viernes, 16 de noviembre de 2012

EVOLUCIÓN DE LA TIPOLOGÍA DE MENORES INTERNADOS EN CENTROS DE REFORMA DE LA COMUNIDAD AUTÓNOMA VASCA* Ángel Estalayo Hernández**; Juan Carlos Romero León***

La evolución en la tipología de violencia en los centros de Justicia Juvenil, responde, a nuestro parecer, fundamentalmente a dos factores:
• el surgimiento de la nueva ley penal del menor que ha conllevado el incremento en edad de los menores internados
• el aumento de internamientos provinientes de sectores institucionales de protección del menor.

Si bien es cierto que desde el comienzo existían casos relativos a problemáticas relativas a dinámicas familiares disfuncionales, junto con situaciones características de la adolescencia, también lo es que en la actualidad se ve más que nunca cómo en las familias de los delincuentes la relación del padre con el hijo se produce bajo el signo de un rechazo activo. De este modo, “la existencia de un vínculo negativo entre el adolescente y el padre provoca en el muchacho el sentimiento de verse rechazado activamente por el progenitor” (Cirillo et al, 1997:33).

Tal es así, que una de las formas más explícitas de rechazo activo es la necesidad de que un menor sea tutelado por una Institución pública. Su inserción en pisos o centros constituye la escenificación cotidiana del rechazo de que ha sido objeto. Si, además, a ello se le suma los problemas de relación con los profesionales del servicio, la estigmatización parece cerrar un círculo que aumenta las posibilidades de salidas violentas al conflicto interno, máxime si entendemos que en las desviaciones o conductas antisociales se puede ver un desplazamiento hacia la sociedad de un resentimiento, en parte inconsciente, dirigido originariamente contra el padre. Así, puede observarse la reacción de los menores hacia el propio sufrimiento con la violencia, ante la dificultad que presentan para entender el contenido de excitación antidepresiva de determinados gestos antisociales. En este sentido, conviene tener en cuenta el significado del paso al acto en estos lapsos de edad, de manera que “expresa este carácter de irrupción violenta de un acto que viene a romper un cierto equilibrio. Es sinónimo lo más a menudo de impulsividad y tiene una connotación delictiva y asocial. En cuanto al contexto que sobreviene al acto, es preciso diferenciar lo que pertenece al registro del impulso y de la compulsión” (Jeamnet, 19:988). Este punto contribuye a diferenciar entre perfiles más primarios, caracterizados en nuestra opinión por registros de impulso, y aquellos secundarios, más relacionados con la compulsión.

De esta forma, la evolución nos conduce a una población:
• con un perfil más secundario, menos tendente al paso al acto por impulsividad y con una capacidad de demora y planificación que le sitúa en el transito casi consumado de lo disocial a lo antisocial; de esta forma, los actos violentos cometidos suelen estar revestidos de mayor crudeza;

• derivada en un número cada vez mayor de instituciones públicas de protección que se ven desbordadas por situaciones y conflictos más violentos que en épocas anteriores. Su inclusión en centros de Justicia Juvenil conlleva necesariamente la interposición de una denuncia, que no en pocas ocasiones procede del propio equipo educativo. En nuestra opinión este hecho constituye un nuevo rechazo activo de un menor que ya había sido rechazado con anterioridad. Ello cobra especial importancia si estas figuras educativas constituyen el escenario representativo de la sociedad sobre el que el menor desplaza su resentimiento contra la figura paterna;

• dicho perfil secundario también conlleva una mayor disociación de los contenidos conflictivos y problemáticos de su historia personal, así como un aumento de la negación sobre los actos que han conducido al menor a su internamiento en un Centro de Justicia Juvenil;

• todo lo anterior, conlleva presencia de menores con delitos de mayor gravedad, así como mayor reincidencia y número de infracciones;

• en muchas ocasiones los intentos de individuación se conducen a intentos de sustituir viejas relaciones que propician situaciones de repetición y fijación; “por lo general las personas no eligen la pareja que quieren, sino que reciben la pareja que necesitan. Se escoge una pareja que, según se espera, le permitirá al individuo eliminar, reproducir, controlar, superar, revivir o cicatrizar, dentro de un marco diádico, lo que no pudo saldarse internamente” (Frammo, 1996:133);

• son menores más conflictuados y violentos en los que no es extraño encontrar situaciones autolesivas de creciente gravedad, explicitando más, si cabe, el componente depresivo de muchas de las acciones que emprenden, así como el carácter pretendidamente antidepresivo de dichas excitaciones;

• son menores que suelen responder a estructuras de personalidad borderlines con presencia de mecanismos de defensa tales como: escisión, idealización, devaluación, identificación proyectiva, control omnipotente y acting out. Puede llegar a darse presencia de estructuras narcisistas que utilizan dichos mecanismos, destacando el uso de la idealización y la devaluación; no obstante y según la evolución se observa un incremento de desarrollos disociales, principalmente en los casos en los que se dan internamientos seguidos y comisiones de delitos al término de su estancia en Centros;

• se da una creciente presencia de menores procedentes de sectores socio-culturales marginales, con una predominancia de origen árabe. Las variables culturales y sociales de desarraigo contribuyen a ampliar la escenificación de un rechazo activo de índole social;

• el rechazo activo paterno mencionado con anterioridad, suele ir acompañado de una ambivalencia materna que contribuye a generar sistemas familiares que van desde aquellos que mantienen con los profesionales una relación de enfrentamiento, al desplazar sobre los mismos la tensión acumulada con los miembros de los Juzgados, pudiendo llegar a una protección del menor que, en ocasiones, raya el encubrimiento, a aquellos que desde la transferencia de la impotencia y la desconfianza llegan al supuesto inconsciente de resistencia a la colaboración, dado que cualquier éxito en la intervención sobredimensionaría su incapacidad anterior. También están las que directamente escinden la existencia de su hijo, incurriendo en abandonos o negligencias continuadas;

• todas las dinámicas transferenciales de las familias de origen se extienden a las situaciones de relaciones de pareja de los menores


LA INTERVENCIÓN

La intervención en los Centros se basa fundamentalmente en el desarrollo de la vida cotidiana con los menores, estableciendo unos marcos mínimos de respeto a unas normas de convivencia. El equipo de educadores se sitúa como garante del mantenimiento de dicho marco, articulando para ello un régimen general que regula los supuestos fundamentales. Además se estructuran actividades que fomentan el aprendizaje de aspectos formativos y psicosociales que faciliten su ulterior integración en sectores sociales normalizados. Otro de los aspectos importantes es la intervención desde la contención física y psicológica.

En este sentido, desarrollamos la intervención como una contención validante, es decir, como una red firme que constituiría un ambiente que sería capaz de devolver las proyecciones o conductas descontroladas con un significado traducido, o lo que es lo mismo, que sería capaz de responder adecuadamente a la experiencia privada no compartida (sabiendo detectarla tras la que sí es compartida, y expresarla positivamente) y de forma equilibrada, estable, es decir no exagerada (permisiva o rechazante-castigadora-devaluante), a la experiencia privada sí compartida: en nuestro caso las conductas inapropiadas o problemáticas.

Por otra parte, se habilitan espacios periódicos de entrevistas personales con el menor. Su intención inicial es la orientación y tutoría del menor, aunque suele convertirse, siempre y cuando el menor participe de ello voluntariamente, en un contexto terapéutico. Dicha intervención se realiza de forma paralela a la intervención con las familias. Esta atención integral cobra especial interés porque “cuando en las transacciones con la familia de origen se vuelven accesibles los objetos externos buenos (al modificarse la percepción que el individuo tiene de los padres y hermanos), mecanismos como la escisión, la identificación proyectiva y la denegación pierden parte de su fuerza y los objetos internos malos se pueden liberar y abandonar poco a poco (...), la combinación de todos estos factores contribuye a liberar la energía psíquica, que entonces puede ser investida en las relaciones con los contemporáneos (Seinfeld, 1990; tomado de Framo, 1996: 134).

Es por ello, que además del trabajo cotidiano de establecimiento de límites, el desarrollo de la intervención se polariza en los siguientes aspectos:

• trabajar sobre la NEGACIÓN de la familia y del menor acerca de la medida judicial impuesta y de su subsiguiente internamiento en el centro. Dicha negación va desde el propio hecho delito cometido, a la gravedad del mismo, su impacto en las víctimas o la necesidad de ayuda. En esta etapa la alianza con los informes recibidos de los Juzgados y con el contenido de las medidas interpuestas resulta determinante;

• trabajar sobre la ACEPTACIÓN del proceso y las consecuencias del mismo. Supone un paso que necesita del anterior para activarse, así como un indicador de la posibilidad de cambio del contexto de intervención, pasando de uno más coactivo a otro libremente emprendido;

• no obstante, todo ello necesita intervenir sobre la RESPONSABILIZACIÓN de los padres. Si tenemos en cuenta el factor que dicho reconocimiento tendría sobre el rechazo activo hasta entonces comunicado, entendemos que es necesario para poder actuar sobre la elaboración que permita la dejación de determinados mecanismos de defensa. De este modo, “la provocación de crisis en el paciente señalado siempre debe ser posterior a la atribución de responsabilidad a los padres. En el contexto de un Centro privado de T.F. es muy raro que se plantee ese problema. Aquellos padres que solicitan una T.F., además de no rechazar a su hijo, están dispuestos, al menos en parte, a admitir que han cometido errores. Pero en otros contextos, sobre todo, en los institucionales, donde no existe la solicitud de T.F., los padres, a menudo, son hostiles y hasta expulsivos con respecto al hijo psicótico.

Con ese tipo de casuistica, el primer paso del proceso terapéutico consistiría en llegar a demostrar a los padres que, sin que se hayan dado cuenta de ello, algunas de sus dificultades relacionales, tanto dentro de la pareja como con las respectivas familias de origen, han perjudicado desdichadamente, el desarrollo de su hijo. Sólo si esto se logra, será posible luego dirigirse al paciente señalado, tal como antes hemos indicado. De lo contrario, cualquier intervención de exclusión efectuada frente a padres inaccesibles, que se creen ajenos al problema y víctimas de los errores del paciente, tendría efectos catastróficos para ambas partes: respaldar el rechazo de los padres y estimular la furia del hijo” (Selvini, 1990: 239- 240);

• esta intervención en y desde la familia permite, a su vez, actuar sobre los secretos familiares ya que, tal y como señala el Dr. Guy Ausloos, la existencia de secretos familiares determina una atmósfera de lo “no dicho” que influencia las leyes y reglas del super-yo familiar. Así, en el adolescente, el pasaje al acto delictivo, además de por otros factores ya mencionados, puede ser considerado como la expresión, actuada exteriormente, de un secreto familiar inefable dentro de la familia. El acto delictivo revelaría así el secreto, sin desvelar su sentido y adquiriría su carácter repetitivo en ese búsqueda insatisfecha de sentido;

• por consiguiente, la elaboración familiar e individual de ese conjunto de secretos, constituye otro aspecto de la intervención; supone una intervención sobre los mecanismos de defensa familiares, trasmitidos de generación en generación: así, el análisis trigeneracional de las estructuras familiares cobra un creciente sentido en nuestro radio de acción, así como el de los escenarios narcisistas de los padres;

• cuando este tipo de intervenciones son posibles, se desarrollan nuevas narraciones que posibilitan tejer el sufrimiento de una forma más adaptada, con menos resentimiento hacia las figuras paternas y, por extensión, a la sociedad. Se puede liberar energía psíquica y avanzar hacia el uso de mecanismos de defensa más normalizados, cimentados en el contexto de una mayor comunicación con los seres queridos contemporáneos; en cierto modo, es como llegar a comprender para poder llegar a hacer;

• toda la intervención descrita, se apoya simultáneamente a una estructuración cotidiana de la vida del menor que con límites claros, le permite obtener seguridad y pertenencia;

• por último, dentro de la intervención destacamos la importancia de la persona del profesional que interviene con esta tipología de menores. Gunderson & Gabbard recogen una serie de actitudes del terapeuta que consideran como necesarias para poder intervenir:
– Piensa que el paciente tiene interés (p.ej., provocador, conmovedor, desconcertante, atrayente, necesitado, sagaz);
– Considera que el paciente puede mejorar;
– Acepta que él puede ser esencial para el bienestar del paciente: asume una responsabilidad importante;
– Percibe al paciente con comprensión (las hostilidades, la impulsividad y los síntomas aparecen por alguna razón);
– Piensa que puede ayudar;
– Está dispuesto a perseverar pese a tener que hacer cosas que no desea hacer o pese a ser criticado u ofendido;
– Está dispuesto a trabajar en colaboración con otros y a recurrir a supervisión o consultas.

Por otra parte, y además de estas actitudes, existen algunos rasgos de carácter importantes para el éxito de la intervención. Swenson señala que los terapeutas que suelen funcionar son responsables, algo audaces, orientados hacia la acción y alegres (los que no son delicados, remilgados, pasivos o controladores). También menciona que autores como Kenberg o Linehan, que provienen de enfoques terapéuticos muy diferentes, son autoritarios, seguros, enérgicos y claros, trasmitiendo la sensación de que están presentes, comprometidos y que son indestructibles. Parecen impertérritos ante el conflicto, e, incluso, parecen disfrutar de las discusiones y desacuerdos.

En la misma línea, Gradillas señala, en referencia al médico no especialista en relación con personalidades disociales, que “ha de mostrarse firme pero sin autosuficiencia, respetuoso, sin ocasionar con sus palabras o gestos motivos para irritar innecesariamente al enfermo, y limitarse sobre todo a su actuación profesional”.

Estas últimas referencias subrayan la importancia que dábamos anteriormente a la persona del profesional. Así, más allá de la técnica, sin duda importante, lo diferencial lo constituyen características como las mencionadas en el párrafo anterior. Es por ello que sea tan importante ser consciente de las necesidades del profesional, así como de las tensiones inherentes en el mismo cuando tiene que intervenir desde la firmeza.
En este sentido, Alexander recoge dos tipos de capacidades en el profesional: la operativa (fe en sí mismo, buen “joining con la familia” y la capacidad de estimulación de la interacción) que es muy importante y la relacional (empatía, humor, la calidez y la integración afectivo-comportamental) que es decisiva para obtener un resultado excelente.

En la misma línea, Figley & Nelson y Breulin et al, coinciden en señalar en sus estudios que resulta más importante la persona del terapeuta que sus competencias como terapeutas.
Sin embargo, éste es un aspecto que pasa desapercibido para muchos profesionales o que es relegado a un espacio de menor categoría por otros. De hecho, tal y como señala Cyrulnik, “resulta muy sorprendente constatar hasta qué punto los educadores subestiman el efecto de su persona y sobrevaloran la trasmisión de sus conocimientos. Muchos niños, realmente muchos, explican en las psicoterapias hasta qué punto un educador modificó la trayectoria de su existencia mediante una simple actitud o una frase, anodina para el adulto pero capaz de conmocionar al chico. Los educadores, en cambio, no tienen conciencia de este poder”.

En esta misma línea, en una reciente entrevista mantenida con Cyrulnik éste insiste en la importancia del “tutor” en la relación con un niño. Así afirma que “el tutor es un encuentro.
Puede ser un psicoterapeuta, puede ser un jardinero, puede ser un futbolista, un guitarrista, es un encuentro, pero es un encuentro significativo que hace emerger algo en el niño que, de repente, se dice: ¿por qué tendría que aceptar yo estas condiciones?, ... ¿por qué no me peleo para salir adelante? ...
Pero este encuentro a veces se da en casa del psicoterapeuta y a veces puede darse simplemente en el encuentro con una persona significativa en una interacción útil”.

* Comunicación presentada en XV Congreso nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente, que bajo el título “Psicopatología de la violencia en el niño y en el adolescente”, se celebró en Granada los días 8 y 9 de noviembre de 2002.
** Lcdo. en Pedagogía y en Psicopedagogía. Supervisor del Centro Educativo Landa. Dirección e-mail: desarrollo@berriztu.com.
*** Lcdo. en Psicología y Psicoterapeuta familiar. Responsable del Servicio de Medidas de Medio Abierto de Bizkaia y Gipuzkoa. Dirección e-mail: resp.smma@berriztu.com.



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