ambas áreas están interrelacionadas. De este modo, se puede apreciar que al inhibir conductas, ya sea frente a castigos o a recompensas frustradas, disminuyen también las actividades exploratorias de los individuos.
La dependencia de la recompensa sería la tendencia heredada a responder intensamente a señales de gratificación, particularmente señales verbales de aprobación social, sentimentalismo y a mantener o resistir la extinción de conductas que previamente hayan sido asociadas con gratificación o evitación del castigo. En otras palabras, el sujeto responde intensamente a señales de recompensa tales como aprobación social, afecto, ayuda y se resiste a la extinción de conductas que previamente han sido asociadas a recompensas o al alivio del castigo.

Esta resistencia a la extinción es postulada como un aprendizaje asociativo del sistema cerebral, el cual es activado por la presentación de un refuerzo o al alivio de un castigo, posibilitando así la formación de señales condicionadas. La norepinefrina o noradrenalina es el principal neuromodulador en los procesos de aprendizajes asociativos, ya que una disminución en la liberación de noradrenalina interrumpe la posibilidad de crear nuevas asociaciones, inhibiendo el proceso de condicionamiento entre estímulos y respuestas.
Los individuos que presentan altos índices en búsqueda de novedad y niveles promedios en las otras dos dimensiones se caracterizan por ser impulsivos, exploratorios, excitables, volubles, temperamentales, extravagantes, y desordenados. Ellos tienden a comprometerse rápidamente en nuevos intereses o actividades, sin embargo se distraen o aburren con facilidad de las mismas. También, están siempre listos para pelear. En contraste, individuos que presentan bajos índices en búsqueda de novedad y niveles promedios en las otras dos dimensiones se caracterizan por ser lentos en comprometerse con nuevas actividades y a menudo, se vuelven preocupados por los detalles y requieren un considerable tiempo de reflexión antes de tomar decisiones. Ellos son descritos como típicamente reflexivos, rígidos, leales, estoicos, de temperamento lento, frugales, ordenados, y perseverantes, rasgos característicos de los sujetos pasivo- dependientes o de personalidad ansiosa (Tipo I).


En base a estas dimensiones, el autor establece dos grandes tipos de personalidad, el Tipo I y el Tipo II, que aunque dicha clasificación se ha dirigido básicamente para explicar el alcoholismo, es aplicable a cualquier problema antisocial o delincuente. Así, el Tipo II, estaría asociado con rasgos característicos de los individuos con personalidad antisocial (Cloninger, 1987), de tal forma que haciendo referencia a la tríada dimensional propuesta,
encontraríamos:
a) Alta búsqueda de novedad, es decir, individuos impulsivos, exploradores, excitables, desordenados y distraídos.
b) Baja evitación del daño, es decir, individuos confiados, relajados, optimistas, desinhibidos, energéticos y descuidados.
c) Baja dependencia a la recompensa, es decir, individuos socialmente desapegados, emocionalmente fríos, prácticos, tenazmente dispuestos e independientes.